Suplemento cultural de MILENIO
LABERINTO HOMBRE DE CELULOIDE
MEMORIA
FERNANDO ZAMORA
CARLOS RUBIO ROSELL
Sofía Loren: diva por siempre
En el centenario de Paul Celan Foto: Netflix
Foto: Heinz Köster
SÁBADO 21 DE NOVIEMBRE DE 2020 AÑO 17 - NÚMERO 910
Premio Cervantes 2020
Francisco Brines: la baraja del goce y el dolor Carlos Rubio Rosell/ Valencia/ FOTOGRAFÍA: EFE
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ANTESALA
21 DE NOVIEMBRE 2020
EN EL BANQUILLO
Conflictos
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TEDI LÓPEZ MILLS
n los poemas que estoy leyendo ella se duerme en un río y se despierta en un río. Dice que ha encontrado en la naturaleza lo que otros encuentran en el arte. El sol cae detrás de las montañas y la tierra se entibia. Tiene que empezar en algún sitio el paisaje. Se derrite la escarcha, inunda los canales de desagüe; la basura acaba tapando las coladeras. No hay visiones inválidas. Depongo las mías porque no se modifican: un espejo invertido por el filo del muro, un rincón aislado con la grieta de costumbre, la cortina rota en la zona contigua al techo. Mi ventana es un rectángulo, una hilera continua de hojas. Alguien corrige mis recuerdos. Alguien me llama la atención. Ella, al menos, sabe lo que ve. “¿Por qué mis poemas no habrían de imitar mi vida?”, se pregunta Louise Glück. El mecanismo natural de las palabras rehúye las intenciones. O la vida propia solo se comprueba en el desenlace. Busco algún dato, pero no hay más que citas confusas acerca de la velocidad de la luz. Según me entero, aún no se establece la diferencia entre sensaciones y estados de ánimo. Yo propondría que las sensaciones no proyectan sombra y que los estados de ánimo se parecen a los adjetivos; califican el pronombre que nos toque, un día yo, un día tú, un día ellos, pensando que la identidad es pasajera. Quizá dependa de la hora o, más dramáticamente, de la mentira. En mi primer paisaje hubo árboles, zanjas, surcos y, al final, una cascada suelta y ruidosa encima de las piedras; agua suficiente para símiles posteriores, supongo. No debo perder la cabeza en un vacío. Las dos dimensiones de mi perspectiva atraen objetos hacia una superficie que les permite sostenerse en un tercer plano, como si la profundidad equivaliera al movimiento y al paso del tiempo. Hay hombres civilizados y mujeres civilizadas. Existencias simultáneas, funcionales, en un jardín lleno de armonía. Los protocolos de la dulzura me animan. “Cómo suena no cambia lo que es”, escribe Glück: el aire o el silencio o la voz contenciosa que oigo en la pantalla cuando se discuten los efectos actuales de la democracia. Se trata de un proceso político muy complejo, señalan los especialistas. Yo afirmaría lo contrario. Pero mi simplismo es irremediable. La definición no equivale al hecho que define. Saqueo fuentes. En un libro se declara que en mi país predomina la prudencia, cosa de consultar cualquier episodio de nuestra historia (noto con orgullo mi uso de posesivos). Sin duda, se cultiva cierta adicción a la epopeya de los fraudes. La unanimidad nos resulta triste, aburrida. De ahí que el señor fije posturas. Alabémoslo. No vaya a ocurrir que alguien se le oponga. Nunca seremos peleles. Yo no me mojo. ¿Qué ven las personas desde sus asientos? Una cara que hace múltiples caras. Un extraordinario ejercicio de comunicación. Las noticias confirman la “presunta muerte” de otra mujer. ¿Quiénes somos? Creo que voy a distorsionar la ruta del paisaje futuro para que se bifurque. Como en mi sueño.
Mi ventana es un rectángulo, una hilera de hojas. Alguien corrige mis recuerdos
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La vida ante sí. Dirección: Eduardo Ponti. Italia, 2020. Puede verse en México por Netflix.
