Laberinto No.796 (15/09/18)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO ESCOLIOS

HOMBRE DE CELULOIDE

ARMANDO GONZÁLEZ TORRES

FERNANDO ZAMORA

Grandes libros

Cuernavaca : el diluvio de la verdad

Foto: Wikipedia

Foto: Pisito Trece Producciones

SÁBADO 15 DE SEPTIEMBRE DE 2018 AÑO 15 - NÚMERO 796

Juan José Arreola (1918-2001)

Eko, Brescia, Garrido, Pliego, Chimal, Peralta, Dabi Xavier, Alanís, De la Colina / FOTOGRAFÍA: ARCHIVO RICARDO SALAZAR/ AHUNAM


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ANTESALA

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ARTES VISUALES

Libros orgánicos MIRIAM MABEL MARTÍNEZ FOTOGRAFÍA MUSEO DE ARTE DE ZAPOPAN

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n 2008, Marianna Dellekamp exhibió por primera vez la Biblioteca de tierra, un proyecto que expandía —y expande— su investigación sobre el proceso creativo, enfocándose en la identidad del objeto. ¿Qué le da individualidad? ¿Qué lo hace ser? Así, con una trayectoria más centrada en la fotografía, esta artista se convierte en la editora de una colección de libros de tierra, que se presenta en el Museo de Arte de Zapopan (MAZ) como parte del programa Biombo, el cual difunde obras que experimenten y expandan el hacer artístico alrededor del formato de libro y del concepto de lectura. Porque esta biblioteca, que ya llega a los 500 ejemplares, es un acto creativo en permanente construcción editado por Dellekamp, pero creado en la colectividad, ya que estos ejemplares únicos son hechos a partir de la tierra o materia orgánica de distintas partes del orbe recolectada por quienes han respondido a las convocatorias difundidas en las redes sociales. Los participantes se convierten en autores y la artista en coleccionista de una biblioteca caprichosa que coquetea con la instalación, con el libro de artista y con la poesía visual, sobre todo, que reflexiona sobre qué representa un librero, cómo se arma, cómo una selección de libros, acomodados —o no— por temas, tamaños, herencias, ideologías… se convierte en un retrato de quien lo va construyendo. Esta propuesta surge como una extensión del trabajo fotográfico que Dellekamp había desarrollado alrededor de la idea del librero como registro de una memoria, que al hacerse tridimensional —y colaborativa— deja de centrarse en el personaje para concentrarse en el objeto, en cómo dialogan los tonos de tierra, en cómo el peso, el volumen, definen su formato y hasta una postura. Lo que el lector-espectador observa son narrativas encapsuladas porque esos gramos encapsulan viajes, historias del sitio, de la intención de quien la guardó, para así integrar un librero con los intereses y visiones de muchos, en el cual se reconfigura el mundo. Al ser “editados”, se borran fronteras geográficas para establecer coincidencias tonales o de textura que provocan otras lecturas. Este proyecto, que empezó hace más de una década, ha crecido en número y se ha presentado en foros editoriales y de arte; busca autores para ampliar esta biblioteca-atlas (cada ejemplar tiene una ficha con coordenadas e imagen del lugar de origen de la tierra) que nos conecta con la fertilidad y la memoria para dar volumen a la inmaterialidad.

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La biblioteca de Marianna Dellekamp.

Cuernavaca. Dirección: Alejandro Andrade. México, 2018.

HOMBRE DE CELULOIDE

El diluvio de la verdad

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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA PISITO TRECE PRODUCCIONES

ste lugar ya no es lo que solía, dice uno de los personajes de Cuernavaca de Alejandro Andrade. Y es verdad: todo ha cambiado, también nuestro cine que, ¿quién lo diría?, mejoró. Porque Cuernavaca no es aún todo lo que prometen los directores que usan el estímulo de Eficine, pero se acerca. Es una historia íntima y poética. Permite asegurar que si Andrade sigue explorando sus temas podría volverse un director de cine de arte; uno de ésos que, nos guste o no, conforman lo que llaman los críticos “cine nacional”. Para ello, claro, tiene que seguir filmando. Esto es lo que habría que promover ahora desde el Eficine. Un seguimiento a quienes entreguen productos notables. Ayudarles a seguir trabajando. Lo mejor de Cuernavaca no es el niño que habla poco. No es la espectacular presencia de Carmen Maura, abuela tóxica en torno a quien gira un universo disfuncional: el padre ausente, los sirvientes sumisos y una mujer con Síndrome de Down. Lo mejor de Cuernavaca no es el diseño sonoro que consigue ponernos en un jardín de Cuernavaca, lleno del ruido de insectos y pájaros y agua. Tampoco el guión que transita en torno a los paradigmas de Oliver Twist y Pinocho. Luego de un accidente, Andy tiene que ir a vivir con

la abuela a su casa en Cuernavaca. Ahí encuentra a un muchacho moreno y fuerte, aventado y asertivo, que tiene algo del Dodger de la novela de Charles Dickens y algo del Gato y el Zorro del cuento de Carlo Collodi. A sus 8 años, Andy comienza a dejarse seducir en el más amplio sentido de la palabra. No solo empieza a beber y a fumar, le entra también al complot para asaltar una casa y, a juzgar por la imagen de la despedida, empieza también a tener sueños en los que un muchacho que simboliza a Cuernavaca (con toda su violencia y su belleza indígena) lo abraza mientras riega un jardín. Sugestivo. Pero por más que la película le hubiera gustado a Pasolini, la seducción es platónica. Porque el guión tampoco quiere escandalizar o pontificar y no sigue el aburrido esquema de tres actos que vuelve tan predecible al cine de Hollywood; está abierto y uno tiene que interpretar. Eso sí, el espectador puede interesarse todo el tiempo. Pero el guión no es lo mejor de Cuernavaca. Tampoco la

El guión no quiere escandalizar o pontificar y no sigue el aburrido esquema de tres actos

producción de Ariel Gordon, promesa que en 1997, cuando en México no existía el Eficine, se abrió paso en la burocracia del Imcine para filmar el cortometraje Adiós, mamá. Parece que este corto que le abrió las puertas al cine le permitió encontrar su vocación y, a juzgar por Cuernavaca, Gordon halló que lo suyo era la producción, que tampoco es lo mejor de la película. Lo realmente extraordinario en Cuernavaca es que todos los creativos en torno al director han conseguido transmitir la inquietante sensación de que los adultos mienten. Uno tiene 8 o 9 años y ha llegado a la edad en que comienza a investigar la verdad. Se encuentra demasiado pequeño para aceptar que no existen los súper héroes y demasiado grande para aceptar que nadie dice la verdad. El trayecto de Andy va más allá del propuesto por Campbell en 1949 y que se ha convertido en paradigma de todo el cine comercial. El accidente de Andy es como un diluvio que está a punto de ahogarlo en la depresión, que lo lanza a los infiernos de la casa de su abuela y le enseña algo: no hay peor mentiroso que el que se miente a sí mismo. En ello estriba lo hermoso de la escena final. Andy puede llorar y puede consolar a su padre porque ha comenzado a aceptar la verdad sobre sí mismo.

