Suplemento cultural de MILENIO
LABERINTO ESCOLIOS
ENSAYO
ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
LUIS XAVIER LÓPEZ FARJEAT
Anticuerpos intelectuales
Muchos somos migrantes Foto: AFP
Obra pictórica: Gustavo Monroy ( fragmento)
SÁBADO 27 DE OCTUBRE DE 2018 AÑO 15 - NÚMERO 802
Un cuento de terror Margaret Atwood/ FOTOGRAFÍA: SHUTTERSTOCK
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ANTESALA
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ARTES VISUALES
La danza del dibujo MIRIAM MABEL MARTÍNEZ FOTOGRAFÍA UAG
A
l transitar por la exposición Biosignos. Una historia no tan natural, de Juan González de León, que se presenta en la Universidad Autónoma de Guanajuato (UAG) en el marco del Festival Internacional Cervantino, el espectador experimenta el proceso del dibujo. Lo que contempla no solo son piezas acabadas, sino instalaciones narrativas. Se trata de pequeños rompecabezas plásticos en los que dialogan ideas, trazos y memorias mientras van armando unidades semánticas y plásticas que, a su vez, conforman la muestra como una totalidad. Las más de 50 obras (pintura, escultura, dibujo, gráfica) que integran esta exhibición se complementan con objetos encontrados que dan ciertos guiños al recorrido del trazo sobre el papel. El espectador se enfrenta, entonces, al dibujo deconstruido, contempla el motivo que lo genera y recorre la transformación del boceto en la pieza final. La museografía es clave; los muebles que arropan a estos modelos armables también son parte del todo. No hay curador porque el despliegue de la obra es la obra. Esta exposición fue ideada para ocupar el espacio y también para conversar con el Museo de Historia Natural Alfredo Dugés (albergado en la UAG) a través de piezas taxidérmicas que se mezclan con las creadas por el artista, sugiriendo que cada una tiene memoria. Al conjuntarlas en gabinetes —que emulan las narrativas de los museos de historia natural decimonónicos—, inventa un archivo singular en la línea de Foucault. Así, el concepto de archivo como “la ley de lo que puede ser dicho” es el eje. No hay cédulas —para qué—, más que la información técnica. La intención es que el visitante asuma —a través de la vista— las piezas como enunciados que van (des)escribiendo y dibujando el proceso. Algunos de estos enunciados se concentran en gabinetes; otros —más escultóricos— descansan sobre el piso (como las placas de metal que celebran el intaglio) o se exhiben como bitácoras que penden de las paredes conformando un álbum personal alrededor de la presencia de la “naturaleza” fuera de la naturaleza. Estos enunciados reúnen el detritus callejero, personal y artístico que el artista ha recolectado y recuperado en un diario visual, con el objetivo de generar una experiencia procesual (una especie de coreografía del dibujo). Biosignos es un archivo, un sistema creado por González de León que remarca la posibilidad de contar otra historia. Y esa otra historia, una procesual, es por la que deambula el espectador.
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Biosignos, de Juan González de León.
Si yo fuera tú. Dirección: Alejandro Lubezki. México, 2018.
HOMBRE DE CELULOIDE
Hace falta humor yiddish
S
FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA ALEBRIJE CINE Y VIDEO
i yo fuera tú, de Alejandro Lubezki, tiene todo para ser una buena película pero no lo es. Primero, dudar del talento del director es ir contra el sentido común. En 2001 ganó el Primer Concurso Nacional de Proyectos de Cortometraje con De Mesmer con amor o té para dos. La historia de este muchacho que hipnotiza a su vecina con resultados sorprendentes es magnífica. Al final dan ganas de aplaudir. Pero algo pasó. La burocracia, tal vez. La imposibilidad de seguir dirigiendo una tras otra, como debe ser. Si yo fuera tú es una comedia romántica, ese sueño de los productores mediocres. Lubezki, supongo, se lanzó a esta aventura porque tenía casi diez años sin poder ejercer el arte del cine. Y esto es algo que tiene que preocupar a la burocracia nacional. ¿Cómo vamos a tener cine mexicano si los creadores tienen que esperar tanto para levantar un proyecto? Lubezki debe haber pensado que podía pasar por encima de las fallas de guión pues tiene un verdadero talento para retratar el sabor agridulce de las pequeñas batallas de amor. Y ha conseguido cosas buenas en Si yo fuera tú. Para empezar, una comedia mexicana libre de albur. Con la tradición de Derbez (espero) ya está sobreexplotado el subgénero de “cine de albur”. Además, la película
está bien actuada. Juan Manuel Bernal y Sophie Alexander–Katz sacan adelante una historia más bien boba. A causa de una alineación astral, en un matrimonio ricachón sucede el siguiente prodigio: él se transforma en ella y al revés. Él tendrá que aprender a caminar en tacones; ella tendrá que “nadar entre tiburones” en la oficina de su marido. No hay una sola secuencia que produzca carcajada de mandíbula batiente pero gracias a los actores uno pasa por encima de esta obra nacional (producida con los estímulos de Fidecine y Eficine) sonriendo. Puede que haya momentos en que los más críticos preguntemos: ¿de dónde salió esta idea extraña? La respuesta: de Brasil. El cine brasileño tiene una tradición digna de emular. Desde Glauber Rocha, el comunista, el experimentador, hasta José Padilha, creador de la taquillera (y magnífica) Tropa de élite. Brasil tiene joyas como Ciudad de Dios, Carandiru o Estación central. También tiene, claro, películas
Si yo fuera tú desmerece de todo lo que Alejandro Lubezki prometía como narrador
bobas, de esas que deberían pasar directamente del cuarto de edición a la pantalla televisiva. Se Eu Fosse Você, por ejemplo, la película en que Alejandro Lubezki se basó para hacer Si yo fuera tú. ¿Qué necesidad? ¿Se le acabó el talento que mostró en el corto De Mesmer con amor? El cine mexicano ha llegado a un punto en que poco vale que la película esté bien hecha, que el diseño de producción sea impecable y la fotografía excelente. Si yo fuera tú desmerece de todo lo que Alejandro Lubezki prometía como narrador. Parecía ser un director y guionista interesado en la comedia propia de su tradición cultural. Del teatro yiddish, según dijo. ¿Habrá leído a Isaac Bashevis Singer? Porque por el cortometraje De Mesmer con amor parecía que sí. Hay en esta pequeña joya diversión y profundidad, amor y un delicioso sentido de lo ridículo. En Si yo fuera tú no encontramos ni siquiera lo más peregrino de Woody Allen. Espero pues que Alejandro Lubezki siga dirigiendo. Que Si yo fuera tú le sirva para mostrar a los productores del mundo que puede dirigir actores y hacer películas de buena manufactura. Espero que se encuentre realmente incorporando a nuestro país el humorismo yiddish, el que, libre de albur, está lleno del gozo de vivir.