HOMBRE DE CELULOIDE
Nostalgia por el cine italiano
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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA NETFLIX
ofía Loren vuelve al cine de la “nueva normalidad”: al cine por internet. Lo hace en La vida ante sí, remake del clásico Madame Rosa, la historia de una sobreviviente del Holocausto que fue llevada por primera vez a la pantalla en 1977 por Moshé Mizrahi y en la que actuó Simone Signoret. Hay que ver La vida ante sí por ella, por Loren, aunque a veces a la diva se le note cansada y un poco extraviada, como su personaje. Madame Rosa es una vieja prostituta que se ha dedicado a cuidar a los niños de otras trabajadoras sexuales con las que convive en un barrio popular del sur de Europa. Basada en una novela del escritor judío-lituano Romain Gary, La vida ante sí narra la historia del niño Momo, un chico senegalés que sueña que su madre muerta se ha transformado en una leona que lo protege de los peligros del barrio. Vale la pena recordar que, enmascarado en el seudónimo de Émile Ajar, Gary consiguió burlarse de la prensa cultural (que lo criticaba por melodramático) y ganar por segunda vez el Premio Goncourt, algo que estaba prohibido. La comparación entre la original y el remake saca a flote un par de problemas de esta última. Porque si bien es cierto que Loren parece un poco
fastidiada, también es cierto que no ha dejado de ser una gran actriz. Se encuentra a la altura de Signoret, por supuesto, por más que su imagen pueda resultar chocante por lo desaliñada y avejentada, y por más que nos recuerde las razones de Greta Garbo para retirarse (porque no quería que nadie la recordase así). Sin embargo, Loren ha encontrado, a estas alturas de su vida, a una comparsa del tamaño de su leyenda. El pequeño Ibrahima Gueye (quien interpreta a Momo) consigue dar a la película toda la ternura que los otros personajes no pueden. De hecho, en las escenas en que trabaja junto a la diva, Sofía Loren parece volver a brillar; seduce con la voz que no ha perdido y con el desparpajo picante de una mujer cuya imagen encarna al cine italiano de la posguerra. La vida ante sí fue dirigida por el hijo de Loren. Pero Eduardo Ponti, a sus 47 años, no ha conseguido demostrar que realmente tiene talento. A menudo el director no encuentra un buen
Ponti ha conseguido sacar adelante una historia que, aunque azucarada, termina por ser entrañable
sitio para poner la cámara y termina por dar a su obra un aire de cine para televisión. Además, falta en Ponti el gusto por dibujar el cuadro con luz, como hacen los grandes directores. Para colmo, ha decidido agregar a la historia un par de cosas totalmente innecesarias. En la novela original de Gary (y en la película de Mizrahi), Momo es un muchacho normal que aquí se transforma en vendedor de drogas. Este hecho cambia el foco dramático: la película ha dejado de contar una historia de crecimiento personal (un Bildungsroman) para transformarse en un melodrama de manual en que luchan el mal (representado por el narco que contrata a Momo) contra el bien (madame Rosa). De todas formas, gracias al guion original, a la leyenda de su madre y a la extraordinaria actuación del joven Ibrahima Gueye, Eduardo Ponti ha conseguido sacar adelante una historia que, aunque azucarada, termina por ser entrañable. Y es que en las escenas entre Sofía Loren y el chico senegalés hay algo grande: un aire que recuerda el cine que se produjo en Italia cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. No es una gran película, pero La vida ante sí termina por regalarnos un sabor muy agradable, el sabor de la nostalgia por el viejo cine de Europa.
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ANTESALA
21 DE NOVIEMBRE 2020
ESCOLIOS
POESÍA
Galones de pintura amarilla PEDRO MENA BERMÚDEZ
Quizá avizoro la caída el intermitente cuchicheo seguido de silencios obligados en este momento me digo sin tanta histriónica patada que la vida va arrojando sobre mí advertencias galones de pintura amarilla en la planta de mis pies en la trusa algo sucia en los ojos rotos en las manos tembeleques quizá solo estoy escuchando cómo va crepitando mi ataúd sin decir adiós Pedro Mena Bermúdez (León, Guanajuato. 1982), ha publicado: Pútrida voz (ICL, 2007); The City (ICL, 2010); Unheimlich (Fondo Editorial La Rana, 2011); 12 voltios. (ICL, Conaculta, INBA, 2013); El viaje a la maceta sepia (Fondo Editorial La Rana, 2016); La corbata y otros ensayos (Editorial Los Otros Libros, 2016); Vicios anotados (Marginalia Editores, 2019), entre otros libros.
