Laberinto No.771 (24/03/18)

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Laberinto

UNA TRADUCCIÓN DE LA ODISEA julio hubard p. 03

DOS CUENTOS INÉDITOS

francis scott fitzgerald p. 04

MILENIO

NÚM. 771

sábado 24 de marzo de 2018 FOTO: ESPECIAL

LA IMPOSIBILIDAD DE SER OSCAR john banville p. 06


ANTESALA

sábado 24 de marzo de 2018

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LABERINTO

PEDRO SOROLLA

Histérica opulencia AVELINA LÉSPER www.avelinalesper.com

CASTA DIVA

L

os chismosos son más fiables que los historiadores, dicen que en el reinado de Luis XIV los adictos al estilo secuestraban a los modistos, los retenían en exclusividad para deslumbrar con un traje que nadie más pudiera tener, la envidiosa violencia de esa obsesión provocó espionaje, crímenes y la creación de una industria. En los fashionistas las marcas son más que un nombre, son un tipo de sangre mutante en cada temporada, detrás de ese efímero escudo de armas pueden asesinar al anonimato y trascender por unos instantes. En el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, exponen Sorolla y la moda, con pinturas, fotografías y las prendas que usaron las modelos en los retratos del pintor. Los zapatos, vestidos, joyas, muebles, la ficción de una escenografía, el teatro de la inmortalidad en la frivolidad de la apariencia. Es el arte inventando a las personas, a seres inexistentes que se retienen en el ideal que deberá ser recordado. La belleza de esa mentira se delata al comparar el vestuario con el retrato, la diferencia es que la ficción es más potente que la realidad, que la naturalidad asesina al mito. Sorolla sabía que nos cansamos de las personas y que si nos heredan un retrato que disfrutemos contemplar durante años, en el que no veamos a

ALFILERES ARMANDO ALANÍS @elsaltillero

“alguien”, entonces el desprecio o el fastidio que sentíamos se trasformará en elogios. El retrato del rey Alfonso XIII es magnífico, delgado como el sable, posa con el uniforme de gala de húsares, la coraza de un héroe para el débil cuerpo del pornógrafo, es una estatua de brocado y seda. La fotografía de la sesión de trabajo en el jardín, con Sorolla pintando al rey bajo la sombra de un árbol, es un testimonio de la dictadura de la forma sobre la vida; después de que la Historia habla y la sociedad olvida el dueño del destino de esa persona es el pintor, él decide cómo será recordado, qué momento de su existencia debe continuar para la eternidad. Vestidos de negro intenso o blancos enceguecedores, cinturas mínimas, encajes y gasas, aunque vivamos y suframos como miserables, perduremos como diosas, eso es un retrato. Sorolla conocía las leyes implacables del estilo, observaba las telas y los reflejos de la luz, estudiaba las texturas, detallaba las joyas, llevaba los materiales al límite de la fantasía, y se detenía un instante antes para que lo imposible fuera verosímil. Los colores del mar, la paciencia de las olas, se prolongaban en los volantes de los vestidos y el viento tensaba los parasoles, el tiempo es del arte. L

Retrato del rey Alfonso XIII

Es tan impuntual que si llega a la hora fijada aguarda en la calle unos minutos. ESPECIAL

Alta escultura ARTES VISUALES

E

l 9 de marzo se inauguró Artz Pedregal, que exhibirá cinco esculturas permanentes, entre ellas una del francés Daniel Buren, figura imprescindible del arte conceptual del siglo XX que acompañó a Miguel Ángel Mancera y a la firma Sordo Madaleno Arquitectos en el corte de cordón de esta “plaza cultural”. Este acto oficializa la falsificación de lo cotidiano y la homologación del consumo. En este “proyecto de escala urbana”, que presume estar diseñado bajo conceptos ambientales y sociales que buscan ampliar los espacios públicos y procurar la interacción social, la bella pieza de Buren, De la rotonda a la fuente. 5 colores para México, trabajo in situ. México 2018. Homenaje al Arquitecto Manuel Tolsá, se ve obligada a renunciar a su derecho a ser caminada, rodeada,

MIRIAM MABEL MARTÍNEZ

para conformarse con ser escenario de los valet parking. En los años ochenta, Buren había propiciado el debate sobre la integración del arte contemporáneo en edificios históricos; sus rayas blancas y negras (un motivo popular francés) evidenciaban una investigación minimalista que proponía una forma de atender cómo se presentaba el arte. Aquella vivencia es hoy, como la obra de arte, nostalgia. El paseador de mall ve limitada su intención de abrazar la pieza, que no puede ser contemplada totalmente desde ningún ángulo: por donde quiera que se trate, habrá un obstáculo. O quizá de eso se trate: de tapar. Se sugiere que esta escultura es un trabajo in situ, un in situ muy parecido al exhibido en el Hospicio Cabañas, en 2014, aunque éste, para fortuna del espectador, sí

Artz Pedregal

expresaba el discurso de Buren en torno a la recontextualización del arte en un territorio arquitectónico (planteamiento que en esta “plaza de haute cultura” se aplana). A esta escultura se suman el Quisco sonoro de Tania Candiani, que impacta por su manufactura y podría ser una invitación a conocer más de esta artista mexicana, y las bicicletas Forever de Ai Weiwei, también parte del paquete MACO, del cual aún faltan, de acuerdo a la página oficial de la feria, Autoconfusión de Cruzvillegas y

A Forest in a Sea of Bronze de Cole Sternberg, aunque en el folleto de Artz Pedregal se omite ésta última y se incluye una obra de Ortega. En este mall, el arte está en todas partes, hasta en el decorado de papel tornasolado que parece sacado de alguna galería glamorosa o en los aparadores de la boutique Tommy Hilfiger, donde los maniquíes conviven con unas llantas doradas que bien podrían ser de Betsabé Romero. O quizá solo es la antesala al “infierno de lo igual”, ese del que habla Byung-Chul Han. L

dirección josé luis martínez s. edición roberto pliego, iván ríos gascón arte y diseño salvador vázquez


MILENIO

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× R O D R I G O

sábado 24 de marzo de 2018

ANTESALA

GUSTAV SCHWAB

G UAJA R D O ×

Salmo Este poema forma parte de Estándar (Editorial An•alfa•beta, México, 2017), que juega con la noción de ampliar, extender... reza por mi júbilo vendrán por mí o no clama si soy yo o nadie nómbrame desvalido ante las cosas que no puedo saber ante lo que me hace tarde ante los procesos profundos para los que fui cegado di por mí porque me vuelvo oscuro traigo conmigo los animales vulnerados y las flores vírgenes no sé qué camino llevo cuando vivo sobre el río en la carrera turbia de maderas agotadas en su surco en la corteza que tañe el plata de mi hacha déjame oler donde corta del cielo para acá bajo los picos de la sierra solo tengo sed y solo canto yo escarpo la niebla con tu cuerpo cuando sigo tu flor encantada con los ojos en blanco ella gira fragorosa de milagro apila pétalos al mar y dura sin nada ayer soñé unos años adelante no voy a morir en un buen tiempo no volveré.

