Suplemento cultural de MILENIO
LABERINTO ENSAYO GUILLERMO G. ESPINOSA
Mario Benedetti: 100 años SÁBADO 12 DE SEPTIEMBRE DE 2020 - AÑO 17
NÚMERO
900
Imaginar el futuro
ILUSTRACIÓN: BOLIGÁN
Tedi López Mills, Fernando Zamora, José Luis Martínez S., EKO, Armando González Torres, David Olguín, Alonso Cueto, Ave Barrera, Brenda Navarro, Roberto Pliego, Luis Xavier López Farjeat, Antonio Lazcano, Julieta Lomelí, David Toscana, Julio Hubard
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ANTESALA
12 DE SEPTIEMBRE 2020
EN EL BANQUILLO
A ciegas
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TEDI LÓPEZ MILLS
on comienzos en falso. El tiempo es palabra, flecha, río, laberinto. Aumentan los rumores de que ya se aproxima el futuro. Estamos a punto de pasar del semáforo anaranjado, con alerta, al amarillo, supongo que también con alerta, porque son precavidos nuestros líderes. Las cifras se barajan con optimismo: si llegamos a 100 mil o 130 mil muertos será exitosamente porque todo lo hemos hecho con precisión. En mi país nunca espantan las muchas muertes: asunto de costumbres y de temperamento y de cultura. Parece que nos gana el buen ánimo. Nuestros funcionarios, con los que hay gran idilio, enumeran las múltiples vacunas y los súbditos sentimos gran consuelo. ¡Nos van a salvar! El señor, recargado en su árbol, el sombrero entre las piernas, se carcajea. Anuncia que él es el mejor político en la peor de las épocas. ¿Y cómo no creerle? Tal aplomo y tal sonrisa son tan convincentes que convierten cualquier polémica en un acto de mala fe. Esos artistas e intelectuales que lo cuestionan y lo critican no tienen nombre. Estoy aprendiendo a hablar y a callar en mi mundo. Vivo en él y miro los alrededores. Han asaltado nuestro edificio dos veces en diez días. Sospechan los inquilinos de las porteras y de los hermanos de las porteras. Colocan cerraduras y ponen alarmas. Un inquilino nos grita en el pasillo que él ya hizo su declaración. Nos encerramos en el encierro. No debe olvidarse que la experiencia de una persona, de dos personas, carece de importancia. Lo correcto es pensar en términos altruistas y enumerar las expectativas. Me incluyo, claro, en el colectivo, por disponibilidad. Las calles se irán atiborrando, no todos usarán cubrebocas por razones de política y de libre albedrío. El señor seguirá feliz: como anillo al dedo le ha venido la pandemia. Inolvidable la declaración e inevitable el desenlace. Leo en un libro sobre viajes en el tiempo: “Tu ahora no es mi ahora”. La última vez que caminé por el parque en marzo un joven tuvo convulsiones junto a una banca. Giraba como trompo. Se acercó una señora, otro joven, y yo me detuve. Ofrecí algunos consejos y me alejé con rapidez. Al día siguiente empezó el confinamiento. “El tiempo presente y el tiempo pasado están quizá presentes en el tiempo futuro”: es el inicio de un poema legendario que nos conduce por un sendero de la memoria donde se construyen imágenes que serán las paredes de la conciencia. Llevamos casi seis meses en el departamento. Yo reciclo toallas de papel y él recicla bolsas. Somos adultos vulnerables. Nuestros zapatos se alinean afuera. El futuro aún consiste en no contagiarse. Imaginarlo de otro modo es confiar demasiado en que el cambio de tema equivaldrá a un cambio de contenido. Soy supersticiosa; tengo un mantra que repito antes de distraerme: “espero que no tiemble, espero que no se vaya la luz, espero que no me dé un ataque, espero que no nos dé coronavirus, espero que no se vaya el agua”. Siempre toco madera. Siempre es una fórmula de la eternidad.
En mi país nunca espantan las muchas muertes: asunto de costumbres y de temperamento
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Escena de la película El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas.
HOMBRE DE CELULOIDE
Diálogo entre ruptura y tradición
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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA KICK THE MACHINE
se lugar incierto en el que todo puede suceder, el futuro, es también el sitio donde el arte se consagra. ¿Cómo será el cine que consideramos arte dentro de cinco años? ¿Y en mil? En el futuro inmediato no es difícil adivinar que Hollywood seguirá produciendo películas de superhéroes. Basadas siempre en el esquema de tres actos de Syd Field, las historias de los grandes estudios seguirán sirviéndose como si fueran comida rápida. Poco a poco, sin embargo, esta clase de cine se verá desplazada hacia el streaming, refugio de quienes buscan el arte audiovisual por puro entretenimiento. Esto, que sucede ya, producirá una nueva era dorada del cine. Algo similar a lo que ocurrió cuando, en las casas de clase media, la televisión se volvió un miembro más. Aparecieron entonces obras como Midnight Cowboy, que consiguieron reinventar los géneros. Ya hemos visto el amanecer de esta nueva manera de ver al cine. No en Hollywood sino en Oriente. El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas ganó la Palma de Oro en Cannes en 2010. La crítica de aquel tiempo se dividió entre quienes vimos una obra maestra y quienes la consideraron infumable. Y es cierto que El tío Boonmee… no es fácil, pero si uno quiere meditar en torno a lo que es el cine
no puede dejar de verla. En Asia hay mucho futuro más. El ser humano, que quiere siempre trascender los límites del lenguaje, lo está haciendo en este lugar del mundo. Para ello los orientales se han apoderado, por tanto, del lenguaje fílmico. Y es que solo quien se atreve a pensar lo ya pensado puede estar al servicio del porvenir. Wong Kar-wai, por ejemplo, retomó la tradición del cine mundial y dirigió en el año 2000 Deseando amar. Esta obra es un compendio de todo el cine sucedido hasta entonces. Pero, además, avanza la tradición. Igual que hace Hou Hsiao-Hsien en La asesina, de 2015, el autor se apropia del lenguaje poético del cine (el montaje) y al mismo tiempo lo avanza. Sin los complejos de quien promueve la “descolonización del mundo”, los artistas chinos, japoneses, coreanos y tailandeses, los indios y los vietnamitas se encuentran dialogando con el gran cine que se hizo en Europa. Y allá, mientras tanto, ellos se descolonizan a sí mismos. Y lanzan por la borda lo único que podemos agradecer a
En América Latina el cine de arte dialoga consigo mismo en un continuo concientizar
su imperialismo. Pero artistas como Gan Bi no tienen complejos. Y dialogan con el cine de Bergman y Antonioni. Se unen a Dreyer y Murnau. Su película de 2019 Largo viaje hacia la noche anuncia el futuro porque a un virtuosismo técnico impensable hace poco tiempo suma el diálogo con el arte francés. Y continúa en el Oriente una charla con Godard e incluso con Proust y Mallarmé. Hoy por hoy, los asiáticos piensan, estudian y analizan el arte occidental y con la precisión de un ajedrecista (o mejor, con la de un jugador de go) escogen el sitio justo para colocar la cámara y crear una obra de arte visual. Los europeos, mientras tanto, padecen el dilema entre el comercialismo estadunidense y la tradición de romper por romper. Y al arte no lo escuchan ya. En cuanto a América Latina… Aquí el cine de arte dialoga consigo mismo en un continuo concientizar, visibilizar y denunciar. Pero, ¿quién puede saberlo? Tal vez en mil años nacerá en esta región (o en África) quien será considerado el Homero del cine. ¿Hace un año quién hubiese podido imaginar todo lo que cambiaría el covid-19? En el futuro, cualquier cosa puede suceder, pero por ahora son los artistas orientales quienes parecen dueños del fertilizante que hace florecer al arte: la tradición.
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ANTESALA
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¿Cuándo comienza el futuro?
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ESCOLIOS
La cocina del porvenir ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S.
