Laberinto No.804 (10/11/18)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO PERSONERÍO

ENSAYO

JOSÉ DE LA COLINA

JOSÉ GONZÁLEZ MÉNDEZ

La universidad del Aquelarre

Antonieta Rivas Mercado recuperada

Foto: Cortesía El Hórreo

Foto: Archivo Revista de Revistas

SÁBADO 10 DE NOVIEMBRE DE 2018 AÑO 15 - NÚMERO 804

Pierre Michon: los espacios entrañables Melina Balcázar Moreno/ FOTOGRAFÍA: ROGER CREMERS


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ANTESALA

10 DE NOVIEMBRE 2018

ARTES VISUALES

Narrar la resistencia MIRIAM MABEL MARTÍNEZ FOTOGRAFÍA CENTRO CULTURAL TLATELOLCO

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l 19 de octubre se inauguró, en el Centro Cultural Tlatelolco, M68: Ciudadanías en movimiento, un memorial que invita al visitante a recorrer la historia de las resistencias en México. La temática será permanente pero no su contenido. Al igual que el macro repositorio digital, m68.mx seguirá creciendo y proponiendo lecturas que enriquezcan el propósito del memorial. Esta exposición-archivo es narrada a través de piezas de arte (pintura, fotografía, instalación, gráfica), documentos, prensa, videos, audios que van armando —emulando a la propia museografía— un rizoma que une y expande conceptos, historias personales y explosiones colectivas que —a la manera de los collages del padre del pop art Richard Hamilton— son reapropiadas y recontextualizadas para generar —como lo hiciera el artista inglés— una reflexión visual y crítica sobre la sociedad de consumo. Uno de los atractivos es la puesta museográfica. Las estructuras modulares más que soportes son parte del discurso; archiveros que son transitados por el visitante, quien recorre la muestra como si fuera un glosario viviente en el que las piezas de arte renuncian a su “aura” para mimetizarse con el documento (Izquierda, de Arturo García Bustos) y, simultáneamente, el documento suelta su rigidez para exhibirse en su propia belleza (gráfica de los registros telúricos de los sismos de 1985). Si bien hay una entrada y una salida, la exhibición está dispuesta como un laberinto moderno: todos los caminos llevan al 68. Y, aunque hay una línea cronológica, el espectador entra a un viaje por el tiempo. Se va y se viene para entender cómo fue la explosión del movimiento estudiantil, de dónde venía ese ánimo, qué expresaba y, sobre todo, qué provocó no solo en el ámbito político-social, sino en la gestación de una mirada política (la obra del Grupo Proceso Pentágono), de una forma de estar, como lo evidencia Cuentos patrióticos de Francis Alÿs (video realizado junto a Rafael Ortega), de colaboraciones artísticas y sociedad civil, como las muñecas Lucha y Victoria (diseñadas por Vicente Rojo que confeccionaron las costureras víctimas de los terremotos de 1985 y que se reinventaron como activistas) o de la interacción tecnológica, como el videojuego Schisma de Edgar Aragón y Rodríguez. Así, al igual que Hamilton, esta exhibición entrecruza el imaginario mediático con la filosofía, lo popular con lo culto, la acción civil con el acto artístico… para provocar y seguir narrando la resistencia.

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Pieza de la explosición M68.

Bohemian Rhapsody: La historia de Freddie Mercury. Dirección: Bryan Singer. Gran Bretaña, EU, 2018.

HOMBRE DE CELULOIDE

Volver a casa libre de culpa

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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA GK FILMS

on tantos los clichés que se han formado en torno a los biopics que se han transformado en elementos de género hollywoodense: contra todo y a pesar de todo, un chico talentoso se abre paso rumbo al Olimpo de la fama. Pero Bohemian Rhapsody: La historia de Freddie Mercury es una película bien cuidada. Tanto que va a gustar al fanático que sabe el dato erudito sobre Queen y al aficionado que va al cine por un poco de rock and roll. Como es cine de género, es de esperar que todo comience con una escena grande: en el Estadio de Wembley, en 1985, se abren las cortinas del back stage y Freddie Mercury enfrenta a un mar de fanáticos que lo aclaman. También es de esperar el flash back. Farrokh Bulsara (nombre original de Mercury) es un don nadie a quien sus compañeros llaman Paqui en referencia a su aspecto paquistano. Él no se arredra. Carga maletas en el aeropuerto. Y sueña. Sabemos qué pasará. Pero como a decir verdad Bohemian Rhapsody es una buena película comercial, lo que esperamos no sucede exactamente como lo imaginamos. En efecto, veremos a Farrokh luchando con un padre que quiere obligarlo a tener una vida convencional, lo veremos cambiando su nombre por el sonoro Freddie Mercury y lo vere-

mos tomando cerveza en un pub donde finalmente conseguirá una primera oportunidad para cantar. Despega la carrera frenética y todos nos ponemos de buen humor porque sabemos que llegará el momento en que Freddie tocará las notas de su obra maestra y que sucederá exactamente lo mismo que en Immortal Beloved, cuando el héroe silba el tema del cuarto movimiento de la Novena y el público sonríe como sintiendo lástima de los pobres tipos que dentro de la pantalla no saben que están escuchando algo más que una obra maestra, un fetiche cultural. ¡Nos sentimos tan sabios! Y todo esto está más o menos bien pero lo que distingue a Bohemian Rhapsody de películas como Amor y piedad (basada en los Beach Boys) o La vida en rosa (sobre la vida de Edith Piaf ) es la historia de amor. Porque, hay que decirlo, el gran problema con estos biopics es lo mismo que da comodidad. Sabemos qué va a suceder pero corremos el riesgo de aburrirnos tanto como en aquella película de Richard Attenborough sobre la

Bohemian Rhapsody es una película cuidada, va a gustar al fanático y al aficionado

vida de Gandhi que parecía no terminar nunca. Bohemian Rhapsody nos salva de este horror porque se concentra en la pasión romántica de un homosexual por una mujer a la que ama pero no desea. Es aquí donde deja de importar el biopic y comienza a importar la película. Esta apasionada historia de un amor que no puede consumarse más allá de un ideal tan alto que puede poner a cantar a cien mil espectadores pero no le da a los amantes una auténtica noche de amor. Es verdad que por momentos pareciera que los guionistas ponen en el amante homosexual toda la maldad y en la lánguida rubiecita todas las bondades pero los escritores terminan por arreglar las cosas y le dan a nuestro héroe la oportunidad de aceptarse a sí mismo. Si sucedió o no poco importa. Ésta es la historia de un homosexual enamorado realmente de una mujer y es eso lo que la vuelve interesante porque ofrece una mirada poco trabajada en torno al amor romántico. Una que demuestra que a veces no basta la voluntad para que estén juntos los amantes, que la pasión sexual no es de ninguna manera lo mismo que el amor romántico, algo más parecido al sentimiento de volver a casa, sentirse comprendido y libre de toda culpa.

