Suplemento cultural de MILENIO
LABERINTO LITERATURA
ENTREVISTA
GABRIEL ZAID
JESÚS ALEJO SANTIAGO
Un poema desconocido
Daniel Leyva y el derecho a la muerte asistida
Foto: Shutterstock
Foto: Ariana Pérez
SÁBADO 2 DE FEBRERO DE 2019 AÑO 15 - NÚMERO 816
José Agustín: vicisitudes de la memoria José Agustín Ramírez/ FOTOGRAFÍA: ARCHIVO FAMILIA RAMÍREZ BERMÚDEZ
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ANTESALA
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ARTES VISUALES
Dimensiones desapercibidas MIRIAM MABEL MARTÍNEZ FOTOGRAFÍA COLECCIÓN JUMEX
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a exposición Podría ser (una flecha): una lectura de la Colección Jumex, que se exhibe hasta el 31 de marzo, invita al espectador a enfrentarse a la obra de mujeres artistas que cuestionan lo femenino en el imaginario colectivo. No se trata de un trabajo feminista, ni el tema es la mujer, tampoco propone una división del arte en masculino y femenino. Se trata de piezas que exhiben estrategias contemporáneas para cuestionar la mirada tradicional. La muestra está conformada por el trabajo de 45 artistas y dividida en seis núcleos temáticos. De acuerdo con las curadoras, Catalina Lozano y María Emilia Fernández, el detonador de este planteamiento es la idea de “inconsciente óptico”, que Walter Benjamin desarrolló en el ensayo La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica. Así, las obras exhibidas proponen posar la mirada en las dimensiones que pasan desapercibidas, como dice el ensayista, “al ojo consciente educado en la civilización de la representación”. Lo que observamos son propuestas de artistas de distintas generaciones y latitudes sobre cómo se entiende y se vive lo femenino más allá del ojo cultural moderno y de las expectativas de una mirada social determinada por un encuadre masculino. Tampoco se trata de retar este ángulo, sino de experimentar desde el hacer, mirar y crear sin más obligación que cuestionar ese deber —y ser— femenino a través de estrategias, soportes y discursos diversos. La pieza de la mexicana Mónica Castillo (1961), Modelo para autorretrato III y representación (1997), hecha a gancho, altera las nociones de identidad al jugar con las posibilidades del reflejo y revaloriza la práctica del tejido al sacar este quehacer —visto como un entretenimiento— del ámbito doméstico para domesticar el arte y transitar suavemente del espacio privado al público. En una línea parecida está Untitled (2004), de la alemana Rosemarie Trockel (1952), una tela tejida a máquina y utilizada como lienzo para cuestionar la relación con lo industrial transgrediendo las connotaciones tradicionales de tejer, así como los soportes artísticos. On Giving Life (1975), de la cubana Ana Mendieta (1948-1985), hurga con las posibilidades del cuerpo ya sea como paisaje, como narrativa o discurso político. A través de artistas provocadoras como Kika Smith, Teresa Margolles, Tacita Dean, Anne Coller, Minerva Cuevas, Pipilotti Risk, Annette Messager, Roni Horn o Jenny Holzer, entre otras, esta colectiva exhibe los ángulos que ya marcan las formas de ver —y de entender— el siglo XXI.
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Pieza de Mónica Castillo.
Mirreyes vs. Godínez. Dirección: Chava Cartas. México, 2019.
HOMBRE DE CELULOIDE
También de esto vive el cine nacional
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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA DRACO FILMS
oma ha conseguido diez nominaciones al Oscar. Un logro si se considera que se habla en mexicano. Y aún hay quien la rumia preguntando: ¿qué tiene? Pues todo aquello que no tiene Mirreyes vs. Godínez, obra de la que, sin embargo, también hay que meditar. Para empezar, Chava Cartas construye situaciones hilarantes sin apoyarse en un histrionismo vulgar: hace montajes, eso que, se sabe, es el corazón del arte fílmico. Recientemente hizo Inquilinos, una historia gótico-tapatía que goza de la misma gracia de esta entrega: atrapa el apetito del goloso como el cocinero de comida rápida que no engaña y da lo que el cinéfilo tragón está esperando: cero nutrición y harto colesterol. Mirreyes vs. Godínez no es una buena película. Hay que mantenerse lejos de ella si uno quiere que reviva Luis Buñuel. De intelectual no hay aquí nada. Tiene en cambio a un productor con años de búsqueda. En 2001, Francisco González Compeán pedía por todas partes una película de futbol. Lo único que consiguió fue el patetismo de Atlético San Pancho. Seducido con la posibilidad de reconstruir Toluca en clave Mad Max produjo una historia que giraba en torno al juego de canicas. Zurdo, en 2003, también fue un hito pues a muchos nos
quitó la esperanza en el futuro del cine mexicano. Además, era tan cara que desmoronó a la industria con pretensiones y lujos que ni siquiera un cine sólido se hubiese podido dar. Aquel año la industria del cine mexicano estuvo a punto de colapsar. Pero aparecieron los estímulos fiscales y se comenzó a filmar. Todo hace suponer que mientras estos estímulos se mantengan al margen de la corrupción de Hacienda seguirán apareciendo nuevos artistas. Al mismo tiempo, quienes lucharon contra un Imcine que en aquel tiempo era corrupto hasta la médula se están consagrando en Hollywood y quienes toda la vida talachearon en este país siguen produciendo cine como Mirreyes vs. Godínez, que hace reír a las masas sin llenarles la cabeza de demasiada estupidez. Ideada por el mismo González Compeán, la película parte de la sabia premisa de que más vale dar la vida de nuevo que resucitar a un muerto. Procurando hilar una historia con todo el estilo del éxito económico
Cartas parte de la premisa de que más vale dar la vida de nuevo que resucitar a un muerto
de Nosotros los Nobles, consigue que el mexicano se ría de sí mismo sin sentir vergüenza y, lo más importante, sin caer en la “crítica social”, esa que contaminó el cine de la década de 1970. Los empresarios no tienen por qué ser malos y trabajando con su gente pueden sacar adelante a un país. Si se quiere, esta es la moraleja de la película. Ni Santi, el niño rico, ni Genaro, el chico trabajador, están aquí para denunciar absolutamente nada. Son estereotipos pero, metidos en un concurso que busca revivir la industria mexicana amenazada por los chinos, los autores tratan al personaje del rico igual que al del trabajador: con un respeto que nunca han tenido cómicos como Derbez, que se burlan de lo peor de los pobres y estigmatizan a los ricos. Cartas tiene gracia para esta clase de humor y no es un aspirante a la Nouvelle Vague como tantos jóvenes que afortunadamente pueden filmar pero que no han terminado de digerir a Godard. Mirreyes vs. Godínez es una película de la que todo amante del cine de arte tiene que mantenerse lejos. Aun así ofrece a la industria la buena nueva de que Francisco González Compeán encontró la película que estaba buscando desde hace casi 20 años. Y hay en ella amor, éxito comercial y futbol.
