Laberinto No.914 (19/12/2020)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO HOMBRE DE CELULOIDE

ESCOLIOS

FERNANDO ZAMORA

ARMANDO GONZÁLEZ TORRES

La locura sin fronteras de Kim Ki-duk

Mescalina 55: la búsqueda artística

Foto: AFP

SÁBADO 19 DE DICIEMBRE DE 2020 AÑO 17 - NÚMERO 914

Cuentos de Navidad Ana García Bergua, Mauricio Carrera, Perla Muñoz, Valentina Rizzi/ ILUSTRACIÓN: BOLIGÁN

Foto: Infodrogas


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ANTESALA

19 DE DICIEMBRE 2020

EN EL BANQUILLO

Festejos TEDI LÓPEZ MILLS

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i yo profundo se busca un cuerpo para jugar con las ideas o al menos un lenguaje esencial que apuntale las palabras del parloteo. Mi yo profundo no se alcanza la nariz ni los pies con las manos que le dieron para conocerse. Mi yo profundo sustituye señales de acceso con gritos de combate. Mi yo profundo se enreda con su propia cantilena. Escucha una voz en la calle: este año de veras ha ocurrido. Se toca la cicatriz vertical en la panza. Baila junto a la mesa del comedor: War, children, it’s just a shot away, it’s just a shot away… Gimme, gimme shelter, or I’m gonna fade away. Imagina a un público selecto que comenta con admiración y asombro sus pasos largos, rápidos, gráciles. Gira tres veces, se acerca al espejo del baño y entrecierra los ojos. La cara de la intensidad se arruga, pero las caderas mantienen un buen ritmo y los brazos se mueven hacia arriba y hacia los lados con gran pericia. El público selecto aplaude cuando termina la canción y pide más baile, más fiesta, otro tipo de música más alegre. Mi yo profundo sabe que hoy es la estrella. Se pinta los labios. No vale la pena ser una misma si lo que hay es la persona que ya se tenía. Poemas a cambio de nada. ¿A qué viene eso? Ni las monedas que le avientan sirven para rectificar. La conciencia se apaga como una esfera de estaño en la cabeza donde las frases se pronuncian al revés: imagina muerta imaginación, final gris hasta oscuro. Comparte su juego con el público selecto. Hace la crónica de mañana: sillas alineadas en la pared, banderines de oropel, vasos de plástico, restos de botana en el piso. Barrerá mi yo profundo. Tendrá tiempo para limpiar la memoria y armar la pequeña antología de recuerdos. Se dará cuenta de que aún no cumple con sus deberes cívicos. Quizá hable de lo que está pasando; esboce la hipótesis de que los umbrales de la tolerancia se han extendido gracias al irresistible carisma del señor, que le permite practicar un cinismo con tintes éticos. Muy interesante fenómeno. Mi yo profundo respeta las ceremonias de la patria. Le han dicho que los súbditos están por encima de los meros ciudadanos y sus “principios” vacuos, ramplones y sentimentales. Ya nadie los quiere; incluso los tildan de ternuritas. Mi yo profundo admite que el señor es chistoso, con su afición por los aviones, los trenes, el petróleo, las rifas, los decálogos, y su desdén perverso por el cubrebocas. Sin duda es dueño de su propia ciencia. Seguido inaugura lugares que no existen. Sonríe y se despide. Como antes, pero nunca como antes. Mi yo profundo recoge las flores que le arrojan al señor. No quiere que se marchiten. ¿Le gusta este jardín que es suyo? A mi yo profundo le emociona de manera especial el desfile de funcionarias. Las mujeres servimos a veces para tapar hoyos. Somos la garantía de que existen buenas intenciones; la cuota necesaria para proseguir con el programa: “Un vestuario inagotable se ha puesto a disposición/ de cada nueva ocurrencia”, escribe John Ashbery.

No vale la pena ser una misma si lo que hay es la persona que ya se tenía. Poemas por nada

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Pietà. Dirección: Kim Ki-duk. Corea del Sur, 2012. Puede verse a través del sitio mubi.com/es

HOMBRE DE CELULOIDE

Un demonio que, sin embargo, es amado

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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA FINE CUT

s lugar común decir que la locura está cerca del arte. Pero es real con Kim Kiduk (20 de diciembre de 1960-11 de diciembre de 2020). Su cine es extravagante. Choca y descoloca. Es un enajenado cuya locura ha ganado poco a poco notoriedad por lo controvertido de sus temas. La violencia, por ejemplo. Es necesario advertir, sin embargo, que en Kim la violencia no es gratuita. Es más bien el punto de partida que lleva al espectador hasta el terreno espiritual. Pietà (así, en italiano) es una suerte de parábola maldita, una antiparábola para un anticristo. La vida de Gang-do transcurre en tres momentos: buscando deudores de la empresa “préstamos felices” para la que trabaja, emborrachándose y sumiéndose, al caer la noche, en sueños húmedos, de niño precoz. Con los deudores Gang-do es malévolo. Hasta que un día aparece en su vida una mujer. La sola mención del vínculo entre ella y él produce en el espectador un vuelco en lo que percibe. Y lo que era pura violencia física se torna violencia psicológica. Como los trágicos griegos, Kim nos enfrenta con el tabú primigenio: la madre-Edipo, la madre-Orestes, la madre-Medea. Todas ellas adquieren espacio y tiempo en esta fábula de venganza que pareciera señalar justamente en el sentido

contrario al título de la película: ¿acaso en el mundo capitalista de “préstamos felices” es imposible la piedad? La respuesta es menos obvia de lo que parece. La piedad, entendemos con Kim, es una relación, una forma de apego entre dos que se aman. A lo largo de este siglo, el cine surcoreano entró en una suerte de edad dorada que permitió la aparición del cine de autor. Kim es uno de los más notorios. Ha creado con Pietà una película de 260 mil pesos, con dos actores principales y una barriada pobre como escenario. Y ha recuperado 60 millones de pesos. Es probable que el éxito económico haya acelerado la locura de Kim. Como el más paradigmático de sus personajes (el monje budista de Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera de 2003), su espiritualidad no pudo despegar nunca del todo. Y eso que fue misionero cristiano y que realizó una de las más contundentes películas de la espiritualidad budista. Porque sí: Primavera, verano… es una