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ANTESALA

10 DE NOVIEMBRE 2018

POESÍA

La dama y el unicornio JESÚS GÓMEZ MORÁN

Dama y montura aparecen con forma de un alebrije en el justo momento de en un abrazo trenzarse y así ornan faz de lunar colibrí en que se miran: símbolo que en un reflejo se torna. Como dragón a un deseo ensillado por dentro viéndonos todo es amorfa materia, ruta de errantes estrellas que nuestra deformidad funde en su horno. Cual mariposa a su flor cavicornia, me adhiero en beso a tu intacto sol negro mientras que imagen de amor polimorfo sobre el azogue desfila un caballo que ante su dama mudó a unicornio. Este poema forma parte de Cánticos a Erígona (Agua Escondida Ediciones, México, 2018). EX LIBRIS

Les Liaisons dangereuses/ EKO

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ESCOLIOS

El refugio de la conversación ARMANDO GONZÁLEZ TORRES

@Sobreperdonar

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ontaigne, con la invención del ensayo, patentó la conversación como género literario. Aunque el legado de Montaigne tuvo extraordinarios seguidores en su lengua, en los tres siglos siguientes a su muerte, su inventó floreció mayormente en Inglaterra. A diferencia del ambiente absolutista, de exaltación y de terror que sucesivamente vivió Francia, el suelo inglés ofreció un clima más fértil y estable para el género dialógico del ensayo. Acaso en este país, los usos y costumbres de la Ilustración arraigaron más duraderamente y la divulgación del conocimiento y las artes de la opinión se volvieron fundamentales. Para una parte de la población, se hizo habitual la frecuentación de bibliotecas, clubes de lectura o casas de café, así como el consumo de revistas y periódicos. El surgimiento del denominado “público” permitió, a su vez, que los artistas, pensadores y escritores ya no dependieran solo de los mecenazgos y propició mayores márgenes de independencia. El públicoconsumíamaterialperiodísticoquemediaba entre el especialista y el aficionado, difundía opiniones políticas y ofrecía entretenimiento y temas de conversación. Este desarrollo se retroalimentaba con fenómenos como la popularización del café y el establecimiento de casas públicas para consumirlo, lo que permitía mezclar clases sociales, profesiones e ideologías políticas y religiosas alrededor de la charla informal. Si a ello se agrega un régimen político con crecientes contrapesos entre poderes, se puede entender el giro radical que, con respecto a otros países, adoptó la conversación pública en Inglaterra: las personas con formaciones, intereses e ideas antagónicas podían confrontar sus ideas; se matizaban y aireaban los dogmas y se valoraba la polémica cordial, digamos deportiva, donde brillaban el argumento y el ingenio. El género ensayístico constituyó el arquetipo de esta disposición afable a la conversación con los demás, incluidos los adversarios que, más que aplastar, buscaba encontrar coincidencias y complementar visiones. Si bien no se anulaban las profundas diferencias, la disidencia no era motivo de enemistad o encono y se buscaba hacer de la tolerancia y la urbanidad los motores de la vida intelectual. Mucho de este memorable espíritu ilustrado ha cambiado en la escena pública más reciente. En distintas latitudes, la conversación se anula y el debate público, desde los medios impresos y electrónicos hasta las redes sociales, se caracteriza por una marcada contra–ilustración. A menudo fragmentada y polarizada, la discusión parte de pensamientos únicos, carece de referentes comunes y es refractaria a las coincidencias. Tras la escenografía de la conversación democrática y liberal, tiende a imperar una auténtica ley de la selva, en la que los poderosos desdeñan los argumentos, llaman enemigos del pueblo a sus críticos y descalifican las preguntas incómodas. La conversación, la gran herencia de Occidente, también busca refugio.

El debate público, en los medios y las redes sociales, se caracteriza por una contra–ilustración

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LITERATURA

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Las tres vidas de Antonieta Rivas Mercado JOSÉ GONZÁLEZ MÉNDEZ FOTOGRAFÍA EMILIO AMERO

El libro que Tayde Acosta Gamas ha puesto en manos de los lectores arroja una nueva luz sobre la figura ausente de Contemporáneos

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ntes del mediodía me habré pegado un balazo”, decía el mensaje. El cónsul general de México en París, Arturo Pani, lo leyó y constató que lo anunciado por la escritora Antonieta Rivas Mercado durante dos largos días ya era una rotunda realidad. “Le ruego que cablegrafié a [mi esposo Albert] Blair y mi hermano para que recojan a mi hijo. No lo hago porque no tengo dinero […]. Soy la única responsable de este acto con el cual finalizo una existencia errabunda”. Rivas Mercado eligió la catedral de Notre Dame para suicidarse. Había salido de México un año antes, en 1930, huyendo de la violencia política tras su participación en la campaña presidencial de José Vasconcelos. Pretendía también alejar a su hijo de

11 años del padre, a quien las autoridades habían otorgado la patria potestad. Se instaló en Burdeos, para dedicarse a escribir. Primero la crónica sobre la campaña presidencial, que quiso titular La democracia en bancarrota, pero no vio publicada, y luego la novela El que huía, la historia de un mexicano que regresa de Europa para perecer en las turbias aguas de la política aplicada por el sanguinario jefe máximo, Plutarco Elías Calles. Este último proyecto quedó inconcluso. “Ya tengo apartado el sitio”, escribió en su diario el 10 de febrero de 1931, un día antes de consumar el suicidio. “Es una banca que mira al altar del Crucificado, en Notre Dame; me sentaré para tener la fuerza de disparar”. Así ocurrió. Apuntó al pecho y jaló del gatillo. Un sacerdote se acercó para auxiliarla. Aún vivía. Se desangraba, pero estaba consciente. Le descubrió el pecho para facilitar la respiración y se topó con una medalla de la Virgen de Guadalupe. Entonces dio la orden: “Hay que llamar al consulado mexicano”.

Antonieta Rivas Mercado (segunda de izquierda a derecha) con Federico García Lorca (izquierda) en la Universidad de Columbia. 23 de octubre de 1929.


LITERATURA

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Foto: Archivo Laura García-Lorca de los Ríos/ Fundación Federico García Lorca

Entre las pertenencias de Antonieta Rivas Mercado había una foto de su hijo, algunas monedas, una carta dirigida al cónsul Arturo Pani y, tirado más allá, el revólver que había sustraído de la valija con la que José Vasconcelos había llegado a París unos días antes. ••• A Antonieta Rivas Mercado se le conoce por ser hija de Antonio Rivas Mercado, el arquitecto que construyó el Ángel de la Independencia, por ser mecenas del grupo Contemporáneos, y por ser la amante de José Vasconcelos, el secretario de Educación que tuvo un sueño: llevar los clásicos griegos a las comunidades rurales de México para que los analfabetas aprendieran a leer; sin embargo, se le ha escatimado su valor como escritora y dramaturga. La investigadora Tayde Acosta Gamas, estudiosa de su vida y obra desde hace 20 años, acaba de publicar Antonieta Rivas Mercado. Obras (Siglo XXI Editores/ Secretaría de Cultura, 2018), un tomo en dos volúmenes que incluye cuento, teatro, ensayo, novela, crónica, traducciones, diario y epistolario. Es un trabajo que actualiza las aportaciones de obras anteriores como Antonieta (1991), de Fabienne Bradu, y los epistolarios entre Antonieta Rivas Mercado y Manuel Rodríguez Lozano publicados por Isaac Rojas Rosillo en 1975 y 1981, y Luis Mario Schneider, en 1987, además de la novela A la sombra del ángel, de Kathryn S. Blair, nuera de Antonieta. La obra de Tayde Acosta Gamas sirve también para desmontar al menos tres mitos. 1) Antonieta no fue la modelo del Ángel de la Independencia. En 1910 tiene apenas 10 años. La que en realidad posó, solo para el rostro, fue su hermana Alicia. 2) Nunca encabezó ni abanderó un movimiento feminista desde la campaña de Vasconcelos, a la que se unió en 1928. No hay evidencias en sus textos ni era tema que estuviera en boga en ese momento histórico. 3) No se gastó su fortuna en la campaña presidencial. Ayudó económicamente a las aspiraciones del ex secretario de Educación, pero no fue un apoyo sustancialmente mayor al que brindó al Grupo Ulises, a Contemporáneos o a la fundación de la Orquesta Sinfónica. ••• Para disculparse por el suicidio de Antonieta, el gobierno mexicano (no la Iglesia) envió a Notre Dame una imagen de la Virgen de Guadalupe, que fue colocada justo donde estaba el Cristo crucificado elegido por la escritora para inmolarse. Es casi natural que gente que llega de visita a la catedral parisina invente un nuevo mito al deducir que Antonieta se suicidó frente a la imagen guadalupana. En tanto, en México persiste la idea de que fue el amor loco por Vasconcelos lo que desencadenó su muerte. Falso. La investigadora Acosta Gamas considera que en la decisión de quitarse la vida influyeron más sus depresiones recurrentes, la frustración por la situación política en México, la falta de dinero (la familia rica le cerró la llave del dinero para obligarla

