Laberinto No.782 (09/06/18)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO DESMETÁFORA

CINE

GERARDO HERRERA CORRAL

ROBERTO SAVIANO

La edad de los candidatos presidenciales

La actualidad de Scarface en el mundo criminal

Foto: Especial

SÁBADO 09 DE JUNIO DE 2018 AÑO 14 - NÚMERO 782

Cartas de amor de Camus y María Casares Melina Balcázar Moreno/ FOTOGRAFÍA MP/LEEMAGE

Ilustración: Alfredo San Juan


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ANTESALA

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ARTES VISUALES

La tentación de ser escultura MIRIAM MABEL MARTÍNEZ FOTOGRAFÍA ABIGAIL ENZALDO/ EMILIO GARCÍA

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or primera vez se exhibe en México el trabajo del artista alemán Franz Erhard Walther (1939), figura clave del arte conceptual. El Museo Jumex alberga esta retrospectiva que exige participación. Al recorrerla y activarla, el espectador renunciaráasupasividadyseconvertiráencoautor,en la línea de Roland Barthes. Después de vivir Objetos para usar/ Instrumentos para procesos,laobrade algunosartistasposterioresnospareceráundéjà vu. Ya en sus primeros trabajos, a principios de los años sesenta (Intento para hacer escultura), Erhard se desmarca del objeto y toma al lenguaje como un cincel. En el hacer de su obra están implícitos su capacidad pictórica y su dominio de la técnica, conocimiento que utilizó para cuestionar forma, material, espacio, textura, volumen, contorno, veladura… que se resignifican desde la experiencia de un espectador que para “mirar” debe convertirse en usuario. Su trabajo ya asume la estética relacional, esa que el teórico Nicolás Bourriaud propone como la estrategia —de hacer y observar arte— dominante del siglo XXI. Sin embargo, lo sabroso de visitar esta exposición es que, quizá debido a su papel como precursor, carece de la solemnidad y del peso de la teoría. Y no porque no esté implícita (su trabajo la incita, la contiene, es parte de su genialidad), sino porque se siente que al autor lo mueve la curiosidad, el goce y el deseo de transgredir. El arte es placer, nos recuerda Franz Erhard Walther, al momento de accionar sus piezas, como su homenaje a Pollock (1963), en el cual el usuario puede sentir, al tocar las tiras de tela que se extienden del cuadro, el ritmo y el gesto de los chorreados del estadunidense. Se trata de una acción casi teatral en la que se viven conceptos plásticos, los cuales se transforman de acuerdo al individuo que activa la obra, activación que puede ser con la mirada, como sucede con las siete cajas envueltas que son una celebración a la ironía del artista Piero Manzoni, o con el contexto de cada quien, como en Auge (1958). Este lápiz y acuarela sobre papel, más que un poema visual, es el reconocimiento del gesto del dibujo que no requiere traducción (puede ser ojo en alemán, el apellido del etnólogo francés Marc Augé o de un sustantivo en español: apogeo). Franz Erhard Walther inquieta; atrae el gesto travieso, como la tentación de los biombos de tela que incitan a ser parte de la obra. Además de sus dibujos de dos vistas, sus pinturas–letras con volumen hacen que los participantes se asuman como un boceto que se dimensiona como una escultura efímera; una que más que ser contemplada, desea simplemente ser.

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Vista de le exposición Objetos para usar

Aún más bella (De plus belle). Dirección: Anne–Gaëlle Daval. Francia, 2018.

HOMBRE DE CELULOIDE

Baile a la vida

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FERNANDO ZAMORA @fernandozamora FOTOGRAFÍA NOLITA CINEMA

o primero que viene a la mente con la película Aún más bella es el diálogo de Pasión de amor de Ettore Scola, en el que un hombre que se parece a Toulouse–Lautrec dice al protagonista que es imposible que un tipo guapo se enamore de una fea. “Al revés sucede siempre”, sostiene, “muchas mujeres hermosas se enamoran todo el tiempo de hombres feos”. Casi 30 años han pasado desde Pasión de amor y uno de los eventos más importantes que han sucedido, desde el punto de vista social, es el de la reivindicación de la dignidad femenina. Aún hay quien piensa que una mujer vale por su belleza pero la verdad es que poco a poco se desmorona esta idea. A decir verdad, tanto Pasión de amor de Scola como Aún más bella de Anne–Gaëlle Daval sostienen no solo que un hombre guapo puede enamorarse de una fea sino que la noción de que la dignidad de una mujer estriba en su belleza es profundamente equivocada. Y es en este punto donde la película Aún más bella resulta pertinente desde el punto de vista histórico. En mayo pasado, 82 mujeres de todo el mundo marcharon en Cannes para exigir igualdad de trato laboral en el mundo del cine entre hombres y mujeres. La marcha fue corolario al

movimiento #MeToo con el que se exigía que las mujeres dejaran de ser vistas como objetos sexuales. Porque el principio de la explotación estriba justamente en lo que se deduce de lo dicho por aquel hombre al final de Pasión de amor: una mujer vale por su apariencia y nada más. En cambio, en Aún más bella Lucie, la protagonista, se demuestra, primero que nada a sí misma, que puede ser hermosa a pesar de haber perdido el cabello durante una serie de quimioterapias, que puede ser feliz a pesar de estar muriendo y que, como dice su hermano, los hombres a veces pueden ser solidarios. El principal atractivo de esta película está en que no adolece de falsa inocencia. Porque la directora sabe que aún hoy el único galán que puede darle a esta mujer sin maquillaje, pasada de los cuarenta y con una peluca corriente, es un narcisista que sin embargo sufrirá su transformación y será capaz de mirar más allá. En efecto, también los narcisistas tienen esperanza. Y la familia disfuncional. Y la

Aún más bella presenta un retrato, no de lo que debería ser, sino de lo que está sucediendo

hija con sobrepeso. Lejos de la visión mediocre de la familia perfecta a la que nos acostumbró el cine y la televisión de Estados Unidos en la década de 1950, Aún más bella presenta un retrato, no de lo que debería ser, sino de lo que está sucediendo: que hay amor en las familias imperfectas, que hay hermosura en un ballet para mujeres con sobrepeso, que el ideal estético de los anuncios de yogurt es decadente. Porque Aún más bella no habla solo de la belleza de la mujer; habla de la belleza del género humano en su condición de enfermo. Habla de encontrar sentido a la vida aún cuando se esté acabando, de amar a una madre que no ha sabido ni ha podido hacerlo mejor. Aún más bella es una película tan hermosa como su protagonista. Una visión superficial nos llevaría a mirarla con desagrado, como si fuera una película fea, pero si nos fijamos bien veremos el extraordinario sentido del humor de Florence Foresti, una artista en el más amplio sentido de la palabra. Porque a veces hace reír y a veces conmueve creyéndose sola y desnudándose en un invernadero en el que muestra que realmente es hermosa. En efecto, fuera de los cánones dictados por publicistas, hay hermosura en la dignidad de decir: si esto es la vida, venga, que suceda otra vez.