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ESCOLIOS

POESÍA

La tierra LUCÍA RIVADENEYRA

Nunca antes de septiembre, de mil novecientos ochenta y cinco, había soñado que yo temblaba de miedo, al escuchar el movimiento de la tierra; pero germina el ruido y angustia causa en el profundo sueño.

Es, en la memoria, un reloj perdido, cuya única alarma es el misterio del tiempo, al no saber cuánto podría durarle a la tierra la voluptuosidad de su capricho el acomodo intenso de sus capas.

Surge así el escándalo de puertas, ventanas y paredes, las plegarias a gritos de mi madre, el ruido del pavor en los ojos de infancia de mi hermana.

Quizá por eso, algunas veces sueño que la tierra no es firme. Despierto con el miedo en taquicardia.

Sí, el ruido gris de la casa entera. Un ruido grave, de impudicia sorda. Mientras tiembla, en el sueño, el pánico renace al revivir un movimiento que partió en dos a miles de personas.

Tardo en comprender que la realidad, de pronto es sueño y aunque sea en sueños, desde mil novecientos ochenta y cinco, sé que la tierra, de vez en cuando, aterra.

Este poema, que evoca el sismo del 19 de septiembre de 1985, forma parte de un libro en preparación. EX LIBRIS

El Rinoceronte. Confabulario/ EKO

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Grandes libros ARMANDO GONZÁLEZ TORRES

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@Sobreperdonar

he Great Books, esa llamativa colección de 54 volúmenes que a decir de sus promotores reúne algunos de los libros más importantes para la humanidad, constituye una de las empresas intelectuales más fascinantes de la era moderna y merece analizarse como propuesta cultural, experimento pedagógico y éxito mercadotécnico. En su artículo “The War of the Great Books”, Benjamin Mcarthur dice que la gestación de esta aventura se remonta a los años veinte, cuando un profesor de Columbia, John Erskine, dedicó su clase a leer un clásico por semana y, en ella, coincidieron los futuros artífices del proyecto, Robert Hutchins y Mortison Adler. En los años treinta, como presidente de la Universidad de Chicago, Hutchins, buscando contrapesar la excesiva especialización con una sólida cultura general, implementó una clase sobre los grandes libros que pronto se propagó a otras universidades. Pero, sobre todo, el movimiento de los grandes libros salió a la calle y se convirtió en una socorrida forma de entretenimiento y socialización. Los grupos de lectura se multiplicaron y hacia el final de la Segunda Guerra se contaban por miles en cientos de ciudades norteamericanas. En 1947 se estableció la Great Books Foundation con el propósito de encauzar esta eclosión, entrenando animadores (buenos lectores, pero también escuchas que, más que acaparar el micrófono, supieran plantear preguntas) y buscando impulsar ediciones baratas de clásicos. Esto condujo a la fase más ambiciosa: la edición de los Great Books, que seleccionó un centenar de las obras más importantes de Occidente, de acuerdo a su mérito literario, originalidad y significación histórica. Para evitar introducciones y notas a cada libro, Adler emprendió el formidable “Syntopticon” que conectaría el conjunto de libros alrededor de ciertas ideas clave que han sido recurrentes en la discusión intelectual desde la antigüedad. Después de numerosas peripecias financieras, la colección apareció en 1952. Mucho se criticó a los grandes libros por su supuesto etnocentrismo, por su sello patricio o por su vínculo con el nuevo papel de Estados Unidos en la Guerra Fría; sin embargo, detrás de ellos hay un auténtico entusiasmo lector, un anhelo de comunidad alrededor de la charla ilustrada y un intento de repensar los fundamentos de las sociedades libres. Hoy, la noción de grandes libros está amenazada tanto por los apresurados que solo leen síntesis, como por los rencorosos que encuentran en la excelencia un sinónimo de exclusión. Porque la idea de un canon es sometida por las llamadas “escuelas del resentimiento” a un asambleísmo que implica portazos para dejar pasar a sus huestes. Pese a la polémica que suscita, la noción de los grandes libros, y por ende de una unidad y continuidad de los saberes y las artes, constituye una hipótesis estimulante que da sabor y sentido a la actividad de leer; que, al abrir un libro, hace sentir al lector parte de una vieja y extendida conversación.

La noción de grandes libros está amenazada por los apresurados que solo leen síntesis

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100 AÑOS

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El 21 de septiembre celebramos 100 años del nacimiento del escritor jalisciense, dueño de un estilo cautivador. Ocho miradas exploran sus mundos

Juan José Arreola

El calamar opta siempre por su tinta

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PABLO BRESCIA FOTOGRAFÍA ARCHIVO RICARDO SALAZAR/ AHUNAM

n una entrevista de 1970, Arreola le dice a Mauricio de la Selva: “Yo he sido como el calamar; no me acuerdo si ya dije esto alguna vez: que [el calamar] se oculta en esa mancha de tinta, ¿no? Yo siempre me escondo tras una muralla de palabras”. De todos los animales de un posible bestiario, Arreola elige uno que no está en su libro: el calamar. La imagen (y esta actitud) del calamar-escritor que se oculta tras la tinta-palabra es lo que quisiera compartir con los lectores a 100 años de su nacimiento. La ubicación de Parturient montes en los libros de Arreola es fundamental ya que abre casi siempre los confabularios; inicia la edición del Fondo de Cultura Económica de 1955, la de las Obras de Joaquín Mortiz, de 1971, y el Confabulario personal de 1980. La historia, derivada del nascetur ridiculus mus del Ad pisones de Horacio, deja como enseñanza la máxima: “Lo que promete mucho resulta poco”. El narrador, un artista callejero, revive la historia del parto de los montes y hace aparecer un ratón debajo de

su axila. La experiencia del acontecimiento es vista en el relato desde múltiples ángulos: la capacidad de seducción del narrador (“nadie se quedó contento: todos quisieron oírla de mis labios”); las demandas del público (“cerrándome el paso en todas direcciones, me pidieron a gritos el cuento”); la experiencia de la creación (“el estupor y la vergüenza ahogan mis palabras”, “el fracaso es tan real y evidente”, “y el milagro se produce”, “levanto el brazo y extiendo la palma triunfal”); el escrutinio de los espectadores (“dudan, se alzan de hombros y menean la cabeza”); la desesperación, el egoísmo y la vanidad del creador al regalar el ratón a la mujer que se le acerca (“halagado a más no poder, yo se lo dedico inmediatamente, y mi confusión no tiene límites cuando se lo guarda amorosa en su seno”); el misterio del final (“nadie sabe allí lo que significa un ratón”). Arreola le explica a Héctor de Mauleón en 1997: “—Ocurrió [la decisión de no seguir escribiendo] mientras reescribía un cuento, un texto breve que recomiendo leer. Un amigo lo leyó, el primero, y me dijo: ‘Juan José, esto es tu testamento. Aquí estás tú, acabando

Arreola piensa que la literatura ha perdido su condición de Arte, de trabajo artesanal y acabado a mano

contigo mismo’. Efectivamente, después de ese cuento lo que he escrito no me importa como antes. “—¿De qué cuento se trata? “—El cuento se llama ‘Parturient montes’ y es una metáfora clarísima de que el arte es imposible realmente. Yo dejé de escribir por varias razones. La primera, la incapacidad de hacer algo interesante. Se puede escribir para los demás, pero a mí me interesa escribir lo que verdaderamente no sé adónde me va a llevar”. ••• Las búsquedas literarias de Arreola, centradas en experiencias artísticas muchas veces inenarrables, lo llevan finalmente a desestimar la idea de contar una historia. En 1982, en una entrevista con Ethel Krauze, hace explícito el problema: “Digamos que lo que a la gente le importa más es que le cuenten cuentos, y a mí me importaba mucho la manera de contarlos”. Ese cómo de la escritura se une a la pasión por la forma de Arreola para definir, y extinguir tal vez, su obra. Y es que de alguna manera Arreola, luego de La feria, ya no escribe (está el Inventario, están los micro relatos, pero ya ha dejado atrás lo mejor de sí). Más bien, se dedica a caminar en sus huellas, haciéndolas cada vez más breves, paradójicamente imperceptibles pero definitivas.