×EKO×EX LIBRIS×DEIANIRA Y NESSUS×

Ulises ejecuta a los pretendientes de Penélope

Una traducción de la Odisea BICHOS Y PARIENTES

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JULIO HUBARD

a UNAM es capaz de publicar obras fundamentales y encerrarlas como quien prefiere despertar codicia y envidia, en vez de lectura. Hace cuatro años se publicó la traducción que hizo Pedro Tapia Zúñiga de la Odisea (en la Bibliotheca Scriptorum..., junto con un utilísimo Vocabulario y formas verbales de la Odisea). Circularon unos cuantos ejemplares y, nada, desapareció de las librerías. Unas pocas noticias, una muy buena reseña de José Molina Ayala y luego el silencio. La ignorancia no irrumpe, cunde con la indolencia: de la UNAM, que debiera ocuparse de que sus libros sean asequibles, y de los lectores, como si Homero sucediera de cualquier modo, en cualquier versión. Cierto que Borges atinaba al decir que un clásico es aquel capaz de sobrevivir a sus peores traductores. Pero estamos en el otro polo, donde los mejores traductores no sobreviven a sus editores ni a la ignorancia de sus lectores. No es otra versión de la Odisea. Es una traducción minuciosa y astuta, polítropa, como Ulises. Abundan las ediciones en prosa que incurren en un mismo mal: convierten el poema en una novela. Hay librerías que colocan su Homero en “Narrativa”. Pedro Tapia apostó por una versión rítmica, en versos, del mismo modo que antes lo hiciera Rubén Bonifaz Nuño con la Ilíada. Bonifaz es un gran poeta, pero un traductor rarísimo, capaz de transformar a Catulo en Góngora. Todo son nudos y retruécanos para reproducir una sintaxis y una métrica que no se dan en español. Sus traducciones pueden tener rasgos geniales, pero muchas veces convierten una línea llana en una orografía inextricable. Tapia es distinto. Su traducción es limpia y dúctil, arriesgada en técnicas y en obediencia al original, tanto en su valor de relato como en sus sonoridades y ritmos. Y si bien Bonifaz es un poeta superior, su Ilíada dista mucho de ser la mejor en español (prefiero, de todas, todas, la de López Eire, en editorial Cátedra); en cambio, esta versión de Tapia superó por mucho la única otra versión en versos que pudiera conseguirse: la de José Pabón, en editorial Gredos. Por fin aparece una Odisea como se debe —como nos debía la tradición— y pasa a los catálogos como si nadie la hubiera echado de menos. ¿Y si Alfonso Reyes hubiera terminado su versión de la Ilíada? Me gustaría creer que si Homero se convirtiera en lectura asidua, nuestra tradición literaria se alzaría sobre sí misma para mirar mucho más lejos, y con ojos más limpios, de lo que puede ofrecer un prosaísmo mostrenco. Ojalá que este viaje de Tapia Zúñiga llegue a los feacios que merece. L

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LABERINTO

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Dos inéditos de Francis Scott Fitzgerald Por cortesía de editorial Anagrama, publicamos dos de las piezas de Moriría por ti y otros cuentos perdidos, con traducción de Justo Navarro y que muy pronto llegará a México. Pertenecen a la etapa final en la vida del narrador estadunidense. El primero fue rechazado por The New Yorker en 1936 y el segundo fue concebido como tratamiento cinematográfico para Olga Spesívtseva y su agente, Arnold Braun, en ese mismo año. La película nunca se filmó

L

a señora Hanson era una mujer atractiva y un poco estro­peada de cuarenta años que vendía fajas y corsés desplazándose desde Chicago. Durante muchos años trabajó entre Toledo, Lima, Springfield, Columbus, Indianapolis y Fort Wayne, y su traslado a la zona de Iowa, Kansas y Missouri fue un ascenso, pues su empresa estaba más arraigada al oeste del río Ohio. En el Este, sin embargo, había disfrutado de la confianza de sus clientes, y a menudo le ofrecían una copa o un cigarrillo en la oficina del comprador cuando cerraban el trato. Pero pronto descubrió que en su nueva zona las cosas eran distintas. No solo nunca le dijeron si quería fumar, sino que, más de una vez, a su propia pregunta de si les importaría que fumara, le respondieron, como pidiendo disculpas: —No es que me importe, pero sería una mala influencia para las empleadas. —Ah, sí, claro. Entiendo. Fumar, para ella, significaba mucho en determinados mo­mentos. Trabajaba mucho y fumarse un cigarrillo le servía de descanso y la relajaba psicológicamente. Era viuda y no tenía parientes próximos a quienes escribirles a la caída de la tarde, y más de una película a la semana le dañaba la vista, así que fumar se había convertido en un signo de puntuación importante en la frase larguísima de un día en la carretera. La última semana de su primer viaje a su nueva zona la sor­prendió en Kansas City. Era a mediados de agosto, se sentía un poco sola entre todos los nuevos contactos de los últimos quince días, y se alegró de encontrar en el mostrador de una empresa a una mujer a la que había conocido en Chicago. Se sentó un momento antes de que anunciaran que estaba allí y, en el curso de la conversación, indagó un poco sobre el hombre con el que se iba a entrevistar. —¿Le importará que fume? —¿Cómo? Santo Dios, ¡sí! —dijo su amiga—. Da dinero para apoyar la ley antitabaco. —Ah. Bueno, te agradezco, y mucho, la advertencia. —Es algo que tienes que tener en cuenta en toda esta zona —dijo su amiga—. Especialmente con los hombres de más de cincuenta años. Los que no fueron a la guerra. Una vez un hombre me dijo que nadie que hubiera estado en la guerra le diría a nadie que no fumara. Pero en la siguiente cita la señora Hanson tropezó con la excepción. Parecía un joven muy agradable, pero fijó los ojos con tanta fascinación en el cigarrillo que ella golpeaba en la uña del

GRACIAS POR LA LUZ dedo pulgar que se lo guardó. La recompensa fue que el joven la invitó a comer y en ese espacio de tiempo consiguió un pedido importante. Y luego el joven insistió en llevarla en su coche a la cita si­g uiente, aunque ella tenía pensado meterse en algún hotel de los alrededores y dar unas caladas en el cuarto de baño. Era uno de esos días en que todo el mundo te hace esperar; todos estaban muy ocupados, llegaban tarde, y parecía que, cuando hacían acto de presencia, eran de ese tipo de hombres con cara de matones a quienes no les gustan los excesos del pró­jimo, o eran mujeres que de buena o mala gana aceptaban las ideas de esos hombres. Llevaba sin fumar desde el desayuno y de pronto se dio cuen­ta de que ese era el motivo de que sintiera una vaga insatisfacción al final de cada visita, sin importarle lo favorable que hubiera resultado desde el punto de vista profesional. En voz alta decía: “Cubrimos, a nuestro juicio, un campo diferente. Se trata de caucho y tela, sí, pero hemos logrado conciliarlos de una forma distinta. El crecimiento de un treinta por ciento en publicidad a nivel nacional en un año habla por sí solo”. Y pensaba: Si pudiera Que se fumara pegar tres caladas sería un cigarrillo parecía capaz de vender fajas importar poco frente pasadas de moda, con al hecho de que si lo ballenas. hacía podía ofender a Le quedaba una tienda un montón de gente. que visitar, pero faltaba media hora para la cita. Tenía tiempo para ir a su hotel, pero, al no haber ningún taxi a la vista, echó a andar calle arriba, pensando: Quizá debería dejar el tabaco. Me estoy convirtiendo en una drogadicta. Y entonces vio la catedral católica. Parecía muy alta... De pronto, le vino una inspiración: si tanto incienso se había eleva­do a Dios en aquellos chapiteles, un poco de humo en el atrio no tendría importancia. ¿Cómo iba a molestarle a Nuestro Señor que una mujer cansada diera unas cuantas caladas en el atrio? Sin embargo, aunque no era católica, la idea le resultaba ofen­siva. Que se fumara un cigarrillo parecía importar poco frente al hecho de que si lo hacía podía ofender a un montón de gente. Pero... A Dios no le molestaría, pensaba una y otra vez. En Su tiempo ni siquiera habían descubierto el tabaco... Entró en la iglesia; el atrio estaba a oscuras y la señora Han­son buscó un fósforo en el bolso, pero no tenía.

Iré y encenderé el cigarrillo en una de las velas, pensó. Una única mancha de luz en un rincón rompía la oscuridad de la nave. Se acercó a través de la nave al resplandor nebuloso y se encontró con que no procedía de las velas y que, en todo caso, no duraría mucho: un anciano estaba a punto de apagar la última lámpara de aceite. —Son ofrendas votivas —dijo—. Las apagamos de noche. Flotan en el aceite y pensamos que la gente que las enciende prefiere que las reservemos para el día siguiente, en vez de dejarlas arder toda la noche. —Lo entiendo. Apagó la última. No quedaba ninguna luz en la catedral, salvo una lámpara eléctrica en las alturas y la lamparilla siempre encendida ante el sacramento. —Buenas noches —dijo el sacristán. —Buenas noches. —Supongo que ha venido a rezar. —Sí. El hombre entró en la sacristía. La señora Hanson se arrodi­lló y rezó. Hacía mucho tiempo que no rezaba. No sabía muy bien por qué rezar, así que rezó por su jefe, y por los clientes de Des Moi­nes y de Kansas City. Cuando terminó de rezar, de rodillas, se enderezó. No tenía costumbre de rezar. La imagen de la Virgen miraba desde lo alto de un nicho, casi dos metros por encima de su cabeza. La señora Hanson la miró, distraída. Entonces se levantó y, de cansancio, se arrellanó en una esquina del banco. En su ima­ginación la Virgen bajaba, como en el drama El milagro, y ocu­paba su puesto y vendía fajas y corsés y estaba tan cansada como ella. Y entonces debió de quedarse dormida. Despertó con la conciencia de que algo había cambiado; y solo poco a poco percibió en el aire un aroma familiar que no era a incienso y se dio cuenta de que le quemaban los dedos. Y en­tonces vio que el cigarrillo que tenía en la mano estaba encendido. Demasiado adormilada todavía para pensar, dio una calada para avivar la llama. Y volvió a mirar el nicho impreciso de la Virgen, en la penumbra. —Gracias por la luz, por darme fuego.* No le pareció suficiente, así que se arrodilló, con el cigarrillo entre los dedos y el humo ascendiendo en volutas. —Gracias, de verdad, por la luz —repitió. L * El original dice: “Thank you for the light”. Literalmente: “Gracias por la luz” y “Gracias por darme fuego [para el cigarrillo]”. (N. del T)