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ANTESALA

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POESÍA

ESCOLIOS

Guerrilla

Zonas grises

JOSÉ ÁNGEL LEYVA

ARMANDO GONZÁLEZ TORRES

No es necesario decir güisqui al pelotón de dientes apretados Disparas y enciendes la luz entre el follaje En blanco y negro es verde la ilusión que posa en la cámara del tiempo Se juegan la muerte en esta vida los cinco de la mano al hombro con la sonrisa apretada a la niebla que sigilosa pasa de espalda a la utopía

Este poema forma parte del catálogo para una exposición que se prepara en torno a la obra de Rodrigo Moya

EX LIBRIS

Mefisto/ EKO

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@Sobreperdonar

rimo Levi (1919-1987) es un joven químico italiano, de ascendencia judía, que se adhiere a la resistencia antifascista, pronto cae en manos de las autoridades y lo deportan a Auschwitz, donde permanece cerca de un año. La estancia en ese laboratorio infernal permite al científico hacer un esmerado y escalofriante estudio sobre la barbarie. Esta exploración se inicia con su célebre Si esto es un hombre y culmina cerca de 40 años después con Los hundidos y los salvados. En este último libro, Levi acuña el término “zona gris” para denominar esos terrenos insondables de la acción moral que inducen los extremos de opresión y privación. Para Levi, el crimen nazi no tiene equivalente en la historia y, por su crueldad y sofisticación, escapa a las explicaciones y podría parecer casi inhumano. No obstante, esta masacre tuvo muchos cómplices y, entre el jerarca asesino y la víctima “normal”, pulula un confuso universo de intermediarios, colaboradores, soplones e imitadores. El nazismo deshumaniza a las víctimas y las mata como insectos, pero no solo eso sino que hace emerger sus facetas más lúgubres, primitivas y egoístas. Porque muy a menudo, dice Levi, el primer golpe o la primera humillación no venían de los gendarmes nazis, sino de compañeros de prisión que, con esta degradante manera de congraciarse con el verdugo, buscaban algún mendrugo adicional, algún cobertor, un poco de alcohol o simplemente el afrodisiaco de ejercer el poder más demencial e impune (Levi cuenta la historia del prisionero recién llegado que, indignado por un maltrato, empuja a un prisionero-funcionario, repartidor de comida, y que, como escarmiento, es ahogado por el repartidor y sus compañeros en un gigantesco perol de sopa). Así, lo más terrible del campo de concentración era su carácter indescifrable, pues no había una frontera entre buenos y malos, ni un solo enemigo, sino una maraña intrincada de intereses, apetitos y miedos, hábilmente inducidos y manipulados por la autoridad. Se trataba de una terrible regresión en la convivencia de los que, dentro de muy poco, ocuparían la misma fosa. Así, el totalitarismo patrocinaba la división jerárquica y la proliferación de pequeños y patéticos dictadores, sádicos y caprichosos, que decidían la vida y muerte de la mayoría de los prisioneros. Esta ideación demoniaca llegó hasta las “escuadras especiales” de prisioneros, que eran las que se encargaban operativamente de la “solución final” y que periódicamente eran sustituidas por nuevas escuadras, cuya primera misión era suprimir a sus antecesores. Ya no se trataba de exigir una colaboración práctica, sino de establecer una complicidad metafísica y borrar las fronteras de la culpa entre víctimas y victimarios. Levi pide suspender por un momento el juicio moral sobre los infelices que tuvieron el infortunio de colaborar con sus captores y maldice a ese régimen totalitario tan insaciable que no solo robaba la vida, sino el alma de sus víctimas.

Lo más terrible del campo de concentración era su carácter indescifrable

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CINE

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Al Pacino en Scarface ROBERTO SAVIANO FOTOGRAFÍA UNIVERSAL PICTURES

En el 35 aniversario del estreno del filme de Brian de Palma, recuperamos este texto cuya visión del mundo criminal sigue provocando asombro

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o tenía 16 años la primera vez que la vi. Todavía no existían los DVD, sino esos grandes casetes negros: los VHS. Indestructibles, pero con el paso de los años, literalmente, me acabé mi Caracortada. La película estaba ambientada en Miami y el protagonista era cubano; y no obstante, para un muchacho del sur de Italia, de la periferia campana, ese personaje, esos ambientes, esas mansiones, esa manera de hablar y de gesticular, y aquella mirada, tenían mucho de familiar. Años después descubrí que Caracortada era el remake de la Scarface de Howard Hawks, película de 1932 inspirada en la vida de Al Capone. La película se hizo famosa por la intervención del boss de Chicago, quien mandó a sus hombres al set en Hollywood para verificar cuánto de él se reflejaba en la película. Solo

cuando el guionista, mintiéndole, le aseguró que se trataba de pura fiction, los gorilas abandonaron el set. En un principio, la película fue censurada porque se le imputaba exaltar el estilo de vida gangsteril y de llevar a la pantalla una violencia excesiva. El propio Capone, en una entrevista de esos años, expresó su desprecio por las gangster movies —definiéndolas como terrible kid stuff (“basura para niños”)—, sin embargo, cuenta la leyenda que poseía una copia personal de la película de Hawks. Además, Al Capone era apodado precisamente Scarface, debido a la cicatriz que le corría desde la mandíbula hasta el cuello y que se había hecho en su juventud durante una riña, inaugurando una nueva tipología del gangster: el boss que lleva en su cuerpo las marcas de su destino. Scarface gusta porque es la épica moderna en su aspecto más oscuro. Tony Montana viene de la miseria: expulsado de la Cuba de Castro — quien se libera de los criminales luego de la revolución—, desembarca en Estados Unidos con los bolsillos

Al Pacino le dio un toque ominoso al cubano Tony Montana en la reelaboración de la película de Howard Hawks


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vacíos, persiguiendo el sueño americano. Y aquí crea ilegalmente una fortuna. El hombre que se construye a sí mismo, el self–made man despiadado pero con reglas propias, consciente de que tendrá a todos de su lado mientras se mantenga en el poder, y que todos se alejarán de él cuando se derrumbe. Ves la película y te gusta observar esta verdad, tan clara, tan limpia. Cuando se estrenó, Scarface no fue un éxito taquillero. En el año en el que el box office estaba dominado por La fuerza del cariño (Terms of Endearment), fue acogida por críticas muy enfrentadas. En su estreno en Nueva York, en diciembre de 1983, muy pocos de los espectadores que estaban en la sala se sintieron fascinados por el trabajo de Brian De Palma y Oliver Stone. Incluso, muchos abandonaron la sala durante la proyección, perturbados por una violencia en la pantalla que juzgaron excesiva y gratuita. Parecía ser una película destinada al olvido y, sin embargo, después de Scarface nada volvió a ser como antes. Con el paso de los años no solo las reseñas cambiaron de tenor (la película entró en la Top Ten elaborada por el American Film Institute como una de las mejores gangster movies de todos los tiempos) sino, sobre todo, devino película de culto, con un número de fans en continuo crecimiento. Por todo el mundo —desde Estados Unidos hasta Italia, desde Rusia hasta Australia, desde Belice hasta Kosovo, Grecia e Irán— los muchachos remixean escenas de Scarface en Youtube, imitan las frases más célebres de Tony Montana, cuya fotografía es la más usada como imagen de perfil entre los usuarios de Facebook. Las frases pronunciadas por Al Pacino, “Esta ciudad es como un enorme coño esperando a que lo follen”, “Siempre digo la verdad, incluso cuando miento digo la verdad”, “Un hombre que no tiene palabra es una cucaracha” y “Todo lo que tengo en esta vida son mis cojones y mi palabra”, se repiten por todos lados, entre la gente de toda edad y clase social. En París, en Berlín, en Milán puede suceder que incluso el menos violento de los hombres sueñe —por un instante— en transformarse en Tony Montana. En Johannesburgo, en Estambul, en Nápoles, en la Ciudad de México puedes ser él. A menudo me pregunto cuál es la extraña alquimia que hace de Scarface la única película en el mundo presente en toda cultura criminal y creo que es ese elemento que definiría como descripción de la vida sin mediaciones. Caracortada deviene un cínico y pragmático teórico de la vida tal y como es. La modernidad de la película reside en la voluntad de Stone, de De Palma y de Al Pacino de narrar la historia de un hombre marcado; reside en la pulsión de Tony Montana para la muerte, en su nihilismo: no puedes pensar que en el mundo exista alguien que pueda salvarte, de todas maneras, el mundo acaba por joderte. Y nos lo recuerda el uso insistente del término fuck, que en la película se repite 182 veces, en realidad 226 si también contamos las palabras compuestas y derivadas.