Esta derivación lleva a Arreola a la alienación y el silencio en la escritura. En el postfacio que hace a la edición de Ezra Pound indica: “Yo mismo no escribo, llegué a la abstención total, porque acabé también por decir: toda literatura es baldía como tierra gastada, pero podemos recuperar algunas porciones si las habitamos realmente con el espíritu, a pesar de la erosión permanente del lenguaje”. Como escritor, como lector, me pregunto: ¿cómo se llega a la abstención total? Por un lado, Arreola piensa que la literatura ha perdido su condición de Arte, de trabajo artesanal y acabado a mano, en aras de la producción en serie. Por eso cree que el éxito no puede ser la vara para medir al escritor y le dice a Mauricio de la Selva: “Nada considero yo más peligroso para la actividad de un escritor que el éxito... Desde que la publicidad está al servicio de la literatura, la literatura es negocio para editores, para escritores, para libreros”. En una versión de “De memoria y olvido”, que introduce sus Cuentos publicados en La Habana en 1969, ironiza y reflexiona: “De hoy en adelante me propongo ser un escritor asequible, y no solo por el bajo precio que ahora tengo en el mercado, sino por el profundo cambio que se opera en mi


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espíritu y en mi voluntad estilística... La única novedad que ofrezco a mis lectores, además de este prólogo, es la pequeña serie de textos que aparecen en seguida. En ellos se consuma toda una etapa de mi vida y de mi obra, iniciada en las primeras piezas de Prosodia y del Bestiario. Así es que el libro empieza con lo que en mí acaba: un afán de perfección al servicio del resentimiento”. “Un afán de perfección al servicio del resentimiento”. ¿Habrá una crónica más acomplejada de la relación con la propia obra que ésta de Arreola? En el entrañable diálogo Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola

(1920-1947) contada a Fernando del Paso (1994) habla de él y de Rulfo. “Lo que tuvimos de excepcionales Juan Rulfo y yo descansó en nuestra propia actitud, en cierta forma de considerar la literatura con respeto y como un quehacer personal en el que nadie nos pudo ‘arrempujar’ ni provocar. Respecto a por qué no escribimos más los dos, volvería a la honradez de José Gorostiza: ¿vale la pena realmente escribir algo que no supere lo ya hecho y solo agregue cantidad?. . . Aquí ya sería una situación de carácter casi personal, el escribir poco o el escribir mucho. Lo que importa es escribir de manera excepcional”.

••• Cuando, supuestamente, hay que escribir más, Arreola escribe cada vez menos. Y así siente que representa la concepción del texto literario único e irreproducible. Por eso, cree que está de más en la literatura, como le dice a Krauze: “Pertenezco en ese sentido —y lo digo con mucha alegría— al pasado. He llegado a creer que en mí se consuman toda una serie de procedimientos que ya no son válidos en el mundo presente”. Pero también hay otra historia; le dice a Emmanuel Carballo en Los narradores ante el público: “En algunos momentos de extravío y arrebato he entrevisto la posibilidad de ser

En la década de 1950, ya en la Ciudad de México.

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realmente un escritor, y me ha dado miedo. Miedo de acceder al misterio, de igualar la grandeza ajena”. No contar. No ser un gran escritor, pero vivir con esa culpa. ¿Qué quería Arreola?: Lo explica en Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso: “Lo que yo quiero hacer es lo que hace cierto tipo de artistas: fijar mi percepción, mi más humilde y profunda percepción del mundo externo, de los demás y de mí mismo”. El calamar fija su percepción de la belleza, opta por su tinta y se oculta tras la palabra. Queda en nosotros, sus lectores, ir a descubrirlo.

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100 AÑOS

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A través de la zarza ard

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FELIPE GARRIDO FOTOGRAFÍA ARCHIVO RICARDO SALAZAR/ AHUNAM

a mañana era tan luminosa que dolía —y eso no era lo más doloroso—. Había llovido; la habitación, en la planta alta, olía a nardos y a humedad. Pocos libros en un mueble curiosamente pequeño; bugambilias y jacarandas esfumadas por una cortina de gasa. Claudia en la puerta y, a los lados de la cama —alta, desnuda, de hospital—, Elsa Cross, José Luis Martínez y yo. Entre almohadas, una carita rubicunda de niño bien peinado, bien comido, bien portado, extrañamente desdentado. —Es José Luis, papá; es Elsa, es Felipe —decía su hija. Juan José no podía hablar. Llevaba meses enfermo. Fue la segunda, y la última, vez que lo vi durante esa paradójica condena que lo privó de la palabra —que era su vida— tres años antes de morir. Esa mañana mi admirado y querido y tantas veces leído y escuchado Juan José no podía reconocer a nadie —aunque Elsa creyó que había intentado llamarla—. En todo caso, no a José Luis ni a mí. Que Arreola no supiera quién era yo estaba bien. Que no se diera cuenta de que allí estaba José Luis Martínez me dolía: se conocieron cuando tenían cuatro años, en Zapotlán el Grande, y ahora se encontraban allí, en Zapopan, toda la vida después: Arreola tal vez sin conciencia de lo que pasaba, Martínez tan consternado que no tocó a su amigo. Yo tomé la mano izquierda de Juan José mientras él volvía la cabeza a uno y otro lado y no dejaba quieta la mirada y temblaba. Es posible que José Luis no quisiera sentir el frío de sus huesos, pues aprovechó el momento para decir que nos esperaba abajo —y Elsa tuvo la elegancia de acompañarlo. Claudia arropó a su padre como a una criatura, dejándole los brazos de fuera, y siguió hablando: “En la mañana le estuve leyendo”, me dijo. “Anda, papá, dile a Felipe algo de Carlos”. Algo se le acomodó a Juan José por dentro. Su boca sin dientes comenzó a farfullar —si yo no hubiera conocido el poema no habría sabido qué decía—: “Hermano Sol, cuando te plazca, vamos/ a colocar la tarde donde quieras”, sin parar, barboteando las palabras, “y las hormigas, de tu luz raseras,/ moverán prodigiosos miligramos”, que nos traían a la memoria su cuento, hasta llegar al verso final: “Con las manos/ encendimos la estrella y como hermanos/ caminamos detrás de un hondo muro”. Lo recuerdo ahora que vamos acercándonos a un nuevo 3 de diciembre, el