A fines de este 2020, en pleno rebrote de covid-19, Kim Ki-duk decidió dejar de ser coreano

puesta en escena del Sutra del corazón, un mantra que repite en series infinitas: “Partir, partir, partir a lo alto. Partir a lo más alto. Despertar. Que así sea”. Pero este monje (que es Kim) no pudo nunca despertar. Envuelto en una serie de escándalos que se acentuaron con la atención que el movimiento #MeToo atrajo sobre todo el mundo, se dijo que el autor coreano era un golpeador de mujeres, un acosador. Fue así que entró en él la última etapa de la sinrazón. Y enfrentó a la pandemia. A fines de este 2020, en pleno rebrote de covid-19, Kim decidió dejar de ser coreano. Quería volverse letón. Viajó a la ciudad báltica de Jūrmala para comprar una casa e iniciar una nueva etapa en su obra. En aquellas playas grises, rodeado siempre de casas de madera, en este país amenazado por la invasión, se encontró con lo inefable. Si es que sirve para algo en el más allá, la muerte de Kim nos deja algo: su obra, sus personajes atribulados. En Pietà, por ejemplo, nos regala la relación entre este hombre y esta mujer. Con ellos hemos aprendido que la aparición del amor aun en los personajes más desgraciados implica también la aparición de la fragilidad. Un maldito, un pobre diablo, por el puro hecho de ser amado, merece piedad.

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ANTESALA

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ESCOLIOS

POESÍA

Iniciación

Mescalina 55

JAVIER CRAVIOTO PADILLA

ARMANDO GONZÁLEZ TORRES

I. ¿Recuerdas el día en que te conocí? Estabas en el paraíso bañando tu revuelto pelo en el río yo asha, tu carro de sol esa noche corrimos el más largo de los caminos tú montada en mí yo sin estribos II. ¿Recuerdas el día en que te conocí? Nos contemplamos en las lejanías nos moríamos en el tiempo mientras la fiebre nos remataba y los tórtolos que miraban avisaron del sacrificio de los genios. Llegó la noche de las ofrendas yo puse cáscaras de huevo, plumas y sangre tú pusiste trampas y encrucijadas Este poema forma parte de Los que se fueron, los que llegaron (Abismos Casa Editorial, México, 2020).

EX LIBRIS

Caperucita, tu futuro está en mis manos/ EKO

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@Sobreperdonar

n enero de 1955 la poeta suiza Edith Boissonnas (1904-1989), el poeta, pintor y viajero Henri Michaux (1889-1974) y el escritor, crítico y editor Jean Paulhan (1884-1968) acordaron algunas sesiones para probar la mescalina con estrictos fines de experimentación artística. Esta experiencia resultó en una bitácora poética de Boissonnas, en un testimonio de Paulhan y en abundantes trazos mescalinianos y escritos de Michaux, como sus deslumbrantes Miserable milagro y El infinito turbulento. Mescalina 55 (México, Canta Mares, 2020) es un exhaustivo dossier que recupera este experimento, mediante los productos creativos, cartas e iconografía diversa. Ciertamente, la relación de los artistas con los paraísos artificiales no era nueva, muchos habían recurrido a ellos para aliviar sus dolencias, desinhibirse, distinguirse socialmente o tratar de potenciar su inspiración y ya Thomas de Quincey y Charles Baudelaire, por ejemplo, habían dejado lúcidos testimonios del trato con los estupefacientes. De hecho, solo unos años después del experimento de Boissonnais, Michaux, Paulhan, en la década de 1960, las drogas se volverían un fenómeno casi masivo y, con cierto toque de cursilería, representarían la ilusión de una lengua universal y fraterna entre la juventud contracultural. El rasgo distintivo de la exploración que se narra en Mescalina 55 radica en su voluntad de rigor. Boissonnas, Michaux y Paulhan no eran adictos, ni tampoco jóvenes ávidos de retar las convenciones, sino artistas ya maduros en busca de nuevos derroteros para su creación. Sus contactos para la ingesta de drogas no eran traficantes, sino médicos, y su experimento apuntaba más que al festejo al laboratorio creativo. Para los participantes del experimento, la lógica y la claridad de los estados alterados requería un auténtico ejercicio de probeta y, por eso, esta intoxicación conjunta se planteó con todo un protocolo. Destaca entonces la relación que planteaban entre despersonalización y responsabilidad, entre lucidez y delirio. Ciertamente, los tres estaban influidos por el auge de las ciencias sociales heterodoxas y por la apertura a las civilizaciones no occidentales; sin embargo, su intención no era cancelar el conocimiento, sino abrirle nuevas vías de la manera más rigurosa posible. Las drogas implicaban otra forma de leer al mundo, alejada de la mirada convencional, pero no carente de control y precisión. Michaux fue quien más extensamente asimiló la experiencia extática y la fundió en una obra inclasificable y desafiante, que mezcla la inteligencia literaria, la intuición filosófica y sociológica, la exultación visionaria y el genio plástico. Sin embargo, más allá del peso y la proyección de la experiencia de la intoxicación en la obra de cada uno, este libro ilustra una época ejemplar de búsqueda creativa, de efervescencia cultural y de exuberantes intercambios disciplinarios, siempre, sin embargo, abrigados por la sobriedad y la inteligencia.

