Laberinto No.887 (13/06/2020)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO MEMORIA

SYLVIA NAVARRETE, IVÁN RÍOS GASCÓN

Manuel Felguérez: el nuevo orden emocional y conceptual SÁBADO 13 DE JUNIO DE 2020 AÑO 16 - NÚMERO 887

Diez años sin Carlos Monsiváis Guadalupe Alonso Coratella/ Ilustración: BOLIGÁN

Foto: Omar Franco


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ANTESALA

13 DE JUNIO 2020

DOBLE FILO

La prosista del ring FERNANDO FIGUEROA

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la excampeona mundial Laura Serrano se le conoce como “La poeta del ring”, pero se le da mejor la prosa, tal como se percibe en un texto autobiográfico de 2009, incluido en el libro Nueve estampas de mujeres mexicanas (DEMAC, tomo II). En 60 páginas narra de manera ágil y amena su peregrinar por el boxeo, en el que aparecen a su alrededor ángeles y demonios como Ignacio Beristáin, Don King, Julio César Chávez, José Sulaimán y Angelo Dundee. Abogada por la UNAM, se retiró del box en 2012 y vive en Las Vegas, Nevada. Vía telefónica juega ping-pong con Laberinto. ¿Cómo llegó a tus manos el primer libro de poesía? Mi papá trabajaba en una pulquería y alguien dejó empeñada una antología de poemas con selección de Monsiváis. No la reclamaron y me la quedé. ¿El golpe de Márquez contra Pacquiao fue un poema? Un poema letal. Los que no saben de box dicen que fue de churro, pero lo estuvo practicando. ¿Muhammad Ali es el más grande? Lo hicieron el más grande. ¿No lo fue? Lo suyo fue talento, carisma, ego y otras cosas que lo hicieron líder. Define en una frase la muerte del afroamericano George Floyd. No hay palabras. ¿Cómo has vivido las protestas en las calles? No comments. Los Testigos de Jehová nos mantenemos neutrales en asuntos políticos. ¿Se puede ser neutral? Acato los lineamientos. Sufriste racismo cuando te llamaban “la mexicanita”. Fue malinchismo. Eso lo dijo un periodista mexicano cuando iba a enfrentarme a Christy Martin. Un recuerdo de Julio César Chávez. Fue de los pocos que creyeron en mí cuando debuté en Las Vegas. ¿Hasta qué punto sentiste discriminación en México por querer boxear? Al punto de haber deseado ser hombre. ¿Qué estás leyendo actualmente? Facing the Lion. Memoirs of a Young Girl in Nazi Europe, de Simone Arnold Liebfter. ¿En cuántos idiomas lees? Inglés, español e italiano. Un poeta anglosajón. Walt Whitman. Tu novela favorita. El conde de Montecristo. ¿Qué libros relees? Los de Pablo Neruda. Tres poetas aparte de Neruda. Jaime Sabines, Amado Nervo, Sor Juana. ¿Le hiciste caso a Sabines de que aprendieras el oficio de poeta? No tuve la disciplina que me sugirió. Tus líneas favoritas de “Los amorosos”. Los amorosos juegan a coger el agua,/ a tatuar el humo, a no irse. Tres libros en una isla desierta. Solo me llevaría la Biblia. ¿Qué te ha aportado su lectura? Un caudal de amor y sabiduría; es mi guía de vida. Tu epitafio. Nunca bajó la guardia.

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Pride: orgullo y esperanza. Dirección: Matthew Warchus. Reino Unido, 2014. Se ve en plataformas de streaming.

HOMBRE DE CELULOIDE

Un gay y La Revolución

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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA CALAMITY FILMS

l pez fuera del agua. Es una fórmula clásica de las películas cómicas en torno a la cual se han tejido algunas tan buenas como Pride: orgullo y esperanza del dramaturgo Matthew Warchus. Y sí, tiene esta estructura: el héroe se encuentra fuera de su elemento. Así, un grupo de homosexuales londinenses se encuentra de pronto metido en un pueblo minero de Gales. A pesar del tema y a pesar de estar basada en hechos reales, Pride es como una fábula. En ella, ese grupo (hombres y mujeres) decide llevar su activismo un paso más allá y apoyar a un contingente de mineros en huelga. Estos mineros alguna vez escucharon hablar de la homosexualidad, pero no han visto nunca a un grupo tan colorido. Con francas referencias a Las aventuras de Priscilla, reina del desierto, Pride explora el drama de estos trabajadores que, a causa de sus salarios caídos, deben aceptar el dinero que sus amigos gay consiguen boteando. Sin embargo, pronto tendrán que recular. Y es que los mineros, a pesar de la necesidad, comienzan a verse atacados por sus enemigos que en la prensa escriben: “a los mineros los apoyan los pervertidos”. Estamos en 1985,

son los años de Reagan y de Tatcher, de Juan Pablo II. El mundo no ha dado el salto hacia la normalización de las preferencias sexuales. Pride es una historia divertida y ligera, pero ¿qué hay más allá de lo evidente? Para entenderlo hay que detenerse a mirar con cuidado la primera secuencia. Mark es activista homosexual. Una mañana se levanta feliz para preparar su café. Detrás de él aparece el amante en turno. Pregunta con algo de temor: “¿quieres que te deje mi teléfono?” Mark no responde. Se queda pasmado ante el televisor. Ahí está en la caja cuadrada. La lucha de los mineros contra la policía, contra Tatcher, contra El Sistema. ¿Qué ha visto? ¿Por qué decide que debe formar parte de este problema? En la respuesta a esta pregunta está la belleza de esta obra en la que, por supuesto, se entretejen toda clase de chistes de cliché. Pero, además, Pride: orgullo y esperanza forma parte de la tradición de la mejor