En su frase “Quiero lo que viene hacia mí… el mundo y todo lo que hay dentro”, ya se prefigura el final. Caracortada no muere por error en una celada inesperada. Tony está en el ADN de todos los criminales del mundo porque sabe, desde el principio, que no hay esperanza. Esto es lo que hace malditamente creíble a Tony Montana ante los ojos de los actuales miembros de las bandas criminales que se sienten superiores al hombre común porque no ponen su vida y la de sus seres queridos por encima de la del resto. Parece una paradoja pero, en este contexto, la épica de Tony Montana puede sobreponerse a la homérica. Al igual que un joven griego iba a combatir llevando como insignia a Aquiles, así hoy, seas de Medellín, Guadalajara o Buenos Aires, seas de Locri, Nápoles o Mumbai, disparas llevando como insignia a Tony Montana. La línea que separa épica y vida, literatura, cine y realidad es sutil. El propio Pacino, mientras estaba en el set, era percibido por los técnicos como un verdadero gangster, tanto que, en las escenas finales, se hizo una quemadura en la mano manipulando un fusil de asalto M16 que el equipo no le había enseñado a usar. Los técnicos, sorprendidos, se justificaron: “Nadie de nosotros creía que Al Pacino no supiese usar una ametralladora”. Pero si es verdad que el cine mira hacia el mundo, también es verdad que el mundo criminal se ha alimentado de cine más de lo que se cree. Scarface ha condicionado la manera de obrar, de hablar y de vestir, en una palabra, de autorrepresentarse, de generaciones enteras de miembros de organizaciones mafiosas. Los ejemplos más escandalosos son las mansiones inspiradas en la de Tony Montana: la de Walter Schiavone en Casal di Principe, llamada “Hollywood”; la de Sinopoli, en provincia de Reggio Calabria, confiscada en 2010 al clan Alvaro y la mansión de los Mancuso, del clan de la ‘Ndrangheta vibonese, esta vez en el norte, en Bentivoglio, en la provincia de Bolonia, en donde los mafiosos ultimaban la adquisición de ingentes cargamentos de cocaína con narcos españoles y colombianos. Pero la pasión de los mafiosos por Scarface no se detiene en la arquitectura. En Nápoles muchos boss tienen jaulas con tigres y leones en el jardín, y los jóvenes no son los únicos que utilizan en las redes sociales fotos de Tony Montana como imágenes de perfil. Pasquale Manfredi, miembro distinguido del clan Nicoscia–Manfredi de Isola Capo Rizzuto, considerado uno de los cien fugitivos más peligrosos de Italia, fue descubierto por usar Facebook, en el que se había registrado con el nombre de Scarface. Además, durante los años noventa, las esposas de los jefes mafiosos comenzaron a vestirse y a peinarse como Michelle Pfeiffer. Nunzio De Falco, llamado ‘o Lupo, se casó doce veces con mujeres nórdicas. Francesco Schiavone, llamado Sandokan, tuvo relaciones con oficiales norteamericanas que posteriormente acabarían siendo imputadas en los procesos de la Camorra.

“En los noventa, las esposas de los jefes mafiosos comenzaron a vestirse y a peinarse como Michelle Pfeiffer”

Tony Montana es creíble porque eso que el poder puede, para ser narrado, para entrar en el mito, no debe tener límites. La violencia en Scarface no sirve para asombrar, es indispensable: si la eliminas, ya no estás narrando esa Miami, esas ambiciones, esa ferocidad. La escena de la motosierra es splatter y al mismo tiempo creíble si se piensa que bandas de bielorrusos en el sur de Italia utilizan una soldadora como instrumento de tortura para obligar a sus víctimas a hablar o para cometer delitos ejemplares, de esos que dejan escritos en el cuerpo advertencias a los que quedan. Los cárteles mexicanos de la droga desuellan a sus enemigos, cosen sus caras a balones de futbol y juegan con ellos. Narrar las dinámicas criminales en todas sus manifestaciones es la única manera para crear disuasión. Los jefes viven años sin poder ver a sus hijos, sin poder acariciar a sus mujeres, escondidos en búnkers como ratas o en desesperación bajo el régimen del artículo 41 bis.1 Los últimos jefes arrestados en la Locride, en Reggio Calabria, más que en la campiña avesana, desde hace años vivían bajo tierra. Es necesario narrar lo que los mafiosos obtienen y el enorme precio que pagan para que la elección quede en quien observa y en quien lee. Si en una sociedad enferma Tony Montana puede volverse mito o, peor aún, un ejemplo a seguir por

Tony Montana es creíble porque eso que el poder puede, no debe tener límites

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algunos jóvenes, la cruda narración de la violencia y la calidad de esa narración son el elemento fundamental, imprescindible, para poder detener un paso semejante. Entender es una manera de no transigir. Además, en la sociedad mediática, si no cuentas algo, no existe. No es casualidad que durante las revueltas de los últimos meses en los países árabes, la primera cosa que los regímenes han hecho ha sido impedir que se pueda narrar a través de Internet, impedir que se pudieran utilizar las redes sociales. No es casualidad que los cárteles mexicanos, aparte de eliminar a los periodistas incómodos, incluso hayan comenzado a poner bajo su mira a los blogger. Hace unos días se difundió la noticia de dos muchachos mexicanos, de poco más de 20 años, que fueron masacrados, asesinados y colgados de cabeza de un puente por el cártel de Los Zetas porque se atrevieron a narrar en un sitio de Internet la guerra de la droga en su país. Narrar significa resistir. Siempre ha sido así. Mirar cara a cara a la bestia es la única manera de derrotarla.

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1 En 1992, tras el asesinato del juez

antimafia Giovanni Falcone, se agregó un nuevo artículo a la ley penitenciaria en Italia: el 41-bis. Dicho artículo establece el encarcelamiento en condiciones de extrema dureza a los sospechosos de pertenecer a grupos mafiosos, obligándolos a confesar. N. de la T. Traducción de María Teresa Meneses. ©La Repubblica


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Gallimard publicó recientemente las 865 cartas que el escritor y la actriz intercambiaron a lo largo de 15 años Albert Camus y María Casares

Amor clarividente

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Melina Balcázar Moreno/ París FOTOGRAFÍA MP/LEEMAGE

e di cuenta esta mañana que un mes y medio y ochocientos kilómetros me separaban de ti, y no fue sin enormes esfuerzos que pude dejar atrás mi desaliento”. Así le escribía Albert Camus a la actriz María Casares, con quien mantuvo una relación amorosa durante doce años. Una relación marcada por la distancia, por el deseo sin cesar postergado pero siempre vivo, como puede leerse a lo largo de la vasta correspondencia que intercambiaron. Las 865 cartas que se publicaron recientemente nos revelan una faceta poco conocida del autor: la de una escritura apasionada, en ocasiones hasta exaltada, en otras cariñosa y tierna. Camus y Casares se conocieron hacia el final de la guerra en París, el 19 de marzo de 1944, en casa de Michel Leiris, cuando asistieron a la lectura de El deseo atrapado por la cola de Picasso. Simone de Beauvoir, que también se encontraba presente, al igual que Bataille, Reverdy, Lacan, recuerda así a Casares aquella noche: “llevaba un vestido rayado color violeta y púrpura, había recogido su cabello negro; una risa un tanto estridente descubría por momentos sus jóvenes dientes blancos. Era muy bella” (La plenitud de la vida). Ella tenía entonces 21 años y él 30. Durante la noche del desembarco, el 6 de junio, se volvieron amantes. Desde un inicio, los unió la experiencia del exilio: Camus había tenido que dejar su Argelia natal y Casares había llegado a Francia a los 14 años, cuando su padre Santiago Casares Quiroga, antiguo presidente de la República española, tuvo que huir con la

llegada de Franco al poder. Los reunió además su amor por el teatro, que compartieron intensamente en sus cartas y en los numerosos proyectos que realizaron juntos. Después de una primera separación, en octubre de 1944, al regreso de su esposa Francine Faure de Orán, donde permaneció mientras Camus se involucraba en la Resistencia, su relación no volvió a interrumpirse. Sorprende el tono de las cartas del escritor durante el periodo que siguió a esta separación, en el que domina la desesperación y la impaciencia ante la falta de respuesta: “No importa de qué lado voltee, solo percibo la noche. […] Sin ti, ya no tengo fuerza. Creo que quisiera morir”. Sus cartas toman la forma de un soliloquio: “He pasado dos días enteros acostado, leyendo vagamente y fumando, sin rasurarme, y sin voluntad alguna. […] Pensaba que hoy recibiría tu respuesta. Me decía: ‘Va a responder. Encontrará las palabras que desatarán esta cosa que me oprime por dentro tan espantosamente’. Pero no has escrito”. Llega incluso a confesarle el sufrimiento que le causa el imaginarla con alguien más: “Mi deseo más verdadero e instintivo sería que ningún otro hombre te pusiera la mano encima. Sé que es imposible. Todo lo que puedo desear es que no desperdicies eso maravilloso que hay en ti —que no se lo otorgues sino a un ser que lo merezca de verdad”. Sin embargo, en 1948, el azar hizo que se cruzaran de nuevo en las calles de París. Ambos constataron entonces la fuerza de lo que sentían el uno por el otro y continuaron su relación, a pesar de que Camus jamás se separó de la madre de sus hijos, a pesar del vivo deseo de Casares por una vida en común y de las aventuras que el escritor sostuvo con otras mujeres: “Y ahora que puedo ofrecértelo todo”, le escribe María Casares, “pero

