Suplemento cultural de MILENIO
LABERINTO ENSAYO
HOMBRE DE CELULOIDE
ANTONIO LAZCANO
FERNANDO ZAMORA
Estado secular y libertades académicas
Diamantino: el atleta que no dejó de ser niño
Foto: UNAM
Foto: Les Films du Bévier
SÁBADO 17 DE AGOSTO DE 2019 AÑO 16 - NÚMERO 844
Juan José Millás: los desatinos cotidianos Carlos Rubio Rosell/ Madrid/ FOTOGRAFÍA: OCTAVIO HOYOS
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ANTESALA
17 DE AGOSTO 2019
ARTES VISUALES
Espacio contemplativo MIRIAM MABEL MARTÍNEZ FOTOGRAFÍA MAX
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l contemplar las 35 piezas que integran La promesa de la imagen, exhibida en el Museo de Antropología de Xalapa, queda claro que para Isabel Leñero la pintura es una forma de intervenir el plano. En esa práctica, deambula por el espacio liminal entre lo figurativo y lo abstracto, retando al espectador para que contemple el presente del acto pictórico suspendido en el cuadro. Es justo en el instante en que la imagen es observada cuando ésta se define como mera evocación de la forma. Estos óleos —de mediano y pequeño formatos— integran un proyecto mayor que se dividirá en dos exposiciones. Ésta es la primera parte; la segunda se presentará en octubre en el Museo de Arte de Sonora. La propuesta es la continuación de la investigación plástica que la artista ha venido explorando sobre el espacio temporal dentro de la obra, no del antes ni el después, sino del suspendido y atrapado en el hecho pictórico. Leñero pinta buscando la imagen e invita al espectador a ser partícipe de esa misma búsqueda. Las obras expuestas no se dividen en series, sino en actos: expansión, intervalo y trayecto. Cada uno aborda una intención y una aproximación distinta para aprehender que la imagen nunca se detiene, que siempre está huyendo entre la mancha y la forma. Así, las piezas que integran el acto expansión explotan en el lienzo y expanden las texturas de la paleta de color mínima elegida a través de juegos de luz. Los cuadros que arman el acto intervalo transitan entre lo figurativo y lo abstracto exhibiendo el coqueteo. Y en el acto final, trayecto, contemplamos cómo suceden las posibilidades pictóricas dentro del plano. Isabel Leñero se deleita en el hacer. En estas piezas, realizadas entre 2017 y 2018, se ve el goce de la pintura, un placer que le da gravedad al cuadro. Usa veladuras y barnices para dar movimiento a la imagen; le interesa que ésta no se detenga y por ello nos propone otra posibilidad de mirar. Una forma de contemplación que inventa un espacio contemplativo en el que es imposible distinguir si lo que está ahí es figura o huella. Si bien hay referencias a la naturaleza, no es el tema sino el pretexto. Más que plantear relaciones estéticas, sugiere gestos de la naturaleza. Sus hojas, árboles y flores no son significantes sino promesas. No hay citas, ni temas ni historias, sino tiempo presente que sucede en la búsqueda de la imagen. En un acto de resistencia, ante la imagen contemporánea que está para ser consumida vorazmente, Leñero propone la pintura como un espacio contemplativo.
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Óleo de Isabel Leñero.
Diamantino. Dirección: Gabriel Abrantes, Daniel Schmidt. Portugal, Francia, Brasil, 2018.
HOMBRE DE CELULOIDE
En la mente de un atleta que no creció FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA LES FILMS DU BÉLIER
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Quién escribió esto? ¿Un niño?” Al inicio de la película Diamantino es posible lanzar imprecaciones. La obra ha iniciado con imágenes tan grandilocuentes como las de El árbol de la vida de Terrence Malick; pronto aterrizará en un protagónico que es atleta de futbol y caricatura de Cristiano Ronaldo. Lo imita en forma grandiosa el actor Carloto Cotta quien, con acento infantil, nos introduce en la mente de una diva del futbol; un personaje que, para los guionistas de esta película, es bueno pero tonto, inocente como chico de nueve años, pero tendiente a la depresión. A pesar de todo, Diamantino vive dentro de lo que en la televisión portuguesa llaman pomposamente “el cuerpo de un dios griego”. Llegado el minuto diez (tan importante para los expertos), la cosa sigue rara, pero han comenzado las risas. Hemos visto ya que los creadores quieren meternos en una suerte de cuento infantil en el que además del príncipe-futbolista hay un rey (su padre), dos brujas y una princesa cuya identidad está por descubrirse. La cosa se vuelve más bizarra cuando las hermanas malas se ponen a robar dinero de Diamantino y a él lo meten, sin que se dé cuenta, en un estrambótico plan que, para sacar a Portugal del euro, necesita alienar al pueblo portugués
con ese opio que no conoció Marx: el futbol. Usando el ADN del atleta, las derechas portuguesas quieren producir un equipo invencible. Como si a los peronistas argentinos nunca se les fuese a ocurrir un equipo de clones de Messi o a los brasileños hacer émulos de Neymar. Los portugueses malos usan pues a Diamantino cual conejillo de Indias. Pero, como en toda farsa, algo sale mal: Diamantino está filmando un anuncio para la derecha lusitana y los productores le piden que se saque la camisa. El equipo de filmación observa entonces, anonadado, que, a causa de los experimentos con su ADN, en el pecho de Diamantino-Ronaldo han crecido no ya sus pectorales sino más bien dos hermosos senos blancos y pezón rosado. De muchachita virginal. Llegados aquí o estamos divirtiéndonos o a punto de salir del cine. Diamantino es, en efecto, como el sueño de un niño; un prepúber, para más señas; uno que fantasea con futbol y hermanas malas, con
Diamantino es, en efecto, como el sueño de un niño; un prepúber que fantasea con futbol
un chico que resulta chica (hay que ver la película) y un futuro tan incierto como el cuerpo que al prepúber le juega malas pasadas. Si resistimos hasta la última etapa, cuando es tiempo de evaluar lo que hemos sentido y pensado, es necesario reconocer, en primer lugar, que esto es cine posmoderno, lo cual significa que hay que suspender, tal como dicen sus promotores, todo instinto de incredulidad. Si vamos al cine, parecen pensar los guionistas, metámonos hasta el fondo en una fantasía descocada. Es necesario tener en cuenta, sin embargo, que el arte actual solo devuelve lo que uno le invierte de modo que, si invierte buen humor, el espectador encontrará en Diamantino imágenes entrañables y hará como la crítica en Cannes, que dijo que esta era una de las películas más hermosas de 2018. Por otra parte, si uno en su cerebro ha sido incapaz de encontrar el interruptor de la suspensión del juicio y la incredulidad, sentirá solo que Diamantino es nada más una mafufa combinación de Chabelo y Santo contra las mujeres vampiro aunque, eso sí, mejor fotografiada. Así pues, esta estrambótica caricatura solo debe verla quien guste de los perversos jueguitos que ama el arte moderno. Todos los otros vayan a ver El rey león.
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ANTESALA
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ESCOLIOS
POESÍA
Repite contigo mismo ANTONIO CALERA-GROBET
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Políticas del oído ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
Repite contigo mismo: a nadie debes. No debes tus huesos desde la calavera hasta las falanges de tus pies. Lo has levantado todo ello desde que fuiste aire comprimido en una célula, pizca de granos que se multiplicaron desde su centro hasta hacerte aparecer. Forjaste el muro de tu cuerpo, lo hiciste y deshiciste a tu antojo, lo cortaste y rallaste como creíste necesario. Es tuyo y no debes a nadie una gota de almíbar por tus ojos de canica de ámbar, no debes nada por tus músculos como trapos ni tus huesos como estacas. Repite contigo mismo: debes nada. Los jirones y las astillas en el cuerpo son enteramente tuyos y hasta la caída del cabello te la has procurado tú, las cicatrices que se ven y más las ocultas, todas, generosamente tuyas. Y que quede claro que mucho menos debes convenios, negociaciones de puras habas, las agujas que fueron los tratos malhechos, las gestiones y digestiones entre cabildos de paja, meros trámites de oficio como bolos alimenticios, hojarasca de seres infames en la rota y pulgosa colcha de la vida. Debes en todo caso tinta y planas de lecturas, paréntesis extendidos para caminar de nuevo con alguien de tu lado y nombraste lo mejor de tu vida, esos gránulos que abandonaste sin saber el porqué. Aun así, pide perdón a quien te escuche ahora en el estrado. Diles que ni con un beso pagarás a los que digan debes algo y sin embargo aquí estás. Así, repite contigo mismo, que aunque nada debes con este trigo les pagas, y aunque te miren de frente, de arriba o hacia abajo, tu cuerpo estará siempre a su costado. Este poema forma parte del libro Sed Jaguar, publicado por la editorial Bonobos.