El mundo no había dado el salto hacia la normalización de las preferencias sexuales

comedia británica, de modo que llaman la atención (visibiliza, como está de moda decir) las luchas de las clases trabajadoras. En este sentido, Pride recuerda a The Full Monty y hasta a Billy Elliot, dos clásicos de la comedia de Gran Bretaña. Porque sí, tanto los obreros de The Full Monty como Billy Elliot tienen que superar el ridículo. Billy, por ejemplo, tiene que imponerse al temor a ser llamado poof por su padre y su hermano. Pero si uno lo piensa, Pride es más que una película gay. Es cierto que tiene lo mejor de esta clase de cine, a saber, una banda sonora espectacular, un chico que sale del clóset y otro que no se habla con su mamá hasta que comienza la aventura. Hay también un malo que quiere humillar a los homosexuales, pero al final retorna al buen camino. Hay poco sexo, sin embargo. Tan poco que podría decirse que es una obra familiar. Pero volvamos al tema: ¿por qué aquella mañana Mark decide apoyar a los obreros? Porque habiéndose levantado luego de una noche casual descubre que la vida le está quedando grande. Y él quiere luchar por algo más importante que el desfile homosexual. Algo que incluso se escribe con mayúsculas: La Revolución.

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ANTESALA

13 DE JUNIO 2020

POESÍA

Así habló Penélope

LOS PAISAJES INVISIBLES

La máquina estética

TINO VILLANUEVA

He aquí el palacio donde he aprendido a sobrevivir; donde hace dos años abracé a Odiseo, fornido hijo de Laertes, por última vez— un largo abrazo que bastó para aunar nuestros latidos antes de su partida a Troya. He aquí el palacio donde deambulo por los pasillos, un mundo de piedra y madera que es el mío. He aquí la estancia donde trabajo la lana, y me hablo en alto; donde aún despierta doy vueltas y vueltas, donde en medio de la noche voy y vengo, mientras una vez más me convenzo de que la terrena idea del amor sigue siendo la sangre viva que me ronda el cuerpo. He aquí el palacio donde porto la corona de la fidelidad; donde el sonido del mar es aquél con que pienso. Por tanto, si de pie, junto a la ventana, ver siempre deseo la silueta de un barco que a mí viene, qué ha de ser sino mi amor, y la pasión por Odiseo que acrecienta el tiempo, por mi astuto marido que piensa lo mismo, y a quien espero. Así habló Penélope al despertar esta mañana, cuando el dorado paño del alba ascendía desde el mar. Del libro Así habló Penélope (Universidad de Alcalá de Henares/ Instituto Franklin), edición bilingüe. Traducción de Nuria Brufau Alvira.

EX LIBRIS

Cubre mi boca/ EKO

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IVÁN RÍOS GASCÓN

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@IvanRiosGascon

ada textura, volumen, cada color en la obra de Manuel Felguérez posee una asombrosa capacidad para mutar con solo contemplarlos desde un ángulo distinto. Las formas se transfiguran sin perder su esencia; recomponen el espacio que absorbe la mirada: extraño territorio de geométrico equilibrio; paisaje onírico que hechiza e hipnotiza y sugiere siluetas familiares o contornos arbitrarios que lenta, progresivamente, ensamblan una fantástica legión de seres insumisos. La magia de lo abstracto: el ojo mira, el cerebro inventa. Manuel Felguérez concibió mundos, máquinas, objetos, creaturas. Recurrió a todos los elementos y herramientas. El pincel, la computadora, los metales, el mármol, la madera, la cerámica, el papel maché. Su universo era más racional y menos emotivo pero no por eso proyectó un temperamento álgido o glacial. La experiencia estética en su obra es, quizá, una de las más intensas en el arte mexicano. Ahí, en efecto, hay una cierta evocación al cubismo, al modernismo. Sin embargo, su ambición plástica fue incansable, estuvo siempre un paso adelante de sus contemporáneos. Manuel Felguérez fue un artista de otro tiempo. Esteta del futuro: Crisálida (2014), por ejemplo. Un Volkswagen convertido en escarabajo sci–fi, vehículo o monstruo como extraído de la imaginación de H. R. Giger o de la distopía platónica de Blade Runner. Y qué decir de Máquina del deseo, prodigio conceptual que concibe una ruptura con la proporción entre los muros o La puerta del tiempo, escultura en Rectoría de la UNAM, o las mujeres de cerámica o los ciclistas de metal y papel maché. Sus creaciones apostaban por la potencia luminosa. Nacido en Zacatecas en 1928, Felguérez fue amigo entrañable de Jorge Ibargüengoitia (con él formó una insurrecta tropa de boy scouts a la que perteneció Juan García Ponce), y también, como el autor de La ley de Herodes, fue un estudiante indócil. Tenía fobia al letargo académico, mas su veneración por los mentores (Ossip Zadkine, principalmente) era insobornable. Su peregrinar por las escuelas francesas nutrió su espíritu y su sensibilidad, forjó en él una prodigiosa disciplina. Jamás abandonó la búsqueda de la belleza. Fue su perpetua obsesión. En Tajimara (1965), corto dirigido por Juan José Gurrola y basado en el cuento homónimo de Juan García Ponce, Manuel Felguérez diseñó la producción y aparece en los cameos de las fiestas que Julia y Carlos, los hermanos incestuosos, organizan en la casa de campo de sus alegrías y sus tristezas. Felguérez es uno más de aquella tribu. Bebe, conversa, se disimula al ojo de la cámara de Antonio Reynoso. Es el hombre y no el artista, el mismo que fraguó la armonía visual de La montaña sagrada (1973) de Alejandro Jodorowsky. En 1975, La máquina estética fue uno de sus proyectos emblemáticos, en el que probó la simbiosis computadora–mente humana para producir diversas variantes de un boceto predeterminado por el artista, pero siempre he pensado que la imaginación de Manuel Felguérez, su sensibilidad por el color y su audacia como uno de los miembros más importantes de la generación de la Ruptura, demostraron que la verdadera máquina estética estaba en sus puertas perceptivas, hasta el 8 de junio en que abandonó el planeta para integrarse al infinito de alguno de sus cuadros. Descanse en paz, maestro. Su obra es inmortal.