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Cuándo comienza el futuro?, le pregunté en 2011 a Carlos Fuentes en una entrevista telefónica. Era la misma duda que años atrás le había planteado Luisa Valenzuela en una amplia y extraordinaria conversación. Su respuesta fue contundente: “El futuro comienza ahora. Usted me está llamando este viernes; en Londres son las siete y media de la noche, comenzamos a platicar hace diez minutos y dentro de otros diez quizá lo sigamos haciendo y ya va a ser el futuro. ¿Cómo se compagina esto con nuestra acción en el mundo? Para una mujer inteligente, para un hombre inteligente, hacer del pasado presente es muy importante, lo mismo que hacer del futuro presente. El presente es el lugar donde se dan cita los tiempos, el pasado ocurre hoy, el futuro también está ocurriendo hoy”. La certeza de Fuentes es una invitación a reflexionar sobre el futuro que construimos cada día, que nos alcanza a cada momento. En Laberinto comenzamos a proyectar el nuestro el domingo 22 de junio de 2003 con una edición que celebraba el
centenario de George Orwell con dos ensayos, uno de Hernán Lara Zavala y otro de José de la Colina. En las líneas finales de su texto, Lara Zavala escribió: “En la obra de Orwell encontramos un constante recordatorio de los excesos en que puede caer el ser humano”. Las pesadillas o distopías del autor de 1984 —decía Hernán— son antídotos para combatir la intolerancia y la sinrazón. Al llegar al número 900 de este suplemento hemos querido mirar al pasado (recordando el centenario de Mario Benedetti), pero también al futuro. Desde el presente incierto y convulso que estamos viviendo, debido a la inseguridad, la violencia, la desigualdad social, las rencillas políticas y, sobre todo, la pandemia, ¿cómo imaginamos el futuro? Un conjunto de autoras y autores, desde distintas perspectivas y especialidades, reflexionan sobre esta interrogante y plantean dudas e ideas sobre el porvenir que, siguiendo a Fuentes, está ocurriendo precisamente hoy.
EX LIBRIS
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P
@Sobreperdonar
ensar el futuro es parte de esa facultad contrafáctica del ser humano que parece distinguirlo de las demás especies. Frente a los traumas del pasado o la inercia del presente, el hombre puede intentar un salto hacia el futuro y, frente a lo que se supone inmutable, se atreve a oponer lo hipotético y lo ideal. Pese a que el futuro excede las certidumbres humanas, muchas veces, para bien o para mal, el individuo concentra su energía en este. Porque, ante la evidencia de la finitud, hay un anhelo de inmortalidad, un ansia de porvenir, detrás de las más desaforadas empresas. Así, en las hazañas bélicas, en la acumulación de bienes y poder o en la creación de pensamiento y formas artísticas subyacen diferentes modalidades de perpetuación y de apuesta hacia el futuro. Sin embargo, el concepto de futuro no siempre ha tenido la densidad y centralidad que adquiere en la modernidad. De hecho, para historiadores como Lucian Hölscher, en su El descubrimiento del futuro, la noción del porvenir como guía esencial de la vida colectiva apenas comienza a instaurarse en el siglo XVI y se consolida en el XIX. Las razones del protagonismo del futuro en la modernidad son, entre otras, la gradual extinción de los estamentos tradicionales, la mayor movilidad social, las mejoras en la salud y la prolongación de la esperanza de vida, la instauración de la democracia (con su entronización de la promesa política) y las posibilidades aparentemente infinitas de progreso económico, científico y tecnológico. Todo esto empodera al individuo, lo vuelve sujeto activo de la historia y, por decirlo así, pone el porvenir en sus manos de cocinero. La incertidumbre que existía antaño en torno al futuro, o su congelamiento en las profecías religiosas, se convierte en autoconfianza y creencia en la capacidad humana de perfeccionarse, de sazonarse. Por supuesto, en las ideas colectivas de futuro hay mucho de ideología y ficción y no en balde el género prototípico del futuro, la utopía, adquiere a menudo la forma de novela. Por lo demás, la obsesión por el futuro no siempre produce los mejores resultados y muchas recetas supuestamente infalibles para la felicidad futura se olvidan de los seres de carne y hueso y se convierten en pesadillas. En otras ocasiones, bajo la apelación al futuro, simplemente se cocina disimuladamente una rancia vuelta al pasado. En la actualidad, las crisis financieras, el estancamiento de muchos estratos sociales, los problemas de legitimidad y credibilidad de las democracias y las amenazas globales como el cambio climático y el surgimiento de pandemias, dibujan nuevas sombras sobre el futuro inmediato. Por eso, conviene pensar el futuro como un horizonte abierto, no como un destino manifiesto o un regreso nostálgico, y hacer una cocina del futuro que sepa integrar de manera creativa, en un mismo platillo, datos duros, expectativas realistas y piscas de escepticismo con unos cuantos, e indispensables, trozos de esperanza.
Conviene pensar el futuro como un horizonte abierto, no como un destino manifiesto
Visión del futuro/ EKO
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LITERATURA
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Celebramos 100 años del nacimiento del escritor uruguayo y con él a la ciudad donde se formó y retrató a una clase media emergente
El Montevideo de Benedetti
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GUILLERMO G. ESPINOSA FOTOGRAFÍA AFP
n la biblioteca de Mario Benedetti en Montevideo asoma el lomo de un libro del Fondo de Cultura Económica de 1957, escrito por Fernando Benítez con el título de El rey viejo. Es una rara coincidencia de los tiempos. Esta obra de ficción se basa en un hecho histórico, el asesinato del presidente Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo, Puebla, cuando penosamente intentaba eludir un golpe de Estado de sus adversarios, los generales sonorenses, trasladándose a Veracruz en 1920, precisamente el año de nacimiento del escritor uruguayo. En el centenario de Benedetti, 10 mil de los 13 mil libros que reunió en vida forman parte ahora de un pequeño museo dedicado al autor de La tregua, administrado por una fundación que lleva su nombre y ubicado en un viejo barrio montevideano de vida universitaria, que se llama Cordón. La enorme cantidad de títulos acumulados en el acervo está relacionada con sus once años de exilio en Madrid y con una de sus actividades menos conocida: la de crítico literario. Así es que, además de El rey viejo, en los estantes de madera aparecen a primera vista otros títulos de literatura latinoamericana, sociología, filosofía y sexualidad humana: La mujer habitada de la novelista nicaragüense Gioconda Belli; O paraiso perdido del brasileño Frei Beto, teólogo de la liberación en los turbulentos años de las guerrillas sudamericanas; En busca de Octavio Paz: de la historia al otro, un ensayo del ecuatoriano Luis Alfonso Chiriboga; un título sin autor que anuncia
al Che in verse y Textos cautivos del argentino Jorge Luis Borges. Aunque murió en 2009, Benedetti fue un hombre del siglo XX y uno de sus protagonistas en el escenario cultural y político latinoamericano. Sus obras más destacadas, como La tregua de 1959, una novela que fue llevada al cine en 1974, Montevideanos, una selección de cuentos, e Inventario, un conjunto de poemas, representan a la sociedad urbana de aquel tiempo, sus percepciones de la rutina, el tedio y el amor. Montevideo fue su ciudad adoptiva y fuente de inspiración de la historia de Santomé, el viejo oficinista que estando a un paso de la jubilación se enamora de Avellaneda, una joven subalterna con la que establece una relación a escondidas, en el anonimato de la masa citadina. Con la proximidad del centenario, en algunos puntos de la ciudad han aparecido murales con el rostro de Benedetti. Hay uno en el entorno del Palacio Legislativo, donde sonríe y mira como un abuelito condescendiente; en otra pintura, en la céntrica calle de Florida, se le ve haciendo anotaciones en un pequeño cuaderno, imagen de una práctica arraigada en su vida cotidiana, que evocan quienes lo conocieron o vieron alguna vez en cafés, pizzerías o restaurantes de su prelidección: el Soracabana, donde se dice que escribió La tregua en sus ratos libres; el San Rafael, preferido en los últimos años de su vida; y el Brasilero, punto de coincidencia con Eduardo Galeano, el uruguayo autor de Las venas abiertas de América Latina (y ambos militantes de izquierda). Benedetti puede estar en cada una de las esquinas de Montevideo. En una de ellas, justo detrás del Palacio Presidencial de Uruguay, hay una pizzería llamada Tasende, que es de las más profundas tradiciones gastronómicas de la ciudad, fundada en 1931. El mismo narrador la inmortalizó en uno de sus cuentos. Su