EX LIBRIS
El festín de Babette/ EKO
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Prácticas de duelo ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
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@Sobreperdonar
a pandemia nos pone en una nueva posición ante la muerte, estamos lo suficientemente cerca de ella para oler su ominosa familiaridad y el carnaval de ausencias nos requiere prácticas renovadas de despedida y duelo. En este entorno funeral, un amigo me pidió le recomendara una lectura de luto lenitivo. La primera que vino a mi mente fue Una pena en observación (Anagrama, 1994) de C. S. Lewis, el famoso novelista, filólogo y apologista cristiano de origen irlandés. En 1960, la escritora norteamericana Joy Davidman sucumbió a un cáncer óseo y sumergió a su esposo, C. S. Lewis, en la más oscura y honda congoja. Hacía menos de una década que Joy, la antigua comunista convertida al catolicismo por las infidelidades de su primer marido (el olvidado y abismal novelista William Gresham), había llegado a la vida del empedernido solterón C. S. Lewis. Unas cartas de la desasosegada lectora al admirado autor iniciaron este improbable romance. Luego, en el ocaso de su primer matrimonio, Joy viajó a Inglaterra a conocer a su corresponsal y el aleatorio amor se consolidó, no sin dudas y percances. (Hay un hermoso relato adyacente sobre este idilio, Lenten Lands, escrito por Douglas Gresham, uno de los hijos de Joy.) Para C. S. Lewis la relación con Joy le hizo experimentar, un poco tardíamente, la más profunda identificación, simpatía y felicidad, pues, como sugiere el propio escritor, la unión amorosa multiplica las virtudes de los géneros, tonifica los sexos y los espíritus y hace albergar al mortal la ilusión de permanencia. La fatalidad, sin embargo, estuvo presente desde el principio: una molestia muscular en la pierna de Joy se reveló como un cáncer. Ambos unieron su fe para implorar el milagro, pero este no se consumó. La pérdida de Joy, después de muchos sufrimientos, enfrentó a Lewis a la aflicción extrema, al absurdo de la existencia y a la indecencia cósmica que implica la muerte de los justos. Lewis experimentó el vértigo del solitario después de haberse fusionado tan virtuosamente; la obsesión y, al mismo tiempo, el miedo a la disgregación del recuerdo de la amada y la vergüenza por depender de un muerto. Por lo demás, los designios incomprensibles del destino volvían al Dios de Lewis un interlocutor incómodo y poco simpático. ¿Con quién estamos tratando?, se pregunta Lewis, ¿con un sádico todopoderoso o con un benefactor que, sin, embargo, te lastima tanto como un mal dentista? Con todo, Lewis fue aceptando gradualmente que no había pasado nada que no estuviera previsto en el camino humano y que las desventuras de su amor no eran nada ante los sufrimientos de otros. La propia inteligencia con que Lewis podía hurgar en su dolor constituía una prueba de esa débil pero agradecible capacidad de curarse del animal humano que le permite, con la serenidad ganada, restituir parcialmente las ausencias. Porque, dice Lewis: “he descubierto una cosa, el dolor enconado no nos une con los muertos, nos separa de ellos”.
Joy Davidman sucumbió a un cáncer y sumergió a C. S. Lewis en la más honda congoja
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MEMORIA
21 DE NOVIEMBRE 2020
Conmemoramos cien años del nacimient cuyo destino estuvo marcado por la pérdid
Los mil naufragios
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CARLOS RUBIO ROSELL/ MADRID FOTOGRAFÍA PINTEREST
s posible que Paul Pésaj Antschel, más tarde convertido en Paul Celan, “el Hölderlin de nuestro tiempo”, como lo bautizó la poeta alemana y Premio Nobel de Literatura Nelly Sachs, haya nacido en el lugar y tiempo equivocados, como dice el profesor y crítico literario John Felstiner. En su poesía resplandece, vivo y poderoso, el mundo de un hombre que intentó escribir poemas para orientarse, para averiguar dónde se encontraba y adónde ir, para proyectarse una realidad. La biografía de Celan, cuyo centenario de su natalicio se cumple el 23 de noviembre, refleja una vida cargada de desgracias a las que su poesía no fue inmune. En los 800 poemas que publicó hasta el momento en que decidió saltar a la muerte a los 49 años, más los 476 que dejó sin publicar, están condensados, como indica el poeta, crítico literario, editor, ensayista y traductor Carlos Ortega, su vida y su pensamiento, “el cual integra un buen manojo de tradiciones literarias y de datos, no solo personales, sino teológicos, filosóficos, científicos e históricos, junto con un afán manifiesto de dirigirse a un interlocutor, de encontrarse con un tú, que puede ser él mismo, su madre, su mujer, sus hijos, o bien una simple piedra o la letra bet del alfabeto hebreo y otro sinfín de cosas, solo presentes porque el poeta las identifica en su obra con ese tú”. Porque esa es, destaca Ortega, la palabra que más repite el poeta: tú, casi 1400 veces a lo largo de 30 años de escritura, toda una poética cuya lectura exige conocer determinados hechos y lugares de su biografía. En el prólogo a sus Obras completas —reeditadas el verano pasado por la editorial Trotta tras siete ediciones y una reimpresión—, Ortega recuerda que Paul Celan fue parco