Su intención no era cancelar el conocimiento, sino abrirle nuevas vías rigurosas

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DE PORTADA

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Desde sus orígenes, Laberinto celebra estas fechas con unas dosis de ficción e imaginación, siempre amigables y sorpresivas

El vuelo de Toronto

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ANA GARCÍA BERGUA ILUSTRACIÓN ROMÁN

an venía en el vuelo de Toronto. Supo que ya habían aterrizado y le marcó a su número celular, pero no contestó. Se imaginó que estaría pasando los controles y las aduanas, esperando las maletas que siempre tardaban tanto en aparecer en la banda, entre todo el gentío que viajaba justo el día de Navidad y en plena pandemia. Seguramente por eso no contestaba, pensó. Había muchísima gente en el aeropuerto, viajeros de todos los vuelos llegaban cargando bultos, regalos, se abrazaban, se quitaban la mascarilla para darse besos. Gabriela se había situado lo más apartada que podía, a un costado de las puertas automáticas, y casi la atropella toda esa gente, algunos con esas ridículas cornamentas de peluche o gorros de Santa Claus. Estaba llena de energía y eso que había pasado el día entero cocinando la cena: de estilo muy mexicano, con mole y mezcal. Dan era su regalo de Navidad. Seguro que traería puesta la camisa

azul que tan bien le quedaba aquella vez que se quedaron mirando las pantallas como bobos y hubo sol y palabras bonitas. Besaron las pantallas de sus computadoras y decidieron reunirse, después de tantos mensajes, fotografías, chats, llamadas ansiosas. La gente dejó de brotar y ella siguió esperando; seguro tardaría en recoger su maleta. Un rato después seguían saliendo grupos de pasajeros, pero no estaba Dan por ningún lado, o por lo menos no el Dan de la pantalla, de pelo castaño y ojos enamorados. Volvió a marcar en su celular luego de enviar un mensaje, pero no recibió respuesta. Fue a dar una vuelta, por si ya había salido. El cubrebocas le molestaba, trataba de mantenerse aparte, pero era imposible. La ilusión de verse era mayor que el miedo al contagio. Habían hablado incluso de enfermarse juntos, de tanto deseo de tocarse. La gente llegaba, se reunía con sus viajeros y partía, despejando un momento los pasillos helados. Gabriela regresó a la sala de espera. Al fondo, pegado a la pared, un hombre gordo, de piel oscura y camisa a cuadros, junto a dos maletas grandes, miraba su celular como si esperara a alguien que venía a buscarlo. Se imaginó a Dan en la

misma situación y volvió a dar una vuelta; tal vez su teléfono se había descompuesto, o tuvo que tomar otro vuelo. Si ese era el caso, podría haberle avisado. En la aerolínea le confirmaron que el vuelo de Toronto había aterrizado hacía como dos horas; las colas de la aduana y el equipaje son muy largas, le explicó una empleada. Seguro todos los viajeros llegaban a una cena como la que le había preparado a Dan, de bacalao y romeritos. Y un helado de rosas rojas con chocolate amargo. Regresó y ahí seguía el hombre gordo. Se miraron brevemente y pareció sonreír bajo el cubrebocas. Una nueva camada de pasajeros salió por las puertas translúcidas, gritoneaban en ruso o alemán; traían mucho equipaje y lo pusieron en medio del paso. Ella daba saltos angustiada para distinguir a Dan: quizá era chaparrísimo. Quizá la vio como era y decidió escapar. La gente se dispersó. Se sentía decepcionada pero tenía miedo de que a Dan le hubiera pasado algo, con los aduaneros, por ejemplo. Que ella supiera, Dan no consumía drogas.

El hombre extendió una mano, pero la retiró enseguida y la puso en el pecho

Quizá le traía un perfume y lo habían detenido para quitárselo; le había dicho que le llevaba una sorpresa y ella decidió que era un perfume. El hombre seguía esperando. Se volvieron a mirar con simpatía. ¿No llegó?, le preguntó en inglés. Gabriela hizo un gesto desolado. No tardará, ¿de dónde viene el vuelo? Ella le contestó que de Toronto y él asintió. Se le hizo poco gentil no preguntarle de dónde venía. Chicago, dijo él, ¿conoce? Nunca he estado; ¿es su primera vez en México? Conversaron un poco. Él no venía como turista, ni para negocios. Era un asunto personal. Quizá llegaba, como Dan, a encontrarse con su nueva pareja, pero no se atrevió a preguntarle. El hombre extendió una mano, pero la retiró enseguida y se la puso en el pecho. Sus ojos sonreían: Paul, dijo. Gabriela, respondió ella. Las puertas vomitaron más pasajeros. Muchos traían sudaderas que decían Toronto Ballet Company. Le latió el corazón y se acercó, pero todos se dispersaron otra vez. Regresó al lado de Paul. ¿Todavía no? Luego bajó la voz. Tengo que ir a buscar un baño, ¿no le importaría cuidar mis maletas? Ella desconfió, pero le pareció descortés negarse. Además, estaban casi a la salida del aeropuerto. Se quedó nerviosa


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El origen del mundo MAURICIO CARRERA

Lo que quiere la mujer, Dios lo quiere. Lacan

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esperando, temiendo una trampa, y olvidó por un momento a Dan. No podría correr a sus brazos por estar cuidando aquellas maletas pesadas y duras, de color rojo. Seguro estaban llenas de regalos; se imaginó a Paul como un Santaclós rodeado de niños. Una nueva horneada de pasajeros cruzó las puertas, Dan no estaba entre ellos. En su lugar apareció Paul con dos vasos humeantes: el de Gabriela estaba bien tapado. Gracias, ya no aguantaba, le dijo. Ella destapó el café y le dio un sorbo, más dulce de como lo tomaba en general. Sintió un extraño consuelo y le sonrió al nuevo amigo. ¿Cuándo vendrán por ti, hablaste por teléfono? Paul contestó con una pregunta: ¿en qué vuelo viene la persona a la que esperas? Llegó hace mucho, respondió ella. En el celular estaban todas sus llamadas, los Whatsapp sin abrir. En Twitter y Facebook no había nada, ni en Messenger. Sintió ganas de llorar. Se contuvo y volteó a mirar a Paul: ¿ ya te llamaron? No, dijo él. Soy el que debe llamar, pero no me decido, añadió. Seguro que también Dan se había arrepentido en el último momento. Pues la vas a lastimar mucho, exclamó con rencor. Ese es el problema, aclaró él; vengo a lastimar a alguien. Tengo que darle a mi hermano y a su esposa una muy