heredero, José Luis Tasende, se enteró de ello cuando estuvo de visita en la tierra de sus ancestros en Galicia, donde un primo le dijo: “Si seremos importantes: ¡Benedetti nos nombra!” Y todo porque en uno de sus relatos, con tintes autobiográficos, el escritor hablaba de un personaje joven que al salir de la escuela secundaria corría a comer un “tacho”, una original pizza de cuatro quesos, a la leña. “Él comía en el mostrador generalmente, frente al horno. Se encontraba ahí con gente y sostenía conversaciones”, rememora don José Luis. “Era un tipo que siempre ofrecía una sonrisa, pero yo no tuve mayor confianza con él”. La ciudad a la orilla norte del Río de la Plata no es hoy la misma que habitó Benedetti. La clase media de mayores ingresos se ha ido al este de la mancha urbana, zona de playas, y la clase trabajadora se expandió hacia el oeste, donde están el puerto, los almacenes y la industria. La Ciudad Vieja, que albergó el primer casco urbano, portuario y amurallado en el siglo XVIII, casi se vació de habitantes, prevaleciendo las oficinas de gobierno, empresas y comercios. Lo mismo pasó en el Centro y sus inmediaciones. Y este año, la pandemia arrasó con el San Rafael. Ahí ya solo queda estampada una leyenda que le rinde honores al poeta, al lado de una mesa empolvada en la fila de la ventana. Benedetti nació en un lugar llamado Paso de los Toros, un nombre que evoca las estancias ganaderas que aún tienen fuerte peso en la economía uruguaya, el entorno rural del siglo XIX que recreó el cuentista Horacio Quiroga en “La gallina degollada” y “El almohadón
LITERATURA
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autobiográfica. Escribió una carta de lector a un extinto semanario llamado Aquí para cuestionar la visión benedettiana de los jóvenes, expresada en una entrevista que difundió la misma revista. Le hizo ver que aquellos muchachos malportados pasaron los años de la dictadura en su país, leyendo y admirando al prohibido Benedetti y eludiendo la vigilancia político-policial para que no descubriera la lectura clandestina del escritor que ahora ponía en tela de juicio formas de vida de la juventud uruguaya. Aun después de fallecido, Benedetti generó otra polémica. Esta ocurrió cuando se acercaba el centenario y el Ministerio de Educación y Cultura tuvo la necesidad de organizar el respectivo homenaje. El problema fue que también en 1920 nació otra poeta de reconocimiento y consumo cultural nacional, Idea Vilariño, cuya lírica es muy reverenciada entre los conocedores locales, incluyendo a los escritores en ascenso como Horacio Cavallo, poeta y narrador nacido en 1977. “La poesía de Benedetti no me conmueve”, afirma después de recordar que el primer contacto con textos benedittianos lo tuvo en casa de su abuela, que era entusiasta lectora de su contemporáneo Mario, al comienzo de la década de 1990. “Pero si tengo que sacar la obra de ellos de una casa que se está prendiendo fuego, me llevaría primero los libros de Idea”, remata. Durante un tiempo, en el diario La Mañana, en los años sesenta, Benedetti tuvo a su cargo una sección de crítica literaria llamada “Al pie de las letras”. Lo recuerda el nieto del fundador de ese periódico, Hugo Manini, quien dice que para esta publicación (actualmente un semanario) es “un orgullo haber tenido una figura de tanta relevancia intelectual, porque su obra ha trascendido las fronteras y, sin duda, fue un hombre de su tiempo y en algún momento tuvo una definición política que dio esperanza a las juventudes universitarias, sedientas de encontrar algún camino que superara los puntos de mira de nuestra América Latina. En algún sentido tomó la antorcha de nuestro José Enrique Rodó y su Ariel”. En el pequeño museo benedittiano se exhiben permanentemente objetos personales del escritor. Ahí está su mesa de trabajo y encima de ella sus lentes y cuadernos de apuntes; en los muros cuelga arte que compró o le regalaron en vida: un Picasso, un Mata y un Alberti, con dedicatoria, entre otros. Hay igualmente unas tarjetas de presentación personal con las dos direcciones postales que conservó hasta el final de su vida en Madrid y en Montevideo. Hasta en esos pequeños detalles se nota la vinculación casi orgánica de Benedetti con la ciudad: la calle donde vivió sus últimos días conmemora a su gran amigo Zelmar Michelini, un reportero exiliado en Buenos Aires y perseguido y asesinado ahí mismo por sus ideas y su activismo político, en 1976. Benedetti fue un “escritor comprometido socialmente”. Esta fue una forma de identificación de aquellos que inspirados por la Revolución cubana y otros movimientos guerrilleros y políticos latinoamericanos se dieron a
la tarea de denunciar la injusticia. Lo que probablemente representa mejor su entrelazada vena literaria y política es la pieza teatral Pedro y el capítán, en la que un preso político entra en diálogo con su torturador. Fue publicada en México por Siglo XXI Editores y estrenada por la compañía uruguaya de teatro El Galpón, a la que le tocó vivir el exilio en la capital mexicana, como a muchos otros uruguayos, argentinos, chilenos, colombianos, brasileños, salvadoreños y guatemaltecos, en los años setenta y ochenta. Además de los lazos con España y particularmente con la Universidad de Alicante, Benedetti fue acogido por editoriales de México, Argentina y Cuba. Sus novelas, cuentos y poemas se han traducido a varios idiomas, pero Siglo XXI, Era y Nueva Imagen fueron las casas que los hicieron circular en México. La editora de Copilco imprimió originalmente El cumpleaños de Juan Ángel, un relato en verso sobre un niño que al crecer se une a la guerrilla urbana uruguaya, y la colección de cuentos La muerte y otras sorpresas. México es el país donde más se venden los libros de Benedetti, principalmente de poesía, y él tenía conciencia de ello. “Él me lo comentaba”, dice su biógrafa y presidenta de la Fundación que administra su legado, Hortensia Campanella. “Los recitales con Daniel Viglietti (cantautor y militante de izquierda) fueron multitudinarios” en la capital mexicana. Con motivo del centenario, la española Alianza Editorial, destacada por su refinada colección de literatura y humanidades, dispone de un lugar para La tregua, Gracias por el fuego, Pedro y el capitán y antologías de cuentos y poesía. Y este 10 de septiembre, el sello Alfaguara lanzó una selección de poemas benedettianos hecha por Joan Manuel Serrat, quien también escribió el prólogo. La pandemia arruinó algunos de los festejos que estaban programados, pero se pudo mantener la “traslación” de La tregua al ballet, cuyo estreno será en Montevideo en octubre próximo. Un punto de común acuerdo entre quienes conocieron a Benedetti es acerca de su personalidad austera y modesta. “Sus casas eran más bien pequeñas. Por supuesto que atendía él mismo el teléfono. Su contacto con la gente era muy directo y creo que eso se trasluce en su poesía y en su deseo de comunicarse directamente con los lectores. La gente común, el que le vendía los periódicos en la esquina de su casa en Montevideo, los camareros del pequeño bar al cual iba a almorzar en los últimos años, decían que era una persona afable”, apunta Campanella. Las obras del final de su vida, Benedetti las escribió en una computadora. No se detuvo ante los cambios de la tecnología, dice Santiago Pereyra, un guía del museo, que también da fe de que el año pasado unos mexicanos le pusieron un altar de muertos el 2 de noviembre. Antes de la pandemia, los turistas mexicanos eran también los más frecuentes visitantes del sitio. El asma contuvo al escritor de volver a México a leer su obra. Ahora son los mexicanos los que vienen a saludarlo.
