Laberinto No.809 (15/12/18)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO HOMBRE DE CELULOIDE

ENTREVISTA

FERNANDO ZAMORA

JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S.

Acusada: un puma en Buenos Aires

Edgardo Cozarinsky: monje y soldado

Foto: K&S Films

SÁBADO 15 DE DICIEMBRE DE 2018 AÑO 15 - NÚMERO 809

La musa griega de Leonard Cohen Carlos Eduardo López Cafaggi/ FOTOGRAFÍA: TAKAHIRO KYONO

Foto: Paula Vázquez


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ANTESALA

15 DE DICIEMBRE 2018

CASTA DIVA

The Head and the Load AVELINA LÉSPER www.avelinalesper.com FOTOGRAFÍA STELLA OLIVIER

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a guerra exhibe sus crímenes para alcanzar la victoria y los oculta para alcanzar la posteridad. Los cien años del final de la Primera Guerra Mundial marginaron de los himnos a las víctimas de la estrategia política y militar, las armas químicas fueron parte de la crueldad del progreso tecnológico, la violencia política se encubrió en los ideales para destrozar a los enemigos y a los aliados, y detrás de ese teatro del horror, el racismo enlistó batallones para ser asesinados. El genocidio de más de un millón de soldados negros de África, que participaron en su condición de colonias de los imperios en guerra, fueron utilizados para las tareas más duras hasta ser masacrados como escudos humanos cubriendo el frente. William Kentridge estrena en Nueva York su ópera The Head and the Load en el Drill Hall del Armory, con bailarines, cantantes, esculturas móviles, músicos, proyecciones de video en un enorme escenario. Los grabados, dibujos y collages de Kentridge son proyectados como escenografía de la tragedia, los cantos y los diálogos se prolongan, son el grito visual que no quiere escuchar la Historia. Enemigos y aliados, manipularon más de un millón de seres humanos, en los archivos las causas de muerte aparecen como desconocidas, y los dibujos se funden con las sombras de los actores. En el sinsentido de la vida, el libre albedrío se arrodilla ante la fosa común de la trinchera, Shakespeare humanizó la tragedia histórica, la voracidad y la impotencia de Ricardo III se consuman en la muerte de miles de soldados, Kentridge alcanza esa poética y los nombres que no tuvieron espacio en los registros cantan en esta ópera, la carrera hacia la muerte de los soldados es una danza agotadora, el rostro del que sabe que va al encuentro de su último instante, perdiendo su nombre, su fe y su aliento. La belleza de las obras de Kentridge, el contraste de sus dibujos y grabados sobre páginas de libros, archivos, periódicos, papeles “socializados” de contenido utilitario, sirven de soporte para pájaros, siluetas de bailarines, animales, dibujos de sus esculturas y objetos, es el contraste entre la vulnerabilidad del ser y su conciencia, ante la anestesiada maquinaria de la civilización. Los dibujos de los pájaros en animación reciben los disparos que matan a los actores y bailarines, con una partitura ecléctica, es la poesía que se niega a ser panfletaria, que manifiesta el abuso histórico y político, sin caer en el facilismo contemporáneo del chantaje y la inmediatez. Kentridge es Shakespeare, sabe dimensionar a los seres humanos, y sabe llevar su obra al límite de una época que continúa enalteciendo las victorias que sacrifican la belleza en el altar de la ideología.

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Escena de la ópera The Head and the Load.

Acusada. Dirección: Gonzalo Tobal. México, Argentina, 2018.

HOMBRE DE CELULOIDE

Un puma en Buenos Aires

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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA K&S FILMS

l cine creció a la sombra del suspenso. Hitchcock enseñó al mundo que más que revelar misterios lo que el cine tiene que hacer es generarlos. Como Acusada, película de factura mexicana y argentina en la que el director Gonzalo Tobal se resiste a dar al público una solución como quien ofrece papilla a su bebé. Acusada es la historia de una chica que está siendo juzgada por el asesinato de su mejor amiga. Si es culpable o no es algo que a nosotros nos toca decidir. Ahí están los elementos y, sobre todo, la actuación sorprendente de Lali Espósito quien auténticamente se transforma ante nosotros. Deja de ser la adolescente calenturienta y de aspecto culpable para convertirse en una mujer que, no teniendo nada que perder, mira nostálgica en el techo de una casa en Buenos Aires a un puma. El acierto de Acusada no estriba, por supuesto, en una historia tan trillada que pudiese, en el peor de los casos, ser un capítulo de La ley y el orden. Sus aciertos son de otra naturaleza. Están en la historia del cine como lo pensaba Hitchcock pues Acusada es una película hecha para pensar. No en cuestiones existenciales, por supuesto, sino pensar como quien arma un rompecabezas. Ahí están los elementos: el fastidio de la chica, las tijeras que

aparecen llenas de ADN, un pleito, un móvil y un video viral. Están los guiños y la ilusión de que estamos encerrados en la casa de esta mujer acusada. Está, sobre todo, la conciencia de que el hombre puede cobrar venganza en formas por demás aparatosas. El otro protagonista son las redes sociales que juzgan y manipulan con un deseo que no es de justicia sino más bien de venganza. Pero es necesario volver al puma. ¿Qué hace un puma en Buenos Aires? Visto que Acusada deja todo el peso del misterio del lado del espectador y que deja claro que la verdad jurídica y la verdad histórica son cosas muy distintas (la primera se soluciona, la segunda no), el guión hubiese podido parecer trunco. Hay sin embargo otra mujer que va y viene en la televisión: una enferma que también se ha vuelto viral en las redes sociales y que con cara delirante anuncia que hay un puma suelto en la ciudad. Uno pensaría que está loca pero finalmente su puma y su verdad

Acusada es una película hecha para pensar como quien arma un rompecabezas

sirven como símbolo para resolver el misterio de este asesinato como mejor nos acomode. El símbolo, dicen los hermeneutas, es como una campana que nos invita a hacerla sonar como queramos. ¿Qué significa este animal? ¿Que la justicia se equivocó? ¿Que los únicos que aquí dicen la verdad son los niños y los locos? El puma se lame la enorme pata delantera, cómodamente recostado sobre un tejado en una lujosa casa bonaerense. La protagonista ha dejado de ser una niña y parece haber dicho por vez primera lo que piensa. El puma se despereza y comienza su camino pausado. Sin prisas. La protagonista ha terminado por darse cuenta de que quienes nunca creyeron en su inocencia eran quienes estaban defendiéndola. El novio y el hermano ahí están, junto a ella, que mira absorta el misterio de la muerte, la verdad y todo lo que queramos. Porque justamente eso es un misterio y por eso este animal resuelve tan bien una película que se resiste a ser una típica historia judicial. ¿Qué hace la gente cuando mira a un puma en el techo de la vecina? Saca su celular. La mujer, en esta película tan entretenida, lo que hace es mirar. Dejar que siga ahí, como la vida, que es un misterio que vale la pena mirar, un misterio que es idiota tratar de atrapar en un celular.

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POESÍA

El lunar de tu pecho

LOS PAISAJES INVISIBLES

La apariencia del desastre

FERNANDO FERNÁNDEZ

El lunar de tu pecho sube y baja al ritmo acompasado de tus emociones: sosegado, en la cama, a la mañana siguiente del abrazo amoroso, parece que flotara sobre la piel de un mar mecido en calma; exaltados, en cambio, brazo a brazo, nuevamente en la lucha de amor, juntos, trabados, yo lo veo, al lunar de tu pecho, por tu respiración, que es agitada, según aspires o exhales, bajar al abismo o subir al cielo como una embarcación que vacilara entre las olas airadas. Este poema está incluido en Oscuro escarabajo (Ediciones Monte Carmelo, 2018).