día en que, en 2001, Juan José terminó de morir. Lo recuerdo aquel día, con los ojos terriblemente abiertos, diciendo con las puras encías, palabra por palabra, la oración de Pellicer al hermano Sol. Las voces se empalman: Arreola repite versos que llevó puestos toda la vida; sin perder el perfil maya, Pellicer ora desde su cristianismo radical; de pronto yo tomo conciencia de que estoy repitiendo esas mismas palabras. Claudia suma su voz a las nuestras. Es una ceremonia. Nuestro coro le devuelve a esos versos su aliento milenario. Arreola nació en Zapotlán el Grande el 21 de septiembre de 1918. Cursó la primaria, hasta cuarto, con maestros —los Aceves, padre e hijo— que siguieron tres caminos para contagiarle el amor por la literatura: ponerlo a leer, a redactar composiciones y a memorizar versos. Dice Fernando del Paso que en Memoria y olvido Arreola le hizo poner que antes de entrar en la escuela, cuando tenía tres años, un día acompañó a uno de sus hermanos, y memorizó allí “El Cristo de Temaca”, de Alfredo R. Placencia. Lo aprendió sin entenderlo, como se aprende una canción que nos gusta y no está en español, escuchando a unos muchachos que estaban repitiéndolo en algún salón. Ya no fue el mismo. Se sintió deslumbrado por aquel lenguaje distinto al que oía en la calle. Al volver a su casa se subió a una silla y comenzó a recitarlo. Había nacido el actor, enfermo de amor por las palabras. El mismo al que, muchos años después, en Zapopan, acompañé cuando comenzaba a agonizar cobijado por las palabras de su amigo Pellicer. El niño que repetía los versos de Placencia era el viejo que imploraba la compañía del Sol para acomodar la tarde en una esquina del campo. Desde niño, ese viejo se había pasado la vida llenándose de palabras de otros y de palabras suyas. A los once o doce años, Arreola empezó a representar obras de teatro y a recitar. Una de sus tías declamaba en público, y un día comenzó a delegar en su sobrino la tarea de ir a las veladas culturales, a las fiestas civiles y religiosas. Cuando tenía 15 años, pasó dos en Guadalajara, donde compró por primera vez un libro, Gog, de Giovanni Papini, una de sus influencias poderosas. En 1936, regresó a Zapotlán el Grande y por un tiempo trabajó como dependiente en tiendas de abarrotes y de ropa, papelerías, molinos de café, chocolaterías. Tras el mostrador

Arreola se mudó a México donde ingresó al Fondo de Cultura Económica, para trabajar

El alumno de Fernando Wagner en una función de teatro.


diendo

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comenzó a escribir, en papel de envoltura, versos, nombres extraños y sus primeros “gérmenes imaginativos”. A fines de ese año vendió en 18 pesos una máquina de escribir que le había regalado su padre, y en 13 una escopeta que había adquirido por su cuenta. Compró un boleto a México, y en la capital comenzó a tratar a escritores como Usigli, y Villaurrutia, y a otros que eran de su edad, como José Luis Martínez y Alí Chumacero. Su primer maestro de teatro, el que le enseñó a decir versos y a leer en voz alta, fue Fernando Wagner. A principios de 1940, Arreola sufrió un descalabro económico y una frustración sentimental: volvió a Zapotlán. Trabajó como maestro de secundaria y se dedicó a leer. Escribió su primer cuento, “Sueño de Navidad”, que se publicó en El Vigía, la Navidad de ese año. Tres más tarde, en Guadalajara, en el primer número de Eos —julio de 1943—, una revista editada por Arturo Rivas Sáinz y por Arreola, publicó su primera obra maestra: “Hizo el bien mientras vivió”. Además, en tres de los cuatro números de Eos, Arreola reseñó El gesticulador de Rodolfo Usigli, El luto humano, de José Revueltas, y publicó unas décimas. En 1944 Arreola viajó a París, con el patrocinio del actor Louis Jouvet, a quien había conocido en Guadalajara, para estudiar arte dramático. A su regreso fundó con Antonio Alatorre otra revista tapatía, Pan: siete números, de junio de 1945 a enero-febrero de 1946. En el primero, Arreola publicó dos “Fragmentos de una novela” que no terminó nunca; en el 3, “El converso”, y en el 6 un “Soneto” y la “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”. Arreola se mudó a México donde ingresó, por mediación de Alatorre, al Fondo de Cultura Económica, para trabajar, y a El Colegio de México, para estudiar Filología. En esa ciudad volvió a las tareas editoriales: fundó y dirigió la colección Los Presentes, editó Libros y Cuadernos del Unicornio, la revista Mester y las ediciones del mismo nombre. Asimismo, emprendió el rescate de La Casa del Lago, en Chapultepec; con Héctor Mendoza dirigió Poesía en Voz Alta, un movimiento teatral; formó en su casa un taller literario por el que pasaron Vicente Leñero, José de la Colina, José Emilio Pacheco, Fernando del Paso, Tita Valencia, José Agustín, René Avilés Fabila, Alejandro Aura... Un día, Arreola dejó la escritura, pero nolapalabra.Supresenciaennumerosos foros y en la televisión es una nota peculiar de la cultura mexicana —fragmentos tomados de sus charlas fueron convertidos en libros por escuchas atentos y devotos, como Jorge Arturo Ojeda, a quien debemos Y ahora, la mujer... y La palabra educación—, donde Arreola confiesa: “No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana; en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiendo”.

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A FUEGO LENTO

El maestro en trance ROBERTO PLIEGO

robertopliego61@gmail.com FOTOGRAFÍA FOTOTECA MILENIO

El autor de La feria, el 20 de febrero de 1976.

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orría el año 1984 —quizá 1985—. A las tres de la tarde de un lunes o un martes o un miércoles, vestido con traje oscuro y una capa también oscura que parecía prestarle alas a su figura, Juan José Arreola cruzaba el “aeropuerto” de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y avanzaba con paso lento hacia su clase, algo así como “Introducción a la poesía francesa”. Ya era una presencia inconcebible en las pantallas de televisión, adonde había caído para hablar de la belleza femenina, los libros que seguían interesándole y hasta el futbol. Yo asistía a esa clase, junto a otros 25 alumnos, casi todos espontáneos que no cursaban la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas. Decir “Introducción a la poesía francesa” significaba unos cuantos nombres balsámicos: Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Apollinaire, a lo mejor Éluard. Sin dejar su capa, Juan José Arreola iniciaba la ceremonia —no era otra cosa, no era un seminario ni un taller ni una cátedra— recitando de memoria un poema de estos autores a quienes idolatraba… y lo hacía, por supuesto, en francés. Cerraba los ojos, gesticulaba, recorría el tramo del escritorio a la puerta del salón dando pequeños saltitos y, una vez concluida la tarea, se refugiaba en un transparente silencio. Dos cosas provocaban un ambiente de recogimiento: nadie entendía una palabra de francés pero no había uno solo entre nosotros que no fuera sacudido por la sonoridad, por la música que producían los versos. De esta manera, escuchábamos: “Vienne la nuit sonne l’heure/ Les jours s’en vont je demeure/ L’amour s’en va comme cette eau courante/ L’amour s’en va/ Comme la vie est lente/ Et comme l’Espérance est violente/ Vienne la nuit sonne l’heure/Les jours s’en vont je demeure”. Y entonces, recuperado del silencio, Arreola volvía a recitar los versos para hacernos sentir el paso de las aguas bajo el puente Mirabeau, y en verdad escuchábamos y en verdad la corriente se alejaba y retornaba. ¿Importa decir que Arreola no seguía un plan de estudios? Un día nos encontrábamos con el paso torpe del albatros en tierra al que Baudelaire atribuía los dones del poeta y al otro día aprendíamos algunos secretos del vino y en otro más éramos sorprendidos con las estrambóticas diferencias entre las civilizaciones europeas y las mesoamericanas. Todo desvarío, sin embargo, conducía sin atajos a la poesía. Como Onetti, como Borges, Juan José Arreola llevó a la prosa de ficción la efusión musical y la abundancia retórica de la poesía. Supo, al igual que Marcel Proust, que la poesía expande y eleva el lenguaje del relato. Creo, por eso, que sus piezas más celebradas —la mayoría de las veces las más fieles a la brevedad— deberían leerse en voz alta, con un ritmo semejante al de un trance armónico.