mala noticia y no me atrevo. Y se puso triste, triste. Si había venido desde Chicago, la noticia debía ser terrible. Gabriela no supo qué decir; sonó una alerta en su celular. Era un correo, venía de la cuenta de Dan. Lo abrió con ansia, sintiéndose un poco mal: soy Lillian, esposa de Dan. Llevamos casados diez años. No es la primera vez que mi marido… Borró el mail sin terminarlo de leer. Volteó a ver a Paul: ¿quieres que te lleve a casa de tu hermano? Hay mucho tráfico y la fila de los taxis está larguísima. Si te sirve de algo, te puedo acompañar en lo que piensas cómo decirles, no tengo nada que hacer. Los ojos del hombre volvieron a sonreír, emocionados: gracias, murmuró con timidez, tú eres mi regalo de Navidad. Echaron a andar hacia el estacionamiento dando tumbos entre la multitud enmascarada que no lograba mantener ninguna distancia, él cargando sus maletas enormes. En algún momento se rozaron las manos.

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*Originaria de Ciudad de México, ha escrito cuento, novela y ensayo. En 2013 obtuvo el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Sus libros más recientes son Fuego 20 y La tormenta hindú.

l amantito. Siempre sería el amantito. “Quiero verme donde no puedo”, recordaba sus palabras de seductor. “En ti demoro la mirada”, le gustaba su palabrerío de enamorado, su jerga de diván del inconsciente. No le faltaban mujeres. Le era atractivo hacer el ridículo con ella, tan guapa, tan foránea y refinada. Victoria lo reñía, lo desdeñaba. Una actitud intelectual, más que hormonal: lo trataba de arriba a abajo de manera deliberada. Millonaria, culta, argentina, elegante, adelantada en el afán feminista, impecable en su francés y en la elección de sus amantes. La vida era una sola para desperdiciarla en ahorros y mojigaterías. —Sin ti las horas son invisibles, un disfraz sin medicina del aburrimiento —dijo Lacan tras besarla. Ella bostezó para lastimar su ego. —Qué es toda la Historia sino un elogio de tus piernas? Estaban desnudos, bien cobijados. Hacía frío en París. Un diciembre de nieve y abrigos. Se acercaba Navidad, también el momento de su partida. Victoria regresaría a Buenos Aires del brazo de Roger Caillois, con sus frijoles saltarines y su mechón caído. ••• —Este es el origen del mundo… Lacan acercó su boca. Las piernas de Victoria, alas abiertas dispuestas al vuelo. La besó y metió su lengua. Ella murmuró en español alguna sinvergüenzada. Luego, voló. ••• La verdad no se dice toda. No se puede contradecir en esto al amor, a la literatura, a la Historia. Sartre dijo: “Después de probar mescalina, empecé a ver cangrejos”. Lacan, psicoanalista de cabecera, diagnosticó: “El mito individual del neurótico”. El Castor sonrió, lo mismo que Victoria Ocampo. La Beauvoir anhelaba el esbelto garbo de la argentina, y esta las caderas y los tobillos sin vacilaciones de la francesa. El vapor de su aliento, visible en la helada noche parisina, sus manos en las bolsas de los abrigos. Abrieron la puerta. Un ujier los condujo a un salón con un árbol de Navidad apenas adornado. Apareció el anfitrión, de lustroso y remendado esmoquin. Palmeó estilo aristócrata e hizo traer el cuadro. —Voilá! —anunció con fervor de vendedor de alfombras. Descubrió la pintura, escondida tras un paño verde: 46 por 55 centímetros de asombro y erotismo. Las

mujeres quedaron atrás, los hombres se acercaron. —La señorita Constance Queniaux, amante de Khalil-Bey, Dumas y Courbet, 34 años, bailarina de la Ópera de París —informó. La mirada se centró en la mujer recostada, las piernas abiertas y el vello negro del pubis. Sartre fue el primero en hablar, su aspecto rechoncho, su ojo derecho muy desobediente: —Desear y soñar, lo mismo. Lacan, el más entusiasmado, robusta melena, inteligencia y soberbia. —El sexo abierto de una mujer, la mirada del hombre a su origen. ¡El origen del mundo! —miró secuaz a Victoria. Preguntó por su precio. Impagable para su sueldo de hospital. No se inmutó. Instó a que los demás vieran lo que él veía. —El falo está en el cuadro –sonrió. ••• El amantito. El amantito napoleónico. Lacan era el más guapo, el más inteligente, el mejor para su cuerpo, si bien sus delirios de grandeza le disgustaban. Una vez lo amó cuando dijo: —La tristeza es un saber fallido. Otra, le reprendió: —Recuerda: eres hijo de un vendedor de vinagre. ••• Nevaba. Lacan llegó a casa de Victoria Ocampo con zapatos helados y mojados. En el vestíbulo, baúles y maletas: su viaje de pasado mañana a Argentina. La encontró junto al árbol de Navidad. Leía una tarjeta. —Abrazos navideños de Borges —dijo. Se besaron. Él le entregó su tesis de doctorado. —Felices fiestas —no compartía la celebración pero sí su simbolismo. Ella leyó la dedicatoria: “A Victoria, de su amantito”. Sonrieron. Le pidió tomar un envoltorio bajo el árbol lleno de adornos. —El origen del mundo —presumió ella. Lacan, al atisbar bajo el papel, alcanzó a ver el tupido pubis. Lo ocultó al escuchar la voz de Caillois: —¡Feliz Navidad! Venía acompañado de Drieu La Rochelle y sus bellos ojos azules. Tenían reservación en Le Procope. Victoria Ocampo cenaría esa Nochebuena con sus tres amantitos.

