Laberinto No.893 (25/07/2020)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO HOMBRE DE CELULOIDE

MEMORIA

FERNANDO ZAMORA

DANUBIO TORRES FIERRO

La cosmogonía espiritual de Bi Gan

Juan Marsé: aquella ciudad de la imaginación

Foto: Huace Pictures

SÁBADO 25 DE JULIO DE 2020 AÑO 17 - NÚMERO 893

Las artes escénicas ante el futuro David Olguín/ FOTOGRAFÍA: CORTESÍA EL MILAGRO/ EL TÍO VANIA

Foto: Elisa Cabot


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ANTESALA

25 DE JULIO 2020

DOBLE FILO

Angelina Peláez: alada criatura FERNANDO FIGUEROA

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e exquisita sensibilidad, esa alada criatura llegará muy lejos”, escribió Efraín Huerta de una Angelina Peláez de 16 años, cuando la vio en El pato salvaje, de Henrik Ibsen. A su vez, Héctor Mendoza la consideró una de las mejores actrices del mundo. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM y actuación en la Escuela de Arte Teatral del INBA. Ha ganado decenas de galardones por su trabajo en las tablas y dos premios Ariel por La vida precoz y breve de Sabina Rivas y Cinco días sin Nora. Es actriz de número de la Compañía Nacional de Teatro y hoy juega ping-pong con Laberinto. ¿Por qué eligió “No me mueve mi Dios para quererte”, para Contigo en la distancia? Quería algo breve y sustancioso. Un buen maestro en Filosofía y Letras. Luis Rius, inolvidable. Tres libros en una isla desierta. La Ilíada, El hombre sin atributos y En busca del tiempo perdido. ¿Borges o Cortázar? ¡Híjole!... Cortázar. Un cuento de él. “Casa tomada”. Un escritor mexicano vivo. Jorge Volpi. Y uno muerto. Juan José Arreola. Héctor Mendoza en una frase. Un gran director y maestro a quien no se le ha hecho justicia. ¿Cuál fue su principal enseñanza? Crear una partitura para cada personaje. ¿Qué es el teatro? Un ritual amoroso. ¿Qué es actuar? Ser y estar en el momento. ¿El mejor método de actuación es el de “Stanistablas”? Tablas, pero además estudio y disciplina. Un dramaturgo gringo. Tennessee Williams. Dos obras por las que le gustaría ser recordada. La buena mujer de Sezuan, de Bertolt Brecht, y Una vez más, por favor, de Michel Tremblay. La clave para convertirse en la matrona Doña Lita. Creer que realmente ayudaba a las jovencitas para que no se murieran de hambre. ¿Le afectó mucho que le arrebataran el papel de nana en Gaby, una historia verdadera? Me entristecí, le reclamé a Mandoki y me dijo que era decisión de los productores. ¿Cómo recuerda a Tony Scott? Un ser fuera de serie. Hice una prueba desastrosa para Hombre en llamas y me aceptó. ¿Cómo recuerda a Salma Hayek como su alumna en Televisa? Con mucha personalidad y carácter. ¿Durante cuántos años tuvo exclusividad en esa empresa? Aún la tengo. Un deseo. Que rescaten el teatro Jiménez Rueda. Su epitafio. Aquí yace una actriz que se entregó.

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Largo viaje hacia la noche. Dirección: Bi Gan. China, 2018. Puede verse en México a través de Netflix.

HOMBRE DE CELULOIDE

Transformar la mirada

M

FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA HUACE PICTURES

uchos críticos han querido ver en la película Largo viaje hacia la noche, de Bi Gan, un homenaje a Tarkovski. O a Won Kar-wai. Sin embargo, más allá de un pastor alemán, un techo que gotea y un vestido verde (y vaporoso), no hay mucha similitud. Puede que en Largo viaje hacia la noche Bi Gan haya usado de modo profuso y virtuoso todo aquello que es propio del cine: la luz, el color y el tiempo; los movimientos de la cámara, el montaje, la voz. Pero todo ello no liga a Bi Gan con un autor particular sino más bien con una tradición, la del cine de arte, que más que adormilarnos nos quiere despertar. El preciosismo en las imágenes y el monumental plano secuencia del que todos hablan no es de nadie en particular. Es cine y cine nada más. Las preocupaciones de Bi Gan son, además, tan particulares que lo vuelven muy original. El joven director chino ha construido en dos películas una obra poética que emerge, como el Combray de Proust, del tiempo perdido. Kaili también es un pueblo campesino. Además, es cabeza de distrito de la región autónoma de Miao. La belleza misteriosa de este valle ha sido retratada antes por el ganador del Premio Nobel Gao Xingjian en otra obra difícil, La montaña del alma.