Un punto de acuerdo entre quienes lo conocieron es acerca de su personalidad austera y modesta
de plumas”. La familia dejó “la campaña” para radicarse en un Montevideo de tranvías y carros tirados por caballos, cuando Mario era todavía un niño. Tuvo después ahí una intensa vida laboral a partir de los 14 años, así como una paralela y prolífica obra lírica, narrativa, ensayística y periodística. “La ciudad ahora es mucho más abierta, diversa, menos concentrada en el centro o en barrios cercanos; creo que la geografía de la literatura uruguaya va hacia otros lugares urbanos, más marginales incluso; tiene menos pudor. En la literatura de Benedetti estaba metida una clase media de izquierda que buscaba un camino y que tenía ciertas esperanzas. No todo era así. Me gusta Andersen Banchero porque narra los márgenes de esos años cuarenta. Es un poquito más sucia que, por ejemplo, la
problemática de un oficinista. Lo respeto mucho pero es un tema anclado en el centro de Montevideo”, dice Gabriel Peveroni, un escritor nacido cuatro décadas y media después que Benedetti, autor de Los ojos de una ciudad china, una novela de circulación local que se ubica en Shangai y otras ciudades con atormentadas vidas y personajes plagados de fantasías de tipo pop culture. La literatura uruguaya porta rúbricas generacionales. La de Benedetti es conocida como “la del 45” y en ella se inserta también la poeta Ida Vitale, Premio Cervantes en 2019. La de Peveroni se conoce como la “de los Crueles” y uno de sus contemporáneos, el ya fallecido escritor y periodista nacido en 1962 Gustavo Escanlar, atravesó por una polémica con el gigante de las letras uruguayas, a su retorno del exilio en Palma de Mallorca y Madrid, después de 1985. Fue un hecho en el mundo literario local que aún se recuerda en charlas de café. Escanlar lo narró en una crónica
El autor de La tregua (14 de septiembre de 1920-17 de mayo de 2009).
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DE PORTADA
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La esencia de las artes escé
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DAVID OLGUÍN FOTOGRAFÍA SHUTTERSTOCK
s difícil pensar la vida sin un lugar sagrado a donde volver. Se puede llevar la casa a cuestas, como el caracol, y deambular en un estado de tránsito, de un lugar a otro, cambiando paisajes sin fin, pero esos viajeros llevan la música por dentro y en la espiral de recuerdos está el pie de casa que apuntala el movimiento. Como una paradoja de la fugacidad propia de las artes escénicas —la más transitoria de las artes, criatura de un día que se logra, en sus frutos espléndidos, con una artesanía que la hace única, minuciosa, irrepetible, como irrepetible es cada función en su permanente diferencia—, el teatro, un arte lento, milenario, aparentemente inmóvil, regresa cada tanto a sus orígenes y a su pie de casa. La catástrofe del presente —sanitaria, económica, oscuramente regresiva en el horizonte político y en el miedo al cuerpo del otro— parece arrasarnos, pero también, al desnudar la casa, nos da la ocasión de volver a mirar lo esencial. Hemos visto a nuestros miles de muertos irse sin los rituales de despedida que desde siempre nos congregan: ahora nuestros funerales son inhumanos; los críos nacen sin la celebración gregaria que refrenda la esperanza; no hay festejos solares; se resquebrajan instituciones bajo una mirada política miope; a distancia se educa, se ama, se conversa; abrazamos el Zoom y sin duda lo mejor de lo nuevo quedará y optimizaremos el tiempo, y acaso nos ayudará a ser más productivos y eficaces. Pero me asalta esta última afirmación y se cuelan palabras de una forma de vida que siempre atenta contra lo gregario. Mucho de lo nuestro se está despidiendo para no volver y así como el vendaval y la crisis desnudan las flaquezas de un rey, cualquiera que hace teatro sabe cabalgar el tiempo y, sin aferrarse al ayer, busca y encuentra plenitud conjugando el presente. Un mandala no se atesora, en la intemperie está su razón de ser; en un misterio se cree y punto; un abrazo, un beso, requiere de dos o más, según la elasticidad del cuerpo y el corazón de cada quien. El teatro, en este sentido, como
todo aquello que nos recuerda las razones profundas de la aventura colectiva en este tránsito y en esta hora y en este paisaje, sobrevivirá porque es necesario. El navegante profundo no se pregunta sobre el puerto de llegada, en el hacer está su finalidad. “Solo lo inútil tiene sentido”, nos recuerda Chéjov. La escena hace magia y embrujos, y también engendra visionarios; hacerle al adivino es contradecir su ser primordial: arte de la presencia y encuentro de personas en tiempo presente. Pero aquí nos convoca el futuro en una reflexión colectiva que al invocar esa palabra tan teatral, nos pide aventurarnos en breve hacia adelante. Así que, entre la esperanza y la agonía, va uno que otro vaticinio: la industria indudablemente florecerá en los medios audiovisuales y cuando todo acabe, el gran público volverá a anhelar el encuentro con su estrella en vivo; los actores de teatro sobrevivirán de milagro y vivirán de los medios audiovisuales; nuestras unidades de producción tendrán que ser pequeñas y absolutamente solidarias y transversales en el teatro independiente; sin duda habrá público que anhele volver al teatro como se está viendo en los pequeños foros que ya han abierto sus puertas; el teatro hibridará más su lenguaje con lo audiovisual y acaso alguna de esas posibilidades encontrará las técnicas y poéticas depuradas que le den autonomía a un nuevo lenguaje, pero este jamás anulará la matriz que le dio origen. Así la fantasmagoría en la bola de cristal. ¿Pero todo eso impide que anhelemos enterrar humanamente a nuestros muertos? ¿Habrá fin para los rituales que nos dan esperanza? ¿Y qué de las celebraciones solares, el amor, las delicias gregarias de la amistad, la hospitalidad, el encuentro, el afecto, la piel? ¿Dejaremos de ser humanos? Ojalá el teatro sea diferente y se sacuda de banalidad. Mucho tendrá que cambiar, pero la sacralización de un espacio, el encuentro de inteligencias, emociones y cuerpos, la fe en un hacer transitorio, el ensayo como metáfora del viaje que es un fin en sí mismo más allá del resultado, la esencia misma del ritual milenario, ¿va a cambiar? Seguramente cuando solo quede una última persona en un paisaje sin mañana. Por lo pronto, hoy es hoy y la función debe continuar.
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David Olguín. Dramaturgo, director de teatro.
¿Y qué de las celebraciones solares, el amor, las delicias gregarias de la amistad?
DE PORTADA
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énicas La soledad del futuro
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ALONSO CUETO
l futuro es un sospechoso sobre cuya identidad tenemos pocas pistas. Hubo tiempos en los que pensábamos que lo habíamos descubierto. En anteriores pesquisas, los indicios del presente con frecuencia llevaban a sacar conclusiones y a hacer pronósticos. La ciencia y la filosofía del siglo XIX llevaron a plantear que la historia iba en camino de una dirección determinada. Todos debíamos esperar que triunfaran las utopías políticas y sociales. Creíamos que el sistema en el que vivíamos sería reemplazado. El marxismo señalaba un camino, supuestamente basado en la ciencia y la razón, para las sociedades. Entonces se pensaba que era inevitable. Pero, como bien sabemos, el determinismo nunca ha sido un buen método de diagnóstico ante las evidencias de los azares y necesidades propias de la historia. En los últimos años hay algunos ejemplos. Cuando Obama fue elegido, pensamos que el racismo había amainado en Estados Unidos. Hoy es más fuerte que hace diez años. Fukuyama adivinó en una obra demasiado famosa que la historia se había detenido, satisfecha y ufana, en la idea de una democracia capitalista. Hoy el país donde esa utopía se había encarnado tiene manifestaciones de violencia en sus ciudades. Algunos ingenuos creyeron en las posibilidades de una revolución social al mando de los gobernantes de Cuba, Nicaragua, Bolivia, Ecuador y Venezuela. Nada de eso ocurrió. La historia tiene una marcha pero su mecanismo puede ser tan frágil, inasible, inesperado como la mente humana. Hoy al menos sabemos que solo puede predecirse lo impredecible. Quizá la explicación más coherente para la evolución de las sociedades es la que ofreció Orson Welles en una de sus entrevistas: “Man is a crazy animal”. Si el futuro es un misterio que el presente no puede resolver, con frecuencia recurrimos al pasado. Al hablar de la pandemia que nos acosa, pensamos en la gripe española que desde su inicio en 1918 mató a 50 millones de personas en todo el mundo. Por entonces no hubo una vacuna. Agobiada por los restos de la guerra, cuyas movilizaciones habían contribuido a esparcir la enfermedad, el único alivio en esos años fue la resignación: permitir que el virus se debilitara gracias a la inmunidad del rebaño. Hoy no necesitamos una Guerra Mundial porque la globalización se encarga de esparcir todo lo que sea posible, para bien y para mal (con frecuencia ambos fines se superponen). Los héroes de la humanidad son los médicos, las enfermeras y los científicos, no los militares ni los políticos. Nos aferramos a la ciencia como un remedio contra el conjuro de lo invisible. Nuestro asesino es un agente que campea por el aire a nuestro alrededor.
