Laberinto 599 (06/12/14)

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Laberinto

David Toscana ¡Fuera Toscana! página 2 Mark Strand Poesía página 3 Santiago Gamboa Los archivos de García Márquez página 11 Magali Tercero El Turner Prize página 12

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MILENIO

Vicente Leñero Carlos Marín Alegría Martínez Braulio Peralta Fernando Zamora Páginas 4 a 11

sábado 6 de diciembre de 2014

Caracteres, columna de Álvaro Uribe

BARRY DOMÍNGUEZ

(1933–2014)

N.o 599


02 b sábado 6 de diciembre de 2014

MILENIO

antesala DE CULTO

Hugo García Michel b hgmichel55@yahoo.com.mx ESPECIAL

¡Fuera Toscana! TOSCANADAS ESPECIAL

David Toscana dtoscana@gmail.com

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ada semana debo entregar esta columna los días lunes o, a más tardar, el martes. Supongamos que se me pasan las fechas y el miércoles me escribe el editor para apremiarme a que le envíe el texto. Llega el jueves y todavía no se me ocurre un tema para la toscanada semanal. El viernes, ante la presión editorial, me viene una idea bajo la influencia de nuestro gobierno federal: en vez de escribir la columna, voy a redactar un decálogo sobre cómo escribir la columna. Tiene que ser decálogo, pues el número nueve o el once suelen ser poco atractivos para quienes no gustan de las matemáticas, gente que si a las 2:11 se les pregunta ¿qué horas son?, responden: las 2:10. Para completar los diez puntos, incluiría algo tan peregrino como: “Establecer un correo único para enviar mi columna semanal. En Gmail, por ser el más utilizado”. O algo con lógica vacía: “En caso de percibir que no se han completado los tres mil caracteres requeridos, inflaré el texto cambiando palabras flacas por gordas. Por ejemplo, “actualmente” en vez de “hoy”, o títulos completos por apellidos, pongamos: “el actual secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray”, en vez del mero “Videgaray”. Puedo proponer un cambio de unidades: “De ahora en adelante, en denuncias de corrupción, no utilizaremos monedas nacionales o extranjeras, sino ‘Casas

Blancas’, cuyo símbolo es CB y equivale a siete millones de dólares. Solo en hiperdesfalcos se utilizará el Moreirazo, ya que 1M = 400CB”. Siempre hará falta un gesto de honestidad: “Procuraré no plagiar textos ni contratar negros, tal como han hecho algunos de nuestros laureados escritores. En caso de que mi columna se parezca mucho a otra, cruzo los dedos para que nadie lo note. Y si alguien lo nota, me excusaré diciendo que no soy servidor público”. Además: “Fortaleceré los principios de buena ortografía y clara redacción. En este rubro, apelo al buen funcionamiento del revisor ortográfico de Word y el buen ojo de mi editor”. “Igualmente enviaré a la Real Academia Española una amplia agenda de reformas para el lenguaje cotidiano”. Aquí incluyo puras reglas ortográficas que ya existen, pero que quiero hacer pasar por iniciativas mías, o sea, por toscanismos. Al final de mi decálogo, algunas personas de pocas luces y amor por la televisión sentirán que, efectivamente, escribí mi columna semanal, y ni siquiera notarán que este “efectivamente” fue un mero vocablo de relleno. La gente más avezada sabrá que ni siquiera completé el decálogo ni mis tres mil caracteres de rigor, que además todo fue paja, puro bla bla para ganar tiempo mientras llega la siguiente semana, para mantener mi chamba de columnista, y que mis detractores se cansen de decir “¡Fuera Toscana!”. L

Fredric Brown

El humor sci–fi

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e los muchos géneros y subgéneros literarios que existen, quizá sea la ciencia ficción (o ficción científica, como prefería llamarla Jorge Luis Borges), uno de los que menos se prestarían al uso del humor y la ironía. Sus historias fantásticas —pero fundamentadas, aunque sea en apariencia, en hechos o supuestos basados en la ciencia y la tecnología— no parecerían ser campo propicio para la ironía, el gag o la parodia. Sin embargo, existió un autor estadunidense que rompió con la seriedad y la solemnidad del género, alguien que vio la posibilidad de dar rienda suelta a su facilidad para la ligereza incluso cómica en terrenos que exigían rigor y, digamos, hasta cierta respetabilidad. Fredric Brown (1906–1972) fue un sujeto singular. Mal estudiante, abandonó la universidad para dedicarse a escribir narraciones policiacas y de sci–fi. Para ello, debió pasar primero por el purgatorio de trabajar como corrector y reportero en diversos periódicos provincianos. De hecho, no fue sino hasta después de cumplir 40 que pudo dedicarse de lleno a la escritura de novelas y cuentos que, dado su singular estilo, lograron un enorme éxito. Brown no poseía la gracia filosofal de Mark Twain, la chispa irresistible de Charles Dickens, la comicidad desatada de Evelyn Waugh o la ironía desencantada de Raymond Chandler. Su humor era quizá más áspero, más rústico, pero no menos efectivo y, aplicado especialmente a la literatura de anticipación, resultaba innovador y desconcertante. Entre sus novelas más célebres y recomendables están La caza del asesino (Ediciones Forum), divertida historia negra que en 1958 se convertiría en una película estelarizada por la legendaria Anita Ekberg, y Universo de locos (Orbis). Esta última, llamada en inglés What Mad Universe (1949), es de hecho una sátira de los