EX LIBRIS

Charenton/ EKO

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ANTESALA

15 DE DICIEMBRE 2018

IVÁN RÍOS GASCÓN

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@IvanRiosGascon

n El impulso creativo y otros cuentos, W. Somerset Maugham explora el brillo repentino de las revelaciones, sin perder de vista el retorcido andamiaje de la naturaleza humana: la acrimonia, la ingenuidad, la discordia y la hipocresía de las almas que parecen nobles pero están saturadas de bajeza, un conjunto de siniestros caracteres que intentan destruir a otros y en ese trance, junto con las extrañas coyunturas del destino, transforman por completo el porvenir ajeno y el hado propio. Por ejemplo, en “Lord Mountdrago”, W.S.M. cuenta la historia de un parlamentario atormentado por compartir sus sueños con su peor enemigo, Owen Griffiths, un galés vulgar, un tipejo insignificante que por la rueda de la fortuna democrática, llega a la Cámara de los Lores no solo a importunar la labor política de Mountdrago sino a entrometerse en su intimidad onírica, invadiendo sus sueños hasta que éstos se convierten en un genuino ring de lucha que evidenciará sus consecuencias al otro día pues el desdén, los insultos y hasta los botellazos que Mountdrago le propina a Griffiths son tan reales como los de un pleito de taberna. El mal de Moundtrago no tiene solución. Y angustiado por la impotencia de no poder defenestrar al adversario de sus visiones nocturnas, optará por el suicidio. Sin embargo, Owen Griffiths decide que no se librará tan fácil de él, y horas después de que Mountdrago se tire a las vías del tren, el galés enfermará en el Parlamento y llegará al Hospital de Charing Cross solo para que le expidan el acta de defunción. W.S.M. era más un clarividente que un titiritero. Sus personajes no solo poseían instinto propio sino una gracia espontánea, tan natural que parecía una foto de la vida misma: “Las tres gordas de Antibes” cuenta la monotonía de tres chismosos cachalotes en una casa de retiro: las señoras Richman y Sutcliffe, y la señorita Hickson. Este trío de rechonchas damas pasan el tiempo haciendo ejercicio de baja intensidad, comiendo y bebiendo sin dejar de contar las calorías, y más que fastidiadas y aburridas por la falta de estímulos primarios (y mundanos), hasta que se les une Lena Finch, no tan gruesa como ellas y mucho menos rigurosa en la austeridad alimenticia, por lo que su indisciplina descompondrá el orden de las gordas, primero con martinis, luego con bizcochos y al final con sendos platos de croissants atiborrados de mantequilla, mermelada y nata. Sobra decir que en los deslices gastronómicos la amistad de las retacas se pondrá a prueba pero al final, convencidas de que la tal Lena Finch era una especie de diantre que el averno les infiltró para que no perdieran kilos, volverán a la rutina del ejercicio de baja intensidad y del conteo de calorías pero con una amistad robustecida por la transgresión. Pero, acaso, el mejor cuento de entre los mencionados y los otros que conforman el libro de W.S.M. sea, precisamente, “El impulso creativo”, la historia de una escritora tan insulsa, tan vana y tan esnob que Maugham ni siquiera se molestó en ponerle nombre, solo la llama La señora de Albert Forrester, cuyo único éxito de ventas surge de la desventura: el marido la abandona por el ama de llaves, lo que le acarrea el desprestigio y el vilipendio de todo Londres (“si hay algo que mata a un escritor o a un político es el ridículo”), los amigos le dan la espalda, su editor rompe el contrato, la servidumbre hace maletas y en ese ahogo de calamidad, de tragedia, recibirá la inspiración de donde menos esperaba, y escribe La estatua de Aquiles, una exitosa novela policiaca (qué ácida puya la de un incorruptible purista de las letras) aunque lo que importa es la moraleja: el impulso creativo, qué razón tiene W.S.M., a veces le llega a uno con la apariencia del desastre.

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LITERATURA

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En esta entrevista, Edgardo Cozarinsky habla sobre su relación con José Bianco, el cáncer y su carrera en el cine y la literatura

Mitad monje, mitad soldado

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JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. FOTOGRAFÍA PAULA VÁZQUEZ

or su libro En el último trago nos vamos, el pasado 8 de noviembre, en la ciudad de Bogotá, Edgardo Cozarisnky obtuvo el V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. De acuerdo con el jurado, integrado por Alberto Manguel, Piedad Bonnett, Diamela Eltit y Élmer Mendoza, se trata de un libro “escrito con un gran oficio narrativo, con raíces profundas en una antigua tradición literaria y de una notable solidez intelectual”. A punto de cumplir 80 años —nació el 13 de enero de 1939 en Buenos Aires—, Cozarisnky, en palabras del poeta, ensayista y traductor Aurelio Major, es “el último superviviente de un mundo literario y moral casi extinto”. Es autor de libros de culto como Vudú urbano, publicado en 1985 con prólogos de Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante, y El museo del chisme (2005), reeditado en 2013 como Nuevo museo del chisme por La Bestia Equilátera. En la reciente Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde fue imposible encontrar una sola de sus obras, el escritor argentino habló, en entrevista, de su premio. Recordó su relación con

los integrantes de la revista Sur, sobre todo con José Bianco, su trabajo como cineasta y el hecho —ser diagnosticado con cáncer— que a los 60 años le hizo dar un giro radical a su vida y dedicarse por completo a la escritura. ¿Qué significa para ti un premio que lleva el nombre de Gabriel García Márquez? Tengo una deuda moral con García Márquez, a quien nunca conocí. Cuando tenía 21 años hice mis pininos en el periodismo y tenía la impresión de que me encargaban notas sin ningún interés. Estaba contento de que me encargaran cosas, pero al mismo tiempo decía: “esto no tiene ningún interés, está muy lejos de mis ambiciones literarias”. Un día leí Relato de un náufrago y dije: “esto es periodismo de investigación, esto es una crónica, esto es literatura; no solo está muy bien escrito, está muy bien narrado” (los efectos de suspenso, lo que le decimos al lector pero no le decimos y se lo revelamos más tarde). Dije: “esto es periodismo”. Eso me dio ánimo para salir y tratar de escribir de una manera más literaria, más cuidada en la utilización del lenguaje, en la sintaxis. Esa es la deuda moral que tengo con García Márquez, que viene de lejos, de los años cincuenta. No conociste a García Márquez pero estuviste muy cerca de la revista Sur y de sus protagonistas.

Eso sucedió cuando era muy joven. Nací en el 39; en el 59, cuando tenía 20 años, me enfrasqué en una discusión con respecto a la idea del realismo con un señor muy simpático que estaba en una librería. No sé qué barbaridades dije con la petulancia de quien ha leído poco. Él me dijo: “¿usted, joven, ha leído realmente a Balzac para decir lo que está diciendo?” Tuve que decir que no, que lo había leído apenas. Me dijo: “bueno, trate de leer esto”. Me dio algunos títulos y así tuve la suerte de conocer a José Bianco, un autor inagotable. Dos semanas más tarde, volvimos a cruzarnos en la misma librería y le agradecí que me hubiera dado ese consejo. Me invitó a hacer una nota para Sur, me la corrigió, me dijo que yo estaba diciendo cosas interesantes pero que no estaban bien expresadas. Después, volvió a ponerse en contacto conmigo, y ahí empezó la cadena de Bianco a Bioy Casares, de Bioy a su mujer (Silvina Ocampo), de quien me hice mucho más amigo, y a Borges. Iba a las clases de literatura inglesa de Borges y hablaba bastante con él, antes y después de sus cursos. Y puedo decir que he sido amigo de Bioy, y sobre todo de Silvina, pero nunca fui parte del grupo de la revista Sur, sino un visitante.

“A mí me gusta estar encerrado, sin teléfono, tratar de escuchar una voz interna”

¿Qué significó para ti la relación con estos escritores? No me daba cuenta, sinceramente, no me daba cuenta que era gente importante, que tenía un nombre, que era conocida. Era muy curioso, viniendo de otro mundo social, de escucharlos, de ver cuáles eran sus tics de vocabulario y sus opiniones, a veces contradictorias entre ellos. A Bioy y a Borges no les gustaba Baudelaire, a Silvina sí, muchísimo, y a veces había encontronazos… Solo con los años me di cuenta de que yo había tenido el privilegio de haberme encontrado a esa gente, de haberla escuchado; esas cosas solo se entienden con el correr de los años. ¿Cómo era Bianco? Era una persona muy generosa, con consejos, con opiniones que eran muy de su edad, de su formación, de su gusto literario, pero muy abierto a escuchar a los jóvenes y a la gente que tenía opiniones distintas, creo que porque el contacto con los jóvenes enriquece mucho, porque uno tiende a anquilosarse en sus gustos y en sus opiniones, y encontrarte con gente que tiene gustos y opiniones diferentes, contrarias, es un desafío y te rescata de esa especie de anquilosamiento al que te condena un poco la edad. Hay personas que piensan diferente y conocerlas me hace ver que —sin sumarme a lo que ellas piensan— hay perspectivas distintas en todo: en la literatura, en el arte, en la política, en la realidad social.