Justamente por su interés en reconstruir la memoria de la etnia a la que pertenece, Bi Gan obligó a sus actores a aprender a hablar en dialecto. Como si un director mexicano decidiera filmar en tzotzil. Largo viaje hacia la noche ha llenado en poco tiempo el internet con confusos comentarios que poco ayudan al espectador. El título, para empezar. La película se llama así porque dice estar basada en un cuento de Roberto Bolaño que se titula “Últimos atardeceres de la Tierra” y que da nombre (en inglés) a una colección que al pasar al chino y de regreso al español terminó por volverse Largo viaje hacia la noche. Pero la verdad es que la anécdota posmoderna (y por tanto insustancial) poco tiene que ver con Roberto Bolaño o con Eugene O’Neill. Solo en espíritu, quizá. En el deseo de señalar algo que al poeta le parece bello y que, sin embargo, no resulta evidente de primera instancia. La anécdota gira en torno a un hombre que sueña a una mujer de

Bi Gan está empeñado en fundar una cosmogonía con sus vivencias particulares

la que sabe poco y a la que no ha vuelto a ver. Pasan las horas y no queda claro si es posible (o incluso deseable) armar una trama con todas estas secuencias. Hay que decir, sin embargo, que si uno invierte algunas horas de su vida en una obra como esta, en la lectura de autores como Bolaño o en La montaña del alma de Gao Xingjian, uno deja de ser el mismo. Y ese es tal vez el propósito del cine de arte. Algo cambia. Tal vez la forma de mirar. No se trata pues de ver a Bi Gan para encontrar el adjetivo más rimbombante y calificar el plano secuencia en 3D más largo de la historia. Después de todo hoy pocos recuerdan Ciudadano Kane por el magnífico montaje con el que abre. Lo recordamos más bien por aquello que, en su naturaleza, nos cambió. Bi Gan, como todos los artistas, está empeñado en fundar una cosmogonía con sus vivencias particulares, con la gente de este pueblo suyo que ha formado una amalgama espiritual de cristianismo y budismo en el sur de China continental. El arte no tiene por qué ser fácil. Ni difícil. Su función es otra. Tal vez producir en nosotros la transformación de lo que vemos. No podemos seguir mirando el mundo de igual modo después de esta película. Ni para bien ni para mal.

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ANTESALA

25 DE JULIO 2020

POESÍA

Muerte, no te ufanes...

LOS PAISAJES INVISIBLES

Rostro y cautiverio

JOHN DONNE

Muerte, no te ufanes tanto, aunque algunos Te llamen poderosa y temible, no lo eres, Porque aquellos a quienes crees aniquilar, No mueren, pobre Muerte, Y tampoco puedes nada contra mí. El sosiego y el sueño, que tanto se te igualan, Son placenteros, y placer mayor aún Tendría que provenir de ti. Muy pronto nuestros mejores hombres Se van por tus caminos, ¡que sus huesos Descansen y sus almas holguen! Tú eres esclava del hado, del azar, De los reyes y de los desesperados. Pero la amapola o los brebajes Pueden adormecernos tan bien O todavía mejor que tu eficaz guadaña, ¿Entonces, de qué tanto te ufanas? Pasado un leve sueño, amanecemos En la eternidad. Ahí no habrá muerte. ¡Tú eres, Muerte, la que morirá! Traducción de Evodio Escalante

EX LIBRIS

La huella de Casanova/ EKO

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IVÁN RÍOS GASCÓN

A

@IvanRiosGascon

fuerza de usar cubrebocas, me ha dado por recordar a Benjamin Tholon, el antihéroe de la novela Los ladrones de belleza, de Pascal Bruckner, cuyo distintivo eran un gorro y una mascarilla que nunca se quitaba, como si con ellos encubriera la huella de un accidente o una deformidad. En la época en que transcurre la novela (apenas al final del siglo XX), cuando no era imperioso resguardar nariz y boca, semejante accesorio señalaba una extravagancia propia de monstruos o dementes, así pensaba Mathilde Ayachi, la psiquiatra del Hospital Dieu, adonde Tholon acudía para contarle una historia disparatada en la que tres individuos se dedicaban a raptar beldades en París para extirparles la hermosura en una mansión de las afueras, un relato aterrador por raro e inverosímil (no las desfiguraban ni las asesinaban, sino que las recluían en oscuros calabozos donde a falta de miradas se marchitaban irremisiblemente) pero lejano a la auténtica razón por la que siempre llevaba mascarilla: contrario a lo que intuía la joven terapeuta, Benjamin Tholon ocultaba la mitad de su semblante para que no lo descifraran pues “un rostro puede ofrecer perspectivas insospechadas al observador que sepa leerlo”. El personaje de Pascal Bruckner, un individuo insulso que no tenía ningún estrago físico salvo la decrepitud que acusa el tiempo, se sentía seguro con el cubrebocas porque aparte de velar su lado oscuro (que no era maldad sino la marca inconfundible del cobarde, el mediocre, el fanfarrón), le permitía abandonar la cara y su aburrido cautiverio. “Hay personas que viven demasiado pronto su rostro, se encierran en él y no vuelven a salir”, dice Francesca Steiner, otro de los personajes clave de Los ladrones de belleza, y hoy que la mascarilla es parte integral de los atuendos, valdría la pena meditar en la inquietante condición que ha adquirido la apariencia. El cubrebocas, en efecto, nos resguarda de intercambios indeseables entre personas y medio ambiente (partículas de saliva u otros fluidos, sahumerios bucales, unos cuantos alérgenos de temporada), y nos dispensa de mantener ciertos protocolos de intemperie, como afeitarse o usar lápiz labial, sonreír a quien no se quiere hacerlo o cuidar de que nos vean hablando solos. También sirve para difuminarse puesto que, a la distancia, nadie es alguien sino simplemente uno o una con mascarilla; la uniformidad que establece el cubrebocas es, al fin, una especie de democracia del aspecto: ya no hay feos ni atractivos, solo seres embozados. Y es que, si al principio de la pandemia, cuando la noción de que la mascarilla es auxiliar en el freno de los contagios y muchos optamos por usarla a pesar de que desde el púlpito del poder se decretó su ineficacia, la curiosidad por esclarecer lo que había debajo de las telas fue un impulso irresistible, ahora comienza a perderse el interés por ensamblar imaginariamente una fisonomía. El cubrebocas, como escudo ante lo irrespirable o complemento entre el exterior y las aberturas más sensibles de la cara, quizá podría expoliarnos el apego al semblante propio. “Nuestro rostro se nos va de las manos; cuando lo olvidamos, de pronto surge como una aurora; cuando creemos tenerlo controlado, se contrae, se arruga”, medita la psiquiatra Mathilde Ayachi mientras aguarda en su consultorio a Benjamin Tholon, el hombre con gorro y mascarilla que, como muchos de nosotros, se libró (o desperdició, según como se vea) de la responsabilidad de sus facciones.