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100 AÑOS

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Lo que me dijo Arreola

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ALBERTO CHIMAL FOTOGRAFÍA ARCHIVO RICARDO SALAZAR/ AHUNAM

a que está usted leyendo estas palabras, debo decir que… Juan José Arreola nunca me dijo nada. No tengo anécdotas de ese tipo con él. Ni con nadie. Vi de lejos la espalda de Carlos Fuentes, cubierta por la tela de un fino traje, en una FIL de Guadalajara. Estuve en la casa en la que murió Octavio Paz, pero un año después, tomando un curso. Fui a una reunión al departamento de una amiga que se tomó una foto con Roberto Bolaño. Así son mis contactos con la celebridad. Ni cuando están cerca me

he animado a acercarme, y eso que vivimos en la época en que todo, incluyendo la escritura, tiene que ser una selfie, y contagiarse de la fama ajena si la propia no se le da. El mismo Arreola, hombre de otro siglo, se habría sorprendido de semejante timidez u hosquedad: él, que habló lo mismo con Thalía que con Borges, y que abrumó a los dos de diferentes formas con su elocuencia, la velocidad y precisión de su habla, su erudición. O tal vez no se habría sorprendido. Su postura ante la notoriedad —la suya y la de otros— parece haber sido complicada. Según Saúl Yurkiévich, Arreola tenía a su prestigio de escritor como “la menor de sus virtudes” y le gustaba más bien “soñarse hipersexuado, infalible seductor, instalado en un paraíso sensual”. Si

lo fue, queda poco de ello en su recuerdo colectivo, pero él mismo ya había anticipado el desgaste de la celebridad. Su “Monólogo del insumiso”, homenaje al poeta suicida Manuel Acuña, atribuye la decisión final de su protagonista a que entiende la caducidad inevitable de su literatura y de su propia persona: “[Ya] veo al joven crítico”, lo hace lamentarse, “que me dice con su acostumbrada elegancia: ‘Usted, querido señor, un poco más atrás, si no le es molesto. Allí, entre los representantes de nuestro romanticismo’ ”. ¿Cuánta gente se acuerda hoy de Acuña?

No hay que olvidar que la relación más constante de Arreola con la fama es intertextual

Este texto, por otra parte, no es el típico golpe bajo del sucesor vivo al maestro muerto, que busca reducirlo o humillarlo cuando ya no puede defenderse, porque comunica la frustración de quien se reconoce transitorio, destinado al olvido de cualquier forma, antes o después de la muerte. Y otros textos de Arreola muestran, más que la avidez por el reconocimiento que sería la norma actual, el desconcierto y la distancia irónica ante los que figuran y mandan. En su obra La hora de todos, el perverso Harrison Fish recibe su castigo por su crueldad y avaricia, pero también por su vanidad, que es desmontada minuciosamente a lo largo de la pieza. Lo mismo sucede en su cuento “El rinoceronte”,


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MERDE!

Con Juan Rulfo. La amistad entre ellos se intensificó en los meses anteriores a que Arreola se instalara en París.

y en “In memoriam”, junto con una burla picante del matrimonio, está el retrato del antropólogo Büssenhausen, convertido en hazmerreír de su profesión porque sus serios tratados se perciben como pornografía (o como autoficción, podríamos decir ahora). No hay que olvidar que la relación más constante de Arreola con la fama es intertextual: las incontables referencias que se encuentran en su obra, y que reducen a los figurones de otras épocas, sin decirlo de manera explícita, a su huella más humilde. Los signos en la página pueden revivir más veces que las personas y aun así también acaban en la nada, como las cartas que se escriben para que Dios las lea. Ya que está usted leyendo estas palabras, puedo decir que, después de todo, sí tengo una anécdota con Arreola. Lo vi de lejos, cuando era niño. Había salido a pasear a un parque cerca de mi casa. En el parque había un cerro, tendido en el cerro un camino espiral, y en uno de los altos del camino una pequeña plaza con suelo de piedra, una banca de metal y un reloj de sol. Ese día, ante el reloj de sol estaba un tipo raro, vestido todo de negro, con capa y sombrero de ala ancha, hablando a un grupo grande provisto de cámaras, luces y equipo eléctrico. No me vio. Lo escuché perorar (no conocía ese verbo entonces) de algo que no entendí del todo: el tiempo, los astros. Regresé a mi casa y saqué del librero familiar un libro que me había llamado la atención semanas antes: mi Confabulario, una de las ediciones de cuentos de Arreola, publicado por Promexa, con prólogo de Sara Poot. No asocié de inmediato a la persona con sus textos porque aún no lo veía en la televisión. En alguno de sus programas hablaría de mi parque y mi reloj de sol. Esa tarde, encontré en el libro su declaración definitiva sobre la fama: está en “Interview”, uno de sus cuentos más enigmáticos, en el que un poeta explica a un periodista un vago plan para escribir sobre una ballena, o una mujer, o la madre universal, o la nada y la muerte. Entonces tampoco entendí del todo. Pero la imagen final del cuento puede leerse como una de asombro ante lo milagroso, lo absurdo, lo misterioso de la fama, que pasa siempre a través del lenguaje. Se llega a ella cuando el poeta se niega a proporcionar una foto suya para el periódico. “Prefiero dar a usted”, dice, “una vista panorámica de la ballena. Allí estamos todos. Con un poco de cuidado se me puede distinguir muy bien —no recuerdo exactamente dónde— envuelto en un pequeño resplandor”.

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Aquel grupo emblemático BRAULIO PERALTA juanamoza@gmail.com

D

ecir lo de siempre: el teatro es creación colectiva. Para añadir que Poesía en Voz Alta fue, esencialmente, una cofradía de creadores que se sumaron a un proyecto que, desde 1956, con su primer programa hizo historia en la escena nacional, hasta 1963. Juan José Arreola fue el primero que impulsó el proyecto, junto con el secretario general de la UNAM, Efrén del Pozo, y Jaime García Terrés. Para la UNAM fue un fracaso económico, sí, pero un éxito artístico. Ninguno de los citados era director de teatro. Se invitó a Héctor Mendoza, que a su vez llevó a Juan José Gurrola y Nancy Cárdenas. Mendoza prescindió de invitar a “estrellas” del teatro. Fueron

estudiantes los primeros actores del hoy grupo emblemático. Tara Parra y Rosenda Monteros fueron las actrices elegidas, entre otros. Junto con ellas llegó el pintor Juan Soriano para las escenografías. Arreola solo quería recitar poesía. Mendoza quería un movimiento teatral, y eso se logra con experimentación al margen del teatro comercial. Todo iba bien hasta que llegó Octavio Paz que incluyó en el grupo al movimiento poético surrealista. Paz llegó acompañado de la pintora Leonora Carrington. A Paz le parecía “académico” y “aburrido” recitar poesía. Mendoza lo apoyó. “¡Qué es el teatro si no la encarnación de las palabras en nuestros cuerpos!” Obvio, Mendoza, de acuerdo.