EX LIBRIS

relatos de ficción científica de mediados de los cuarenta y sirvió de inspiración al gran Philip K. Dick para escribir varias de sus narraciones. Otro título estupendo de Brown es Marciano, vete a casa (Martians, Go Home, Orbis), en el que narra una delirante invasión marciana a la Tierra y en el cual se inspiraría el cineasta Tim Burton para realizar su enloquecida Marcianos al ataque de 1996. Para los freaks de la serie televisiva Viaje a las estrellas (Star Trek), hay que mencionar que uno de los cuentos más famosos del autor, “Arena”, fue adaptado para un capítulo de ese programa, a fines de los años sesenta. Si el ya mencionado Raymond Chandler tenía a su Philip Marlowe y Dashiel Hammett a su Sam Spade, Fredric Brown creo a su propio detective investigador, Ed Hunter, quien trabajaba al lado de su tío Am, y apareció en varias de sus novelas policiacas. Esta faceta, la de autor de serie negra, es menos conocida en Brown que la que lo identifica con la ciencia ficción, pero resulta tanto o más divertida. Prolífico y diverso, Fredric Brown ha sido casi olvidado. Recuperarlo y leerlo es, antes que nada, un placer. L Vicente Leñero bEKO

MILENIO b LABERINTO b Dirección: José Luis Martínez S. Coedición: Roberto Pliego, Iván Ríos Gascón Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía


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LABERINTO

antesala

El hombre y el camello

El indignado

Una canción maravillosa corre a lomos de la arena del desierto. Debe, sin embargo, permanecer en secreto, lejos de las ciudades y sus fastos POESÍA

CARACTERES ESPECIAL

Álvaro Uribe

Mark Strand

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n vísperas de cumplir cuarenta años me había sentado en el portal a fumar cuando de improviso un hombre y un camello pasaron. Ninguno de los dos dijo nada al principio, pero mientras desandaban la calle y salían del pueblo los dos empezaron a cantar. Aunque lo que cantaban era un misterio para mí —las palabras eran indistintas y la melodía demasiado ornamental para recordar. Hacia el desierto fueron y mientras se iban sus voces se alzaban al unísono sobre el tamiz de sonido de la arena azotada por el viento. La maravilla de su canto, su armonía elusiva de hombre y camello, parecía una imagen ideal para toda pareja poco común. ¿Era ésta la noche que había esperado tanto? Quería creer que lo era, pero justo cuando desaparecían, el hombre y el camello dejaron de cantar, y regresaron galopando al pueblo. Se pararon frente a mi portal, mirándome con los ojos desorbitados, y dijeron: “Lo arruinaste. Lo arruinaste para siempre”. Traducción: Víctor Rodríguez Núñez

ESPECIAL

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omo todos los increíbles poetas norteamericanos —de Walt Whitman a William Carlos Williams y de éste a Elizabeth Bishop, pasando por una miríada de rebeldes, coloquiales y cuasi lingüistas—, Mark Strand (1934-2014) representó el atractivo enorme de la vitalidad inmarchitable y, en sus reflexiones irónicas, la conciencia de que cantar, hacer poesía, es comprenderse a sí mismo. Sus poemas oscilan entre el desconcierto y la claridad, entre el surrealismo y una concreción avasallante. Strand creó narraciones familiares en la ciudad o cerca de los árboles y los ríos, donde la vida ocurre de una forma natural y, a la vez, forastera. En su escritura sorprende que las ideas sean tan diáfanas e hiperestésicas. En el poema “Dos caballos”, bebe junto a un lago como un animal en cuatro patas y dos caballos se le acercan para beber también. Los potros lo ven y resoplan y comprende que él también debe resoplar. Y resopla. “Entonces —Strand nos dice— pensé que a lo mejor me habían conocido / en otra vida/ aquella en que yo era poeta”. En México, desde hace muchos años, leemos al autor de Blizzard of One gracias a Octavio Paz y a las traducciones de Elisa Ramírez y ahora de Víctor Rodríguez (Víctor Manuel Mendiola).

Si estos Caracteres no gustan, me asombro; y si gustan, me asombro igual. Jean de La Bruyère

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esde 2006, si no un par de años antes, éste es un personaje ubicuo tanto en la república de las letras como en la república a secas. Todos conocemos por lo menos a un indignado. Todos hemos padecido o gozado por lo menos una vez el arrebato de la justa indignación. No faltan causas para indignarse. En este país inicuo y más que trunco siempre ha habido pobreza. Y crimen, organizado o no. Y corrupción de arriba a abajo de la pirámide social. E impunidad para los de arriba y para los violentos, que no por fuerza son los mismos. Y fraudes, electorales o de cualquier otra índole. Y descontento justificado. Y una elemental desigualdad. Pero nunca como ahora, salvo en los cataclismos revolucionarios, se habían visto tantos indignados. A últimas fechas, quien tenga acceso a un mínimo de publicidad se indigna públicamente. La actriz de telenovelas donde no aparecen ni por asomo los motivos de la indignación. El cineasta cuyas películas, en sentido literal y figurativo, no son de este mundo. El narrador que novela al narco desde el baluarte de una beca del Estado. La poeta, becaria también y a mucha honra, que versifica la muerte. El funcionario cultural muy bien pagado que tampoco deja de cobrar sus emolumentos. El político de toda laya y partido que se confabula con otros criminales para medrar. Y luego están los indignados de veras. Los que perdieron un hijo. Los que no saben si lo han perdido. Los hijos de buena o mala madre que siguen vivos y no tienen nada que perder. Y que por esa misma razón o sinrazón se ganan su público a punta de protestas y marchas y bloqueos y a veces de golpes y palos y pedradas

y hasta incendios e incluso linchamientos que, lo saben y no les importa, son nuevas causas de indignación. Y más allá del bien pero no del mal se agazapan los indignantes. Los parásitos y depredadores que, con la complicidad activa o pasiva de los gobiernos y las policías y el ejército, y también sin ella, viven de la sangre de los demás. Los que extorsionan al prójimo. Lo amenazan. Lo secuestran. Lo torturan. Lo matan. Decapitan el cadáver. Lo cuelgan de un puente. Lo incineran. Lo desaparecen. Lo aniquilan con todo y su nombre propio y sus apellidos. Hacen lo que les dé la gana sin que los abajofirmantes indignados los mienten en sus denuncias colectivas. Sin que los manifestantes indignados los repudien. Sin que nadie, y no me excluyo, se atreva a exigirles la paz. Yo no soy ajeno a la satisfacción implícita o explícita en el acto de indignarse en público. Me indignan la connivencia o la tolerancia o, en el mejor de los casos, la negligencia de las autoridades municipales y estatales y federales con los temibles indignantes. Me indignan la parcialidad o la necedad o, en el peor de los casos, el oportunismo de ciertos indignados. Me indigna que la indignación sea selectiva, que la triste suerte de los de aquí indigne más que la triste suerte de los de allá. Pero, sobre todo, me indigna mi propia y no siempre ineludible indignidad. L