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E

HULTON ARCHIVE/ SCRIBNER

sábado 24 de marzo de 2018

LITERATURA

ZAPATILLAS DE BALLET

n 1923 una familia rusa (medio dedicada al teatro) llega a Ellis Island, donde la detienen indefinidamente. La hija, una joven de dieciocho años, ha pertenecido al Ballet Imperial. Baila para otros pasajeros a los sones de un acordeón, en tercera clase. No sabe nada de Nueva York, y para llamar la atención de un hombre que pasa en una lancha, y que podría ayudarla a entrar en la ciudad antes que sus padres, le tira una zapatilla de ballet vieja. El joven, que sirvió en la marina, es un intrépido traficante de licores y le dice que si se descuelga por el costado del barco la meterá de contrabando en Nueva York. Van a la ciudad, pero no pueden volver al día siguiente. Así, la chica pierde a su familia. Él la acompaña en vano a los muelles de desembarque, y, muy triste, ella deduce que sus padres han sido deportados a Europa. El contrabandista la acompaña a las agencias teatrales y se ocupa de ser su guía en Nueva York. Nada. En una de sus pere­g rinaciones, la chica salva del tráfico a una criatura abandonada y, en la operación, se rompe un tobillo. Va al hospital y el con­t rabandista se hace cargo de la niña. Pero la chica descubre que no volverá a bailar. El tobillo no lo resistiría. Al padre, entretanto, se le ha permitido la entrada en los Estados Unidos de América, pero se ha cambiado el nombre, de Krypioski a Kress, aconsejado en la primera secuencia, en el barco y en Ellis Island, por un personaje cómico a quien no se mencionará más en este bosquejo, pero que aparecerá como amigo del padre a lo largo de toda la película. Se trata de un in­dividuo que cree saberlo todo sobre Estados Unidos, pero que nunca se entera de nada. El padre ronda las calles en busca de su hija, con el temor de que se haya convertido en una perdida, y para a otras chicas. Habla algo de inglés y, con el tiempo, se convierte en agente teatral. Cuando sale del hospital, la heroína ha decidido transformar a la chiquilla en la gran bailarina que ella no ha podido ser. Ella misma pinta el estudio, una especie de granero, y empieza las clases de ballet con la ayuda del contrabandista. El joven ha he­redado una pequeña fábrica de zapatos y se ha vuelto respetable. Pero la chica no se casa con él: su única gran pasión es el ballet y el futuro de la niña, un sucedáneo del suyo. Pasan seis años y la niña crece. La academia, con esfuerzo, sigue adelante. La gran Pávlova llega a Nueva York, pero ni la chica ni la niña pueden permitirse pagar la entrada para verla. La heroína también se ha cambiado el nombre por consejo de su pretendiente. Ha hablado muchas veces por teléfono con su padre, que le pide que le mande bailarinas para tal o cual ballet, y que no tiene idea de que “Madame Serene” es su propia hija. La hora del debut de la chiquilla ha llegado. Todo su dinero lo han sacrificado a ese momento. La niña espera en el aparta­mento que comparten en la calle Ciento veinticinco y manda su último par de zapatillas al zapatero porque el antiguo contraban­dista de licores le va a traer otras de su pequeña fábrica. No sabe que, cargado de cajas de zapatos (incluyendo algunas de las za­patillas de ballet que ha hecho), lo ha parado en la calle Cuaren­ta y ocho un policía que quiere que testifique a propósito de un delito menor cometido seis años antes, en los días en que se de­dicaba al contrabando. El tiempo se acaba. La joven protegida ve que las únicas za­patillas de ballet que hay en el apartamento son unas zapatillas viejas. Se las pone y, con una moneda de cinco centavos para el metro, se dirige al teatro. La moneda la pierde en una alcantarilla y tiene que andar desde la calle Ciento veinticinco a la zona de los teatros. Llega llorando y exhausta, y, ante el horror de la joven rusa, con los pies en un estado lamentable. Lo intentan, a pesar de todo. Se levanta el telón cuando llega su número y la mujer rusa (la heroína) baila entre bastidores a la vez que la chica, para animarla. El número sale adelante. El segundo número se interrumpe de repente. El héroe, en su empeño por entregar las zapatillas, escapa del policía, aunque lo siguen. En ese momento, entre el público, el padre, impresionado por la chica, se dirige a bastidores para contratarla. Cuando llega, descubre que su hija es la profesora. Se entiende que puede ejer­cer presión para exonerar al joven de lo que solo son falsos cargos. Termina la función. La joven rusa baila sola en el escenario ante su padre que, sentado al piano, toca para ella. El héroe y la chiquilla miran desde bastidores. La música de Saint-Saëns, El cisne, va in crescendo y los ojos del padre se llenan de lágrimas... ...y la película termina. L


LABERINTO

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La imposibilidad de ser Oscar

Inmoralista, transgresor, el creador de Dorian Gray seducía y repelía al mismo tiempo tras su caída en desgracia por su affaire con Alfred Douglas, mácula que, a pesar de todo, no oscurece la maestría estética de su obra, como sostiene este ensayo del notable narrador irlandés a partir de la biografía a cargo de Nicholas Frankel JOHN BANVILLE

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odría decirse que Oscar Wilde, uno de los más grandes artistas literarios de ese periodo que persistimos en llamar fin de siècle (que va de 1880 a 1900, aproximadamente), alcanzó su mejor forma en dos piezas de reflexión estética: el prefacio de su novela El retrato de Dorian Gray, de una página, y el ensayo breve “La decadencia de la mentira”. Podría ser paradójico destacar únicamente estas dos viñetas, en medio de obras maestras como La importancia de llamarse Ernesto y Un marido ideal, además de los atormentados testimonios de su encarcelamiento que son De profundis y “La balada de la cárcel de Reading”, ¿pero no era acaso Wilde el gran maestro de la paradoja? De hecho, la misma esencia de su obra consistía en tomar la sabiduría de siglos y volverla de revés, con el destello elegante y ligero de un aforismo. “No hay libros morales o inmorales”, pronuncia el prefacio a Dorian Gray, con la autoridad serena de una bula papal (Wilde, con su admiración por la pompa y la arrogancia, sentía una envidiosa fascinación por la institución papal), lo que lleva a la pregunta de si, entonces, puede decirse que una vida sea moral o inmoral. La Inglaterra victoriana tardía no dudaba, tras su vertiginosa caída en desgracia en 1895, de que Wilde era un inmoralista de grado mayor (para usar el término de su amigo y admirador André Gide) y por sus crímenes le sentenció a dos años, antes de ceder, gruñendo de asco y con una adusta sacudida de manos. No solo fue asediado por la alta burguesía: muchos artistas abandonaron a su antiguo colega y amigo, varios de ellos aterrados ante el riesgo de ser arrastrados fuera del clóset. Henry James, quien había conocido a Wilde en Estados Unidos en 1882, llamándolo entonces una “bestia impura”, a la que encontraba “repulsiva y fatua”, fue sacudido por lo que llamó la “tragedia sórdida, pero como quiera tragedia”, que comenzó con el juicio contra Wilde por ofensas homosexuales en la primavera de 1895. James escribió por entonces a un amigo suyo: “[Wilde] nunca fue de interés para mí, aunque eso ha cambiado, en cierto modo, con esta historia espantosa”. En cierto modo: en la cadencia, apenas murmurada, el terror y la melancolía se escuchan con claridad. Los detalles del caso se han vuelto leyenda, así que no estaría de más una breve recapitulación: Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde nació en