a regresar con su hijo secuestrado), pero sobre todo su incapacidad para garantizar al pequeño Donald Antonio la vida de rico que había llevado: colegios privados, visitas al Country Club, clases de piano y esgrima... “Lo mejor es que pase con su padre”, Albert Blair, dueño del fraccionamiento Chapultepec Heights, hoy conocido como las Lomas de Chapultepec. Sobre Vasconcelos, Antonieta escribió en su diario: “No me necesita. Él mismo lo dijo cuando hablamos largo la noche de nuestro reencuentro en esta habitación del hotel [en París]. “—Dime si de verdad, ¿de verdad tienes necesidad de mí? –le pregunté. “—Ninguna alma necesita de otra; nadie, ni hombre ni mujer, necesita más que de Dios”. ••• Otro gran acierto de Antonieta Rivas Mercado. Obras radica en incluir de una vez por todas a la escritora como parte del grupo Contemporáneos. ¿Te has convertido en la experta en Antonieta?, le pregunto. “Son casi

José Vasconcelos y Antonieta Rivas Mercado. Diciembre de 1929.

20 años de investigación, pero no me considero experta. Quizá el valor de esta obra radica en que he tratado de poner a Antonieta en su contexto: los años veinte y treinta del siglo pasado, con su grupo, los Contemporáneos (1928), antes llamado Grupo Ulises (1926–1928)”. Lanzo otra pregunta: ¿por qué se identifica a los Contemporáneos solo con nueve autores, todos hombres, por cierto, y nunca se incluye a Antonieta? “Tiene que ver con la aparición de la Antología de la Poesía Mexicana Moderna, publicada en 1928, en la que participan esos nueve autores: Jorge Cuesta, José Gorostiza, Roberto Montenegro, Salvador Novo, Bernardo Ortiz de Montellano, Gilberto Owen, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet y Xavier Villaurrutia, aunque solo el primero firma el libro. La decisión se toma porque han excluido de

Antonieta Rivas Mercado. Obras se presenta el 18 de noviembre en el Palacio de Bellas Artes

su contenido a Manuel Gutiérrez Nájera y advierten la ola de críticas que vendrá. El título aparece bajo el sello de Contemporáneos y por eso se les identifica así, aunque ellos se autonombraban Grupo Ulises”. De modo que en este trabajo reivindicas a Antonieta como parte de los Contemporáneos, le pregunto a Tayde Acosta Gamas. “Quien lea ambos volúmenes conocerá su obra: novela, cuento, crónica, dramaturgia, traducción… y constatará que era una gran escritora. No era musa de los Contemporáneos, fue mecenas y uno más de ellos, en este caso la única mujer. Además, siempre tuvo el respeto de otros personajes: Alfonso Reyes, José Vasconcelos y Pedro Henríquez Ureña. Mi interés con estos dos volúmenes es que se lea a Antonieta. Todos hablamos del mito, del símbolo, de la amante de Vasconcelos, pero no la leen. No hizo esbozos de escritora, ni escribía por pasatiempo. Era una autora extraordinaria, reconocida por intelectuales como Federico García Lorca, Victoria Ocampo y Gabriela Mistral”.

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DE PORTADA

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El autor francés conversa sobre sus líneas narrativas y sus espacios entrañables

Pierre Michon

“En mi escritura hay una voluntad monumental”

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MELINA BALCÁZAR MORENO/ PARÍS FOTOGRAFÍA BRUNO ARBESÚ

omingo por la mañana: Pierre Michon nos recibe con un fuego de chimenea en su casa, el lugar que describe en Vidas minúsculas (Anagrama), el libro que a los 37 años lo reveló como uno de los escritores franceses más destacados de su generación. En esta conversación evoca las grandes líneas de su obra, rodeado de esos pequeños objetos que lo acompañan — sus libros, su reciente colección de coches de juguete, algunos recuerdos de sus viajes, como el lapislázuli que compró en México. De un libro a otro notamos un cambio radical en su escritura, como si hubiera en usted la voluntad de comenzar cada vez de cero. No quisiera caer en un estilo del que no podría apartarme, como ocurre con otros autores cuya obra aprecio mucho —Modiano, Bergounioux, Quignard—, que siguen la misma línea desde hace tiempo. Cada nuevo libro es una tentativa de liberarme de los precedentes. Vidas minúsculas era simple, elegiaco, autobiográfico, trataba de la provincia, de la tristeza y la desgracia de los ancestros. Pero me dije que no podía quedarme ahí, llorando, en la Creuse, en la casa de mis ancestros. Así que después pasé a los pintores, hice varios libros al respecto y terminé por decirme que ya era demasiado. Hice luego pequeños textos mitológicos, encargos para cumplir con becas que recibí. Vino entonces La Grande beune, una especie de novela erótica, Rimbaud el hijo y Los once, un libro histórico. Lo que estoy haciendo ahora es completamente diferente. En realidad, son

dos textos, de los que no hablaré mucho pues soy supersticioso y se me puede cortar la inspiración. En uno de ellos, hablo de un tipo megalómano, todo lo contrario de Vidas minúsculas y de mí: en lugar de ser alguien agobiado, está lleno de vida, a pesar de que le ocurren muchas desgracias. Finalmente tal vez sí se parezca un poco a mí. Espero terminarlo antes de Navidad. En algún momento se definió como “un nómada sedentario”, que no necesita de un lugar preciso para escribir. Sin embargo, en su obra percibimos un apego a los lugares, como la región donde creció. A este lugar me siento ligado, es la casa de mis abuelos maternos, de la que hablo en Vidas minúsculas. Cuando lo estaba escribiendo, la casa caía en ruinas, ya no tenía ventanas, no había agua ni electricidad. En 1986, dos años después de la publicación del libro, cuando comencé a tener un poco de dinero, aunque no un salario, solo becas, de las que he vivido prácticamente toda mi vida, quise restaurarla, reparar la escalera y el piso, poner la electricidad, el agua, la cocina… Venía los veranos, pero menos que ahora porque sentía que era aún el templo de los fantasmas, de mis ancestros. Había algo melancólico, mórbido. Todavía estaba muy inmerso en Vidas minúsculas. Y poco a poco se fue convirtiendo en un lugar propio, simple, sin mistificación ni mitificación. Un lugar en el que estoy bien, pero cada año el frío del invierno hace que me vaya. Es cierto que puedo escribir en cualquier lado. Escribí Los once en Nantes, donde viven mi hija y su madre. Tengo un espacio allá, y otro en casa de mi novia, en Saint–Étienne. Pero también ha dicho que para existir en la escritura le era necesario “quemar la casa familiar”.