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DE PORTADA

25 DE JULIO 2020

El teatro refuerza su compromiso con el presente y se declara listo para ganarle la partida de ajedrez a la muerte anunciada

En reversa: las artes escénicas ante el futuro DAVID OLGUÍN FOTOGRAFÍAS CORTESÍA EL MILAGRO

Los insensatos (2010).

A

hora que no hay escenario, ni butaca, ni espectador que pueda permitir el vínculo esencial, la comunión de cuerpos, el encuentro en tiempo presente que es la esencia de las artes escénicas, en estos días de completa incertidumbre ante la pérdida de nuestra tribuna de expresión, la gente de la escena quisiéramos que, tras la oscuridad, volviera a prenderse la luz y, como en los cuentos que empiezan con “había una vez”, reapareciera ese espectador que, desde su incómoda butaca, nos acompañaba en el miradero. Tampoco es que haya manera de volver atrás: aquella persona que miraba la escena en los días previos al covid-19 era un espectador cuyo mundo ha cambiado radicalmente tras 120 días de encierro obligado. Ella o él vivía a una velocidad que lo hacía intransigente con su sentido del tiempo, carecía de paciencia. A menudo apagaba el celular casi obligado por la tercera llamada o tenía que responder mensajes a media función y hasta contestar su teléfono con urgencia. Llegaba a los foros impregnado de tráfico, después de extenuantes jornadas de trabajo; alcanzaba a entrar de milagro a la sala, siempre corriendo después de haber cruzado el caos de la Ciudad infinita, siempre ganándose la vida con numerosas ocupaciones. Ese espectador nos demandaba fragmentación —maneras de retratar su mundo múltiple, absolutamente fugaz como reflejo de su vínculo con la realidad a través de la esfera digital—; nos hacía narrar con el uso constante de elipsis y tiempos traslapados. La palabra cedía a la imagen. El teatro se acercó al video, se hizo acto sin palabras y hasta experimentó con obras a manera de tuits de 120 caracteres y también armó discusiones feisbuqueras en escena. Vimos también cortes radicales a los pesados y somnolientos

textos clásicos al punto de celebrar las obras completas de Shakespeare en la brevedad de una sentada y, aun así, el astuto aburrimiento se deslizaba a pesar de simultaneidades, caos construido, o de estridencias propias de un teatro para el sistema nervioso, como lo llamó Bert O. States en Grandes descubrimientos en cuartos pequeños. Y a pesar de tanta maroma, de tanta batalla del director de escena, cronómetro en mano, por aplanar sus herramientas sagradas de tempo, ritmo y tiempo en favor de la velocidad, el teatro no alcanzaba a ser lo suficientemente rápido como otros medios y eso hizo que se vaticinara su extinción. Muchos espectadores parecían mejor dotados para el videoclip, los capítulos vertiginosos de una serie o el salto fugaz de un asunto a otro, tecla de por medio, para ver imágenes inconexas a punta de parpadeo o para leer en diagonal textos de 250 caracteres con ganas de pasar a otra cosa. En pocas palabras, la vida previa al covid-19 nos tenía en un estado de futurización permanente: llegar a ser y estar y tener todo aquello que no tenemos, ni somos en el lugar donde estamos, traicionando, así, nuestro presente, ese tiempo en el que verdaderamente existimos. Aun así, con todo en contra, el espectador llegó al miradero, se sentó en una butaca y no permitió la extinción de ese arte en el que reconocía una necesidad esencial, una pausa en el ojo del huracán de su vida, un lugar con una raíz ancestral y misteriosa. La pandemia es el apagón en medio de la fiesta y abre una larga pausa en el gran teatro del mundo. La gente de la escena, también bajo la inercia de ese hacer sin freno de aquel tiempo de la velocidad, hemos probado todo para recordarle al espectador que existimos: plagamos internet con teatro videado, los jóvenes toman clases de actuación en línea vociferándole a una pantalla, se hace teatro “presencial” vía Zoom, se discute apasionadamente el futuro de la escena en las redes y se busca con desesperación salvar lo más posible del naufragio ante autoridades de cultura inoperantes, ante un gobierno cuyo


DE PORTADA

25 DE JULIO 2020

Los asesinos (2011).