A la derecha, María Casares y Albert Camus en el Teatro Marigny, París, 1948

que tú no puedes aceptarlo, y que no te importa, me veo aquí, sin que pueda evitarlo, completamente expuesta, sin defensa ni cálculo”. Solo los separaría la muerte accidental del escritor el 4 de enero de 1960. De manera casi premonitoria, Camus le envió el 30 de diciembre de 1959 la que, en efecto, resultaría ser su última misiva: “Bueno, última carta. Solo para decirte que llego el martes, por carretera, me iré con los Gallimard el lunes. […] Te envío un cargamento de tiernos deseos. Que la vida siga surgiendo en ti durante todo el año, dándote ese querido rostro que amo desde hace

tantos años (pero que también amo cuando se ve preocupado y de todas las maneras)”.

Amar y escribir

Escaso y breve fue el tiempo que pudieron pasar juntos, lo que hizo que sus cartas fueran casi cotidianas. Su correspondencia nos permite seguir la evolución de sus carreras respectivas sin filtros, pues ambos expresan de manera directa lo que piensan de su propio trabajo y del de los demás. Afloran también las dudas de Camus, su miedo a la “esterilidad”, a no poder volver a encontrar las palabras: “La temo como otros


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temen la muerte. La esterilidad mata todo en mí, incluso la ternura”. Con frecuencia el escritor describe a su amante los largos paseos que hace para tranquilizarse y pensar, las dificultades que tiene para seguir trabajando en sus proyectos literarios y la disciplina que debe imponerse para realizarlos: “tengo ganas de volver a París, de quitarme de encima el peso del silencio que me envuelve en este momento. Pero, al mismo tiempo, pienso que me he dado ocho meses y solo ocho meses para terminar la primera redacción del monstruo que estoy escribiendo ahora [el manuscrito de El primer hombre, que llevaba consigo al momento del accidente automovilístico en el que perdió la vida]. Pienso también que mi organización aquí me permite avanzar y trabajar sin descanso y que la sensatez, la muy amarga sensatez, me obligaría a quedarme hasta el 2 de enero y seguirme obstinando cueste lo que cueste”.

El deber de la felicidad

Sin embargo, es la pasión amorosa la que domina sus palabras, eclipsando la situación en la que se encontraban en realidad. Pocas son las alusiones de Camus a su vida familiar que presenta en general como un peso. Ambos vivían su amor con la convicción de que era indestructible, de que nada podía separarlos: “He decidido de una vez por todas que estamos unidos para siempre” (Camus); “Te amo irremediablemente, como se ama el mar” (Casares). Y el lenguaje del deseo se impone ante todas las obligaciones sociales: “Me impaciento. E imagino el momento en que cerraremos tras nosotros la puerta de tu cuarto”, escribe Camus. “Estoy hirviendo por dentro y fuera. Todo arde, alma, cuerpo, arriba, abajo, corazón, carne […]. ¿Lo has entendido? ¿Lo has entendido bien?”, le responde Casares. Ni el paso de los años disminuyó la intensidad de sus palabras: “Espero el milagro siempre renovado de tu presencia”, le escribe Casares en 1956. “Eres mi equilibrio, el espesor de la sangre y de los sueños, la verdad que me alimenta”, le dice el escritor en 1957. No obstante, para Camus el amor implicaba más que deseo. En él veía un medio para superarse, para ir más allá de uno mismo. El amor —afirma el escritor— es una lucha contra sí, contra todo lo que nos impide alcanzar la plenitud del encuentro con el otro, y que solo el desarrollo de una voluntad inquebrantable hace posible: “No existe más que una clarividencia: la que quiere obtener la felicidad. Y sé que por corta, amenazada o frágil que sea, hay una felicidad lista para nosotros dos si extendemos la mano hacia ella. Pero tenemos que extender la mano”. De ahí quizá que pidiera tantos esfuerzos a Casares para que se vieran, hablaran por teléfono, y no dejaran pasar un día sin escribirse. Como si de alguna manera buscara detener el torbellino de compromisos profesionales y familiares en el que estaban envueltos. Así pues, el amor no solo sucede, sino que es algo que tiene que conquistarse: “Dos seres que se aman tienen que conquistar su amor, construir su vida y su sentimiento, no solo contra las circunstancias, sino también contra todas esas cosas en ellos que limitan, mutilan, molestan o les pesan. María, un amor no se conquista

contra el mundo, sino contra uno mismo. Y sabes bien, pues tu corazón es tan maravilloso, que somos nosotros nuestros peores enemigos”. “Sé bella, fuerte, valiente”, le dice con frecuencia Camus, para alentarla a seguir superando la distancia y los obstáculos que los separaban. Las cartas de María Casares hacen ver lo dolorosa que le era su relación con el escritor, frecuentemente ausente de París debido a sus problemas de salud (las curas que debía hacer para tratar su tuberculosis), a sus obligaciones ligadas a su familia (las vacaciones y las fiestas de fin de año las pasaba con su mujer y sus hijos) y a su carrera como escritor, que en 1957 el Premio Nobel intensificó. Lo que le resultó más difícil fue quizá renunciar a construir una vida juntos: “Soñé con una vida contigo y te juro que me cuesta renunciar a ésta, pero justamente porque me es tan doloroso debes

Para Camus el amor implicaba más que deseo. En él veía un medio para ir más allá de uno mismo

creerme. Si piensas en mi felicidad, tienes que decirte que hay algo más horrible que los sufrimientos que he podido o puedo experimentar en la situación en la que estamos: sería el atroz desgarramiento que viviría sabiendo que te has peleado con tu conciencia, casi destruido, y verte involucrado en un amor mal ganado en el que me sentiría extranjera y criminal”. A ella, Camus le otorgó un amor eterno, que la publicación de estas cartas de cierta forma perpetúa. Un amor ajeno al correr de los días, como protegido de la vida cotidiana que siguió compartiendo con su esposa. En una carta del último año que pasarían juntos, Camus le afirma nuevamente su convicción de que nada podrá separarlos: “No, la muerte no separa, mezcla con la tierra misma un poco más los cuerpos que ya se habían unido hasta el alma. Lo que era la mujer y el hombre volcándose uno en otro se vuelve el día y la noche, la tierra y el cielo, la sustancia misma del mundo —uno puede olvidarse en la vida, alejarse, separarse, la vida es

así de olvidadiza— pero la muerte es esa memoria ciega que no termina nunca —para aquellos que se quieren, que consienten morir juntos”. La lectura de esta larga y apasionada correspondencia ha sido posible gracias a la hija del escritor, Catherine Camus, que finalmente accedió a que se publicara. A la muerte de su madre, que no ignoraba el idilio de la actriz con su esposo (“Mamá lo sabía –confía– y hablaba de ello con gran respeto e incluso con afecto”), quiso conocer a María Casares; más tarde le compraría las cartas que tenía en su posesión. En cierta medida, la correspondencia entre estos amantes podría leerse también como un testimonio de la admiración de una hija por su padre, al que entendió y amó a pesar de todo: “Gracias a ellos dos —escribe en el texto preliminar que acompaña la edición—. Sus cartas hacen que la tierra sea más vasta, el espacio más luminoso, el aire más ligero simplemente porque existieron”. Al recorrer estas cartas, uno puede sin embargo pensar que tal vez las mujeres lo amaron demasiado.