Lo que siguió ya se sabe y si no lean el libro de Roni Unger, Poesía en Voz Alta, que desgrana los éxitos y fracasos del grupo, el más grande en la historia del siglo XX para el teatro nacional. Ya sin Mendoza, Arreola y Paz, Poesía en Voz Alta trascendió como grupo hasta 1963. Pero lo que todo mundo recuerda son los dos primeros programas donde Arreola, Mendoza y Paz —con esa idea de creación colectiva— lograron que el teatro encontrara nuevos derroteros.

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POSDATA: despedirse de esta columna con creadores como Mendoza y Paz — maestros de vida— es un regalo. Gracias a los amigos de Laberinto que me cobijaron para ejercer el oficio de crítico teatral. A otra cosa, mariposa…

Un paseo por el zoológico

P

unta de plata. Bestiario es la conjunción de dos grandes artistas: el dibujante Héctor Xavier y el escritor Juan José Arreola. Bajo el sello de Joaquín Mortiz, se publica una edición conmemorativa por los 100 años del escritor y los 60 años de la realización de los dibujos. En conversación, al referirse al dibujante, Miriam Kaiser da cuenta de cómo se originó esta idea: “En la búsqueda por saber y conocer más, de experimentar con otros temas, siempre buscando un nuevo derrotero, Héctor Xavier se encontró con los animales del zoológico. Se puso el reto, por un lado, de hacerlos en punta de plata —que no admite borrar por la preparación del papel ni enmenda-

DABI XAVIER DIBUJO HÉCTOR XAVIER

duras ni correcciones— y, por otro, captar a los animales que no estén en movimiento. Cuando le solicitaron a Juan José Arreola un libro para Difusión Cultural de la UNAM, recordó que Héctor Xavier lo había invitado al Zoológico de Chapultepec; entonces decidieron que escribiría los textos alusivos a los animales, y así se concibió el libro Punta de plata. Durante todo un año, Héctor Xavier estuvo yendo casi diario a dibujar y Juan José Arreola acudía con cierta frecuencia”. Así lo testificó la China Mendoza: “estoy viendo a Héctor Xavier dentro de las jaulas, junto a las alambradas que había entonces, viendo al animal y al espectador, Juan José Arreola, dictando —porque él dictaba lo que le venía en

gana— lo que veía. Héctor dibujando, pero como endemoniado, observando a esos rinocerontes. Ambos describían, se comunicaban […], cómo lograban los dos capturar esa realidad de las pieles, de los olores del animal, de los mugidos, de sus miradas tristísimas”. Con los 24 dibujos de Héctor Xavier y los 18 textos de Juan José Arreola, Punta de plata se publicó por primera vez en la Imprenta Universitaria en 1959. En 1993, se hizo una edición facsimilar. En 1996, Bestiario formó parte de la colección Alianza Cien. Hoy celebramos la maestría de dos artistas, incluyendo el texto “Amanuense de Arreola” del maestro José Emilio Pacheco, en la edición impresa y e-book bajo el sello de Joaquín Mortiz.

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100 AÑOS

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De capa y espada ARMANDO ALANÍS FOTOGRAFÍA ARCHIVO RICARDO SALAZAR/ AHUNAM

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legan ustedes muy tarde a mi vida —dijo. Arreola estaba sentado detrás del escritorio, sobre el que había algunos libros y papeles. Vestía traje café. Sobre el saco, una capa negra. En la cabeza, un sombrero afelpado de copa alta, negro. Sus ojos inquisitivos nos miraban como nos habían mirado hacía un rato por el ventanillo de la puerta principal, antes de permitirnos pasar. El estudio estaba a la derecha de la puerta, separado de la casa por un largo pasillo. Era octubre de 1987. Hacía algo de frío. Arreola se quejó de que con el frío le dolían los huesos. Se sentía cansado, viejo. —Se ve usted muy bien —replicó Susana desde su silla—. Muy joven, muy guapo. Fueron las palabras mágicas. El de Zapotlán sonrió, vanidoso, y se dispuso a platicar con nosotros sin preocuparse ya ni por la edad ni por el clima ni por el reloj. Era otra vez el mismo de siempre: ese escritor ingenioso y locuaz que participaba en programas de televisión, tanto culturales como deportivos, hablando sin parar de un tema y otro como un prestidigitador de la palabra; “un entusiasta”, según lo definió alguien que lo conoció cuando era realmente joven y se fue a vivir a la Ciudad de México donde, entre otros oficios, vendería zapatos de casa en casa. Por entonces, yo vivía en Saltillo. Había escrito algunos cuentos, publicados en revistas y suplementos, pero no tenía ningún libro. Como había estado en talleres literarios mientras estudiaba la carrera en la Ciudad de México, me invitaron a participar en las mesas de lectura Los escritores por adelantado, organizadas por la Dirección de Literatura en la cafetería del Palacio de Bellas Artes. Un día antes de mi participación, Susana y

yo llegamos a la capital en tren y nos hospedamos en el Hotel del Ángel, cerca del monumento a la Independencia y a unas cuadras de la casa de Arreola. Su teléfono nos lo había proporcionado Herminio Martínez. Desde Saltillo, llamé un par de veces a Arreola, y hasta me animé a enviarle por correo algunos cuentos de mi autoría. Ya en el Hotel del Ángel, volví a llamarle y dijo que podía recibirnos esa misma tarde, a las cuatro. Se atravesaba por un momento político de cambio de estafeta. A principios de ese mismo mes había sido destapado Carlos Salinas de Gortari como candidato del PRI a la presidencia. Pero en un principio se pensó que el elegido era Sergio García Ramírez. Arreola dijo que él hubiera preferido a García Ramírez, y en seguida confío en voz baja, como para que no oyera nadie más: —Me acaban de dar un hueso muy bueno. Del intercambio de opiniones sobre el reciente destape pasamos a hablar de literatura. Nos contó que escribía un libro sobre López Velarde. Debía entregarlo pronto. —Estoy peor que un esclavo de las galeras. Desconfiaba de casi toda la literatura contemporánea. Citó a Italo Calvino: “¡Qué nombre tan raro!”, ironizó. Mencionó a los narradores latinoamericanos del boom. —Tanto García Márquez como Vargas Llosa saben a qué distancia están con respecto a Rulfo. Lo que ellos hacen son como reportajes gigantes, escritos, eso sí, con mucha habilidad. Y Gabo es mi amigo. Pero yo hablo muy mal de mis amigos. Detestaba a Fuentes. —¡Un año de mi vida corrigiendo a Fuentes! —se quejó, golpeándose repetidas veces la frente con el puño cerrado. Supuse que se refería al paso de Fuentes por el Centro Mexicano de Escritores. Siguió despotricando contra el autor de La región más transparente : —De toda su obra se salvan, cuando mucho, dos cuentos. Aquel que se titula “Chac Mool”…

En una feria del libro en la Ciudadela.