El tío Vania (2017).

mayor logro en cultura es la práctica destrucción del Fonca y, en lo teatral, la demolición del Jiménez Rueda bajo la promesa de siempre, una vez que se decide el principio de los derrumbes: construiremos en el futuro otro teatro; aun con 75% menos para gastos operativos, habrá una mejor institución que la que había; construiremos un mega complejo cultural faraónico para ustedes en Los Pinos, pero sin tomar en cuenta su opinión y al servicio de los 10 millones de nuevos espectadores pobres y de los artistas que sobrevivan a los embates darwinianos de un futuro salvaje. En un reportaje reciente de El Universal (14 de mayo de 2020), algunos de nuestros más importantes productores privados, ante las fechas del posible regreso y las restricciones de aforo, resumieron “el futuro de la industria del entretenimiento en México” con estas frases: “Los números no nos dan”. “Ahorita el poder del virus es más fuerte que el poder de nadie, más que una decisión política o administrativa”. “Sería demasiado gasto”. “La experiencia no es la misma”. “¿En cuánto tendría que estar el boleto para salir tablas?” “Iríamos a la bancarrota”. Para ellos, el problema del futuro de la escena en tiempos de covid-19 es más que claro.

Por el contrario, para muchos creadores independientes y colectivos escénicos autónomos, el regreso a la “nueva normalidad” pasa por una discusión ética y artística, más allá de la lógica económica que sin duda es fundamental: ¿por qué es necesario el teatro?, ¿en qué medida importa hablar de la actualidad desde la actualidad?, ¿debemos dar ya la batalla titánica para allanar el empedrado camino del regreso? Una vez con semáforo amarillo, la gran pregunta será: ¿hacer o no hacer?, “ese es el punto”. Hemos invocado a Artaud con demasiada ligereza para entender nuestros días y tratar de metaforizarlos. Dice el visionario de Rodez: “El teatro, como la peste, es una crisis que desemboca en la muerte o en la curación. Y la peste es un mal superior porque es una crisis completa delante de la cual solo queda aniquilación o pureza”. Pero hoy por hoy no queremos más muertos. Justamente en tiempos de grandes conflagraciones o cuando la vida se ve amenazada, el teatro ha servido para refrendar el valor de la vida y la moralidad humanas. La provocación y el contagio son actos de rebeldía y libertad indispensables ante la molicie moral y económica en tiempos de paz, pero en

tiempos de muerte la escena refrenda, en su más intrínseca fugacidad, el peso de la memoria y la experiencia humanas, la conciencia en medio del desastre. Así ha sido el teatro que se ha hecho en los momentos de nuestras grandes crisis históricas: dique y consuelo ante la sinrazón. Rodeados de la peste, un grupo de jóvenes se reúnen a escuchar y contar historias en El Decamerón. Hay humor de por medio y, por tanto, inteligencia. El espíritu humano construye diques contra la destrucción de todas las cosas. Como los mandalas, el arte escénico encierra una extraordinaria sabiduría de vida: te invita a un viaje aparentemente inútil, vives aventuras, aprendes de ti y de la vida, te conmueves, discutes, tocas —así sea con tus neuronas espejo y acariciando con los ojos— y la experiencia solo queda en tu memoria. No te llevas más que eso y, parafraseando a Cavafis, si el viaje te defraudó no es culpa de Ítaca, ella solo te ofreció un viaje. Morir en tiempos de covid-19, sin gente alrededor, en solitario, sin deudos

Trabajaremos para un público muy reducido, casi fraterno, como el de las catacumbas

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y sin el consuelo de los otros, es indeseable. En el diapasón de lo humano entre humanos, están los ritos fúnebres, el encuentro colectivo en el templo, las delicias de la amistad, la fiesta, la protesta pública, nuestras celebraciones solares y el amor cuerpo a cuerpo. Son pausas que detienen el tiempo y la velocidad. A ese orden de cosas pertenece el teatro y a eso, aunque sea en reversa, regresaremos. Persiste el dilema: ¿esperamos en la isla como espectadores del drama humano que nos rodea o retomamos nuestra tarea modesta, aun siendo conejillos de indias, lanza en ristre y una bacía por yelmo? Los espectáculos de gran formato así como los grandes escenarios parecen, por una razón u otra, menos aptos. La lógica económica se impone —exceptuando a los foros grandes con subsidio— ante los mínimos índices de asistencia que tendremos. La guerra de guerrillas en los espacios de cámara y en la calle parece que será la primera línea de batalla, pero no podemos darla a ciegas y sin organización. Todos los ordenamientos sanitarios en el trato al espectador deberán respetarse y más, pero en escena —cuidándonos los unos a los otros y siendo razonables pero a sabiendas de que la razón es una pasión— habrá que invocar las técnicas y poéticas que nos permitan hacer de la medicina veneno, que nos permitan verdaderamente habitar el presente, ser heterodoxos —hasta provocadores con sabiduría— y acontecer en un estado de apertura a lo que nos rodea. En pocas palabras, aprenderemos a jugar ajedrez con la muerte como en El séptimo sello y a ganarle la partida. No estamos de regreso al Medievo peleando con la peste y una muerte todopoderosa. La gran tarea de nuestro arte en pleno covid-19 será conciliar la fugacidad que solo habita el presente y el duro deseo de durar. Resulta inútil y ocioso, en el arte escénico, mandar la mirada más allá del otro que tienes enfrente y de los estímulos que nos rodean. Futurizar no es lo propio de la escena, pero sí la magia, y en la bola de cristal se vislumbran ciertas obviedades: ¿para quién trabajaremos? Para un público muy reducido, casi fraterno como el de las catacumbas, en resistencia, un teatro con pocos oficiantes en escena, más político, con plena solidaridad gremial o de otra manera no será, de cuerpo presente en un país de cuerpos ausentes y desaparecidos o ultrajados pues el cuerpo y su presencia es el valor supremo de la escena, con mayor carga poética y espiritual, un teatro que refrende por qué es tan necesario como un beso, un abrazo o la comunión o dos pieles juntas. Tendrá que ser más teatro, pues. Creo que algo hemos aprendido de esta larga pausa que apenas empieza: la espera y sus ampliaciones alcanzan la esperanza que deriva en paciencia. Cuando tenía siete años, los trenes de Buenavista anunciaban su salida y sonaba una y otra vez el anuncio de la locomotora y finalmente se retrasaban con los viajeros a bordo y en los coches cama la gente se dormía; nos despertaban a las siete del día siguiente y el tren no se había movido de la estación. Te mandaban a casa y te pedían regresar por la noche con la esperanza de emprender el viaje. Así que ante la pregunta crucial, ¿y si el público no llega?, la respuesta es: lo esperamos.