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CIENCIA

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DESMETÁFORA

La edad de los candidatos 47 años y 73 días de vida en promedio tienen los presidentes de México el día en que toman posesión

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hora que nos encontramos en tiempos de elección popular estamos más expuestos que nunca a las estadísticas, las encuestas de opinión y, por supuesto, a las interpretaciones, las mentiras y el engaño en todas sus formas. De embustes, azares y estadísticas trata mi nuevo libro, El azaroso arte del engaño (Taurus). Uno de los capítulos del libro se refiere a la edad de los presidentes cuando asumen el cargo. El tema es de actualidad porque las edades de los dos punteros en las encuestas se nos presentan como opuestas en la distribución histórica de las edades. Un aspecto curioso es que los datos estadísticos que se refieren a la edad de los presidentes al asumir el cargo conforman una distribución acampanada que los matemáticos conocen como curva de Gauss. Es curioso porque una tal distribución se va formando con el pasar de los años. La estadística se incrementa con el aumento en el número de veces que alguien llega a la presidencia. Lo curioso es que los efectos del tiempo: el cambio de modas, el aumento en la esperanza de vida promedio de la gente, la introducción de nuevas leyes, etcétera, no parecen influir tanto como para que la forma de la curva cambie. Los requisitos para ser presidente de México se establecen en el artículo 82 de la Constitución que fue formalizado en 1917 y era el resultado de modificaciones a proyectos de ley anteriores en que la edad mínima cambiaba. Algunos aspectos de la lista de requisitos fueron alterados. No obstante, la distribución estadística que se sujeta a los nuevos y viejos lineamientos sigue dando una distribución con la forma de campana. La curva campana tiene su centro en los 47 años y 73 días. Este es el promedio de edad de los presidentes mexicanos al tomar posesión. Las entradas más a la derecha de la curva representan a los presidentes más vetustos en la historia de México. En este extremo de la distribución se encuentran Victoriano Huerta, que tomó posesión a los 68 años de edad, y José Ignacio Pavón, que lo hizo cuando ya tenía 69 años. Sobre la fecha de nacimiento de Victoriano Huerta hay discrepancia. Andrés Manuel López Obrador contará 65 años de edad al tomar posesión en caso de ganar y comparte

GERARDO HERRERA CORRAL gherrera@fis.cinvestav.mx

18 16 14 12

Ricardo Anaya 10 8 6 4

Andres Manuel López Obrador 2 0

21-25

26-30

31-35

36-40

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66-70

71-75

En esta gráfica se ve el número de presidentes que al asumir el cargo han tenido entre 26 y 30 años de edad (barra en el extremo izquierdo de la gráfica), entre 31 y 35 años en la columna siguiente, y así sucesivamente hasta mostrar el número de presidentes que tenían entre 66 y 70 años de edad al asumir la presidencia de la república. Con cuadros enmarcados se muestra la modificación a la distribución que introducirían Andrés Manuel López Obrador y Ricardo Anaya en caso de ganar las elecciones.

la columna con Adolfo Ruiz Cortines, que tenía 63 años cuando llegó a ser presidente en 1952, y con Juan Álvarez, que tenía 65 años. En el otro lado de la distribución encontramos a Miguel Miramón, que fue presidente a los 28 años de edad. Ricardo Anaya tomaría posesión a los 39 en el caso, cada día más remoto, de ganar. De tal manera que el candidato más joven dista 4 años de la edad mínima permitida, mientras que el mayor dista 4 años del presidente que históricamente tiene la marca más alta. Carlos Salinas de Gortari tenía 40 años de edad al asumir la presidencia y Lázaro Cárdenas 39. Entre los más conocidos en la historia de los presidentes encontramos a Francisco I. Madero, que llegó a la casa de gobierno con 38 años. Si consideramos a Maximiliano de Habsburgo en la estadística, entonces será uno de los más jóvenes porque llegó al Castillo de Chapultepec con 32 años de edad. Antonio López de Santa Anna fue diez veces presidente de México

Los datos conforman una distribución que se conoce como curva de Gauss

y en la primera ocasión contaba 39 años de edad. López Obrador no sería el de mayor edad en la historia de nuestro país y en la distribución norteamericana estaría más cerca del centro porque nuestros primos del norte tienen, en promedio, más edad cuando llegan al cargo de presidente de la república. Actualmente, Estados Unidos tiene al presidente más viejo de su historia. Cuando tomó posesión, Donald Trump tenía 70 años y 220 días. Esto movió el promedio de edad a los 55 años y 3 meses en el vecino país del norte. En Francia, Emmanuel Macron se convirtió en el presidente más joven en la historia reciente de ese país desde la Segunda República, al asumir el cargo a los 39 años 4 meses y 17 días de edad. En la gráfica que muestra los datos históricos la curva representa el mejor ajuste. Al considerar a uno u otro candidato se puede apreciar que la curva será mejor o peor ajustada en cada caso porque la línea se aleja o se acerca al centro de las barras. “Uno empieza a ser joven a los sesenta años”, decía Pablo Picasso. Pronunció tal frase ya bien entrada su juventud. Si alguien pensaba que

lo más duro de la vida se encuentra entre los 10 y los 60 años de edad, podría equivocarse. Andrés Manuel López Obrador, en caso de ganar la elección, estará recibiendo reclamos cuando tenga 71 años de edad y, por si esto fuera poco, con toda certeza no recibirá pensión presidencial. Se ha dicho que la longevidad de los presidentes es muy costosa para nuestro país. Si de costos por pensión se trata, uno de los casos más alarmantes es el de Emilio Portes Gil, que fue presidente poco más de un año y por ese interinato recibió pensión durante 48 años. Doña Amalia Solórzano, esposa del presidente Lázaro Cárdenas, gozó de la pensión presidencial 40 años después de que su marido murió, es decir, 68 años después de dejar la casa de gobierno. Si tomamos estos costos en consideración quizá lo más conveniente para el erario público sea que los presidentes lleguen con más edad a la presidencia. Desde el punto de vista estadístico y de costos de pensión, un actuario diría que Ricardo Anaya no es la mejor opción. Su esperanza de vida postpresidencial es considerable.

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EN LIBRERÍAS

09 DE JUNIO 2018

A FUEGO LENTO

NARRATIVA, ENSAYO Europa y los faunos

Dejarás la tierra

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Tiempos de swing

L. M. Oliveira

El oficio de la venganza

Un western con penacho Pablo Soler Frost Literatura Random House México, 2018 293 páginas

Renato Cisneros Seix Barral México, 2018 339 páginas

Zadie Smith Salamandra España, 2017 430 páginas

Estamos a finales de otoño de 1943, en el mar que separa a Suecia de Dinamarca. Dos jóvenes que apenas han dejado de ser niños huyen de la degollina que asola a los judíos. A partir de esas dos vidas, Soler Frost construye un retrato de familia que se extiende a México y llega hasta inicios del siglo XXI, un retrato que tiene como telón de fondo al cine y al teatro y que sugiere el tortuoso camino que en ocasiones sigue la educación sentimental.

Como el té y la magdalena de Marcel Proust, la visita a un cementerio activa la memoria de uno de los personajes de esta novela, la tercera de uno de los grandes escritores peruanos de nuestros días. Viajamos así hasta principios del siglo XIX, cuando “aún estaban vivos esos hombres y mujeres que actuaron y tomaron decisiones sin saber que se convertirían en nuestros antepasados”, dice el narrador. Ah, la familia y sus cadáveres ocultos.