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de portada

Leñero por Leñero Vicente Leñero para jóvenes, una selección de textos realizada por Felipe Garrido para la Agencia Promotora de Publicaciones de Grupo MILENIO, es un paseo por la infancia y la juventud en voz de quien en 1963 obtuvo el Premio Biblioteca Breve por Los albañiles. De él provienen estos pasajes en los que brillan los rincones de Guadalajara, los apuros de los padres, la colonia San Pedro de los Pinos y la generosidad de Juan José Arreola

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o nací en el mero centro de Guadalajara, pero mi padre era de Tlaltizapán, Morelos, y mi madre de Tacubaya, De Efe. Los antepasados de mi padre se repartían entre los pueblos de Michoacán —Guarachita y Zamora, sobre todo— y Guadalajara. Eran muchas las familias que se apellidaban Leñero en Guadalajara. Uno de mis tíos, secretario de Lázaro Cárdenas y luego embajador, Agustín Leñero —hermano del médico Rubén que dio nombre a la Cruz Verde—, aseguraba que los Leñero, venidos de Galicia, fueron comerciantes fundadores de la Guadalajara colonial. Me pedía que corroborara el dato en la Historia de Luis Pérez Verdía, pero por más que lo busqué nunca di con la cita. Lo cierto es que estaba llena Guadalajara de parientes con el apellido paterno, y con el Orozco, segundo apellido de mi padre. Por lo que hace a mi madre, su apellido es Otero. Cuando Jesús Reyes Heroles lo supo —porque desde mi juventud me había quitado el segundo apellido a instancias de Arreola, para quien el Leñero Otero sonaba literariamente muy mal—, me preguntó si en mi ascendencia estaba el gran Mariano Otero

ROGELIO CUÉLLAR

de la historia. Le dije que no, aunque no lo sabía de cierto; mi madre, huérfana desde pequeña, nunca supo mucho de sus antepasados. En mis esporádicos encuentros con Reyes Heroles, el político me instigaba a investigarlo “porque sería un honor para usted ser descendiente del gran Otero. Sería lo mejor que le pudiera pasar en la vida, Leñero” —subrayaba Reyes Heroles, un poco bromeando pero siempre entusiasmado con el pensador liberal que nadie analizó tan bien como él—. Tiempo después de la muerte de Reyes Heroles me topé con el acta de nacimiento de mi madre: de nombre Isabel Otero Girón y nacida en 1900. Un dato me llamó la atención: tanto su padre como su abuelo se habían llamado Mariano: Mariano Otero. Era extraño —pensé— que en el siglo XIX, estando vigente el famoso nombre del jurisconsulto, alguien apellidado Otero y sin parentesco alguno con el personaje se atreviera a llamar Mariano a su hijo y éste prolongara el Mariano al suyo propio. Si el nombre se heredaba por dos generaciones tenía que ser por algo —pensé. ◆◆◆ El parto fue difícil porque yo venía bien pesado y porque la partera no era mi tía Serafina que había recibido a mis hermanos, en México. Pero todo resultó bien, dice mi madre. Nacido yo, convencido mi padre de que no conseguiría establecerse en Guadalajara con un negocio promisorio, ella y él empezaron a hablar de un posible regreso. Las arcas se estaban agotando y si no volvían sería necesario vender las casitas de San Pedro de los Pinos que les proporcionaban una renta mensual. —Vámonos a México —insistió mi madre cuando yo estaba de meses. Y acto seguido se pusieron a empacar. Dejaron Coronillas para siempre. Solo un año y pico habían vivido en la ciudad. ◆◆◆ De la Guadalajara de mi adolescencia, visitada a cada rato, estoy lleno de recuerdos y de gratas imágenes. Me maravillaban las torres de Catedral, puntiagudas y cubiertas de azulejos amarillos, ribeteados de azul. Mi hermano Armando decía que eran góticas: como “alcatraces al revés”, según la canción. Me parecían maravillosas, por distintas, y las fotografiaba y fotografiaba con mi camarita de fuelle, rollo 620 blanco y negro, eligiendo ángulos donde se entreveraran con la cúpula. La construcción toda estaba pintada entonces de amarillo —si mal no recuerdo— y en su interior, enorme y hueco como una añoranza, parecía retumbar la voz ronca de Dios. Hasta muchos años después, hasta ahora, leyendo a García Oropeza, me enteré de que arquitectónicamente la Catedral es horrible, por desproporcionada y pesadota. García Oropeza habla de que un tal Baxter llamó a las torres “puntiagudas abominaciones”, y luego dice: “Los puristas de la arquitectura le han dirigido a nuestra pobre Catedral denuestos vigorosos y, hay que admitirlo, perfectamente justificados”. Pero no es cierto. Qué va. Para mí, como para tantos guadalajareños, la Catedral es y seguirá siendo bellísima: más ahora que han raspado su piedra hasta hacerle aflorar la mismísima cantera y la han rodeado de parques para su contemplación. ◆◆◆ El domingo era obligada la peregrinación a Zapopan. La familia prefería a la Guadalupe de México, pero también rezábamos a la Virgen triangular que nunca me cumplió mis peticiones. Había que levantarse temprano porque el santuario estaba lejísimos, decía mi hermana Juana María, y todavía somnolientos tomábamos el camión cerca de Catedral y nos dejábamos llevar, como quien va de excursión. Nunca fallaba la visita a Zapopan, ni a los arcos de Vallarta, ni al Paseo Lafayette [la actual avenida Chapultepec] de las casas afrancesadas, tan distintas a las casas ricas de México. Yo fotografiaba todo: las casas afrancesadas, la casa de Coronillas, las jacarandas que sombreaban la cuadrícula blanca y roja de la banqueta, el Parque Agua Azul, la Avenida Independencia con su monumento a Ramón Corona de quien era forzoso preguntar, en cada viaje: y ese Ramón Corona, ¿quién fue? Nunca he vivido, lo que se dice vivir en Guadalajara, pero sigo siendo de ahí. No me he distanciado. Pertenezco a la ciudad como quien se siente ensartado a la tierra original por una raíz que lo sigue nutriendo de recuerdos. Hoy regreso a cada rato. Con cualquier pretexto. Por cualquier motivo.