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ESCOLIOS
POESÍA
Un poema desconocido de Gabriel Zaid Se vuelve música en el arpa eólica, en unas campanillas japonesas, inventa agua del pozo; en un molino enorme, desde el mar, y con el sol —nubes primero y lluvia, ríos, mar de nuevo— gira, hace feliz la piel y orondas a las velas; equivoca destinos al pasar, provoca encuentros insólitos y sueltos, es el viento un portento de máquina aleatoria. Se trata de un juego. Los versos están pizcados del ensayo “La propensión a los encuentros felices”, que forma parte de La poesía en la práctica. En 1985, Gabriel Zaid “descubrió” un “soneto desconocido” de Sandoval y Zapata, que entresacó del Panegírico a la paciencia, escrito en aquella prosa novohispana y barroca. En Leer poesía (Random House Mondadori, México, 2009), Zaid relata el método y los pormenores de aquellos hallazgos. Nada podría ser más lejano de la prosa de Zaid, castigada y nítida, que la de Luis de Sandoval y Zapata, de modo que no hay esperanzas de hallar un soneto con sus rimas completas de entre páginas de un ensayo breve, pero quede este modesto homenaje. Julio Hubard
EX LIBRIS
Mamá y las culebras/ EKO
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Un final para Walter Benjamin ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
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@Sobreperdonar
os últimos días de enero de 1945 fue liberado el mayor campo de concentración nazi. Sin embargo, las víctimas de la persecución no solo murieron en los espacios de exterminio, sino en las desbocadas diásporas, en las fugas hacia ninguna parte o en los exilios funerales. En 1940, huyendo de la ocupación alemana en Francia, Walter Benjamin (18921940) pretendía cruzar la frontera con España y, desde ahí, salir hacia Estados Unidos. Ese talento oceánico y disperso que aventuraba audaces inferencias en los campos de la estética, la mística y la política había vivido en la oscuridad y la indigencia los últimos años y ahora se aferraba a la tabla de salvación que le ofrecían sus amigos en América. En Mi travesía de los Pirineos. Evocaciones 1940-1941 (Mario Muchnik, 1988), Lisa Fittko, la heroica mujer que ayudó a escapar a numerosos perseguidos del nazismo, recuerda que Benjamin, junto con otros fugitivos, tocó en su vivienda del norte de Francia una medianoche y, con impecable cortesía, se disculpó por la hora. El escritor cargaba la famosa y enigmática maleta en la que decía transportar un manuscrito “más importante que él mismo”. Fittko narra la breve convivencia con Benjamin: su desesperada formalidad, su gratitud de hombre bueno y su extrema debilidad física. Fittko alojó a sus protegidos, luego los condujo por un camino de contrabandistas y los dejó cuando se avistaba el pueblito español de Portbou. En el pueblo, los perseguidos se encontraron con requisitos inesperados para cruzar la aduana y, abatidos, se dirigieron a un hotel a pasar la noche. Ahí, Benjamin ingirió una cantidad mortal de morfina, fue atendido sin éxito y sepultado en el camposanto, bajo el nombre de Benjamin Walter. La maleta nunca apareció. En su libro, Un final para Benjamin Walter (Barcelona, Candaya, 2017), Alex Chico toma como pretexto las últimas horas de vida de Benjamin en Portbou para hacer una reflexión sobre los distintos ángulos de la barbarie. Entre la microhistoria, el diario de viaje y la biografía intelectual, Chico reconstruye la historia de este poblado avejentado, con sus aduanas clausuradas y sus vías férreas desahuciadas y vincula la historia local con los dramas globales del exilio y las persecuciones producto del fanatismo político. Más allá del martirio de Benjamin, Chico hace un homenaje a todas las víctimas anónimas que sufrieron en Portbou, y otras celadas fronterizas, sus últimas violencias. Por lo demás, los testimonios de la muerte de Benjamin no son definitivos (¿suicidio o asesinato?, ¿dónde quedó la famosa maleta?) y navegan en esa borrosa incertidumbre, producto del olvido o el ocultamiento deliberado. Con ello, Chico observa un misterioso y premonitorio paralelo en la manera en que Benjamin transcurrió su vida y su carrera intelectual (a la intemperie, sin familia, sin adscripción profesional, limítrofe, casi fantasmal) y su muerte solo recuperable con los vagos dichos de otros muertos.
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PENSAMIENTO
En Luna roja, Fernando Solana Olivares reflexiona sobre el tránsito de una vieja a una nueva civilización
“El lenguaje, prioritario para defendernos de la barbarie”
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HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com FOTOGRAFÍA ARCHIVO MILENIO
l lenguaje dice mucho de lo que somos como individuos y como sociedad. Mediante la filosofía y la literatura, Fernando Solana (Ciudad de México, 1954) se plantea esta cuestión en Luna roja, donde reúne una serie de ensayos que ubican su blanco en el intento por explicar nuestra época. En uno de sus ensayos escribe: “Volver al lenguaje para crear nuevo ser”. ¿Reinventarnos a partir de la palabra? Hay un problema en términos de pérdida del lenguaje. Una de las plagas posmodernas ha sido la reducción. George Steiner sostiene que alguien con doctorado usa entre 80 y 90 palabras a lo largo de su vida. Al reducir nuestro vocabulario reducimos también nuestro número de perspectivas. El lenguaje es prioritario para defendernos de la barbarie que nos acecha. ¿Cómo defendernos y retomar esta bandera cuando, como cita en su libro, vivimos en la época del homo videns? Sartori definía al homo videns como aquel individuo que ve el mundo a través de la pantalla y en consecuencia no alcanza a comprender su entorno. El homo sapiens, en cambio, estructura procesos de reflexión abstracta que le permiten establecer categorías. La gran lucha como civilización debe ser por recuperar el lenguaje como el instrumento fundamental de la conciencia. ¿Cree que se está dando esta batalla desde los foros naturales como las escuelas, los medios de comunicación o la literatura? Parcialmente. Somos muchos los preocupados por estos temas, aunque es real que son más a quienes no les interesa plantear una renovación del lenguaje. No obstante, siempre hay pequeños grupos dispuestos a morir en la raya. La lucha por el lenguaje cruza nuestro proceso civilizacional y confío en que el homo sapiens restablecerá
El autor de Oaxaca, crónicas sonámbulas y La rueca y el paraíso.
su predominio y el homo videns tendrá una posición secundaria. En sus ensayos habla de la apocatástasis como una época donde se vuelve al origen, pero en medio de un caos político y social. La apocatástasis es aquello que define la aparición inesperada de formas de representación y mentalidades del pasado. La tradición señala que estos periodos aparecen al inicio de una transformación radical donde tienen que resolverse los pendien-
“Lo que ahora pasa delante de nuestros ojos es la deshumanización de la conciencia”
tes para poder pasar a una etapa distinta. Otros autores usan el término “fantología” para hablar del acoso del pasado no resuelto; esta corriente se ubica dentro de una línea psicoanalítica aplicada a la sociedad. Vivimos una época final, el fin de una civilización en sí misma que dará paso a una nueva cultura. Estamos en una suerte de oscurantismo zombi, escribe. Hay una oscuridad inducida. Me llama la atención que desde el cine se reivindique al zombi, cuando según la tradición filosófica equivale a la pérdida de la razón. Lo que ahora pasa delante de nuestros ojos es el descerebramiento o la deshumanización de
la conciencia; de ahí la multiplicación de gente dormida o gente que no está viva ni muerta. Y que se hila con la falta de una narrativa. Usted cita en este sentido al filósofo Byung Chul-Han y su reivindicación de la literatura. La literatura es el aparato que describe la circunstancia del ser en el mundo. Byung Chul-Han dice que hemos perdido la capacidad de contarnos la vida a nosotros mismos y a los otros, narrándola como algo estructurado. En ese sentido, el proceso de pensamiento literario es relevante porque permite que el individuo aprenda a contarse a sí mismo el transcurso de su vida. Hoy estamos ayunos de esas perspectivas. No tenemos narrativas personales y culturales. ¿Por eso también el desencanto de sistemas como la democracia y una añoranza a lo vintage? Creo que sí; estamos en la circunstancia de la incertidumbre. Estamos delante de un tiempo muy complejo que sobre todo es impredecible, y por eso hay una fascinación nostálgica y algo reaccionaria por el pasado. ¿Esta posición reaccionaria tendrá que ver con la revitalización del racismo o los neofascismos? Esta idea del regreso a la idea de la frontera pura y el aislamiento trumpiano tiene que ver con el regreso a lo inexistente. Sloterdijk dice que las esperanzas que no tienen perspectivas entran en una especie de pánico abortivo y se encierran; es el mismo dilema de Habermas entre sociedad abierta y cerrada. La sociedad cerrada que nos rodea contiene un alto grado de actitud reaccionaria e incapacidad para asumir el presente. ¿Cómo convive lo fragmentario en el escenario de la inmediatez que marca la época? Esta idea del tiempo real, que a mí me parece una abstracción, es una compulsión. Como sociedad nos falta un proceso de reflexión categóricamente distinto donde el lenguaje nos permita establecer interpretaciones múltiples. El sentido está delante de la apariencia y el consumo. Estamos ante un momento grave, pero con posibilidades de transformación.
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LITERATURA
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El ganador del Premio Xavier Villaurrutia en 1976.