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DE PORTADA

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El 19 de junio se cumplen diez años de la muerte del cronista y ensayista. Lo recordamos con un jugoso anecdotario

Monsiváis entre amigos

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GUADALUPE ALONSO CORATELLA FOTOGRAFÍA ROGELIO CUÉLLAR

arece mentira, pero hace diez años, el 19 de junio, velamos a Carlos Monsiváis en el patio del Museo de la Ciudad de México, donde amigos y fans lo despidieron. Buena falta nos ha hecho en este tiempo de cambios en el país. Carlos murió cuando estaba por terminar uno de los sexenios más sangrientos; no fue testigo de los siguientes seis años, los de mayor corrupción. Tampoco estuvo para dar la bienvenida al líder de izquierda con quien simpatizaba. De otro modo, habríamos gozado, desde su pluma, la crónica de aquel día histórico en el zócalo de la capital del país. Se fue, como dice Javier Aranda Luna, “un faro, un mirador privilegiado que nos permitía razonar cosas inmediatas de política, de cultura, en una plaza pública”. Javier Aranda formó parte de un grupo de amigos cercanos con los que Monsiváis compartía ciertos intereses. Tendió con ellos una red que, además de la amistad, le permitía estar informado. Elena Poniatowska recuerda que la llamaba por las mañanas, temprano, una práctica cotidiana que aplicaba con otros tantos. “Conmigo se enojaba porque me decía: ¿No has leído esto? ¿No sabes quién es el diputado Jaime Manzanares? Yo le respondía que no, y eso no le gustaba. Él leía como diez o doce periódicos todas las mañanas”. Monsiváis no solo estaba informado, a muy temprana edad comenzó a nutrirse de lecturas que fue acumulando a lo largo de la vida. “Fue un niño catedrático, es decir, uno de esos niños oblicuos y un poco tristones que lo saben todo”. Así lo refería José Antonio Alcaraz quien, junto con Monsiváis y José Emilio Pacheco, participaba en un programa de radio dirigido por el bachiller Álvaro Gálvez y Fuentes. El niño catedrático fue educado en una familia protestante que lo inició en el estudio de la Biblia. Ya en su juventud había intentado la poesía, sin embargo,

él mismo confiesa: “Afortunadamente tuve esa tentación muy joven y muy joven dije: no, esto no me fue dado. Hay talentos que me fueron negados, uno de ellos es el necesario para llegar a la Presidencia de la República y otro mayor, mucho mayor, el que se precisa para ser poeta”. Vecino del barrio de San Simón, vivió siempre en la misma casa. “De hecho, en su autobiografía”, cuenta Fabrizio Mejía Madrid, “publicada en 1966, platica la llegada a la colonia Portales comparándola con el éxodo que sucede en la novela de John Steinbeck Las uvas de la ira, donde la familia pobre empaca sus cosas en una carreta porque ya la tierra no produce y hay tornados de polvo”. En esta casa se gestó la obra de uno de los intelectuales más notables en la escena del México contemporáneo. Una obra que abrevó de fuentes diversas. Así lo contó en una de las conversaciones que tuvimos: “La lectura de la Biblia de Casiodoro de Reina, desde los seis años; una lectura exhaustiva de los anglosajones. Los liberales de la Reforma; Gutiérrez Nájera; la poesía memorizada de Altamirano o Zarco; Novo, que era una presencia modernista, un desafío moral y estilístico; Martín Luis Guzmán. Ahora ve uno La sombra del caudillo como un thriller de Dashiell Hammett. En aquel momento, leer El águila y la serpiente fue excepcional. Desde luego, Oscar Wilde que es una universidad en sí mismo. En 1955 empecé a leer, mucho más confuso que deslumbrado, Historia de la eternidad. Llegar a Borges fue una experiencia transformadora”. Dos géneros distinguieron a Carlos Monsiváis: el ensayo y la crónica. “Él estaba legitimando culturalmente un género que dominaba”, apunta Fabrizio Mejía. “Su primera crónica, publicada en 1954, es una marcha que encabezan Diego Rivera y Frida Kahlo por la intervención de Estados Unidos contra Jacobo Árbenz en Guatemala. Fue la causa que juntó a tres amigos de la literatura mexicana: José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis”. “Era un pensador fuera de serie que nos hacía ver cosas desde el