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*Nació en Ciudad de México. Ganador de numerosos premios literarios, es narrador, ensayista y poeta, género en el que incursionó con Memorial de las aves. Su novela más reciente es Las horas furtivas.


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¿Llegará el abuelo?

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PERLA MUÑOZ*

as nubes ensangrentadas se diluían entre la serenidad vespertina. Amenazantes, flotaban encima de un puñado de casas que rodeaban los pies de la montaña. Sara preparaba, junto con Matilde, un ponche de frutas para beber por la noche. Hacía frío. Las pequeñas olas de aire arremolinaban la hojarasca que se acumulaba en los caminos de piedra. Matilde avivaba la lumbre. Ya casi, ya casi, le decía a Sara. Me gustan los gatos. Ojalá en esta Navidad me traigan uno, hablaba. Qué dices, preguntó Matilde. Nada, gritó Sara. Matilde tenía la piel picada por el sol. Casi no le gustaba hablar. Prefería cocinar y quedarse en silencio removiendo la lumbre. Sara podía percibir el suave olor a ocote que emanaba de su piel. ¡Maldita sea!, prorrumpió Matilde. Ya llegó el malsano de tu padre. Sara escuchó el motor de la camioneta. Entre los horcones y las vigas, la perra salió a husmear. Las garras ambarinas provenientes del cielo hincaban su furia sobre la llanura pelona. Ignacio llevaba un sombrero de ala ancha que el viento intentó llevarse. Estaba impaciente, vapuleaba las ramas hasta desprenderle las hojas. El hombre entró a la casa y hundió su trasero en el sillón. ¡Papá! Hoy cenaremos rico, dijo Sara. ¿Sí? No creo que podamos hacer nada con la luz de hoy. Aparte de eso, la multa aumentará. Qué carajo, interrumpió él. Dice mi madre que tenemos los candelabros del abuelo. Al parecer, vendrá con todo y sus almorranas, dijo Sara. Ese viejo solo vendrá a gritar. Como si no lo conociera tu madre, escupió él. Afuera los perros comenzaron un ladrar. Una de las vigas de la bodega se tambaleó y asustó a los perros desatando una histeria general. Matilde mandó a callarlos y les aventó una tina con agua. Cállense, perros malcriados, ordenó Matilde. Si solo tuviéramos un gato, mamá, gritó Sara desde la ventana. ¿Y a poco tú lo vas a mantener? Los animales también se hinchan de comida y de lujuria, reventó Matilde. Sara se quedó callada. Ella lo único que pedía era una gatita calicó para Navidad. Había imaginado aquel momento. Acariciarla y dejarla dormir en sus pies. Qué prepararás de comer, Matilde, preguntó él. ¿De comer? Aquí me chingo para darles de tragar. A duras penas y voy a preparar la cena. Deberías preguntar si puedes ayudarme en algo. Es mejor que de una vez acomodes los candelabros, dijo ella. Lo haré y después me largo. Siempre tienes ese mal genio, rezongó él. Pues si no te gusta…, balbuceó Matilde. No le dio tiempo de terminar la frase. Aventó la mezcla de tocino, nuez y fruta a la pared. De verdad se esforzaba para sorprenderlos. Lámela si tienes tanta hambre, le gritó al hombre y se soltó a llorar. Sara, que estaba mirándolo todo detrás de la ventana, agachó la mirada. El ponche estaba todavía en la lumbre. Olía a durazno, guayaba y canela. Debía llevarlo a la cocina. Su padre salió chistando. Sara, le gritó. No la esperó. Se subió a la camioneta y arrancó. El viento imprudente relamió los cabellos de Sara que se alzaban en el aire. Los horcones y las vigas se tambalearon y cayeron sin remedio sobre la perra. Aulló. Matilde no estaba allí. Lo único que Sara pensó fue en que ahora sí la dejarían tener una linda gatita calicó. Animada, buscó piedras grandes. Sonreía imaginando acariciar la cabecita de su minino. Dejó caerlas con fuerza sobre los ojos de la perra. Creo que la perra murió, dijo Sara a su madre. Matilde no la escuchaba. Miraba hacia el cielo ensangrentado. ¿Crees que el abuelo venga?

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*Autora del libro de cuentos Desquicios (Avispero, 2017), nació en la ciudad de Oaxaca en 1992. Becaria del Fonca, ha colaborado en revistas como Picnic y Generación y escribe mensualmente en el periódico Noticias, de Oaxaca.

El niño que vendrá

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VALENTINA RIZZI FOTOGRAFÍA SHUTERSTOCK

l tanque de oxígeno es lo primero que puede enfocar cuando vuelve en sí misma. A1 está en una cama, vestida como astronauta, se alimenta de O2 en una atmósfera surreal, y viaja entre semiestados de inconsciencia mientras que desde el cristal ve deslizarse figuras enjaezadas. Brotan por todas partes curvas y parábolas de las gráficas. Al lado de ella otro ser en otra cama abre los ojos al mundo: es Z1. Ninguno de los dos se da cuenta que el otro está ahí. Entre ellos se interponen decenas de cuerpos inánimes. En un tiempo paralizados, los pensamientos de A1 y Z1 flotan confundidos en la nada, pero no se cruzan. De esa cápsula son los únicos sobrevivientes. Aterrizaron aquí al mismo tiempo desde el mundo del hiperuranio y, sin embargo, todavía están muy lejos uno del otro. Es difícil saber quién será el primero en escuchar que el otro todavía late. No hablan aún el mismo idioma. La puerta se abre de repente y avanza con aire militar un ser con uniforme, dos, tres, cinco. Se acercan a los nichos, los cierran, los sellan, los levantan y se los llevan, alineados en procesión. En el interior, junto a A1 y Z1, permanece un único ser encerrado en una bata y una mirilla de cabeza. El uniforme mide los parámetros, emite sonidos y suministra dosis. Prescribe. Separa tubos y conecta cables sin tocarlos jamás. Se expresa con gestos antes de desaparecer una vez más. Las miradas de A1 y Z1 se detienen por un instante en esa figura antes de que cruce la puerta y se desvanezca en la nada. Los dos, ya sin cables, se ríen, respiran cada uno por su parte, tosen. Y por fin se descubren. “¿Quién eres tú?” La pregunta da vueltas en el aire. “¿Quién soy yo?” Otra pregunta y luego otra. “¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde estoy?” Partículas mutantes, virales, deambulan irreprimibles dentro de sus