EX LIBRIS
Diosa Freya/ EKO
B
@Sobreperdonar
ajo escucha. Estética del espionaje (Cantamares, 2018) del filósofo y musicólogo francés Peter Szendy es un conjunto de ensayos, eruditos y exigentes, sobre el acto de escuchar. El oído es un sentido indispensable para la supervivencia humana y su utilidad radica en que la percepción y codificación de ruidos, sonidos o palabras ofrece información valiosa para que el individuo adopte las acciones más eficientes: desde la huida pánica ante un ruido desconocido que puede anunciar un depredador o un fenómeno natural hasta obtener ventajas sobre algún enemigo, enterándose, a través de la escucha subrepticia, de sus vulnerabilidades, como en el episodio de la Biblia en el que Josué envía sus espías a Jericó y éstos, con la complicidad de una prostituta, se enteran de las claves que ulteriormente les permitirán a sus ejércitos tomar la ciudad. Para Szendy, el espionaje es una vieja estrategia de adquisición y control de poder; sin embargo, nunca había sido tan próspera, extendida y factible como en nuestros tiempos. El sentido al que la actividad de espiar está más próximo es el oído, pues a menudo la mirada del ojo resulta demasiado evidente e indiscreta. La etimología misma de escuchar implica el sentido de vigilar disimuladamente, y poner “bajo escucha” a alguien es designar un sospechoso. La escucha no solo es una actividad artesanal, sino que tiende a tecnologizarse desde la Oreja de Dionisio, esa cueva en Siracusa que fue habilitada para oír a los paseantes, hasta los panópticos decimonónicos, o los más refinados adminículos tecnológicos del espionaje contemporáneo. La escucha humana, pues, no solo es una alerta fisiológica, sino un artefacto político que establece complejas relaciones con la estética, y que puede infiltrarse en las más altas manifestaciones artísticas. Por eso, Szendy hace un recorrido por la literatura, la música, el cine y las artes plásticas y sus distintas representaciones de la escucha. La curiosidad de Szendy va de lo antiguo a lo contemporáneo y de lo culto a lo popular: de Sófocles, Monteverdi, Mozart y Shakespeare a Brian de Palma, David Lynch o jóvenes DJs. Szendy sugiere que, frente a esa aspiración totalitaria, ese sueño del espía o del autócrata de la “captación absoluta”, lo que muestran las numerosas experiencias artísticas que analiza es que el espía puede ser espiado y el que escucha puede estar bajo escucha. De hecho, en uno de los capítulos más estimulantes sobre la ópera Orfeo de Monteverdi, Szendy introduce la noción de la “oreja mortal” y su vulnerabilidad, como en la trágica escena en que Orfeo, al desconfiar de su escucha, trata de verificar, con la vista, si su amada Eurídice viene siguiéndolo y, con ello, la condena a volver a la muerte. En el hermético pero estimulante recorrido de Szendy hay una inferencia política: acaso nuestra escucha está en riesgo y es sujeto de múltiples y ubicuas manipulaciones de los poderes, pero no existe un solo oído omnipotente e infalible.
Para Peter Szendy, el espionaje es una vieja estrategia de adquisición y control de poder
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CIENCIA
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Biblioteca Central de Ciudad Universitaria.
Autonomía universitaria e investigación científica ANTONIO LAZCANO FOTOGRAFÍA UNAM
Leído durante el Coloquio 90 años de la Autonomía, este ensayo llama a reforzar los lazos entre vida pública secular y libertades académicas
A
hora que nos reunimos para conmemorar la autonomía de nuestra universidad me parece indispensable recordar la enorme influencia que las ideas de Wilhelm von Humboldt tuvieron en la creación de la Universidad Nacional. Al igual que su hermano Alexander, Wilhelm von Humboldt era un heredero intelectual de la Ilustración, y al fundar la Universidad de Berlín en 1810 lo hizo convencido de que la vida académica debería estar libre de las ataduras de la religión y del aparato político del poder público. El tiempo ha sido injusto con el recuerdo de Ezequiel A. Chávez, cuya memoria ha quedado reducida al nombre de una de nuestras preparatorias, pero fueron él y Justo Sierra quienes reconocieron la importancia de las ideas de Von Humboldt y las aplicaron a lo que luego se-
ría la UNAM, en donde han arraigado de una manera profunda. La universidad pública solo es concebible sin las presiones y ataduras de los poderes políticos y religiosos. A pesar de sus elementos utópicos, la autonomía no es negociable. Resulta insólito tener que insistir a estas alturas en la importancia que tiene una vida pública secular para mantener las libertades académicas, pero basta asomarse a Latinoamérica para ver cómo la derechización de la vida política y el crecimiento del populismo han provocado el acercamiento de partidos y líderes a distintas iglesias. Los dos frentes en donde colisionan las concepciones religiosas con la laicidad son la salud y la educación, y es en las ciencias de la vida en donde se están gestando los conflictos más importantes. Basta recordar, por ejemplo, al diputado evangélico brasileño que hace pocos años exigió la eliminación de la enseñanza de la evolución, que terminó así hermanado, a pesar de las disputas teológicas entre las iglesias cristianas, con el antidarwinismo
estridente del cardenal Juan Sandoval Iñiguez de Guadalajara. Estos incidentes no son meras anécdotas, sino un reflejo de las aspiraciones ilegítimas por recuperar los fueros eclesiásticos y la reinstauración de la educación religiosa en las escuelas públicas. Ello no ocurre únicamente en Brasil y en Argentina. La historia política de nuestro país abunda en acuerdos soterrados entre el PRI y la jerarquía católica, y no hace mucho atestiguamos el espectáculo bochornoso en donde el presidente de la República cedió un foro político para que un cura católico y un pastor evangélico lo transformaran en púlpito. En el México de ahora los discursos catequísticos, matutinos o no, van de la mano con una actitud profundamente antintelectual. Alarma la desmesura con la cual las universidades públicas y los centros de investigación están sufriendo un arrinconamiento mediático y presupuestal que las convierte en víctimas de campañas de linchamiento político empeñadas en presentar a los investigadores como
CIENCIA
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una corte de insaciables mandarines ansiosos de privilegios. Estos ataques a la cultura y a la ciencia no se dan en un vacío político: la insistencia en una mayor presencia en los medios de diversas organizaciones religiosas no es otra cosa que la demostración de su pretensión por participar en el ámbito educativo y político. No podemos ignorar lo que hay atrás de los reclamos de un sector de los grupos religiosos que se han modernizado con la formación de cuadros y dirigentes que ejercen su actividad en el seno de partidos, tribunales y foros públicos, invocando conceptos que les son ajenos, como la libertad de conciencia y la libertad de cátedra. Gracias a una sensibilidad a veces meramente intuitiva, han sido los estudiantes los primeros en responder a los ataques a la autonomía. Aun en las épocas de mayor presión política y amenazas presupuestales las instituciones de educación superior ejercieron su autonomía y se mantuvieron como un espacio de resistencia que generó propuestas sociales y económicas profundamente democráticas. Fueron los universitarios los primeros en alertar sobre los riesgos del neoliberalismo y de la imposición de marcos de referencia sociales, culturales y políticos basados en la economía globalizada del mercado, y fue también en las universidades públicas donde muchos aprendimos a reconocer la distinción, ahora esencial, entre la izquierda política y la izquierda social. La prosperidad de una nación no se puede medir solo por el producto interno bruto, sino que es indispensable considerar los derechos humanos, el bienestar social y la relación con el medio ambiente. De nueva cuenta, debemos recordar que fueron las instituciones de educación superior y de investigación las primeras en alertar sobre los riesgos de la desaparición de formas individuales y colectivas de relación ancestral con el entorno definidas por un carácter precapitalista. Sin embargo, el llamado diálogo de saberes que se pretende imponer en México es asimétrico, porque existen diferencias epistemológicas insalvables entre el conocimiento científico y el conocimiento empírico de lo que ahora se llaman los pueblos originarios. Como lo demuestran el manejo agroecológico y la medicina herbolaria, el saber tradicional de los grupos indígenas puede alcanzar un refinamiento extraordinario, a menudo caracterizado por una sacralización de la Naturaleza que se deja ver en las invocaciones a la Madre Tierra que aparecen cada vez con mayor frecuencia en los actos públicos. A pesar de su carácter totalizador y de sus buenas intenciones, estas perspectivas no pueden ser utilizadas para definir el presente y el futuro de la investigación científica en nuestro país, cuyo crecimiento en las últimas décadas nos ha convertido en una de las grandes potencias científicas de Latinoamérica y que ha traído incontables beneficios a la población mexicana.