LITERATURA

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También el lenguaje se enriquece con el trato con los jóvenes. Una cosa que me divierte es decir palabras que eran comunes en mi época y que ellos no entienden, aunque algunas han sobrevivido y reaparecen después de un largo eclipse en el vocabulario de los jóvenes; ese fenómeno del lenguaje es apasionante. ¿Puedes hablarme de El museo del chisme? Es un libro curioso, con un ensayo (“El relato indefendible”) muy sesudo sobre el lugar del chisme en la novela — al mismo tiempo, habla del feminismo, porque durante años la novela fue considerada un género que no era serio, que no era lectura para hombres, sino trivialidades para mujeres—; habla de cómo, a través de un desarrollo, que para mí es el de Henry James y el de Proust, el chisme se convirtió en materia de novela. Es un ensayo no académico pero bastante serio en cuanto a la investigación; por eso se me ocurrió aliviar un poco el tono demasiado áspero del ensayo con una colección de chismes que son pequeñas anécdotas: algunas me las contaron y otras fueron sacadas de memorias, de biografías… El libro fue recientemente reeditado, y ampliado, en Argentina, con el título Nuevo museo del chisme. Has hecho periodismo, has escrito ensayo, cuento, novela. ¿Cómo eliges el género en el que deseas escribir?

Ahora no hago periodismo profesional, pero sí escribo para periódicos cuando hay un tema que me interesa. Y muchas veces, en cuanto al cuento y la novela, me ocurre que a partir de una frase oída, un lugar, un sentimiento olvidado que surge, empiezo a escribir, y mientras estoy escribiendo me doy cuenta de que eso da para más, aunque otras veces recorto. Digo: “esto está bien así, en un cuento basta”. A veces la historia me pide más y entonces desarrollo una novela, una novela breve… Me dejo llevar mucho por las palabras. Cuando empiezo a escribir, en el primer momento siento que soy el que domina, después empiezo a sentir que las palabras, lo que he escrito, no una palabra sino el desarrollo, una frase, un párrafo, me llevan hacia adelante y se me ocurren cosas que no preveía, que no pasaban por mi cabeza. La escritura me domina. Hay un punto de quiebre en tu vida, que es el cáncer. Ocurrió en el 99, cuando tenía 60 años… Mi abuelo paterno murió de 60 años, mi padre murió de 60, a los 60 yo tuve una infección en un disco, en la espalda, que me llevó a estar inmóvil en un hospital durante tres semanas, y mientras estaba ahí me dije: “la historia no se va a repetir, yo no me voy a ir a los 60, como se fueron ellos”. En el hospital me hicieron todo tipo de análisis y me encontraron cáncer. Dije: “todo parece conjugarse para

que esta sea la despedida, pero yo no me voy”. Le pedí a una amiga que me llevara papel y lápices y comencé a escribir el borrador de La novia de Odessa. De ahí vino también la decisión de desprenderme de las ocupaciones puramente alimenticias que tenía y organizar mi tiempo y mi economía de manera que pudiera dedicarme totalmente a escribir. Si tú observas, tenía Vudú urbano, que apareció en 1985, en 2001 recién apareció La novia de Odessa y después he publicado una gran cantidad de libros, no porque ya los tuviera, sino porque en mí estaba almacenada la materia de esos libros, pero por una mezcla muy extraña de pereza y pudor, de miedo a enfrentar la opinión ajena, la mirada de los demás, no los había llevado nunca a fin, porque llevar a fin significaba publicar y publicar significaba enfrentar a los demás. Ya que hablas de tu primer libro, Vudú urbano, fue prologado por Susan Sontag y Cabrera Infante. Yo los conocía a ambos, estábamos en Santander, en un festival literario. Yo había escrito esas tarjetas postales que se deslizan entre ensayo, relación y un poquito de ficción; faltaba el cuento. Eran principios de los ochenta. Son textos que escribí en los primeros años de mi vida en París (a donde llegó en 1974), se los había mostrado a ellos, les parecían bien, me decían que tenía que publicarlos. Se los envíe

El escritor argentino es autor, entre otros libros, de La novia de Odessa, Lejos de dónde y Palacios plebeyos.

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a Seix Barral, y al asesor que tenían, Pere Gimferrer, no le interesaron para nada. Antes, Juan Goytisolo los había recomendado a Jorge Herralde, y Herralde dijo: “es un libro que no es ficción ni ensayo”. Eso se lo conté esa noche en Santander a Guillermo y él le dijo a Susan: “tenemos que hacer algo para que esto se publique”, y decidieron escribir los prólogos. Fue un poco ridículo que hubiera dos prólogos de firmas tan importantes para el libro de un desconocido. Pero fue así como salió. Ahora se reeditó en el Fondo de Cultura Económica de Argentina, sin los prólogos de Susan y Guillermo, porque los editores prefirieron que se leyera con una visión nueva. Salió en la colección que dirigía Ricardo Piglia, quien escribió el nuevo prólogo; estaba ya muy enfermo y tuvo que dictarlo; a mí me conmovió muchísimo. Fue una de las últimas cosas que escribió. Has hecho también cine, películas como Ronda nocturna han sido muy celebradas. El cine es un paréntesis en mi vida, que corresponde a un aspecto de mi temperamento. A mí me gusta estar encerrado, sin teléfono, tratar de escuchar una voz interna. Pero, por otro lado, por momentos me gusta estar rodeado de gente y pelear; pelear cuando es necesario para llevar a cabo mi proyecto, enfrentarme con la gente que me rodea, con caracteres y sensibilidades totalmente opuestas, y eso me lo da el cine. El que ha definido mejor esta manera de ser fue mi editor francés, amigo mío, Christian Bourgois (1933–2007), quien decía que soy una mezcla de soldado y monje. Háblanos de la obra que te hace ganar el premio, En el último trago nos vamos, un libro de fantasmas, de insomnes, de ciudades… Es el título de una canción que escuché por primera vez cantada por Chavela Vargas; una canción cantada por Chavela Vargas se convierte en una canción de ella, es tan fuerte la personalidad, el tono. Cuando vi que era una canción de José Alfredo, dije: “voy a buscar el original”, y yo, que soy un adicto a YouTube, rastreé todo lo de José Alfredo, al que conocía poco. Encontré la canción “El último trago” y me di cuenta de que cantada por él era otra canción —a mí me toca sobre todo esa parte central: “nada me han enseñado los años/ siempre caigo en los mismos errores/ otra vez a brindar con extraños/ y a llorar por los mismos dolores”—. Tuve mis años de noctámbulo, de bares, y me encantaba trabar conversación con desconocidos, sobre todo con los barmen y las bargirls, la gente que recogía toda la intimidad, todas las confidencias de los parroquianos, y eso me daba una materia extraordinaria, pero no solo de una manera utilitaria, materia de ficción: me daba vida vivida, tal vez muy ajena al ambiente de donde provengo. ¿Cuál es ese ambiente? El de una baja clase media, decorosa, ajena a todo lo que es la vida nocturna, al vicio, a todo lo que a mí me atraía, todo lo que era discutido con las reglas de la buena conducta.