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ANTESALA
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ESCOLIOS
POESÍA
Con el sueño llegó… FRANCISCO MAGAÑA
Con el sueño llegó la bienvenida. Era de noche y el alba lo sabía. Pero algo —más bien opaco el canto— presagiaba el día. “Esta es la vida” dijo alguien mostrando el vacío “y esta es la muerte” agregó, señalando el vacío. Este poema forma parte de Altares (Ediciones sin Nombre/ Secretaría de Cultura, México, 2018). EX LIBRIS
John Milton/ EKO
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Adrenalina ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
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@Sobreperdonar
n su famoso libro La marcha de la locura, Barbara W. Tuchman habla de la insensatez como política de Estado e ilustra algunos momentos de la historia en que los gobernantes, obnubilados por su poder o su necedad, atentan contra su propio interés y el de su pueblo. Sin embargo, la irracionalidad no solo afecta a gobernantes y masas enervadas y, a menudo, quienes se supone ejercen la vocación de la crítica y deberían representar un contrapeso, es decir los artistas, los intelectuales y los científicos, también han sido presas del arrebato. Ya en sus libros de historia intelectual, autores como François Furet, Michel Winok, Michel Walzer o Marc Lilla han mostrado cómo, en la historia contemporánea, la exaltación no ha sido exclusiva de los tiranos o las masas y muchos de los intelectuales más renombrados han adoptado las causas más abyectas o los radicalismos más irresponsables. Por ejemplo, en Francia, en vísperas de la Primera Guerra Mundial se dio una antinatural confluencia entre el nacionalismo más reaccionario con los sectores progresistas de izquierda (que veían en el conflicto contra Alemania una guerra civilizadora) y gran parte de la intelectualidad, incluyendo mentes tan brillantes como el filósofo Henri Bergson o el matemático Henri Poincaré, mostró insólitos afanes belicistas. Igualmente, en los años treinta y cuarenta el abanico de intelectuales férvidos y ofuscados es amplísimo y va desde el celo comunista de Louis Aragon, el delirio fascista de Ezra Pound, la militancia nazista de Pierre Drieu la Rochelle o el franquismo, literalmente fratricida, de Manuel Machado. Cada “caso” individual es complejo; sin embargo, de manera general acaso la elección de los extremismos se debe a que la prudencia y la sensatez son casi siempre anti climáticas, mientras que las opciones más audaces y arrojadas generan una fuerte dosis de adrenalina y protagonismo a la que muchas inteligencias se vuelven adictas. Aunque es difícil pensar que previeran sus excesos, todos los que apoyaron las ideologías extremas de la primera mitad del siglo sabían que esos movimientos políticos albergaban, junto con sus promesas, riesgos inminentes. Sin embargo, estas opciones les parecían preferibles a lo que consideraban una democracia disfuncional y un individualismo miope. Por eso, frente a lo aburrido del realismo y el equilibrio analítico, elevaron su apuesta y escogieron el afrodisiaco de la utopía. Lo cierto es que, frente a los hechizos colectivos, los intelectuales que, en su momento, expresaron sus reticencias (Romain Rolland, André Gide, Albert Camus, Raymond Aron, por mencionar algunos) fueron una minoría. Ahora que en el mundo se extiende el desencanto de las instituciones de la democracia y la seducción carismática, conviene reforzar los anticuerpos intelectuales y recordar que, aun las inteligencias más poderosas y mejor intencionadas son vulnerables y pueden abrazar los prejuicios y desmesuras que deberían analizar y criticar.
La irracionalidad no solo afecta a gobernantes y masas enervadas sino a artistas e intelectuales
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PENSAMIENTO
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Ensayo y pintura sostienen un diálogo en estas páginas que refrescan los conceptos de solidaridad y humanitarismo
Muchos somos migrantes
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LUIS JAVIER LÓPEZ FARJEAT OBRA PICTÓRICA GUSTAVO MONROY
l viernes 19 de octubre la caravana de migrantes centroamericanos, principalmente hondureños, rompió la valla fronteriza entre Guatemala y México. Miles de personas se apiñaron en el puente fronterizo Rodolfo Robles. Hasta el momento, algunas han logrado ingresar a territorio mexicano, ya sea en calidad de refugiadas o esquivando los controles migratorios. Las autoridades mexicanas trataron de contenerlas. Sin embargo, la caravana ha continuado su recorrido. Las reacciones ante tal situación han sido las esperadas. Por una parte, hay quienes reprueban la presencia de los migrantes por distintas razones — racismo, clasismo, xenofobia, miedo a que los migrantes les roben su empleo, o porque, desafortunadamente, han sido agredidos por delincuentes migrantes—. Quienes rechazan la presencia de migrantes piensan que controlar las fronteras es un tema de seguridad nacional y esperan que el gobierno mexicano detenga y deporte a los ilegales. Por otra parte, existen quienes, más allá de un problema de seguridad nacional, se percatan de que estamos ante una crisis humanitaria: es prioritario proteger a esas personas que huyen de la violencia y las condiciones de pobreza que existen en sus países. Honduras es uno de los países más violentos y más del 60 por ciento de su población vive en condiciones de pobreza. México tampoco es un paraíso: nuestros niveles de violencia,
pobreza y corrupción son alarmantes. Imaginemos cuál será la situación en algunos países centroamericanos que, para algunos, México, a pesar del clima de violencia en el que vivimos, es una mejor opción. Otros, como se sabe, pretenden ingresar a Estados Unidos, en donde no serán bienvenidos. Como alcanza a vislumbrarse, el problema no es menor y polariza los puntos de vista. Desde siempre hubo enormes olas migratorias, incluso antes de que marcos legales y acuerdos internacionales regularan la circulación de las personas. Por mucho tiempo, la migración favoreció a muchos países. En varios de ellos la mayoría de la población o una porción altamente representativa es migrante y, en consecuencia, la economía se sostiene gracias a su presencia. Ha circulado en las redes sociales una sentencia que no es del todo falsa: todos —o cuando menos muchos— somos migrantes. No obstante, en estos tiempos tan peculiares, estamos presenciando la “ilegalización de la migración”. Existe un pánico a los flujos migratorios. Se ha generalizado la idea de que las naciones prósperas han de fortalecer los controles fronterizos porque la migración podría salir de control y desestabilizar la economía y la política internas, además de que afectaría a la soberanía de los países de llegada. Ante esta situación existen quienes creen que las fronteras deben cerrarse y quienes creen que, al contrario, deben abrirse; existen los anti-migrantes y los pro-migrantes. El debate involucra asuntos muy complejos que van desde el desafío económico que podría implicar la entrada de migrantes, el desequilibrio ante las oportunidades laborales de
por sí ya escasas, el incremento de la delincuencia al no existir los recursos para garantizar al migrante un entorno social y laboral adecuado, hasta la idea —muy en boga con los rebrotes nacionalistas— de que los migrantes son un riesgo para la preservación de las identidades nacionales y culturales. Lo que con frecuencia se pierde de vista en los debates públicos sobre este tema es que los migrantes son personas y, en consecuencia, merecen un trato digno y humano. La migración, en efecto, no es un asunto exclusivamente político-administrativo. Es un asunto que trasciende el derecho de una nación a controlar sus fronteras. Este derecho está en realidad condicionado por un conjunto de obligaciones morales adquiridas por los países en los distintos acuerdos migratorios internacionales: es imperativo proteger la integridad del migrante y garantizar el respeto a sus derechos humanos. Que en la práctica suceda lo contrario es algo vergonzoso. Ante situaciones como las del viernes 19 de octubre en la frontera sur o como las que suceden todos los días en la frontera norte, el problema más difícil es si se debe o no deportar a los migrantes ilegales. La respuesta es contundente, aunque para algunos es incómoda: en estos casos la deportación es inmoral e inhumana. La deportación llevaría a esas personas a su aniquilación. En tiempos del nazismo se suscitó un dilema similar: o se ayudaba a los judíos o se les garantizaba su exterminio. Por fortuna, siempre ha habido
El migrante es vulnerable. Su vida está en constante riesgo, es maltratado y torturado
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PENSAMIENTO
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Las obras que aquí presentamos, forman parte de una serie que Gustavo Monroy ha trabajado desde hace algunos años y nunca se han exhibido.