ILUSTRACIÓN: EKO

Dublín en 1854, del matrimonio de Sir William Wilde, un cirujano muy popular, y la admirable, aunque un tanto ridícula, Jane, quien tenía sangre italiana y que, con el seudónimo de Speranza, escribía poesía patriótica (barata y solemne, sobre todo) para la prensa nacionalista, una obra que estuvo a punto de ganarle una sentencia de cárcel alguna vez. Gran asunto habría sido para la respetada familia Wilde el de contar con dos presidiarios. El joven Oscar asistió al internado de Portora, en Enniskillen, que entonces era el Trinity College de Dublín. Ingresó después a Oxford, donde se convirtió en uno de los jóvenes exquisitos que circulaban por el Magdalen College, ataviado con amplias capas y collares. Adornaba su cuarto con plumas de avestruz, lirios frescos y abundante papel de china azul. Pero también se dedicaba con seriedad a sus estudios, particularmente latín y griego, así que no fue un vacuo alarde cuando dijo de sí mismo que alguna vez había sido un “lord del lenguaje”. En Oxford encontró influencias que entonces eran revolucionarias, incluyendo a John Ruskin, y en particular Walter Pater, cuyas doctrinas artísticas habrían de tener la mayor relevancia en la vida y la obra de Wilde. Como todo artista, por supuesto, debía, si no matar al padre (¡el Pater!), al menos darle un buen golpe. En el diálogo casi unilateral que es “La decadencia de la mentira”, el dominante Vivian, portavoz de Wilde, va un paso más allá que su mentor, con delicadeza pero cálculo pleno, para liberar al arte de cualquier deuda que pudiera tener con el utilitarismo y el lugar común de las “pasiones mundanas”. “El arte jamás expresa otra cosa que a sí mismo. Tal es el principio de mi nueva estética y es esto, más que la conexión vital entre forma y sustancia en la que insistía el señor Pater, que hace de la música el modelo para todas las artes”. Aquella “nueva estética” puede no haber sido tan novedosa como él quería hacerla parecer: el movimiento que defendía al “arte por el arte” se encontraba en marcha al momento de la publicación del ensayo, en 1889. Pero nadie, ni Flaubert en sus cartas, ni Baudelaire en sus textos periodísticos, había defendido la autonomía total del arte con tanto tino y aplomo, con una prosa de persuasión consumada. A esto se agregaba el aliento de su lectura, inspirada en autores clásicos y modernos que en buena parte eran la base de sus argumentos. Él sabía bien de dónde provenía su fluidez.


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sábado 24 de marzo de 2018

DE PORTADA

ESPECIAL

Cuando concluyó sus estudios, fue con la mayor determinación y una mirada bien entrenada que se dispuso a abrirse camino en el “mundo de la pluma”, como se hacía referencia por entonces al circuito literario y la competencia que en él se daba. Extrañamente, para alguien tan entregado al conocimiento de la antigua cultura europea, fue en el Nuevo Mundo que forjó su primer gran éxito, cuando emprendió una gira por Estados Unidos para impartir conferencias sobre diseño interior, entre otros temas. La estancia debió durar cuatro meses, pero se alargó un año. Lejos de casa, Oscar se había convertido en quien debía ser. También parecía encontrarse sobre piso firme en su vida privada cuando, en 1884, se casó con Constance Lloyd, hija de un abogado (que contaba con unos considerables ingresos privados, para aderezar la unión). Se mudaron a una bonita casa en el barrio londinense de Chelsea, donde pudieron dedicarse al diseño interior y tuvieron dos hijos, Cyril y Vyvyan (curiosamente, los nombres que dio a los protagonistas del debate en “La decadencia de la mentira”), pero el dulce grillete de la vida doméstica no logró mantener a Oscar bajo control. Como escribió años más tarde: “Cansado de las alturas, me moví deliberadamente hacia las honduras en busca de nuevas sensaciones”. Al principio, no fueron tan profundas las honduras de la depravación en las que se sumergió. Se cree que su primer encuentro homosexual serio sucedió en 1886, con el periodista y crítico canadiense de origen inglés Robert Ross, quien habría de ser uno de sus amigos leales y defensores hasta su muerte (y después de ella). Aquí debemos detenernos un momento. Podría haber estado en aguas superficiales, pero también eran turbias. “¿Oscar Wilde se consideraba a sí mismo homosexual?”, se pregunta Nicholas Frankel en las primeras páginas de Oscar Wilde: The Unrepentent Years (Harvard University Press), su fascinante mirada a la última fase de la vida del escritor, hasta ahora poco estudiada. Al señalar que la palabra “homosexual” apareció impresa por primera vez (y entonces solo como adjetivo) en 1892, Frankel observa: “Siempre habrá algo de anacrónico en las referencias a cualquier ‘identidad sexual’ victoriana. El sexo, tanto el permitido como el ilícito, era algo que la gente practicaba, pero no era visto aún como una forma de expresar la sexualidad personal”. Comoquiera que sea, puede decirse que Wilde conocía su propia naturaleza, con independencia del término que le asignara. “Un poeta encarcelado por amar a los muchachos ama a los muchachos”, escribió sin afectación desde París, tras salir de prisión y haberse reconciliado con Douglas (Bosie). Y continuó, en el tono digno y melancólico de sus últimos años, señalando que si hubiera renunciado a los muchachos después de cumplir su sentencia habría sido como admitir que “el amor uranista es innoble”. Pero, ¿qué le impulsaba más: su entrega a la nobleza y el amor verdadero, o el anhelo por la degradación que le llevó a las turbias profundidades en las que chapoteaban los muchachos de alquiler? ¿O fueron las profundidades de la selva? “Era como un festín con panteras”, escribió desde la cárcel. “La mitad de la emoción estaba en el peligro”. La “ocasión de pecar” (como solían decir los sacerdotes) que le puso tras las rejas fue su querido Bosie. Douglas ha sido muy criticado, merecidamente dirían muchos, aunque no Frankel, que busca, con su estilo discreto aunque persuasivo, limpiar un poco del fango que ha manchado la reputación de Bosie: “La relación entre Wilde y Douglas sigue siendo malinterpretada. Douglas ha sido siempre representado como un Judas o un Yago, desalmado y cruel, que espoleó a Wilde para cometer no una, sino dos veces, actos desastrosos y fatídicos, antes de abandonarle para enfrentar las consecuencias por su cuenta”.

Alfred Douglas Bosie y Wilde

Es de admirar la grandeza de espíritu que muestra Frankel al tratar de redimir la imagen de Bosie, pero no aporta la evidencia suficiente para sustentar su caso. Cierto, Bosie era más que el niñato malcriado y llorón al que lo ha reducido la posteridad, pero no mucho más. No hay duda: empujó a Wilde hacia el precipicio, sin preocupación aparente por las consecuencias y aun si “conoció y amó a Wilde más íntimamente que cualquier otra persona en ese periodo”, como escribe Frankel, ese amor estaba hecho tanto de nobleza “uraniana” como de egoísmo e irresponsabilidad. El primero de los “actos desastrosos y fatídicos” a los que Bosie le incitó fue abrir un juicio por difamación contra su padre, el vil marqués Un mérito de Wilde de Queensbury (un Mr. es que, ya liberado, Hyde sin su respectivo trabajó arduamente Dr. Jekyll), quien sabía para lograr una reforma de la relación que su hijo del sistema penal, con tenía con Wilde y dejó resultados considerables su tarjeta de visita en el club al que asistía éste, con una nota en la que acusaba al ya famosísimo dramaturgo de ser un “sodomita”. Wilde desoyó los consejos de varios amigos suyos y llevó el caso a juicio, lo que, sabemos ahora, resultó un espantoso error de cálculo que le llevó a ser acusado de ultrajes a la moral pública y encarcelado. Es probable que Wilde no haya tenido por entonces plena conciencia de lo que implicaba una sentencia de cárcel. “Casi de seguro”, escribe Frankel, “él tenía todavía una idea exaltada y romántica de la prisión: alguna vez había escrito que ‘un encarcelamiento injusto por una causa noble fortalece y profundiza la propia naturaleza’”. Le esperaba un terrible