en proporcionar noticias de su juventud y fue mudo respecto de su infancia. Nacido en Czernowitz, la capital de la Bucovina, una región al borde de los Cárpatos constituida en un gozne entre el Oriente y el Occidente europeos, tanto su padre, Leo Antschel-Teitler, un ingeniero a quien la crisis posterior a la Primera Guerra Mundial le obligó a ganarse el sustento como vendedor de leña, como su madre, Friederike Schrager, una apasionada lectora cuya afición inculcó a su hijo, procedían de familias judías. Alumno aventajado en las materias lingüísticas y literarias, durante la década de 1930, años de formación, Celan se impregnó de las obras de Goethe, Schiller, Heine, Trakl, Rilke, Hölderlin, Nietzsche, Verlaine, Rimbaud, Hofmannsthal y Kafka. Más tarde ayudaría a recaudar fondos para los combatientes republicanos españoles debido a su afinidad con los movimientos anarquistas y socialistas, que no perdió nunca, y con el ascenso del nazismo se vio empujado a un gueto judío rumano entre 1941-42. En un gueto semejante, su padre moriría de tifus y su madre de un tiro en la nuca a manos de un agente de las SS, hechos que lo marcarían personal y literariamente de forma definitiva. Quienes llegaron a conocerle, recordaban que si había algo que llamaba la atención de su personalidad era la dulzura de su trato, su delicada cortesía, pero también su tristeza. Jean-Dominique Rey menciona su “porte lento, ligeramente oscilante”, su encanto y amabilidad y su sonrisa, ligeramente retraída, que marcaba una especie de distancia infranqueable entre él y el mundo, pues no dejaba ver de ella más que el velo con que la cubría, una sonrisa que, como señaló Henri Michaux tras conocerle, era la de un hombre “que había padecido mil naufragios”. Ortega dice que un motivo recurrente en sus primeros poemas es la tragedia de los judíos, pero, sobre todo, la tragedia de sus padres y, en buena medida, la suya propia como
superviviente, y que en esas obras concentra “todo su hacer poético, el pulimento de una piedra dura, de un pedernal para el último brillo humano: el frío de la nieve arropando unos cuerpos despojados de todo”. En 1944, mientras trabajaba como ayudante en una clínica psiquiátrica en Czernowitz, Celan reunió 93 poemas en un mecanoscrito y entregó otra colección escrita a mano a su amiga Ruth Lackner para que se la hiciera llegar al poeta Alfred Margul-Sperber, quien residía en Bucarest. Fue durante aquellos meses que escribió la primera versión de su célebre Fuga de la muerte, tal vez el poema al que la crítica ha dedicado más atención, y cuyas metáforas, compuestas contra la inhumanidad, remiten a la matanza de Auschwitz. Antes de finalizar la década de 1940, en Bucarest, Celan escribe la mayoría de los poemas que componen La arena de las urnas, una obra cuya línea retomaría en Amapola y memoria, “con el sentimiento de que estaba escribiendo cada vez mi último poema”, según le confesó a un editor en 1946. Fue en esos años cuando cambió de nombre, un hecho que recordaba en un poema donde escribe: “Una tarde que el sol, y no solo él, había tenido su ocaso, se fue, salió de su casita, y se fue el judío, el judío e hijo de judío, y con él se fue su nombre, el impronunciable, se fue y se vino, se vino tranquilamente, se hizo oír, se vino con bastón, se vino salvando la piedra, ¿me oyes?, tú me oyes, soy yo, yo, yo y él, el que tú oyes, el que crees oír, yo y el otro”. Ya en los primeros años cincuenta, la viuda del poeta Yvan Goll (pseudónimo de Isaac Lang) le acusó de plagio, un hecho que Ortega califica de grotesco, pues Celan siempre había defendido que “solo las manos verdaderas escriben poemas verdaderos”. Pero lo peor, agrega
Celan se impregnó de las obras de Goethe, Schiller, Heine, Trakl, Rilke, Hölderlin, Verlaine
MEMORIA
21 DE NOVIEMBRE 2020
to del gran poeta rumano, da y las crisis depresivas
s de Paul Celan En la boca de la niebla PAUL CELAN
Boca en el espejo escondido, rodilla ante la columna del orgullo, mano con el barrote de la reja: ofreceos la oscuridad, pronunciad mi nombre, llevadme ante él. Del azul que aún busca su ojo bebo el primero. Bebo de la huella de tu pie y veo: ruedas entre mis dedos, perla, ¡y creces! creces como todos los que están olvidados. Ruedas: el negro granizo de la melancolía cae en un pañuelo, todo blanco de decir adiós. Quien como tú y todas las palomas día y noche bebe de la oscuridad, pica la pupila de mis ojos antes de que destelle, arranca el césped de mis cejas antes de que sea blanco, da un portazo en las nubes antes de que yo caiga. Quien como tú y todos los claveles usa la sangre por moneda y la muerte por vino, sopla el vidrio para su cáliz de mis manos, le da color con la palabra que no dije, rojo, lo hace añicos con la piedra de la lágrima lejana. Traducción de José Luis Reina Palazón. Cedido expresamente por la editorial Trotta para su publicación en Laberinto.