No es un ser vivo pero actúa con la astucia y la velocidad que tendría un monstruo. Vivimos en una novela de fantasmas, un conjuro de la cultura gótica, a merced de un ser invisible. Es la historia del terror de nuestro tiempo. Las guerras con ejércitos son obsoletas pero los virus siguen su marcha. Todas las descripciones de la emoción que nos embarga en estos meses (la incertidumbre, el desasosiego, la desconfianza) pueden resumirse en una que es descrita con una palabra más corta y letal: el miedo. Tenemos miedo de salir, miedo de ver a otra persona en la calle, miedo de nuestras propias mascarillas que cambiamos cada cierto tiempo. Cualquier lugar puede ser un foco de contagio. Tenemos miedo de tocar el cajero de un banco, de sostener un sobre con medicinas, de entrar a un local cerrado. El miedo produce un efecto inmediato: el repliegue. La vida cotidiana —el trabajo, la educación, la diversión— se realiza en soledad, con algunas ventanas digitales que nos muestran las caras y las voces de otros. No vemos a nuestros amigos, a nuestros parientes. No vamos al cine ni al teatro ni a los conciertos. Confinados en nuestras casas, en nuestras ciudades, en nuestros países, nos enfrentamos a la enfermedad, quizá a la muerte. Nos replegamos también en el fondo de cada uno. En ese universo cerrado, redescubrimos nuestros recuerdos, nuestras aficiones, nuestros deseos hasta entonces ocultos. Se acabó la sociedad, la comunidad, el abrazo. Se acabó el ritual colectivo de ir a un teatro o a una sala. La música, la literatura, las películas en la televisión se han mudado a nuestra sala o, mejor aún, a la última trinchera, nuestro dormitorio. La vida se ha domesticado al máximo. Eso somos. Unos seres domesticados, en todos los sentidos, por el virus. En este mundo de animales domésticos, el futuro en este año y el próximo se ofrece como una prolongación de esa soledad. Luego, algún día, cuando el virus esté controlado por su propia evolución (la vacuna nunca tiene una garantía plena), es posible que haya una explosión de las libertades hasta ahora restringidas. En el año 2022, aquellos que puedan hacerlo viajarán, saldrán a la calle, tendrán fiestas, reuniones, celebraciones como un desahogo a estos tiempos de confinamiento. Eso será aún más peligroso que el virus y podrá llevar a la ruina de nuestras economías. Si nos atenemos a lo que ocurrió hace un siglo, pasaremos, como es usual, de ser monjes a ser libertinos. No lo sabemos. Saldremos de esta pandemia de algún modo. Estaremos felices por unos años más. Hasta que el futuro nos siga sorprendiendo y entonces vendrán los nuevos virus. Entonces sabremos que en realidad nunca se fueron.
Alonso Cueto. Escritor. Autor, entre otras novelas, de La pasajera
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Recoger peras en un canasto AVE BARRERA ILUSTRACIÓN SHUTTERSTOCK
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omo la conciencia y el lenguaje complejo, imaginar el futuro caracteriza a la especie humana. Nuestra mente es una máquina de deseos, de antojos, de planes, de ansiedad. Uno de los pasos iniciales de la meditación es precisamente cerrar el caudal de los pensamientos para instalarnos en el presente, quien lo haya intentado sabe lo difícil que es; a la menor distracción ya estamos de nuevo anticipando, haciendo suposiciones, tejiendo largas cadenas de especulación. Mientras escribo este texto pienso en la urgencia de que me conecten el servicio de internet, tengo que arreglar la pata de la mesa que se enchuecó en la mudanza y pedir a la casera que impermeabilice porque ayer cayó tormenta y aparecieron goteras; el campo allá afuera me llama con el pasto cubierto de rocío; la tormenta de ayer derribó cientos de peras en la huerta, tengo que recogerlas para que maduren y poder comerlas, que no se pudran en el suelo. La realidad y el tiempo siguen su curso natural hacia el caos, el ciclo de la vida, y la muerte no pide permiso, solo sucede. Sin embargo el deseo, la anticipación, la especulación de lo que queremos (comer tarta de pera) y de lo que no queremos es lo que nos permite contener en alguna medida ese flujo implacable para construir un sentido que vaya de acuerdo con nuestra voluntad. Tenemos una relativa capacidad para planear cómo queremos que sea nuestra vida, acompañados de quién, procrear o no, alimentar el cuerpo o dañarlo, edificar el espíritu o perderlo. Lo cierto es que por muy concretas que sean las acciones a realizar para edificar lo idealizado, el futuro no existe, es una fantasía, “del plato a la boca se cae la sopa”, siempre puede ocurrir algo que desvíe el curso que previmos y es entonces cuando llega la frustración. Entre más fija sea la idea de futuro, es más susceptible de que su realización desempate con lo imaginado. Tenemos que negociar paso a paso con la realidad para ir asentando sobre la marcha, con mucha cautela y con los pies bien puestos en el presente, los bloques del
proyecto que imaginamos. Aun así, en ocasiones la realidad nos la juega. Si el pasado es semejante a un fantasma que se desdibuja conforme desaparece de nuestra memoria, al futuro me lo imagino como un boceto a lápiz donde la ruta trazada va cambiando conforme se adapta a una visión más amplia. A las líneas tenues se le superponen otras, cada vez más firmes, hasta que la tinta del presente llega para marcar la versión definitiva de la realidad. Así, a la vaporosa nostalgia podemos contraponer la metáfora plácida y táctil de “acariciar” una idea; al fantasear vamos dando color, forma y materialidad al futuro que queremos, como en el mito de Pigmalión, que esculpió a la mujer deseada hasta que la escultura cobró vida. A principios de 2020, a partir de la pandemia, vimos desmoronarse nuestra idea de futuro. Cambió por completo el rumbo, la realidad se desfasó con respecto de lo bocetado por nosotros. La pérdida es incalculable: las vidas que ya no están, las apuestas que se perdieron, el sentido de tantas cosas que cambió de la noche a la mañana. Todavía no hemos terminado de atravesar esta profunda crisis y el trabajo de duelo apenas inicia para algunos. Suele decirse que “la vida sigue”, pero cuando el sentimiento de pérdida nos atraviesa el tiempo parece detenerse, no hay “nueva normalidad” que valga, nos arrasa la fuerza implacable de la vida y la muerte y tiempo. Pero sucede que la pérdida de sentido nos coloca de nuevo en el presente. Desde aquí podemos inventar nuevas estrategias para sobrevivir, le damos nuevo valor a las cosas, a lo simple, a lo doméstico, al cuidado del cuerpo, a nuestra relación con los que nos rodean. Quizá por ahora solo puedo arreglar la pata de la mesa o salir a recoger peras verdes, no importa, esos bloques ínfimos de realidad, esas acciones concretas son lo que nos permitirá ir recuperando la capacidad de planear nuestra vida.
Tenemos que negociar paso a paso con la realidad para ir asentando sobre la marcha
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Ave Barrera. Premio Literario Lipp La Brasserie 2018 por Restauración.
Es la ternura, compañero BRENDA NAVARRO
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uiero creer que cuando Pedro Lemebel escribió su Manifiesto (hablo por mi diferencia) (1986) ya anticipaba lo que se venía para el mundo. Sabía que muchos niños iban a nacer con una alita rota y por eso decía:
Y yo quiero que vuelen compañero Que su revolución Les dé un pedazo de cielo rojo Para que puedan volar.