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de portada FOTOS: ARCHIVO FAMILIA LEÑERO FRANCO

Mi madre velaba por nuestra salud, nos llevaba al otorrino, al dentista, al médico general, pero guardaba en secreto sus sentimientos como si fueran a gastarse. La orfandad de su niñez —ya lo he dicho— la secó como un racimo de uvas olvidado en una cesta. Me dio leche, no miel. Me dio pan, no golosinas. Me dio su presencia, no los latidos de su corazón. Yo lo lamento, al recordar mi infancia, pero me doy cuenta de que llegué a la edad adulta y ahora a la vejez siendo un poco así, como ella.

Vicente Leñero hijo y padre, Armando, Juana María, Celia, Isabel Otero Girón y Luis

◆◆◆ David Noble y yo teníamos trece, catorce años, cuando lo veíamos subir o bajar del tranvía de Revolución en la parada Once de Abril, donde termina Tacubaya y empieza San Pedro de los Pinos. Era un viejo de dar pánico. Altísimo pero jorobado como si le pesara su cabeza greñuda de cabellos blancos al viento, barba de picos como la de Maximiliano, enormes hombreras para abultar su saco negro de solapas anchas; andrajoso, arrugado siempre, recta su sólida nariz, labios en movimiento mascullando majaderías o maldiciones. Todo él, para David Noble y para mí, conformaba la imagen tenebrosa de un desquiciado: el clásico orate del rumbo. —Ahí está otra vez el viejo loco —chacoteábamos con más miedo que lástima. Vivía en una casota descarapelada de Avenida Revolución, frente a la plazoleta de los Mártires de Tacubaya, cerca de la vivienda de David Noble quien de vez en cuando se asomaba por los agujeros de la reja y me decía después: —Está llena de gatos y perros callejeros. Sale de su casa para darles de comer y los mete luego como si fueran su familia. Dicen que su mujer es una bruja. Dicen que él está poseído. Ciertamente el viejo estaba poseído, pero no por el demonio sino por los clásicos de la literatura: Homero, Shakespeare, Goethe, Cervantes... Esto lo supe meses después por mi hermano Armando: —No es un loco, no seas tonto. Es don Erasmo Castellanos Quinto, el maestro más famoso de la Preparatoria Nacional. Los alumnos se pelean por entrar a sus clases. Se sabe El Quijote de memoria desde la primera hasta la última línea, ¿te imaginas lo que es eso? Además es poeta. —¿Y por qué anda así como un mendigo? —Es pobre, como todos los maestros de las escuelas oficiales. —Tiene facha del mismísimo demonio. No se baña. —Porque es excéntrico. La mayoría de los genios son excéntricos. ¿No sabías? Con el tiempo supe más de don Erasmo. Un viejo amigo, Roberto Oropeza, le escribió una entrañable semblanza que publicó la Preparatoria de la UNAM. Ángel Boliver lo pintó en un óleo de fuego que se exhibió en el aula Justo Sierra de San Ildefonso. Ricardo Garibay escribía a cada rato de él: “Su soberbia no tiene límites; tampoco su humildad. Nos enseñó a leer la Ilíada, la Odisea, la Divina Comedia, El Quijote. Yo lo seguí varios años, me le hice inseparable. Lo salvará su pasión, muchachito”, me decía.

Vicente Leñero Orozco e Isabel Otero Girón

◆◆◆ De regreso de Guadalajara nos fuimos a vivir a Martínez de la Torre, en la colonia Guerrero. Allí habría de nacer el quinto hijo —mi hermano Luis— y allí montó mi padre, en sociedad con Tío Alberto, una fábrica de refrescos embotellados. Eran de aquellos legendarios “refrescos de canica”, porque una canica servía de tapón a la pequeña botella de medio litro. Se oprimía la canica para destaparla y ésta quedaba en un estrecho conducto hasta que el consumidor se bebía el refresco. Cuando el casco vacío se utilizaba de nuevo, una vez lavado sin excesivas medidas de higiene, el gas se le inyectaba a presión junto con el líquido de sabores frutales, e impulsaba a la canica a su posición de tapón. El negocio fue bien, muy bien. Mi madre trabajaba en él entre interminables diferencias con su cuñada María Elena, la esposa de Tío Alberto. —Trabajaba todo el día —nos relataría mi madre—. Todito el día lavando botellas usadas y llevando las cuentas del negocio. Fue un tiempo muy feliz para mí, mejor que estar en Guadalajara. Cuando mi padre traspasó la empresa de refrescos de canica —la aparición de la Coca Cola se lo impuso— y se asoció en el negocio del restorán El Faro, en San Juan de Letrán, cerca de Ayuntamiento, la familia regresó a vivir a San Pedro de los Pinos, a la casa en esquina del sexto tramo de Avenida Dos con Calle Nueve, que mi padre había prestado a una de sus sobrinas. Luego comenzó a construir en el tercer lote adquirido desde el principio —Avenida Dos, número setenta y nueve— la casa en que viviríamos durante toda nuestra niñez y juventud. El lote era el más grande y la casa se fue estirando con el tiempo hacia el patio jardín, como una serpiente, con cuartos y más cuartos que buscaban la luz —decía mi padre—, pero que dio como resultado una construcción horrorosa, de muy pobre arquitectura.