Con Administración de duelo, S. A, Daniel Leyva reivindica el derecho a la eutanasia
“Me aterra que se vayan los recuerdos”
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JESÚS ALEJO SANTIAGO FOTOGRAFÍA ARIANA PÉREZ
l año 2018 resultó bastante complicado para Daniel Leyva (1949) en cuanto a su salud, aun cuando no haya reflejo en su rostro de las dificultades médicas ya un tanto superadas. Por ello, cuando se habla de su novela más reciente, Administración de duelo, S. A. (Alfaguara, México, 2018), hay quien piensa en una relación estrecha entre la realidad y la ficción literaria. No fue así. “La terminé y la mandé a la editorial, pero sucedió mucho antes de la enfermedad. Me hubiera gustado escribirla durante ese proceso, porque aprendí muchos términos médicos, muchas palabras desconocidas. Todo fue escrito mucho antes, aunque a lo mejor hay una parte de premonición
involuntaria… si eso existe”, cuenta Daniel Leyva en entrevista. Si bien no buscó narrar este último periodo de su vida, sí se trata de una historia con mucho de autobiográfico, al menos en la conformación del objetivo: en la literatura mexicana, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, se generó un interés por las autobiografías precoces, cuando muchos de los autores no llegaban ni a los 25 años de edad. Daniel Leyva llegó a preguntarse qué joven podía contar su historia a esa edad: “me parecía un tanto pretencioso” pero al mismo tiempo un reto literario, en especial porque él mismo tenía interés en escribir sobre una etapa de su vida: su último año en México y el primero en París, a donde fue por más de una década cuando tenía 20 años. “Viví en Francia doce años. Nunca fui un becario del sistema educativo, ni estudiaba una maestría o hacía un estudio sobre la muerte de Gorostiza;
nunca viví en la Casa de México. Todo lo que cuento de esa época es una historia inventada por alguien. Suelo recordar una frase de Boris Vian: ‘todo lo que usted va a leer es cierto, porque yo lo imaginé’. Mi memoria existe porque la cuento”. La idea de la novela era recordar por qué decidió ir a Francia y cómo llegó allá, sin ningún apoyo familiar, aunque le resultaba pedante escribir una historia así, por muy anecdótica que fuera. Pensó entonces en un personaje en coma del que se acordaba y, al mismo tiempo, de alguien que diera fe de lo que estaba diciendo, y salió el personaje del argentino como testigo de lo contado por el protagonista. Administración de duelo S. A. es una historia concebida como una reivindicación plena del derecho a
“Quise valorar la relación de amistad entre dos personas con una cultura diferente”
la muerte asistida y a la eutanasia, pero sobre todo se trata de un homenaje a la amistad y a la palabra, dos preocupaciones permanentes en la literatura de Daniel Leyva. Todo en la literatura de Daniel Leyva es un juego, en el sentido más estricto del término: le interesa jugar con la estructura de las historias, pero también con el lenguaje, y todo parte de un convencimiento: “una misma historia contada con otras palabras puede ser banal; una historia banal contada con las palabras adecuadas puede ser sensacional”. “La literatura es un objeto bello hecho de palabras, y lo de belleza es muy relativo. Tardé mucho en la escritura, porque primero escribí la historia del personaje mexicano. Siempre he tenido una relación muy especial con el uso de las palabras, con los sinónimos… Es esa vieja influencia de Cortázar”, explica Daniel Leyva. Poeta y narrador, promotor cultural en la Secretaría de Relaciones Exteriores, en el Instituto Nacional de Bellas Artes y en Difusión Cultural del Instituto Politécnico Nacional, muestra una idea muy clara: dedicarle más tiempo a la lectura y, con ello, a la escritura. Así llega a esta novela, donde el personaje en coma recuerda su último año en México y el primero en París, sin ser precisamente una realidad: “a lo mejor es lo que me hubiera gustado vivir, la que me imaginé”. “Estoy convencido de que el Daniel Leyva de 1970 es el personaje que me invento ahora. Sería incapaz de decir si lo que me pasó fue cierto o no; por eso necesito a quien certifique que eso es cierto. La memoria es muy importante para mí, pero no la nostalgia. Lo que me gusta es el recuerdo y lo que me aterra es si se te van tus recuerdos”. Ganador del Premio Xavier Villaurrutia 1976 por Crispal, en su más reciente novela Daniel Leyva estaba muy interesado en contar una historia alrededor de la amistad, del amigo que llega a apoyar al otro en un momento difícil. “A la amistad le he dado un valor importante, tal vez porque en esas épocas conocí a gente que me ayudó. Siempre he creído que si tienes un buen amigo y no lo ves en 20 años, cuando lo reencuentras se mantiene esa amistad. Solo hay una pausa”. “En la novela quise poner la relación de amistad entre dos personas que tienen una cultura diferente porque no puede haber nada más diferente que un argentino y un mexicano”. Y aun cuando el escritor no considera que se trata del tema fundamental dentro de la novela, porque está más allá de lo que le tocó vivir el año pasado, sí tiene una certeza: el principal derecho humano, el más importante, es el derecho a decidir si te mueres o no te mueres. “El derecho a la vida ya lo tienes; el único que no puedes perder es el de decidir si sigues o no sigues vivo y eso es lo que trato de plantear en la historia”.
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La vida de José Agustín cambió drásticamente d cuando sufrió una caída en la ciudad de Puebla. E en proceso* narra las vicisitudes del escritor y su
Memorial de nuestr
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JOSÉ AGUSTÍN RAMÍREZ FOTOGRAFÍA ARCHIVO FAMILIA RAMÍREZ BERMÚDEZ
uando mis hermanos me avisaron que mi padre, el escritor José Agustín, había sufrido una caída posiblemente mortal, en un teatro repleto de sus lectores en Puebla, mi relación con él estaba en su punto más crítico, por lo más bajo, en su peor momento. De hecho, mi existencia completa era un desastre, en contraste con el prestigio de mi jefe, que gozaba de cabal salud y se aproximaba incontenible a conquistar las cumbres literarias de los grandes maestros de la lengua escrita, como demostraba el gran número de fanáticos y malos organizadores que atestiguaron, impávidos, pálidos, inmóviles e inútiles, la caída de mi jefe en el foso para la orquesta de un gran teatro de la ciudad, de cuyo nombre no quiero acordarme, ante el horror de mi pobre madre que, según me cuenta, alcanzó a notar que la marea humana lo arrastraba demasiado lejos de ella, hasta donde ponían en peligro su vida, arrinconándolo al borde del escenario, del estrado, hasta el filo de un pequeño abismo de tres metros, el foso para una orquesta. Mi mamá les gritó, pero no la escucharon, como en esos sueños en que tus piernas o tu lengua no funcionan. Como una ola de marea alta lo orillaron y él, en toda su característica imprudencia, no calculó la distancia, la profundidad que lo amenazaba, y el peligro inminente en que se hallaba, y (lo imagino en cámara lenta), mientras Margarita, mi mamá, trataba de abrirse paso para ayudarlo entre una legión de admiradores, mi padre tropezó con el vacío bajo sus pies, y se desplomó muy despacio (en mi mente) hasta recuperar una velocidad frenética justo antes de azotar con un gran estruendo sobre un mar de instrumentos musicales, quizá sobre los platillos de una batería, de una vez, ¿por qué no?, salpicando con su estruendo a los demás artefactos de percusión, espantando a los músicos imaginarios, quienes alcanzaron
a escapar por segundos del pesado cuerpo que caía sobre ellos, aún consciente, arrebatado desde entonces de su vida como la conocía, por la implacable gravedad, hasta derrumbarse con múltiples contusiones en todo el cuerpo, pero sobre todo en la espalda y, ¡oh, cruel destino de tragedia griega!, diría yo, se golpeó la cabeza con toda la fuerza de su peso, contra el suelo duro y frío, o quizás alfombrado, derramando su sangre como quién invita a beber tragos para Toda la Casa, para todos sus amigos, para todos aquellos que lo leyeron con asombro fraternal, algunos de los cuales ahora, accidentalmente, lo habían entregado a los brazos de la nada, y lo ayudaron a medio morir, y a liberarse de la pesada carga de ser el mismo. Pues hasta entonces, en verdad, había sido un escritor genial, con una increíble capacidad para memorizar todo a su paso, pero, irónicamente, ahora se topaba de frente con la cruel irrealidad de sobrevivir apenas, gracias a la oportuna intervención de los doctores del Hospital Español de Puebla, que salvaron su vida de milagro, mediante varias neurocirugías de emergencia. Pero pronto nos enfrentarían (tras un mes hospitalizado y delirante), a él como escritor y a nosotros como su familia, con la terrible noticia de que seguramente, debido a una profunda lesión en el hipocampo, el órgano del cerebro encargado de almacenar la bendita memoria, José Agustín, el gran escritor, padecería amnesia, al menos amnesia de lo reciente, pero con eso sería suficiente para evitar que volviera a recordar casi nada nuevo, y así se decretó que, por el resto de sus días, ya nunca más podría volver a escribir. •••
El autor de La tumba (al centro) con su familia; de izquierda a derecha: Andrés junto a su hija Andrea, Yolanda de la Torre (hija del escritor Gerardo de la Torre), José Agustín, Jesús y su hijo Julián, Margarita Bermúdez y Sara Shultz, pareja de Andrés.