vísceras. Es en el borde del precipicio donde los dos se encuentran, frente a una ventana, cerrada por otro cristal que separa el interior del exterior. Más allá del vidrio exterior, en la calle, a un metro de distancia, se mueven formas en fila, y, con las caras cubiertas con máscaras, cuerpos blindados entran y salen de los automóviles, suben y bajan de las escaleras móviles. Más allá del vidrio interior desfilan, turnándose, seres amables cubiertos con viseras de protección facial. Visten guantes, cubrezapatos, los cuerpos son aislados con impermeables pesados. Los seres con uniformes entran, se acercan con cautela a los dos, hacen pruebas, obtienen muestras, desinfectan, miden, pero de repente se infectan, palpitan, e, invadidos de una fuerza oscura, caen. Ellos mueren. Los relojes se bloquean. Oscuridad/ luz/ oscuridad, otra vez luz, los dos retroceden. Amarillo, azul, rojo. Recuerdos lejanos se encienden y se apagan intermitentemente al mismo tiempo que las luces de un enorme triángulo verde decorado. Es un árbol sin raíces, pegado a un enchufe. Hay una punta en la parte superior del triángulo, es un cometa. Mesas dispuestas, muérdago, regalos. Evocaciones de tiempos lejanos se cruzan. Una mirada al cristal de afuera. Imperceptibles cristales de nieve comienzan a caer. Una mirada al cristal de adentro. ¿Existió alguna vez un tiempo libre de dolor y angustia? ¿Qué hay del otro lado? ¿Al otro lado de qué? ¿Qué hay dentro? ¿Dentro de qué? “Rehenes de un virus”: un titular que

Centellas de luces inundan los campos magnéticos y la oscura maldad quema, brilla por todas partes

se encuentra sobre un rollo de papel en una esquina les llama la atención: un periódico. Las neuronas se reactivan, alinean las letras, reconocen palabras. Rehenes de un virus, se repiten mientras buscan quién de ellos es el alienígena. Beben, se observan, se alejan. Cuando llega la noche, las calles se iluminan mientras A1 y Z1 se estudian entre sí en la oscuridad de su aislamiento. Ni adentro ni afuera. Su hora se acerca. Afuera ni voces ni rostros. Y adentro el vacío. Hasta el miedo desapareció. Rehenes de un virus, todos. Todos infectados. Ya no hay un enemigo que derrotar. ¿Realmente todo está perdido? Un cartel colgado en una esquina marca un día: es Nochebuena. Se escucha el eco de las campanas. A1 y Z1 se observan, se acercan, se huelen uno a otro. Los dos ahora se rozan, se tocan, se desnudan, se besan, se fusionan. Antes de morir se aman y solo entonces sucede el milagro. El deseo crece hasta que explota. Centellas de luces inundan los campos magnéticos y la oscura maldad quema, brilla por todas partes y quema, se retira y se convierte en cenizas. Oscuridad/ luz/ oscuridad. Y de nuevo luz. Destellos de esperanza se esparcen por los cristales, entre las paredes asépticas, a lo largo de pasillos violáceos y de cuerpos inmóviles. Es el amanecer de un nuevo día, las puertas se abren de par en par, las paredes caen, las distancias se reducen, hombres y mujeres se levantan. El niño que vendrá, el salvador, ya está en camino. Es el verdadero antídoto. El mundo pronto será libre.

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*Fundadora de la editorial italiana Bibliolibrò, nació en la periferia de Roma. Librera y promotora de la lectura, entre otros títulos, es autora de los álbumes ilustrados Naso Rosso y L’insolito destino di Gaia la libraia.


EN LIBRERÍAS

19 DE DICIEMBRE 2020

NARRATIVA, ENSAYO La mujer del bosque

El Delfín

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A FUEGO LENTO Cuentos

El camino del fuego México, 2020

John Connolly Tusquets México, 2020 520 páginas

Mark Haddon Salamandra España, 2020 368 páginas

Thomas Wolfe Páginas de Espuma España, 2020 920 páginas

Vuelve el detective Charlie Parker, ahora para resolver el crimen de una mujer que ha dado a luz antes del suspiro final y cuyos restos son descubiertos en los bosques de Maine una vez que ha llegado el deshielo. Un asesino que siembra el dolor a su paso se une a la intriga, lo mismo que una cabaña en donde un teléfono recibe llamadas del más allá. Fiel a su costumbre, Connolly prepara una mezcla de ingredientes explosivos: misterio, terror y giros paranormales.

Con claras alusiones a Pericles, príncipe de Tiro, la tragedia de Shakespeare, esta novela abunda en las relaciones paternofiliales y en el papel de la mujer en las sociedades contemporáneas. La protagonista, quien sobrevivió a un accidente de aviación mientras aún estaba en el vientre de su madre, huye de la casa paterna junto a su joven pretendiente después de vivir como prisionera. Los mitos adquieren nuevos significados en el presente y lo fantástico incursiona en la realidad.

William Faulkner lo puso por encima de Hemingway y lo alabó por “aprovechar toda la experiencia que era capaz de observar e imaginar y ponerla en un libro, en la cabeza de un alfiler”. Una parte de esa experiencia, la de sus cuentos y novelas cortas, se reúne por primera vez en español, en traducción de Amelia Pérez de Villar. Son 58 piezas en las que brilla una escritura adictiva y desbordante. La primera data de 1929 y la última de 1987. El titán sabía leer los sentimientos.