punto de vista cultural”, apunta Javier Aranda, “y cuando hablo de cultura hablo de la intersección de cine, antropología, sociología, alta cultura y cultura popular. En alguna ocasión, Octavio Paz dijo que en México había muchos géneros literarios, los tradicionales: novela, cuento, ensayo, y el género Carlos Monsiváis, un género híbrido donde la crónica va a galope entre el ensayo, el cuento y el relato”. Carlos Monsiváis destacó en el periodismo con una voz irónica y una pluma aguda. Desde ahí estableció un diálogo con diversos actores de la sociedad, sobre todo con políticos, en su columna “Por mi madre bohemios”. “Si algo te da ese trabajo es un entrenamiento para lo que llaman ahora análisis del lenguaje —decía—. Al leer, localizo de inmediato los puntos débiles. Ya se me volvió una segunda naturaleza o una segunda falta de naturalidad. Te entrena para ir al fondo de una sintaxis con mucha rapidez; para encontrar lo risible escondido en la grandilocuencia o en la pomposidad; para ver cómo la disminución en la sintaxis es también la desatención de lo que se supone están haciendo”. El periodista Jenaro Villamil, quien lo acompañó en esta columna, asegura: “ ’Por mi madre bohemios’ era la niña de sus ojos. Era no solamente una ironía en sí misma, sino en el nombre, referido al ‘Brindis del bohemio’, que él uso como título para burlarse de la cultura cursi o de la cursilería mexicana, pero también la utilizaba para hacer una disección del discurso autoritario, del discurso conservador, de la jerarquía eclesiástica, de las derechas mexicanas, también de las izquierdas, porque le alteraba la intolerancia de estos dos polos”. Otra de las facetas de Monsiváis fue la de activista. En este terreno libró múltiples batallas. Fue a fines de la década de l960 cuando comenzó a interesarle la diversidad sexual. Fue algo que siempre le preocupó, “como siempre se preocupó por la lucha

Desde el periodismo estableció un diálogo con diversos actores de la sociedad

feminista”, asegura Braulio Peralta, quien agrega que, como activista, Monsiváis “hacía un trabajo íntimo, personal. Quiso que fuera privado, nunca salió del clóset, pero cuando sucedió la epidemia del VIH-sida, en los años ochenta, el primero que salió a la calle fue él. Toda la vida trabajó en el movimiento y lo impulsó”. “Coincidí con él en su causa ante la homosexualidad y el sida”, refiere la antropóloga Marta Lamas. “Él coincidía con las causas del feminismo. Era un hombre convencido del feminismo y, al mismo tiempo, era misógino. En Debate Feminista le pedíamos a los autores que después de mandarnos su artículo nos enviaran su ficha en dos líneas, y Carlos escribió: ‘misógino feminista’. Sabía que las mujeres no éramos su hit, sin embargo, era un feminista convencido y comprometido”. El clamor de masas, el poder que adquiere una sociedad que se une para tomar las calles, le provocaban a Carlos un furor por participar, ser testigo, mirar. Alguna vez le pregunté sobre los momentos que habían marcado su crónica: “Como ninguno, el 68”, me dijo, “porque no tenía ninguna experiencia previa a lo que es la emoción de masas que se extienden y conquistan una ciudad. Yo venía de minorías que clamaban en vano pidiendo ser escuchadas o en demanda de justicia. El 68 fue una primera explosión de mayorías. El segundo es lo que sigue al terremoto del 85. Es emocionante cuando sientes la solidaridad, cuando ves que ahí encarna, incluso dramáticamente, la misma necesidad de ayudar, cuando la generosidad se convierte en una exigencia mínima”. Fue un hombre de intereses y pasiones inmensas, casi obsesivas. Entre estas, la literatura y el cine que, como él decía, fueron su educación sentimental. “El cine es una prolongación de la literatura. Pertenezco a una generación o a una forma cultural que vio el cine a través de la literatura. Lo que el cine me dio fue la manera de ir agregándole a lo que leía, la poesía de las imágenes tal cual”. Tenía, además, algo de actor, una veta que explotaba más allá de sus breves apariciones en


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El autor de Días de guardar y Los rituales del caos, entre otros libros.

películas como Los caifanes de Juan Ibáñez o En este pueblo no hay ladrones de Alberto Isaac. Así lo consigna Javier Aranda Luna: “Era un gusto secreto que se lo fomentaba el fotógrafo Héctor García. Le conseguía vestuarios. Le decía: Carlos, tengo una sotana y una cosa que se ponen los curas en la cabeza; entonces Carlos llegaba, se ponía el atuendo y se sacaba fotos. También hay fotos maravillosas de Iván Restrepo y Carlos en el teatro Blanquita vestidos a la

manera de Juan Tenorio. Tenía esa afición”. Fabrizio Mejía reitera: “Se fue haciendo un personaje de los lentes de pasta, del suéter lleno de aguacate, del siempre despeinado. Sacó su credencial de la Anda porque se había sindicalizado para actuar en una obra de teatro. Tenía una parte escénica, él mismo usaba recursos de actor”. “Era muy divertido estar con él”, dice Martha Lamas, “cantaba súper bien, se sabía mil canciones, unas canciones mexicanas divinas”. Rafael Barajas, El

Fisgón, recuerda: “Podía improvisar canciones. En alguna ocasión, alguien nos estaba contando sobre Arsenio Farell Cubillas, cuando era secretario del Trabajo y había reprimido a unos trabajadores. Entonces Carlos se lanzó a cantar: ‘Farelito que alumbras apenas mi calle desierta, cuántas veces te he visto en la calle aplastar a la izquierda, sin negarles ninguna razón, ni un pedazo de argumentación’. Y se lanzó toda la canción”. Elena Poniatowska también evoca uno de esos momentos:

“Iba al Bellinghausen, donde se reunían unos que les decían Los Divinos: José Luis Martínez, Jaime García Terrés y Alí Chumacero. Carlos llevaba a una amiga que cantaba y él le ponía la letra a las canciones. Era en tiempos de López Mateos, entonces había una canción que decía: ‘Romero, dígale usted al presidente que aquí lo espera su lambiscón’; y otra: ‘Pasarán más de mil años mi curul’. Todo era burlarse”. Multifacético, ubicuo, memorioso, “había en su radar una cantidad de cosas que siempre van a tener que ver con su reivindicación de la cultura popular como una cultura apreciable, reconocible, prestigiosa e importante”, dice Fabrizio Mejía. Poniatowska agrega: “Podía almacenar y recordar todo lo que decía; fue un genio”. Para Aranda Luna, Monsiváis “tenía una gran memoria, así como un big data, como una memoria extendida que llevaba a todas partes”; mientras que El Fisgón lo dibuja como una cabeza fuera de serie: “nunca he conocido a una cabeza tan compleja y nunca conocí a un tipo tan inteligente como Carlos. Estoy convencido de que antes de que existiera internet él ya lo tenía integrado”. Para Jenaro Villamil, Monsiváis “podía ser muy caótico en la parte personal, en la parte de su apariencia, en la parte, incluso, de sus compromisos sociales. Llegaba tarde, a veces se le olvidaban las citas, pero si algo tenía era un rigor de lecturas, de escritura, de memoria, y lo mismo lo aplicaba en el periodismo”. Y Braulio Peralta destaca: “Era un hombre que observaba y que miraba y atendía como tipógrafo, como editor, como conceptualizador de una forma de vida, de una forma de ser, de entender el mundo”. En efecto, una forma de vida que Monsiváis moldeó bajo el lema: Vivir como te da tu gana. Así lo formulaba en una de las conversaciones más íntimas que tuvimos: “Vivir como te da tu gana es algo que se oye fácil y que suena casi a bravata de cantina, pero es muy difícil, porque implica, primero, educar tu gana, no hacer de tu gana lo que quieras. Vivir como te da tu gana no es ser cacique de pueblo ni presidente municipal de la frontera. Es saber que tu gana es la forma más responsable y más creativa a tu disposición”. Sin duda, en estos diez años nos ha hecho falta Monsi, quien de pronto se aparece en el imaginario de distintas maneras. “Probablemente andaría en su sana distancia, pero caminando las calles vacías para escribirnos la crónica que necesitamos para entender lo que está pasando con México y el resto del mundo”, dice Braulio Peralta. Mientras que Fabrizio Mejía imagina a “un Monsiváis tuitero, porque si algo se le daba espontáneamente eran los aforismos”.

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ARTE

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MEMORIA

Felguérez nos deja en la murria Sugestión mental y estimulación sensorial son los ejes en la obra del pintor y escultor zacatecano SYLVIA NAVARRETE FOTOGRAFÍA OMAR FRANCO

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Para Meche

s horrible tener 90 años, pero más no llegarles”. Manuel Felguérez (Zacatecas, 12 de diciembre de 1928-Ciudad de México, 8 de junio de 2020) repetía esta frase con la sonrisa estampada en su rostro bondadoso, durante los festejos por sus 90 años. Traía bastón en mano, pero paso firme y silueta sólida bajo el eterno saco de tweed y el pantalón de pana, cualquiera que fuera el clima. Los proyectos se multiplicaban y —subrayaba su esposa Meche— los obligaban a viajar más de lo razonable. En septiembre de aquel año, Manuel había instalado en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, la pintura de tamaño monumental Agenda 2030; el título se refería al plan de desarrollo sostenible para eliminar la pobreza extrema y el hambre en el mundo en un plazo de doce años (sería el segundo mural obsequiado por el gobierno de México a esta organización; el primero fue Fraternidad de Rufino Tamayo en 1968). De manera periódica, el Museo Abstracto Manuel Felguérez de Zacatecas solicitaba la presencia de la pareja, para alguna inauguración o evento oficial. Y se perfilaba para el año siguiente la retrospectiva Trayectorias en el MUAC, que resultó una joyita de exposición: rara vez se ha logrado con tal parquedad curatorial y elegancia museográfica revisar una trayectoria longeva como la de Felguérez. Cumplió 90 años el 12 de diciembre de 2018 y dos días después colegas y amigos brindábamos con él y Meche, en una cena ofrecida en el patio de su museo zacatecano. Gran algarabía en medio de un frío polar —algún invitado comentó que hacía la misma temperatura que en Reikiavik, la capital de Islandia—. En noviembre, habíamos reinaugurado en el jardín del MAM la escultura monumental El barco (1968), que pudo restaurarse gracias a los patrocinios privados de la Fundación Alfredo Harp Helú y de la familia Martí. Manuel supervisó en persona la renovación del vetusto y oxidado aparato de hierro policromado, de 5 metros de alto y 15 de ancho, asumida por el Centro de Conservación del INBA. Acudía regularmente a constatar los avances, pero no se inmiscuía en el trabajo de los técnicos especializados; incluso estimó innecesario restituir el diseño original de la pieza y sugirió evitar reposiciones que exigieran un mantenimiento excesivo. El barco es un testimonio de resistencia juvenil y de protesta política. En 1968, Mathias Goeritz lo invita a

El destacado miembro de la generación de la Ruptura, quien murió el 8 de junio.

participar con una escultura monumental en la Ruta de la Amistad, programa de arte público de la Olimpiada. Felguérez concibe su pieza para ser empotrada en un muro a la entrada del conjunto habitacional Villa Olímpica, frente a un espejo de agua. La obra semeja la quilla de un barco, pero Felguérez solo la titula México 68. Indignado por la salvaje represión estudiantil, renuncia a colaborar con el gobierno y la deja inconclusa. En 1970, el Comité Olímpico la dona al MAM, entonces dirigido por Carmen Barreda, quien la instala en el jardín. Según Juan Villoro (“Manuel Felguérez. Invención constructiva”, Museo del Palacio de Bellas Artes, 2009), “ese artificio tiene forma de nave ovoide: un submarino para un inventivo Capitán Nemo, equipado con geométricos instrumentos de navegación”. El engranaje abstracto de ángulos y volúmenes en hierro esmaltado es fruto de las investigaciones de Felguérez para la construcción de un nuevo orden conceptual y emocional, y se deriva de su pasión por la interacción sensible con las máquinas y las computadoras, de la cual fue pionero en México para elaborar obras experimentales. Con Vicente Rojo y Arnaldo Coen, Felguérez era uno de los últimos