asociaciones, grupos y personas trabajando activamente en pro del migrante. Todas ellas merecen nuestro respeto, admiración y apoyo. Son, como diría Javier Sicilia, parte de la “reserva moral” de este país. El migrante viene huyendo de situaciones lamentables. Los mexicanos podríamos ser sensibles a ello en vista de que nuestra situación tampoco es la mejor. Al trasladarse a otro país, el migrante pasa por situaciones muy adversas: la frontera sur, al igual que la del norte, es aterradora. El migrante es altamente vulnerable. Su vida está en constante riego. Muchas veces es maltratado y torturado por la policía fronteriza, por agentes migratorios o por grupos criminales. Pasa hambre y sed. En ocasiones, muere en el camino. Si llega a su destino, su tragedia continúa: llega a un nuevo país en donde no tiene trabajo, en el que se le desprecia y se le margina. Si alguien le ofrece un empleo, se le paga mal y es explotado. En ocasiones, su única alternativa es ser reclutado por pandillas criminales o por narcotraficantes. El costo de la supervivencia es alto. Hay connacionales en situaciones similares, en efecto. Y nuestro compromiso moral y social no puede excluirlos a ellos. El pronunciamiento de López Obrador (“Aquí habrá empleos para mexicanos y migrantes”) es deseable, aunque implica un gran desafío. ¿Estaremos a la altura, gobierno y sociedad civil, de generar los cambios socio-políticos requeridos para aliviar la situación de los miles de mexicanos pobres y marginados y, al mismo tiempo, brindar el apoyo necesario a los hermanos migrantes? ¿Servirá “la amenaza migrante” para que aquellos mexicanos, sumidos aún en la apatía, el egoísmo y la indiferencia, se percaten de que la construcción de sociedades más humanas y más justas es urgente y no es ajena a nadie? Hay, en la tradición cristiana, una famosa parábola, la del samaritano, de la que todos, incluidos los no cristianos, podemos aprender algo. La historia es conocida: un samaritano —un fuereño— se encuentra con un herido en el camino y entonces lo recoge y lo auxilia. Se ha entendido que el samaritano es un amigo en la necesidad. Sin embargo, como observa Iván Illich, en realidad es alguien que no solo excede la frontera de su preferencia étnica, que es cuidar exclusivamente a los suyos, sino que, además, comete una especie de traición al brindarse a su enemigo. Su acto es un ejercicio de libertad de elección cuya radical novedad ha sido pasada por alto. En esta escena, explica Illich, encontramos que no existe forma de categorizar quién es mi prójimo porque todo ser humano lo es. En esta parábola encontramos un llamado a una actitud moral, a un valor común indispensable para hacer brotar una forma de comunidad humana transformada: es cortesía, hospitalidad, benevolencia.
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DE PORTADA
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En esta historia, que asume la tradición anglosajona del relato de terror, la anomalía biológica conduce a una dolorosa exclusión
Lusus naturae ¿
MARGARET ATWOOD ILUSTRACIONES ALFREDO SAN JUAN
Qué se puede hacer conmigo, o qué debería hacerse conmigo? Era una misma pregunta. Las posibilidades eran limitadas. La familia las sopesaba, lúgubre, interminablemente por las noches, sentados alrededor de la mesa en la cocina, con las persianas bajadas, comiendo salchichas secas, arrugadas, y sopa de papas. Si estuviera en una de mis fases lúcidas me sentaría con ellos, intervendría en la conversación lo mejor que pudiera mientras pescaba en mi plato los trozos de papa. Si no, me iría al rincón más oscuro, maullando y escuchando las voces gorjeantes que nadie más podía escuchar. “Era una bebé adorable”, solía decir mi madre. “No tenía ningún problema”. La entristecía haber dado a luz a un elemento como yo: era como un reproche, un juicio. ¿Qué había hecho mal? “Tal vez es una maldición”, dijo mi abuela. Estaba tan seca y arrugada
como las salchichas, pero era algo natural en ella debido a su edad. “Estuvo bien durante años”, dijo mi padre. “Fue después de ese caso de sarampión, cuando tenía siete años. Después de eso”. “¿Quién pudo habernos maldecido?”, dijo mi madre. Mi abuela frunció el ceño. Tenía una larga lista de candidatos. Aun así, no había uno solo al que pudiera señalar. Nuestra familia siempre había sido respetada, incluso querida, más o menos. Aún lo era. Aún lo sería, si pudieran hacer algo conmigo. Antes de salir a la luz, por decirlo así. “El doctor dice que es una enfermedad”, dijo mi padre. Le gustaba mostrar que era un hombre racional. Leía los periódicos. Fue él quien insistió en que yo aprendiera a leer, y persistió en animarme, a pesar de todo. Sin embargo, yo no cabía ya en el cuenco de su brazo. Él me sentaba en el otro extremo de la mesa. Esa distancia forzada me lastimaba, podía ver por qué lo hacía. “¿Entonces por qué no nos dio ninguna medicina?”, dijo mi madre. Mi abuela resopló. Tenía sus propias conjeturas, que implicaban
cestas y lavaderos. En una ocasión metió mi cabeza en el agua donde estaba remojándose la ropa sucia, rezando mientras lo hacía. Estaba convencida de que era para expulsar al demonio que se había metido por mi boca y se había alojado cerca de mi esternón. Mi madre decía que tenía las mejores intenciones, que lo hacía de corazón. Denle pan, había dicho el doctor. Va a querer mucho pan. Eso, y papas. Va a querer tomar sangre. La sangre de pollo bastará, o de vaca. Que no tome mucha. Nos dijo el nombre de la enfermedad, que tenía algunas P y R y que no significaba nada para nosotros. Solo había visto antes un caso como el mío, dijo, mirando mis ojos amarillos, mis dientes rosas, mis uñas rojas, el largo cabello negro de mi pecho y mis brazos. Quería llevarme a la ciudad, para que otros doctores pudieran verme, pero mi familia se opuso. “Es una lusus naturae”, dijo.
Dijo que era afortunada, porque permanecería inocente durante toda mi vida
“¿Qué significa eso?”, preguntó mi abuela. “Aberración de la naturaleza”, dijo el doctor. Venía de muy lejos: nosotros lo habíamos convocado. El doctor al que solíamos ver habría hablado de más. “Es latín. Como un monstruo”. Creo que no podía escuchar, porque estaba maullando. “No es culpa de nadie”. “Es un ser humano,” dijo mi padre. Le pagó mucho dinero al doctor para que se fuera lejos, al lugar de donde había venido, y para que no volviera nunca. “¿Por qué Dios nos hizo esto?”, dijo mi madre. “Maldición o enfermedad, no importa”, dijo mi hermana mayor. “De cualquier modo, nadie se casará conmigo si se enteran”. Incliné la cabeza: era cierto. Ella era una chica hermosa, y no éramos pobres, éramos casi clase acomodada. Sin mí, su horizonte habría estado despejado. De día permanecía encerrada en mi cuarto sombrío: aquello rayaba en lo absurdo. Me parecía bien, porque no toleraba la luz diurna.
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En las noches, insomne, merodeaba por la casa, escuchando los ronquidos de los otros, los jadeos durante sus pesadillas. El gato me acompañaba. Era la única criatura viviente que quería estar cerca de mí. Olía a sangre, sangre seca: tal vez por eso me seguía, por eso se me trepaba y comenzaba a lamerme. A los vecinos les dijeron que tenía una enfermedad degenerativa, una fiebre, un delirio. Los vecinos mandaron huevos y repollos; de vez en cuando venían a visitarme, a sonsacar noticias, pero no estaban ansiosos por verme: fuera lo que fuera podría ser contagioso.