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LITERATURA

25 DE JULIO 2020

MEMORIA

Elogio de Últimas tardes con Teresa La novela emblemática de Juan Marsé lleva consigo el aliento subversivo de una ciudad y una época DANUBIO TORRES FIERRO FOTOGRAFÍA ELISA CABOT

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aminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentina, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última tarde de la Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha terminado. Está vacío el tablado donde poco antes la orquesta interpretaba melodías solicitadas, el piano cubierto con la funda amarilla, las luces apagadas y las sillas plegables apiladas sobre la acera. […] “El melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañado de la bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago. […] “La solitaria pareja es extraña al paisaje como su manera de vestir es entre sí”. He aquí, apenas recortado para aligerar la cita, el comienzo que es premonición y síntesis de Últimas tardes con Teresa. He aquí una sabiduría narrativa puesta a trabajar. He aquí el arrastre y la seducción del ejercicio de un don literario que porfiará, a lo largo de casi 300 páginas, por levantar una mitología que envuelva a la realidad en una atmósfera propia. He aquí la expresión de una voz asentada en un doble eje vertebrador; por un lado, en la posesión de una lengua de una genuina intimidad que espía y a la vez traviste a los personajes y al escenario, y por otro en una visión crítica que apela a un escrutinio en el que se discierne distancia y proximidad, estima y desafecto. Un viaje de ida y vuelta, en efecto, cíclico, que se preanuncia desde su inicio y que se remata puntualmente en el final: “Fugazmente de acuerdo con el espíritu de cierto verano, vinculado por un brevísimo instante al vértigo de la seda y la luna, el sombrío rostro del murciano no acusó ninguna de estas noticias, ni siquiera aquellas que hacían referencia a Teresa: se hubiera dicho, pensó Luis Trías, que había venido buscando simplemente una confirmación a lo que ya sabía”. Y he aquí, en esta clausura, por último y sobre todo, un empeño literario que enseña cómo plantear, desarrollar y resolver el peso de una novela —una novela que en el caso se inscribe en la estela clásica decimonónica del género y que es, por ello, la plena declaración del destino de un hombre y el testimonio intrahistórico de una

El integrante de la llamada Escuela de Barcelona, quien nació el 8 de enero de 1933 y murió el pasado 18 de julio.

época—. Que ahí, en ese contexto, la escritura exponga una verdad psicológica profunda y muestre (y respete a) una moral artística que se manifiesta en unos términos muy diferentes a los de una moral cívica o ciudadana son consecuencias necesarias y suficientes de una disciplina estética aplicada con ciencia y conciencia. Desde que la leí, en el ahora tan lejano 1967, el mundo y el aroma de Últimas tardes con Teresa me han acompañado. ¿Por qué? Primero, y en mi inicial acercamiento, por poner en escena a “un joven de alma enérgica y valiente” de la mejor raza esproncedana (y stendhaliana, claro), atractivo ladrón de motos que se hace pasar por obrero militante y falso revolucionario, ese Manolo Reyes, alias Pijoaparte, que conquista palmo a palmo la simpatía del lector, sobre todo si de un lector joven se trata. El impulso por llevarse el mundo por delante, el afán subversivo que no quiere respetar las convenciones que entiende adversas, el caminar con los ojos bien abiertos hacia la derrota, son notas dominantes

He aquí la seducción del ejercicio de un don literario que porfiará por levantar una mitología

que, además de grabarse a fuego en la imaginación, estimulan la identificación y hasta la imitación sobreactuada con un protagonista que es, para colmo de lo que habría que llamarse un canon de rancios orígenes románticos, un agonista. Después, en el rastro de su recuerdo, Últimas tardes con Teresa me impuso ese aliento tan suyo que busca sacralizar a la realidad, inventar una realidad que obedece sola y únicamente a sí misma, y que para alcanzarlo abreva en una memoria creadora caprichosa y se sirve de una mirada que se vuelca a los adentros. La Barcelona de los barrios del Carmelo y el Guinardó, telones de fondo de Marsé que esta obra consagrará para siempre, es como el Londres en el que alguien de nombre Thomas De Quincey persigue a la sombra de su benefactora: una caligrafía de sueños, un paraíso privado que se vuelve público, una visión que es una revelación. “Tanto recuerdas, tanto vales” —se afirmará a modo de doctrina rectora en La oscura historia de la prima Monsé, una obra que de muchas maneras complementa a Últimas tardes con Teresa. No tengo dudas, dicho lo anterior, de que Últimas tardes con Teresa acrecentó su prestigio, y se revaloró en sus alcances, para mí, cuando en 1977 llegué