Mi padre, un hombre de tinta y papel, comenzó a convertirse en una ruina de sí mismo
Una espiral descendente
Así fue como, a los 65 años de edad, esa caída le robó el don de la escritura, con el cual sacó adelante a su familia durante años, deslumbró a sus simpatizantes, sacudió a sus detractores y trató de educarnos, al menos a mis dos herma-
nos (Andrés y Jesús), a mi madre y a mí, y lo hizo todo muy a su pesar, manteniendo firmemente su camino, intransigente y megalómano como todos los grandes mutantes de la historia, contra la corriente de un mundo demencial. Después de que mi padre cayó en Puebla, o lo arrojaron, o se dejó caer, y pasó casi un mes en el Hospital Español, contra la opinión de los médicos exigió ser dado de alta. Así que
regresó a Cuautla donde comenzó a beber otra vez, desafiando todas las recomendaciones y todos los pronósticos. Y sin darnos cuenta, nos fuimos hundiendo en una espiral descendente en la cual mi padre, un hombre de tinta y papel, hecho de símbolos herméticos y palabras escritas en las lenguas del fuego, y construido como una pirámide de libros grandes y pequeños, comenzó a desmoronarse, a
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desde el 1 de abril de 2009, Este capítulo de una novela u familia desde aquel día
ra amnesia
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en dos ocasiones), además de que volvió la ira irracional, y la neurosis frenética, con una furia ya cansada, casi resignada y sin esperanzas de estallar como antes lo hacía, buscando esa histeria con la que condimentó siempre nuestras vidas, como el rey enloquecido y genial de una familia siempre al borde del abismo, y que sin embargo lograba mantenerse a flote, en el aire, en un vuelo nocturno sin escalas, con el puro poder de sus palabras casi místicas, su aparente comprensión del mundo real, y su inagotable imaginación que nos elevaba como una alfombra mágica. Así que, al fin, contrario a lo que pudiera imaginarse de la vejez de un buen escritor, que a diferencia de un futbolista puede, si quiere, seguir trabajando en lo que ama hasta el día de su muerte, mi padre dejó de escribir. Cuando le preguntaba si escribiría en la noche, como lo hizo todos los días de mi infancia y juventud, bufaba con desagrado, como si de una condena o una maldición se tratara. “Me mareo y me siento enfermo si intento escribir”, me dijo. “Bienvenido a mi mundo”, le respondí, y él asintió con un gesto de disgusto. También olvidó que me había corrido de la casa unos días antes de su accidente, y que solo cuando vio las profundas heridas en mi muñeca izquierda, cosidas como por un Dr. Frankenstein tercermundista, tras mi segundo intento serio de suicidio, accedió a dejarme vivir otra vez en su Casa del Sol Naciente, al menos por un tiempo. Esto lo concedió en silencio, dándome la espalda y yéndose a su conferencia fatídica en Puebla. Y de pronto, un mes después de su convalecencia, al regresar al fin a su casa en Cuautla, todo cambió, a mi favor, debo reconocer, y me encontré viviendo otra vez con mis jefes, pero en circunstancias totalmente distintas a mi primer retorno como hijo pródigo, tras mi segundo fracaso amoroso en la nueva Tenochtitlan, y después de mi triste, psicótico y absurdo intento de matrimonio, por fortuna trunco y estéril. Es decir que, gracias a Dios, nunca tuve hijos con ninguna de las queridas dementes que se atrevieron a tenerme por su pareja, aun cuando, para mantener este récord, o saldo blanco, tuve que solicitarle a dos de ellas, en tres ocasiones, que abortaran a mis herederos, a lo cual accedieron amablemente, conscientes de que traer un hijo mío al mundo no era buena idea para nadie. Y poco a poco, mi gran Jefe Caballo Loco retacó de nuex toda su cava con pomos multicolores, que yo había vaciado antes de su regreso del hospital para no desperdiciar, cuando los doctores que lo atendieron, y desde luego mi hermano, el también escritor y siquiatra Jesús Ramírez Bermúdez, le prohibieron que continuara con su ritmo de ingesta diaria de alcohol, como lo hacía felizmente hasta antes de su gran golpe, sin importarle un pepino las reacciones secundarias, o el rastro de estragos causado por los abusos indiscriminados de drogas y alcohol. We’re doomed, pensé otra vex.
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La locura de Dios
Y así, de pronto, descubrimos que el hecho de que mi padre ya no escribiera, dedicándose ya solo a beber y dormir, tendría serias repercusiones en la economía de esta su casa, que es algo grande y necesita de muchos gastos de mantenimiento, sin contar nuestra propia subsistencia, pues al agotarse toda fuente de ingresos, mis padres y yo de polizón, un náufrago sobreviviente y aferrado, nos encontramos de pronto ante el dilema de nuestra falta de recursos y, en mi caso, de empleo. Hasta poco antes, me encontraba colaborando en el periódico La Jornada, escribiendo en la sección de espectáculos, y también en las revistas La Mosca y Rolling Stone, además de que trabajaba haciendo dictámenes para la editorial Patria y Penguin Random House, donde mi hermano Andrés es editor. Así había mantenido a mi esposa, en nuestras aventuras en la Ciudad de México, pues ella primero se negó a chambear y luego a contribuir con los costos de nuestro flamante matrimonio, allá en la gran ciudad, hasta que aquella farsa romántica reventó en mil pedazos, y tras mi segundo o tercer intento de matarme (neta, no recuerdo cuántas veces me cosieron las muñecas en hospitales, dos o tres veces, entre Cuautla y la Ciudad de México, pues era una época en que tragaba clonazepam como si fueran M&M’s, y bien sabido es que te borra el casete progresivamente, dejando al drogo en una especie de amnesia de los acontecimientos recientes, tal como hoy malvive mi lesionado padre) mi ex y yo nos separamos y acabé en Cuautla otra vez. Renuncié a todos esos compromisos laborales y me dediqué a hundirme en mi depresión. De modo que, desempleado y desesperanzado, no iba a ser el héroe que con su trabajo sacara adelante a mis padres. Pero mi jefe tampoco lo haría. Estaba completamente incapacitado, aunque repitiera sin cesar, a los medios que aún lo entrevistaban, que seguía escribiendo y pronto presentaría su nueva novela: La locura de Dios. La locura de Dios era el título optativo para su siguiente obra, que resultó inconclusa, así como otros dos proyectos que ya había arrancado con gran fuerza y prometido a Penguin, incluso había recibido adelantos que no se retribuyeron, y fue por eso que mi hermano Andrés rescató, de entre los baúles de rollos viejos e inéditos de mi padre, el Diario de un brigadista, un texto que mi padre jamás pensó que se publicaría y que apareció promocionándose como un libro escrito aún antes que La tumba, su de por sí súper precoz primera novela. El Diario de un brigadista se editó como un reemplazo de sus novelas inconclusas que, tras el accidente, súbitamente se detuvieron en seco. Solo las regalías de todos sus grandes libros, que aún se editan y se venden gracias a su calidad y vigencia, serían nuestros únicos ingresos para mantenernos en línea, en la frecuencia de la buena vida, o lo que nos quedaba de ella, tal como la conocíamos.