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DE PORTADA

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A menudo se olvida la huella que los años en en el músico y escritor canadiense. Este ensa

La musa griega de Leon

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CARLOS EDUARDO LÓPEZ CAFAGGI FOTOGRAFÍA JAMES BURKE

ra 1960, Leonard Cohen tenía 25 años y se encontraba en Londres cursando un internado. Lejos de pensar en la música, había comenzado su carrera escribiendo poesía. Entre las pocas cosas que uno habría hallado en su residencia se encontraban una Olivetti verde y una gabardina azul, ambas destinadas a convertirse en leyenda. Aunque tenía todo para sentirse en casa, desde aquel entonces había emprendido una búsqueda incansable. Un día de marzo se refugió del diluvio londinense en una sucursal del Banco de Grecia y quedó admirado por el bronceado de un empleado griego. Intrigado, le preguntó por el clima en sus tierras. “Es primavera”, le respondió. Uno o dos días después Cohen tomó un avión hacia el sur. Siempre es primavera en algún lugar. Aunque el escritor se había interesado en la cultura griega desde su juventud, la utopía histórica de los clasicistas no le atraía. Se empeñó en hacer de Grecia una presencia o forma de vida en vez de un monumento a la nostalgia, y por ello apenas dedicó una tarde a la Acrópolis milenaria antes de embarcarse hacia Hidra, una de las islas sarónicas. Quizá lo había inspirado su mención en El coloso de Marusi de Henry Miller, uno de los escritores que más admiró en su juventud. Para entonces, aquel pedazo de eternidad que el novelista había descrito en los años cuarenta se había convertido en un refugio para artistas y soñadores, una antesala de la revolución hippie que estallaría una década después. La travesía a Grecia situaba a Cohen en un vasto linaje de viajeros románticos, pero también entre los bohemios que hicieron de Hidra su hogar: de Allen Ginsberg a Mick Jagger, de Sofia Loren a Jacqueline Kennedy. Apenas poblada, la isla recibía con brazos abiertos a artistas de todo el mundo, quienes buscaban lo que Miller llamó “una salvaje y desnuda perfección…, una piedra viviente, una ola divina de energía suspendida en el tiempo y el espacio”. Cohen fue partícipe de esa suspensión temporal: llegó de vacaciones y terminó pasando ocho años en una casona

blanca del siglo XIX que compró con la herencia de su abuela. Tenía tres pisos y muros gruesos, todos blancos, acabados de piedra y ventanas empotradas. Su única decoración constaba de vajillas y artesanías locales que sus conocidos le iban regalando. No se encontraba muy lejos del malecón, y cada día paseaba por el laberinto de callejuelas empinadas, en cuyas verandas se asomaban matas de buganvilias, se alzaban arcos, se enlazaban caminos. Se ha dicho que la historia de Grecia se libra entre el mar y la montaña, pero Hidra era una montaña hecha isla, poblada por generaciones de marinos y pescadores, cuyos hogares fueron trepando cuesta arriba. No tenía electricidad, ni telefonía ni desagüe, y el único medio de transporte era (y sigue siendo) el burro. Cohen había crecido en la opulencia, pero disfrutaba aún más la sencillez de su jardín con naranjos y limones. Ahuyentados por las tropas nazis 20 años atrás, Miller y Durrell habían declarado la muerte del paraíso griego, pero a Cohen no le pareció así. En su vejez, se referiría a Hidra como el laboratorio de su juventud, un oasis donde abrazó la permanencia en medio de un mundo cambiante, aquella noche de estrellas fijas sobre su taberna favorita. Desde su ventana solo alcanzaba a ver el puerto, con forma de herradura, y la espalda de otras montañas. Dividía sus jornadas entre mañanas escribiendo en su terraza, tardes nadando, y noches de juerga con el resto de la comuna: el coro de borrachos abrazados, tropezando a cada paso, que recordaría en Bird on the Wire. En entrevistas, cuando Cohen describía la belleza de aquel oasis parecía más bien estar hablando de Marianne, otra de las almas libres que se habían asentado en Hidra. Marianne Ihlen llegó a finales de 1957, acompañada por su pareja, el escritor noruego Axel Jensen. Tras un corto idilio, el escritor la dejó por otra mujer y ella se quedó en la isla con su hijo, también llamado Axel. Cohen llegó a su vida en algún punto de aquel caos. Un día Marianne hacía sus compras en un local frente al puerto cuando la silueta de un hombre corpulento, alto y de voz profunda la llamó. No alcanzaba a ver su rostro a contraluz. “¿Quieres acompañarnos? Estamos sentados aquí afuera”, dijo él, recargado en la puerta, con pantalones

de un caqui casi verde y una camisa arremangada. Desde aquel momento sintió haberse encontrado con alguien chapado a la antigua, del tipo que parecían haber nacido viejos. Por su parte, Cohen juró nunca haber visto a una mujer tan hermosa, tan enigmática. Era el alma de la isla. Cayó presa de la luz helénica y su reflejo sobre aquella cabellera rubia, emblanquecida por el sol, la calidez inesperada en sus ojos azules. Para él, Marianne encarnaba las dos dimensiones del espíritu griego: tenía la serenidad y delicadeza de una diva apolínea, pero era también una criatura dionisiaca, salvaje. A veces él esperaba horas a que dejara de bailar a la luz de la luna, y luego se iban a casa con la tranquilidad de quien sabe tenerse. Ella amaba su honestidad y serenidad; él su dulzura, libertad y modestia. Él le enseñó inglés y ella empezó a soñar en su idioma. Era su musa y así pronunciaba su nombre: “Marianna”. Ambos vivieron casi una década en luna de miel. Las fotografías de esa época los muestran nadando, jugando con Axel, bebiendo en tabernas, montados en burros sobre las montañas. Acaso solo se quitaban las manos de encima en las mañanas que Cohen trabajaba, inspirado por la amenidad del paisaje y el delirio de tantos narcóticos como su cuerpo aguantara. En esos años, escribió novelas, poemarios y canciones en su terraza, mientras escuchaba a Ray Charles hasta que el sol derretía los vinilos, que se desparramaban sobre la tornamesa. Siempre había sido escritor, pero fue en esos años cuando comenzó a pensar en la música, animado a la vez por su musa y por la necesidad de una vida menos precaria. Más que convertirse en cantante, empezó a musicalizar su poesía. Un retrato icónico lo muestra tocando la guitarra a la sombra de un árbol, con la mirada perdida y una vocación encontrada. Cada seis meses el escritor regresaba a Canadá en busca de dinero e inspiración. También, según decía, necesitaba recordar la miseria para volver a apreciar el paraíso. Era medio año en Hidra y medio sin ella. Cuando la nostalgia lo invadía, comía en restaurantes griegos,

Grecia era para Cohen una historia de amor. Cavafis era uno de sus poetas favoritos

En la isla sarónica de Hidra, junto a Marianne Ihlen y Axel, el hijo que ella tuvo en su primer matrimonio.


DE PORTADA

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n Hidra dejaron ayo los trae de vuelta

nard Cohen

escuchaba rembético o bebía retsina. Al otro lado del mar, Marianne y Axel lo esperaban con la fidelidad de Penélope y la añoranza de Telémaco. A veces llegaban telegramas en los que el poeta decía tenerlo todo, solo necesitar a su mujer y al hijo que había adoptado. Pero la distancia se fue alargando con el tiempo. Un día Cohen se dio cuenta de que ya no estaban viviendo juntos, aunque quizá Marianne lo notó antes. Con el paso de los años, había entendido que era dueña de su corazón, no de su cuerpo. Se había acostumbrado, muy a la mala, a compartirlo. Finalmente, llegó el día en que la musa tuvo que compartirlo con el mundo, pues Hidra era un paraíso terrenal, pero Cohen solo pensaba en el más allá. Siempre tuvo hambre: de fe, de piel, de alimento en sus largos ayunos. A finales de la década, decidió regresar al tránsito y emprendió una nueva carrera en la industria musical. Cuando su primer disco salió en diciembre de 1967, a Marianne le habría sido inevitable notar que dos canciones tenían nombres de mujeres: la primera dedicada a una tal Suzanne y la segunda a ella, cuyo título había cambiado ligeramente. No era ya Come On, Marianne, sino So Long, Marianne. A menudo se obvia la huella que el periodo helénico dejó en la vida de Cohen: le encantaba su comida, admiraba su música, hablaba su lengua. Grecia era para él una historia de amor. Cavafis era uno de sus poetas favoritos e, incluso, cuando reinterpretó su poema “El dios abandona a Antonio” solo pudo convertirlo en una balada romántica: para él no es Alejandría, sino Alejandra quien parte y desaparece. El resto de sus días llevó entre manos el komboloi, una especie de rosario griego hecho de cuentas hiladas para aliviar el estrés. En un poema tardío, evocó con nostalgia cada rincón de la isla, como las cuentas de ese rosario: la luna, las terrazas, Marianne y su hijo, las velas que flotaban en un corcho sobre aceite de oliva. Concluía diciendo que jamás podría olvidar lo que vive en su espina dorsal. Luego de su partida, Cohen hacía tiempo para regresar a Hidra, pero las décadas pasaron, sus visitas se volvieron más esporádicas y, finalmente, excepcionales. Cada vez se hacía un poco más cansado subir todos los escalones. En el verano de 1988 un documental lo llevó de regreso a su paraíso olvidado. Al abrir los cajones del escritorio icónico donde alguna vez posó Marianne, no encontró más que fotografías empolvadas, correo sin responder y una armónica oxidada. El cantautor lamentó solo pasar unas cuantas horas ahí, pues seguía siendo su casa, pero no era ya su vida. No se sentía como Odiseo regresando a Ítaca, sino perdido en alguna de las demoras en el camino: “Pierdes la voluntad de regresar, ¿sabes? La voluntad de regresar se va menguando”, comentó con melancolía. En realidad, Leonard Cohen se marchó de Hidra cuando sintió que el tiempo lo había alcanzado. El golpe de Estado que sumió al país en un régimen militar en 1967 era un indicio del fin, pero quizá no le pareció tan importante como un pequeño detalle. Una