Lo que se le ha dado a la ciencia en México es poco, pero reducirlo puede lastimarla mucho. Por ello, se requiere no de la imposición de una austeridad caprichosa y mal definida, sino de un gasto racional y transparente que refleje la convicción de que los principales beneficiarios de la inversión en ciencia, cultura y educación superior serán en un futuro no muy lejano los niños y jóvenes de hoy. El desmantelamiento de las estructuras viciadas es indispensable, pero la centralización del poder que se quiere imponer como parte de los reajustes al aparato estatal científico es inaceptable para una comunidad intelectual y políticamente madura que no está dispuesta a ceder su derecho legítimo a participar en la definición de las políticas académicas. A lo largo de su historia, la UNAM ha abierto sus puertas para extranjeros que se hicieron nuestros. Unos llegaron buscando oportunidades académicas y laborales, otros fueron traídos por sus familias, unos huyendo de los pogromos y otros del franquismo y de la barbarie nazi. México abrió sus puertas primero al refugio español y luego al exilo latinoamericano, y ambos rápidamente nos hicieron suyos y los hicimos nuestros. Puedo deletrear uno a uno los nombres de esos maestros que transformaron la amargura del exilio y la distancia en una vocación por servir al país que los había acogido. Permítanme recordarlos citando los nombres de algunos universitarios entrañables: Aurora Arnaiz Amigo, Faustino Miranda, Max Cetto, Adolfo Sánchez Vázquez, Juan Comas, Paris Pishmish, Marcos Moshinsky, Tomas Brody, Ruth Gall, Isaac Costero, Germinal Cocho, Cinna Lomnitz, Alejandro Rossi, Ramón Xirau, y muchos, muchos más. Hoy la situación es distinta. Día a día atestiguamos la dureza insólita con la cual México frena y expulsa inmigrantes, e indigna el trato que le damos a los extranjeros que entran a nuestro país huyendo de la violencia, la explotación y la pobreza. Me resulta difícil reconocer al país que mantuvo abiertas sus puertas a quienes buscaban refugio, en el México que ahora se está desprendiendo de sus principios cambiándolos por aranceles disfrazados de plato de lentejas. A pesar de los vientos adversos que enfrentan las ciencias y las humanidades en nuestro país, aún estamos a tiempo de corregir el rumbo. Como lo intuyó Wilhelm von Humboldt, el desarrollo de la cultura requiere no solo de una política económica que trascienda los vaivenes políticos, sino también de universidades autónomas con libertad intelectual y científica. “El futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer”, escribió alguna vez Jorge Luis Borges. Construyámoslo juntos, a sabiendas de que en ese futuro la universidad nacional, abierta, laica, pública y autónoma es indispensable.
Lo que se le ha dado a la ciencia en México es poco, y reducirlo puede lastimarla mucho
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ENTREVISTA
Gerardo Herrera Corral
“La ciencia vive en la incertidumbre”
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PATRICIA CURIEL
aberinto conversó con Gerardo Herrera Corral, profesor del Departamento de Física del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (Cinvestav) del Instituto Politécnico Nacional sobre la importancia de la libertad académica y el efecto del discurso del gobierno en el ámbito científico. ¿Cómo se perciben la ciencia y la tecnología en México? En términos generales, la ciencia y la tecnología en México no han sido apreciadas suficientemente. Eso es una verdad que todos conocemos. Es un hecho que en los países de Europa, de Asia del Norte y en Estados Unidos, la ciencia ha jugado un papel importante para la sociedad. En México, el proceso de reconocimiento del impacto que pueda tener la ciencia en la sociedad ha sido muy lento. Este reconocimiento se ha ido construyendo a lo largo de muchos años y ha ido ganando terreno. ¿Cuál ha sido el rol de la ciencia desde la perspectiva del Estado mexicano? Desde que recuerdo, la gente aspiraba a que la política en ciencia, tecnología e innovación fuera una política a nivel de Estado. ¿Esto qué significa? Que en los más altos niveles de gobierno se considerasen las políticas, las directrices, la manera en que se debía desarrollar la ciencia. Se ha ido desarrollando la infraestructura social y organizativa que permitió comenzar a discutir temas de ciencia y tecnología en niveles cada vez más altos. Sin embargo, sigue siendo una aspiración el que se considere esto como tema importante de discusión para la creación de leyes en los tres poderes. Si recordamos, la Ley de Ciencia y Tecnología es relativamente reciente. Hace apenas unos años que se creó y fue un paso enorme para empezar a considerar a la ciencia como una parte de la política del Estado. ¿Cuál es la situación en la que las nuevas políticas del Estado han puesto a la ciencia? Ahora tenemos una situación muy difícil y complicada en el área de ciencia y tecnología. No se ha dejado de escuchar la voz de científicos y tecnólogos por la incomodidad que han generado los cambios desde que fue electo el presidente Andrés Manuel López Obrador. Comenzó cuando la nueva
directora del Conacyt envió un comunicado al entonces director de esa institución, Enrique Cabrero Mendoza, en el sentido de pedirle que se cortaran los proyectos y las iniciativas que habían sido aprobados para el siguiente año. Fue un episodio que marcaría lo que vendría después, es decir, una situación de alerta en la comunidad, como la posible participación de la directora del Conacyt en una iniciativa que se presentó en la Cámara de Diputados y la de Senadores para modificar la Ley de Ciencia y Tecnología. El Cinvestav fue una de las instituciones fuertemente amenazadas por esta ley, que planteaba la posibilidad de eliminar estímulos y becas. Eliminarlos significaría reducir los salarios de manera drástica implicando que muchos miembros de la comunidad nos iríamos al extranjero. Por fortuna, la ley reconsideró y lo que ahora está en discusión ha cambiado mucho de la iniciativa original que se había presentado. En diciembre pasado, usted dijo que los científicos en México gozaban de libertad. ¿Cómo se siente ahora al respecto? La libertad académica es un valor universal, está en el núcleo mismo del quehacer científico. La libertad académica tiene que ver con la enseñanza, con la docencia, con los programas educativos, pero también con las opciones que tenemos de investigar. Siempre ha habido un deseo comprensible de la sociedad y del gobierno por que los científicos nos enfoquemos a resolver los problemas sociales. Eso ha sido también percibido como una exigencia legítima, pero no debe ni puede ser de ninguna manera una exigencia que limite la libertad. Ese discurso no se ha reflejado en la operatividad de la ciencia. No ha habido ninguna nueva reglamentación que nos imponga y limite esa libertad, pero seguimos en un clima de incertidumbre porque el discurso actual genera una inquietud enorme en la comunidad. Ahora tenemos el problema de la inminente desaparición del Foro Consultivo Científico y Tecnológico que nos tiene otra vez a todos asustados porque se trata de eliminar espacios de discusión y los científicos estamos acostumbrados a tener órganos colegiados. Por otro lado, como decía Monsiváis, la oposición es el análisis. Que exista una discusión es bueno para ambas partes.
“El discurso del actual gobierno genera una inquietud enorme en la comunidad”
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DE PORTADA
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Con su novela La vida a ratos, Juan José M el pulso de lo cotidiano en una caja de mar
“Llamamos realidad a un delir
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CARLOS RUBIO ROSELL/ MADRID FOTOGRAFÍA CORTESÍA SEIX BARRAL
n su más reciente novela, La vida a ratos (Alfaguara), el escritor español Juan José Millás (Valencia, 1946) no habla de los grandes momentos o acontecimientos que podrían marcar la vida de cualquier persona, sino de los “intersticios” o las “ranuras” que dejan las cosas que parecen importantes y por donde se cuela, dice el autor, el sentido de la vida, aunque por desgracia, asegura, “no tenemos la mirada educada para reparar en ello”. “Esa mirada”, explica Millás en entrevista con Laberinto, “en parte nos viene de serie y guarda relación con el modo en que desde niños nos hemos relacionado con el mundo. Creo que si de niño has sentido extrañeza frente a la realidad; si tu relación con la realidad ha sido conflictiva, vas adquiriendo una mirada que se fija en lo que es aparentemente banal, pero donde en realidad reside el significado de las cosas”. Esa forma de ver el mundo, afirma, se puede cultivar, especialmente si uno quiere ser escritor, porque la literatura “es en parte precisión, detalle, y por tanto recomiendo a mis alumnos de los talleres de literatura que nunca vayan al grano, al corazón del asunto, sino a la periferia, donde está el significado”. De manera que esa mirada de extrañeza, que de alguna forma nos viene dada desde que nacemos, tiene que ver “con el mundo de cada uno de nosotros, aunque en parte también pueda educarse y cultivarse. Yo digo que para aprender a escribir hay que desaprender todo aquello que la cultura ha puesto sobre nosotros, porque la cultura entendida en el peor sentido de la palabra es una suerte de orejeras que te impiden la visión periférica, donde ocurren las cosas más interesantes”. Tras poco más de una treintena de obras entre novelas, libros de cuentos, ensayos y recopilaciones de artículos periodísticos, Millás ha afinado una mirada y un estilo literario que alcanza su cumbre en La vida a ratos, donde rompe toda clase de fronteras entre géneros literarios y genera un
universo vital a partir de la pura ficción. “Toda vida es una preparación para el libro que uno escribe, así que toda mi vida ha sido una preparación para este libro que acabo de publicar y que trata de esto: de la vida cotidiana. La vida a ratos es un diario de la vida cotidiana de un personaje que se llama Juan José Millás y, por lo tanto, donde narro mis propias experiencias, y que se mueve en esas rendijas de la existencia, en aquello a lo que prestamos poca atención. La vida es en gran parte el producto de una sucesión de malentendidos, y de eso nos damos cuenta cuando somos muy mayores. Por eso mucha gente dice: ‘Si yo tuviera oportunidad de volver a vivir otra vez la vida, no cometería ciertos errores’. Seguramente es un engaño y caeríamos en los mismos errores pero esa afirmación significa que de repente uno entiende que todo ha sido el producto del azar. Y esto es lo que he intentado revelar en este diario de lo banal-cotidiano”. En cuanto a los géneros literarios, Millás reflexiona que en esta novela la barrera que se rompe, aparte de la meramente formal entre diario y novela, “es la barrera entre lo que me ocurre y lo que se me ocurre. La gente suele hablar de lo que le ocurre, pero no de lo que se le ocurre. Hay muchas conversaciones que empiezan diciendo: ‘Fíjate lo que me ha ocurrido’, pero hay muy pocas conversaciones que empiecen diciendo: ‘Fíjate lo que se me ha ocurrido’. Yo hablo de ambas cosas borrando las fronteras entre una y otra, haciendo dudar al lector, porque previamente lo he dudado yo, pues muchas veces nos ocurren cosas que se nos están ocurriendo, y no nos damos cuenta. Esa frontera es un poco parecida a la frontera existente entre la vigilia y el sueño. Por eso la lectura de este diario puede producir sensaciones oníricas, pues está escrito en ese espacio fronterizo en el que uno se despierta y tiene un pie en el sueño y otro en la vigilia. Luego hay otras fronteras de orden formal. Es cierto que es una novela que tiene forma de diario, pero la escritura intenta ser muy precisa, porque creo
El narrador y periodista, Premio Planeta 2007 por El mundo.