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Ortega, fue que Claire Goll se permitió calificar de leyenda el hecho de que los padres de Celan hubieran sido víctimas de los nazis, y el poeta vio en esa maniobra una maquinación del neonazismo alemán. No obstante, la comunidad literaria en Alemania rechazó casi unánimemente la denuncia y la Academia de Lengua y Literatura de Alemania, como si se tratara de un desagravio, le concedió el Premio Büchner de 1961, una especie de rehabilitación del poeta. A finales de 1967, ya en París, su amigo rumano Petre Solomon le visitó encontrando a un hombre “profundamente alterado, prematuramente envejecido, taciturno y hosco”. Y aunque no estaba todo el tiempo deprimido, porque a veces tenía momentos de gran alegría salpicados por una risa nerviosa, estridente y quebrada, Celan seguía refugiándose en una zona oscura y profunda de su alma, recogiendo notas con las que llenó más de 300 cuartillas para a continuación escribir El meridiano en tres días, un texto capital en su obra en el que habla del proceso de creación poética como el misterio de un encuentro. Quizá por esa forma de entender la poesía le contestó un día a un desconocido que le había pedido que le explicara un poema: “Basta con leer y releer, y el sentido aparecerá por sí solo”, pues siempre había insistido, recuerda Ortega, en que sus versos no podían estar sellados como por arte de magia, porque eso era como relevar a los lectores de su tarea y su responsabilidad de comprender. En 1970, con ocasión de una visita que no realizó a Samuel Beckett en París, Celan dijo: “Es quizá el único hombre con quien yo podría entenderme aquí”. Eso marca la tesitura de su estado de ánimo aquella mañana del lunes 20 de abril de 1970, cuando saltó desde el puente Mirabeau, bajo el cual discurre el Sena. Nadie lo vio, como precisa Ortega, y no fue sino hasta el 1 de mayo cuando un pescador descubrió su cuerpo diez kilómetros río abajo. “Sobre la mesa del poeta se encontró una biografía de Hölderlin abierta en un pasaje subrayado: A veces el genio se oscurece y se hunde en lo más amargo de su corazón”. Como explica José Luis Reina Palazón, traductor de Obras completas de Celan —entre los que destaca el poemario La rosa de nadie y la prosa imprescindible de Microlitos, anotaciones sobre su vida, su modo de creación y su obra—, “la vigencia de su poesía —caracterizada por la creación de un lenguaje que recoge la tradición moderna del alemán (Hölderlin, Rilke, Geotge, Benn) y la francesa del surrealismo, más la influencia del gran poeta ruso Mandelstam— es total”, y en ella queda reflejado, de una forma sublime, “un destino trágico, consecuencia de una mezcla de desavenencias, debilidad física y crisis nerviosas, todo unido al recuerdo de sus pérdidas en la vida” que, en palabras del filólogo Manuel García Pérez, nos enfrenta al “amargo trago de resistir cada día en el mundo”.
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DE PORTADA
21 DE NOVIEMBRE 2020
El poeta español fue distinguido con el Premio Cervantes 2020. En entrevista exclusiva, pasea por su obra, un vaivén entre el dolor y la estimación del gozo
Amores y desamores de Francisco Brines CARLOS RUBIO ROSELL/ OLIVA, VALENCIA FOTOGRAFÍA EFE
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a poesía nace en el alma humana, donde se condensa la emoción y la experiencia que provienen del mundo y que trascienden a través de la inteligencia y la palabra para llegar, feliz conjunción de identidades, a otras almas. “La escritura poética”, dice el poeta valenciano Francisco Brines (Oliva, 1932), “es un proceso de exploración en un paisaje desconocido que el poeta coloniza y fecunda con el raciocinio y la intuición, que es inteligencia. Por poesía entiendo el encuentro con lo intenso y profundo, y por eso prefiero la poesía que surge desde dentro y que se va descubriendo ante el que la escribe, que la haya en él mismo al escribirla”. Brines sostiene que un poeta se acaba, sin embargo, “cuando pierde esa condición de la intuición creadora, pues con el intelecto no se escribe poesía”. Reconocido a sus 88 años con el Premio Cervantes de las Letras, el autor de obras como Las brasas, Palabras a la oscuridad, Insistencias en Luzbel, El otoño de las rosas o La última costa, sostiene en entrevista exclusiva con Laberinto que este galardón, el máximo que se otorga a un autor en lengua española, representa “una cierta seguridad de que mi poesía ha llegado a los lectores, a la mayoría de los cuales desconozco, porque todo poeta suele desconocer a sus lectores. Pero este premio me indica que haber llegado a ellos justifica sobradamente la escritura
de mi poesía”. El jurado que le ha otorgado el galardón reconoce en su obra poética un recorrido “que va de lo carnal y lo puramente humano a lo metafísico, lo espiritual, hacia una aspiración de belleza e inmortalidad”, y lo considera “el poeta intimista de la Generación del 50 que más ha ahondado en la experiencia del ser humano individual frente a la memoria, el paso del tiempo y la exaltación vital”. Brines ha recibido la noticia del Premio Cervantes en su casa de la costa valenciana donde nos recibe, una finca de finales del siglo XVIII enclavada en una colina desde la que se contempla el mar Mediterráneo, rodeada de naranjos y palmerales, donde atesora no solo sus recuerdos de infancia, sino una enorme biblioteca y unas estancias tapizadas de obras de arte, algunas de ellas firmadas por los artistas españoles más representativos del siglo XX: Pablo Picasso, Joan Miró, Eduardo Arroyo, Pablo Palazuelo, José Hernández… “Este premio”, comenta sonriente, “es a la vez un premio al amor por la poesía, a la que tengo un poco como una hija y, por lo tanto, la necesito vibrante, viva”. Aunque su estado de salud es delicado, los ojos de Brines chispean felicidad y su ánimo, entusiasta y generoso, permite una conversación inmediata al hilo de la amistad y la alegría por la buena nueva, que lo ha tomado por sorpresa
mientras hace esfuerzos por sacar adelante una Fundación que lleva su nombre y cuyo propósito es preservar su legado material y poético y enriquecer el patrimonio literario mediante la creación de un premio literario de ámbito internacional en lengua española. La Fundación Francisco Brines, señala el poeta, “tiene el ánimo de que la poesía llegue al mayor número de ciudadanos, a las distintas generaciones porque, aunque cada generación tiene sus particularidades, la poesía es intergeneracional y tiene puntos comunes; uno de ellos la verdad que uno, aun no queriendo, está obligado a decir, una verdad ante la que debemos detenernos y pensar si queremos verla”. En ese sentido, Brines afirma que “la poesía ejerce una función pedagógica profunda, pues cuando uno escribe poesía desde su verdad no se miente a sí mismo. El hombre trata de conocerse. Lo que ocurre es que cree que se conoce a sí mismo mucho más de lo que en realidad se desconoce”. Por esa razón, Brines considera que “la poesía hace falta siempre. En primer lugar, porque el lector de poesía, al contrario que el votante de unas elecciones que no lee, no juzga igual a un líder político; es
El autor de Palabras a la oscuridad y La última costa.