Se decidió que debía morir. De ese modo el camino de mi hermana estaría libre, yo no me cerniría sobre ella como un sino. “Mejor una feliz que dos miserables”, pensaba mi abuela, que había colgado guirnaldas de ajo alrededor de mi puerta. Estuve de acuerdo con este plan, quería ser útil. El cura fue sobornado; además de eso, apelamos a su sentido de compasión. A todo el mundo le gusta creer que hace el bien mientras se embolsa un fajo de billetes, y nuestro cura no era la excepción. Me dijo que Dios me había seleccionado como una niña especial, una especie de novia, se
podría decir. Me dijo que yo estaba llamada a hacer sacrificios. Que mis sufrimientos purificarían mi alma. Dijo que era afortunada, porque permanecería inocente durante toda mi vida, ningún hombre me contaminaría, y por eso iría directo al Cielo. Dijo a los vecinos que había muerto de una manera santa. Me pusieron en un ataúd hondo, en un cuarto muy oscuro, vestida de blanco y con muchos velos blancos sobre mí, algo adecuado para una virgen y útil para ocultar mis bigotes. Ahí permanecí durante dos días, aunque por supuesto podía salir en la noche. Cada que alguien entraba yo contenía la respiración. Entraban con sigilo, hablaban en susurros, no se acercaban, tenían miedo de mi enfermedad. A mi madre le dijeron que yo parecía un ángel. Mi madre se sentó en la cocina a llorar como si hubiera muerto de verdad; incluso mi hermana se las arregló para verse apesadumbrada. Mi padre se puso su traje negro. Mi abuela horneó. Cada uno atareado. Al
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tercer día llenaron el ataúd con paja humedecida, lo transportaron al cementerio y lo enterraron en medio de oraciones y frente a una tumba modesta; tres meses después se casó mi hermana. La llevaron a la iglesia en un carruaje, primera vez en nuestra familia. Mi ataúd fue un peldaño en la escalera de su ascenso. ••• Ahora que estaba muerta, era más libre. Nadie salvo mi madre podía entrar a mi cuarto, mi antiguo cuarto como lo llamaban. Les dijeron a los vecinos que lo conservaban como altar en mi memoria. Colgaron un retrato mío en la puerta, un retrato que me tomaron cuando aún parecía humana. Ahora ya no sabía a qué semejaba. Evitaba los espejos. En la penumbra leí a Pushkin, Lord Byron y la poesía de John Keats. Aprendía sobre el amor frustrado, y la obstinación, y la dulzura de la muerte. Encontré estos pensamientos reconfortantes. Mi madre solía traerme papas y pan, y mi copa de sangre, y se llevaba la bacinica. Antes solía cepillarme el cabello, antes de que me creciera abundante; se había acostumbrado a abrazarme y verter lágrimas; pero ya no lo hacía. Entraba y salía lo más rápido que podía. Trataba de disimularlo, yo la importunaba, por supuesto. Solo tras mucho tiempo uno puede compadecerse por una persona antes de resentir que su aflicción es un acto de malicia cometida por esa persona en contra de uno. Por la noche la casa era mía, luego lo fue el patio, y después el bosque. Ya no tenía que preocuparme por entrometerme en el camino de las personas y sus futuros. En cuanto a mí, no tenía futuro. Solo tenía presente, un presente que cambiaba —así me lo parecía— con la luna. Si no fuera por los ataques, y las horas de dolor, y las voces gorjeantes que no podía entender, podría haber dicho que era feliz. ••• Mi abuela murió, después mi padre murió también. El gato se hizo viejo. Mi madre se hundió aún más en la desesperación. “Mi pobre niña”, solía decir, aunque ya no era exactamente una niña. “¿Quién cuidará de ti cuando ya no esté?” Solo había una respuesta para eso: tenía que cuidarme yo misma. Empecé a explorar los límites de mi poder. Descubrí que tenía mucho más cuando pasaba desapercibida que cuando no, pero sobre todo cuando era parcialmente percibida. Asusté a dos niños en el bosque, a propósito: les mostré mis dientes rosados, mi rostro peludo, mis rojas uñas, les maullé, y se fueron corriendo aterrados. Pronto la gente evitó pasar por nuestros rumbos. Me asomaba por una ventana en la noche y volvía histérica a una joven. “¡Una cosa! ¡Vi una cosa!”, sollozaba. Yo era una cosa. Ponderé esto. ¿En qué aspecto una cosa no es una persona? Pase a la página 8
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Un fuereño hizo una oferta para comprar nuestra granja. Mi madre quería vender y mudarse con mi hermana y su burgués esposo con esa saludable, creciente familia, cuyos retratos acababan de ser pintados; ya no podía con la casa; ¿pero sería capaz de dejarme? “Hazlo”, le dije. Por entonces mi voz era una especie de gruñido. “Voy a vaciar mi cuarto. Hay un sitio donde puedo quedarme”. Se mostró agradecida, pobre alma. Estaba apegada a mí, como a un padrastro, a una verruga: yo era de ella. Pero ella estaba contenta de deshacerse de mí. Había batallado bastante conmigo. Durante la mudanza y la venta de nuestros muebles pasé varios días dentro de un pajar de heno. Era suficiente, pero no lo sería en invierno. Una vez que los nuevos propietarios se mudaran, no sería complicado deshacerse de ellos. Conocía la casa mejor que ellos, sus entradas, sus salidas. Podía moverme a mis anchas en la oscuridad. Me convertí en una aparición, luego en otra; era una mano de uñas rojas que acariciaba un rostro a la luz de la luna; era el sonido de una bisagra oxidada. Se fueron corriendo, y declararon nuestro hogar como embrujado. Entonces lo tuve para mí sola. Vivía de papas robadas que sacaba a la luz de la luna, de huevos escamoteados de gallineros. De vez en cuando hurtaba una gallina —primero me tomaba su sangre—. Había perros guardianes, pero, aunque me ladraban, nunca me atacaron: no sabían lo que yo era. Dentro de nuestra casa, traté de verme en un espejo. Dicen que la gente muerta no puede ver sus propios reflejos, y era cierto; no podía verme. Vi algo, pero ese algo no era yo: no se parecía en nada a la niña gentil y bonita de antaño, en nada. Sin embargo, las cosas están llegando a su fin. Me he vuelto demasiado aparente. Así fue como sucedió. Estaba recolectando moras en la penumbra, en el linde donde la pradera se junta con los árboles, y vi a dos personas que se aproximaban, en sentidos opuestos. Una era un hombre joven, la otra una chica. La vestimenta del joven era mejor que la de la muchacha. Él llevaba zapatos. Ambos parecían cautelosos. Conocía esa actitud —siempre vigilante, deteniéndose y echando a andar de nuevo— pues me conducía de igual forma. Me acuclillé en los zarzos para observar. Se sujetaron, se entrelazaron y cayeron al suelo. Emitieron ruidos como maullidos, gruñidos, gemidos. Quizá estaban teniendo ataques, ambos a la vez. Quizá eran —¡oh, por fin!— seres como yo. Me acerqué a hurtadillas para ver mejor. No se parecían a mí —no eran peludos, por ejemplo, salvo en sus cabezas, y podía afirmar esto porque
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RESEÑA
La revolución de los sentimientos, 2017.