Uno la quema cuando no ha resuelto el problema familiar, por ejemplo, en Absalón o en Esta casa en llamas de William Styron. El problema familiar me agobiaba hasta la publicación de Vidas minúsculas. Al escribirlo me deshice de él, aunque sin rechazar a mi familia, como muchos lo han hecho con un libro duro contra los suyos. Yo lo conseguí glorificándola, elevándola, dándole el impulso que la vida le negó. Aunque creo que fue porque mi madre aún estaba viva y quería consolarla, o qué sé yo. Con respecto al editor Maurice Nadeau, que desempeñó en su formación intelectual un papel importante, “abriéndole el camino”, declara: “al lectorado, al igual que al cuerpo de los escritores, lo atraviesa la lucha de clases. Nadeau asumió con obstinación en su persona ser a la vez un aristócrata de las letras y un proletario fiel a sí mismo”. En su posición de escritor encontramos también esta fidelidad. Nunca he olvidado de dónde vengo, a qué lugar pertenezco, aunque me haya liberado de mis orígenes mediante el lenguaje. En mis libros hay algo aristocrático que se desliza debido al uso que hago de la lengua, que justamente ennoblezco. Sin embargo, con todo lo aristocrática que sea, quiero que siempre aparezca la marca de lo proletario, ya sea a través de las expresiones dialectales que utilizo o de la temática. Pensemos en Los once, que no es un libro en el que las preocupaciones políticas sean republicanas, es decir, no trata de la libertad y todo ese tipo de cosas. Las preocupaciones que aparecen son las de la lucha marxista de clases. Tal vez recuerde la escena del libro en que finalmente esta-

“Nunca he olvidado de dónde vengo, aunque me haya liberado mediante el lenguaje”

lla la lucha de clases: cuando, en medio del fango, uno de los trabajadores del canal que se construye en la región donde transcurre la historia, el Limousin, aunque podría ser un proletario de cualquier otra parte, ve a una hermosa mujer, en un suntuoso vestido, y la desea. Se trata de una problemática marxista y a la vez freudiana: ¿qué es ser rico? En la novela, los ricos poseen a las mujeres bellas. Pero esto no forma parte de las preocupaciones de quienes reflexionan sobre la revolución, las libertades, los derechos. Así, mi revolución francesa aborda el problema de manera marxista, aunque con parsimonia, pues no hago teoría en mis libros. Las ideas deben aparecer desarrolladas en la historia que se relata. Siempre me ha incomodado que, en un libro de ficción, el autor siga argumentando sus preferencias políticas. Como decía Stevenson en su correspondencia, o James, no recuerdo bien, lo leí en Borges: “en sus novelas, el escritor no debe hablar de teoría, puesto que Dios no hace teología”. Claudio Magris destaca en su obra la relación que establece usted con esos “proletarios muertos sin tomar la palabra”. ¿Diría que, de cierta manera, escribe para los muertos? Es sobre todo en Vidas minúsculas, un poco también en Rimbaud el hijo y en Vida de Joseph Roulin. Hay varias razones por las que me dirijo a los muertos. La primera tiene que ver con mi madre, como le he evocado antes, que lloraba a sus muertos, más que yo. Tal vez escribí Vidas minúsculas con el fin de darles vida de nuevo, para ella, aunque en cierta medida también lo escribí para ellos, y me decía que tal vez sus huesos estarían contentos con lo que hacía. De hecho, lloré mucho escribiéndolo. Aunque hay algo más: cuando escribía Vidas minúsculas y después El emperador de Occidente — un libro del que nunca hablo— me focali-


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cé en el cristianismo, aunque mi temperamento no es nada místico. En general, la teoría cristiana, sin ser creyente, me agrada, tal vez porque encontré en ella algo que me convenía para escribir. En Vidas minúsculas hablo de un hijo sin padre —es decir, yo—, de un padre ausente y todopoderoso y del Verbo que los une; hay pues una trinidad que me parecía me funcionaba bien. También está, desde luego, el dogma central de la resurrección de los cuerpos, un dispositivo para escribir que me encontré en el camino, y que se adecuaba perfectamente con lo que quería hacer en Vidas minúsculas. Con frecuencia evoca sus dificultades para escribir. Al leer los textos que dedica a otros escritores que han contado para usted —Balzac, Flau-

bert, Chateaubriand, Faulkner—, parecería que intenta indagar en su manera de escribir, en sus secretos para constituir una obra. Como habrá podido darse cuenta, cuando hablo de ellos, en realidad hablo de mí. Tardé mucho en comenzar a escribir, tenía muchas cosas en contra mía. Mis modelos eran autores del siglo XIX, Chateaubriand, Hugo, con una lengua obsoleta pero también de gran estatura —con excepción de Rimbaud, que era un proletario como yo— y de ego desproporcionado. Pensaba que nunca podría hacer algo parecido. También tenía la limitante de mis orígenes proletarios, el hecho de que no había pasado por la Escuela Nacional Superior, que solo tenía una licenciatura terminada

a duras penas. Quizá también mi tendencia natural al fracaso, que he ido superando poco a poco. En uno de sus cuadernos, de los que se ven reproducciones en el número del Cahier de l’Herne que se le ha consagrado este año, aparece una cita de Thomas Bernhard que llamó mi atención: “Los escritores son especialistas de la exageración”. Sí, exagero mucho. Siempre he lamentado no escribir de manera simple, hacer una novela sencillísima, con una lengua que fluye. La historia que estoy escribiendo ahora con mi tipo megalómano —al inicio solo quería contar lo que me había ocurrido y que es el tema del libro— llevo mucho tiempo intentando sacarla, cinco o seis años. He hecho mu-

Pierre Michon obtuvo el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa en 2009 por Los once (disponible en español por Anagrama).