La atrevida mímesis de pintura y escultura encontró su mejor resolución en sus murales

decanos de la generación de la Ruptura. En su vejez, daba todas las señas de ser un hombre feliz y un artista en plenitud. Mantenía intacto el compromiso con su trabajo, conservaba una lucidez y una jovialidad envidiables, siempre estaba dispuesto a conversar con quien lo abordara, no se le ocurría desairar a los periodistas ni se negaba a colaborar con curadores que solicitaran su participación en algún proyecto. Felguérez traslapó posibilidades formales, materiales, arquitectónicas, matemáticas y tecnológicas en un lenguaje híbrido, y con ello aportó una perspectiva plástica única que entreteje la pureza de lo abstracto, el rigor conceptual y la intensidad de la emoción. Le gustaba recordar que, durante uno de los viajes “de aventón” que hizo de jovencito por Europa con su amigo Jorge Ibargüengoitia, la revelación frente a cuadros de Turner lo había convencido de ser pintor; otro viaje a París, en 1949, lo hizo descubrir a Hans Arp y se decidió a explorar la abstracción; el aprendizaje en el taller de Ossip Zadkine consolidaría sus habilidades de escultor. Juan García Ponce destacó la obsesión de Felguérez por “cercar la materia, encerrarla en un ámbito estricto, lleno de sugerencias secretas”. El artista se dio a conocer con sosegadas composiciones orgánicas que evocan estructuras en precario equilibrio bajo el peso de motivos semejantes a ubres blancuzcas, sobre amplios fondos de gamas

cromáticas suaves. ¡Toda la impronta de Arp! Más adelante, el Felguérez maduro se expresó con enérgico sentido constructivista, en ensambles de geometrías permutables, y hermosas paletas de rojos bruñidos, naranjas quemados, ocres caramelizados y blancos opacos o metálicos. Se sabe que, en un risco de Puerto Vallarta, él mismo diseñó su casa de playa, una estrecha torre de cinco pisos montada en un promontorio. ¿Acaso podría adivinarse en su producción artística un eco de este talante de constructor de espacios? La atrevida mímesis de pintura y escultura encontró su mejor resolución en sus murales y obras públicas, de escala a veces monumental, desde aquella potente mecánica del Cine Diana (1962), ahora en exposición en el MUAC, en la que recicló chatarra automotriz, residuos industriales, fierros viejos (a veces incrustaba hasta conchas de ostión en el soporte)… Manuel Felguérez nos deja en la murria al despedirse en plena pandemia del covid-19. El consuelo es saber que consiguió transmitir lo que siempre buscó: una experiencia estética que fuera toda sugestión mental y pura estimulación sensorial.

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Sobre Manuel Felguérez, nuestros lectores podrán también encontrar “Puertas y pasillos” de José Manuel Cuéllar Moreno, y “Aquel boy scout” de Arturo Reyes Fragoso en www.milenio. com/cultura/laberinto


EN LIBRERÍAS

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NARRATIVA, ENSAYO Nadie nos vio partir

Expedición a la Tierra

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A FUEGO LENTO Retrato de cadáver con fondo vegetal

Breve tratado del corazón México, 2019

Tamara Trottner Alfaguara México, 2020 216 páginas

Arthur C. Clarke Castalia/ Edhasa Argentina, 2019 329 páginas

Miguel Ángel Carcelén Castalia/ Edhasa Argentina, 2019 256 páginas

En su primera novela, Tamara Trottner narra el destino de dos hermanos que han sido separados de su madre por un hombre consumido por el deseo de venganza. Tiene que ver con el final abrupto de la infancia y con la lucha entre dos familias poderosas, sin escrúpulos a la hora de mover sus influencias. En el centro está esa niña trasplantada a una realidad en la que el amor y el odio se viven siempre al límite y no hay diferencia entre mentir y ser un ángel protector.

Volumen de cuentos de uno de los autores más representativos de la ciencia ficción. Son once relatos, que incluyen historias como la un padre y su hijo, quienes ven la destrucción de la Tierra desde la Luna, o la de una especie alienígena que es dueña de un poder que hace peligrar a su especie. El más celebre es “El centinela”, germen de la película de Stanley Kubrick 2001: una odisea en el espacio, en el que aparece el memorable monolito anclado en la Luna.

Con esta novela el escritor español obtuvo el Premio de Novela Tiflos 2019. Para Carcelén se trata de una obra difícil de catalogar, “aunque lo más parecido sería el género negro”. La novela tiene como punto de partida una serie de asesinatos ocurridos en una prisión de máxima seguridad en Madrid. Por esta razón, para el autor se trata de “una novela penitenciaria”. El aspecto moral aparece, pues el encargado de la investigación deberá romper códigos para hacer justicia.

Los lobos del centeno

Las tres dimensiones de la libertad

Lo esencial

Francisco Narla Edhasa Argentina, 2019 256 páginas

Billy Bragg Anagrama España, 2020 96 páginas

Miguel Milá Lumen México, 2020 224 páginas

Reedición de la primera novela del autor español especializado en novela histórica; en este caso, la historia se mezcla con el terror. La acción ocurre en Galicia a principios del siglo XX; si bien está fechada, por el aislamiento de la región la historia se vuelve atemporal. El protagonista es un molinero, quien ha perdido a su familia. A sus fantasmas personales se aúnan las muertes causadas por una bestia misteriosa. La narración sigue las convenciones clásicas.