a vivir en una Barcelona que todavía mostraba los signos miserables remanentes de un franquismo raquítico que se denuncian, aquí y también más allá, en las andanzas de Manolo y Teresa. Hasta residí, por un tiempo, en la casa de una amiga avecinada en el barrio de Grácia, y, como sucede en un momento de anticlímax en la saga picaresca del Pijoaparte, me recuerdo levantando apenas la cortina de una ventana para descubrir un paisaje de árboles yertos a la luz de una mañana de invierno. Permítaseme, entonces, al final de estos renglones, una modesta y nada original reflexión. Habitar una ciudad como el París de Balzac, el Dublín de Joyce, el Madrid de Pérez Galdós, La Habana de Cabrera Infante, el México de Fuentes, o la Barcelona de Marsé es, sí, y como lo dijo el clásico francés, habitar ciudades que cambian su corazón mucho más rápido que “el corazón de un hombre” pero también ciudades cuyo secreto es tenernos a nosotros como sus anónimos y acaso inconscientes inventores. En este mismo sentido, otro clásico, este un casi olvidado mexicano, hablará de una experiencia, la suya personal y la compartida por nosotros como comunidad, gloriosamente “vestida toda ella de ciudad hasta los huesos”.

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EN LIBRERÍAS

25 DE JULIO 2020

NARRATIVA, ENSAYO Tierra americana

La desaparición de Josef Mengele

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POESÍA EN SEGUNDOS Territorio de luz

La línea quebrada de Nanof VÍCTOR MANUEL MENDIOLA rmendiola54@yahoo.com.mx

J

Jeanine Cummins Ediciones B México, 2020 480 páginas

Olivier Guez Tusquets México, 2020 252 páginas

Yuko Tsushima Impedimenta España, 2020 200 páginas

Aclamada por The New York Times, y envuelta en la polémica, esta novela narra el viaje de huida de Lydia Quijano Pérez y su hijo pequeño a bordo de La Bestia, el tren de carga que lleva a Estados Unidos. Huyen de Acapulco después de ser amenazados por el líder de una banda de narcotraficantes, dejando atrás una vida confortable, y en el camino sembrado de peligros conocen a muchos otros que escapan de la violencia. La solidaridad busca imponerse a la zozobra.

Entre 1949 y 1979, año de su muerte, el oscuro torturador de Auschwitz se refugió en Argentina, Brasil y Paraguay usando su propio nombre o una identidad falsa y siempre bajo la protección de empresarios y seguidores. Esta novela imagina aquellos tiempos impunes y dibuja a un personaje lleno de soberbia, convencido de haber servido a la humanidad. La atmósfera claustrofóbica subraya las complicidades entre la megalomanía y la sinrazón de los dictadores bananeros.

Aunque el título de esta novela hace referencia a la luz, igualmente hay oscuridad. Una bibliotecaria, con una hija de dos años, se acaba de divorciar. Durante un año ellas habitarán un pequeño departamento lleno de ventanas. La protagonista tiene que recuperar su identidad en un Japón que todavía no acepta la independencia femenina; el marido, a pesar de la separación, aún pretende controlarla. Madre e hija deberán encontrar la luz apropiada para su consuelo.

Al oeste del Edén

Sala de retratos

El dominio mundial

Jean Stein Anagrama España, 2020 238 páginas

Ermilo Abreu Gómez Bonilla Artigas Editores México, 2019 428 páginas

Pedro Baños Ariel México, 2020 368 páginas

Con los testimonios de una caravana de figuras de la industria del cine (Gore Vidal, Lauren Bacall, Warren Beatty, Jane Fonda, Dennis Hopper…) y una corte de terapeutas, choferes, criadas, este libro reconstruye los esplendores y las miserias de Los Ángeles y Hollywood mientras sigue los pasos de cinco familias prominentes, símbolos del glamour y la vida loca, durante un siglo. El éxito y su reverso guían a Stein, quien no duda en exponer a sus antecesores.

Como señala Adolfo Castañón, editor y autor del prólogo, en México existe una estupenda pléyade de retratistas literarios; además del autor de Canek, destaca los nombres de Reyes, Villaurrutia, Paz y De la Colina. Esta “suerte de Guía Roji de la ciudad literaria”, como califica Castañón al volumen, tiene como subtítulo Intelectuales y artistas de mi época y reúne más de 110 retratos de personalidades mexicanas e iberoamericanas publicados en El Nacional.