Y hablaba de una revolución y de su rechazo pero sabemos que hablaba de todas las revoluciones y todos los rechazos. Y explicaba el dolor de su época pero también se refería a esta, la nuestra. Porque el futuro está ahora y lo palpamos. Muchas ya vemos lo que va a pasarnos; lo observamos en nuestras madres y nuestras abuelas.
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¿Tendría que ser distinto?
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ROBERTO PLIEGO
i ya el presente me resulta aterrador, no otro sino el presente mexicano, con el que me duermo y me levanto cada día, no encuentro motivos para imaginar un futuro distinto. No, al menos, cuando soplan vientos amenazadores sobre la política, la economía, la salud, la educación. La coartada del pesimista juega a mi favor, sobre todo ahora que el victimismo y el resentimiento han tomado la tribuna. Y sin embargo, y sin embargo… La literatura puede tener fines propagandísticos y servir a iluminados y reyezuelos, pero la mayoría de las veces se mueve en contra de las creencias dominantes y aun de la realidad, negándola o transformándola. De modo que, echando un vistazo por los dominios de la narrativa mexicana, se me antojan algunas visitas al futuro que, no podía ser de otra manera, ya están contenidas en el presente. La más sonora y telúrica será la presencia cada vez mayor de la narrativa escrita por mujeres. Ahora que un enemigo invisible ha redefinido las posibilidades del cuerpo y, por tanto, ha exaltado los riesgos del contacto físico, no me parece improbable el aumento de novelas en las que el cuerpo, desde la experiencia femenina, se mostraría vulnerable, invadido, mancillado. Quiero decir: lo que probablemente leamos no será sino una prolongación del pasado y la indignación. La visión del cuerpo vulnerable, es decir, la exposición de la intimidad marcada por el miedo y el dolor podría restarle argumentos a la llamada novela del narco, tan dada a convertir la nota roja, uno de los rostros más sórdidos de la arena pública, en objeto de entretenimiento. Aunque, pensándolo bien, qué autor con aires de vengador social dejaría pasar la oportunidad de animar las mañanas y tardes radiofónicas. Lo que también significa que las historias edificantes en las que un político impresentable y corrupto, y de un pasado remoto, pisa la cárcel después de los buenos oficios de un reportero de conducta intachable seguirán prosperando como artículos de sobremesa. Así que hasta el momento tengo una buena noticia y dos malas. Un futuro con demasiadas semejanzas en relación al presente debería llevar a cuestas una buena dosis de indiscreciones confinadas en la autoficción, himnos tronantes al yo, las luces de una magnífica soledad encomiada desde sus fermentos más jugosos. Debería cargar igualmente con la cháchara disfrazada de prosa poética simplemente para no decir nada. Por lo demás, y en vista de que a veces conviene darle la espalda al mundo, seguiremos leyendo aquellos libros escritos por amantes del lenguaje, aves raras en un mundo que despreciará el conocimiento y sus frutos intelectuales. Tampoco es infructuoso pensar que las proyecciones anteriores nunca tendrán lugar, que la imaginación literaria será sustituida por un ¡Hosana! que ocupará nuestras cabezas durante todos los días de nuestras vidas insulsas hasta que la muerte nos alcance.
Seguiremos leyendo aquellos libros escritos por amantes del lenguaje, aves por demás raras En las amigas y en las mamás de las amigas. Lo vemos en las que ya no están y en las que no regresan. Cuando imaginamos el futuro, lo que sabemos es que es nuestro, pero que nadie nos preguntó si lo queríamos y que nos tendieron la trampa sobre que la toma de decisiones era una cosa individualísima y no un mamotreto preconcebido incluso antes de que naciéramos. Por eso me aferro a la idea de que Lemebel ya sabía y me hago la que sé y ando firme en mis pasos ya hipotecados. Y me aferro no por necia, sino por desesperanzada. Porque cuando aceptamos que no es la esperanza sino la supervivencia lo que nos une a la de al lado y a la de enfrente, sabemos que somos la de atrás y eso nos da una liviandad que se acompaña de una capacidad por ver donde alguna vez estuvimos y estuvieron otras personas. Como la infancia que observa e imita, articula y representa para después nombrar lo que es. Lo que se es, fue y será. Al mismo tiempo. No es el progreso, ni el desarrollo, ni la búsqueda de la felicidad, sino la carencia la que hace que se transforme el mundo que habitamos. A partir de la carencia de esperanza, de medios, de sueños y de expectativas, es que la incomodidad de ser lo que se es/ o que hay, se nos presenta como la oportunidad de movilizarnos. Como los bebés que quieren un juguete y gatean para alcanzarlo. O cuando lloran
porque la caca o porque el hambre. No es en la sonrisa que fotografían y desean inmortalizar sus padres en donde aprenden a sobrevivir, sino en la necesidad. Los infantes no saben de esperanza, sino de supervivencia. Por eso cuando Lemebel decía: Hablo de ternura compañero Usted no sabe Cómo cuesta encontrar el amor En estas condiciones
yo me aferro porque sé que el poeta hablaba por su diferencia, pero también por la mía y la de mis compañeras que ya sabemos que no tendremos pensiones y que seguiremos viendo cómo se ríen de nuestros derechos y exigencias y nos restriegan en la cara un futuro que no pedimos, que no queremos y que no necesitamos. Son nuestras carencias, compañero, les diría a todos los compañeros. Las carencias las que hacen que nos aferremos a la ternura y al movimiento. Porque sabemos que las pandemias, los feminicidios y la pobreza son el futuro que se imaginan todos. Lo que queda es la ternura, compañero, ese es nuestro manifiesto, el futuro manifiesto. Brenda Navarro. Socióloga. Autora de la novela Casas vacías.
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Educación entre dos tiempos LUIS XAVIER LÓPEZ FARJEAT FOTOGRAFÍA SHUTTERSTOCK
La verdadera generosidad para con el futuro es entregarlo todo al presente.
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Albert Camus
l futuro nos preocupa demasiado. Quizá nuestra preocupación primordial debería ser el presente. Crear el presente, construir, cimentar, transformar, replantear nuestras circunstancias actuales, para delinear un futuro, si bien incierto, más o menos promisorio. El futuro no existe pero nos hemos obsesionado con él. Proyectamos lo que podría ser, imaginamos mundos posibles, distópicos y aterradores, catastróficos u optimistas, y reaccionamos como si esos futuros contingentes, creados desde nuestros miedos y desde la ciencia ficción, fuesen inminentes. ¿Qué seguirá a la pandemia? ¿Qué nos depara la mal llamada “nueva normalidad”? ¿Volverá todo a ser como antes? ¿Cambiará el mundo, la sociedad, los medios de producción, el consumo, la educación, todo? ¿Habrá que adaptarnos a una nueva forma de vivir y relacionarnos? Mucho antes de la pandemia la cantidad de artículos y libros sobre el futuro se había ya desbordado: el futuro digital, las tecnologías del futuro, el futuro del trabajo y las empresas, el futuro del entretenimiento, los sistemas de salud en el futuro, longevidad y futuro, habilidades y competencias para el futuro, las ciudades del futuro, finanzas del futuro y, por supuesto, el futuro de la educación. Presumen los más optimistas que el desarrollo
exponencial de las tecnologías transformará ineludiblemente la vida humana. Cierto. Pero no hace falta hablar en futuro. Varias de las transformaciones previstas tiempo atrás llegaron con la pandemia. No todo mundo estaba preparado. Unos intentan adaptarse, otros se han desmoronado, algunos crean, otros se han paralizado. La educación —identificada usualmente con la escuela y la universidad— se encontró con una realidad que había sido postergada. Se vio obligada a reinventarse. Las exigencias habrían sido más llevaderas si desde siempre hubiésemos asimilado que la educación exige una renovación constante que debería ocurrir en y desde la propia sociedad en compañía de las instituciones educativas y culturales, y no desde secretarías de Estado. La educación no puede aferrarse a prácticas anquilosadas, reguladas por instituciones arcaicas controladas por funcionarios faltos de creatividad y cegados por intereses políticos. La crisis educativa en nuestro país es un llamado para que nos arriesguemos, como sociedad civil, a organizar verdaderas comunidades de aprendizaje, de transmisión de conocimiento y habilidades técnicas, de arte y cultura, de investigación transdisciplinaria, verdaderamente encaminadas a trabajar por los seres humanos y la sociedad. Entre muchas otras cosas, esta pandemia confirmó la fragilidad de nuestro sistema educativo. Si la educación impartida no encuentra vínculo alguno con la vida de las personas y con una verdadera regeneración humanista
de la sociedad, entonces está destinada al fracaso. Los problemas seguirán siendo los mismos: violencia y desintegración social, discriminación e injusticia, desempleo y pobreza. La verdadera regeneración no se construye desde el poder. Emerge desde una sociedad educada y dispuesta a crear comunidad a pesar de nuestros disensos y diferencias. Esas comunidades, algunas escolarizadas y otras no, están llamadas a generar conocimiento y a fomentar actitudes y habilidades para hacernos capaces de reaccionar ante nuestros problemas actuales. La servidumbre voluntaria a los gobiernos o a las fuerzas sociales no es una buena alternativa si preferimos una sociedad libre y activa. ¿Qué pasará con la educación? Todo depende de lo que estemos dispuestos a construir hoy. Las clases en línea y el acceso a diversos recursos y plataformas destinadas a mejorarlas tal vez llegó para quedarse. Habrá nuevas pedagogías. Sin duda habrá también rezagos y, de no apostar por el acceso y la adaptación masiva de las tecnologías, se ensanchará la brecha digital. Escuelas y universidades habrán de replantearse su función. Nada será como antes. Tampoco será como queremos que sea. La imaginación a veces nos engaña. No hay tal futuro. Estamos hechos para la incertidumbre. La palabra clave no es “adaptación” ante lo que pueda venir. La palabra clave es “creatividad” para reaccionar ante lo que venga. Nos inventamos, nos reinventamos y así es como nos habituamos a construir nuestro presente.
Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Autor de La filosofía árabe-islámica.
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Los nuevos Nostradamus
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intelectual, la estabilidad laboral y la garantía de becas y salarios dignos que permitan y promuevan el crecimiento y la renovación de la comunidad científica. Aún estamos a tiempo de evitar daños irreversibles a la ciencia en nuestro país. Para ello es indispensable que el gobierno y los actores políticos apoyen una reformulación crítica de políticas salariales y de apoyos económicos que fomenten carreras académicas y la colaboración multidisciplinaria, así como el desarrollo de programas de reincorporación de investigadores jóvenes que garanticen la creación y consolidación de líneas de investigación. Ello requiere de la participación crítica, libre y directa de la comunidad académica, que es consustancial al desarrollo del trabajo científico. Las autoridades del Conacyt deben abandonar su empeño en definir de manera unilateral y con consultas sesgadas la nueva Ley General de Ciencia, Tecnología e Innovación. Es indispensable garantizar el desarrollo de espacios colegiados y autónomos de participación de la comunidad científica en la toma de decisiones del sector, así como la garantía de libertad de investigación y su financiamiento. Es la única manera de evitar una crisis mayor a la que ya se avizora en el horizonte de la ciencia en nuestro país.
ientos de conferencias se llevan a cabo diariamente protagonizadas por los nuevos Nostradamus que, con o sin credenciales académicas, se aventuran a vaticinar el peor de los mundos posibles. Los nuevos Nostradamus, muchos de ellos filósofos apocalípticos, tejen con simulada autoridad reflexiones fatalistas que han sido pensadas con la misma cientificidad y responsabilidad con la que un brujo lee la palma de tu mano, o te da el horóscopo de la semana en la radio. Si meditamos sobre qué le depara a la filosofía en el futuro, quizá sería imprescindible replantearse que, si su intención es actualizar su discurso y pensar seriamente sobre los asuntos de coyuntura, los conflictos presentes, los dramas sociales y la política que dinamita toda comunidad, ojalá pudiera hacerlo con compromiso y documentación de lo que pretende tratar. La filosofía, desde su acepción originaria, es ese movimiento del pensamiento que brota primero —como lo diría Heidegger— del Stimmung del thaumazein, de un estado de ánimo fundamental que se asombra del mundo, quedándose pasmado por el mundo, detenido en la sorpresa ante un posible objeto de estudio. Ese thaumazein detiene el juicio, demandando serenidad y prudencia, exigiendo un tiempo, una distancia, templanza frente a la vorágine de los sucesos. Primero viene el asombro, después la reflexión silenciosa, la digestión de los sucesos. El asombro es el demonio curioso que produce hambre, amor, afición, pasión por la sabiduría, por el conocimiento. Para entender el corazón de la filosofía, me gusta considerarla más como sabiduría, porque en ella va implícito el afecto por la ciencia, por la investigación, por el dominio de un tema desde cierta objetividad; pero la sabiduría engloba también una práctica de vida. La sabiduría brota del asombro y el enamoramiento por conocer, y ese afecto nace siempre desde el terreno interior, a partir de una subjetividad concreta. De una conciencia que ha sido forjada por la experiencia de la vida. El filósofo es también una persona que ha adoptado, o no, parámetros morales; que cree o no en la ética, que es sereno en sus raciocinios o impulsivo y colérico en sus reflexiones sofistas. Para que la filosofía pueda hablar del futuro debería antes tomarse muy en serio la sugerencia estoica dictada hace más de dos mil años: la filosofía no es menos que una “práctica de la sabiduría o la práctica de la ciencia apropiada”, en la cual su objetivo es enseñar y enseñarse a sí mismo cómo conducir correctamente el juicio para llegar a un conocimiento certero, primero del propio yo, y después del cosmos. Recuerdo las palabras de hace unos meses, escritas por uno de los más “emblemáticos” filósofos de la actualidad, Giorgio Agamben, asegurando que las medidas de emergencia tomadas frente a la pandemia eran “frenéticas, irracionales y completamente injustas”. Hoy la realidad demuestra completamente lo contrario a esas palabras; ya casi alcanzamos el millón de muertos por covid-19. Mientras que la filosofía sigue agonizando por la charlatanería.
Antonio Lazcano. Miembro del Colegio Nacional. Facultad de Ciencias, UNAM.
Julieta Lomelí. Doctora en Filosofía. Especialista en Metafísica y Epistemología.
La ciencia al filo de la navaja
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ANTONIO LAZCANO ILUSTRACIÓN SHUTTERSTOCK
finales del siglo XIX se estrenó en Madrid La verbena de la paloma, una zarzuela que comienza con un dúo entre Don Hilarión el boticario y su amigo Don Sebastián, que con una mezcla de sorpresa y admiración ante los avances farmacéuticos entonan a voz en cuello que “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, que es una bestialidad, que es una brutalidad”. Tenían razón: a partir de entonces, los avances científicos y tecnológicos irrumpieron en forma irreversible en la vida cotidiana con la vacunación, la luz eléctrica, el telégrafo, los rayos X y el cinematógrafo. La ciencia pronto se convirtió en un elemento indispensable para el bienestar social, el acceso al conocimiento y la cultura, el desarrollo económico y una relación equilibrada con el medio ambiente. Como lo demuestra la pandemia y la crisis sanitaria que estamos padeciendo, la investigación científica juega un papel central en nuestra vida individual y colectiva. En la práctica, el gobierno del presidente López Obrador le ha dado la espalda a esta realidad. El arrinconamiento presupuestal y mediático es un indicador de la contracción brutal que está sufriendo el aparato científico, y refleja la incapacidad gubernamental para entender el significado social, cultural y económico del trabajo académico. El empeño en concentrar la capacidad de decisión en el Conacyt no
solo entraña el riesgo de la endogamia ideológica, sino que implica un intento por destruir la evaluación de pares, que históricamente es parte esencial del proceso de independencia del conocimiento científico de los poderes religiosos y políticos. Aunque desde hace más de 25 años el país cuenta con una red de Centros Públicos de Investigación que han contribuido a diversificar la generación de conocimiento y a descentralizar la investigación, en México las ciencias naturales y exactas se han desarrollado al amparo de unas pocas secretarías de Estado y las instituciones de salud pero, sobre todo, en los laboratorios, aulas y cubículos de las universidades públicas. En nuestro país, educación superior y desarrollo científico van de la mano, pero uno de los mayores obstáculos que tienen que enfrentar es la ausencia de políticas de financiamiento con candados presupuestales que permitan su desarrollo más allá de las ocurrencias políticas, los caprichos sexenales y las crisis económicas. El apoyo a la ciencia no es una dádiva, sino una obligación del Estado y la sociedad para garantizar la frescura
El apoyo a la ciencia no es una dádiva, sino una obligación del Estado y la sociedad
JULIETA LOMELÍ
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LABERINTO
DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ
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TOSCANADAS
Con su pan se lo coman DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com
I
maginar el futuro es sencillo cuando el tema es uno mismo. En el futuro, Toscana estará en un pozo o en una urna. Si fuera creyente me imaginaría en un emocionante infierno, dichoso por haber evitado la aburridísima eternidad de pasarla contemplando a dios. “Oye, diosito, ¿puedo leer un libro?” “No, güey, tú nomás contémplame”. Pero como no soy creyente, pienso lo mismo que aquellos sabios que aseguraban que para el muerto todo es igual que antes de haber nacido. En un taller me contarían los cuatro ques de la frase anterior. Me alcancé a criar en una generación con más certezas que incertidumbres, pues desde niños memorizábamos con voz engolada que éramos arquitectos de nuestro propio destino, y si extraíamos la miel o la hiel de las cosas era porque en ellas habíamos puesto hiel o mieles sabrosas. Se sabía que al plantar rosales, se cosechaban siempre rosas.