“La gente suele hablar de lo que le ocurre, pero nunca de lo que se le ocurre”
que la precisión es literaria. Yo diría que es un texto antilírico, en el sentido de que se adentra en las zonas a veces más ásperas de la vida cotidiana. Mi mayor preocupación desde el punto de vista formal, sobre el trabajo de las frases y la palabra, fue la búsqueda de la precisión, un valor literario de primer orden: expresar bien las ideas, expresarlas sin retórica vacía. En ese sentido es antilírica, porque la palabra lírico tiene una connotación que alude a un exceso de retórica”.
Millás ha dicho en alguna ocasión que el cuento se parece mucho a los insectos, y que a veces ha llegado a escribir novelas que casi llegan a ser insectos, lo que ocurre en La vida a ratos. “Desarrollé esta idea en una conferencia, y en líneas muy generales expone que la historia de la literatura está compuesta por los grandes mamíferos y por los insectos. Como ejemplo de gran mamífero estaría el Ulises de Joyce, y en el de insectos La metamorfosis de Kafka. Son
Millás transforma ravillas y sorpresas
rio consensuado”
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Rulfo en Pedro Páramo, o la que hizo Melville en Bartleby, el escribiente. La historia de ese tipo de literatura está por escribirse”. Al hablar de algunos de los maestros que como escritor han sido fundamentales para él, Millás sonríe y aclara que “la lista sería interminable, porque cuando se tiene mi edad se tiene un bagaje de lector importante. Podría citar a muchos, pero cuando hablo de este tema suelo dar un lista para satisfacción de quien me la pide, pero esa lista no suele ser la auténtica y cambia al rato. Es absurdo reducirlo todo a cuatro o cinco autores, porque no se suele pedir un listado de veinticinco. Lo puedo hacer, pero sería mentira. Lo que sí es indiscutible es que si no has leído mucho es imposible ser escritor. La lectura es el combustible de la escritura. Alguien que no lee no puede escribir. Y alguien que no ha sido un lector enfermizo no puede pretender ser escritor. Mucha gente habla de que escribir es ir en busca de la propia voz, en busca de la construcción de una voz que sea reconocible. Y cuando de un escritor dicen que tiene una voz propia —lo más a lo que puede aspirar un escritor—, quieren decir que su voz está hecha de las lecturas que ha hecho; es decir, de la tradición de la que uno viene y de la subjetividad que uno ha puesto en esa tradición. La voz propia proviene de un choque entre la tradición y la subjetividad, entre la tradición de la que uno viene y la subjetividad que aporta a esa tradición. Pero para aportar subjetividad a esa tradición tienes que venir de una tradición lectora”. En cuanto a la realidad que aborda, Millás considera que toda realidad es producto de la ficción: venimos del cuento, de aquellas primeras manifestaciones orales que se hicieron en el alba de los tiempos. “Nuestra primera forma de conocimiento de la realidad no fue de orden científico. Los primeros testimonios que tenemos de cómo explicamos la realidad son los testimonios del cuento, de la tradición oral, que se contaban alrededor de la lumbre, no para pasar un buen rato sino para transmitir a los oyentes información sobre la realidad. Y nosotros seguimos ahí, donde al tiempo que se cuenta la realidad la genera. Así que lo que llamamos realidad es un delirio consensuado”. En ese contexto, el periodismo “es también una representación de la realidad”, considera Millás. “Suelo recordar aquel cuadro de Magritte en el que se ve una pipa de fumar, y debajo hay un texto que dice: Esto no es una pipa. Al principio, ese texto nos sorprende porque estamos viendo una pipa; sin embargo, si se piensa un poco, nos damos cuenta de que, en efecto, esa es una representación de una pipa, no una pipa, que no es lo mismo. Así que debajo de la cabecera de todos los periódicos debería ponerse: Esto no es la realidad. Y no lo es porque no puede serlo, sino una representación de la realidad. Si alguien escribe una crónica de un suceso, está haciendo una representación de la realidad; no está mostrando la realidad. Es un mapa de la realidad y no conviene confundirlo.
En ese sentido, el periodismo, en la medida en que es una representación de la realidad, es un artefacto literario. Y esta es otra frontera que llevo intentando borrar: la frontera entre periodismo y literatura. Cuando alguien hace una crónica está mostrando una representación de la realidad, de lo que ha visto o ha escuchado. ¿Y qué utiliza para ello? La palabra. ¿Y qué recursos tiene? Los recursos literarios. Y esto no es una opinión, no es una cuestión de que el periodista quiera o no; es que así es”. Volviendo a La vida a ratos, Millás expone que muchos afluentes de esta obra son de carácter existencial. “Son cosas que le ocurren al personaje en las atmósferas en que se desenvuelve, como un taller de escritura y sus relaciones con los alumnos. El personaje viaja en metro y observa a los demás para observarse a sí mismo en ellos; acude semanalmente a un psicoanalista y se tumba en el diván y cuenta sus perplejidades; va por la calle; entra en las tiendas. Es un diario de la vida cotidiana, donde aparecen las relaciones familiares y con los amigos; las relaciones con la propia escritura y los problemas que presenta”. También hay temas de alguna forma extremos, como el suicidio. Al respecto, Millás comenta que “eso también forma parte de la vida diaria. Pienso mucho en esto y creo que hay mucha gente que también lo piensa. Lo que ocurre es que los periódicos hablan poco de ello. La primera causa de muerte en la adolescencia es el suicidio, aunque uno no ve en los periódicos noticias de suicidios porque hay un pacto implícito para no hablar de eso. Pero la gente piensa en el suicidio, hasta el punto que, como decía Albert Camus, es el único asunto filosóficamente serio e importante. Yo pienso en el suicidio porque pienso en la muerte. Y la muerte forma parte de la vida, que es inconcebible sin la muerte. La muerte, cito en algún momento del libro, es en la adolescencia un asunto dramático; en la madurez es filosófico y en la vejez un asunto burocrático, que hay que despachar”. Por último, Millás menciona que la literatura, en esos “intersticios” de su propia vida, es su manera de relacionarse con el mundo y con la realidad. “Por eso en el momento en que me fijo en los momentos cotidianos, éstos adquieren significado. Y hablar de esos momentos de la forma en que lo hago es un modo de extrañarme de ellos y, por lo tanto, de conseguir que adquieran significado. Gran parte de la obligación del escritor es conseguir que el lector se desfamiliarice de lo que es familiar, para que lo que es familiar adquiera significado. Porque lo que no es familiar no solo no tiene significado, sino que no lo vemos siquiera. Solo cuando nos extrañamos de lo familiar adquiere significado. Y de eso se trata. Siento extrañeza de mi oficio, y en realidad de todo. Pero escribir es una actividad muy rara. No pienso la escritura como un gran arte, sino como un oficio artesanal. Y no concibo mi vida sin la literatura. Es mi oxígeno. El día en que no pudiera leer o escribir, me podrían hacer la eutanasia”.