En su primer libro, Así se domina el mundo, el autor expuso cómo, para qué y con cuáles estrategias los poderosos intentan controlar a países y personas. Ahora da un salto mayor y estudia los factores de control que sirven como punta de lanza de un nuevo cambio geopolítico: la fuerza militar, la capacidad económica, la demografía, la diplomacia, los servicios de inteligencia, los recursos naturales, el conocimiento y la comunicación estratégica.

orge Luis Borges, en una de sus muchas agudezas críticas, dijo que si la poesía durante siglos había ofrecido una composición con “un antes, un durante y un después”, no había razón para que hoy no ocurriera del mismo modo. Obviamente, el poeta argentino cuestionaba la preferencia por la simultaneidad y la fragmentación vacías, exclusivamente formales, sin un mundo auténtico. En el fondo, también estaba cuestionando a toda esa masa creciente de poemas sin “idea”, sin “sujeto”, sin “centro” y en prosa, construidos —en los mejores casos— con una suerte de hedonismo elusivo y alusivo, que en nombre de “la solitaria pluma extraviada” fatigan inútilmente al diccionario y al lector. Es pertinente hablar de este asunto porque al leer dos libros, Nanof (Vaso Roto, 2019) de Enzia Verduchi y A ingrata línea quebrada (Literal Publishing, 2019) de Malva Flores, advierto que la observación de Borges sigue vigente y permite explicar por qué estos dos textos acaban ganándonos y, lo que es más importante, venciendo la dificultad de transformar la autonomía del lenguaje —y su inevitable carácter a priori— en una representación necesaria y recordable. Ambos textos nos anuncian desde el principio su historia: en Nanof, el cuento de un hombre encerrado en un psiquiátrico que escribió en grafiti un libro de 60 metros de largo por dos de alto; y en A ingrata línea quebrada, la teoría —y el sueño— de la fusión de los viejos continentes en uno solo, Pangea. En el primero encontramos una mezcla de actas, postales, poemas-receta, susurros, recuerdos que van avanzando en un montaje preciso; en el segundo, más libre, la alternancia de una conversación con el pensamiento de que las cosas están sometidas a un derrotero, a una brújula que no sabemos a dónde apunta, pero que nos arrastra de manera poderosa. Uno, inclemente y dramático: “me arrancaron los ojos aunque las cuencas están llenas de cielo”; el otro, suave, sensual, reflexivo: “eres caricia sin mano/ pero tibia./ Ven”. Uno, en el proceso difícil de crear no una biografía sino su tiempo subterráneo, la conciencia rota; y el otro, en su condición autorreferencial, el espacio de los actos cotidianos cargados de ineludible metafísica. En este tiempo de confusión y de toma de partido por las soluciones no solo más fáciles sino más estridentes, de “alto impacto”, quizá es un buen momento para pensar cómo la literatura moderna saltó de las formas del rigor extremo, que podemos observar en los grandes poemas de la primera mitad del siglo XX, a ese género de poesía en prosa casi ayuna de toda significación verdadera. Es extraño ver que la preferencia por la prosa, que debió enriquecer a la poesía, la empobreció. Por eso, lo que me sorprende en lo que yo llamaría “la línea quebrada de Nanof” es la necesidad, el menester de contar sin recurrir a la poesía hueca o sensiblera del dramón de la injusticia o el crimen. Una poesía que podemos agradecer, con un antes y un después, no obstante las quebraduras.

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LABERINTO

DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

25 DE JULIO 2020

http:// www.milenio.com/cultura/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLaberinto/Instagram: milenio_laberinto

HUSOS Y COSTUMBRES

Máscaras, mascarillas y enmascarados ANA GARCÍA BERGUA

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extraños pájaros perfumados, debido a las hierbas que guardaban en el pico de la máscara para evadir el hedor de sus enfermos. Pero cuando la Muerte aparece en el festejo de Próspero lo hace, de manera inverosímil y chocante para el príncipe y sus invitados, disfrazada de mortaja ensangrentada y sin máscara, pues ese es su verdadero aspecto: ¿y cómo desenmascarar a la muerte, la que nos reduce a los huesos, si en realidad encima de ellos todos somos máscaras? Y es ahora la nuestra, de nuevo, una dolorosa época de peste y máscaras o más bien de mascarillas y caretas. Para evadir su triste propósito, el de protegernos del contagio y de la muerte, cada vez las usamos más coloridas e ingeniosas: a nuestra manera hacemos mascarada y carnaval de la tragedia porque no nos queda otra, para sobrevivir tenemos que protegernos y a la vez evadirnos por habitaciones de colores. He visto mascarillas de lo

l color de la sangre entra por los cristales rojos de la habitación negra en “La máscara de la muerte roja”. Desde hace años ese ha sido uno de mis cuentos preferidos de Edgar Allan Poe, atraída por esta idea de las habitaciones de colores, una fantasía tan extravagante y rica que le gana en ingenio y belleza a la trama, previsible desde nuestra época. Por ellas deambulan los invitados de Próspero, recluidos desde hace meses en su abadía, esperando a que afuera se extinga la peste. En el festejo del príncipe, todos ellos portan máscaras y disfraces, y deambulan alegremente por aquellas habitaciones —les decía— decoradas en azul, amarillo, verde, púrpura, con sus vitrales que dejan pasar la luz de aquellos colores. Una suerte de carnaval de Venecia o Decamerón, máscaras incluidas, como aquellas que usaban los médicos para protegerse de los contagios y que los hacían parecer

más engañosas, pintadas con vitales sonrisas de calavera o con bocas que buscan imitar el rostro perdido de sus portadores. Pero, curiouser and curiouser, quienes se niegan a portar la máscara son, como en el cuento de Edgar Allan Poe, los que podrían traer la muerte a cuestas, expelerla en gotículas habladoras y sin barrera. Me extraña el afán de algunos políticos y muchos ciudadanos —justo los más vociferantes— por no enmascararse: ¿qué es lo que temen que la mascarilla desenmascare? ¿O será que su rostro de siempre es una máscara cuidadosamente preparada, su persona, dirían los griegos, y el fragmento de tela que cubre nariz y boca arruinará el efecto? ¿Cómo saber? Uno diría que en épocas de virtualidad somos amantes del anonimato, de disfrazarnos incluso en el ciberespacio donde nadie nos ve, pero hay quien necesita mostrarse, por fuerza, para demostrarse.