MONTERREY
Una calle de la ciudad a principios de la década de 1960.
Salvo por el temor de una guerra nuclear, en aquel entonces el mundo era optimista en cuanto al futuro: los autos levitarían, no existiría la pobreza ni el hambre, viajaríamos todos al espacio, los corazones artificiales funcionarían mejor que los naturales, aprenderíamos a usar más y mejor el cerebro; había confianza e interés por las ciencias y la educación. Era la continuación de un optimismo que había surgido desde finales del siglo diecinueve. En aquel entonces, por el dedo de Chéjov se escribió: “Nuestro objetivo debe ser estudiar y estudiar, procurar acopiar el mayor número de conocimientos posible porque las corrientes sociales serias están allí donde se encuentran los conocimientos, y la felicidad de la humanidad del futuro solo puede residir en el conocimiento. ¡Brindo por la ciencia!”. Y sí, la ciencia avanzó, avanzó mucho, mas para los años setenta ya se iba cambiando el optimismo por pesimismo.
Quizá se pueda marcar como génesis el famoso libro El shock del futuro, de Alvin Toffler, que veía en la velocidad del cambio tecnológico una ruta a la deshumanización, hacia ese lugar común de la ciencia ficción con seres perfectos, pero que no sabían amar. Hoy prevalece el pesimismo. Antes del virus ya había pesimismo mezclado con una buena dosis de deshumanización. Un espíritu de homo homini lupus. No puedo imaginar el futuro del mundo porque para eso habría que convivir con él, y hace tiempo que me divorcié del mundo. Yo no lo sé de cierto, pero intuyo que la gente se aburre y busca que la entretengan; se inventa quehaceres en vidas ajenas, se adhiere a cualquier activismo de dos teclazos y juega al e-Torquemada. Apenas presagio lo obvio: el virus se irá un día, y la rutina pillará a casi todos más pobres, más viejos, menos ilustrados y menos libres. Con su pan se lo coman.
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BICHOS Y PARIENTES
El porvenir y sus fantasmas
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esde el siglo XV queda establecida la sintaxis del futuro: vuélvete al pasado y reconstruye las nuevas humanidades y las ciencias experimentales. Con el nuevo ídolo, la tecnología y las máquinas, podemos incidir en el futuro y apropiárnoslo. Y eso de volverse atrás cambió pronto de objeto. No fueron solo al pasado humano sino al origen de las cosas, sus elementos, hasta los principios. Descartes, Spinoza, Hobbes trajeron la geometría a la raíz de todo lo humano. Amaban el miedo y temían sus pasiones: si el futuro no está del todo en nuestras manos, sí en nuestras máquinas. La suerte estaba echada y el tono era optimista. Este es “el mejor de los mundos posibles”, según hallaba Leibniz, entusiasmado con la racionalidad. Era un cálculo, no un juicio. Pero pronto se operó un deslizamiento del cálculo al juicio, producto residual y necesario de apropiarse del futuro. Si bien la moral se había desprendido de la teología, también se esparcía como el mal olor que sale de las máquinas que queman carbón. Los optimistas reciben sus primeras objeciones. Voltaire se burla de Leibniz y lo tilda de iluso. Es uno de los primeros indicios de una actitud moderna y todavía actual: los que saben, no pueden dejarse engañar por la ingenuidad de los razonamientos optimistas. Fue injusto cuando lo tergiversa y su versión: “todo sucede para bien en este, el mejor de los mundos posibles”, es mala lectura (o mala fe) que traslada un argumento lógico a un juicio moral. Había quedado rota la confianza en el futuro: ya no solo era la posibilidad de transformar el mundo hacia mejor; era también una obligación moral. Y, en
JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA EFE
tanto moral, imperativa, incluyendo ese otro costado siniestro: con tomar las riendas del futuro azuzamos también la muerte, la guerra, la miseria. La confianza en las máquinas tuvo que aprender a convivir con la desconfianza en las personas. La posibilidad es tecnológica; las culpas, humanas. El terreno entre el razonamiento transformador y la reflexión ética se convierte en campo de batalla. Lo hacemos cada vez mejor: somos cada vez peores.
Ahora, cuando las condiciones son superiores, cunde la cultura del victimismo, la queja
En economía, lo mismo: la emoción de Adam Smith cuando advierte la colaboración del mundo entero hasta en las más menudas mercancías. Su versión literaria, la de Xavier de Maistre, que da vuelta al mundo y a la historia sin salir de su recámara, halla luego su contraparte en la lectura materialista de Carlos Marx: la explotación, la enajenación… Y acabamos creyendo que el optimismo es ignorancia de la injusticia. Y el optimismo, de ingenuidad, pasó a perversión. La literatura da cuenta de la transformación: el optimista es ignorante o ingenuo. Se sorprende, porque no sabe que ya todo ha sido dicho y no hay nada nuevo bajo el sol. La modernidad se las apañó para hermanar al saber con el aburrimiento. El entusiasmo es para muchachos y bobos; los advertidos,
Robot capaz de trabajar con seres humanos.
los que entienden, son los discípulos del ennui de Baudelaire; de la tristeza de la carne y de haber leído todos los libros, como Mallarmé; con Beckett alcanzaron a la certeza de que Godot no llegará, y con Brecht, que “el que ríe/ todavía no ha recibido/ la noticia atroz”. Los gigantes modernos están llenos de tedio. Pero el futuro nunca estuvo tan a la mano como ahora, y sus principales frenos son el dandismo moral que funciona como amargura de anticipación, distopía, y el apego a un pasado que creen eterno y no es sino un armatoste que no tiene ni dos siglos: el Estado nación. Ahora, cuando las condiciones son superiores, cunde la cultura del victimismo, la queja, las cancelaciones; se mira al pasado con rencor. Nunca la humanidad estuvo mejor. Nunca, tampoco, peor. No nos vamos a perdonar que la energía ya no será ni monopolio estatal y ni siquiera costosa; que las comunicaciones son asequibles para todos; que, pasada la emergencia, el mundo tendrá como exigencia impostergable el cuidado de la salud de la población entera; que la educación ya ni siquiera requiere del traslado físico, pues adquirir conocimiento no requiere más que unas cuantas teclas. Entre esa realidad tecnológica y la realidad moral que habitamos hay dos obstáculos: nuestra cultura de resentimiento y, el peor, el necio apego a los Estados nacionales. Ya eran elefantes blancos; con la pandemia se han revelado como paquidermos cuadrapléjicos. Si el nuevo optimismo pudiera persuadirse de que las sociedades son capaces de organizarse localmente y comunicarse globalmente, veríamos estos días como una etapa triste que supimos sortear.
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