“El periodismo, en la medida en que es una representación de la realidad, es un artefacto literario”
novelas coetáneas y cada una es el negativo de la otra. Lo que me llama la atención de esas dos novelas, para mí las más importantes del siglo XX, es que la novela de Joyce, el gran mamífero, hoy no se puede leer sin notas a pie de página: es un gran mamífero que ha mutado, como todos los mamíferos que han mutado a lo largo de la historia en busca de la perfección. En cambio, no hemos visto una edición de La metamorfosis con notas a pie de página, porque no hay nada
que explicar: ya era perfecta, al igual que el mosquito ya era perfecto hace 300 mil años y no ha evolucionado. Así pasa con las novelas o la literatura-insecto, que tiene una perfección que no necesita ser explicada. Eso me lleva a deducir que lo que Kafka consiguió en esa novela, que es la que mejor explica el siglo XX y va camino de ser la que mejor explique el siglo XXI, es hacer una novela con sencillez compleja o complejidad sencilla. Es un tipo de literatura como la que hizo Juan
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TERTULIA
17 DE AGOSTO 2019
PERSONERÍO
ENTREVISTA
Harry Earles: astro liliputiense
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JOSÉ DE LA COLINA
acido en 1902 en Alemania, Kurt Fritz Schneider (luego Harry Earles en el cine y quizá Clarence Robbins en la literatura) llegó en 1920 a Estados Unidos con sus tres hermanas. Actuaron en las ferias suburbanas, en los shows de los parques de atracciones, en los music-halls y en el cine. Harry, culto y algo dandi, fue el liliputiense número uno de Hollywood y un famoso seductor de damas de mayor estatura que él (“Sí, es un midget, pero en la cama es un titán”, declararía la starlet Stella Colton a la chismosa profesional Edda Hopper). Se dice que Harry sugirió al cineasta Tod Browning el asunto del cuento “Spurs” de Clarence Robbins (acaso heterónimo de Harry), en el que un sádico enano de circo se divertía montando y espoleando (literalmente) a una linda mujer de tamaño normal. El relato fascinó a Browning, quien en 1932 mezcló esa historia con el cuento “HopFrog” de Poe y lo convirtió en Freaks (en México titulada Fenómenos), donde Harry personajizaba a un caballerito amoroso y víctima de una amazona circense de estatura normal (Olga Baclanova), más una pléyade de reales “fenómenos” prestados a Browning por el famoso circo Barnum: varios enanos, un hombre-tronco, un hombre-esqueleto, un hombre-mujer (o mujer-hombre), una mujer barbuda, y hombres y mujeres macro y micromegálicos. Esos freaks dieron a la película un cierto tono documental y la intergenérica condición entre cine de horror, cine fantástico y, según yo, cine de poesía. Por acaso primera vez los “monstruos” eran de verdad, pero más humanos, más heroicos, más inteligentes que los actores de mayor estatura. Aunque en los días de estreno Freaks decepcionó a las taquillas, Harry declaró en una entrevista: “Es una obra maestra y, como a los buenos vinos, los años aun la mejorarán”. Acertaba: la película que en 1932 la MGM consideró fallida hoy se vende mucho en devedé, recorre cinetecas, cineclubes, festivales antológicos, es pieza de culto de los cinéfilos y los críticos la distinguen como un clásico del cine diferente. En 1980 David Lynch, tomando de Freaks dos asuntos argumentales: la humanidad de los “monstruos” y la solidaridad entre la gente circense, le rindió un tácito pero muy visible homenaje en su Elephant Man. Obra no marchita pese a ser octogenaria, Freaks fue para Harry Earles una sola cima. El astro liliputiense se vería de año en año reducido a una exigua o ninguna línea en los créditos finales de las películas. Tuvo un tercer o cuarto papel en la superproducción El mago de Oz (Metro Goldwyn Mayer, 1939) como uno de los mushkins que festejan a Judy Garland en Mushkinland, pero su intervención fue brevísima porque cortaron casi toda escena en que bailaba un brioso número de tap. Todavía filmaba y durante un tiempo mantuvo la residencia de Sunset Boulevard, pero ya no era un astro, y en 1958 malbarató su mansión en forma de castillo y con sus hermanas se retiró a una modesta casa en Sarasota, Florida, donde vivió en casi anonimato apenas rafagueado por presentaciones en ferias y circos. Murió en 1985, a los 83 años. A su entierro asistieron casi todos los midgets famosos de la farándula y el cine, más algunos actores de talla “normal”, entre ellos el muy alto Vincent Price, quien en su elegía fúnebre dijo que Harry era “un fino caballero y un poeta de la actuación que seguirá irradiando en las pantallas del mundo”.
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La autora de Siempre un destierro, novela publicada por Océano.
Gabriela Couturier
“Todos migramos de alguna manera”
S
uzanne Simard, silvicultora y profesora de Ecología Forestal en la Universidad de Columbia Británica, tiene una teoría sobre los nexos subterráneos de los árboles. “Bajo tierra hay otro mundo, un mundo de infinitos caminos biológicos que conectan árboles y les permiten comunicarse y comportarse como un solo organismo”. Esa imagen es idónea para describir el hilo con el que se teje Siempre un destierro (Océano), la nueva novela de Gabriela Couturier. “En el momento en el que arrancas uno de esos árboles, también los demás se quedan un poco contrahechos. Te arrancan y te vuelves a plantar, pero ya no sabes cómo vas a crecer en ese otro lugar”, cuenta la autora. La suya es la historia de una familia condenada al desarraigo: un puñado de franceses que, como tantos otros, se instalaron en México durante el siglo XIX para huir de la pobreza, el hambre y la guerra. En el transcurso, abandonaron el abolengo, el paisaje —qué decir del clima— y a su gente, conscientes de que quizá nunca se reencontrarían. La aparición de una carta “de amor que no iba dirigida a la mujer deseada”, olvidada durante más de un siglo en un granero, encendió en Couturier el estímulo narrativo que la facultó para entregarse a la tarea de hurgar en el pasado de su estirpe. En el acontecer que narra hay magia, viajes, matrimonios, pérdidas y nostalgias. “Es un diálogo con tus muertos”, le sugiero. “Es diálogo, homenaje y justificación”, revira ella.
ÁNGEL SOTO FOTOGRAFÍA A. S.
¿Qué hace diferente a esta historia de migración? Migraciones siempre ha habido y siempre habrá, son parte de la humanidad misma. La gente necesita buscar una vida mejor y todos estamos haciendo lo mismo. En ese sentido, todos migramos de alguna manera. Este éxodo es distinto en el sentido de que salió de lo que en ese momento era la civilización europea y se vino a lo que todavía era un mundo muy agreste, en Veracruz. Ahora las migraciones tienden a ir hacia la civilización, pero en aquel momento estaban dejando un mundo que, por muy civilizado y europeo, no tenía condiciones de vida. La incertidumbre puebla buena parte de la novela. Es algo que me preocupaba mucho: cómo habían cambiado los que llegaron en relación con los que se habían quedado. Debe haber sido muy duro pensar en la pérdida, al margen de todo lo que ganaron; pensar “cómo habría sido yo si me hubiera quedado”. Es algo que nos pasa a todos. Es la idea del “mundo espejo” que describes al inicio del libro. Sí, y eso es parte de la magia de ese momento. Sabían, con meses de retraso, de los nacimientos, muertes y otras noticias. Estaban, de alguna manera, comunicados y seguían siendo familia, pero ya no tenían nada en común. Cómo trasciendes cuando sabes que no hay nada detrás de ti, que los niños no tienen a sus abuelos, que no existen esos modelos con los que habían crecido.
Tu relato es tan minucioso que parece que viajaste al siglo XIX francés. ¿Cómo hiciste para conseguir esa precisión? Tres cosas. Uno: leí muchísimo. Fueron siete años de trabajo. Me importaba no poner anacronismos, cosas que te distraen si el autor no es cuidadoso. Fui obsesiva al grado de investigar de qué lado se pone el sol, me fijé muchísimo en los olores de las cosas, en las texturas, en la vegetación. Tomé montones de fotos de los lugares antiguos, para saber cómo estaban hechas las puertas, los techos… Dos: los viajes. Fui a Veracruz un par de veces. Fui a Francia un par de veces (en invierno y en verano) para entender cosas como los olores. Tres: sentarme con las cartas y hacer un ejercicio de imaginación, tratar de entender cómo se deben de haber sentido mis personajes. Desde tu novela anterior, Esa otra orfandad, has demostrado que haces una suerte de literatura de la intimidad. Me tardé mucho en apropiarme de los personajes y hacer que salieran desde algo que es mío, no en el sentido familiar, sino emocional: cómo puedo entender a alguien a partir de lo que siento. Como escritor, no tienes otra cosa. Si no sale de algo que tú conoces, se siente. Una novela como Siempre un destierro, donde intervienen tanto las entrañas, no puedes fingirla. Todo lo inventado tiene que venir de una fuente interna, de algo real, porque si no se ve el artificio.