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chas versiones sucesivas y creo que por fin he encontrado la buena. En un inicio, quería contarla rápidamente, hacerlo de forma simple, sin adornarla, para lograr decir la emoción que viví. Pero es algo que no he conseguido aún. Me parece que al mismo tiempo hay algo “salvaje”, animal, en su manera de abordar la escritura. Lo animal tiene una importancia considerable en lo que escribo. Coincide con mi obsesión por el origen del lenguaje. El momento en que se pasa de lo animal a lo humano. Los animales son una interrogación constante, mantengo un diálogo —o más bien un monólogo— con ellos. Hay algo pulsional en lo que escribo. Tengo que arrancármelo, y si me pongo a pensar no es posible. La escritura es el lugar en el que la pulsión se implanta en la lengua. La cuestión es siempre la misma: ¿cómo hacer que el texto sangre? ¿De ahí vendría ese exceso en sus frases, que parecen dominadas por un impulso vital? Podría ser. Cuando entro en un periodo de escritura —lo cual no es tan frecuente, pues la mayor parte del tiempo me encuentro en un estado depresivo, aunque en el verano estoy mejor en general—, alimento mi texto con todo lo que acabo de leer o ver. ¿Por eso se interesa en los orígenes, en lo arcaico? Ha afirmado, por ejemplo: “el origen del hombre, la obsesión de los inicios (sobre todo del lenguaje, del ser parlante) ha sido una de mis ideas fijas desde la infancia, y el hecho de que no tenga padre quizá tiene algo que ver —o no”. El origen del lenguaje es una interrogación fundamental para mí. Parece que el lenguaje articulado, que es el nuestro, apareció hace siete millones de años, es decir, antes de la práctica del fuego y solo en ese momento la conciencia se fijó. Levinas tiene una teoría muy interesante al respecto: dice que la sexualidad humana, es decir, la que no se limita al periodo apto a la procreación, surgió al mismo tiempo. Todo lo que representa la cúspide de nuestra civilización humana, las artes, la erótica, la práctica artística del lenguaje (el canto, los narradores), fue posible gracias a ese momento. En numerosos sitios de su obra hace referencia a los aztecas: “Pienso que pocas cosas me habrán dado tanto placer como la nomenclatura de los dioses aztecas”. Cuando era muy joven, me regalaron un libro con imágenes sobre el arte azteca, que me fascinó por completo, no tanto por las representaciones que contenía sino por lo que hacían esos dioses tan alocados y sangrientos. Desde entonces no he cesado de leer sobre ellos. Si se publica algo sobre Xipe Totec, lo compro enseguida, aunque no por ello los entiendo mejor: es una mitología muy compleja. Conservo en mí un poco de los aztecas, y cuando escribo me digo: quizá podría ponerlos aquí. He estado un par de veces en México, tengo recuerdos muy intensos. Con Frédéric–Yves Jeannet, que vivía en Cuernavaca, visité la barranca donde arrojan al cónsul de Bajo el volcán. Recuerdo nuestra visita a las ruinas de Xochicalco. Fue una de las horas más tranquilas de mi vida.

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EN LIBRERÍAS

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RESEÑA

La forma del recuerdo

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orge Bustamante García (Zipaquirá, 1951) no es solamente un reconocido traductor de la literatura rusa al español, además de ser un fino poeta que, a cuenta gotas, si se quiere, consulta su alma trasvasada en cada una de las experiencias y rincones del mundo que ha tocado sino que, en Las calles de las ciudades ajenas (2018), define un interés por la prosa memorística que, gracias a una serie de personajes inolvidables, indaga en remolinos interiores que desprenden hojas del árbol del tiempo, o que transcurren en los reflejos diamantinos del cauce que crea la atención del presente sobre las huellas depositadas en sus riveras. Una maravillosa frase de Seifert, colocada al inicio del libro, pareciera indicar el horizonte hacia el cual el recuerdo nos aproxima pero solo para formular a posteriori el sentido de lo que en su momento fue un presente intempestivo, azaroso, incierto, descomunal, libre. Y es que es verdad que la vida no es solo para ser contada, como dijera Gabriel García Márquez, sino para ser recobrada en el recuerdo y, como quería Rousseau, disfrutada, por ello, doblemente. Cauces que formulan enigmas, en efecto: “Las redes y los atajos de la vida son siempre un misterio y a la indagación de ese enigma quisiera estar dedicada esta escritura”. Pero también son recuerdos para ser vistos quizá por última ocasión, como lo declara esa convicción con la que cierra el libro: “Y entonces supe que debía contarlo todo antes de que el palacio de los recuerdos se desmoronara lentamente, antes de que el olvido se apoderara de todas las cosas que aún sobreviven emitiendo sus últimos gritos”. La novela, el testimonio, la crónica de una vida (¿cómo llamarle?) irrumpe en el silencio para poblarlo y llenar, en su inicio, la escena de un confinamiento en un cuartel militar, en un arranque que recuerda a La ciudad y los perros, pero igualmente a El muro, con vaivenes temporales a los que nos acostumbró Cien años de soledad. Experiencias de violencia, guerra, soledad impuesta en las que se enmarca el despertar de esa dimensión que conjuga el recuerdo y la ficción, como también le ocurrió a Cervantes o Sade. La escritura del recuerdo como forma de sobrellevar las condenas del presente y de abrir el grato paréntesis de la eternidad antes de que todo acabe disuelto entre el polvo de las estrellas. Pero también es un volver sobre sí mismo, “ensimismarse”, dice el autor, en donde la recuperación de sí es una acción resilente que

ROBERTO SÁNCHEZ BENÍTEZ FOTOGRAFÍA NATALIA LAMBLÉ

Jorge Bustamante García.

Las calles de las ciudades ajenas. Sílaba Editores, Colombia, 2018.

tiene por objetivo proteger al que fue, pero que sin embargo no deja de estar presente bajo la forma de la espectralidad, ese fenómeno del drama humano puesto con tanta evidencia por Shakespeare. ¿Qué es lo que entra en escena en el recuerdo? Quizá algunas formas de la verdad que, paradójicamente, hemos olvidado, como señala Jorge Bustamante: “Pero de la memoria fragmentada es de donde nacen las cosas que nos parecen ciertas”. Y es que el recuerdo es una forma ficcional de no estar en alguna parte. Confinada, la voz narrativa cuenta la experiencia y las peripecias de un joven que decide estudiar en la Unión Soviética en los tiempos de la Guerra Fría, ahí donde el internacionalismo proletario había fincado sus expectativas de reproducirse por todo el planeta. La amistad, los a–dioses, el amor, la aventura, la solidaridad, el deseo, los riesgos bien fundados, el arrojo, el olvido, el dolor, la nostalgia, el recuerdo en el recuerdo, los encantamientos naturales y artificiales, los paisajes maravillosos de las estaciones soviéticas, los olores, las pieles de todas las sensaciones humanas, los cuerpos amados y fugaces, desfilan por las brillantes páginas de un

arcano en que se convierte el libro, volviéndolo necesario en un tiempo despiadado. Estratos, sedimentos temporales que se abren en sincronía para unirse sin la discontinuidad de sus oscilantes ritmos: geologías de la memoria que se empatan con la búsqueda de palabras que condensen emociones, descubrimientos, el asombro de estar vivo: “La geología, en cambio, provocó otro tipo de cosas que tienen que ver con los lugares cortos, los paisajes remotos, el lenguaje mineral, las pasiones precisas y decantadas de los días verdes cuando no queda otra cosa más que acostumbrarse a la idea de que uno va a regresar de una expedición con la cabeza llena de visiones, de historias, de leyendas, de colores que se sobreponen infinitos en una suerte de memoria abigarrada que se basta a sí misma”. Exploraciones que se tocan, mapas, topologías minerales y del recuerdo, paisajes que existen en la naturaleza y en la imaginación. Desde que el autor decidió estudiar geología en las edénicas universidades soviéticas emprendió el viaje de los recuerdos que se encontraba creando, ahí donde nunca pudo saber que acabaría hablando de ello

nel mezzo del cammin della nostra vita. Ese es el viaje que nunca terminará mientras sea capaz de recordarlo y de organizar sus piezas a manera de piedras preciosas en las incisiones que cavan hondo en la espesura de lo vivido: “La realidad, quizá, no sea más que un cuento: nos pasamos la vida queriendo entenderla, pero no es más que una ficción de infinitas aristas, igualita que la Divina comedia. Ahora pienso en todos esos lugares, en todos esos paisajes, en tantos instantes condenados al olvido, y es como si todos estuvieran sobrepuestos en el rumor del tiempo: se entrecruzan y parecen suspenderse en una vaga y extensa memoria evaporada”. A fin de cuentas, el palimpsesto de esta escritura, obligada por la premura de una verdad confesional que nunca se dice toda (la trama inicial del confinamiento a raíz de un hermano perseguido políticamente), acaba, cifrando en el recuerdo, esa verdad inatrapable, dejando en libertad la vida interior de alguien que sabe que su aventura nunca llegará a un fin y que todo fue estar en otra parte, en efecto: “Tendría que volver a inventar todo de nuevo, porque nada termina antes del fin, porque nada se muere antes de la muerte”.