“La poesía es iluminadora porque es un espejo en el que asoma el rostro del que la escribe”
decir, que como hombre de espíritu es mucho más amplio su criterio, y actúa también como habitante de este mundo, que no deja de ser un mundo un poco falso y de mentira. Así que la poesía es también un método de enseñanza para la democracia”. Si la poesía es honesta, siempre “es iluminadora, porque es un espejo en el que asoma el rostro del que la escribe, un ser humano que vive en un momento histórico y en un lugar geográfico; es decir, en una tierra que tiene también alientos filosóficos, políticos, sociales, culturales y de toda clase, y que se tiene que acomodar a su entorno”. “Creo que cuando hacemos poesía”, añade, “si actuamos con honestidad, los poetas aparecemos siempre al final y descubrimos cómo somos cuando nos vemos. Y esa es la importancia que le doy a la poesía”. Muy cercano a poetas como Vicente Aleixandre, Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Jaime Gil de
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DE PORTADA
21 DE NOVIEMBRE 2020
A FUEGO LENTO
Solar México, 2020
Malditos y alucinados ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com
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Biedma, Carlos Barral, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez, Carlos Bousoño, Brines asume que a cierta edad es difícil tener cosas nuevas que decir o que añadir. No obstante, revela que tiene en marcha un próximo libro, Donde muere la muerte, una colección que “hace referencia a ese lugar donde vive la poesía”. “En una vida larga como la mía, cuando estoy tocando ese muro en el que ya no hay porvenir, sino que el porvenir es un presente continuado en el que uno ha sido varios, ¿qué tengo yo del niño, aparte de la nostalgia?, ¿qué tengo del adolescente o del joven?”, se pregunta, y enseguida responde: “tengo algo: el sentimiento de identidad. ¿Y cuál es ese sentimiento de identidad que puede justificar que aún siga escribiendo? La capacidad de asombro. Esa es la continuidad, porque ahora tengo más recuerdos que futuro”. En ese próximo libro hay poemas en los que aborda la muerte de su
madre, ocurrida en 1999; en otros toca ciertas zonas metafísicas, así como la amistad o lo cotidiano, “cosas tan simples como la emoción intensa que se contagia a la naturaleza al leer un poema de un amigo y sentir la emoción del poema”. “La poesía es misteriosa y tiene que sorprender, porque el poema se produce por azar, por relaciones que sorprenden al poeta y se cargan de significación. Todo poema debe dar la sensación de haber sido escrito desde un pensamiento y una experiencia vivida. Y lo que tiene de bueno es que también te sorprendes a ti mismo”. En cuanto a la propia escritura, Brines expone que usa palabras de uso cotidiano que son las que recibimos y las que damos en momentos de más intensidad humana; es decir, en aquellos momentos en que necesitamos consuelo, cordialidad, amor o afecto. “El poeta tiene unas posibilidades a veces comunes y otras personales. Se puede hacer
poesía de todo, pero la poesía es un sistema educativo o formativo del que lee. El buen lector de poesía se ha educado en la tolerancia y acepta la verdad del que ha escrito aquello si es una porción de humanidad y asiente a la emoción del contenido”. Por último, en su perspectiva de vida, Brines considera que, estando en la recta final de sus días, no desearía nunca tener un final instalado en el dolor. “Eso no, porque esa no es la vida que yo he amado. Yo he amado una vida en que se baraja el dolor con el gozo, con la alegría. Y se complementan, soportando el dolor y quizá ahondando la estimación por el gozo. Porque he conocido el dolor, pero el dolor solo no. En ese caso, por amor a la vida y por lealtad hacia ella, me parece muy bien la eutanasia. Nacemos sin que nos hayan pedido permiso, lo agradecemos porque es un don, pero es un don cuando se barajan el amor con el desamor, y una tortura continuada no es un don”, concluye.