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EN LIBRERÍAS
17 DE AGOSTO 2019
NARRATIVA, ENSAYO La hija de la española
Magacín radiofónico
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A FUEGO LENTO Américo Vespucio
Cicatrices de la memoria México, 2019
Karina Sainz Borgo Lumen México, 2019 224 páginas
Slawomir Mrozek Lumen España, 2019 172 páginas
Stefan Zweig Acantilado España, 2019 133 páginas
Primera novela de la periodista venezolana. Como aclara Sainz Borgo, aunque hay ficción, contiene algunos pasajes reales. Tras la muerte de la madre de la protagonista, quien, como ella, se llama Adelaida, su vida se transforma; lo que le sucede refleja la difícil circunstancia venezolana de hoy. Poco tiempo después del entierro, Adelaida pierde su casa. Así llega a la casa de la española, que también ha muerto. Este hecho, con todo, le traerá un poco de fortuna.
Como dramaturgo, Mrozek tuvo una carrera triunfal que aun después de su muerte sigue cosechando frutos. Con ese bagaje, incursionó en la radio polaca durante la década de 1960. Este volumen recoge las piezas satíricas que escribió en ese periodo, un compendio de ironía, despropósitos y, sin que la censura lo advirtiera, crítica abierta a las acciones de la burocracia política y cultural. La risa no suprime el amargo diagnóstico de la condición humana.
¿Quién fue Américo Vespucio?, pregunta Zweig como preámbulo de este fresco histórico que excede los propósitos de la biografía. ¿Fue en verdad un erudito y cartógrafo que hizo creer a sus contemporáneos que había sido el primero en pisar el continente que luego llevaría su nombre? ¿Fue un charlatán o un maquinador a las órdenes de la Corona portuguesa? Con profundidad psicológica y pericia narrativa, este libro desmonta las claves de un enorme malentendido.
Los años heridos
Derecho al cannabis
Tortura
Fritz Glockner Planeta México, 2019 592 páginas
Armando Ríos Piter Océano México, 2019 216 páginas
Donatella Di Cesare Gedisa México, 2018 205 páginas
Este volumen se subtitula La historia de la guerrilla en México 1968-1985. El interés de Fritz Glockner no se circunscribe a lo académico, sino que hay razones familiares: dos de ellos, entre los que se cuenta su padre —Napoleón Glockner—, en un momento de sus vidas optaron “por la lucha clandestina y revolucionaria”. Dada “la clandestinidad propia de los guerrilleros y la cerrazón absoluta del Estado mexicano”, la historia, explica Glockner, no siempre es clara.
Como siempre, en el caso de la legalización de la marihuana, la sociedad ha ido varios pasos adelante de los políticos y en su momento aquellos que iniciaron la discusión sobre su legalización serán, digamos, reivindicados. Por lo pronto, celebremos que el legislador Ríos Piter y otros políticos hayan retomado el asunto. La discusión ha cambiado y ahora se va más allá y no se habla solo del uso del cannabis con fines médicos, sino del derecho al consumo lúdico.
El rechazo a la tortura parecía unánime hasta que en Estados Unidos inició un debate sobre su pertinencia en algunos casos de excepción, como el terrorismo. Ante esta ambigüedad, la catedrática en la Universidad de Roma eleva un No sin contratos con letras pequeñas, es decir, un Sí a la defensa de la dignidad humana. Su ensayo no solo establece una fenomenología de la tortura sino que se instala en el presente para desarticular el discurso de los nuevos verdugos.
¿Camino de expiación? ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com
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ace algunos años, poco después de anunciarse su nominación como ganador del Premio Xavier Villaurrutia, Sealtiel Alatriste fue acusado de plagio. De este modo, se vio en el trance de renunciar al Premio y, de paso, a la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM. Acusó otros golpes: en su vida matrimonial y en su carrera como editor y escritor. Parecía una estrella en ascenso y de pronto se halló en otra parte, en esa zona donde su trayectoria no pasaba de ser un desacreditado rumor. Esos reveses son el combustible que pone en marcha la trama de Cicatrices de la memoria (Alfaguara), un libro desconcertante. Las cosas no le ocurren a Sealtiel Alatriste —como cabría esperar ya que todo es autobiografía— sino a otro, a Sergio Soler, quien se muestra a través de la mirada inquisitorial y omnipresente del narrador que interviene a la manera de un profeta del Antiguo Testamento: señala, fustiga, condena. A quién se dirige: no al lector sino a ese “funcionario diferente, culto y sagaz” que es Sergio Soler. Recuento, bosquejo, informe, son los términos que el narrador utiliza para definir el “año terrible” padecido por Sergio Soler. ¿Así que la tan mentada autoficción no se pasea aquí por el escenario? No, al menos, como actitud literaria. Qué queda entonces: una notoria y espasmódica impostura. Sealtiel Alatriste —no su narrador— expone su calvario con señas documentales e íntimamente dolorosas pero rehuye la pelea cuerpo a cuerpo a la hora de invocar a sus detractores y, sobre todo, a quien le atribuye la orquestación de su caída. La concurrencia de figuras del mundo literario —llamadas por su nombre— y de muchas otras a quienes sospechamos o reconocemos a pesar de la parodia puede resultar aconsejable desde el punto de vista de la supervivencia pero termina por despojar al “informe” de cualquier rastro de sinceridad. Sobrevive únicamente esa voz, en la cual reconocemos la culpa y el castigo, que, página a página, machaca a Sergio Soler por “la fatuidad, el orgullo, la frivolidad, las infidelidades” y “la prepotencia con que habías actuado”. Sobrevive, pues, el deber de hacer públicas las miserias y la urgencia de absolución. No me parece injusto afirmar que, más que a la ficción literaria, porque encima de todo carece de bondades estilísticas, Cicatrices de la memoria pertenece al subgénero de la conciencia autopunitiva que toma la forma de los libros de autoayuda.
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PENSAMIENTO
17 DE AGOSTO 2019
FILOSOFÍA DE ALTAMAR
Franco Volpi paseando en bicicleta Fue un explorador de la faceta más optimista de Arthur Schopenhauer
L
a memoria es tramposa. Nietzsche creía que la mala memoria daba la ventaja de gozar muchas veces las mismas cosas; sin embargo, tener buena memoria es preferible, porque puedes recordar hasta el detalle más mínimo, lo cual implica gozar lo vivido de manera siempre distinta. De ese tipo de memoria microscópica era el filósofo italiano Franco Volpi. Sin temor a tergiversar, recuerdo a nuestro filósofo de Vicenza, siempre de ojos muy abiertos, voz dulce, deportivo, inteligentísimo, quien acostumbraba ir a Delfos para beber de la Fuente Castalia las aguas que lo mantenían joven y enérgico. Un día, salió a su paseo habitual en busca de aquélla, llegó y ya no había más agua que beber. La última vez que vi a Franco Volpi impartía una conferencia ante un ciento de personas, entre académicos, público especializado y de ámbitos lejanos a la filosofía —una más de sus virtudes era ser comprendido por cualquiera—, con esa sonrisa lúcida que jamás he visto en ningún otro hombre. Les decía: “La muerte es una ladrona, llega de modo intempestivo y te roba la vida. A ustedes, ¿cómo les gustaría que la muerte los sorprendiera?” Ante tal cuestionamiento, siempre incómodo, cualquiera respondía que ojalá fuera haciendo lo que más le gustaba. La sugerencia era entonces volver eso que más amas la actividad a la que dediques el mayor tiempo de tu vida. No faltó quien le preguntara al filósofo italiano qué querría estar haciendo cuando la muerte lo asaltara. Volpi contestó que andar en bicicleta. Para Franco Volpi, hacer filosofía, parecido al ejercicio circular, apasionado y libre de andar en bicicleta, fue esa actividad a la que consagró su vida y con la cual puso en práctica la enseñanza nietzscheana del eterno retorno como sugerencia existencial. ¿Volverías a repetir cada suspiro, cada teoría y palabra plasmada en tus manuscritos, cada alegría, pero también dolor en un eterno retorno? Sí, contestaría Franco Volpi, que afirmaba su existencia dedicada a la filosofía y nada más, alejado de las grillas universitarias, comprometido, como el espíritu infantil, con el juego del pensamiento: “inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí”. Franco Volpi fue un espíritu libre que conocía los riesgos de no serle fiel al eterno retorno, que vivía con compromiso cada instante como si
JULIETA LOMELÍ BALVER @julietabalver FOTOGRAFÍA ARCHIVO FAMILIA VOLPI
El filósofo italiano (19522009), autor, entre otros libros, de Heidegger y Aristóteles.