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CINE

10 DE NOVIEMBRE 2018

RESEÑA

ENTREVISTA

La música de Almodóvar ANDREA SERDIO

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l cine de Almodóvar es vertiginoso, distante de las buenas costumbres e inmerso en un espacio poblado de seres marginales. Así ha sido desde el principio, desde Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, película con la que debutó profesionalmente en 1980 y en la cual —como en todas las que le han seguido— la música forma parte esencial del guión. Las prostitutas, los perdedores, los niños precoces, los amores clandestinos, los homosexuales habitan el universo creado por Almodóvar. Películas como Laberinto de pasiones reflejan las inquietudes y la atmósfera de la movida de los años ochenta en Madrid; las noches pobladas de excesos y personajes como el interpretado por Fabio McNamara, quien canta uno de los temas emblemáticos de la época. En las películas de Almodóvar hay momentos inolvidables en los que está presente la música del compositor Alberto Iglesias, o canciones que acompañan a la cámara en sus vagabundeos por ciudades como la Barcelona de noche que aparece en la famosa escena del túnel de Todo sobre mi madre, mientras se escucha la voz del senegalés Ismael Lo. Almodóvar encontró pronto una manera, un estilo de contar las cosas. También a las actrices y a los actores que comparten sus desvaríos y genialidades. Encontró asimismo una valiosa veta en el cancionero popular que ha sabido explorar con fortuna, como sucede en la nostálgica Volver, en la que Penélope Cruz hace una sorprendente versión flamenca del legendario tango de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera. Tacones lejanos es uno de los trabajos más aclamados de Almodóvar. Estelarizada entre otros por Victoria Abril, Miguel Bosé y Javier Bardem, tiene una de sus escenas más celebradas en el patio de una cárcel de mujeres en la que de pronto las reclusas, lideradas por Bibiana Fernández —transexual de elevados vuelos—, improvisan una coreografía mientras suena la canción “Pecadora”, interpretada por los Hermanos Rosario. Almodóvar es un infatigable explorador de géneros musicales, un transgresor que envuelve sus películas con el manto sagrado de la pasión. En La ley del deseo, por ejemplo, mientras Antonio Banderas acaricia y seduce a Eusebio Poncela, se escucha una vieja canción interpretada por el trío Los Panchos que resulta decisiva en ese preludio de amor. En el soundtrack de las películas de Almodóvar cabe todo, o casi todo. Del bolero al pop, de las rancheras a los tangos, del rock a la música disco. En este sentido, su película Los amantes pasajeros es un retorno a la comedia y un homenaje al soul a través de la canción de las Pointer Sisters que los sobrecargos bailan en un avión amenazado por la tragedia.

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Desde una perspectiva de género, Alanis aborda a la prostitución como un oficio voluntario.

Anahí Berneri

“Llevo años trabajando con la libertad femenina”

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HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com FOTOGRAFÍA VARSOVIA FILMS

i algo distingue al cine de la argentina Anahí Berneri es la perspectiva de género. Alanis, su película más reciente y ganadora en 2017 de los reconocimientos a Mejor Dirección y Actriz en el Festival Internacional de San Sebastián, invita a debatir la prostitución a partir de aquellas mujeres que la ejercen porque quieren y no porque son obligadas. El controvertido filme protagonizado por Sofía Gala se proyectará en la 65 Muestra Internacional de Cine. ¿Qué la lleva a dedicarse al cine? Mi padre es muy cinéfilo y cortometrajista aficionado. A pesar de que en casa siempre hubo cámaras, cuando dije que me dedicaría al cine me advirtieron que no era para mujeres y que los héroes eran hombres. Así que estudié producción, área más vinculada a las mujeres porque somos las mamis del set. No me importó y de todas formas comencé a dirigir. Al final, el cine me parece que es más de los atrevidos que de los talentosos o los inteligentes. En sus películas, ¿la perspectiva de género tiene que ver con esta advertencia de que la dirección era cosa de hombres? Supongo que inconscientemente hay algo de eso. La perspectiva de género no surgió de manera premeditada sino a partir de preguntas personales vinculadas a lo que implica ser mujer latinoamericana en una sociedad machista e inequitativa. Prevale-

ce la idea de que las historias de mujeres no son atractivas. En Alanis reflexiona sobre la libertad de elección de la mujer sobre su cuerpo. Para esta película nos inspiramos mucho en la cineasta Chantal Akerman. Otra de mis influencias es la fotógrafa Nan Goldin; es decir, siempre ha habido una perspectiva de género por mucho que no supiera definirla al principio. Alanis representa un cambio favorable para mi cine porque se sincroniza con la época. En la fotografía de Nan Goldin veo una de las claves de la relación de sus películas con el cuerpo femenino. Antes de filmar estudié fotografía. Marina Abramovic y Nan Goldin son determinantes para mi forma de componer una toma a partir del cuerpo. Me gusta que los personajes transmitan sus conflictos por medio del físico. El cuerpo es el lugar de las batallas, todos terminamos pareciéndonos a nuestras luchas. Una película como Alanis, inmersa en el contexto del #MeToo, adquiere otra dimensión. ¿No es así?

“El cuerpo es el lugar de las batallas, todos terminamos pareciéndonos a nuestras luchas”

La veo como una consecuencia de mi continuidad. Llevo varios años trabajando con la libertad femenina. Alanis se hizo en poco tiempo, se filmó en tres semanas y empezó como un cortometraje. Antes del #MeToo y del #Niunamenos, en Argentina ya estaba en marcha. La investigación con mujeres que ejercían la prostitución y que habían sido víctimas de trata se hizo antes. Dentro del feminismo la prostitución es un punto de debate. Mi posición invita a admitir la diferencia. Hay mujeres que son víctimas de trata y hay que trabajar para que no suceda. Necesitamos darles opciones para que decidan. Sin embargo, tampoco podemos prohibir la libertad de los cuerpos femeninos. No hay una legislación alrededor del cuerpo masculino, pero sí con la mujer: la prohibición de la prostitución o del aborto, por ejemplo. Al final se trata de buscar la libertad de elección alrededor del cuerpo. ¿Cómo hacer un cine feminista sin ser militante? Procuro que mis películas puedan verse desde distintas formas, al margen de si estás de acuerdo o no. El límite entre uno y otro está en si juzgas o no a los personajes. Prefiero que la gente salga con preguntas y no adoctrinada. Por eso prefiero trabajar sobre un personaje incluso más que sobre la historia.