El activista político y músico británico, autor de una docena de discos, persiste en su gusto por el ensayo. Aquí pone la mira en el impacto del autoritarismo y las fake news en la esfera privada de los ciudadanos. Cómo resguardar la libertad en un ambiente en el que todo juega contra ella. Mediante tres iniciativas: la franqueza, la igualdad y la responsabilidad. Importa desechar las ideas unidireccionales y plantarle cara a los espejismos que ha traído el neoliberalismo.

En las creaciones de Milá conviven la funcionalidad y un refinando sentido de lo estético. Sus lámparas, sus sillas de caña o sus icónicos bancos son más que eso; son uno de los grados cero del diseño en virtud de su carácter emocional. Después de todo lo que se ha escrito sobre él, ha decidido tomar la palabra para mirarse a sí mismo y, sobre todo, a su familia, íntimamente ligada a Barcelona. El lector encontrará consejos prácticos sin la petulancia de los llamados interioristas.

La muerte está servida ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

U

n delgado hilo rojo une las cuatro historias ejemplares de Breve tratado del corazón (Alfaguara). Con parsimoniosa destreza, Ana V. Clavel hilvana los destinos de una suicida que descubre su verdadero rostro en la máscara mortuoria de otra suicida, de un astrónomo que renuncia a su vida anterior después de un trasplante de corazón, de un alma en pena cuyo cuerpo fue desmembrado y ahora vaga por los andenes del metro, y de una legión de verdugos adictos a la sangre, hijos quizá de la Santa Muerte y de los señores del inframundo. Una vez descubrimos la existencia y el curso de ese hilo, una vez reconocemos la trama de encuentros y desencuentros, lo que simula correr en varias direcciones termina formando una sola y magnética corriente. El corazón es la fuente de donde provienen esas historias y también la ruina de los personajes que responden (unas veces movidos por la emoción, otras veces como si anduvieran sonámbulos por el mundo) al llamado espectral del deseo. Como fieles creaturas que habitan los mundos concebidos por Ana V. Clavel, se mueven hacia los seres y los objetos que parecen inalcanzables y lejanos sin saber que en verdad se persiguen a ellos mismos. De esta manera, tendiendo puentes entre lo exterior y lo interior, y entre lo que juzgamos cercano y vemos lejano (México y la India, un barrio capitalino y lo más semejante al Mictlán), Breve tratado del corazón reserva para nosotros, asombrados lectores, una sugerencia vertiginosa: mientras más huimos… más nos acercamos… al amor, a la muerte, al vientre materno, al último vagón. Breve tratado del corazón es una voz que cuenta pero también una arquitectura de curiosidades gráficas, anatómicas, históricas, poéticas, mitológicas… Mientras seguimos a la aspirante a suicida o a la chica del tatuaje o a la mujer del bolso rojo, un recuadro sale a nuestro paso para traernos noticias del corazón en muchas de sus representaciones. Obligan a una pausa y esa pausa funciona como respiro frente a la brutalidad o la indefensión que se proyecta en cada página. Y es que Breve tratado del corazón, invocando por igual a los sabios y a las estrellas, pone ante nosotros las cabezas, los brazos, los torsos, las piernas de las mujeres asesinadas en México, y lo hace con una perturbadora belleza.

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LABERINTO

DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

13 DE JUNIO 2020

http:// www.milenio.com/cultura/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLaberinto/Instagram: milenio_laberinto

HUSOS Y COSTUMBRES

Ramas ANA GARCÍA BERGUA

F

rente al ventanal de la sala crece una jacaranda bastante frondosa; puntual, desde finales de febrero da muchas flores y, junto con sus hermanas de la avenida, alegra la vida del vecindario. En estos meses, la jacaranda dio su espectáculo, pero quedó como un telón de fondo, un carnaval mudo al que nadie podía asistir del todo si no era desde los balcones. Tanta belleza en medio de la enfermedad ha sido como una película de David Lynch, con aquellas imágenes límpidas y coloridas que vemos con recelo porque sabemos que guardan un secreto siniestro, igual que esos peces tropicales venenosos. Todavía en junio la jacaranda conserva un par de ramos azulosos, solitarios, y parece ofrecerlos como un último regalo para los habitantes de aquella ventana, quienes van perdiendo la esperanza en que la fiesta en las aceras retorne a sus antiguas maneras inocentes, sin consecuencias graves.

JACARANDAS

Animan las calles de la Ciudad de México a la caída del invierno.

Frente a la habitación brilla también un liquidámbar. Ella ve las ramas que casi alcanzan la ventana y piensa que quizá, en algún momento, con un poco de valentía, cualquiera podría salir y encaramarse en la más resistente, pararse en equilibrio y echar a andar como aquel barón rampante de Italo Calvino. Ya encaminada de rama en rama, la persona visitaría la ciudad sin miedo a contagiar ni contagiarse, pues frente a las ardillas y los pájaros no hay necesidad de cubrebocas ni mayor cuidado que el de evitar alguno que otro rasguño, una mordida o un picoteo involuntario. Así, puesto que la salida con los pies en la tierra se antoja de momento, si no imposible, por lo menos demasiado burocrática y excedida en precauciones, bueno es pensar en dirigirse hacia arriba, hacia un arriba perpetuo y arbolado, más cerca de ese cielo azul que en estos días nos regala un sol y un viento límpidos a la David