baño de realidad en la cárcel de Pentonville, uno de los lugares de reclusión más duros de la Inglaterra victoriana. “Desde el inicio, fue una pesadilla diabólica”, contó Wilde a otro amigo leal, Frank Harris, “más espantoso que cualquier cosa que pudiera haber soñado”. A su llegada, fue obligado a “bañarse” en una tina de agua inmunda. Su cabello, esos rizos amplios de los que se envanecía, fueron rapados. Ataviado en el “traje de la vergüenza”, fue arrojado a una celda tan reducida y ruidosa que apenas se sentía capaz de respirar: “Pero lo peor fue la inhumanidad: descubrir lo maléfica que es la criatura humana. Hasta entonces, no sabía nada de ella. No había imaginado crueldad similar”. Un gran mérito de Wilde es que, ya liberado, trabajó arduamente para lograr una reforma del sistema penal, con resultados considerables. También participó en la campaña para revocar el Acta de la Enmienda de Ley Criminal, bajo la que había sido convicto por actos homosexuales. “No tengo duda de que habremos de ganar”, escribió al activista George Ives en 1898, “pero el camino es largo y está sembrado de martirios monstruosos”. Debe tenerse presente que Wilde, el esteta, es también el autor del ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo”, influido por los anarquistas. Wilde fue un hombre de muchas facetas, no todas decadentes. Hacia el otoño de 1895, de acuerdo a Frankel, Wilde estaba “a punto del colapso”. Gravemente debilitado por el hambre, la privación del sueño y enfermedades recurrentes, estaba tan débil que una mañana no pudo levantarse de la cama. Cuando se le forzó a hacerlo, cayó al suelo varias veces y los golpes dañaron su oído interno, una herida que pudo contribuir a su muerte prematura, por meningo encefalitis, cinco años después.


DE PORTADA

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Tiempo después, las condiciones de su encierro mejoraron un tanto, gracias en parte a los esfuerzos de [Robert] Ross y en particular de [Frank] Harris, una figura de su círculo cercano que hasta hoy era considerado un pillo, pero que emerge del libro apasionante y bien documentado de Frankel con un auténtico aire de santidad. En el verano de 1896, Harris consiguió una audiencia con Sir Evelyn Ruggles–Brise, el presidente de la comisión de penitenciarías, para suplicarle un tratamiento más benévolo hacia el prisionero, que para entonces había sido transferido de la cámara de horrores que era Pentonville a la cárcel de Reading Gaol, un poco menos severa. Harris fue agradablemente sorprendido cuando Ruggles–Brise lo envió de inmediato a Reading para verificar el estado, tanto físico como espiritual, en que se hallaba Wilde. De acuerdo con Frankel, “la visita de Harris en ese 1896 fue un punto de inflexión en los dos años que duró la readaptación de Wilde”. Uno de los efectos, que no habría de durar mucho, fue el rechazo piadoso y meramente estratégico de sus ideas sobre la nobleza del amor uraniano. A instancias de Harris, confeccionó una petición, larga y a primera vista sincera, para el ministro del Interior británico. Frankel dice: “Comienza con la observación de que, aunque no tiene intención de paliar las ‘terribles ofensas’ de las que había sido ‘merecidamente encontrado culpable’, esas ofensas eran ‘formas de locura sexual’ y ‘enfermedades que debían atenderse a manos de un médico y no crímenes que debieran ser castigados por un juez’ ”. La rendición que representa este documento de dos mil palabras es plenamente comprensible, dado el predicamento en que se hallaba Wilde, pero no deja de haber una tristeza desalentadora en el hecho de ver a un hombre tan orgulloso rebajarse así. En el largo grito de ayuda que es De profundis, terminado en 1897, Wilde exhibe a Bosie como la causa de su ruina. Irónicamente, Bosie no supo siquiera de la existencia de este texto sino hasta muchos años más tarde. Wilde se lo había entregado a Robert Ross, quien lo publicó cinco años después de su muerte. La primera versión fue sometida a una censura tan estricta que el mismo Douglas pudo reseñarla (¡en la revista Motorist and Traveler!), sin darse cuenta de que él era el objeto de la carta. Los tormentos que sufrió en esos años de encierro, lejos de hacer que Douglas se volviera una influencia funesta y destructiva a los ojos de Wilde, solo parecen haber intensificado su pasión por ese hombre apuesto y no desprovisto de talento. Como dice Frankel: “El elemento estrictamente sexual desapareció desde los primeros años de su relación… pero los dos seguían amándose y la supervivencia de su amistad y su afecto fue un escándalo público”. En una carta a su madre, que

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LABERINTO

Frankel no duda en describir como desgarradora, Douglas escribe: “aún le amo y le admiro, y creo que ha sido sometido a tratamientos infames por bestias crueles e ignorantes”. Su reunión se volvió asunto público cuando se establecieron juntos en Nápoles, una ciudad que Wilde describió con entusiasmo como “malvada y suntuosa”, en la que la pareja reincidente, a pesar de una escasez crónica de fondos, tuvo banquetes, bebió copiosamente y se entretuvo persiguiendo muchachos. Este fue el segundo “acto desastroso y fatídico” del que, Frankel considera, Bosie fue injustamente culpado. Al contrario, insiste él, un poco forzadamente: la “desafortunada reunión de Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas en Nápoles es uno de los eventos que más se han distorsionado y malinterpretado en la historia de la literatura”, aunque “sepultó cualquier esperanza de respetabilidad y de llevar una vida decente que pudo haber tenido Wilde”. Respetabilidad: la palabra conjura de inmediato la imagen de Constance, la esposa de Wilde, perpleja ante la calamidad que había caído sobre ella y sus hijos, siempre más dispuesta a mostrar tristeza que rabia o vituperio. Su reacción más dura fue prohibirle a Wilde el acceso Después de ser a sus hijos, y él se liberado intentó revivir fue a la tumba sin la vieja gloria, en haberles visto de nuevo, más que en Nápoles o en cualquier otra parte, pero fotografías que ella fue en vano le enviaba. Esta fue una de las privaciones que encontró más difícil de soportar (“lo que quiero es el amor de mis hijos”) y por la que jamás consiguió perdonar a su esposa. Aun así, se daba cuenta de la herida terrible que había infligido a esta mujer decente y agobiada: “No me importa ver mi vida destrozada”, escribió a un amigo, “así es como debe ser. Pero cuando pienso en la pobre Constance, simplemente quisiera suicidarme”. Los amigos de Wilde le rogaban escribir durante esos últimos años de desesperanza. Él incluso firmó contratos para nuevas obras, pero apenas fue un truco para hacerse de un poco de efectivo, algo que siempre le hacía falta. En París, tras su liberación, detuvo en la calle a su amiga, la cantante Nellie Melba, y con lágrimas de vergüenza le pidió dinero. Aun en la miseria, insistía en vivir como el exitoso dramaturgo que fue alguna vez. “Mi obra había sido una dicha para mí”, escribió. “Cuando mis textos estaban en escena, ¡ganaba hasta cien libras semanales! Disfrutaba cada minuto del día”. ¿Fue justo ahí, en la dicha, en el deleite ilimitado, con el oro en el banco, que había preparado su fracaso último? Después de ser liberado intentó revivir la vieja gloria, en Nápoles o en cualquier otra parte, pero