Vivo cargado de recuerdos de aquellas tardes–noches en que aprendía literatura y perdía al ajedrez

Fue en esa casa nueva, me parece, donde mi madre enfermó gravemente de difteria, mortal en ese tiempo. La nana Victoria se hizo cargo de mí y de mi hermano Luis. Durante meses, la tal Victoria fue la mujer que yo consideré mamá. No quería separarme de ella ni cuando mi verdadera madre sanó de la maldita enfermedad que trajo desazonado a mi padre. ◆◆◆ Quería a sus hijos, por supuesto; se vanagloriaba de nuestras calificaciones en la escuela, pero pocas veces lo expresaba en voz alta. No recuerdo besos ni caricias en mi niñez. Como no recuerdo tampoco nalgadas y pellizcos. Era mi padre quien nos anunciaba el castigo desabrochándose el cinturón para soltar un latigazo que casi nunca llegaba. Era mi hermana Juana María quien se encargaba de los castigos retorciéndonos la piel con pellizcos de monja o encerrando en un clóset a mi hermano Luis.

◆◆◆ Qué teatral, qué fascinante, qué contagioso nos parecía el Juan José Arreola de fines de los años cincuenta a todos los que nos inclinábamos ante su perspectiva y sabiduría ahora sí que para abrevar conocimientos y sensibilidades. Estábamos ahí, sentados y atentísimos, absolutamente en sus manos. Nuestros cuentos pendían y dependían tan solo de su voz; de su lectura capaz de transformarlos de pronto en maravilla. Sobre la marcha él corregía palabras, cambiaba puntuaciones e inventaba tonos, cadencias, inflexiones que el texto original estaba muy lejos de poseer. Leyendo bien un cuento, Arreola nos enseñaba a buscar los caminos literarios para salir del laberinto de la anfibología y entrar en la eficacia. Personalmente, aquí en lo íntimo, yo le debo la suerte de haber escapado a tiempo, creo que a tiempo, de los sonidos de Rulfo. Pero además, en lo público, toda mi generación le debe la suerte de haberse dejado inocular por el gusto de trabajar un texto hasta el detalle, de descubrir que lo importante para cualquier autor es encontrar un cómo: cómo decir lo que a mí se me antoja decir, sea lo que sea... el tema es lo de menos. No recuerdo haber oído jamás a Juan José objetar un argumento narrativo, o una posición ideológica, o un contenido político. Tampoco lo recuerdo estimulándonos a cambiar la realidad a golpes de palabra. Sí lo recuerdo, y no lo olvidaré ya nunca, señalándome errores de intención, de tono, de sintaxis. Él estaba en el cómo y con el cómo: siempre ahí: en el cómo escribir el qué de cada quién. Se alzaba Arreola en el taller con su cuello de ganso, su cabello rizado que siempre sospeché peluca, sus manos de pianista agitadas al aire como si fueran ramas. Se alzaba y recitaba y cantaba y actuaba. Y uno aprendía por el contagio, ya lo dije: con unas ganas urgentes de alcanzar esa misma pasión por la palabra escrita que yo traduje de él: de él primero y antes que de nadie: de él. Vivo cargado de recuerdos de aquellas tardes–noches en que aprendía literatura y perdía al ajedrez con Orso, con Fuensanta, con Aridjis, con Camargo, con Lizalde... con el mismísimo Arreola, en el departamento casa–hogar en el que Arreola nos enganchaba historias imposibles, hazañas amorosas, mentiras literarias, embustes bibliográficos, y al mismo tiempo nos publicaba textos imprecisos en los delgados cuadernos de aquel viejo Unicornio. L


LABERINTO

Vicente Leñero según Carlos Marín

“El más inteligente, En esta conversación de la que se han suprimido las preguntas, el amigo, el compañero de ruta, el lector, el espectador de teatro rememora sus años al lado del mayor representante de la non fiction a la mexicana. Están presentes la literatura y el dominó, el compromiso con la verdad y la fe religiosa pero, sobre todo, el periodismo, esa pasión que no sabe mirar atrás

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n Excélsior, donde trabajé como reportero de Últimas Noticias entre 1972 y 1976, traté poco a Vicente Leñero, que tenía a su cargo Revista de Revistas. Pero después del 8 de julio de 1976, cuando nos fuimos ciento y pico en solidaridad con Julio Scherer García, su compañía se tornó medular en mi carrera. Fuimos muy cercanos, muy buenos amigos, aun antes de la fundación del semanario donde estuve de noviembre de 1976 a marzo de 1999. Con Vicente trabajé en la misma oficina de Fresas 13, donde estaba la revista. Estábamos allí prácticamente solos y nos acompañamos de muchas maneras, tanto en su casa como en cafeterías y comederos, en conversaciones maravillosas o atroces, según los asuntos que iban ocurriendo, lo mismo periodísticos que dentro de Proceso. Como periodista Vicente era muy meticuloso, muy dado al detalle. Aprendí de él que el periodismo es estructura literaria. Y en cuanto que estructura, el periodismo es forma, no fondo. Por eso estoy convencido de que el periodismo no es trascendente: elegimos no solo la estructura narrativa sino de la primera a la última palabra. Debemos cuidar mucho los detalles y evitar las generalizaciones y los lugares comunes. Vicente me motivó, me alentó, para escribir el Manual de periodismo (Grijalbo-Random House Mondadori). De no ser por él, yo no hubiera hecho ese libro, que redacté a partir de apuntes de unos cursos por correspondencia hechos por él y que me regaló. Mi versión, hay que decirlo, poco tiene que ver con la de Vicente en algunos asuntos de fondo, como, por ejemplo, que más que de “verdades”, el periodismo se ocupa de verosimilitudes, lo cual me hizo entender nuestro querido Froylán M. López Narváez.