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arece una novela sobre la intervención de los fantasmas en la esfera humana, sobre todo porque en las páginas iniciales refiere un encuentro del que dará testimonio un libro iniciático: La primera escucha. Parece también una novela sobre los actos criminales de una secta que busca iluminar las claves de ese libro que unos pocos guardan y han leído. Parece asimismo el diario de una mujer perseguida por la culpa y víctima del abuso sexual de su padre, el autor de aquel libro que refiere el tránsito de los fantasmas de un mundo al otro. Parece, por último, el delirio de una mente disuelta en improbables cantidades de ron y hielo. Solar (Cáspita) no es nada de eso. De hecho, cuesta saber hacia dónde se dirige. Y no es que se trate de una novela difícil de clasificar, a la que podríamos destinar a la casilla de la crónica, o del ensayo, o de la especulación científica o filosófica, o a todas a la vez. No. Toma tantos caminos, comprende un periodo tan largo de tiempo (digamos que cien años) y crea y muy pronto desdeña a sus personajes para convocar a otros en tan solo 170 páginas, que acaba por tomar la apariencia de un deshuesadero: piezas que se amontonan sin orden ni concierto. Javier Elizondo, quien se presenta como un autor que “hace poco prometió no volver a cortarse el pelo”, ha querido escribir sobre una maldición que se extiende a través de cinco generaciones (desde 1962 hasta bien entrado el siglo XXI) y ha obtenido un entramado que a ratos, solo a ratos, tiene coherencia narrativa, y, en la mayoría de sus pasajes, una desconcertante hilera de asesinatos y personajes gratuitamente nominados a un pabellón psiquiátrico. Casi al final de Solar, por ejemplo, el tataranieto del hombre aquel que dijo haber entrevistado a un fantasma hunde una varilla en el vientre de su madre por órdenes de un perro negro que lo visita en sueños. Y todo porque, en la lógica impuesta por Javier Elizondo, nada es más importante como el tremendismo que debe perseguir a una familia maldita. Solar trae a cuento una desafortunada sospecha: según parece, un número mayúsculo de narradores mexicanos nacidos en la década de 1980 está más apurado por publicar su obra que por someterse a sesiones rigurosas de buena lectura. Lo suyo, la verdadera tradición, proviene del cine en su versión sanguinolenta y las series de televisión.
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LABERINTO
DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ
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TOSCANADAS
Masacres y lectura DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com
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eonid Andreyev tiene un relato llamado “El gobernador”. Los obreros llevan tres semanas en huelga. Una marcha pacífica se torna agresiva. Los obreros van junto con sus familias y arrojan piedras a la casa del gobernador. Este da la orden a la policía de que disparen y la jornada acaba con cuarentaisiete muertos, incluyendo nueve mujeres y tres niños. A diferencia de Mateo, que cuando nos narra el milagro de Cristo multiplicando y repartiendo pan y pescado, nos dice: “Y los que comieron fueron como cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños”; en caso de eventos como los de “El gobernador”, antes se toman en cuenta las mujeres y los niños que los hombres. Aunque luego de la masacre se restaura el orden y el zar manda sus felicitaciones, en toda la provincia flota una verdad a modo de destino:
LEONID ANDREYEV
El escritor ruso, autor de Los siete ahorcados.
el gobernador va a morir. No se sabe si al día siguiente o si en un mes, no se sabe si por bala, bomba o cuchillada, tampoco se sabe si será una acción concertada o un asesino solitario, pero a todos, incluyendo al propio gobernador, les resulta claro que un hombre así no puede seguir viviendo. “Ya a la mañana siguiente de la matanza de los obreros”, nos dice Andreyev, “sabía toda la ciudad que el gobernador moriría”. Por eso, cuando se le aceran dos hombres, y uno de ellos saca un arma y le dice “usted perdone”, el gobernador apenas “lanzó un suspiro breve, pero terriblemente profundo, y se irguió sin miedo, aunque también sin aire de reto”. Ya cayendo en la obviedad, Andreyev escribe: “Y tres tiros intermitentes, que hicieron un ruido compacto y bronco, dieron fin a su vida”. Si bien me es inevitable hacer paralelismos entre la historia rusa y la
mexicana, mis subrayados en este texto se concentran en un pasaje que no tiene que ver con la muerte, sino en una carta que envía cierto obrero al gobernador. Al reclamar las actitudes de la aristocracia, dice “procuran poner los libros fuera del alcance de las clases pobres para mantenerlas en la bruma de la ignorancia”, y en unas líneas cargadas de candor, continúa: “¿Sabe usted por qué los patrones se niegan a conceder la jornada de ocho horas?”, y él mismo responde suponiendo que esas tres horas al día las dedicarán los obreros a leer. Los poderosos “temen que con ella los obreros se hagan más inteligentes que los patrones y les quiten de las manos su negocio”. Ah, mi buen Andreyev, tanto por el destino de quienes ordenan masacres, como por la avidez lectora de los obreros, tu cuento es una extravagante fantasía.