fue en vano. No había más que cenizas. “Algo murió en mí”, dijo a Ross. “No siento el deseo de escribir”. Y agregó: “no me siento a la altura de la arquitectura intelectual del pensamiento”. Esta última es una observación significativa, acaso más reveladora de lo que él mismo comprendía. ¿Alguna vez se permitió estar a la altura del exceso de talento literario que llevaba sobre los hombros? ¿Había cumplido sus propias exigencias, delineadas con dogmatismo (pese a la ligereza de tono) en el prefacio de Dorian Gray y en “La decadencia de la mentira”? Cierto, sus obras son grandes a su manera (Salomé, en particular, muestra al artista subversivo que pudo haber sido, si no le hubiera faltado valor) pero no lo bastante de algún modo. No cumplen la promesa de su genialidad. A lo largo de su vida había hablado demasiado de su propio talento. Como dijo un testigo: “se agotó en palabras”. Hay indicios de que sabía, o al menos sospechaba, que había fallado a un nivel profundo. Cuando publicó la versión revisada de La importancia de llamarse Ernesto, la dedicó al siempre leal Ross, pero con el apunte melancólico de que “desearía que fuera una obra más maravillosa, de mayor seriedad en su intención”. De forma similar, en “La balada de la cárcel de Reading” señaló que estaba “tomado de una experiencia real” y, por lo tanto, era “una especie de negación de mi propia filosofía del arte”. ¿Podría ser, entonces, que es justo en su filosofía del arte, y no en las obras que creó a partir de ella, donde residen sus mayores logros? Su teatro y su ficción brillan, relucen y lanzan destellos, pero aun en los mejores momentos sus personajes se resisten a hablar en nombre de esa “seriedad de intención” que debe ser la base hasta de una obra ligera. Basta contrastar a Wilde y a Chéjov para asombrarse de lo que el segundo podía hacer con personajes que parecían de papel, tanto como los del primero resultaban marionetas que eran incesante e incluso insufriblemente ingeniosas. Es una idea extendida que Wilde mismo inició la conflagración que terminó por destruirle a partir de un éxito desmedido (“¡cien libras semanales!”), pero también es posible pensar que lo que encendía su talento, desde el inicio, era la certeza del fracaso acechante. Cuando Gide le preguntó si siempre supo que todo terminaría en la ruina, su respuesta resonó con énfasis ambiguo: “¡Claro! Claro que supe que habría una catástrofe… La esperaba. Debía terminar así. Solo imagina: no era posible ir más allá, y no podía durar. Por eso, comprendes, debía tener un fin”. La estética de un artista no debe ser negada. De lo contrario, le aguardan las mayores profundidades. L © The New York Review of Books. Traducción de Atahualpa Espinosa.

Laberinto felicita a su colaborador y amigo

David Toscana, ganador del

Premio Xavier Villaurrutia 2017 por su novela Olegaroy


MILENIO

DEJEN TODO EN MIS MANOS MARIO LEVRERO Literatura Random House México, 2017 121 pp. Un escritor, el protagonista de esta inusitada novela, recibe el encargo de hallar al autor de un manuscrito que ha llegado a manos del director de una editorial. El encargo da pie a una serie de equívocos que se suceden sin pausa hasta crear una realidad dislocada, carnavalesca, que termina convirtiéndose en una metáfora de ese país, Uruguay, que se resiste a ser justamente un país. Levrero, quien murió en 2004, es objeto de un culto que ha dejado de ser secreto. LLÁMAME POR TU NOMBRE ANDRÉ ACIMAN Alfaguara México, 2018 271 pp. La novela en la que se basa la película homónima de Luca Guadagnino cuenta el romance entre Elio y Oliver en una localidad costera de Italia, a donde el segundo llega para apoyar al padre de Elio, catedrático de prestigio, en sus compromisos culturales. Elogiada por la crítica de altos vuelos, de André Aciman y su novela dice Colm Tóibín: “un libro precioso e inteligente. Sus obras de no ficción ya habían dejado claro que, llegado el momento, iba a escribir una novela maravillosa, pero esto es todo un milagro”. Otros comentaristas afirman que es una estupenda historia de amor. LOS BLANCOS, LOS JUDÍOS Y NOSOTROS HOURIA BOUTELDJA Akal/ Inter Pares México, 2017 121 pp. Militante política, fundadora de los colectivos Los inmigrantes de la colonia y Una escuela para todos y todas, Houria Bouteldja lanza un manifiesto en contra de los privilegios de la “blanquitud”, es decir, anti racista, feminista, anti eurocéntrica, anti sionista y anti capitalista. Se trata, propone, de construir un orden que se eleve por encima de un sistema fundado en la supremacía de unos sobre otros. Dirigido al lector francés, el manifiesto se extiende a todo el público occidental.

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× A

F U EG O

EN LIBRERÍAS

L E N TO ×

El moralista entre nosotros ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

H

ace ya casi 350 años, el duque de La Rochefoucauld escribió que “lo que con frecuencia nos impide abandonarnos a un solo vicio es que tenemos varios”. Aunque más cercano a Teofrasto y a Jean de La Bruyère, a quienes prolonga con el mismo ánimo pérfido, Álvaro Uribe ha compuesto sus Caracteres siguiendo esa máxima que suena tan justa como magnánima. Casi se diría que adelanta un gesto compasivo hacia el género humano. Del becario al abajofirmante, del crítico al rebelde oficial, pasando por el antihollywoodense, la expropiadora y el newspeaker, los retratos que hallamos en esta inclemente galería provienen sobre todo del mundo de las letras y sus ceremonias. ¿Qué otro horizonte podría despertar la curiosidad de un escritor que se ha interesado lo mismo por el relato y la novela, por la biografía y el ensayo que toma la forma de Las vidas imaginarias de Marcel Schwob? Sería inútil, sin embargo, querer encontrar los rostros y los nombres de quienes sirvieron como modelos. No estamos ante figuras de carne y hueso, a pesar de que en algunos casos se antojen reconocibles, sino ante personajes arquetípicos. Paseamos entonces por la caverna de Platón. Los Caracteres huyen de todo emplazamiento al optimismo. Viendo, por ejemplo, a “El hombre de las ferias”, dedicado en cuerpo y alma a cultivar su imagen pública mientras sus libros se cuecen a la sombra de la ley del mínimo esfuerzo, uno se pregunta en qué mundo, de entre los peores posibles, las relaciones públicas importan más que

CARACTERES

Álvaro Uribe Alfaguara México, 2018 el talento. Valorando, asimismo, los argumentos de “El exquisito”, a quien la sola mención de John Banville, y no se diga de Cervantes o Flaubert, le provoca una andanada de réplicas desdeñosas porque en su doctrina literaria solo hay cabida para una escritura que no hace otra cosa que mirarse el ombligo, uno se siente llamado a aceptar que en el circuito de los cánones editoriales es más fácil que un charlatán entre por el ojo de una aguja a un Dickens contemporáneo en el cielo. ¿Qué podemos obtener de estos Caracteres en la Babel del analfabetismo tuitero y el insulto anónimo? Pocas veces ha estado tan claro que la tendencia general de la literatura es una tendencia de falsos prestigios, cocteles tumultuarios y sonrisas a la cámara. En épocas de vacilación, se vuelve necesario consultar la brújula para no extraviarse entre el ruido y la bruma. Esa brújula puede tomar la forma de estos Caracteres a la mexicana pues, con los argumentos de la ironía y la escritura ceñida, propone una moral que se asienta en la risueña desconfianza. L


CINE

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LABERINTO

NOTIMEX

Everardo González

“La maldad está en la condición humana” La libertad del diablo documenta los motivos de los sicarios y el dolor de las víctimas del narco ENTREVISTA

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l margen de la cantidad de muertos generados por la guerra contra el narcotráfico, ¿cómo funciona la mente de las víctimas y los victimarios? En su documental La libertad del diablo, Everardo González propone una reflexión acerca de la violencia más allá de las cifras y la denuncia. Su objetivo es repensar la maldad como condición humana y cuestionar la indolencia ciudadana en relación a la estrujante realidad. La libertad del diablo es una película sobre la gente y su relación con la violencia. ¿Qué la detona?

Decidí hacerla cuando Milenio publicaba los ejecutómetros cada viernes y cuando Marcela Turati publicó su libro Fuego cruzado, donde hace una radiografía en torno a la violencia. Quería dar voz a la gente que la detona y a quien ejecuta las órdenes. Sus entrevistados están enmascarados y miran directo a la cámara. ¿Quiso involucrar al espectador?

Hay una serie de decisiones estéticas. Una de ellas es el uso de la

HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com

máscara. Borrar las facciones nos lleva a cuestionarnos quién es la víctima y quién el victimario. En su conjunto, los personajes forman un coro de dolor, terror y miedo. Por otro lado, elimina el prejuicio hacia el rostro de la maldad en México, que tiene referentes clasistas. Al tener un contacto visual permanente con el espectador trasciende el evento cinematográfico para convertirse en una experiencia de reconocimiento personal de la maldad. ¿La máscara dio más libertad de palabra a sus entrevistados?

La máscara es un elemento muy revelador dentro del drama. Saberse anónimo da libertad y facilidad de palabra.

En uno de los testimonios escuchamos a un soldado decir: “Es un asco ser militar”. Sin generalizar, la frase refleja algo.

Refleja el gran problema de la violencia en un contexto de guerra, sobre todo cuando atenta contra poblaciones civiles, cuando el bando contrario

El director de Cuates de Australia

está en duda y cuando no se pelea el poder político. El soldado retrata los vínculos entre las fuerzas del orden y el crimen organizado en México. Sin duda, la declaración es fuerte y por eso el militar opta por la deserción.

tiene muchas ganas de ver esto y necesitamos encontrar la forma o los mecanismos de acercarla. No podemos seguir alimentando a una sociedad tan indolente. Cada medio deberá encontrar la forma de trabajarlo.