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TERTULIA

10 DE NOVIEMBRE 2018

PERIPECIA

PERSONERÍO

La carga que llevamos en secreto

La universidad del Aquelarre

ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com FOTOGRAFÍA SEBASTIÁN SÁNCHEZ AMUNÁTEGUI

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Afonía se presenta los jueves a las 8:30 en Foro 37, Londres 37.

ace tiempo que el teatro ha dejado de ser para los consagrados, sin que esto haya conseguido que las barreras invisibles entre los distintos grupos hayan dejado de levantarse. Siempre han estado los elegidos y los que así se conciben, pero también quienes encuentran el modo de hacer lo que se proponen desde el escenario sin mayor alarde, como los integrantes de Aguacate Teatro que, desde un breve foro, al fondo de un establecimiento de diseño, expresan con urgencia el peso del silencio, de la hipocresía y de la carga que cada persona lleva en secreto para sobrevivir en una sociedad que busca aparentar armonía. La diversidad de pequeños espacios en el territorio citadino, el impulso de actrices, actores y uno que otro director, que han dejado atrás la inmovilidad y la ilusión de presentarse en un escenario grande y reconocido junto a nombres que les den lustre, ha abierto el paso a montajes como Afonía, cuyo valor reside en cómo conecta cada actor con su personaje, con su doble, y ambos con el espectador, que se encuentra ante una propuesta joven, arriesgada y esencialmente franca. Dividido en tres historias, la primera parte del texto escrito a cuatro manos por Francisco Garibay, Pilar Garibay, Naza Gómez y Karina Lechuga, con la colaboración de Víctor de León, Estephanía Barba, Manuel Avellaneda y Carolina Gómez Orozco, de los cuales todos actúan, menos los últimos dos, gira en torno a los subtextos de cada frase, que son dichos abiertamente por

el otro yo de un par de amigos frente a los interlocutores, generando el contrapunto de lo que debe decirse y lo que en realidad se siente o quisiera expresarse, en una historia en la que amistad y traición adquieren distinto significado. Confesiones amorosas que anhelan ser escuchadas, retomadas y resueltas, así como soliloquios que revelan diversos sucesos trágicos, determinantes de una vida adulta en el intento fallido de ser plena, conforman la segunda parte de un texto que desnuda el interior de una joven generación de hombres y mujeres desde su forma de hablar hasta sus fantasías sexuales, pasando por el autoengaño, la desolación, la frivolidad, el abuso y una serie de obstáculos que se levantan, despojados del escudo de una comunicación insustancial como única vía para relacionarse. El elenco que integra esta puesta en escena, compuesto por egresados de distintas escuelas profesionales de teatro, busca la complicidad de Sebastián Sánchez Amunátegui como director de esta convocatoria contra la falsedad, que le da cuerpo a un texto contemporáneo en el que las palabras parecen lanzadas con fuerza y sin paracaídas hacia el blanco que constituye el espectador que, desprevenido, deja pronto el letargo de su

El valor de Afonía reside en cómo conecta cada actor con su personaje

butaca hasta donde se estrella el desasosiego de los personajes. Sánchez Amunátegui, egresado de la carrera de Ciencias Políticas de la UNAM, dedicado a la actividad cultural desde mucho tiempo atrás, es un director discreto que no discrimina actores por su formación ni procedencia y que no está en busca de brillo personal, ni se envilece con sus buenos resultados, como cuando llevó a escena Los arrepentidos de Marcus Lindeen, con Margarita Sanz y Alejandro Calva. Se trata de un director poco reconocido por la comunidad teatral, quizá por los teatros donde se presentan sus montajes, como el Foro Lucerna —en el que se puede ver Puras cosas maravillosas, que renovó temporada a petición del público—, que sin embargo no deja de tomar riesgos, como el que aceptó al dirigir Afonía, donde, si bien los jóvenes actores–dramaturgos abren la compuerta para liberar una cauda de temas opresivos sin límites temáticos o de lenguaje, también se dan el lujo de lanzar un epílogo que puede ubicarse en una ambivalencia entre la imposición y la sentencia. Afonía, cuya mayor virtud es la honestidad por la que clama desde un rectángulo de pasto sintético con una banca, posee los elementos de una obra emergente, un grito que rompe despiadadamente el silencio al que nos sujetamos para salvaguardar una falsa existencia sin sobresaltos.

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JOSÉ DE LA COLINA

Ú

ltimamente fui invitado a recibir un premio académico, lo cual me honra sin que yo me haga mucha ilusión acerca de la posible recepción del mismo porque me imagino que por lo menos todas las academias de América Latina propondrán sus propios autores, pero así está el asunto y la situación económica de quien esto escribe no está para prescindir de cualquier ilusión. El caso es que yo declaro que mi universidad transcurrida ha sido la serie ininterrumpida de tertulias, cafeteras, restauranteras, y unas pocas tabernarias por las cuales he pasado a lo largo de mis años de vida. La primera fue la del Aquelarre que dirigía como de juego Simón Otaola (y aquí debo decir que él firmaba solo con su apellido, pues odiaba su primer nombre, del cual decía que solo era bueno para enterradores o conductores de carros de basura). Como toda universidad tertuliera, la del Aquelarre era abierta y libre, cada uno hablaba según quería y de lo que quería, es decir que se cumplía la universalidad de los pareceres y las opiniones, y todo obedecía a la ley del buen humor. Otaola era desde luego el alma de la reunión y su ingenio muy sobresaltado y palabrero presidía sesiones conducidas por la fantasía y el capricho. Francisco Pina, que algunos recordarán como crítico de cine, era erudito gozoso en varias materias, desde luego principalmente la literaria, y su pertenencia a dos tertulias legendarias, la de Pío Baroja y la de Valle Inclán, le daba una autoridad por encima de sospechas. Don Mariano Granados (y había algo en él que exige el uso preliminar del don) había sido juez de paz en algún lugar de Castilla y contaba casos de bodas sorpresivas y regocijantes. Bonilla, con sus grandes ojos inquisitivos, exploraba los poemas recién aparecidos en revistas españolas, quizá algo adoradas en exceso por el exilio. Don Félix Samper refería heroicidades y fracasos triunfales de los líderes anarquistas o anarcoides que en el mundo han revuelto el cotarro. Arturo Perucho era el más noticioso de los tertulianos porque recorría todas esas universidades del parloteo desde la mañana en que no faltaba su hábito del whisky and soda. Don Luis Buñuel, que a veces se aparecía por allí (allí es el restaurante El Hórreo, en Doctor Mora 11, a un costado de la Alameda Central de la Ciudad de México), y traía su presencia de surrealista casi siempre de tertuliano silencioso. José Ramón Arana, aragonés casi arquetípico, contaba sucedidos de la guerra española de 1936 con calor de personalidades olvidadas pero intensas. Pedro Garfias, el triste pero iluminado poeta entre sus tequilazos permanentes, nos leía sus poemas dotados de heroísmo y alcoholismo y nos estremecía con aquellos que trataban de la gente de la guerra civil, como, por ejemplo, el capitán Jimeno: “Mirada azul de Jimeno, mirada de azul cuajado más transparente desde la luz de la frente…”. A todos nos estafaba un mesero andaluz al que se le consentían sus pequeños fraudes por la gracia con que los justificaba. Todos eran gente intensamente cultural, de modo que cualquier tema que tratasen lo hacían en un español docto y vivo, y con ello aprendía y se doctoraba cualquiera que fuese la barahúnda cultural que estuviera en el aire tertuliano.