Contrario a lo que pudiera pensarse de la vejez de un escritor, mi padre dejó de escribir
convertirse en una ruina de sí mismo. Mi padre volvió a beber durante una cadena de días ya sin recuerdos, que para él empezaron siempre después del mediodía, hasta que empezó a despertar hasta las cuatro de la tarde, y arrancaba de nuevo con una dosis creciente de whisky o tequila, además de vino y cervezas, malcomiendo poco más de una vez al día. Esto antes de una siesta sincronizada
con el atardecer y la salida de la Luna, para después beber un poco más de sangre, al revivir en la noche, como un vampiro, y, de ser posible, beber un poco más hasta la madrugada para arrullarse nuevamente a dormir, en un retiro voluntario de la vida ya sin sueños. Y desde luego, inevitablemente, con el exceso de alcohol, comenzaron las caídas (se fracturó el brazo izquierdo
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DE PORTADA
Esta situación nunca llegó a ser dramática, supongo, pues siempre hubo comida en nuestra mesa, cortesía de mi santa madre, y al jardinero y las empleadas domésticas se les mantuvo su sueldo, y de alguna manera ambos nos las arreglamos para mantener activos nuestros vicios, yo más que nada ya pura mota y chelas, y él lo mismo, aunque siempre ha fumado solo en la noche, pero eso sí a diario con el tequila o el whisky, todo el que pudiera. Por suerte, el Rivotril ya no estaba en el menú, pues ambos habíamos abusado ya, cada quién a su manera, de esa sustancia tramposa, del bonito ramillete de drogas legales con doble filo. También la coca, que para ambos era un lujo ocasional, pero bien arraigado, en algún lugar aparentemente remoto de nuestro pasado reciente, ahora era solo un recuerdo, ya casi olvidado, que sin embargo levanta las orejas y huele el aire, sintiendo taquicardias, cuando escucha la palabra “cocaína”. Pero como aún no se ha inventado una cura para el dolor del cuerpo y el alma, ni para el amor o la falta de, ni para la vida en sí, para acabar pronto, ambos continuamos consumiendo indiscriminadamente, entre medicamentos prescritos y drogas ilegales, ausentes del mundo cruel y sus pesadillas, una cruel realidad que mi padre ya solo visita cuando lee las noticias escritas en los periódicos, que diariamente exige en su mesa de desayunar, aun cuando quizá ya no logra registrar el paso de los días y le cuesta un gran esfuerzo seguir el curso de los acontecimientos en este nuevo milenio debido a su amnesia de lo reciente. Además de una creciente hidrocefalia que aún avanza silenciosa, a pesar de que ya fue operado de ella y carga con una válvula que drena el agua fuera de su cerebro, pero el líquido vital continúa acechando su otrora mente tan brillante, al ritmo vertiginoso de los mil y un tragos estroboscópicos del bendito etanol. Hoy en día, les aclaro, ya solo bebe algunas cervezas a diario, y vino ocasionalmente, cuando algunas amables visitas nos presentan el pretexto para beberlo, y entonces hay que tener cuidado con él porque apaña la botella y si no lo detienen se la bebe casi toda él solito. Por ahora se cierra el telón de este teatrito de los sentidos: justo cuando el manantial se ha secado, y mi padre, al menos como escritor, como la estrella azul que había sido siempre, se extingue finalmente, dejando en el centro de nuestra casa un abismo negro de incertidumbre, y un silencio sepulcral, como de alguien que nació en una tumba, aun cuando vivirá para siempre en sus grandes obras, o mientras haya buenos libros y lectores mexicanos. Pero acá en el día a día, ya entre nosotros, como familia, observamos paralizados el paulatino descenso hacia el vacío de todos tan temido, el avance incontenible del abandono y la demencia, hundiéndonos en el olvido nuestro de cada día, hasta llegar al fondo oscuro e invisible: el fin de sus palabras, otrora tan solares, tan ardientes como el magma en sus venas, que finalmente se han apagado, como una vela en nuestra muy personal tormenta.
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*El desarrollo de la novela de José Agustín Ramírez puede leerse semanalmente en El blog de José Agustín (elblogdejoseagustin.blogspot.com/), que inició el 28 de agosto de 2018. ** (Fragmentos núm. 1 y 2 y capítulo núm. 12, remix).
2 DE FEBRERO 2019
La autora de Peces de piel fugaz, La voluntad del ámbar y Cuarto de hotel, entre otros libros.
RESEÑA
Coral Bracho y el otro lado de la memoria
O
DIEGO JOSÉ FOTOGRAFÍA IMAGENESMY.COM
liver Sacks dice en el prefacio a Un antropólogo en Marte que “El estudio de la enfermedad exige al médico el estudio de la identidad, de los mundos interiores que los pacientes crean bajo el acicate de la enfermedad”. El neurólogo británico propone un acercamiento a través de distintas disciplinas para “comprender” estas realidades disconformes con la regularidad perceptual que aceptamos como norma. Desconozco hasta qué punto la medicina ha modificado sus procedimientos a partir de estas ideas, pero la poesía —sin duda— ha recorrido un buen tramo en la representación de la enfermedad siguiendo el postulado que Sacks recupera de Chesterton: “No intento salir del hombre. Intento adentrarme en él”. Coral Bracho ha descendido por el tobogán del Alzheimer para extraer del colapso entre la memoria y el discurso un lenguaje translúcido, quebrado e inquietante que constituye la inesperada poética de la desmemoria: “No está aquí mi maleta,/ pero tampoco está el cuarto./ ¿Qué cuarto? No he estado/ en ningún cuarto aquí, pero debe haberlo./ ¿Dormí en él?/ Había varias personas, pero no sé si yo estaba”. Debe ser un malentendido (ERA, México, 2018) asume, al menos, dos aproximaciones al Alzheimer. Por un lado, la autora se adentra en las honduras de quien atraviesa ese desierto cerebral, para arrancarle al sinsentido una poética anclada en el desaprender el mundo significativo que nos rodea; se trata de una poesía que
elabora una distinta relación simbólica con la realidad: “Abran ese armario si quieren./ Pero no sientan que es solo/ andar dando vueltas lo que nos tiene aquí./ ¿Quién se subió a la cuna?/ Hay un límite, dije. Y el que se asome/ lo va a escuchar”. Por otro lado, la voz poética recoge un conjunto de intuiciones, miradas, apuntes y tentativas para dilucidar, desde este lado de la razón, la pérdida de sentido: “¿Cuál es el hilo que nos narra/ y nos da solidez/ cuando no hay trayectoria/ que nos explique?”. Nada tan apreciado por los poetas como la memoria, madre de las musas, nido de aquello que nutre al poema, espejo donde poder asir la experiencia. Por lo tanto, su fragmentación puede convertirse en la peor pesadilla para quien hace de los recuerdos la materia viva de su arte. Sin embargo, Coral Bracho ha concebido un túnel poético hacia
el anverso de la memoria para iluminar, con la plenitud de su voz, los escondrijos de ambos extremos de la razón. Debe ser un malentendido no puede leerse como una bitácora de la enfermedad sino como un posicionamiento desde el lenguaje respecto de aquello que aceptamos, reconocemos y recordamos como real, y que de pronto comienza a derrumbarse: “Los rasgos, los sonidos de las palabras/ se van,/ pero su sentido está ahí,/ quieto,/ volteando hacia el cuadro opaco/ donde se esconden”. Solo la poesía puede nombrar sin miramientos ni prejuicios ni complacencia los mundos distintos, opuestos y remotos que contrastan y confrontan la percepción normativa que nos rige, protegiéndonos de la auténtica extrañeza que implica habitar este mundo; es más, la poesía nos permite recorrer los abismos de dicha extrañeza donde lo ordinario da paso a otra dimensión: “¿Cuál es el hilo que sabemos vital?/ Aquel, quizá, que hilvana el puñado de gestos/ en los que somos; donde sentimos/ que aún tenemos control. Gestos/ que repetimos como certezas; que son contornos/ de esas certezas que alguna vez nos moldearon,/ y que ahora nos trazan/ y fijan/ como sombras”. Coral Bracho ha concebido un libro hermoso, colmado de matices luminosos, que conmueve por su humana vitalidad estética, por su abierta empatía y por su lúdica apropiación de ese inhóspito espacio que la poeta ha conseguido habitar con palabras.
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EN LIBRERÍAS
2 DE FEBRERO 2019
NARRATIVA, ENSAYO El aire en que se crece
Maten a Darwin
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A FUEGO LENTO Lagarto rey
Nostalgia de la luz México, 2018
Rebeca Orozco Planeta México, 2019 332 páginas
Franco Félix Penguin Random House México, 2018 560 páginas
Javier Medina Bernal Nieve de Chamoy México, 2018 132 páginas
Inspirada en la vida de Rosario Castellanos, esta novela entreteje fragmentos de la obra de la escritora chiapaneca, pasajes de su correspondencia y momentos que nacen de la pura imaginación. Sigue un orden cronológico, desde la niñez en Comitán hasta su muerte a bordo de un automóvil. Destacan la pintura de un entorno que frenaba las aspiraciones intelectuales de las mujeres mexicanas de la primera mitad del siglo XX y la construcción de un personaje en franca rebeldía.
Si los editores califican esta novela como una “desmesurada selva narrativa” se debe a que, además de que las notas al pie de página son parte integral de la historia, se entremezclan varias subtramas. En principio, haciendo referencia al título, el autor de El origen de las especies es presentado sin su aura científica; aquí es un adicto al sexo que busca la vida eterna. Por otra parte, el actor Bruce Willis se volverá un elemento importante para lo que el autor quiere contar.