La película plantea tangencialmente una crítica a la manera en que la sociedad se ha vuelto inmune a la violencia.

¿Qué respuestas le dejó la película acerca de la maldad en el ser humano?

La película acusa la manera en que nos hemos vuelto una sociedad indolente. Quería hacer un ataque a la indiferencia, provocar una catarsis y cuestionar las ideas del espectador. Es un recordatorio de que no hay forma de darle la espalda a lo que sucede. Desde los medios, el cine o la literatura, ¿cómo se está abordando la inmunización hacia la violencia?

Hay que entender que la gente no

HOMBRE DE CELULOIDE

Todos somos capaces de cometer actos atroces. Mientras se nos vulnere o arrincone mediante odio y terror, estaremos en la posibilidad de cruzar la delgada línea de lo atroz. La maldad está en la condición humana, por eso la película es un abismo. Ver el documental invita a vernos en su espejo. Nos falta hablar de las guerras a partir de los conflictos humanos y dejar a un lado las cifras que, si bien son útiles para los estudios, no le dicen mucho al ciudadano común. L

FERNANDO ZAMORA

@fernandovzamora ESPECIAL

Atreverse a pensar

¿

Para qué ver una película como La libertad del diablo? ¿Para qué introducirse otra vez en el universo del narco, violento y atroz? Ya el director Gianfranco Rosi nos metió en la mente de un asesino real en Sicario: Room 164 en el año 2010. Lo hizo también con un protagonista enmascarado. La libertad del diablo lleva estos mismos elementos hasta sus últimas consecuencias. No entrevista solo a un sicario. Entrevista a niños, a madres de desaparecidos, a soldados desertores, a víctimas y victimarios cubiertos todos con excepción de una mujer. Ella se descubre durante el clímax de la película. ¿Por qué? O mejor, ¿para qué? ¿Para comprender? ¿Acaso el documentalista Everardo González puede hacernos entender semejante fenómeno histórico? ¿Pueden estas imágenes dar cuenta de las razones por las que estas personas comenzaron a matar? Si todos ellos saben que matar es un mal moral ¿por qué lo hacen? Si una película pudiese explicarlo, hace mucho que se habría acabado el trabajo de los historiadores. No es para entender que

hay que ver esta película. Entonces, ¿para sentir? ¿Quién quiere sentir el desasosiego de esta mujer que reconoce en una fosa los zapatos de sus hijos, el acelere homicida del muchachito metido a sicario o la amargura del matón que afirma, cubierto con una careta macabra, que está seguro de que Dios no va a perdonarlo? Tal vez (y con todo y la resistencia de quienes se niegan a reconocer que detrás de esta masacre hay un problema moral y por ende metafísico) la clave está en el título: La libertad del diablo. La única razón que encuentro para ver esta película está en atreverse a pensar. Meditar que no hay más libertad en estos asesinos que en el cordero cebado. Todos ellos saben que “el que a hierro mata a hierro muere”. Entonces el problema al que nos enfrenta esta película es filosófico. ¿Perdonar? ¿Es posible no hacerlo si uno entiende la falta de libertad? Por tanto, ¿es obligado perdonar? ¿Existe la libertad? La historia de la violencia en México explica los hechos tan bien como quien dice que “ha sido el diablo”, es decir, no explica nada de

La libertad del diablo. dirección: Everardo González. guión: Diego Enrique Osorno. México, 2017.

nada. Y La libertad del diablo está hecha para meditar en torno a realidades que nos trascienden a nosotros y a los historiadores. Porque solo el arte es capaz de dar cuenta de horrores como los que en México han tenido lugar. L


MILENIO

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ESCENARIOS

ESPECIAL

Música condenada a morir en la sala Seis canciones, de Fanny Mendelssohn Hensel (1805- 1847), es una de las cumbres del romanticismo musical HUGO ROCA JOGLAR @hugorocajoglar

VIBRACIONES

A

dmiración y cotilleo; deleite, asombro y misterio: todo eso gira en torno a Fanny en la sala de los Mendelssohn. Afuera de la casa —en academias y teatros de Berlín— la dinámica cambia: ahí Fanny no existe y todo gira en torno a su hermano Félix, cuatro años menor. A la sala de los Mendelssohn acuden poetas —Goethe y Heine—, novelistas —Jean Paul—, filósofos —Hegel— y científicos —Von Humboldt—. Todos ellos, en privado, escuchan a Fanny interpretar sus obras en el piano y le dicen —a sus maneras farragosas y frías— que su música es envolvente, profunda y de alta poesía. En público, sin embargo, ante directores de orquesta y empresarios culturales, promueven a Félix como máximo representante del romanticismo alemán. Sobre Fanny nada dicen: la ignoran y ocultan, como si nunca hubiera escrito música. Y cuando Fanny le dice a su hermano Félix que a ella también le gustaría escribir obras de grandes dimensiones —como sinfonías, conciertos u oratorios—, él le responde lo que siempre le han respondido los hombres: escribir para orquesta sinfónica y publicar partituras son actividades incompatibles con el temperamento femenino, que tiende naturalmente hacia las labores del hogar y la maternidad. Y así pasa Fanny su vida: condenada a escribir pequeña música privada para piano solo o para voz y piano (para tres pianos y

cuarteto de cuerdas cuando es muy ambiciosa). Abundante música desconocida (de sus más de 400 partituras, ve publicadas menos del 1%) que —por su atrevimiento armónico y oníricos temas cargados de misterio en donde la naturaleza es protagonista— enlaza, en los territorios de la música vocal de cámara, a los modernos románticos alemanes, como Robert Schumann, con los últimos representantes de la tardía escuela berlinesa, como Carl Friedrich Zelter (quien, al igual que Fanny, gusta de dar un seguimiento casi literal a la voz desde el piano). Brillante música secreta que, al ser mujer su creadora, está destinada a morir olvidada en la sala de su casa. Escuchemos, por ejemplo, el lieder “Nachtwanderer” (“El vagabundo de la noche”, basado en el poema homónimo de Joseph von Eichendorff), primera pieza de Seis canciones, publicada en 1848, un año después de la muerte de Fanny. El poema se divide en dos. Al principio, el vagabundo describe una pacífica atmósfera nocturna protagonizada por una suave luna lánguida que se desliza detrás de las nubes. Después el vagabundo revela la existencia de cierta tristeza en su corazón que lo confunde y marea, como si su voz —esa voz con la que canta— proviniera de las profundidades de un sueño. Ambas partes están separadas por el verso “de pronto, otra vez, todo luce silencioso y gris”.

DANZA

Fanny le encomienda a un barítono la voz del vagabundo y comienza en tonalidad mayor a describir la noche; hacia el tercer verso, cuando se habla sobre las nubes, modula hacia tonalidad menor y la atmósfera armónica comienza a enrarecerse, cada vez más vaga, cada vez más lánguida, hasta llegar a la palabra “gris”. Ahí la música parece desintegrarse. Entonces los acontecimientos retroceden al instante anterior y el barítono repite la palabra, como si pudiera ofrecer nuevas revelaciones al revisitarla: “gris”, y la voz, al volver a cantar lo que ya había cantado, se ensombrece hasta lo siniestro. Tras esta pausa extraña, tan semejante en su expresión al recuerdo de una pesadilla, la narración modula hacia tonalidad mayor y asciende lentamente, cada vez más consistente, cada vez más exaltada, hasta alcanzar panoramas más benignos dentro de lo que parece ser un mismo sueño. L ARGELIA GUERRERO

makarova81@yahoo.com.mx ESPECIAL

Un inventor de estrellas

E

l pasado mes de febrero murió Philip Beamish, un formador de bailarinas y bailarines adelantado por mucho a su época. El día que lo conocí llegaba a un curso de verano organizado por la bailarina Olga Rodríguez. Philip ya estaba en el salón, sonriente, con la mirada expectante sobre cada uno de los asistentes. Me sorprendió sobremanera encontrar a la maestra Socorro Bastida, una institución en la docencia de la danza clásica en México. —Maestra, ¿qué hace por acá? —No podía perderme una clase de este hombre. Claro que todos nos preguntábamos quién era ese hombre que estaba por impartir una clase en un estudio pequeño y que generaba tanta expectativa en alguien como Socorro Bastida.