La señora Dalloway

La Odisea

Dioses contra microbios

Virginia Woolf Alianza España, 2020 242 páginas

Homero Malpaso España, 2020 350 páginas

Alejandro Gándara Ariel México, 2020 224 páginas

Cuarta novela de la autora inglesa, miembro del notable Bloomsbury Group. Como en el Ulises de Joyce, la acción ocurre en un día. La protagonista ofrecerá una fiesta a su esposo durante la noche. El narrador no se enfoca solo en lo que le sucede, también se detiene en hechos que ocurren alrededor y en lo que le sucede a algunos personajes. La exploración de su intimidad es uno de los rasgos sobresalientes; destaca asimismo el acercamiento a la sexualidad femenina.

Versión ilustrada de una de las obras con las que arranca la literatura occidental; la otra, como se sabe, es la Ilíada. La traducción y adaptación son de Carmen Estrada y las ilustraciones de Miguel Brieva. Ambas obras, atribuidas a Homero, tienen como asunto la guerra de Troya; Ulises, u Odiseo, es el protagonista de esta historia. En la introducción se contextualiza la obra y se ofrecen detalles de personajes, además de precisiones sobre la traducción y la adaptación.

¿Qué puede decirnos la filosofía y la literatura clásica de los sinsabores que ha traído la pandemia por el covid-19? Mucho, si hemos de seguir la visión del autor, empeñado en comprender la vida familiar, la de los vecinos y la ciudad que habita durante los meses de confinamiento a través de las enseñanzas de Esquilo, Platón, Homero… La Antigüedad, concluye, ofrece conclusiones culturales y espirituales ante la adversidad. No se trata de un libro de autoayuda; es un ensayo original.

A las órdenes de Cortés ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

L

a conmemoración de los 500 años de la caída de Tenochtitlan es una buena coartada para hacernos padecer una avalancha de las llamadas “novelas históricas”. Hay que prepararse y respirar hondo. No a la vanguardia pero sí de modo paradigmático, El camino del fuego (Martínez Roca) ilustra esta infortunada sospecha. Tiene todo lo que el género en su versión mexicana ha exhibido hasta el cansancio: una fatigosa inmersión en las fuentes históricas, folclorismo a manos llenas, aliento didáctico, estilo aprendido en un taller de redacción, romance y, ya que el feminismo no deja de elevar sus proclamas, una heroína por encima de las circunstancias. La ficción descansa en la intervención de las divinidades a través del trance y los sueños. La protagonista es una sacerdotisa y curandera totonaca, dada como esposa a un capitán del ejército español que marcha desde las costas de Veracruz hasta Tenochtitlan. De este modo, El camino del fuego describe la marcha de Cortés y las alianzas y los pactos, obtenidos a golpes de fuerza y traición, con los pueblos esclavizados por los mexicas. Esa historia es demasiado conocida. Para sortearla, y hacer llover menos sobre mojado, Celia del Palacio echa mano de la estampa folclórica. Las batallas quedan en un esbozo, lo mismo que las ejecuciones y las sesiones de tortura, las intrigas y las reyertas, es decir, la guerra que significó la Conquista, pero los campos sembrados de maguey, amaranto y chiles; los collares de jade y obsidiana; los penachos señoriales confeccionados con plumas de quetzales y guacamayas; las sandalias de oro, con piedras preciosas entretejidas; en fin, la parafernalia que uno esperaría de un guía de turistas, ocupan un lugar de privilegio, casi como un servicio a quienes se asoman a la historia mexicana por primera vez. El verdadero malestar proviene, sin embargo, de otra parte. ¿Por qué los personajes de nuestra novela histórica parecen oradores en la Gran Tribuna? ¿Por qué la grandilocuencia? ¿Por qué estas palabras, solo una muestra entre tanto edulcoramiento?: “El futuro está aquí y no es como lo esperábamos. Sobre estas piedras se construye un mundo nuevo; no debemos resistirnos”. Por qué agregar más a lo que ya resulta demasiado.

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LABERINTO

DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

19 DE DICIEMBRE 2020

http:// www.milenio.com/cultura/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLaberinto/Instagram: milenio_laberinto

TOSCANADAS

Morir en casa DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

H

ace unos días leí una columna titulada “Morir en casa”, del querido y admirado Héctor de Mauleón. En ella nos relata la insolvencia del sistema médico, y el caso de un hombre que decide morir en casa en vez de andar pidiendo posada. Antes de leer el texto, me bastó el título para pensar en que lo natural y bello en el pasado era morir en casa, rodeado de los seres queridos, tras la visita de un médico sin ciencia, en una de esas escenas novelescas con hijos y nietos. Repasando mi rusofilia, recuerdo que Pushkin murió en casa. Gogol murió en casa. Turgueniev, en su casona francesa de Bougival. Dostoyevski murió en su departamento de San Petersburgo. Pásternak entregó los bártulos en su residencia de Peredélkino. Era lo deseable: morir en la propia cama. Tolstói murió en una estación de tren, sin deseos de morir

ANTON CHÉJOV

El autor del relato “El violín de Rothschild”.