Miembro del movimiento de cantautores de Panamá Tocando Madera y con tres discos en su hoja de ruta, Medina Bernal ha incursionado también en la poesía y el cuento. En esta su primera novela, recurre a su experiencia profesional para urdir la historia de un músico que, a pesar del éxito comercial, vive un desencanto que se transfiere a las relaciones amorosas y familiares. En tono tragicómico, y con altas dosis de humor ácido, termina siendo un homenaje a la presencia femenina.
La balada de Max y Amelie
El elegido
El paraíso del mal
David Safier Seix Barral México, 2019 381 páginas
Andrew Gross Planeta México, 2019 488 páginas
Mario González Suárez (ant.) Nieve de Chamoy México, 2019 394 páginas
Todo se vale en el mundo de la novela; por ejemplo, que una perrita conduzca la narración e inicie con estas palabras: “La primera vez que vi a Max todavía no me llamaba Amelie. Fue en el vertedero de aquella ciudad del sur. Cuando yo aún no sabía que existían otras ciudades e incluso otros países”. Safier construye una historia en la que la transmigración de las almas y la sospecha de que hay un amor más allá de la muerte corren al parejo de las aventuras de una pareja de perros.
Especialista en thrillers, Gross ambienta esta novela en la Segunda Guerra Mundial. El trasfondo: la carrera entre los nazis y los Aliados para ver qué bando llega a construir la primera bomba atómica. El físico polaco Alfred Mendl, luego de que es separado de su familia y de que destruyen su trabajo, se volverá un hombre esencial para los Aliados. El teniente estadunidense Nathan Blum tendrá la misión de rescatarlo del campo de concentración de Auschwitz infiltrándose en él.
Una antología comentada de la obra de José Revueltas: así se presenta este volumen que ofrece una imagen nada convencional del autor de Los muros de agua. González Suárez procede como si se acercara a un desconocido. De esta manera, descubre en primer lugar a un personaje hierático y poco después “a un hombre sensual y adolorido. Me gusta que no hay en él indignación”. Los textos antologados pertenecen a la ficción novelística, el ensayo político y la autobiografía.
El regreso de los gnósticos ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com
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ay varias razones para volver a los cuentos de Nostalgia de la luz (ERA) publicados originalmente en 1996. Destaco dos: continúan inspirando temores ancestrales y validan una inclinación por lo fantástico que no termina de arraigarse en la narrativa mexicana. Prodigios, encantamientos, conflagraciones, arcanos, taumaturgias, milagros y alumbramientos son materia común de sus tramas. Se nutren de hechos provenientes —o que suponemos provenientes— de algunas mitologías: egipcia, hebrea, griega, gnóstica. Confieren también un nuevo significado a ciertos hechos maravillosos como el diluvio, la construcción de la Torre de Babel o la inmaculada concepción de María. Guiados por un estilo exuberante y a la vez rico en su concisión, un estilo capaz de recurrir al adjetivo obligatorio y de explorar las infinitas variaciones que concede el lenguaje, los diez cuentos obtienen su perfecta unidad de la presencia del personaje que interviene desde la primera página: Calínica, la “Bendita Desafiante”, la “Maga Infusa”, la preñada condenada a vagar eternamente después de que “el Señor tomó forma de ángel, penetró en su sueño para lancinarle el vientre” y ella desafió su mandato de peregrinar a los lugares sagrados para conocer el sacrificio y el dolor. Sea en un borroso presente o en un pasado que se remonta a los tiempos en que los cristianos perseguían a las sectas heréticas, esa figura sin reposo pasa como una sombra o una invocación por cada uno de los cuentos. De esta manera, González Suárez consigue establecer vasos comunicantes a través de los cuales fluye el mismo conocimiento en el que se sustentaba el saber gnóstico: la Creación es obra de un demiurgo burlón y, por tanto, debemos renunciar a todo placer corpóreo para alcanzar la luz verdaderamente divina que la oscuridad de este mundo impide ver. Esa es la nostalgia de la luz, no otra que la constatación de que, como escribió Cioran, “todo malestar individual nos devuelve, a fin de cuentas, a un malestar cosmogónico”. La reaparición de Nostalgia de la luz obliga a voltear los ojos hacia las otras tradiciones que nutren a la narrativa mexicana de las últimas tres décadas. No todo pasa por haber leído a Bukowski, a Javier Marías o a García Márquez. Por supuesto, no todo pasa por el cine apocalíptico o las series de televisión. Hay refinamientos, como los que apreciamos en Mario González Suárez, que son descendientes de latitudes y tiempos muy remotos.
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ESCENARIOS
2 DE FEBRERO 2019
RESEÑA
ENTREVISTA
El Acapulco de Orson Welles ANDREA SERDIO
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n su libro Orson Welles en Acapulco (y el misterio de la Dalia Negra), el crítico Rafael Aviña toma como punto de partida la presencia del genio norteamericano y su entonces esposa Rita Hayworth en el puerto guerrerense, donde filmaron escenas de la mítica película La dama de Shangai, para recorrer un mundo poblado de leyendas. El libro cuenta la génesis de ese filme de Orson Welles, pero también la posible vinculación de éste con el asesinato en Los Ángeles de la joven Elizabeth Short, llamada la “Dalia Negra”, cuyo caso, aún sin resolver, ha dado pie a biografías, novelas, programas de televisión y películas. Entre La dama de Shangai y la Dalia Negra, Aviña documenta el despegue de Acapulco como destino turístico y cinematográfico, como lugar de descanso de las grandes estrellas de México y Hollywood y botín de especuladores inmobiliarios, especialmente en el sexenio de Miguel Alemán. Orson Welles en Acapulco, publicado por Conaculta, es una indagación y un paseo por calles y paisajes, por hoteles míticos, por noches como aquellas que tenían lugar en el cabaret La Perla del hotel El Mirador, desde el cual la fama de los clavadistas de La Quebrada comenzó a extenderse por el mundo. Con una amplia documentación fílmica y hemerográfica, Aviña recuerda la época dorada de Acapulco, en el que, literalmente, enloqueció Johnny Weissmüller, el mejor intérprete de Tarzán de todos los tiempos, cuyos gritos aún resuenan en el Hotel Los Flamingos, donde vivió varios años, y en su residencia de Pie de la Cuesta, donde murió el 20 de enero de 1984. De un pueblito de pescadores, oculto y remoto, Acapulco se convirtió en el principal centro turístico del país a partir de los años cuarenta. El libro de Rafael Aviña da fe de esa transformación, de cómo de pronto su fama creció tanto que aun Walt Disney lo incluyó en su película Los tres caballeros, que combina la animación con personajes y escenarios reales. Acapulco, como lo recuerda Aviña, fue un santuario para el inolvidable Germán Valdés Tin Tan, quien filmó ahí algunas de sus películas más hilarantes y lo convirtió en el sitio donde solía navegar en sus yates Tintaventos y reunirse con sus amigos en el restaurante Palao, en La Roqueta.
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Baño de vida explora los significados simbólicos del agua.
Dalia Reyes
“El baño público resguarda de las adversidades” HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com FOTOGRAFÍA CHULADA FILMS
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uizás un baño público pueda parecer un espacio anacrónico y ajeno a la dinámica contemporánea. Sin embargo, para la directora Dalia Reyes estos sitios simbolizan resguardo, sanación y limpieza. A partir de tres historias, el documental Baño de vida revisa la dimensión humana que pueden alcanzar estos espacios. Con esta entrevista, concluye el ciclo de esta sección en Laberinto, espacio al que agradezco haber sido la vitrina por medio de la cual se asomó lo más representativo del cine mexicano en los últimos años. ¿Por qué hacer una película sobre los baños públicos? Siempre me han parecido espacios extraordinarios y con una enorme tradición. Mi familia los usaba no solo para relajarse, sino como parte de sus hábitos de limpieza. Para despertar el interés del público acerca de un tema fuera de la coyuntura es importante el punto de vista desde el cual se aborda. ¿Cómo lo delimitó? Busqué personajes que asistieran por la misma razón. El baño es una especie de oasis, un sitio íntimo que les permite alejarse de sus problemas. A Felipe lo descubrí en los Baños Margarita. A Juana la conocí por un trabajo anterior con las barrenderas del Centro Histórico. Y Jose es
mi tía; la incluí como un homenaje a mi familia y sin querer se convirtió en el hilo conductor que simbolizó la conexión de un espacio funcional con una historia personal. La película tiene un dejo de nostalgia que se apuntala con los mismos personajes y en los propios baños. En un punto, los personajes siempre se refieren al pasado. En algún momento, consideré entrevistar a chavos, pero descubrí que la tendencia actual es usar los baños para encuentros homosexuales. Esa línea no me interesa a pesar de que encontré la historia de una pareja que se conoció en los baños y hoy vive feliz y con hijos. Sin embargo, la alusión al pasado no es por su dimensión urbana. Al principio, pretendí hablar del baño como un sitio de resguardo dentro de la megalópolis. Incluso manejé secuencias de los espacios caóticos y ruidosos en los que se desenvolvían los personajes. Sin embargo, fueron ellos mismos quienes me dijeron: “Si ya nos metiste al baño, no te salgas de ahí”. Así fue como la película tomó otra dirección.