En el semanario Vicente fue siempre el más inteligente, el más provocador en el mejor sentido del término. El más luminoso. Llegaba como de un espacio extraterrestre o de un refrigerador y centraba muy bien los balones. Por eso digo que fue medular en mi formación periodística. Teníamos en común reírnos de los que hacían periodismo “de causa”; en aceptar que el mundo es diverso, disperso, profuso, difuso, y que no teníamos por qué comportarnos como si la nuestra fuera una parroquia de infalibilidades. Esto nos llevaba a discusiones maravillosas con el resto de los integrantes del reducido Consejo de Redacción, en el que normalmente Leñero y Froylán eran muy certeros al decir por dónde debían ir las cosas. ◆◆◆ Casi toda la literatura de Vicente, sus novelas, su teatro, son historias, son resultado de su oficio reporteril. Aun en una obra tan opresiva y de tan pocos diálogos como La visita del ángel, está el retrato periodístico de cómo preparar una sopa de verduras. Su libro–reportaje Asesinato es como un poliedro en el que primero identificas la forma, luego identificas y cuentas sus caras y después, si puedes, te metes por una hendidura y lo ves

MARCO ANTONIO, VICENTE, CARLOS Y RUBÉN, UN VIERNES MÁS AL CALOR DE LAS FICHAS/ ULISES CASTELLANOS

por dentro para comprobar si hay humedad, luz, algún rosal. Leñero sabía ver los fenómenos periodísticos desde todos los ángulos. Y no se diga una obra como La mudanza, en la que observa puntualmente no solo la relación de amor y odio de una joven pareja que se muda de departamento, sino todo lo que implica el acarreo de muebles con su peso real. El reporteo está igualmente en La gota de agua, que escribió porque de pronto hubo una fuga en su casa y esto lo llevó a recorrer el mundo de las ferreterías y a lidiar con albañiles, plomeros y vendedores de tinacos. Vicente reporteó todo, inclusive su fe católica. Su obsesión reporteril es lo que mejor lo define. Sabía contar las cosas como en lo suyo Gay Talesse o historiadores como William Manchester. El detalle, pues, no las generalizaciones y mucho menos las proclamas falsamente “periodísticas”. En ese sentido, Vicente es punto inevitable de referencia para quien incursione en la narrativa. No se trata de contar o decir “lo que pienso”, no. Dime qué averiguaste y dame la novedad. Leñero lo hizo con Los albañiles (Premio Biblioteca Breve Seix Barral) y con Asesinato: hay cosas que, simplemente, no sabremos: no hay una manera fehaciente de saber quién mató a Don Jesús (en cuyo rededor gira la novela) ni los motivos del nieto “machetero”. Vicente nos da los elementos para que saquemos nuestras propias conclusiones. En su obra de teatro La noche de Hernán Cortés pone a unos indígenas a hablar en náhuatl y no hay traducción. ¿Por qué? Los españoles no sabían náhuatl, así como tampoco el público que vio la obra. Tenía atrevimientos muy osados para contar cosas que nadie siquiera intentaba. Para El martirio de Morelos, por ejemplo, se basó en las confesiones de José María Morelos a la Inquisición. Lo interesante aquí es que conocemos las glorias del Generalísimo gracias a esas confesiones, en las que terminó delatando los planes y lugares donde estaban los emplazamientos, las armas y quiénes eran y dónde vivían los conspiradores. Si no fuera por esas confesiones no conoceríamos las glorias de Morelos.


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el más provocador” Leñero tenía muy reporteado El martirio de Morelos porque compartía ese mismo tormento: el de la fe. Se formó en “la verdad”, en la literatura y en la religión. En un ensayo que publicó en la revista Ixtus, cuenta que su cristianismo le había enseñado que la relación entre los hombres no se resuelve por la vía de la justicia sino por la del amor. Eso lo aprendí de él, como le aprendí sin duda muchas otras cosas. ◆◆◆ Durante varios años íbamos todas las mañanas a comer hot dogs al Tomboy, frente al Parque Hundido. Lo hicimos mucho antes de que apareciera su novela–reportaje Los periodistas. Platicábamos tanto que no faltó dentro del semanario quienes, con mediocridad, inquina y mezquindad, llegaron a propalar que Los periodistas era mi versión, no la de Vicente, de nuestra salida de Excélsior. Eso significaba no conocer, ni de lejos, a Leñero, que no se dejaba manipular por nadie. Eran tantas nuestras conversaciones que seguramente algunas de las cosas que le dije le sirvieron para Los periodistas y algún otro libro. En Vivir del teatro, por ejemplo, menciona mi participación —no dudo que pequeña— en la hechura de algunas historias. La relación que tuve con Vicente alcanzó como para que un día llegara a Fresas 13 con dos ejemplares de Los periodistas encuadernados a mano. Uno fue para Julio Scherer García y el otro para mí. “Para Carlos este único segundo ejemplar de Los periodistas”, dice la dedicatoria. Fue semanas antes de que los ejemplares salieran a la venta en librerías, pero nos los llevó como pan recién horneado. Con otros de sus libros tuve el gusto de ser acompañante o testigo, digamos, presencial, no solo de cómo los tramaba sino de su progreso. En el caso de Los periodistas, siempre me arrepentí de no haberle entregado un relato, el único que habría sido distinto al suyo, que me pidió cuando menos en dos ocasiones para contar la manera en que ingresé a Excélsior, porque le sorprendía mucho cómo se lo contaba. Pero no lo escribí. Leñero dice ahí que yo era el “radical de la causa” (no tengo ningún problema con la palabra radical, lo que abomino es el extremismo). Las convicciones deben ser argumentadas y defendidas de una manera radical y tajante, y sigo en lo dicho. Me gustó que así me definiera: el radical de la causa de los emigrados de Excélsior. ◆◆◆ Lo mejor de Vicente como escritor fue la llaneza, la naturalidad con que hablaba de lo que se propusiera. Leñero representa lo mejor de lo que debe ser un periodista: decirle pan al pan y vino al vino. El agua es agua y no tenemos progenitoras ni hay “líquido vital” ni galenos. Esa naturalidad de su lenguaje, la llaneza, lo conciso, lo preciso, lo directo, decir las cosas sin rodeos, es uno de los mejores valores de su periodismo, de su obra narrativa y dramaturgia. Y tal vez de sus guiones para telenovelas —no los conozco—, de los que hablaba sin asomo de arrepentimiento porque escribir cada capítulo contra reloj es lo que hace un periodista con cada historia. ◆◆◆ Era muy centrado pero también duro y directo. De pronto hacía sentir mal a uno o más del Consejo de Redacción, que éramos seis (y en el que por edad yo era el Benjamín). Y me impulsó muchísimo. Cuando había problemas tanto periodísticos como de operación interna y preguntaban ¿quién para tal o cual asunto?, Vicente disparaba: “Marín”. De Leñero extraño la relación cotidiana de lunes a viernes. Jueves y viernes con veladas de dominó hasta el amanecer; noches de tacos y tortas, alternando con el subgerente Rubén Cardoso; con mi hermano y medio Marco Antonio Sánchez Martínez; con Eduardo Valle El Búho (que llegaba con su pistola, una escuadra impresionante que yo guardaba en el cajón de mi escritorio); con Efrén Maldonado El Negro; con Carlos Puig (hasta