Ascetismo pornológico ROBERTO ABUÍN
se habían desprendido de casi toda su ropa— pero, bueno, me había llevado tiempo transformarme en lo que ahora soy. Deben de estar en las etapas preliminares, pensé. Saben que están cambiando, se han buscado para hacerse compañía, y compartir sus ataques. Parecían obtener placer de sus lances, con todo y que a veces se mordían. Sabía cómo podía pasar eso. ¡Qué consolación sería para mí si pudiera también unírmeles! Los años me habían endurecido y empujado a la soledad; ahora encontraba que esa dureza se disolvía. Aun así, era demasiado tímida para acercarme. Una noche el joven se durmió. La muchacha lo cubrió con su camisa y lo besó en la frente. Después se marchó sin hacer ruido. Salí de los zarzos y me acerqué con cuidado. Ahí estaba, dormido en un óvalo de hierba aplastada, como servido en una bandeja. Lamento decir que perdí el control. Puse mis manos de uñas rojas sobre él. Lo mordí en el cuello. ¿Fue hambre o lujuria? ¿Cuál era la diferencia? Se despertó, vio mis dientes rosados, mis ojos amarillos; vio
Cuando hay demonios de por medio, siempre habrá alguien a quien inculpar
mi vestido negro ondeando; me vio escapar. Vio hacia dónde. Les dijo a los otros en el poblado, y comenzaron las especulaciones. Desenterraron mi ataúd y lo encontraron vacío; temieron lo peor. Ahora marchan hacia esta casa, en la oscuridad, con largas estacas, con antorchas. Mi hermana está entre ellos, y su esposo, y el joven al que besé. Traté de que fuera un beso. ¿Qué les puedo decir, cómo puedo explicarme? Cuando hay demonios de por medio, siempre habrá alguien a quien inculpar y, ya sea que uno confiese o sea acusado, el final es siempre el mismo. “Soy un ser humano”, podría decir. ¿Pero qué prueba tenía de ello? “¡Soy un lusus naturae! ¡Llévenme a la ciudad! ¡Debo ser estudiada!” Sin esperanza alguna. Me temo que son malas noticias para el gato. ¡Cualquier cosa que me hagan, se lo harán a él también! Soy de un temperamento que tiende a perdonar, sé que tienen las mejores intenciones. Me he puesto mi vestido sepulcral blanco, mi velo blanco, como corresponde a una virgen. Uno debe tener el sentido de la ocasión. Las voces gorjeantes son muy fuertes: es tiempo de alzar el vuelo. Caeré del techo ardiente como un cometa, arderé como una hoguera. Tendrán que decir muchos sortilegios sobre mis cenizas, para asegurarse de que ahora esté muerta en verdad. Después de un tiempo me volveré una santa trastornada; los huesos de mis dedos serán vendidos como reliquias oscuras. Seré una leyenda para ellos. Quizá en el cielo pareceré un ángel. O quizá los ángeles se parecerán a mí. ¡Qué sorpresa será para todos los demás! Es algo que ansío ver ya.
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Traducción de José Abdón Flores. Tomado de Stone mattress, Ed. Bloomsbury.
L
a revolución de los sentimientos (Lectorum, 2017) de Lorenzo León no es un relato autobiográfico, tampoco un cuento, menos una narración ortodoxa. Y sin embargo es todo ello, junto, unido, en cierto modo revuelto, pero con un extraño orden interno, un orden taumatúrgico. Desde Bataille o Klossowski el entendimiento que “lo literario” ha tenido de lo erótico ha trascendido la mera determinación de un placer (sensual) que el organismo vivencia. A través de estos autores, que son de la línea oscura y perversa del Marqués de Sade, se vislumbra la presencia religiosa del acto amatorio. El acto amatorio como una transgresión del orden social, y también como re–ligación con las realidades otras que subyacen a nuestra cotidianidad. La magistralidad del texto de Lorenzo León se revela in crescendo como una elevación ascética que —desgarrada en los humores viscerales de lo diurno— llega al clímax de un sacrificio. El Sacrificio, en cierto modo, que todos vivimos en nuestra vida alienada y llena de compromisos, pero con un plus: el de haber transfigurado, quien al sacrificio pornológico se entrega, su ser y haber contemplado la bella flor que redime a lo humano. Pero que, a su vez, le exige reverencia ciega, compromiso absoluto. Quien lee estas cuatro novelas: La revolución de los sentimientos, Concupiscente, Ramal de espinas y Zentro, se introduce en los poros de una trascendencia erótico–religiosa que está llamando por nosotros, por doquier, como una jauría de ménades furiosas que —descendentes de las montañas— claman por el orgiástico estallido de su cólera ciega y extática. Estamos, pues, ante el ascetismo pornocrático, o la pornoascesis como elevación del alma, donde se teje una hibridación entre lo santo y lo perverso. O entre lo demoniaco y lo divino.
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EN LIBRERÍAS
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NARRATIVA No contar todo
La muerte del comendador
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POESÍA EN SEGUNDOS Un polvo en condiciones
FCE: mal tiempo VÍCTOR MANUEL MENDIOLA mendiola54@yahoo.com.mx
D Emiliano Monge Literatura Random House México, 2018 388 páginas
Haruki Murakami Tusquets México, 2018 478 páginas
Irvine Welsh Anagrama España, 2018 452 páginas
“La historia es la corriente invisible que mueve todo en el fondo”, dice el narrador de esta novela en la que autobiografía y ficción comparten la mesa. Padres, abuelos, hermanos, hijos desfilan a partir del momento en el que Carlos Monge McKey ajusta cuentas con uno de sus enemigos y decide huir y cambiar de nombre. La huida es, pues, un sino familiar, que se impone de generación en generación, transformando la vida en una cadena de ensoñaciones y calvarios.
Un retratista abandona Tokio y se marcha al norte de Japón. Se recluye en una casa solitaria en medio del bosque y ahí, entre la abundante obra plástica almacenada en el desván, encuentra una pintura titulada La muerte del comendador. La obra, en paralelo con la ópera Don Giovanni de Mozart, más una serie de personajes, crearán una espiral de acontecimientos en la existencia de ese hombre hundido en un dilema existencial.
Juice Terry Lawson, quien ya había asomado la cabeza en Cola y Porno, un pícaro que lo mismo hace de taxista que de traficante de drogas, seductor y vulgar, se deja llevar por una marea de acontecimientos tan descocados como buscar a una joven desaparecida, socorrer a una actriz suicida y hacer de guía de un millonario estadunidense. El ritmo es trepidante y la escritura se rebela contra toda forma de corrección política, tanto que se regodea en la obscenidad y la blasfemia.
Todo cuanto amé
Juan Griego
La flauta mágica
Siri Hustvedt Seix Barral México, 2018 491 páginas
Alfonso Domínguez Defausta México, 2018 725 páginas
W.A. Mozart y Carla Manea Emse Edapp España, 2017 36 páginas
En 1975, el historiador de arte Leo Hertzberg descubre a un artista excepcional, un creador hasta entonces desconocido. Bill Weschler es el pintor que asombra a Hertzberg a tal grado que se forja entre ellos una sólida amistad, y con los años será el propio historiador quien cuente la vida del artista con sus inmensos claroscuros. Las relaciones humanas y el proceso de creación artística son los ejes de esta novela en la que Hustvedt explora eso que suele llamarse destino.
Además de diseñador de moda, Domínguez también es escritor. Su novela Juan Griego apareció originalmente en 1992 y ahora la presenta aumentada y corregida. Está ambientada en la Argentina de la junta militar. Una historia de amor y Borges forman también parte de ella. Así explicó en su momento el autor el por qué del lugar: “Parte de mi alma está allí, porque la literatura de autores como Jorge Luis Borges o Juan Rulfo me unió sentimentalmente a aquellos países”.
La colección Música para niños pretende acercar a los pequeños mediante una historia ilustrada y una selección de la música de las grandes obras. Se sabe que con Mozart se tiene una apuesta segura y la elección de La flauta mágica es una buena puerta de entrada, más allá de las discusiones eruditas y simbólicas que la rodean. Para los objetivos de la edición, no se debe ir más allá de los límites del cuento de hadas y la lucha del bien contra el mal.