—Y “Las dos Elenas” —intervine. —Tendría que pensarlo. Le pregunté qué le parecía Aura, y contestó que estaba demasiado calcada de Los papeles de Aspern, de Henry James. Vi que en una mesita había un tablero de ajedrez. —Yo también juego ajedrez —comenté, cambiando de tema. —Mis amigos que juegan ajedrez son doblemente mis amigos —dijo Arreola.

Confabulario le dijo a Nacho que los escritores pueden dividirse en dos: los posibles y los imposibles. —Paz, por ejemplo, es un escritor posible. Borges es un escritor imposible. Rulfo también es un escritor imposible. De pronto, pareció angustiarse. —¿Y yo? ¿Soy un escritor posible o un escritor imposible? ¡Dime! —Maestro, usted ha escrito algunos cuentos que son imposibles. —¡Ah, me tranquilizas!

••• Años después, ya residiendo en la Ciudad de México, conocí a Luis Ignacio Helguera, quien iba a casa de Arreola a jugar ajedrez en compañía de su tío Luis. Una vez, el autor de

••• Por ahí estaba la máquina de escribir. Al lado, una botella de vino y un vaso. Susana quiso tomarnos una foto. Arreola se puso de pie y me pidió


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DE PORTADA

15 DE SEPTIEMBRE 2018

Arreola el arreolero JOSÉ DE LA COLINA FOTOGRAFÍA FOTOTECA MILENIO

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e sabe de toda seguridad, hasta donde sé, que Juan José Arreola nació en Zapotlán el Grande y no en Ciudad Guzmán, como ahora se dice, porque las ciudades no solo cambian en tamaño o proporciones sino que se van convirtiendo en otra ciudad que la de origen, y Arreola estaba muy orgulloso de ser oriundo de Zapotlán, nombre que le gustaba repetir aumentando las aes de la última sílaba hasta que se convertían en alas que parecían viajar hacia otros rumbos que los habituales, pero el caso es que nació, de eso no hay duda, el 21 de septiembre de 1918, así que digamos que era un autor dieciochesco, lo cual designa también el siglo que quizá hubiera querido fuese el de su nacimiento. Porque así era Juan José, siempre veía otras posibilidades en las palabras y lo que éstas designan o fabulan. Gran fabulador, prosista poeta que alguna vez fue poeta prosista, lo recuerdo, yo que nunca fui a ninguna de sus clases de grupo (aunque algunos documentos afirman tal falsedad), lo consideré siempre como mi maestro en las artes y las argucias de la escritura. Pero es del hombre que hacia el final de su vida, que no fue fácil, aunque nunca él se quejaba, tuvo una relativa bonanza económica que le permitía hacer una colección de capas españolas con las que siempre había soñado y con las que se cubría con un airoso gesto que correspondía a su estilo de escritura y que yo un día nombré como la arreolina. Arreola hacía con las palabras lo mismo que esos gestos gráciles y amplios, tomaba una capa o un mantel o un abrigo, que para el caso eran lo mismo, y les hacía dar un vuelco o un vuelo y se convertía en el torero magistral de las palabras y de las actitudes. Así, su arte de narrar, aun si solo estaba describiendo, se

Su arte de narrar, aun si solo estaba describiendo, se transformaba en un vuelo sobre la realidad

que nos acercáramos a una cortina que podía servir de telón de fondo. Como se percató de que su capa negra no combinaba con el traje café, se envolvió en la capa, y así aparece en la foto: un Arreola setentón, muy flaco y canoso, y al lado el que esto escribe, tan flaco en ese tiempo como él. Hablamos de los muralistas. Por ellos, Arreola sentía más o menos el mismo aprecio que por García Márquez y Vargas Llosa. Del único escritor latinoamericano del que habló bien esa tarde fue de Rulfo. Le pregunté si lo había ayudado con la estructura de su célebre novela. Contestó que no. —Pedro Páramo es obra de él, de nadie más.

Yo quería que me hablara un poco de sus propios cuentos, y para propiciarlo le comenté que me gustaba mucho “El guardagujas”. —Ese cuento está colgado de Kafka —apuntó. Del escritor de Praga opinó que lo que lo hacía grande era el sentido del humor. También habló de los narradores rusos del siglo XIX. En otra época de su vida los había leído y estudiado a conciencia. Después de la muerte de Borges, quedaba él como lector en el ámbito hispanoamericano. Recordó lo que había dicho el escritor argentino cuando participaron juntos en un programa de televisión. —Se quejó de que solo pudo intercalar algunos silencios. ¡Imagínense! ¡No dejé hablar a Borges!

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En la Ciudad de México, 26 de septiembre, 1972.

transformaba en un vuelo sobre la realidad sin desmentir lo gozable de ésta. Qué arte el de Juan José de crear un palacio de la más mínima cueva o gruta. El ladrón de Bagdad era él, siempre haciendo de lo más duro y menos bailable de lo real una figura alada como bailable, un vals de las letras que hacía el amor entre las palabras y las imágenes. Recuerdo que cuando le dije que él había inventado la arreolina hizo gesto de asombrarse como si le pareciera un propósito desmesurado. “Yo soy solo un mozo de estoques de Juan Rulfo, el que reinventa el mundo según su deseo profundo de escritor ese es Rulfo, que llena su páramo de visiones alucinantes aun si el punto de partida es la visión más desnuda y seca de la realidad. El del ‘páramo de sueños’ es Juan, y yo me limito a hacer con las palabras una faena narrativa que no tiene mucho en relación con la visión profunda de Juan; por eso está bien que yo sea un Juan José cualquiera y él sea un Juan total, esplendente como la oscuridad que queda cuando después de un rayo que ha hecho ver el baúlmundo del cielo cuando uno ha cerrado los ojos… y lo oscuro es esplendente”. No fui, ya digo, un alumno formal de Arreola, sus clases tomaban la mera forma de la conversación cuando íbamos caminando por la ciudad, yo ayudándole (como hicieron otros) a convencer a los libreros de que le compraran ejemplares de la colección generosa que estaba haciendo con el título general de Los Presentes y en la cual publicó a bajísimo costo a la mayoría de los escritores que luego figurarían entre las letras mayores de las letras mexicanas. Ése no fue mi caso pero tuvo la total generosidad de publicarme (no diré el título para que nadie lo busque) y siempre me quedó como el más grande junto a Octavio Paz y el mismo Rulfo, pero quizá con un poquito más como el más grande autor de las letras mexicanas y uno de los más distinguibles de las letras universales.