Famosa por sus novelas Dientes blancos, El cazador de autógrafos y NW London, Zadie Smith es experta en las relaciones humanas y en los conflictos de las clases marginales, en el retrato de los bajos fondos y los dilemas de identidad. En ésta, su nueva novela, Smith vuelve a bordar los abismos de una amistad que corre el riesgo de desmoronarse por las diferencias de clase y raza, sutiles contrastes que minan la antigua lealtad forjada en la niñez.

De buena familia

Neuróticos y otras tripas

El cerebro

Cynthia D’Aprix Sweeney Maeva España, 2018 366 páginas

Juan Rafael Coronel Rivera Talamontes Editores México, 2018 190 páginas

José Viosca RBA México, 2017 146 páginas

El dinero es el motor de las vidas y aspiraciones de los cuatro hermanos y protagonistas de esta novela que transcurre en Nueva York, entre llamados al orden y la mesura. Por qué el dinero. Porque se resolverán todos sus problemas una vez que la menor de los cuatro reciba la herencia familiar, que está obligada a compartir. Y sin embargo, y sin embargo… La trama se dispara en el momento en que el más descarriado de esos hermanos esté obligado a moderar sus costumbres.

Diez relatos conforman este libro en que el autor nos conmina a explorar los rasgos más complejos determinados por el deseo. Miscelánea de compulsiones, apetitos, anhelos, urgencias, fobias o ansiedades, los personajes que pueblan los cuentos buscan la satisfacción inmediata a toda costa, y en ese trance que roza con el delirio verán cómo el destino se transforma, se vuelca hacia una dirección que jamás habrían elegido de manera racional.

Como se señala en una de las páginas del libro, luego de que el ser humano enfocó sus esfuerzos a estudiar el espacio (lo infinitamente grande), ahora su atención se ha dirigido a lo infinitamente pequeño (el genoma y el cerebro). En este volumen que forma parte de la colección de ciencia de National Geographic, el lector podrá conocer la historia de la neurociencia, las investigaciones más recientes, los logros que se han tenido y también sus límites.

ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

E

l argumento significa muy poco cuando hablamos de una buena novela. De no ser así, Mario Puzzo, Sidney Sheldon y aun Dan Brown compartirían la mesa con Flaubert, Joyce y Broch. Pasa lo mismo con las ideas filosóficas: son tan inoportunas como un predicador en una despedida de soltero. Una buena novela es, ante todo, arquitectura verbal: una casa hecha de una elevada conciencia del lenguaje. El oficio de la venganza cierra los ojos frentes a estas sospechas. Tiene uno de esos argumentos concebidos para atraer a un lector de bestsellers y confía demasiado en las ideas. Eso significa que desdeña el arte de narrar. Ya que solo quiere crear un efecto cautivador, considera a la escritura como una criada sumisa y no como la señora de la casa. Es lo que ocurre cuando la novela no pasa de ser un mecanismo de entretenimiento. Debemos conformarnos entonces con la empresa oficiosa de Aristóteles Lozano, un crítico literario que elige el camino de la venganza después de que un estafador de bajo vuelo —Cristóbal San Juan— se larga con su novia. Ese estafador tiene un propósito supremo: establecer un culto a las antiguas deidades mayas y renovar el prestigio de los sacrificios humanos, con pirámide y sumo sacerdote incluidos. La novela avanza así entre la nostalgia del paraíso amoroso y la búsqueda de Cristóbal San Juan, quien sufre diversas transformaciones —pícaro en Europa, conchero en la Ciudad de México, matarife de cerdos en Michoacán— antes de encabezar a un grupo de fanáticos religiosos. Entretanto, Lozano no pierde oportunidad para hacer el escarnio del circo literario y sus enanos, y de soltar frases de este alcance: “descubrí que los cobardes no son vengativos, son rencorosos”; “cada vez estaba más cerca el momento de cobrar venganza y de humillar a ese canalla”; “estoy convencido de que cobrarse las afrentas proporciona su lugar al honor”; “cada quien tiene derecho a hacer lo que quiera con su vida”. Confieso que por momentos me vi transportado a una noveleta de Marcial Lafuente Estefania, con sus pistoleros y sus duelos ante la puerta de la cantina. En cierto momento, Aristóteles Lozano dice: “dudo que escribir se trate de escribir cosas nuevas, se trata de hacer sentir lo trascendente”. Es cierto, no se trata de escribir “cosas nuevas”. En cuanto a lo trascendente: bueno, hay que lanzarse de vez en cuando en su busca pero, por favor, al menos con vocación de estilo y sin la pátina de aquellas historias de indios y vaqueros.

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CINE

09 DE JUNIO 2018

RESEÑA

ENTREVISTA

El cine y la conciencia social ANDREA SERDIO

P

ublicado por primera vez en 1974, El cine como arte subversivo de Amos Vogel (Secretaría de Cultura/ Ambulante, 2017) mira el cine como conciencia social, como un medio para la política, el erotismo, la irreverencia, las vanguardias artísticas. Una oportunidad para reflexionar sobre el tiempo y el espacio, el deseo y la memoria. Amos Vogel nació en Viena en 1921, llegó a Estados Unidos a finales de los años treinta, donde en 1947 fundó Cinema 16 en Nueva York, sociedad fílmica en la que se fogueó como programador y crítico. En su libro habla del cine expresionista, surrealista, dadaísta. Habla del arte pop y da como ejemplo de la tradición cómica la película Monsieur Verdoux, en donde Chaplin pone en jaque la respetabilidad burguesa. En más de 500 páginas, Vogel navega, con sabiduría y escepticismo, por la producción cinematográfica de más de 70 años, siempre a contracorriente del cine más comercial de Estados Unidos, apostando por películas y autores que proponen metáforas de la larga noche de la humanidad, como lo hace Michelangelo Antonioni en El eclipse. El libro se estructura en cuatro partes temáticas en las que Vogel escribe un breve texto introductorio y luego presenta un fichero con comentarios puntuales sobre cada una de las películas incluidas. De esta manera, alude a la subversión de la forma, a la terrible poesía del cine nazi, al cine erótico y pornográfico, al cine revolucionario, en el que incluye películas como la desgarradora Una mala hora, sobre la guerra de Vietnam. Vogel reivindica el carácter social del cine y se pronuncia contra la formación “de públicos idiotas”. Apuesta y defiende el cine independiente e iconoclasta, a los creadores que no escuchan el canto de las sirenas de la industria y se mantienen subversivos y transgresores. “La subversión en el cine —escribe Vogel— inicia cuando la sala se oscurece y la pantalla se ilumina”. Entonces todo se vuelve mágico y la imagen despliega su poder y todo lo que ofrece se vuelve verdadero: el terror, el asombro, la angustia, el llanto. 2001: odisea del espacio, de Stanley Kubrick, por ejemplo, provoca un shock visual poco plausible, y sin embargo ocasiona una profunda sensación de conciencia cósmica. El cine como arte subversivo es un compendio de películas que provocan y dialogan con espectadores que buscan otra manera de ver la realidad.