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CAFÉ MADRID

Manuel Puig: el novelista pop

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acer y crecer en un hogar sin libros tiene, entre otras desventajas, descubrir “tarde” a varios autores. Llega el día, sin embargo, en que aparece un hada, le haces caso y te adentras en un nuevo espacio literario. Ocurrió cuando Nélida Piñón “me presentó” al argentino Manuel Puig. Hablábamos sobre la pasión cinéfila de algunos escritores, como Guillermo Cabrera Infante, como Terenci Moix (quien, por cierto, con sus Mujersísimas y Chulas y famosas me partió de risa), y entonces Nélida evocó a su amigo Manuel Puig, que vivió durante varios años muy cerca de su casa en Río de Janeiro. “No he conocido a alguien con más pasión por el cine, y sus divas, que Manuel Puig. De hecho, sin el cine, tal vez él no hubiese escrito nunca. Y, oye, ¡era tan divertido! Organizaba una cena y, a los postres, se disculpaba: ‘ahora vuelvo’. Un rato después aparecía vestido y maquillado como Marlene Dietrich y la imitaba muy pero que muy bien. Lo hacía en Río y en Cuernavaca. ¿No sabías que también vivió en México?” No lo sabía, pero gracias a Nélida Piñón me puse a investigar y a disfrutar enseguida de un puñado de novelas llenas de una frivolidad tan profunda como de estilo cautivador. Lo recuerdo ahora porque el pasado miércoles 22 de julio se cumplieron 30 años de su muerte. Después de leer Boquitas pintadas y La traición de Rita Hayworth quise saber más sobre este hombre nacido el Día de los Santos Inocentes y me adentré en Manuel Puig y la mujer araña (Seix Barral), de su biógrafa y traductora al inglés Suzanne Jill Lebine, un libro que Mario Vargas Llosa calificó de “fascinante e indispensable”.

VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismovictor@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA PINTEREST

Puig nació en un pueblo polvoriento y olvidado en La Pampa argentina, empezó a ir al cine a los tres años, coleccionaba recortes con chismes y fotos de las estrellas de la época dorada de Hollywood, estudió dirección cinematográfica en Roma y poco después quiso escribir el guion de una película. Le faltaba espacio y mejor hizo una novela. Comenzó a publicar sin mucho éxito y por eso tuvo que trabajar de azafato en Air France. Las cosas fueron mejor cuando la

Hay que decir que no todo en las novelas de Manuel Puig es rosa. También hay violencia y sordidez

crítica se dio cuenta de su escritura vanguardista y sus días transcurrieron en varias ciudades de Europa y América (a veces por gusto, a veces como parte de un autoexilio). “Lo que hizo de Manuel Puig una figura fascinante en la moderna literatura latinoamericana”, señala Suzanne Jill Lebine, “fue que se trata del primer novelista pop en el continente. Reinventó la literatura a partir de la cultura no literaria. Comprendió cómo las películas, los teleteatros y las canciones populares manipulan seductoramente nuestros corazones y mentes, cómo el lenguaje de los melodramas en la radio y en las películas programaban tanto a los intelectuales como a las amas de casa. Moldeó su narrativa a partir de lo provisorio, lo devaluado y, aunque

El autor de Boquitas pintadas y El beso de la mujer araña.

como muchos escritores, siempre estaba creándose a sí mismo, aquel ser era más un niño de celuloide que un hombre de letras. Era el escritor como imitador juguetón”. Un día el propio Vargas Llosa dijo que el argentino “escribía como Corín Tellado” y que, por eso, no merecía un premio como el Biblioteca Breve. No tardó en arrepentirse, sobre todo después de los halagos que le hacían colegas como Cabrera Infante o Ricardo Piglia: “Puig fue más allá de la vanguardia. Demostró que la renovación técnica y la experimentación no son contradictorias con las formas populares. Su gran tema es el modo en que la cultura de masas educa los sentimientos”. Pero hay que decir que no todo en las novelas de Manuel Puig es rosa. También hay discurso revolucionario, violencia y sordidez (ahí están The Buenos Aires Affair, El beso de la mujer araña o Sangre de amor correspondido). A mí me fascina la oralidad que recorre toda su obra. Es como si siempre se hubiese limitado a transcribir, y no a inventar, voces y diálogos. Y ahí reside la vivacidad de sus textos. Tomás Eloy Martínez también lo conoció muy bien (“me confiaba cosas sobre sus novios, todos casados y muy varoniles y casi siempre obreros”). Poco después de publicarse Boquitas pintadas, novela que Tomás Eloy Martínez había “medio editado”, pues Puig le pasaba cada capítulo recién terminado, le escuchó decir una profecía: “Creen que soy un bestseller pasajero, no un escritor. Pero, mirá vos, me va a pasar lo mismo que a Roberto Arlt: quienes cavan mi tumba son los mismos que luego me ensalzarán”. Y así ocurrió.

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