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DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO, IVÁN RÍOS GASCÓN ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

LABERINTO

15 DE SEPTIEMBRE 2018

http:// www.milenio.com/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLAberinto

TOSCANADAS

No somos los mismos DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

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stoy leyendo periódicos y revistas de los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Comento dos anuncios publicitarios que aparecieron en la revista Life en 1937. En el primero se muestra la foto de un niño en silla de ruedas atendido por su madre. Frente a él, su hermanita le muestra una pelota. El niño dice: “Ojalá pudiera jugar otra vez”. El texto nos explica que el chico quedó paralítico de por vida a causa de una llanta que se reventó; un lastimoso accidente que se habría evitado si el auto hubiese estado equipado con llantas Goodyear. El segundo muestra una imagen del Hindenburg en llamas, en el famoso incidente que había ocurrido unos meses antes con saldo de 36 muertos. El encabezado dice: “Los supervivientes fueron afeitados con rasuradoras Schick”. Nos cuenta el anuncio que los rostros estaban tan

MUNDO GOODYEAR

Anuncio publicitario de la década de 1940.

terriblemente quemados que se les formó una gruesa costra por la que seguían creciendo pelos y era imposible usar una navaja convencional para rasurarlos. “Pero la rasuradora Schick se desliza suave e indolora sobre la piel herida, eliminando los pelos de la superficie excoriada”. Supongo que alguna versión contemporánea de esos anuncios causaría “revuelo” o “furor” o esas palabras que la prensa usa cada vez que los usuarios de los medios sociales emiten sus indignados puntos de vista y es la propia prensa la que quiere provocar el revuelo o el furor. Estos dos anuncios nos hacen ver cuánto ha cambiado nuestra sensibilidad en ochenta años. En aquellos días, los adultos habían vivido o participado en una guerra, y los jóvenes ya amarraban navajas para la siguiente. Su sensibilidad no era tan quebradiza. Aún no mamaban las teorías infantilizadoras de la sicología, el estado de

bienestar no los había convertido en ñoños y Walt Disney apenas comenzaba a esparcir su repugnante virus. Además, bendito sea Dios, no existía la televisión. Al mismo tiempo se manejaba un registro más inocente del humor y la gente se dejaba cautivar por el coagulazo de Shirley Temple. Si en ocho décadas hemos cambiado tanto, ¿entonces cuánto habremos cambiado en dos siglos o en diez o veinticinco? Eso sin contar que nosotros mismos cambiamos con los años. Así, con tanta transformación, ¿dónde queda la idea de lo universal? Aunque podamos seguir leyendo a Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare o Dostoievski, aunque podamos seguir diciendo que los disfrutamos y nos apasionan, seguramente nos falta algo para leerlos de verdad; me refiero a algo que no se puede asimilar ni con mil notas al pie de página. Algo que se diluyó en el camino, como en una traducción.

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BICHOS Y PARIENTES

Kipling y la política vulgar

E

l mundo ya no sabe ocultar su desprecio por los gringos. Eran baluarte de la democracia y terminaron en una fofa demagogia. Y el fenómeno parece cundir por el mundo. Creíamos flotar en la marea de las democracias liberales, pero es posible que estemos en la desembocadura hacia otra forma del antiguo imperialismo: la idea de nación, el deseo de ser súbditos, el cansancio de la latosa ciudadanía. Y entonces, quizá entre los documentos históricos podamos leer una obrita maestra que lleva más de un siglo inadvertida. Las Notas americanas (1891) de Rudyard Kipling no fueron escritas para publicarse. Cuando salieron en libro, los críticos, enojados por las cruentas burlas y sorprendidos por el desparpajo de su escritura, las juzgaron indignas de su autor. Error: es de sus mejores libros, precisamente porque carece de las lacas y barnices que se suponían elegantes. Todo le resulta vulgar a Kipling, pero nada como el periodismo gringo. Relata una conversación con un periodista, que él percibe como el acoso de un tarado: “¿Allá, en la India, ustedes tienen reporteros como nosotros?” No, responde Kipling. “¿Por qué no?” “Porque los matarían”... Pero “era como hablar con un niño, y un niño grosero, encima”. Lo escandaliza que existan tantos periódicos y tanta gente escribiendo. Como a muchos europeos, hechos a las maneras de los imperios y los modales de una cortesía de clases, la democracia le parece despreciable por vulgar, corriente e igualada. Lo enoja que el botones del hotel lo trate como igual (“pero, a juzgar por

JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA AUTOR ANÓNIMO

los diamantes de su anillo, yo debería tratarlo a él como a un superior”). No soporta el modo de hablar de los gringos y eso lo persuade de que se trata de un pueblo tonto con un sistema estúpido. Aunque, al menos, él mismo pudo al fin declarar su admiración y hasta su envidia por la obra de Mark Twain, cuando prologa una entrevista diciéndole a sus coterráneos: “ustedes y yo ya no somos iguales, porque yo estreché la mano de Mark Twain y ustedes siguen siendo meros mortales”.

Como a muchos europeos, la democracia le parece despreciable por vulgar e igualada

El cuidado que se toma en referir modismos, chuscas elegancias y vulgaridades a bocajarro son típicos del imperialista que se presenta muy seguro de sí y muy dueño de su idioma, pero en el fondo guarda una profunda inseguridad ante la historia: lo amenaza toda variación de sintaxis, fonética, rítmica; lo alarma la diferencia, como si se tratara de defectos o copias deformadas, y le produce desprecio que los escritores sean tantos y todos tengan periódicos que los publiquen, con todo y ese estilo crudo, directo, descortés. Él era, al fin, un auténtico imperialista, y no solo convencido sino inteligente y sensato. No entiende la democracia liberal: “Estoy viendo una maquinaria en acción, los americanos hablaban de las political pulls” —y escribe pulls, no polls, “compulsa”, “encuesta”—. Kipling desconocía ese uso de

El escritor inglés a quien debemos, entre otras obras, La luz que se apaga y El libro de la selva.

las matemáticas, la encuesta, la estadística, “ese modo de hablar que yo no podía entender, o entendía a pedazos, era el habla de los negocios”. Y tiene razón. Los Estados Unidos impusieron al mundo la política como negocio. La concepción de las cosas públicas, en todo el mundo, había cambiado. Eso lo comprendió Kipling. O casi, porque al oír esa lengua de business y política, “tuve al menos el suficiente sentido común para entender eso, y para irme a carcajear afuera”. Después, los discursos, la oratoria ostentosa de los políticos. Kipling quería esconder la cara en la servilleta y reírse. No lo hizo. Se quedó perplejo ante los discursos de los demócratas, hasta que oyó al teniente Carlin, para quien se ofrecía un banquete. El teniente gigantón habló de modo seco, corto, tajante: “Caballeros, les agradezco mucho este banquete y que me digan todas esas lindezas, pero lo que hay que entender, el hecho, es que queremos y tenemos que conseguir cuanto antes una Armada: más barcos. Muchos barcos”. Y Kipling cesó su burla: “Amé a Carlin en ese instante: ¡Caramba! Ése es un hombre”. El mundo había cambiado: la naca democracia se extendería por el siglo, pero Kipling reconoció un vicio eterno: la admiración, la obsesión por el poder, y el absurdo apego a las nociones de patria y nación. Muchos países parecen hartos de ser repúblicas y han decidido bogar por formas de gobierno que recuerdan los orgullos de ser súbditos de algo grande y poderoso. El librito de Kipling debiera ponerse en circulación, porque es una obrita genial y porque ahora revivieron muchas de sus despectivas críticas a la democracia liberal.

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