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BICHOS Y PARIENTES
Voltaire y su filosofía de la historia
H
oy, 21 de noviembre, es cumpleaños de Voltaire, y algún editor inteligente debería regalarse y poner en circulación el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, traducido por Aurelio Garzón del Camino (C.G.E., México, 1960). En términos de historiadores, el siglo XVIII francés es el siglo de Voltaire. Aunque murió persuadido de su inmortalidad como poeta y dramaturgo, nadie había hecho algo semejante a El siglo de Luis XIV: “describir para la posteridad no solo las acciones de un hombre sino el espíritu de los hombres en el siglo más ilustrado que jamás existió”. Desterró a la apologética y a la teología del taller del historiador e introdujo algunas disciplinas, hasta entonces poco usuales, como las religiones comparadas, los primeros hallazgos arqueológicos y paleontológicos, la filología y las lenguas comparadas, las opiniones populares acerca de gobiernos y gobernantes. El Ensayo sobre las costumbres… ya no tiene como centro las gestas heroicas sino las culturas de los pueblos, sus relaciones, sus creencias. En varias ocasiones se ha publicado la parte introductoria del Ensayo sobre las costumbres como obra independiente, con el título de Filosofía de la historia. No es un error, porque el mismo Voltaire se refirió a aquellos capítulos con ese mismo título, pero puede hoy resultar un tanto engañoso porque por “filosofía de la historia” hoy imaginamos cosas alemanas y enormes, con sistemas y aparatos de axiomas lógicos, ordenados de un modo tal que puedan dar razón a todo lo real; todo eso que va de Herder y Kant
JULIO HUBARD RETRATO ANÓNIMO
a Hegel y a Marx: el sistema y el exceso de interpretación. Pero interpretar “filosofía de la historia” en el sentido alemán nos pone muy lejos de lo que hizo Voltaire. Para él, la filosofía no era un sistema lógico sino una actitud ante el saber y la verdad, sobre todo, en un sentido moral. La Filosofía de la historia fue escrita para explicarle a Mme. Chatêlet los principios de su Ensayo sobre las costumbres y comienza desde lo que hoy llaman “prehistoria” y llega hasta
Para Voltaire, la filosofía no era un sistema lógico sino una actitud ante el saber y la verdad
los albores de lo que él consideraba la civilización: los pueblos con leyes por encima de los reyes. Comienza hablando de los cambios en el globo terráqueo y termina con una discusión sobre los legisladores. A lo largo de esta obra analiza, hasta donde su época lo permitía, los fósiles, luego las razas y llega a las formas de escritura y transmisión de ideas. Bien pronto desemboca en uno de sus temas favoritos, el evemerismo, explicando que gran parte de los mitos y las creencias religiosas se genera con el paso, cada vez más fantasioso, de las narraciones de los hechos humanos. Añade, como herramientas, las religiones comparadas y la filología: después de pasar por los pueblos de Medio Oriente, sus creencias, costumbres, monumentos y los documentos
El pensador francés, autor de Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones.
que dejaron, comienza a analizar el nombre de Abraham y a relacionarlo con las creencias de los pueblos vecinos y anteriores. Hoy puede parecer un trabajo un poco ingenuo, pero fue una aportación de increíble perspicacia y agudeza intelectual. Voltaire desarrolló una perspectiva humana para la historia, lejos de las mitologías e independiente de la fe religiosa. Hizo entrar en la escena al pueblo común y no solamente a los poderosos. Y esto entronca con su aportación moral fundamental y su creencia básica en la libertad y la justicia: “Ni Orfeo, ni Hermes, ni Minos, ni Licurgo, ni Numa necesitaban que Júpiter llegase entre truenos para anunciar verdades grabadas en todos los corazones”. Creía en una Ley Natural que regía los cielos y las conciencias por igual, más allá de tiempos y circunstancias. No se ocupó demasiado en pensar sobre el incremento tecnológico; su idea de progreso venía de una perspectiva moral y jurídica. Y si bien la palabra “tolerancia” había sido empleada por los ingleses Shaftesbury, Bolingbroke y por Tolland, fue él quien introdujo la necesidad de la tolerancia en la vida cotidiana de los pueblos. Y defendió este principio incluso con riesgo de su vida. De modo que son tres argumentos suficientes para convencer a algún editor de poner de nuevo a circular la estupenda traducción de Aurelio Garzón del Camino: es una obra maravillosamente bien escrita; es el origen de buena parte de la historiografía moderna y, sobre todo, es una apuesta de cierto tipo de progreso, hoy en riesgo: la libertad, la conversación, la tolerancia, el empecinamiento de seguir creyendo en la civilización.
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