ahí. Chéjov murió en un innoble hotel alemán, con ganas de haber muerto en su casa de Yalta. También los personajes de estos autores solían morir en casa, siempre y cuando no fuera bajo las ruedas de un tren o en la guerra o al salir de un tranvía o en un duelo. Los enfermos morían en casa, como Iván Ílich. Y tal ocurre en otras literaturas. Al igual que Cervantes, don Quijote muere en casa, a pesar de que nunca se hubiera leído “en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote, el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió”. Pero luego de leer el artículo de Héctor de Mauleón, aparté esos pensamientos y recordé el cuento “El violín de Rothschild”. El violinista Yákov lleva a su mujer al hospital. El médico mira a la enferma con frialdad. “Es la

gripe”, dice, “y puede que algo de fiebre. Hay tifus en la ciudad ahora mismo. En fin… ¿Y qué? Ha tenido una vida larga, el Señor sea alabado… ¿Cuántos años tiene?”. Yákov contesta: “Un año y tendrá setenta”. El médico se amarra en su indiferencia: “¿Lo ve? Una anciana. Es hora de que alcance la gloria”. Y Yákov responde: “Sí, por supuesto, tiene razón en lo que dice, y le damos las gracias por sus atenciones. Pero si disculpa la expresión, hasta un insecto quiere vivir”. El médico no la recibe. No está dispuesto a desperdiciar su tiempo ni un tratamiento con una anciana, por muchos deseos que tenga de seguir en el mundo. Ella muere en casa. Chéjov nos dice: “Ancianas vecinas la lavaron, la vistieron y la pusieron en el ataúd”. Me acordé también de otra historia de Tolstói. Pero esta columna, como la vida, se acaba, y le deseo, amigo lector, que la esté leyendo en casa.

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BICHOS Y PARIENTES

Entre caníbales JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA CLIC ASIA

¿

Cómo aparece el otro, el distinto, aquel que el siglo XIX llamó salvaje o incivilizado? Los científicos británicos, Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, coinciden con Herman Melville en que, más allá de costumbres contingentes, lo diferente es el cuerpo. El nuestro está echado a perder, el de ellos es hermoso, armonioso, sano. Ninguno cae en el repugnante vicio de la robinsonada, el buen salvaje o la victimización de Rousseau, y todos prefieren su civilización a la prestancia corporal. En 1846, a la mitad de la primera novela de Melville, Typee: A Peep at Polynesian Life (Taipí: un asomo a la vida polinesia), el narrador recuerda “que estos isleños no obtenían ninguna ventaja del uso de la ropa, sino que aparecían con toda la desnuda simplicidad de la naturaleza, no pude evitar compararlos con los finos caballeros y dandis que pasean sus figuras tan ordinarias por nuestras transitadas calles. Desprovistos de los precisos artificios del sastre y erguidos en el atuendo del Edén, ¡qué lamentable visión serían esos gatos de hombros caídos, piernas canijas, cuellos de grulla, que son los hombres civilizados!”. En Alfred Russell Wallace existe una comparación muy semejante: el magnífico cuerpo desnudo de los “salvajes” y el encorsetado cuerpecillo de los civilizados. A diferencia de “los modernos citadinos, adoradores del oro y de la moda”, dice: “Antes que ser un hombre como aquellos/ Quisiera ser indio de aquí, vivir contento/ de pescar y cazar y remar en mi canoa/ ver crecer a mis hijos como jóvenes cervatos,/ con salud corporal y paz mental,/ y sin riquezas rico y feliz sin oro”. Sus versos son notables porque muestran

un entusiasmo que no imaginó al modo de los discursos o la prosa: quiso otro registro, un distinto orden de pensar. Los epígonos de Rousseau, del buen salvaje, siguen las estrategias de la culpa, el reclamo; pronto se fingen viudas del desastre. Melville, en cambio, elogió la corporalidad entera y la sencillez de los isleños; nunca halló un caníbal, pero tampoco santos. Wallace marca un anhelo, un goce y una admiración con versos. Quiso mostrar

Darwin, que decidió embarcarse hacia Tierra del Fuego, quedó horrorizado con los indios

algo admirable, pero no recuperable: una referencia, no una posibilidad. Un mundo subjuntivo. Los norteamericanos iban a la naturaleza en busca de una generalidad, un ámbito que trasladar en narraciones y en modos de vida. Iban por filosofía, por sabiduría, por política, no por ciencia. Donde los británicos miran a los salvajes como objeto de estudio o como sujetos de redención (salvarlos de sí mismos, según Burton y Kipling), Melville los halla todavía apegados a una forma de vida sabia y digna de ser aprendida, no como un know what sino como un know how: con ellos aprende a sobrevivir en la naturaleza. Es un interlocutor de sus “caníbales” y vive como uno de ellos, pero sabe que su vida estará en su escritura y que su

Tribu de caníbales en Papúa Nueva Guinea.

eficacia depende de la curiosidad del lector, que no se va a enganchar con unas semillas y unas calabazas, pero sí con el uso de los cuchillos o los tensos intercambios de miradas. Wallace y Darwin se esfuerzan en escribir una suerte de prolegómenos científicos: el acopio de los datos, la descripción precisa de los objetos, los animales, sus actividades, excepto cuando se trata de seres humanos. No es un contraste sino una diferencia de matiz, de gamas, de tonos: el mismo idioma, con diferencias pequeñas pero determinantes. Darwin, por ejemplo, que decidió embarcarse en el segundo viaje del Beagle hacia Tierra del Fuego, quedó horrorizado con los indios; primero fue terror, después lástima: “en verdad que nunca había yo visto criaturas más abyectas y miserables”. El miedo de Darwin residía en su propia mirada, como al principio en la de Melville, que se aventuró de puro temerario entre caníbales, solamente para descubrir que no, que solo son personas, ni mejores ni peores, con cosas admirables, como su saludable belleza corporal, pero reos de los mismos defectos de todo ser humano. Entre los libros de Darwin, Melville y Wallace no pasan 20 años. Sin embargo, entre ellos hay una diferencia enorme: los europeos, ni locos habrían vestido un taparrabos. Melville dice de un médico que tiene “el pulgar corrido de quien nunca ha tenido que asirse a nada para sobrevivir”. Quizá eso, el cuerpo como recurso, haya sido la más importante aportación literaria de los estadunidenses del siglo XIX. Ni Moby Dick, ni la poesía de Whitman, ni la espiritualidad de Emerson o la ética de Thoreau son concebibles desde un cuerpecito elegante.

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