urante muchos años, el Fondo de Cultura Económica fue no solo una referencia obligada en la publicación de libros importantes para la vida intelectual hispanoamericana sino una valoración de la buena poesía en nuestro idioma. Publicar en el Fondo no era fácil y el lector exigente sabía que los libros de las colecciones Letras Mexicanas o Tezontle garantizaban —más, menos— originalidad. Así, con el antecedente en los años cincuenta de las ediciones de Alfonso Reyes, Carlos Pellicer, Luis Cernuda y Octavio Paz, en los sesenta aparecieron, por un lado, Montes de Oca, Pacheco, Aridjis y Zaid y, por el otro, poetas de La espiga amotinada. Un poco más tarde, en torno a 1980, entraron en el catálogo de la editorial Jaime Reyes, David Huerta, José Luis Rivas y Fabio Morábito. Bajo la mirada exigente de José Luis Martínez y Jaime García Terrés, la institución abrió las puertas a los jóvenes. En las discusiones hubo entusiasmo y también dudas, pero los nuevos tenían qué ofrecer y carácter. Las cosas cambiaron cuando un político llegó a dirigir el Fondo y luego otro y otro y otro. El resultado de esta mudanza ha sido el apocamiento de las legendarias colecciones mencionadas y la introducción de un criterio “amplio” para escoger autores. Ahora, los libros de poesía tienen portadas absurdas —imposible leerlas—, ya no pertenecen a Letras mexicanas y, lo peor, el número de autores “regulares” supera con mucho a los excelentes, algunos fuera o casi fuera de catálogo (Luis Miguel Aguilar, Antonio Deltoro, Marco Antonio Campos, Verónica Volkow, Samuel Noyola, Juan Carlos Bautista…). Además, y esto es lo más grave, privilegian una sensiblería oculta en “imágenes”. En los últimos años, la influencia de una ininteligible crítica retórica, amparada en una falsa comprensión de las vanguardias históricas, ha promocionado una escritura sinuosa, vaga y en trance patético. Si tomamos los Premios Aguascalientes publicados por el FCE —¿quién les dijo que publicar premios era buena idea?— encontramos ese lenguaje impreciso, sin resonancia y sentimental: “Al centro del vértigo,/ en la corona argenta de la fiebre” (Jesús Ramón Ibarra) o “Habitamos en el costado espiritual de la luz púrpura” (Renato Tinajero). Tenemos así una visión melodramática del lenguaje, una pobreza imaginativa con adjetivos torpes (“corona argenta”, “costado espiritual”). Basta con recordar “Colibrí, astilla que vuela hacia atrás” de Montes de Oca o “¡Qué extraño es lo mismo!” de Zaid para ver la enorme diferencia. ¿Por qué muchos poetas han olvidado el círculo mágico y el círculo lógico de Villaurrutia? ¿Por qué siguen el “lingüístico” guirigay argentino que en realidad es gringo? Alivió saber que ya no continuaría el maltrato del Fondo en manos de políticos gracias al arribo de una escritora. Pero cambió. Ojalá que el escritor Paco Ignacio Taibo II sea capaz de hacer a un lado la politización de sus predecesores y reconocer que la grandeza del Fondo radica en obras de alto nivel intelectual como las de Hegel y Marx o como las de Reyes, Paz y Revueltas.
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CINE
27 DE OCTUBRE 2018
RESEÑA
ENTREVISTA
La mirada de Lauren Bacall ANDREA SERDIO
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etty Joan Weinstein Perske era el verdadero nombre de Lauren Bacall. Nació el 16 de septiembre de 1934 y murió el 12 de agosto de 2014, casi a los 90 años. Comenzó su carrera en el teatro, en Nueva York, en papeles insignificantes. Aún sin triunfar en los escenarios, le llegó la propuesta de trabajar en el cine con Howard Hawks. En 1944, en la filmación de su primera película, Tener o no tener, conoció a Humphrey Bogart. Él tenía 44 años y era el actor más cotizado de Hollywood. Ella tenía 19 y era una debutante que temblaba de pies a cabeza. Para controlar ese temblor incesante, bajó la cabeza mientras levantaba los ojos hacia su famoso compañero. Ese fue el origen de su célebre y enigmática mirada. Durante el rodaje, Lauren y Bogart se enamoraron. Él estaba casado pero su vida era un desastre. Comenzaron a salir y en 1945, después de un complicado divorcio, el 21 de mayo se casaron. Tuvieron dos hijos y solo la muerte de él, el 14 de enero de 1957, pudo separarlos. Con Bogart, Lauren filmó cuatro películas: Tener y no tener, El sueño eterno, La senda tenebrosa y Huracán de pasiones (o Cayo Largo), en la que Edward G. Robinson interpreta a un mafioso oculto en un hotel de Florida, donde toma a un grupo de rehenes entre los que se encuentran la dueña del local (Bacall) y un veterano de guerra protagonizado por Bogart. Lauren Bacall lo mismo hizo comedias que dramas. Entre sus mayores éxitos de crítica se encuentra Cómo pescar a un millonario, en la que comparte créditos con Marilyn Monroe y Betty Grable. Fue la primera película filmada en Cinemascope y tiene como moraleja que es más valioso el amor que el dinero. Lauren se volvió a casar en 1961 y se divorció ocho años después por el alcoholismo de su esposo, el actor Jason Robards, con quien tuvo a su tercer hijo. Era ya una actriz consagrada y en su filmografía había películas como El trompetista, Mi desconfiada esposa y el extraordinario melodrama Escrito sobre el viento, en el que dos amigos se enamoran de la misma mujer. Lauren era admirada no solo por sus películas sino también por su carácter decidido y sus convicciones políticas y sociales. Se opuso con vehemencia al macartismo, publicando incluso un artículo en contra de esta política en el Washington Daily News. En 2009, la Academia de Hollywood reconoció su valor y trayectoria con el Oscar Honorario. Lauren Bacall siguió activa mucho tiempo; su última película es el drama The Forger, de 2012. Con esta cinta, a los 88 años, culminó una carrera que inició en el teatro pero que encontró en el cine la consagración como leyenda del siglo XX.
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Museo evoca el hurto al Museo Nacional de Antropología la madrugada del 25 de diciembre de 1985.
Alonso Ruizpalacios
“Algo tiene este país que no impulsa a sus jóvenes”
L
HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com FOTOGRAFÍA PANORAMA GLOBAL
a noche del 25 de diciembre de 1985 un par de jóvenes hurtaron piezas del Museo Nacional de Antropología. En el año del terremoto, la noticia del “robo del siglo” volvió a sacudir al país. A partir del hecho, el realizador mexicano Alonso Ruizpalacios filmó Museo, una ficción que cuestiona los argumentos de la Historia tal y como la conocemos. ¿Por qué hacer una película sobre el robo de piezas del Museo de Antropología en 1985? Hace diez años, Manuel Alcalá comenzó con la idea de hacer una película acerca del robo. Yo llegué después. Mi recuerdo sobre aquel episodio era muy vago, pero la historia resulta bastante increíble e interesante para filmar. ¿Por qué modificar el nombre de los ladrones? ¿Usó la ficción para llenar los huecos alrededor del caso? Decidimos cambiarles los nombres cuando descubrimos que habíamos descrito a otros personajes. Los primeros tratamientos del guión estaban más apegados a la historia real, pero no funcionaban como película. Por eso tomamos decisiones más creativas y que no necesariamente corresponden a lo sucedido. Además, las familias de los ladrones no quisieron involucrarse en la película. Al final, todo esto permitió hacer un comentario so-
bre cómo la Historia se arma con mucha ficción e interpretaciones. De hecho, hay momentos que cuestionan la veracidad de la Historia; por ejemplo, cuando retoma el episodio de la piedra de Coatlinchán. El episodio de Coatlinchán permite hablar de la fundación del museo y nos ayudó a plantear una reflexión sobre cómo los museos, en muchos casos, se forman con colecciones de objetos robados por más que persigan un bien común. En una escena, uno de los personajes dice: “no hay preservación sin saqueo”. Queríamos provocar y preguntarnos: ¿ladrón que roba a ladrón es un delincuente? No pretendemos dar una respuesta sino ponerlo sobre la mesa. Una de las líneas de la película consiste en indagar lo que los ladrones tenían en la cabeza al planear el robo. ¿Por qué? Nos asumimos incapaces para responder por qué lo hicieron. Preferimos abrazar nuestra duda y convertirla en uno de los temas.
“Queríamos provocar y preguntarnos: ¿ladrón que roba a ladrón es un delincuente?”