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mañana, los amantes se asomaron por la ventana y encontraron el horizonte partido a la mitad —líneas telefónicas se alzaban por el aire, la electricidad se esparcía, la modernidad había corrompido el oasis—. Entonces el poeta entendió que no podía seguir huyendo. Estaba deprimido y no había escrito en semanas. Sin embargo, antes de irse avistó un pájaro posado sobre el cable, que llegaba a silbar su melodía marina, cual nota viva sobre un pentagrama. En ese momento comprendió que Grecia no es el escape del tiempo, sino la reconciliación de todas sus manecillas: ave y cable, eternidad y modernidad, nostalgia y presencia. Durante años, Cohen regresó en cada concierto a ese suvenir de Hidra, la más célebre entre aquellas canciones de una habitación: “Like a bird on the wire/ Like a drunk in a midnight choir/ I have tried in my way to be free”. Leonard Cohen murió el 7 de noviembre de 2016, tres meses después de que su musa indeleble, Marianne Ihlen, perdiera su batalla contra la leucemia. En agosto, al recibir la noticia de que ella se encontraba en su lecho de muerte, le había enviado una carta de despedida, que más bien auguraba su reencuentro inminente. En Oslo, un amigo cercano se la leyó a una musa casi desvanecida, quien apenas encontró la energía para dibujar una sonrisa al escuchar: “Bueno, Marianne, siento que ha llegado esa hora en que estamos tan viejos y nuestros cuerpos se están desbaratando, y creo que te seguiré muy pronto. Quiero que sepas que voy tan cerca de ti que, si estiras tu mano, creo que podrías sentir la mía. Siempre te he amado por tu belleza y por tu sabiduría, pero no necesito decir más porque eso ya lo sabes… Todo mi amor, te veré en el camino”. Cuando llegó la hora de Cohen, sus admiradores dejaron cientos de veladoras y ramos de flores frente a la casa donde había crecido en Montreal, mientras comenzaban a planearse homenajes oficiales. Al otro lado del mundo, arrulladas por el silencio del mar, quedaron unas cuantas veladoras, un par de naranjas y sobres de té frente al pórtico de su vieja casa en Hidra. Si bien la ofrenda de los locales era un homenaje a los primeros versos de “Suzanne”, para Cohen ese rincón del Mediterráneo pertenecía a otra mujer. Semanas antes, la muerte de Marianne había inspirado la sexta canción de su último disco. Comenzaba con una melodía del tradicional bouzuki griego, el vibrato de un violín y el lamento de una corista griega. Tenía toda la melancolía del rembético, una balada griega a veces comparada con el tango o el fado. Traveling Light era su despedida del mundo, pero también de aquella casona blanca: adiós a Hidra, a los naranjos, a las velas y las terrazas, al coro de la medianoche, a los hombros desnudos de Marianna. Su título es un juego de palabras: habla a la vez de emprender una travesía sin llevar equipaje —es decir, sin retorno— y volverse luz itinerante, desvanecerse en el espacio como la estela de su musa. Se ha dicho que Grecia fue el segundo hogar de Cohen. Su despedida insinuaba que había sido el único.

Según decía, necesitaba recordar la miseria para volver a apreciar el paraíso

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MÚSICA

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RESEÑA

Guadalajara con guitarra La música de acá, de Alfredo Sánchez, rescata a las figuras y atmósferas de la vida cultural tapatía ADRIÁN ACOSTA SILVA FOTOGRAFÍA A. S.

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Javier Martín del Campo, de La Revolución de Emiliano Zapata.

a lectura del libro que nos ofrece el periodista y músico Alfredo Sánchez contiene un conjunto de crónicas y relatos periodísticos centrados en la vida de algunos de los personajes que han nutrido la vida cultural de Guadalajara en los últimos 50 años. Buen representante del periodismo cultural, locutor y productor de programas radiofónicos, músico destacado, cómplice frecuente de otros músicos, el autor conoce, como muy pocos, las experiencias, los lugares, actores y representantes de una vida cultural que es mucho más diversa y compleja de lo que se cree. Dieciocho personajes de la música local son entrevistados en La música de acá (EDUG, Guadalajara, 2018). Son retratos hechos a mano, surgidos fundamentalmente desde la admiración. Cinco de ellos nacieron entre 1920 y 1940, cuatro en la década de 1940, seis en la de 1950, y tres, los más jóvenes de los entrevistados, pertenecen a los años sesenta. Es decir, encontramos entre los personajes que desfilan en las páginas del libro músicos que fallecieron a los 92 años (Domingo Lobato), y músicos que tienen hoy 54 años (Carlos

Sánchez Gutiérrez). En su conjunto, son voces que pertenecen a distintas generaciones de músicos que han vivido en Guadalajara a lo largo de más de medio siglo y que configuran un buen mapa de las sensibilidades y los sonidos que han circulado por estas tierras mojadas. Los entrevistados importan por lo que son, o por lo que fueron, pero importan también por lo que representan: trayectorias vitales individuales inevitablemente unidas a espacios físicos concretos: la Escuela de Música de la U. de G., el Lucifer —un mítico congal rockero del centro histórico tapatío—, el Copenhagen 77, o más recientemente el Barba Negra o El Rojo Café. En esos espacios se configuraron “microatmósferas” culturales adecuadas a los distintos espíritus de época que poblaron la música en Guadalajara desde los años cincuenta hasta finales del siglo pasado. Otro elemento importante del libro es la diversidad de los músicos incluidos en las entrevistas. De la música clásica al jazz, del rock al blues, de quienes fueron rigurosos formadores académicos de varias generaciones de músicos profesionales, hasta

ejecutantes, compositores y cantantes formados en las aguas revueltas de la lírica popular, lo que tenemos es un muestrario de la educación sentimental de varias generaciones de músicos que hicieron de Guadalajara su lugar de residencia, el lugar desde el cual sus convicciones estéticas, intereses intelectuales y pasiones personales se conjugaron para forjar trayectorias destacadas en la música local y nacional. Los años sesenta y setenta fueron el auge del rock y el blues en Guadalajara. La Revolución de Emiliano Zapata, Spiders, 39.4, La Fachada de Piedra, Toncho Pilatos, primero, y luego, en los ochenta, destacadamente El Personal o Escalón —agrupaciones en las que participó el propio Alfredo Sánchez—, configuraron trayectorias que alimentaron el carácter francamente escéptico, bastardo, de la “identidad” musical tapatía. “Back” o “Nasty Sex”, por ejemplo, sonaban en San Andrés, en Analco, en Oblatos, pero también en Jardines del Bosque

La música de acá son retratos hechos a mano, surgidos fundamentalmente desde la admiración

o en Providencia, junto a las canciones de Javier Solís, el Mariachi Vargas de Tecalitlán, Los Terrícolas, Los Ángeles Negros, o Mickey Laure. Es un auténtico misterio cómo sobrevivieron los músicos entrevistados en un contexto dominado por la música comercial local y extranjera, con pocos espacios para tocar en vivo, y con las permanentes reservas de compañías discográficas nacionales para promover los sonidos locales. El texto reúne un conjunto de contribuciones testimoniales y biográficas importantes para construir una suerte de sociología cultural de la capital tapatía. Las entrevistas trabajadas por el autor a lo largo de varios años, para ser transcritas, revisadas y publicadas hoy en forma impresa, es un buen regalo para los lectores interesados en el pasado reciente de la vida cultural local. Después de todo, la música tiene siempre un sonido propio, con actores, protagonistas y espectadores específicos, que vuelve distinto lo nacional y lo universal a través de la imaginación, el oficio y la creatividad de músicos locales. En ese sentido, La música de acá reconstruye fragmentos de esa historia cultural.