antes de su corresponsalía en Washington). Así, mientras cocinábamos el ejemplar de cada semana, jugábamos e inclusive apostábamos a una de sus más audaces y siniestras invenciones: las quinielas de la muerte, anotando los nombres de cercanos y extraños que presentíamos próximos a morir. Era el subdirector, pero lo que más le gustaba era confeccionar el semanario. Lo hacía conmigo porque yo era el responsable de la producción. Le gustaba hacer esquemas de la paginación y eso nos entretenía al armar —con galeras que se pegaban en machotes— la revista, que luego se enviaba a fotomecánica. Le encantaba ver una fotografía y encontrar el encuadre, como lo buscaba por cierto con los directores en sus obras de teatro. Por eso su teatro fue, sobre todo, experimental. No le interesaban las obras de éxito seguro, sino que apostaba a poner algo más riesgoso desde el punto de vista comercial para ver qué sucedía. Un día vio con mi hermano Marco Antonio una fotografía de Carlos Salinas mirando hacia la Plaza de la Constitución. Era una foto a contraluz. La silueta dejaba claramente perfilada la cabeza, las orejas, el cuello: no podía ser más que Salinas. Leñero dijo: “Así. No necesita cabeza…”. Y así salió aquella imagen de la Presidencia imperial o del Poder presidencial. ◆◆◆ Leñero siempre conservó su independencia, sus puntos de vista, mucho más liberales por cierto, más abiertos, libertarios y modernos que los del señor Scherer. A propósito de don Julio, recuerdo una enseñanza suya, clave también para mi carrera: cuando discutíamos en el Consejo, casi siempre por dos o tres cabezas de portada, el debate solía tornarse ríspido, acalorado. Había portadas que resolvíamos en diez o quince minutos y otras que nos llevaban hora y media o dos horas de fuerte discusión. Ahí no contaban las jerarquías, sino la argumentación, la terquedad, y a veces se colaban verdaderas necedades. En mi caso, la terquedad hizo que en varias ocasiones el señor Scherer, pasado ya el encontronazo, saliera, me abrazara delante de quien fuera y me dijera: “Don Carlos, lo felicito por su maldita pinche terquedad”. La regla que impuso don Julio y a la que me atuve siempre fue que, si a alguno de los seis nos revolvía el estómago lo que la mayoría quería, siguiéramos platicando. Un día Vicente me dijo: “Cometiste la pendejada de hacerte amigo de Julio…”. Y es que, a pesar de lo fuertes que llegaban a ser esas discusiones, yo mantuve con el señor Scherer una relación muy cercana (durante más de 15 años frecuenté su casa y traté a todos sus hijos y a su esposa Susana. Pero según Leñero eso estaba mal y por eso siempre guardó distancia con don Julio, pero se hermanaron a partir de 1996, en que se retiraron de la operación del semanario). ◆◆◆ Durante algunos años fuimos todos los jueves a un Vips y esta costumbre la bautizamos como “El mollete literario”. Ahí hablábamos solo de literatura, de la escribidera y, desde luego, de la narrativa en el periodismo. De esas conversaciones he sacado mis propias imágenes y deducciones. Tiene uno que tener muy claro qué diablos quiere escribir: una nota informativa, una entrevista, una crónica, un reportaje, un artículo. Nunca darle al