Al igual que en Güeros, en Museo la territorialidad es muy importante. No me gustan las historias sin contexto. Me interesa el entorno tanto como la trama. En su libro Saqueo, Sharon Waxman cuenta cómo los grandes museos del mundo se hicieron de sus piezas por medio del robo. La autora plantea que quizá lo que nos fascina de los robos de arte es lo que nos dicen acerca de la ciudad donde ocurrieron. Esto me importa y esta historia tenía un contexto muy rico para explorar: Satélite, Acapulco, Palenque. ¿Qué le dice al México de hoy aquel suceso que fue calificado como el robo del siglo? Es un caso muy interesante y con varios ecos. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Antes de eso la seguridad del museo estaba muy descuidada. Queremos tapar el pozo ahogado el niño. Me interesaba, además, hacer de las piezas un personaje para que el espectador pensara en su significado. Hay también una línea que me permite hablar de la falta de oportunidades para los jóvenes. En Güeros también recupera el universo juvenil. Sí, pero no fue premeditado. Algo tiene este país que no termina de impulsar a sus jóvenes, y que los lleva a incurrir en travesuras estúpidas.
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INTÉRPRETES
27 DE OCTUBRE 2018
PERIPECIA
PERSONERÍO
Sin el peso de las centurias
Leda, la soñable JOSÉ DE LA COLINA
ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail,com FOTOGRAFÍA PILIPALA
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Por temor a que cantemos libres se presenta los sábados a las 19:00 horas en La Capilla, Coyoacán.
l peso de siglos de opresión y violencia se libera a manera de géiser que dispersa en canto, movimiento y palabras la historia de cinco mujeres en busca de sí mismas, a través de su voz y la expresión de su cuerpo, en Por temor a que cantemos libres, que hace eco de esa rabia heredada por generaciones que expone desde el escenario el permanente atropello de jueces, inquisidores, maridos y sociedad en general en contra del género femenino. La grácil presencia de la actriz Lizeth Rondero y de la pianista Alba Rosas contrasta con lo que una amante del demonio, una mujer encerrada, una panadera, una madre cruelmente violentada y una joven universitaria exponen sobre su vida a través del texto escrito por Felipe Rodríguez, cuya dramaturgia alude esencialmente al maltrato y la discriminación de que fueron objeto estos personajes y a la amplia energía sexual de dos de ellos. El castigo infligido por la Inquisición al personaje de María Josefa, “beata turbada por el demonio y poseedora de una comezón ardiente”, es expuesto mediante el texto dotado de contundentes significados por la actriz Lizethe Rondero que, ataviada con un hábito morado, estampado de imágenes religiosas, remite al espectador al horror del doble padecer que recae en Mauricia Josefa, presa de un ardor religioso y sexual sin freno.
La temprana y brillante capacidad profesional del personaje de María Gertrudis, truncada por prejuicio social, destino y machismo, subraya el camino de obstáculos, que aun con aliados permeó la postura excluyente y discriminatoria contra la inteligencia femenina desde la Nueva España. Mientras tanto, los personajes de María López, la fogosa panadera —cuya historia parece haber tenido la meta de darle un respiro al espectador con escenas pícaras y ligeras—, y el de Trinidad Ruiz, madre confesa de un delito difícil de ser juzgado, dejan al público en un complejo terreno movedizo de causas y efectos. Felipe Rodríguez, autor que tuvo la visión de abrirle paso a un fragmento de la historia de Hermila Galindo, a 130 años del natalicio de esta duranguense feminista, constitucionalista, periodista, diplomática y primera censora legislativa en México, necesita apuntalar la estructura dramática de este personaje, que resulta el menos contundente, siendo el más cercano al espectador de hoy y el único cabalmente emancipado. La dramaturgia pudo reducir la cantidad de personajes para tener oportunidad de profundizar en cada historia y crear vínculos entre
La dramaturgia pudo reducir la cantidad de personajes para crear vínculos
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las mujeres ahí representadas y la audiencia, de modo que se acortara la distancia entre los espectadores que percibieron el montaje como una querella en cinco tiempos. La música, importante aportación original de Omar Guzmán, culterana y popular a un tiempo, mediante piezas de géneros distintos, otorga mayores elementos a los personajes que, inmersos en su circunstancia, cantan sus desventuras y deseos envueltos en crítica, con tintes filosóficos, a través de la brillante y educada voz de Rondero, quien muy bien cobijada al piano por Alba Rosas enriquece el interior de sus cinco personajes. La dirección de Nora Manneck, cuyo concepto escenográfico resuelve con eficacia el espacio mediante un miriñaque y un gran baúl evocadores de cárcel, armario, cajón y el elemento estructural de ornato femenino, requiere una buena gama de matices que apoyen a la actriz en favor del crecimiento, la mesura y la progresión de algunos personajes, además de modificar acciones, como la que por ejemplo subraya innecesaria y literalmente, con un mazo, la irritación que desde un principio se expande en el escenario. Lizeth Rondero, actriz ataviada en pantalón corto con mallas y corsé diseñado por Giselle Sandiel, en una buena mixtura que enlaza antiguas épocas con la actualidad, y Alba Rosas al piano, sustentan con brillantez actoral y musical este canto que se libera sin el temor ni el peso de centurias.
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irán ustedes que esta página debiera llamarse Personajerío, porque Leda y su ave favorita son personajes imaginados por algún poeta, es decir, que no son personas tangibles y visibles y oíbles, pero el mundo se arma de muchas maneras y hay autores que tratan a uno y otro de los dos reinos sin fijarse en cuál es vaporoso y flotante y cuál pesa con su carga específica en el espacio que tenemos la costumbre de llamar realidad, pues la gran cantidad de autores de ficción puede ser que no distinga, al menos en el momento de levantarlos en sílabas, unos de otros. Y así es como yo escucho el monólogo de Leda, entre las líneas de agua de la escritura. Una aclaración: hace más años de los que me atrevería a fijar la fecha, Alberto Gironella, el pintor que acostumbraba usar la “escuela española” para alterarla en flotaciones mitológicas que solo él comprendía, me regaló una imagen de Leda. Tal imagen, hecha de dibujo en tinta china, de acuarelado y de óleo, estaba dedicada, o por dedicar, a otra persona que nunca la recogió, y una noche de vino, sardina y pan, me la regaló. Yo a veces la contemplo, creo que con la misma emoción de la primera vez, y escucho su carta hablada: —Soy la mujer o la diosa o el monstruo de tu mundo onírico. Soy Leda, la zoológica heroína de una epopeya puramente lírica que has edificado en torno a mí. Y, si no fuese demasiado pretencioso de tu parte, hay que creer que las envolturas míticas y místicas con que la levantas del plano de los sueños es enteramente tuyo, puesto que tú serías el cisne que la cubre haciéndole el amor. Soy tu Leda, entonces, y después de acariciarte tan largo rato que habré perdido la noción del tiempo, tú supones que estás poseyéndome, como si fuese solo la reencarnación de algo idealizado a hacerse visible a la manera de un pensamiento fijo, de esos que calientan la frente con el ardor de las obsesiones. Siempre rendiste culto a esa leyenda que me permite alzarme desde el mundo de lo humano al mundo de lo divino, o sea, lo mitológico, ya que no hay divinidad sin mito. “Leda, pues, y a mi modo te poseo por los canales subacuáticos de la imaginación, la cual hace tiempo considerable era salvaje, es decir, violenta como una marejada o como un gorila kingkongesco o como un leve céfiro aromado por perfumes orientales y surgidos de un soneto de Góngora o de Lope de Vega o de Mallarmé. A través de mis edades, he surgido de fulguraciones íntimas del espacio interior que a cada uno corresponde. “Soy Leda, pues, tu estrella buscada y nunca hallada, o sea cada vez más imperiosa, más hecha de la materia fugitiva del mito particular. En mi carta de identificación está una parentela que va desde Eva hasta Cyd Charisse, y no pongo más personajes recientes porque en principio me bastarían para nombrar mi feminoteca en la cual me pierdo entre relámpagos de piernas, bocas, pechos, senos, ojos y labios sonrientes de haber saboreado la dulce y tierna obsesión de la mujer ideal, en el sentido de la más deseable, querible y soñable”.