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EN LIBRERÍAS

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A FUEGO LENTO

Incordio del spam

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ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

os novelas obtuvieron el Premio Mauricio Achar Literatura Random House 2018: All in, Sinatra, de Pedro Zavala, y Pistolar, de Iván Soto Camba. Dejo la primera de ellas para una entrega posterior y me ocupo de la segunda. Todo es anómalo, excepcional, en Pistolar. De inicio, tiene como protagonista a un esquizofrénico paranoide, adicto a la escritura de cartas, Luis Alfredo J. A. Para continuar, transcurre entre cuatro paredes, en un edificio oculto a las miradas en algún barrio de Guadalajara. Por otro lado, avanza dando tumbos en el tiempo hasta crear un presente ilusorio. El lector se asoma a esas cartas en virtud de la curiosidad y la buena fortuna de un narrador que asegura haber dado con ellas para ofrecerlas a un público hipotético. Muy bien: y qué podemos esperar de una mente esquizoide. En el caso de Luis Alfredo J. A., un discurso que un día invoca la bondad de Jesucristo y al otro ofrece maravillas tecnológicas —obviamente nacidas del delirio— a Telmex y aun al candidato presidencial Francisco Labastida Ochoa, por quien profesa un amor ciego (“Y hagamos fraudes en

todos los estados de toda la república, ya que estamos dispuestos a ganar y el partido lo agradecerá, trabajando con todos los millones de nosotros y líderes revolucionarios”). Como sabían los clásicos renacentistas, la locura tiene su razón. De haber empleado el recurso de engarzar una y otra carta, Soto Camba habría entregado una novela apenas curiosa. Quiso, sin embargo, contrarrestar la monotonía introduciendo a un personaje aún más sorprendente —un tal Ernesto Fregossi— quien, quince, veinte, treinta años después responde a esas cartas que en apariencia llegaron a manos distintas. De esta manera, se establece un intercambio de sordos y, conviene subrayarlo, de orate a orate, uno, eso sí, dueño de una cultura estrafalaria: el zen y sus preguntas que conducen al desdoblamiento de la realidad, la conducta de las garrapatas, algunos dispositivos engañosamente infantiles de la metafísica moderna, la inteligencia alienígena, el uso de las sanguijuelas en el combate a las enfermedades degenerativas en la Francia del siglo XIX, el test de Rorschach. Así, por ejemplo, llega hasta nosotros la sabiduría descolocada de Fregossi: “El

Pistolar México, 2018

koan es una herramienta del zen: un taladro de punta fina ( jeringa). El koan es un instructivo que guía al alumno a desconectarse del pensamiento racional, para encontrar el conocimiento que lleva oculto en su germen (es decir, ya configurado de fábrica)”. Hay un tono en clave humorística planeando siempre por encima de los disparates y las reflexiones verbales y ese es uno de los méritos más difíciles de reconocer en Pistolar mientras no hemos cubierto un buen tramo del argumento: Luis Alfredo J. A. resulta un pedigüeño en busca de favores caseros, Fregossi se perfila como un alter ego que trabaja en contra de los proyectos de Luis Alfredo, sumando a la locura un gramo de ingenio perverso. Una vez que alcanzamos el final, Pistolar revela su condición de maquinaria verbal encaminada a develar los usos esquizoides de lo que en el mundo de la informática llamamos spam, esos mensajes que invaden la zona restringida de nuestra conciencia. No es un asunto menor, y se vuelve aún más relevante cuando despierta el interés de un escritor con una alocada inteligencia narrativa.

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CINE

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RESEÑA

ENTREVISTA

Rulfo en la pantalla grande ANDREA SERDIO

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a obra de Juan Rulfo tiene una estrecha relación con el séptimo arte, como se advierte en la edición conmemorativa El Llano en llamas, Pedro Páramo y El gallo de oro y otros relatos para cine, publicada en 2017 por la editorial RM. En 1956, por ejemplo, Alfredo B. Crevenna filmó la versión del cuento “Talpa”, incluido en El Llano en llamas, con las actuaciones de Lilia Prado, Víctor Manuel Mendoza y Jaime Fernández. Del mismo libro salieron películas como ¿No oyes ladras los perros?, dirigida en 1975 por François Reichenbach con guión de Carlos Fuentes y música de Vangelis. Asimismo, El rincón de las vírgenes, en la que Alberto Isaac toma elementos de “Anacleto Morones” y “El día del derrumbe”, con Alfonso Arau, Emilio Indio Fernández y Rosalba Brambila, quien interpreta a la hermosa y voluble hija del taimado Anacleto. En 1985 el venezolano Freddy Sisso filmó ¡Diles que no me maten! y dos años después Mitl Valdez dirigió Los confines, una interesante película que combina personajes y fragmentos de Pedro Páramo y los cuentos “Talpa” y “Diles que no me maten”. Esta producción es reconocida como uno de los mejores acercamientos al mundo de Juan Rulfo, a su laconismo y reflexiones sobre la muerte, la injusticia, la familia, el adulterio… Registrada en 1959 como guión cinematográfico, El gallo de oro es en realidad la segunda novela de Rulfo. Cuenta la historia de un pregonero, una cantante de palenques llamada La Caponera y un afamado y rico gallero. Con guión de Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Roberto Gavaldón, fue filmada por primera vez en 1964 y por segunda en 1986, bajo la dirección de Arturo Ripstein, con el nombre de El imperio de la fortuna. En El Llano en llamas y otros relatos, los editores incluyen “la diatriba poética” escrita por Rulfo para la película La fórmula secreta, de Rubén Gámez, producción independiente en la que un campesino mira la extensa llanura, que es enfocada por la cámara mientras se escucha una voz —la de Jaime Sabines—, que se convierte en letanía, en reclamo, en amenaza; es la voz desesperada pero también porfiada de la gente del campo mexicano. Pedro Páramo fue protagonizado por el actor estadunidense John Gavin en la película homónima de Carlos Velo, de 1967, en la que Pilar Pellicer interpreta a Susana San Juan e Ignacio López Tarso a Fulgor Sedano. En 1978, José Bolaños realizó otra versión, llamada El hombre de La Media Luna, con Manuel Ojeda como el desalmado cacique de Comala. Han sido dos acercamientos interesantes, aunque fallidos, a una de las mejores novelas del siglo XX.

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Enfocada en los agricultores wayuu, Pájaros de verano rastrea el origen del narcotráfico en Colombia.

Cristina Castellano

“Buscamos las historias que no han sido contadas” HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com FOTOGRAFÍA CIUDAD LUNAR PRODUCCIONES

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l origen del narcotráfico en Colombia se ubica en la década de 1970. Durante aquellos años unos agricultores wayuu descubrieron una forma de vida al traficar estupefacientes. Con resultados más que exitosos, la comunidad comenzó a crecer hasta cosechar más y más poder. Motivados por la curiosidad de conocer los meandros del crimen organizado, Cristina Castellano y Ciro Guerra filman Pájaros de verano, una película que aborda el origen del narcotráfico y las redes de poder que ha tejido a nivel ciudadano. ¿Qué detona Pájaros de verano? Nace de conocer el mundo wayuu y sus códigos de comportamiento. En Colombia se cree que hay muchas películas sobre el narcotráfico, pero no es verdad. En realidad, no son más de cinco. Lo que sucede es que el tema se ha tocado desde fuera, sobre todo desde la cinematografía norteamericana y ahora desde las series. Lo grave es que las formas de contar desde Estados Unidos fueron adoptadas por nosotros. ¿Por eso centran su historia en una comunidad indígena? Queríamos hablar de la transformación de la familia, la sociedad y el país. Colombia vivía en un mundo rural y

tradicional hasta que fue devorado por la dinámica de la modernidad y el capitalismo salvaje. En México también nos falta hablar de la forma en que las comunidades indígenas son afectadas por el narcotráfico. Al menos en Colombia esto es un tabú: representa un tema doloroso. Nos negamos a mirarnos al espejo, pero necesitamos hablar de ello para comprender la dimensión del problema. ¿No tiene que ver con racismo? Hablar del mundo wayuu nos sirvió para reflexionar sobre una familia en particular. Seguimos marginando a las minorías de las narrativas nacionales, pero en nuestro caso queríamos partir de la familia como metáfora de lo que sucede cuando el narcotráfico se infiltra en lo más profundo de una sociedad. Desde El abrazo de la serpiente, usted y Ciro Guerra le han tomado el pulso a las atmósferas rurales.