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DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO, IVÁN RÍOS GASCÓN ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

LABERINTO

10 DE NOVIEMBRE 2018

http:// www.milenio.com/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLAberinto

TOSCANADAS

Cerdos y monas DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

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omás de Iriarte fue famoso por algunas fábulas en verso que escribió hace más de doscientos años para criticar el estado del mundo de las letras. En ellas disparaba contra escritores, lectores, editores y traductores. La más famosa entre ellas es la del burro que tocó la flauta, que él termina así: “Sin reglas del arte/ borriquitos hay/ que una vez aciertan/ por casualidad”. Otra muy conocida es la de “Los dos conejos”, que perseguidos por unos perros se detienen a discutir de qué raza son. Ambos terminan muertos por entretenerse en banalidades en vez de huir. “En esta disputa,/ llegando los perros/ pillan descuidados/ a mis dos conejos./ Los que, por cuestiones/ de poco momento/ dejan lo que importa/ llévense este ejemplo”. Iriarte repasa el famoso adagio de “El que mucho abarca poco aprieta” en su fábula “El pato y la serpiente”

PERSISTENCIA DE LA FÁBULA

Tomás de Iriarte tiene aún mucho que decirle a la clase política.

con estos versos finales: “Y así tenga sabido/ que lo importante y raro/ no es entender de todo/ sino ser diestro en algo”; cosa que debió escarmentar por experiencia, pues él mismo practicó varias artes y géneros con poca fortuna, y sus fábulas sobreviven más por su ingenio que por su poesía. En “El galán y la dama” extiende la frase que hoy pronunciamos como “Cría fama y échate a dormir”, asegurando que a un autor famoso todo se le aplaude. “Y ahora digo yo: ‘Llene un volumen/ de disparates un autor famoso,/ y si no le alabaren, que me emplumen’ ”. En mi infancia había leído estas fábulas. La que mejor se me quedó grabada fue la de “El oso, la mona y el cerdo”. Es aquella en la que el oso baila y pide opinión a la mona como experta del arte dancístico. Ella lo reprueba, diciéndole que estuvo “Muy mal”; pero por ahí andaba el cerdo, que también dio su opinión: “ ‘¡Bravo! ¡Bien va!/ Bailarín

más excelente/ no se ha visto, ni verá’ ”, lo cual convenció al oso de que muy mal había bailado. De Iriarte termina con la moraleja: “Si el sabio no aprueba, ¡malo!/ Si el necio aplaude, ¡peor!”. Y así es verdad, pues muchos escritores que tienen el gusto del vulgo no lo tienen de la crítica, mas De Iriarte no usa la palabra “crítica” sino “sabio”, porque también es verdad que buena parte de la crítica suele ser necio que aplaude. Sea como sea, en esta relectura que hice de las fábulas, no estaba pensando en literatura, sino en política. Y noté que aquí se desdibujan las moralejas, pues en política campean los burros que ni la flauta tocan, resplandecen las discusiones banales, proliferan los elogios malganados y pululan los que ni abarcan ni aprietan. Sobre todo, la política es el mundo en que el aplauso del cerdo vale más que el de la mona porque siempre más cerdos que monas habrá.

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BICHOS Y PARIENTES

Xenía

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araflojearelfindesemana, puse Lone Survivor, una película con Mark Wahlberg. Unos soldados buenos y gringos, contra unos talibanes tremendos, de Afganistán. El pelotón de Wahlberg es derrotado hasta que solo queda él, en pésimas condiciones. Sería otro churro de guerra, excepto porque, en los últimos minutos, aparece un campesino pastún, observante del código pashtunwali (que considera la hospitalidad, incluso a los enemigos, una obligación sagrada), y recoge al soldado. Llegan los talibanes, arrasan al campesino y a su familia, pero se salva el soldado. Que el verdadero héroe aparezca en los últimos minutos le cambia de signo a la película: pasa a ser un testimonio de gratitud. Luego, en los créditos, uno se entera de que es el caso real de Markus Lutrell, en 2005. El miedo al forastero es muy complejo y las culturas han tenido que inventarse recursos para no volverse clanes cerrados y criminales. Dios y los dioses han insistido para persuadir a los lugareños y a los migrantes de que la convivencia y la hospitalidad no solo son buenas sino sagradas. Las tribus germánicas se obligaban a recibir a los extraños como invitados de honor: no fuera, en una de ésas, el mismísimo Odín. Y en esa misma afinación comienza la Odisea: Atenea, transfigurada como visitante, se presenta en el palacio de Ítaca. Pese a que Telémaco está desesperado porque los gorrones agotan el vino, la comida y se portan como si los de casa fueran sus sirvientes, recibe al forastero, sin descubrir que se trata de Atenea, y lo invita a comer, beber y bañarse, antes de que diga a qué ha venido. Virtud que los griegos llamaban xenía. Por esa

JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA UNIVERSAL PICTURES

hospitalidad, Atenea se encargará de que Ulises regrese a casa. La tradición judía era igual de severa. Yahvé arrasó Sodoma y Gomorra, no por sus depravaciones sexuales sino por sus pecados contra la hospitalidad. El único que la respetó fue Lot, que hospedó y protegió a los enviados de Dios, incluso contra el asedio de la gleba lugareña. Llega incluso a ofrecer a sus hijas, con tal de que dejen en paz a sus huéspedes. Y sobre

El miedo al forastero es complejo y las culturas inventan recursos para no ser clanes cerrados

la tribu de Benjamín pesa una culpa imperdonable: el libro de los Jueces (19–20) relata la historia de un levita y su mujer, que buscaron posada en un pueblo de la tribu de Benjamín, y recibieron la hospitalidad de un “hombre que residía como forastero en Guibéa”. Mientras conversaban en paz, los benjaminitas cercaron la casa y exigieron: “Haz salir al hombre que ha entrado en tu casa, para que lo conozcamos” (en aquella versión genital de la epistemología). El dueño de la casa se rehúsa, pero el forastero “tomó a su propia concubina y se la sacó afuera. Ellos la conocieron toda la noche hasta la mañana y la dejaron al amanecer”. Cuando se levantó su marido, halló a su mujer tendida a la entrada de la casa, con las manos en

Escena de Lone Survivor, en la que un campesino pastún considera la hospitalidad como una obligación sagrada.

el umbral. Murió poco después; el levita la descuartizó y envió sus pedazos a todas las tribus de Israel. Ira, vergüenza, pecado insoportable, las otras tribus declaran la guerra contra los benjaminitas. Los crímenes contra la sagrada hospitalidad deben ser motivo de una venganza igualmente sagrada. El resultado es la historia de las naciones. En México hallamos igual a las Patronas que a los depredadores que trafican personas. La hospitalidad existe entre individuos y pequeñas agrupaciones; el abuso, en el Estado y en las organizaciones delincuenciales. Generosidad a cuentagotas y crimen organizado. La migración es un conflicto que tiende a empeorar: gobiernos pésimos, cambio climático, sobrepoblación. Entre un Estado corrupto, dotado de leyes absurdas (esa fanfarronería que supone que todo ser vivo aspira a la nacionalidad mexicana), un crimen organizado que hacer ver a los benjaminitas como un jardín de niños, y carentes de una xenía que pueda dar sentido a los más primarios requerimientos éticos, nos topamos con un orden nuevo y mucho más complejo: los migrantes están dejando de ser pequeños grupos, o personas solitarias, y se vuelven organizaciones políticas. El número y la organización cambia la especie: como grupo político son menos precarios y menos susceptibles de caer bajo el abuso de funcionarios o de grupos criminales. Es otro juego, para el que no hay nuevos dioses y solamente le queda aspirar a la racionalidad. Por lo pronto, no queda sino elegir la falta: o permitimos la violación de las leyes, o traicionamos la ética que exige reconocer la humanidad del otro.

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