“El vapor genera una sanación del alma ante el abandono de los maridos o la muerte de los hijos”
Un punto de coincidencia entre sus personajes es el uso del baño público como un espacio para la soledad. Para mis personajes, el baño es un sitio de resguardo ante las adversidades de su vida cotidiana y un espacio para limpiarse física y espiritualmente. Durante las entrevistas reconocían que la exfoliación es una especie de sanación. Hay una sensación que trasciende lo físico. Un ex halcón me decía que el vapor le ayudaba a quitar las manchas de vida que le incomodaban; me confesó que si no se volvió loco fue gracias al vapor. Cuando lo escuché, descubrí de qué iba a ir la película. El vapor genera una sanación del alma ante el abandono de los maridos o la muerte de los hijos. Es como una especie de limpia interior. Una sensación simbólica importante… Cuando Juana recuerda su violación cuenta que durante una semana no pudo bañarse. Su experiencia me sirvió para comprender el carácter simbólico del agua, algo que está presente en todas las culturas. Hay una película finlandesa muy interesante, Vapor de vida, donde los hombres hablan de su experiencia con la sauna. En las culturas prehispánicas teníamos los temazcales, espacios con un carácter ritual muy importante. Al final creo que Baño de vida habla de la importancia y la tranquilidad que produce la limpieza interior.
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TERTULIA
2 DE FEBRERO 2019
PERIPECIA
PERSONERÍO
El juego solidario de la salvación
Jean Giono: la danza de la monja
ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com FOTOGRAFÍA ODETTE VILLARREAL
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Los mosqueteros del rey se presenta viernes, sábado y domingo en el Teatro Julio Prieto.
l humor per se, casi eliminado de nuestra cartelera teatral, se cuela hasta el centro del escenario ataviado de frac sobre el cuerpo de tres actores de larga trayectoria y uno de generación más joven, quienes entre un cúmulo de intentos por contar las aventuras de los personajes de Alejandro Dumas transitan de la rivalidad al compañerismo, entre zancadillas, bromas y rutinas que ejercitan la diversión con el desenfado que otorga una larga vida dedicada al teatro. Héctor Bonilla y Patricio Castillo, quienes han participado en obras como El diluvio que viene, en los papeles del cura Silvestre y del alcalde Crispín, en 1981, formaron parte también del elenco de Aquel tiempo de campeones de Jason Miller en 1990, así como de Jugadores de Pau Miró, en 2014, y se unieron de nuevo para despedir el año y dar la bienvenida al 2019 en la obra Los mosqueteros del rey del dramaturgo argentino Manuel González Gil, en la que conjugan su experiencia, alto nivel de comunicación y registro actoral para crear personajes a partir de sí mismos, lo que les da una libertad lúdica de la que hacen alarde. Con Pablo Valentín, actor más joven, con mayor experiencia en televisión, como parte de un elenco que completa Alejandro Camacho, quien incursiona en la comedia después de una larga y monocromática carrera, el montaje, que cuenta con la dirección de su autor, se vuelve
una especie de juego de pistones en el cual el cuarteto de actores, que a ratos desespera a una audiencia ávida de historias redondas, consigue articular un buen ritmo de acciones truncas, reiterativas y disparatadas que se alejan de las conocidas aventuras de los inseparables amigos y mosqueteros del rey Luis XIII, y constituyen solo el pretexto para el jolgorio. Camacho, quien al inicio hace gala de la postura gestual y corporal que lo caracterizan, desfrunce su seño hasta adquirir un rostro desconocido a medida que avanza la acción de esta obra basada en una dramaturgia de equívocos y actividades festivas, como si se tratara de un espectáculo para bar nocturno en el cual el espectador, sin sustancia etílica de por medio, entra al juego de los cuatro actores que están ahí por el gusto de hacerlo. Pablo Valentín, a cargo del trajín físico que los demás ya no pueden realizar con la agilidad de antaño, deja de ser el galán, el vecino o el villano de televisión, para integrarse a la dinámica establecida por los otros tres, que arrastra a todos en un remolino de tinte caricaturesco con todo y canto.
La obra propone un espacio de juego para actores dispuestos a despojarse de armaduras
Los mosqueteros del rey —del mismo autor de Made in Lanus, que en nuestro país se titula Made in México, dramaturgo argentino multipremiado que también cuenta con obras para niños— es una obra que a falta de anécdota propone un espacio de juego abierto para actores dispuestos a despojarse de armaduras, etiquetas y costras, para que una vez recuperados sus propios gestos, su risa franca y una imparable necesidad de juego, luzcan como un ser humano en estado diáfano. Armada como un homenaje a un grupo de cómicos con afán celebratorio en una ciudad donde el Ángel que reúne a los chilangos aparece como símbolo unificador en un escenario vacío, salpicado de sombreros, capas plateadas, pelucas de trapo y algún frágil juguete, esta puesta en escena nos recuerda que lo aprendido es un medio para desprenderse de lastres que obstaculizan los vínculos entre iguales. Compleja en su articulación escénica por la exigencia de recursos actorales que en su sencillez sustenten acciones simples en apariencia, la puesta en escena pareciera hecha con dedicatoria especial para aquellas personas que por dos horas quieran dejar de buscar el drama, la concientización o la tragedia, y dejarse ir como un niño capaz de divertirse con un cuarteto de mosqueteros que, después de un rato de rivalizar absurdamente, se entregan al juego solidario como única salvación posible.
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JOSÉ DE LA COLINA
ranco-italiano, Jean Giono (Manosque, 1895-Manosque, 1970) hizo de su terruño en la Alta Provenza, Francia, el centro original de una mitología literaria nutrida de “los jugos de la Tierra”. Soldado en la Primera Guerra Mundial, anarquizante, pacifista, miembro de la Academia Goncourt, cineasta y el autor de una cuantiosa obra literaria que pasó por la crónica, el poema, la autobiografía, pero sobre todo la novela, en la que tuvo dos etapas. En la primera, la anterior a la Segunda Guerra Mundial (Nacimiento de la Odisea, Batallas en la montaña, El canto del mundo, etcétera), su narrativa es lírica. En la segunda, la de posguerra, predomina el trazado novelesco con una escritura más narrativa: Las almas fuertes, El molino de Polonia y su obra maestra de tono stendhaliano: El húsar en el tejado. En la página que aquí va, de Jean le Bleu, libro autobiográfico y apenas novelado que habla de personajes de una niñez, una aldea y unas gentes manosquianas, veo ponerse en pie, en movimiento, en ritmo, a la monja, cuyo andar quedaría para siempre en la inusitada página que aquí, gustoso, traduzco: “Lo que seducía en sor Clémentine era la parte media de su cuerpo. En reposo solo había el cíngulo espeso y rudo y los pliegues de su negro fustán, que, si recuerdo bien, eran dos que ascendían como guirnaldas contra su pecho y diez que descendían hasta sus pies. Llevaba la falda un tanto corta, lo bastante para descubrir los tobillos. Así, inmóvil, recogidos los brazos contra el busto para sostener el libro, y la cabeza erguida, tenía la nobleza de las columnas. Pero, en momentos de nuestra clase matinal, cuando, bien separados del ruidoso mundo de la calle y de la ciudad oíamos la calma del convento fluir hacia nosotros con el piar de los palomos y el frote de las lilas contra los muros, sor Clémentine echaba a andar. En este momento en que escribo, con el amargo cigarrillo en un rincón de los labios, con los ojos ya ardorosos, con la lámpara y, contra la ventana la noche del valle por la que se arrastra la fosforescencia de las carretas campesinas, he dejado la pluma y me he puesto a pensar en todas mis experiencias de hombre. Sí, ante los ojos secretos de mis sentidos hubo la danza de casi todas las serpientes del mundo. Nunca he gustado de alegría más pura, más musical, más entera, más seguramente hija del equilibrio, que la alegría de ver andar a sor Clémentine. “Aquello nacía como un giro de viento. La madera del piso chillaba con un grito magnético. Ella caminaba. Tenía sandalias de fieltro y la planta de sus pies daba suaves chasquidos. Una ondulación que a la vez era ola, cuello de cisne, gemido, subía en la columna. Era una onda tan amplia y tan sólida, venía en línea tan recta de las profundidades de la tierra que, si la ondulación hubiera ascendido hasta el corazón de sor Clémentine, le habría quebrado el talle como a un tallo de lirio. Pero ella recibía la onda en el bello resorte de sus caderas, la sustituía en un balanceo de navío que parte, y toda la alta parte de su cuerpo: pecho, hombros, cuello, cabeza y cofia, se estremecía como un velamen inflado por el viento”.