“La familia es una metáfora cuando el narcotráfico se infiltra en la sociedad”

Buscamos las historias que no han sido contadas, o al menos que no han sido contadas desde el mundo colonizado. Nos gusta ponernos en el lugar de los explotados. Con Pájaros de verano, quisimos hacer una película sobre el origen del narcotráfico pero no desde fuera, sino desde dentro. ¿Asumir la perspectiva foránea para contar estas historias es lo que nos ha llevado a series o películas apologéticas del narco? La mayoría de las producciones asumen la perspectiva de quien viene de fuera y terminan haciendo apología en tanto que muestran a los narcotraficantes como forajidos y rebeldes con acceso al poder y a las mujeres más bellas. Promover este tipo de estructuras no nos ayuda a salir del problema. El impacto de la película se potencia a partir de su discurso estético. ¿Cómo trabajó esta parte? Cada película tiene una forma de hacerse y cada una va revelando su estética. La sociedad wayuu tiene una relación muy fuerte con el color y su representación, y esto sin duda está presente; también abrevamos del cine surrealista, del cine de gangsters y del western. Más que hablar de condiciones sociológicas o antropológicas somos unos enamorados del cine.

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TERTULIA

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DANZA

PERSONERÍO

De Hoffmann a Petipa: el camino del Cascanueces

Decálogo del escritor de minicuentos

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ARGELIA GUERRERO makarova81@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA YOUTUBE

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La bailarina del New York City Ballet, Misty Copeland, participa en el filme El Cascanueces y los Cuatro Reinos.

omo una tradición de esta temporada, amigos y familiares suelen preguntar acerca de Cascanueces, el cuento de Hoffmann inmortalizado en un ballet con partitura de Tchaikovski cuya versión coreográfica más famosa es la compuesta por Marius Petipa. De este ballet se han montado versiones acrobáticas, suites, sobre pistas de hielo, adaptaciones para la muñeca Barbie, y en estos días se proyecta una versión en cine titulada El Cascanueces y los Cuatro Reinos con la participación de la bailarina del New York City Ballet, Misty Copeland. La Compañía Nacional de Danza recién el año pasado renovó la versión que presenta en el Palacio de Bellas Artes y cuenta siempre con teatros abarrotados. Casi la totalidad de las compañías de repertorio en el mundo tienen como parte de su cartelera de temporada alguna de las versiones de este ballet, unas más actualizadas o renovadas, algunas más apegadas a la original, otras indagando en episodios del cuento que han quedado fuera de los libretos escénicos. Me gustaría hablar de los elementos que constituyen la obra, desde las adaptaciones del cuento

original hasta la configuración de los libretos actuales. El cuento escrito por Hoffmann en 1816 tiene una trama más compleja y oscura, pues hay dos historias cuyos relatos por momentos se encuentran y construyen un solo hilo narrativo para volver a desdoblarse y continuar cada una de manera autónoma. Los protagonistas de una de las historias, Clara y su padrino Drosselmeyer —cuya interacción sucede en la noche de Navidad y por ello la vinculación con esta temporada del año—, tienen como lazo con la segunda historia al personaje motivo del texto: el príncipe Cascanueces. En otro escenario espacial y temporal, se encuentran la princesa Pirlipat, la reina de los ratones, y un príncipe embrujado, Cascanueces, quien comparte este universo, mientras que en el mundo de Clara es solo un juguete. En el cuento confluyen personajes de un mundo “real” del que salen y entran para interactuar con un universo

Cascanueces es una narrativa difícil de llevar a una sucesión temporal en el ballet clásico

fantástico en el que existen maldiciones, el amor no es correspondido y se vive en penitencia hasta que el lazo entre los universos se restaura. Es una narrativa difícil de llevar a una sucesión temporal de las escenas tradicionales en el ballet clásico. Por ello, Alejandro Dumas padre, y más tarde el mismo Petipa, junto a Iván Vsévolozhky, realizaron una versión que centra la narrativa en uno de los dos universos: el del mundo real. Dejaron el segundo espacio escénico como meramente ornamental, sin trama: el país de los dulces gobernado por un Hada de Azúcar y su caballero. El tema del amor quedó en la historia de Clara y Cascanueces y desaparece la historia de Pirlipat que da origen a la maldición lanzada por la reina de los ratones para quedar atrapada en un hechizo del que ya no sabemos su origen, y que es roto por el amor de Clara. El padrino Drosslemeyer se reduce al papel de narrador de la historia. Un cuento lineal cuyo encanto se encuentra en las fantásticas danzas de dulces que desfilan. La música de Tchaikovski es, sin duda, mágica; pero de la complejidad literaria quedó muy poco. Un buen ejercicio es acercarse al texto de Hoffmann para después ver el ballet y recrear toda la complejidad del relato.

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JOSÉ DE LA COLINA

Escribir o leer cuentos largos acorta la vida. Porque tiene uno que buscar tema o encontrarlo en la multitud de temas que ofrece la vida. 2. Escribir o leer cuentos cortos no alarga la vida, pero la enriquece. Porque se te ofrecen las mil posibilidades de identidad que se te abren súbitamente. 3. En la naturaleza del cuento corto está el ser caprichoso, imprevisible e impuntual. No le gusta ser citado, previsto, preparado. El cuento corto simplemente sucede, como sucede el amor, el odio, la sorpresa o la incapacidad de cambiar. 4. Que no te digan que el cuento corto no es profundo. Replícales con este, cortísimo y de quién sabe quién, que trata de toda la condición humana: “Nació, vivió, murió”. En realidad, eso es lo más importante que le ocurre a uno y el problema se abre cuando se destripan esas palabras. 5. No creas que suprimiéndole palabras a un cuento largo obtendrás un cuento corto. El cuento corto suele nacer ya con su justo número de palabras. Por ejemplo: el penúltimo capítulo del Ulises de Joyce podría ser un cuento de no más de 200 palabras, pero el autor lo desarrolla en infinidad de anécdotas que podrían ser otros tantos cuentos, mientras que en “El Aleph” de Borges, un cuento, caben todas las potencialidades novelísticas. 6. Un cuento, si corto, dos veces buen cuento. Esto es tan evidente que no necesita que se prolongue en más palabras. 7. Más vale cuento corto volando por los aires que novela larga arrastrándose por tierra. Por algo hay velocidades de la prosa y algunas novelas parecen haber nacido para tomar el café en casa mientras se lava la ropa en la lavadora automática, cuando otras veces ocurren en el tiempo de un pestañeo, aunque éste sea de varios siglos. 8. El que a cuento corto mata… quizá de novela larga muera. No sé por qué escribí esto. Componer un decálogo no garantiza nada, salvo que el escritor se siente tentado a ser un dictador en el peor sentido de esta palabra. 9. Un cuento de 50 páginas es un cuento corto si está narrado con la máxima velocidad. (Pero debes saber que es dificilísimo, prácticamente imposible, lograr esa velocidad en 50 páginas.) 10. Dios, si existiera, sería un cuento corto… aunque eterno. Lo cual indica que el presente decaloguista es ateo, pero eso no le impide abandonarse a los delirios religiosos si religión significa de origen ligar todas las cosas, las estrellas, los mitos, las ideas, las figuras, etcétera, en una sola imagen o identidad extraña que justifique su vida y su ocupación fantasmagorizante. Como decía Groucho Marx (el mejor Marx que nos otorgaron los siglos): “Si a ustedes no les gusta lo que dije, tengo otras cosas que decirles, quizá contrarias”. Así pues, este decálogo puede no ser respetado y se le puede volver en sentido contrario como un guante o un calcetín. El autor se justifica diciendo que uno debe abandonarse a la voluntad de las palabras, como en un surf mental, dejando que éstas vayan a donde quieran, pero uno debe mantener un cierto equilibrio sobre la tablita. La elaboración de cuentos se convierte así en un deporte intelectual de alto grado y el riesgo sería perder ese equilibrio cuyo carácter es el de cada cuento.