fuera el último que le tocara vivir, pero, al mismo tiempo, con ese mismo instante que quisiera desplazar al infinito. “Construir en granito nuestras moradas, así sean las moradas de una noche”, escribía Gómez Dávila, la vida como ejercicio cíclico: afirmar una y otra vez eso que se ama hacer, afirmar una y otra vez pasear en bicicleta: escribir filosofía. A Franco Volpi me unió, principalmente, el amor por la filosofía de Schopenhauer. El suyo era un interés por explorar las posibilidades de la vida buena, de tejer, a partir de los fragmentos optimistas del filósofo alemán, una estética existencial. El mío ha sido el interés inverso: justificar el origen y las consecuencias del pesimismo schopenhaueriano. Sin embargo, en una cosa ambos miramos siempre hacia el mismo cielo: en la urgencia de abandonar la isla en la cual a veces está atrapada la filosofía de la academia, y navegar por la inmensidad del mar, conquistar nuevas costas, entrar en contacto con otras disciplinas, devolviéndole la seriedad y la relevancia
Franco Volpi fue un maestro que pudo ver más allá de la isla en la cual la filosofía a veces se encierra
social a la divulgación filosófica. En esto Franco Volpi fue también un maestro, un filósofo de altamar, que pudo ver más allá de la isla en la cual la filosofía a veces se encierra. Franco Volpi supo bien cómo habitar en la academia de rigor, de la mirada del especialista y traductor de la filosofía germánica, y también en el mundo alejado de la universidad. Sus columnas en la Repubblica lo confirman. Su compromiso con el lenguaje, con el estilo claro y estético, lo volvió internacionalmente visible, cumpliendo así con una misión social: la de compartir eso que sabía a más ojos, la de entrar en contacto con un público más amplio, sin que eso significara perder la profundidad y el rigor del pensamiento filosófico. En su afán de encontrar tesoros y en su amor por Latinoamérica, dedicó años a la obra de Gómez Dávila, convirtiéndolo en un icono de la filosofía más allá de las tierras colombianas, y considerándolo a la altura de los grandes filósofos del siglo pasado. Lo consideraba “el Nietzsche colombiano”. El filósofo al que más tiempo dedicó fue Martin Heidegger, quien escribió que “la muerte había de ser comprendida como la posibilidad más propia, irrespectiva, insuperable y cierta”, pero que no da por terminado ese proyecto
de ser que seguirá materializándose en la historia de quienes estuvieron cerca. Volpi se fue, pero legó una herencia inacabada, filosófica, literaria, espiritual, que está ahí como un manantial inagotable, del que cualquiera puede beber. Porque “terminar no quiere decir necesariamente consumarse”. Nunca dejaré de admirar el espíritu libre del filósofo italiano. Ninguna institución o editorial logró delimitar su creatividad. Su labor fue pasional e irreverente, en un contraataque al pensamiento anquilosado de las formas y reglas de la academia, de las editoriales, de la también a veces muy obtusa forma en que se hace periodismo filosófico. Esta rebeldía productiva volvió a Franco más que un hombre de notas al pie y de salón de clases en editor, traductor, mentor, un hombre enamorado de la cultura, un divulgador en el sentido pleno del término y, sobre todo, un escritor y lector crítico. Lo fue todo: un intelectual al mero estilo enciclopédico. Diez años han pasado desde su huida, y en su memoria recuerdo las palabras del bucólico Nietzsche en una de las últimas cartas escritas a su amigo Georg Brandes: “Después de haberme descubierto no es gran cosa el encontrarme: ahora lo difícil será perderme”.
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ESCENARIOS
17 DE AGOSTO 2019
PERIPECIA
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DOBLE FILO
Diemecke dirige maravishoso FERNANDO FIGUEROA
E La tortuga de Darwin se presenta de jueves a domingo en el Teatro Santa Catarina.
El camino torcido de la especie humana
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ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtzx@gmail.com FOTOGRAFÍA DANIEL GONZÁLEZ
obre un escenario donde alza la voz como testigo clave del devenir histórico, una vieja tortuga mitad mujer pone en evidencia la involución del género humano a más de 150 años de la teoría de la evolución biológica publicada por Charles Darwin, En La tortuga de Darwin, el dramaturgo español Juan Mayorga expone la lucha de poder, en busca de fama, notoriedad y fortuna, entre un historiador, su esposa y una doctora, por encima de la vida y de la posibilidad de una versión distinta de la historia. La planta baja de una casa convertida en el estudio del profesor de historia, donde una mesa de billar domina el centro del espacio, a la par de un gran pizarrón al fondo, que muestra el mapa de Europa delineado con gis blanco, es el lugar hasta donde llega la tortuga Harriet, erróneamente bautizada por Charles Darwin como Harry, antes de saber que se trataba de una hembra. El personaje, con sombrero de copa, grandes lentes redondos, traje sastre, corbata y tenis verdes, se presenta en el hogar disfuncional del profesor bajo su chamarra con capucha, estampada con detalles que aluden a la concha de una tortuga. Bajo esta montaña de vestuario, aderezada con collares de bisutería y una ancha cadena pendiente de su cuello, se encuentra la actriz María Elena Olivares, quien interpreta a una de las tres tortugas que Darwin capturó durante su viaje iniciado en Plymouth en 1831.
El vestuario, diseñado por Carolina Jiménez, viste al historiador con camisa a cuadros, corbata y pantalón de mezclilla, y a su mujer, una rubia champaña, con bata casera, mientras la doctora, interpretada por la misma actriz, cubre su cuerpo con una gabardina verdosa, conjunto que, junto al diseño escenográfico de Tenzing Ortega, le da un toque de historieta al montaje bajo la dirección de Ginés Cruz. La tortuga de Darwin, obra que se nutre de la historia, la filosofía y la ironía que el autor de obras como Palabra de perro, La paz perpetua o El sueño de Ginebra suele utilizar para construir una dramaturgia compleja y dialéctica, enriquecida con datos históricos desde una óptica contemporánea, deja mal parada a la especie humana, incapaz de respetar a los seres vivos, a la escucha, al análisis, a la memoria y el hallazgo de una historia que transgreda la oficial. La propuesta de Ginés Cruz juega con la ambivalencia de la tortuga. Deja que el personaje sea serio en su postura, en su tesis y en las palabras con las que expone los errores históricos del profesor, autor de La historia de la Europa contemporánea, mientras que la esposa es una dama
María Elena Olivares hace una interpretación formal de un personaje fantástico
caricaturesca, en extremo superficial y curiosa, y la doctora se asemeja a los científicos locos de historieta. María Elena Olivares, en el papel de Harriet, hace una interpretación formal de un personaje fantástico que está por cumplir 200 años, de forma que explota la poca movilidad, la dicción de finales diluidos, la convención y cierta complicidad con el público que genera una buena comunicación, sin entrar en honduras sobre los pasajes históricos a los que se alude, el significado de su presencia en relación con los personajes ahí presentes y la sabiduría que la ha llevado a evolucionar. Por su parte, Miguel Romero, quien ha crecido notablemente como actor, crea, bajo la guía del director Cruz, un personaje estancado en la evolución, que sin embargo bien podría progresar aún más en bajeza o en el descenso que su objetivo le impone, mientras la actriz Paola Izquierdo, en su doble rol de esposa y doctora instaladas en la ambición, podría buscar un tono, una expresión corporal, un sesgo, que diferenciaran con mayor contundencia a sus dos personajes, más allá del vestuario y algunos cambios de voz y pronunciación. Por encima de la mixtura de tonos, de los distintos lenguajes actorales del elenco y de la necesidad de mayores hallazgos en torno al complejo texto de Mayorga, el montaje de La tortuga de Darwin propone un alto al retroceso del sistema creado por el género humano rumbo al desplome hacia el que nos dirigimos.