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DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO, IVÁN RÍOS GASCÓN ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ
LABERINTO
2 DE FEBRERO 2019
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TOSCANADAS
Trivialidad DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com
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n su cuento “El profesor de literatura”, también conocido como “El profesor de ruso”, Chéjov nos muestra algunas escenas de esa nobleza o aristocracia rusa a la que no le bastaba amasar una fortuna, sino que también debía poseer una respetable cultura. Así como hoy los millonarios presumen sus coches o departamentos en Miami, en aquellos años se presumía una perfecta dicción del francés o haber leído tales o cuales libros. Estas personas que se esforzaban por saber más aparecen en toda esa literatura, desde Gógol a Tolstói. Y, por supuesto, ponían el ejemplo para las clases menos privilegiadas, que buscaban imitarlos a través de la educación, sobre todo de la lectura. Aquí los nacos son quienes no poseen la educación que presumen, carecen de ingenio o pronuncian mal un idioma extranjero. En el cuento de Chéjov, después de realizar un paseo a caballo, los jóvenes
ANTON CHÉJOV
Muchos de sus cuentos retratan a una aristocracia rusa que valoraba la cultura.
se ponen a discutir sobre literatura. Hablan de Dostoievski y SaltykovShchedrín, y debaten si Pushkin tiene algo de sicólogo o solo es un gran poeta. Para esto, recitan de memoria algunos pasajes de Eugenio Oneguin y de Boris Godunov. Un anciano escucha la conversación y se acerca al profesor de literatura para preguntarle si ha leído Hamburgische Dramaturguie de Gotthold Ephraim Lessing. Queda escandalizado cuando el muchacho le dice que no. Personajes como esos vemos pocos en la vida cotidiana, en cambio nos resultará más conocido un tal Hipolit Hipolítich, que Chéjov describe como un “infatigable urdidor de lugares comunes”. Así, por ejemplo, Hipolit habla del clima, como tanta gente que no sabe decir nada mejor: “Sí, hace un tiempo estupendo. Estamos en mayo y pronto llegará el verdadero verano. Y el verano no es lo mismo que el invierno. En invierno hay que encender las
estufas, mientras que en verano hace calor sin necesidad de encender nada. En verano abres la ventana por la noche y aun así hace calor, mientras que en invierno se ponen marcos dobles y aun así hace frío”. Hipolit Hipolítich enferma y, durante sus delirios, justo antes de morir, dice: “El Volga desemboca en el mar Caspio… Los caballos comen avena y heno”. Tal como acostumbra, el genio de Chéjov nos hace reír con lo que no tiene gracia. El cuento sigue los pasos del profesor de literatura, que se casa con la mujer que ama y recibe como dote propiedades y una fortuna en efectivo. Entra en un mundo feliz que termina por desmoronarse cuando él examina su vida según el consejo socrático: “Me cercan la vulgaridad y la trivialidad. Gentes aburridas y mezquinas, pucheros con nata agria, cántaros de leche, cucarachas, mujeres estúpidas… No hay nada más terrible, ofensivo y mortificante que la trivialidad”.
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BICHOS Y PARIENTES
La conciencia como poesía
G
abriel Zaid cree que la conciencia es poética de suyo. Pensamos con palabras, se nos ha dicho, y con una estructura lingüística. Pero la verdad es que la conciencia existe como un fenómeno del habla: no es necesario saber leer y escribir para pensar; ni siquiera para ser poeta. Es probable que Homero no supiera escribir. Y el habla no es un fenómeno que suceda adentro de una conciencia sino el origen mismo de la noción de sí y del mundo: pensar es escuchar voces. Mi relación con el mundo está generada por el habla y el lenguaje no es algo que me pertenezca a mí: yo le pertenezco a la lengua, y es lengua porque no es mía. Curioso enredo en que filósofos y lingüistas se ejercitan a diario: pertenezco a la lengua que me pertenece. La peculiaridad de Zaid es que supo, desde el principio, que la complexión original del habla y la lengua impregna todo acto humano y toda acción en el mundo: “la práctica no es algo estrecho, mecánico y sin misterio, sino creación; y la poesía es práctica: hace más habitable el mundo”. Todo aquello que consideramos teórico no es sino una práctica. Para que una idea tenga sentido, hay que llevar a cabo el trabajo de pensar, imaginar, creer y criticar. Y todo trabajo es práctico. Zaid propone un “experimento: ver una lámpara, una ventana o algún objeto luminoso, sobre un fondo contrastado; cerrar los ojos y ver el mismo objeto ‘en negativo’. Fijándose un poco más, no hay ni que cerrar los ojos: sobre otro fondo, sobre un muro que sirva de pantalla, los ojos, como proyector de cine, proyectan lo mismo”. Este experimento nos coloca frente a un dilema nada sencillo: durante siglos,
JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA PINTEREST
la capacidad de ver supuso que el ojo no solo percibe sino que “sale a recibir la realidad tanto como la realidad llega a los ojos” (“Realismo de Farabeuf”, en Leer poesía). No podríamos ver el sol, dijo Plotino, si el ojo no fuera un poco un sol. Una experiencia tan común basta para darse cuenta de que la objetividad de la ciencia es un recurso puramente intelectual, incluso imaginario, pero no es el modo en que nuestra percepción reinventa al mundo y, a su vez, el mundo a cada persona. El hombre es limitado: debe elegir racionalmente, de modo crítico. Por eso, además de ser cáustico, filoso o preciso para desmontar mentiras y desarmar falacias, Zaid insiste en que está en la naturaleza humana
articular la imaginación de lo posible, y que no basta con derrumbar los errores. Es fundamental advertir el mal y el error, y con eso se cumple buena parte de la actividad crítica. Pero dijimos que es poeta y quedaría a la mitad su naturaleza, la proclividad de su instinto, si no aportara salidas, perspectivas de posibilidad: el flujo del sí, en vez del muro del no. “Todo sería milagroso si tuviésemos ojos para verlo”, dijo en 1974 (La máquina de cantar). Esto no subvierte la intuición filosófica de que lo real es territorio de suyo, noúmeno y misterio, y que “es la naturaleza misma la que se profiere, desde el hombre o fuera del hombre”. Y el lector puede advertir que, para Zaid, lo real de
La obra de Gabriel Zaid insiste en que está en la naturaleza humana articular la imaginación de lo posible.
suyo y la verdad de la mente que recrea lo real no son solo constitución del mundo y del ser humano sino su gramática y sentido: imaginación y crítica son las actividades responsables de hacer habitable el mundo y, por eso, un poema falsario y una administración corrupta atentan contra la calidad de lo humano. Entusiasta de la máquina cuyo trabajo libera —el poema— y enemigo mortal del aturdimiento mecánico —la verborrea—, ante ambas cosas ejerce los dos filos de la crítica: la objeción y la admiración. La amargura y el resentimiento le son ajenos. Por más implacable que sea su crítica, su obra toda está tocada por el optimismo: nadie ha echado a volar tantas ideas precisas, viables y deseables, con la sonrisa de lo posible, la imaginación, la creatividad. Lejano de la celebración del fracaso ajeno y de la carcajada, Zaid reboza de humor: la sonrisa aguza la conversación, nos vuelve más inteligentes, humanos y falibles; marcados por límites pero tocados por el misterio. Por ejemplo: La urgencia y qué sumergida en el sueño tantos años después. La casa a oscuras por el camino al baño. Claridad de versos olvidados. De fragmentos de luna entre las ramas, como una extraña cita de memoria, acudiendo de siglos, esperándome en la ventana, recobrando la forma de un soneto que vuelve en el ramaje sonámbulo de versos, tantos años después. La urgencia y qué mueve a la luna, la memoria, la vejiga en las sombras.
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