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Eugenia Chaverri protagoniza Violeta al fin

Hilda Hidalgo

“Los muertos se quedan con uno”

A

HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com FOTOGRAFÍA FICG

los 72 años, Violeta (Eugenia Chaverri) decide reinventarse. No solo decide aprender a nadar, también rompe con su pareja de toda la vida y se propone hacer de su casa su espacio de libertad y sostén económico. Para la cineasta costarricense Hilda Hidalgo, la vejez puede ser un periodo de plenitud y no nada más de achaques físicos y mentales. Inspirada en su madre, la realizadora filmó Violeta al fin, una historia acerca de las limitaciones y la marginación que enfrentan los ancianos. ¿De dónde viene la motivación de hablar de la vejez? Existe un condicionamiento social y permanente que nos dice: “lo peor que puede pasarte en la vida es envejecer”. Nos llenan de temores, falsedades y prejuicios. Una reacción a este tipo de ideas es la discriminación sistémica que sufren los ancianos. El personaje de Violeta está inspirado en mi madre y mis tías, quienes me enseñaron que la realidad es otra. Por supuesto, hay una disminución de las capacidades físicas y mentales, pero la vejez también puede ser una etapa de pasión, creatividad e inclusive de mayor libertad. De hecho, la película cuenta la historia de una mujer de 72 años que reinventa su vida, es decir, que se libera. Tras su divorcio se encuentra en posibilidad de ser autónoma y de tomar sus propias decisiones. Su mundo colap-

sa cuando le dicen que su casa está en riesgo y la amenazan con quitársela. La adversidad nos permite ver de qué está hecha Violeta con tal de salvar su patrimonio y su posibilidad de un futuro. La idea de jubilar a las personas a los 60 o 70 años ¿es meramente occidental? Predomina en Occidente porque el sistema capitalista es voraz y considera que aquello que no es “productivo” debe desecharse. Pero sorprendentemente también empieza a suceder en Oriente, donde se supone que existe una mayor veneración a los viejos. Estrenamos la película en Corea del Sur y una señora me comentó que allá les comenzaba a suceder lo mismo. Quería retratar la contradicción que supone la libertad propia de la vejez con la discriminación. Necesitamos revolucionar ese contexto. Los griegos decían que la vida era un camino para llegar a la vejez, es decir, que nuestra responsabilidad consiste en prepararnos para ese momento revelador. Ken Loach ya ha tocado el tema en su película Yo, Daniel Blake. No he visto la película de Ken Loach,

“Mis historias parten de algo que tiene que ver conmigo y Violeta tiene mucho de mi madre”

pero cuando eres viejo pierdes derechos en todas las direcciones. No te aseguran, no te dan créditos bancarios. No obstante, en la historia del arte hay gente que hace sus mejores trabajos después de los 70 años. La película tiene, además, perspectiva de género. A la generación de la que hablo en la película le tocó una Costa Rica muy conservadora. Sin embargo, como las mujeres hemos vivido en la marginalidad del poder por más de 5 mil años, tenemos una habilidad extraordinaria para la rebeldía y desobediencia. Hoy me parece que ni los hombres ni las mujeres estamos contentos con el estado de cosas y buscamos nuevas alternativas. Recién vi un dato que me llamó la atención: en los últimos diez años ha repuntado el número de divorcios en parejas de más de 70 años. Creo que esto se debe a una concepción distinta sobre la vejez. ¿Entiende la película como un homenaje a su madre? Mis historias parten de algo que tiene que ver conmigo y Violeta al fin tiene mucho de mi madre, de mi padre y aun del equipo que trabajó en ella porque cada quien incorporó su sentimiento. Pero siendo concreta, mi madre murió antes del rodaje, de modo que su duelo me acompañó durante la película. Me gusta pensar que los muertos se quedan con uno, solo que de una manera diferente.

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ESCENARIOS

09 DE JUNIO 2018

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PERIPECIA

MERDE!

Lecciones de alta poesía

Decepción en la ópera

ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com FOTOGRAFÍA JUAN RODRIGO BECERRA ACOSTA

juanamoza@gmail.com

BRAULIO PERALTA

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E

l director Francisco Franco aceptó el desafío de poner en escena La sociedad de los poetas muertos, de Tom Schulman, basada en la película del mismo título y de la que por lo general recordamos especialmente la actuación de Robin Williams en el papel del profesor Keating y la de Robert Sean Leonard en el de Neil Perry, el joven que intenta ser actor en una obra escolar de Shakespeare. Estrenada recientemente en el Teatro Libanés, la obra que desarrolla la anécdota del maestro que se propone estimular en los estudiantes la capacidad de cuestionar y autoconocerse para dar rumbo a sus propias metas mediante procedimientos poco convencionales en una academia cuyos principios son Tradición, Honor, Disciplina y Excelencia, resulta un montaje decoroso, con escenas emotivas, pero descuida la presencia de los personajes que cruzan incidentalmente la escena, como si para una parte del elenco poner un pie en el escenario no implicara el traslado interno al lugar de la acción. Franco, quien ha dirigido montajes como El curioso incidente del perro a media noche, Privacidad y Todo sobre mi madre, por lo general dirigidos a un público que tiene el poder adquisitivo para pagar boletos de alto costo

La sociedad de los poetas muertos se presenta viernes, sábado y domingo en el Teatro Libanés.

y que busca estar cerca de sus actores favoritos de televisión y cine, cuenta con un elenco encabezado esta vez por Alfonso Herrera, más conocido por su participación en cintas como Amar te duele y Obediencia perfecta o en series como El equipo, Sense y El diez, en La ciencia de lo absurdo y Súper cerebros de National Geographic, además de haber sido parte de RBD y de la telenovela Rebelde. El multifacético actor mexicano, que en teatro formó parte del elenco de Rain Man y de Nadando con tiburones, crea esta vez un personaje sosegado que utiliza las palabras más que la energía o la emoción para apoyar a sus estudiantes frente a la rígida educación familiar y académica a la que están sujetos. A la actuación de Herrera, seguro, tranquilo y formal, más cinematográfica que teatral, le vendrían bien algunas dosis de energía y emotividad para terminar de construir la vitalidad de un personaje como el suyo, que rompe esquemas y busca que sus estudiantes expresen sus

A la actuación de Herrera le vendrían bien algunas dosis de energía y emotividad

emociones con libertad, especialmente cuando les habla de Walt Whitman, autor al que Keating le debe el epíteto de Capitán, como pide que le llamen. La enfática actuación de Luis Couturier como el estricto Señor Nolan, director de la Academia Welton, y la sólida interpretación de Constantino Morán como el inflexible Señor Perry, padre del estudiante con sueños de actor, otorgan al espectador el preciso marco de la moral de una sociedad victoriana en Estados Unidos durante los años cincuenta. Los jóvenes actores Sebastián Aguirre, Mauro Sánchez Navarro, Germán Bracco, Paco Rueda, Alejandro Puente y Alejandro Hoyos, generan los vínculos y conflictos propios de jóvenes de 17 años en la frontera de la poesía, el amor, la rebeldía y el fracaso. Sus personajes están dentro de su circunstancia, guiados verídicamente por sus propios latidos. En contraste, la dirección de Franco, quien necesita personajes sin historia individual, pero con presencia en el salón, en el patio del colegio o en la cancha de juego, los lleva a estar ahí pero sin tarea escénica, historia secreta ni mayor objetivo que dar idea de multitud, lo que rompe con buena parte de ficción bien construida.

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FOTOGRAFÍA CORTESÍA SC

i lo escribo sin pensar diría que me aburrí, que ver y oír El juego de los insectos — basada en una obra teatral de Karel y Josef Capek, hoy ópera de Federico Ibarra y libreto de Verónica Musalem—, resultó monótona, carente de ingenio. Si lo escribo racionalmente podría encontrar virtudes en convertir un texto teatral en música para los oídos. Pero queda a deber estéticas que pasan por la adaptación, la escenografía, la iluminación y la voz de los cantantes. Salvaría la dirección escénica de Claudio Valdés Kuri, un montaje ágil a pesar de la reiterativa música con diálogos poco cantables. Porque es tan ingenua la obra que mejor hubiera sido escenificarla como ópera para niños y no una farsa o comedia sobre la metáfora de los insectos y los hombres en sociedades industriales, ahí donde trabajar no da para el bienestar de nadie. Una ópera con tanto presupuesto para su montaje debiera ser algo grandioso para su estreno. No fue así. Se nota la inversión pero escasea la creatividad en varios sentidos. Se salva el actor Joaquín Cosío porque no entra al terreno operístico, se queda en el teatro. Donde Claudio Valdés Kuri intenta subsanar un esquema escénico atractivo como relumbrón del cascarón que no alcanza a llenar la palabra arte. Duele escribirlo porque respeto a Federico Ibarra con otras creaciones. Aquí falló. Nadie va a la ópera con mentalidad de niño a lecciones de sociología cantada. Uno espera el asombro, la vitalidad de un ritmo musical que nos lleve a la luz de acontecimientos insospechados, con innovación teatral y operística, y entonces despiertan al niño que todos guardamos. Pero no. Me emocioné al inició de la función. “Esto va a ser espectacular”, pensé. Sí, pero de cascarón, montado con pinzas. Mejor la segunda parte, donde las hormigas se comportan como países donde imperios y hegemonías confunden al mundo. Los hermanos Capek escribieron la obra en 1921, adelantados a su tiempo. Decirlo hoy ya no es revelador, menos si no surgió el arte por encima de la ideología.