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DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO, IVÁN RÍOS GASCÓN ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

LABERINTO

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http:// www.milenio.com/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLAberinto

TOSCANADAS

Joyce ilegal DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

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ames Joyce pasó la vida entera luchando contra censores. A veces esta censura venía de la gente que escribía leyes contra la inmoralidad, y a veces venía de los propios editores. Cuando quiso publicar sus cuentos de Dublineses, los editores se negaban a imprimir ciertas palabras como bloody, fart y ballocks. Siempre será difícil traducir términos como bloody, fucking o goddam, pero se puede percibir cuando el traductor ablanda las cosas en un modo equivalente a la censura. Tengo una edición de Dublineses traducida por Eduardo Chamorro. Cuando la versión en inglés dice two bloody fine cigars, en español apenas dice “dos puros de rechupete”. Más adelante tenemos: he’d bloody well put his teeth down his throat, y la traducción resulta en: “él se encargaría de hacer que se tragara los dientes”.

ULISES DE JOYCE.

Ejemplar de la primera edición.

Para cuando llegamos a “Los muertos”, una línea en el original dice: a bloody big bowl of cabbage before him on the table and a bloody big spoon like a shovel. En español es así: “una jodida perola de potaje y con un jodido cucharón grande como una pala”. Al fin tenemos en nuestra lengua el sabor de bloody. Quizá un mexica diría “pinche”, y no usaría “perola” ni “potaje” pero ya estamos respetando a Joyce y su lucha por una expresión libre. Lo cual no es poca cosa, porque la pura palabra bloody podía ser suficiente para incautar una edición y aplicar alguna pena legal contra el autor o editor. Quien quiera enterarse de lo que fue la censura en el primer cuarto del siglo XX puede leer The Most Dangerous Book, de Kevin Birmingham, que narra todas las batallas que se dieron contra jueces, estados policiacos, morales religiosas, críticos cobardes o conservadores y aduanas confiscadoras para

poder publicar y distribuir el Ulises de Joyce, para que el arte literario tuviera derecho a expresarse como mejor le viniera en gana. La premisa del Ulises parece muy sencilla: es el relato de lo que hace, piensa y dice un personaje ordinario durante un día. Por eso la censura del libro se volvió una peligrosa paradoja, tal como lo escribe Birmingham: “Esto no parece tener nada de especial hasta que recordamos que una crónica completa de nuestras vidas se volvió ilegal”. Esto es maravillosamente profundo. Una vida ordinaria no es ilegal, pero sí lo es el relato de una vida ordinaria. Cuando montones de lectores se quejaron de lo que escribía el autor irlandés, su editora respondió que al señor Joyce “no le importan las multitudes ni sus exigencias”. Esas palabras deberían tenerlas enmarcadas los editores y los escritores.

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CAFÉ MADRID

El Corral de la Morería

V

ine por primera vez al mejor tablao flamenco del mundo ( The New York Times dixit) en 2010, cuando la UNESCO declaró Patrimonio Cultural de la Humanidad al flamenco, y desde entonces no me he cansado de ir. Al contrario: en cada oportunidad que se presenta vengo a este reducto madrileño de mi anhelada Andalucía a celebrar el arte surgido en las calles. Y me atrevo a afirmar que es el sitio donde más feliz me siento en esta ciudad, gracias a sus platos rebosantes, su rigurosa selección de vinos de Jerez, el mejor cante, baile y toque encima del escenario y, sobre todo, a la hospitalidad y al cariño que Blanca del Rey (dueña y directora artística) tiene por bandera. La semana pasada me llegó través del teléfono el acento cordobés de la gran bailaora: —Quillo, hijo de mi arma, vente mañana pa’cá. ¡Que nos han dao una estrella Michelin y vamos a hacer un fiestorro que se cague la perra! ¿Cómo declinar tan entrañable invitación? Pa’llá me fui, claro. Resulta que hace más de 60 años, a don Juan Manuel del Rey, hijo de los que hicieron famosas las paellas de Riscal (que canta Joaquín Sabina), se le ocurrió juntar gastronomía y entretenimiento y con ello convirtió su local en uno de los epicentros de las noches madrileñas, en el que los principales personajes del mundillo de la farándula y la política no tardaron en dejarse ver. Las estrellas de Hollywood que pasaban por España o venían a filmar aquí sus películas aparecían por sorpresa. Una noche, por ejemplo, Ava Gardner estaba viendo el espectáculo cuando, de pronto, un

VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismo victor@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA V. N. J.

hombre que apuraba un whisky en la barra le clavó la mirada y la llamó con el dedo índice. La actriz fue hasta él y casi al instante los dos comenzaron a discutir. Antes de irse, él le dio una bofetada a ella. Ese hombre era Frank Sinatra, quizá molesto por los rumores que relacionaban al “animal más bello del mundo” con el torero Luis Miguel Dominguín. Seis décadas de éxito después, Blanca y sus dos hijos decidieron fichar a un cocinero vasco para renovar su

Hace más de 60 años, a don Juan Manuel del Rey se le ocurrió juntar gastronomía y entretenimiento

propuesta gastronómica (con manjares como una lubina salvaje con espuma de albahaca, un meloso de ternera, cocinado durante tres días a baja temperatura y que por eso tiene que comerse con cuchara, y un huerto cordobés, con “tierra” de aceitunas negras, base de salmorejo y mini verduritas de temporada) y, por lo visto, han logrado deslumbrar a los implacables inspectores de la guía francesa que, por primera vez en su historia, han incluido a un tablao entre sus recomendaciones. Por eso había que celebrar una misa flamenca. Uno entra a este templo, junto al viaducto de Madrid, donde se ha presentado gente como Antonio Gades, Camarón, Paco de Lucía, La Fernanda y La Bernarda, La Piñona, La Chunga o El Cigala y, entre cuadros

El mejor tablao del mundo según The New York Times.

de toreros y de noches legendarias, se fija en unas amplias fotos que cuelgan de las paredes. Es Blanca del Rey el día que bailó por última vez su coreografía más representativa, la Soleá del Mantón, una especie de lamento flamenco, cuya poesía sonora y de movimiento sacude las emociones. En las imágenes, un mantón bordado y de densos flecos gira y vuela y acaricia y abraza a la bailaora, bajo el ritmo de las guitarras, las palmas y el cante jondo. Ese mantón, bien manipulado por las manos de Blanca —con una mezcla de cariño y coraje—, era capa, era vestido, era capote, era cobija y era ella, al fundirse con él, mientras atravesaba distintos estados de ánimo —de la angustia a la alegría, pasando por la pasión y el desenfreno—. Bailaba Blanca y con sus quiebros y acentos zapateados convertía la catástrofe en belleza. Para festejar la estrella Michelin, en esta ocasión el espectáculo corrió a cargo de Juan Andrés Maya y Alba Heredia al baile; Pepe Jiménez El Bocadillo y Pedro Jiménez Perrete al cante; y Basilio García y Juan Jiménez a la guitarra. Blanca, la anfitriona, subió al escenario y presentó a este grupo de artistas como “un reducto de pureza”, un conjunto de talentos “que evoluciona sin perder la esencia”. Juan Andrés bailó con la enjundia de un toro. A veces bravío, a veces herido, siempre con furia creativa. Al final, la bailaora volvió a subir al tablao. Estaba emocionada —como todos los allí presentes, que parecíamos tener el alma inflamada— y entonces ella, que oficialmente ya está retirada, se puso a bailar con Juan Andrés, como poseída por la magia del momento.

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