Llegó el momento de presentarlo y ahí conocimos su trayectoria como bailarín en muchas de las compañías más reconocidas del mundo y el impacto que causó su metodología para formar bailarines, entre las que ha destacado su fiel y disciplinada alumna Alessandra Ferri. No podíamos creer que aquel hombre de tremenda sencillez fuera el formador de las mejores bailarinas en todo el mundo, famoso por su manera brillante y única de enseñar ballet. La clase comenzó y fuimos testigos del estilo fuera de serie para enseñar ballet clásico y convertir a cada bailarín en maestro de sus propios procesos de evolución técnica. Pendiente siempre de las peculiaridades físicas de cada uno de sus alumnos, Philip Beamish compartía generoso

Philip Beamish impartiendo clase en la Ciudad de México

y sin prisa el gusto por reconocerse en la particularidad de los cuerpos para, a partir de ello, desarrollar la técnica y pulirla sin prisa, “con honestidad”. Las clases de Philip eran un aprendizaje del cuerpo a través de su goce, y esto se traducía en rigor técnico que se sentía natural. No se trataba de una exigencia que confrontara el cuerpo de los bailarines, sino de conocerlo a tal punto que fuera posible llevarlo a sus límites sin herirlo.

“Si tu danza es limpia, siempre será honesta. Para que sea honesta debe nacer del amor a ti misma. De otro modo no pasarás de ser una acróbata con un repertorio de trucos siempre limitado”, nos dijo al final de la última clase que compartimos con él. Philip enseñaba que una buena técnica debía ser esencialmente humana y que la danza, antes que vanidad, debía revelar honestidad. Gracias y buen camino, maestro. L


VARIA

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LABERINTO

ESPECIAL

Lo que el viento a Juárez TOSCANADAS

DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

R

ecién Vargas Llosa publicó en El País un artículo ipso facto famoso en el cual asegura que el feminismo es el más resuelto enemigo de la literatura. El texto es exagerado, pues el Nobel latinoamericano llega a decir que “al paso que van las cosas, no es imposible que la literatura, lo que mejor me ha defendido en esta vida contra el pesimismo, pudiera desaparecer”. Lo primero que notamos es que esta vez la literatura no lo está salvando del pesimismo; lo segundo es el excesivo fatalismo de su frase. La literatura no va a desaparecer. Ya se sobrepuso durante siglos a ataques más poderosos que el que hoy presenta una facción minoritaria, pero muy sonora, del feminismo. “¿Leoncitos a mí?”, dice la literatura cada vez que alguien quiere agredirla. Además, en un mundo libre los llamados a la censura son contraproducentes, pues crean mayor interés en las obras que se intenta sepultar. En muchos casos el eslabón flaco está en la cobardía de algunos soldados a los que les confiamos la defensa de un baluarte: esos directores de museo que descuelgan obras, los editores que suspenden publicaciones o cambian portadas o agregan prólogos ablandadores, los jefes de cultura que cancelan conciertos, los organizadores de ferias del libro que retiran invitaciones a ciertos escritores incómodos, los jueces de concursos literarios que descartan buenas obras por considerarlas machistas.

Vulgar presentismo. Gente que prefiere navegar sin turbulencia en vez de toquetear la historia. Esa historia nos demuestra cuán bajo fue encarcelar a Oscar Wilde; pero si Oscar Wilde viviera hoy, los presentistas estarían buscando el modo de embotellarlo. Al final, las artes y la literatura no se verán seriamente afectadas, pues si un creador responde al nuevo puritanismo, entonces no era un artista. Si un editor rechaza una obra por razones morales, el tiempo se encargará de ponerlo en el nicho de la vergüenza. Hollywood no produce arte, por eso ahí sí es aceptable borrar a los que se portan mal e incluso a los que apenas son acusados de portarse mal. Pero en un mundo inteligente y sensible, Balthus seguirá siendo un gran pintor, las grabaciones de Enrique Bátiz sonarán

CAFÉ MADRID

tan bien como siempre y muchos lectores de Lolita seguiremos simpatizando con Humbert Humbert sin que eso nos convierta en pederastas tal como simpatizar con Raskólnikov no nos vuelve asesinos. Ninguna corriente feminista o machista o política o religiosa o económica es enemiga mortal del arte verdadero porque éste vive de la crítica positiva y negativa y se fortalece con ambas. La prueba es que ha sido atacado durante miles de años y sigue ahí, tan campante. En el proceso se han destruido obras para siempre y muchos creadores han sido eliminados; pero se trata de bastiones y guerreros que caen en una guerra perpetua en la que siempre ha perdido el bando agresor; y acaso la derrota del bando defensor se daría si ya no lo agreden. L

VÍCTOR NÚÑEZ JAIME

periodismovictor@yahoo.com.mx ESPECIAL

Lección para durar

A

ntes las cosas duraban más. Incluso uno se moría antes que las cosas. La larga duración era propia de un disco, un pantalón, un coche o un matrimonio. Sin distinción. Mi abuelo, por ejemplo, tuvo un traje para toda la vida y una mujer para toda la vida. Él se murió y el traje y la mujer siguen ahí. A mí, en cambio, las cosas me duran poco o casi nada. La semana pasada, toda la semana, en Madrid llovió como si el cielo no existiera. No obstante, la noche del jueves fui con unos amigos a un bar de Lavapiés. Llegué esquivando charcos y protegiéndome del temporal con un paraguas que compré hace unas semanas, en una tienda de chinos, por la módica cantidad de cinco euros. Confieso que estuve a punto de elegir uno de color rojo, con la intención de hacer lo mismo que Azorín: subir y bajar por la calle de Alcalá con el único objetivo de llamar la atención y dejar de ser, aunque solo fuera por un rato, uno más del montón. Quise, pero no me atreví, porque a estas alturas del partido eso sería algo impropio de un señor como el que esto escribe.

Al salir del bar, ya a altas horas de la noche, a la maldita lluvia se le había unido una ventisca endemoniada. Abrí el paraguas (negro) y no tardé en verme envuelto en un remolino que terminó por arrebatarle la tela al paraguas. Cuando me di cuenta ya solo sujetaba un puñado de varillas. Para quitarle dramatismo al ridículo aventé con disimulo los restos de mi paraguas chino a un contenedor de basura y me guarecí en un portal, con la esperanza de que bajara la intensidad de la lluvia para poder irme a casa sin empaparme. Así que ahí estaba, perjudicado, en medio de la húmeda oscuridad, pero dispuesto a quitarle hierro a la situación. “Cosas más graves he superado”, me dije a mí mismo mientras esperaba y me enfriaba en medio del barrio más cosmopolita de esta ciudad. El otro día mi amiga Laura se tropezó y llegó toda mojada y raspada al hospital para visitar a su madre. “Eso no es nada”, le dijo la mujer que iba saliendo de un malestar. “Eso no es nada”, le repitió para desechar cualquier

atisbo de tragedia. Hay madres así. Yo también tengo una. Acababa de perdonar, en fin, al clima, a mi ridiculez y a los chinos (de los que soy cliente frecuente a pesar de mis pesares) porque las cañas, las tapas y la tertulia habían valido la pena cuando, de pronto, fui testigo de algo que, ¡estoy seguro!, ya había presenciado en alguna otra ocasión. No recuerdo exactamente cuál ni hace cuánto, pero juro que nada de lo que pasó me era ajeno pero, sobre todo, me dejó claro que las nimiedades han de hacerse a un lado para ocuparse de lo verdaderamente difícil en esta vida. Un hombre maduro llegó tambaleándose al portal donde me

refugiaba. Quizá su borrachera me invisibilizó porque sus ojos se fueron directo a la cerradura de la puerta. Abrió con torpeza y encendió la luz con un manotazo en el interruptor. Justo en ese momento un vecino atravesó corriendo un pequeño patio interior y, al toparse con el recién llegado, soltó con cinismo: “Pero, Paco, ¿de dónde vienes?” Entonces, desde lo alto de un balcón, una mujer en bata y en pantuflas, de las de antes o de las de siempre, de esas que duran mucho porque todo lo perdonan y no dudan en defender a los suyos, se adelantó al aludido y atinó a vociferar: “¿De dónde va a venir Paco? ¡Paco viene de Francisco!”. L


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