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nrique Diemecke, viajero incansable, director titular de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires y director artístico del mítico Teatro Colón, estuvo en México la semana pasada para ofrecer un taller en la Cátedra Extraordinaria de Dirección de Orquesta Eduardo Mata, en el Centro Cultural Universitario de la UNAM. En un camerino de la Sala Nezahualcóyotl, quien fuera director de la OFUNAM, de la Orquesta Sinfónica Nacional y de la Orquesta Sinfónica del IPN, respondió de botepronto al cuestionario. ¿Qué instrumento toca un director? Toda la orquesta. ¿Es un tirano o un demócrata? Ser demócrata es obligatorio para el director. ¿La batuta sirve para algo? Hace mucho que no la uso. Siento que con las manos estoy tocando todos los instrumentos. Usted sabe tocar violín, corno francés y piano. ¿Cuál es el más difícil? El corno francés. ¿Cuál es el premio que lo ha hecho sentir más halagado? La Lira de Oro, de Francia. ¿Se siente mexicano o ciudadano del mundo? Mexicano, por supuesto. ¿Ha tenido más reconocimiento fuera que dentro de México? Sí, mucho más. ¿Es verdad que en Flint, Michigan, existe el “Día de Enrique Diemecke”? Sí, es el 10 de octubre. ¿Hasta qué punto la cultura debe subsidiarse? Siempre debe haber un interés político en apoyar a las artes. ¿Cuántas partituras tiene en su biblioteca? Por lo menos cinco mil. Recomiéndeme una composición suya. Die-Sir-E. ¿Canta en la regadera? En todos lados. La composición de Mahler que más lo conmueve. Creo que todas sus sinfonías son una sola. ¿En qué ciudad ha sido más feliz? En Guanajuato. Defina en tres palabras a la Filarmónica de Buenos Aires. Una orquesta apasionada. No le noto acento porteño. Porque soy mexicano. A veces sí lo utilizo, aunque no lo domino. ¿Es verdad que la acústica del Teatro Colón está en el top five mundial? En el top three. ¿Y cuáles son los otros dos? Si es ópera, La Scala de Milán y La Ópera de Viena. Si es de concierto, el Carnegie Hall de Nueva York y el Musikverein de Viena. Un momento inolvidable como director de ópera en el Teatro Colón. Con Peleas y Melisande. ¿Qué tal baila el “Mambo del Politécnico”? Soy el mejor. ¿Quiere oír mi acento porteño? Soy maravishoso. ¿Qué le falta por hacer? Estoy planeando la tetralogía de Wagner.
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LABERINTO
DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ
17 DE AGOSTO 2019
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TOSCANADAS
Rata de dos patas DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com
M
i vecina puso la música a todo volumen. Como si no bastaran los alaridos de la cantante, ella le hacía segunda voz: “No sé si te das cuenta con la estúpida que estás…”. Al escuchar eso no pude sino pensar lo contento que estaría el hombre tras abandonar a esa mujer tan mal sosegada. Imagino cuán ordinaria sería la novela de Tolstói si en vez del conflicto ético, amoroso, profesional, social, religioso, paternal y de honra, Karenin le hubiese dicho a Ana: “Mentirosa, traicionera, y yo que daba por ti la vida entera, mentirosa, embustera, basta ya de tanto ruido, este cuento se acabó”. De hecho, la novela comienza con otra infidelidad, la de Oblonsky, que tiene una relación con la institutriz francesa. Dolly, su mujer, triste y despechada, sólo le comunica que no pueden seguir viviendo juntos, pero no se
PAQUITA LA DEL BARRIO
La intérprete más célebre de la canción “Rata de dos patas”
pone a enumerar insultos: “Rata inmunda, animal rastrero, escoria de la vida, adefesio mal hecho, infrahumano, espectro del infierno, maldita sabandija, alimaña, culebra ponzoñosa, deshecho de la vida, rata de dos patas”, porque entonces cualquiera estará mejor con la institutriz francesa que con mujer de lengua tan viperina. Al final, las cosas se arreglan por intercesión de Karenina sin necesidad de un vulgar intercambio de escarnios y excusas al estilo Pimpinela. “Que recoja tu mesa, que lave tu ropa y todas tus miserias”. Charles Bovary es un hombre que ama a su mujer, trabaja para darle lo que puede, es fiel; pero también aburrido. Por eso a Emma “la mediocridad doméstica la impulsaba a fantasías lujosas; la ternura matrimonial, a deseos adúlteros”. Charles no le hace reclamos al estilo de Sandro: “¿No viste con qué ganas que yo trabajaba luchando sin descanso
para darte mi abrigo?”. Más bien hace esfuerzos por creer en la lealtad de su mujer, hasta que ya no puede engañarse a sí mismo. Al final, no le guarda rencor ni a ella ni al amante, y termina culpando a la fatalidad. Por supuesto, no le pregunta al amante a qué dedica el tiempo libre. Karenin y Bovary se sienten derrotados. No hay rencores de macho herido contra la pareja. Ellos conocen sus propias flaquezas. No dicen como José José “pero lo dudo, conmigo te mecías en el aire” ni como Roberto Carlos “mas yo dudo, yo dudo que él tenga tanto amor”, ni mucho menos como Juan Gabriel “para eso a él le falta lo que yo tengo de más”. Si Karenin o Bovary visitaran una cantina mexicana, pedirían a los músicos que tocaran ésa de “pero cómo le explico a mi corazón mi vergüenza de verte con otro amor que te dio lo que ya no te diera yo, que fallé como amante”.
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BICHOS Y PARIENTES
El Dios de la tecnología
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o todas las alarmas son las de Pedro: los lobos existen, y suele suceder que la introducción de nuevas tecnologías cambia muchísimas cosas sin echar a perder la naturaleza humana. Las alarmas y las tecnologías son, a la vez, lobos y fantasía. Sócrates le cuenta a Fedro cómo la invención de la escritura “solo producirá el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria, confiados en este auxilio extraño” y, aunque no acabó con la inteligencia, redujo nuestra capacidad de memoria y cambió la estructura de la conciencia. Pero también constituyó la médula espinal de toda posible cultura. Luego sucedió lo mismo con la imprenta y, hace poco, con Google: “¿Google nos está haciendo estúpidos?”, se preguntaba Nicholas Carr, en The Atlantic (agosto, 2008). Todo esto nos hace pensar y colocar con mayor perspicacia nuestros recursos. Pero ahora sucede algo distinto: una herramienta que desplaza al lector; un sistema que no necesita de humanos para “leer”. Las aplicaciones de Word Embedding no se detienen en el significado de las palabras sino en su estructura gramatical, primero, y junto, en su colocación respecto de todas las demás palabras. No se ocupan de la semántica sino que convierten elementos lingüísticos en vectores (el programa más conocido es Word2Vec). Y produce resultados interesantísimos para el procesamiento de grandes cantidades de texto. Las máquinas pueden hacer el trabajo en minutos y generar conocimiento sin titubear por asuntos de semántica. En el portal de Xataka, me hallo con una reseña de Javier Jiménez sobre
JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA NUDT
un artículo publicado en Nature, el 3 de julio pasado: “Una IA se lee un millón y medio de artículos científicos y encuentra cosas que los científicos no sabían ni que existían”. Resulta que la IA generó, en minutos, un mapa inmenso de materiales y compuestos, y su viabilidad como superconductores, piezoeléctricos, útiles para baterías, termoeléctricos, fotovoltaicos… Hasta ahora, la aparición de nuevos materiales dependía de la posibilidad de contar con ellos y del azar. Para
La IA generará una nueva reestructura: la memoria de los datos dejaría de depender de tejido orgánico
crear un nuevo material útil en algún campo productivo se tomaba entre 7 y 30 años y lo más difícil era prever el resultado de la combinatoria. Tanto, que el descubrimiento de la composición H2O se dio por serendipia: ¿quién iba a imaginar que la combinación de dos gases produce un líquido? Ahora, todo ese proceso se hace al por mayor y sin necesidad de la inteligencia humana. Y, aunque nuestro cerebro reptil nos llame a escalofríos, no es tanto el miedo de perder la capacidad de pensamiento científico sino las mil vertientes a que nos deriva el nuevo instrumental. Los hallazgos que vienen de la inspiración o la suerte, ¿los cederemos a la estocástica? El descubrimiento analógico y los eurekas que dependen de “hacer como que esto es aquello” (como
Sunway Taihulight: la computadora más potente del mundo.
define Aristóteles a la metáfora) ¿se habrán de convertir en antiguallas admirables, pero inútiles? En un futuro cercano, bien podrían los científicos dejar a las computadoras la experimentación... y ellos convertirse en administradores. Si hay mejores opciones, más asequibles y baratas que el coltán, para qué seguir... ¿qué tal que un poco de cobre y alpiste hace mejores baterías para celulares? Así como la escritura reestructuró la conciencia, la IA generará una nueva reestructura: la memoria de los datos dejaría de depender de tejido orgánico para disponerse en la gran Nube, de modo que tuviéramos, en nanosegundos, cualquier dato posible. Quién sabe cómo sería la memoria personal, los recuerdos asociados a emociones. El ser humano podría quedar como un paso evolutivo, una inteligencia imperfecta, dependiente de un excipiente corporal que dura unos pocos años y se descompone. Existiría entonces una inteligencia general, inmensa, hecha de todos los conocimientos, de todas las lenguas, cuya acción sobre la materia del mundo fuera tan inconspicua que apenas quedara una huella de su actividad. En otras palabras, la especie humana habría creado una deidad. Pero, ¿cómo imaginar un mundo material con un Dios que la estudia, la contempla y la conoce, pero sin humanos? Pico della Mirandola concibe al ser humano como una entidad medianera entre la materia natural y la trascendencia de Dios. En ese trabajo hallaba la dignidad del hombre e iniciaba el Humanismo. ¿Qué tal que somos, en efecto, esa entidad medianera, pero que, ni la naturaleza, ni el Dios que estamos construyendo nos van a necesitar en su camino al conocimiento?
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