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El juego de los insectos se presenta en el Palacio de Bellas Artes.


DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO, IVÁN RÍOS GASCÓN ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

LABERINTO

09 DE JUNIO 2018

http:// www.milenio.com/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLAberinto

TOSCANADAS

Vi a tres hombres llorar DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

T

enía mucho tiempo sin ver futbol. Pero, viviendo aún en España, me fue imposible evitar el juego del Real Madrid contra el Liverpool. El partido ya lo olvidé. Lo que no olvido es que vi a tres hombres llorar: un egipcio, un español y un alemán. Me di cuenta de que he perdido contacto con el mundo contemporáneo. En mi época se lloraba de alegría. Cuando el equipo era campeón. Cuando Felipe Muñoz ganaba medalla de oro y escuchaba el himno nacional. Cuando nos conmovía un concierto o un poema. Porque la alegría o el exceso de pasión se podía mostrar, así fuera con llanto. Pero el dolor, no. Ni el emocional ni el físico. El emocional se dejaba notar con estoicismo, y lo correcto ante el dolor físico era ocultarlo. Hasta los niños ante un golpe doloroso decíamos “Al cabo ni me dolió”. Pero yo vi a tres hombres llo-

FRUSTRACIÓN

Mohamed Salah deja el campo de juego durante la final de la Champions

rar. Y me pregunto cómo alguien puede sentirse un guerrero de las patadas si luego va a chillar porque lo patearon. En el futbol llanero ni con la pierna rota se hacían aspavientos. Según recuerdo, Maradona no lloró cuando lo fracturaron, y Beckenbauer no se fue con la mamita sino que siguió jugando aquel partido del siglo contra Italia. Quizá la vez anterior que había visto un partido de futbol fue aquella final de Eurocopa entre Francia y Portugal. También recuerdo poco de ella, pero eu me lembro que el mero mero portugués salió llorando. Entonces voy a suponer que es normal el llanto en los partidos de futbol. Acaso me sorprendió escuchar a los comentaristas harto solidarios con las lágrimas de los deportistas. No soy tan insensible como para criticar estas cosas; solo me maravillo de cuánto han cambiado los tiempos y cuán poco me he dado cuenta de tal transformación porque ma-

yormente vivo aislado del mundo, sin contacto con el cine y la tele, que vienen moldeando el carácter de las nuevas generaciones. Cuando veo llorar a un hombre ante la adversidad siempre me viene a la cabeza aquella famosa fotografía de un francés que no puede contener las lágrimas al saber su patria derrotada al tiempo que lo rodean hombres y mujeres con expresiones más estoicas y valerosas. Se publicó por primera vez en la revista Time, con la leyenda “Un francés derrama lágrimas de dolor patriótico mientras las banderas de los regimientos derrotados de su país son exiliadas a África”. Vaya uno a saber. Quizá soy un insensible, y lo correcto en estos tiempos será ver durante el mundial de Rusia a muchos hombres llorar porque les duele el pie, y quizá ésa sea la forma en que hoy se gana el corazón de las mujeres, pues robarles un beso ya no funciona.

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BICHOS Y PARIENTES

El superhombre masa

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os hemos cansado de decir que los candidatos carecen de proyectos. Tampoco la ciudadanía ha propuesto gran cosa. En ocasiones anteriores hubo organizaciones civiles que se encargaron de hacer rondas de preguntas, documentar compromisos, proponer agendas; la democracia era posibilidad, no una posesión sino una inminencia y lo posible jalaba al presente.Ahoraesperamossinproponer nada porque estamos, más que desilusionados, resentidos. Cuando una sociedad sustituye las razones por motivos, los proyectos por reclamos, la responsabilidad propia por la culpa ajena, se ha instalado el resentimiento. “Los niños y las naturalezas serviles tienen la costumbre de disculparse diciendo: ‘¿No han hecho también los demás lo mismo que he hecho yo?’ La comunidad en el mal se convierte ahora en el aparente ‘derecho’ a transformar lo malo en bueno”. Así dice Max Scheler, porque es alemán y filósofo y porque El resentimiento en la moral (1913), además de que parece escrito hoy, busca dar una respuesta y reinterpretación de Nietzsche. En resumen, Scheler se adelanta un siglo a lo que hoy llamamos post– verdad, y le para los caballos al afán nietzscheano de suprimir las nociones de bien y mal en la conciencia del “hombre noble”, como lo llama todavía en La genealogía de la moral, obra que inicia todo este debate contemporáneo sobre el resentimiento: ese veneno que viene del odio, que se transforma en envidia y deseo de venganza, pero no halla cuerpo ajeno en qué inyectarse y termina inoculado en las propias venas del resentido. Los juicios dejan de tener referencia a unos valores objetivos y comienzan los círculos viciosos, transidos de motivos, vacíos de razón.

JULIO HUBARD IMAGEN FRANCISCO FONOLLOSA/ LEEMAGE

Nietzsche decía que hay nobles y hay siervos. La suficiencia del ganador que solamente mira hacia adelante y se valida a sí mismo sin remordimientos le parecía superior a la vida servil, bajo una moralidad de virtudes y pecados rencorosos. Con todo, el profeta Nietzsche también es hijo de su tiempo: mientras los positivistas y los historicistas creyeron que un dualismo imaginario era la realidad misma; que la civilización es la desaparición de la barbarie; que la historia tendría reglas y leyes; que el bien nunca puede ser mal,

él creyó en un sujeto libre de amarras morales, determinado por nada ajeno a sí mismo. “Toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo”, no de los valores, ese invento de esclavos, porque “la mirada que establece valores —ese necesario dirigirse hacia afuera en lugar de volverse hacia sí— forma parte precisamente del resentimiento... Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: busca su opuesto solo para afirmarse a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo”. Si la moral de esclavos, la que cree en

Friedrich Nietzsche, quien con La genealogía de la moral inició el debate contemporáneo sobre el resentimiento.

el bien, el mal y la caridad, es despreciable, la del “noble” (que luego será superhombre o Zaratustra) es masturbatoria y da la espalda a la verdad como hecho exterior al sujeto. En eso tiene razón Scheler. Nietzsche creía en el “hombre noble” como una propuesta imaginaria. Pero de hecho, ese sujeto existe, y lo descubre José Ortega y Gasset en 1930 (La rebelión de las masas). No era el superhombre sino el hombre masa: un verdadero producto de la autonomía, que “encuentra dentro de sí un repertorio de ideas que nunca se ha puesto a pensar, y decide que está completo”. Es “un ser vitalicio y sin poros” que ha desechado la inteligencia y adoptado sus propios motivos, porque son suyos y no dependen de una idea de verdad exterior ni objetiva que, además, echaron a perder los demagogos. Por supuesto, la autonomía de la voluntad en Zaratustra es distinta de la autonomía del burócrata resentido, pero no hay sujeto que no guarde dentro de sí la íntima convicción de ser un noble a quien le ha sido negado su destino. La certeza nietzscheana es el fogón del resentimiento, no su contrario. Nietzsche es emocionante, brillante, revulsivo. No es tanto que se contradiga, cosa que hizo a menudo, sino que no tenía por qué ocuparse de la riada de los mediocres. La ética y la política eran universos separados. Todavía no se asentaba en el mundo la vida política, donde la opinión de todos y cualquiera tenía un peso real, por más que pequeñísimo. Solo en las democracias y repúblicas se entiende la visión de Aristóteles, donde la ética es un recurso interior y personal que, cuando es tocada y entra en contacto con otros, se llama política. Y en las sociedades políticas actuales, votan millones de zaratustras.

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