Lynch. Con un poco de habilidad y equilibrio, la persona podría pasar de la jacaranda al fresno que está a su lado, luego al hule, y así recorrer la avenida como Cosimo, despreocupada del gel, los cubrebocas y las estadísticas. En realidad, este apartamiento de Cosimo es tanto más profundo en cuanto no se recluye, sino que obliga al resto a apartarse de él, a verlo siempre a la distancia. En la libertad de las copas de los árboles se podría comenzar una nueva civilización, dado el fracaso de ésta en la que caminamos por las calles contagiándonos de desgracias. La vista retorna a la ventana, al aquí y ahora de este departamento como tantos en los que muchos escenificamos una obra que se llama “La espera”. El viento tiró algunas flores del ramo de la jacaranda, cada día más escuálido, pero el liquidámbar nos tiende las manos de sus hojas, como las de un espíritu chocarrero.

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CAFÉ MADRID

¿Volver a El Prado “a medias”? VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismovictor@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA EFE

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Para Enrique González Corrales

l Museo del Prado ha vuelto a abrir sus puertas, pero no todas sus salas. Entre muchas otras cosas, la irrupción de la pandemia ha provocado que, de momento, la enorme y valiosa colección de una de las pinacotecas más importantes del mundo haya sido “reducida” a una colección de 250 obras: de El descendimiento de Van der Weyden y La Anunciación de Fra Angelico, pasando por cuadros de El Bosco, Tiziano, Rafael, Tintoretto, Rubens, Caravaggio, Goya o Murillo, hasta los bufones, Las hilanderas y Las Meninas de Velázquez. Poder apreciarlos después de un largo encierro y descubrir la interacción y el diálogo entre todos ellos es motivo más que suficiente para volver a ese histórico espacio, pero… resulta que no me he atrevido. La “desescalada”, ese término creado para disponernos a la “nueva normalidad”, nos va devolviendo cada vez más libertades. Incompletas o trasquiladas, pero libertades al fin y al cabo, mientras el personal médico y científico trabaja a marchas forzadas para que todos podamos recuperar (o adaptar) plenamente la mayor parte de la cotidianidad suprimida. El problema es que en este periodo de “¿transición?” simplemente… no me hallo. Veo en la tele las imágenes de la gente tomando las calles, las playas y las terrazas de bares y restaurantes con ansia desbordada y desdeñando las recomendaciones sanitarias para evitar un “rebrote” y, entonces, me niego a salir a dar un paseo. Leo un reportaje sobre los análisis de las formas de contagio

(la dirección del aire acondicionado en un lugar cerrado, por ejemplo) y ya solo entro (por imperiosa necesidad) en el supermercado. Ni siquiera he vuelto a la biblioteca pública de mi barrio (uno de mis paraísos) que, aunque con varias restricciones, ya está abierta. La verdad es que menos horas frente al televisor y los periódicos no me ayudan mucho. El temor al bicho letal lo tengo bien acendrado. ¿Padezco el “síndrome de la cabaña”? Probablemente. Pero hay algo

Veo en la tele las imágenes de la gente tomando las calles, las playas y las terrazas de los bares

más: me rehúso a hacer las cosas “a medias”. Miren: para ir al Museo del Prado es necesario reservar por internet una de las 1800 únicas entradas disponibles cada día (antes eran 8 mil), al menos 24 horas antes de la visita. Hay que llegar a la puerta con la mascarilla bien puesta, desinfectarse la suela de los zapatos en una alfombrilla, permitir que nos tomen la temperatura corporal con un termómetro electrónico y, durante todo nuestro recorrido, vigilar que no estemos rodeados por más de cuatro personas, porque hay que mantener siempre la “distancia de seguridad”. Vamos a ver: con todas esas cosas, la “experiencia estética de lo bello y lo sublime” (Edmund Burke dixit) se altera o, de plano, no se alcanza y todo queda en una especie de coitus interruptus y… ¡así, no!

Sala del Museo del Prado en Madrid.

Mucha gente, sin embargo, no está de acuerdo conmigo. Lo digo porque, durante esta semana, el cartel de “Entradas Agotadas” no ha tardado en colgarse a diario en la web (y eso que todavía no está permitido viajar entre provincias y, menos todavía, que entren turistas al país). ¿Ahora resulta que todo mundo va a los museos? Que yo sepa, antes de la pandemia los habían masificado precisamente los turistas, pero no los “locales”. Pues ahora, con tal de no estar en casa... ¡venga, al museo! Cuentan que, a pesar de la distancia y las dificultades del viaje, desde hace ya más de dos siglos muchos artistas europeos se esforzaban por venir a ver, analizar y copiar muchas de las obras que alberga el Museo del Prado (sobre todo las de Velázquez). El primer pintor de renombre en hacerlo fue el escocés David Wilkie, radicado en Londres y retratista de la independencia española (de forma paralela a Goya), quien se pasó más de cinco meses de 1827 ante los cuadros de Murillo y Velázquez. “Venia todos los días al museo, pasaba tres horas en un silencioso éxtasis, se fijaba en las diferencias técnicas y expresivas, que le parecían ser la base o el antecedente directo de lo que entonces se hacía en Inglaterra, y después, cuando la fatiga y la admiración lo agotaban, dejaba escapar un ¡uf! del fondo de su pecho, se ponía su sombrero y se iba para luego volver”, escribió Louis Viardot en su Estudio de las Bellas Artes en España. Ya lo ven: Wilkie venía desde Londres, sin importarle las adversidades viajeras decimonónicas, y uno que tiene aquí al lado esta maravilla de lugar, ay, no se atreve a ir.

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