“Soy la zoológica heroína de una epopeya lírica que has edificado en torno a mí”
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DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO, IVÁN RÍOS GASCÓN ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ
LABERINTO
27 DE OCTUBRE 2018
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A
TOSCANADAS
lguna vez escribí sobre la mudanza de casa. Los mudanceros suelen portar con suma entereza un refrigerador dúplex, el ropero de la abuela o un bóiler de cien litros; pero cargar con cajas de libros les solivianta el espíritu al punto de llegar a sentir que no es parte del oficio. “Usted cargue con los libros”, me dijeron la última vez, y hube de subir y bajar escaleras hasta que me reventaron las piernas. Y es que el libro es un objeto que, reunido a granel, tiene mayor densidad que cualquier mueble doméstico. El libro también se vuelve un lastre cuando se viaja en avión. En el pasado, había confianza entre desconocidos. No era raro que ante una situación de sobreequipaje, alguien se ofreciera a echar algunos kilos en su maleta desnutrida y regresar la mercancía en el aeropuerto de arribo. Además, hace alrededor de quince años, la tolerancia de equipaje
Narcotraficante DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com
EXCESO DE EQUIPAJE
Las líneas aéreas autorizan solo 23 kilos de equipaje, un inconveniente para quien transporta libros.
en viajes trasatlánticos era de dos maletas de treintaiséis kilos cada una. Luego vinieron los sindicatos de estibadores que redujeron el peso máximo por valija con argumentos de columnas vertebrales y después fueron las propias aerolíneas las que se volvieron mezquinas. Cada vez que vengo a México me hago de una buena cantidad de libros y revistas, y el impulso lector siempre termina por sobrepasar los veintitrés kilos que autoriza la línea aérea. Esto siempre me presenta un dilema y tengo que tomar varias decisiones de Sophie. Por lo pronto, eché en la maleta Caravaggio in Detail, 2.2 kg; 400 años de Cervantes en México, 1.5 kg; Balthus. Las tres hermanas, 1.4 kg; cinco revistas de Artes de México, 3.5 kg; diez revistas de Arqueología Mexicana, 2.6 kg; trece novelas de títulos varios, 4.4 kg, entre las que se sabe que Acantilado pesa más por página que Alfaguara,
y Alfaguara impresa en España pesa más que Alfaguara impresa en México. Además eché una botella de tequila Herradura de 1.6 kg, tres botes de mole Cocina Mestiza que suman 1.2 kg y un bote de salsa macha de 450 gr, y, tomando en cuenta que la maleta pesa dos kilos, apenas me quedó margen para meter dos calzones y un par de calcetines. Vi un reportaje en el que agentes antinarcóticos del aeropuerto de Barajas detectan a los sospechosos porque los bolsos evidencian más peso del habitual. Supongo que me detendrán, ya que me echaré a cuestas una pequeña mochila que terminará pesando doce kilos, y libros como el de Caravaggio o Balthus tienen mayor densidad que un ladrillo de cocaína. “¿Trae droga?”, me preguntarán. Y yo les diré que sí. Que en mi mochila y en la maleta que documenté traigo al menos dieciocho kilos de la droga más adictiva y maravillosa del mundo.
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BICHOS Y PARIENTES
Maxmordonía y corrección
H
oy es el Día Internacional del Corrector de Textos, celebración instaurada por la Fundación Litterae, en 2006. Participan tres países: Argentina, México y España, y eligieron esta fecha por ser el cumpleaños de Erasmo de Róterdam... pero Erasmo nació el 28 de octubre, no el 27, aunque el gran Johan Huizinga dice que fue el 27, porque en la noche comenzó el trabajo de parto. El distingo puede ser una errata o una ultracorrección. Y queda perfecto porque la disciplina de corregir los textos solo puede tener dos firmas: el error y esa estulticia para la que Juan Almela halló el epíteto epónimo “maxmordonía”, y lo echó a resonar en un poema notable: “Cultura”, donde interpela a la Señora, llamándola “Puerca albina maxmordona (sin la dichosa cubatura de la marrana auténtica) con un ojo azul y otro saltado”. Maxmordón es, entonces, el corrector que siempre sabe más que sus autores y lleva las corrigendas hasta los confines extremos de la cultura. Almela padeció muchos años el oficio de corregir los textos y se arruinó los ojos dejando los libros legibles. Y es que el de corrector, como el de burócrata, es uno de esos oficios en los que el trabajador se distingue por sus errores o por su necedad. Son oficios poco simpáticos, pero indispensables mientras seamos adeptos a las meteduras de pata. Porque entendemos que algo es verdadero cuando no depende del sujeto que lo dice. El ejemplo más simple y claro es la aritmética: la suma de dos más dos da cuatro, sin importar ni quién, ni cuándo, ni dónde lo diga. No es posible que sea falso y es independiente de toda opinión. La verdad es exterior a la
JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA HOYONLINE
persona que la enuncia. En cambio, el yerro, la metida de pata y los disparates siempre tienen autor, nombre y apellido. El buen burócrata es invisible; al malo se le recuerda con rencor. Lo mismo los correctores de textos: cuando hacen bien su trabajo, desaparecen, como si no hubieran existido nunca. Oficio de abnegación y santidad. Y para celebrarlos, aciertan al elegir como Patrono al gran Erasmo, que corrigió mil cosas, tradujo un ciento y
Cuando hacen bien su trabajo, los correctores de textos desaparecen, como si no hubieran existido
dejó una escuela de griego antiguo que se convirtió en la ortodoxia preferida en los países de tradición católica. Los protestantes defienden la tradición establecida por Johannes Reuchlin. Las diferencias principales entre ellas no son estructurales sino en las distintas conjeturas acerca de la pronunciación de una lengua muerta. De dirimir un griego antiguo han surgido enemistades acres y necedades intransigentes entre eruditos, que no se enteran de que nunca sabremos cómo diablos pronunciaba Sócrates la eta o la úpsilon. Lo que viene a cerrar la pinza, entre la muela del error y la de maxmordonía, es el Elogio de la locura, que Erasmo escribió como un divertimento breve para su amigo Tomás Moro. En griego, Morías Encómion le recordaba el
En 2006, la Fundación Litterae instauró el 27 de octubre como el Día Internacional del Corrector de Textos.
apellido de Moro y él mismo tradujo esa forma griega de locura con el latín stultitia. En español existe y abunda la estulticia, pero ningún traductor pondría: “Elogio de la estulticia”, corrección que han intentado algunos maxmordones. Y no se puede traducir así porque las locuras, los empecinamientos y delirios no son equivalentes de una lengua a otra, ni de una época a otras. La verdad y el acierto, cosa de todos, son traducibles; el error y las locuras son de cada sujeto. Erasmo elogia cierta forma del empecinamiento que no es la del lunático sino la de aquel que apuesta vida y muerte a una verdad que nadie más puede ver o entender. Esa locura que aterraba a los dioses, titanes y mortales cuando atestiguaban el castigo a Prometeo, encadenado eternamente por su abominación: ese empecinamiento, su necedad. Según Esquilo, Océano llama a Prometeo a recuperar su sensatez: “¡Date cuenta de quién eres y cambia tu modo de actuar!” La monstruosa culpa de Prometeo fue obedecer a un pensamiento propio que no compartían los demás. Le dio el fuego a los hombres y, con la lumbre, los oficios que hicieron de esta raza menor una especie independiente, capaz de valerse por sí misma. Prometeo es el origen de la autonomía, salvó a la humanidad, pero nada bueno salió para él o los dioses. Es loco, por supuesto, quien cree que existe la verdad personal, o la razón privada. Pero eso fue lo que hizo Prometeo. Y Sócrates. Y Antígona. Y Jesús... ¿Y cómo distinguir entre un benefactor de la humanidad y un maxmordón? Por lo pronto, celebremos la fundamental labor de quien corrige textos, aunque sea con un patrono que no es santo y en una fecha equivocada.
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