lector de manera rebotada y desordenada una serie de elementos para que imagine lo que quisiste decir. Entregarle una sólida estructura narrativa: comprensible, legible, llana. Pero también permitir que saque sus conclusiones sin decirle lo que debe pensar. Por fortuna Leñero, como yo, despreciaba el periodismo de causa. Porque el periodismo no requiere de adjetivos. Es una tontería decir periodismo “de investigación”, periodismo “valiente”, periodismo “honrado”. El periodismo es un oficio sin adjetivos. Y no se requiere título profesional para ejercerlo. Viva la libertad de expresión y qué bueno porque la libertad no depende de títulos académicos (un analfabeta que quiera decir algo puede ser periodista si te da información, por ejemplo, en una estación indígena de radio). Es la libertad. Pero es la libertad también sin crinolinas. Leñero y yo coincidíamos en que nuestra ocupación, el periodismo, nos pone a prueba en cada nota, en cada texto, en cada pie de foto, y a uno no le queda sino seguir sin mirar hacia atrás y no abusar de andarse releyendo. ◆◆◆ En Palinuro de México, Fernando Del Paso escribió que toda muerte es una ofensa. La de Leñero nos agravia a todos quienes sabemos quién fue, con sus aciertos y equivocaciones. Hace cuatro, cinco años, a través de un amigo mutuo, quiso saber si comería yo con él. Pregunté el motivo. “Quiere disculparse por lo que pasó…”. Comimos, me dijo que se había equivocado con lo que sucedió ese marzo de 1999 (mi salida, la de Froylán y otros treinta) en la publicación que tanto ya, por calumniosa, le decepcionaba. —Eres muy exitoso —quiso halagarme. —Vivía en mi casa y ahora soy un empleado, digamos, exitoso —le respondí. Me atajó: —¡No, Carlos!: Proceso siempre ha sido la casa de Julio. Solo de Julio y de nadie más. Pero de tu casa nunca has salido. Tu casa es el periodismo, Carlos —me dijo, lo cual asumí como bálsamo existencial. Me pidió intervenir para platicar lo mismo de su arrepentimiento con Froy quien, generoso como ha sido siempre, aceptó. Comimos los tres, platicamos amigable y cariñosamente, y me fui. Ya noche, Vicente llevó a Froylán a su casa en la Portales. ◆◆◆ Leñero fue un marido y un padre a todo dar, lo cual no le impidió, más bien lo alentó ser un escribidor de tiempo completo, un lector voraz de lo mejor de la literatura mexicana y universal. Fue un maestro practicante del oficio de escribir. Con su muerte se pierde alguien que padeció su catolicismo como lo padecieron otros, sobre todo en los años sesenta, cuando lo más aceptable era estar en la izquierda procastrista y las capillas, las sectas literarias. Por eso toda su obra es, esencialmente, provocadora y libertaria. Con Leñero perdemos un punto clave de referencia. Quien lea los textos que en los últimos años publicó en la Revista de la Universidad de México, o quien lea Vivir del teatro, Asesinato o La gota de agua, cualquiera de sus obras, sus crónicas o reportajes —por ejemplo, la memorable entrevista que le hizo a Marcos—, inevitablemente aprenderá, descubrirá algo nuevo. Si se tratara de definir en pocas palabras lo que siento hacia Vicente Leñero sería admiración, gratitud, cariño y añoranza. L (Entrevista realizada por José Luis Martínez S.)


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de portada ROGELIO CUÉLLAR/ 2008

Rabiosamente realista Eso que llamamos dramaturgia mexicana es inconcebible sin la combatividad de Vicente Leñero, quien desde Pueblo rechazado, estrenada en 1968, hasta Todos somos Marcos, de 1995, se sintió y se proyectó como un autor de impacto local, según confiesa en esta entrevista concedida a principios de 2007 Alegría Martínez

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recí muy ligado al teatro como espectador y haciendo funciones de títeres con mis hermanos. Siempre tuve la inquietud de escribir para teatro. Y claro que, por encima de todo, siempre me ha interesado la narrativa, la novela especialmente. Como ya tenía una larga experiencia escribiendo —dos años radionovelas y luego seis más telenovelas—, sentí que eso me podía contaminar en cuanto a la escritura de teatro, que me iban a salir rollos de ese tipo. Parece chiste pero me preocupaba mucho. En ese entonces, Gregorio Lemercier —el prior de un monasterio benedictino en Cuernavaca— tuvo una disputa con el Vaticano porque había conseguido que los monjes se psicoanalizaran y, en pleno Concilio Vaticano II —cuando no se dirimían aún estas cuestiones—, se lo impidieron e hizo un escándalo. Yo había seguido de cerca toda esa pugna y pensé que podía ser tema para una obra de teatro. Estaba muy impactado por una puesta en escena de José Luis Ibáñez, Asesinato en la catedral, de T. S. Eliot. Así que escribí un obra de teatro un poco poética con una estructura mucho más libre, no como una línea realista como la que seguí después. Así empecé, y cuando se estrenó, como era un tiempo de mucho escándalo —finales de 1968—, había mucha inquietud porque también en la Iglesia se presentaban problemas de autoritarismo. Esa obra se llama Pueblo rechazado y trata sobre el autoritarismo en la Iglesia como reflejo

del autoritarismo en cualquier otra parte. Me fue maravillosamente bien. Primero la ofrecí a José Luis Ibáñez. Yo no estaba muy conectado con el ambiente teatral y a él lo conocía de mucho tiempo. Tenía la memoria de que había hecho un montaje extraordinario de Asesinato en la catedral, pero no le interesó y me acerqué a Ignacio Retes, a quien no conocía. Él sí se interesó y finalmente montamos la obra. Funcionó muy bien, en el Teatro Xola, durante la Olimpiada Cultural del 68. El teatro me sorprendió, me subyugó, y de ahí empecé a hacer obras que eran un poco adaptaciones. Era un teatro, de algún modo, periodístico, y aunque los personajes no se llamaban por su nombre, el prior como personaje se llamaba Prior pero era Lemercier y el obispo se llamaba así también, pero era Méndez Arceo. Luego Retes me sugirió que adaptara Los albañiles al teatro y ahí empecé a escribir en dos vertientes. Llamé a una de ellas “teatro documental”, obras que tenían que ver con la realidad y entre las que además de Pueblo rechazado estaban Compañero, sobre El Che Guevara, El juicio de León Toral, sobre el asesino de Álvaro Obregón, y, más tarde, El martirio de Morelos. Esa fue una línea que seguí, paralela a otra, pero casi todas eran adaptaciones de otros trabajos. En ese tiempo la gente iba al teatro, se daban funciones toda la semana. Me fue muy bien con Los albañiles. Después adapté Los hijos de Sánchez, siguiendo la línea del teatro documental. La mudanza fue mi primera obra sin antecedentes documentales ni periodísticos en la que el tema era

apropiado para el teatro. A esa vertiente llegué después, cuando supe que las historias piden el género. Uno se enfrenta a una historia y se da cuenta si funciona teatral o novelísticamente, para un cuento o para el cine. Transitar por varios géneros le da al escritor libertad de expresión. Hay historias que piden el teatro porque éste —al menos como yo lo entiendo— se finca en el espacio. Uno escribe para un espacio donde la gente se comporta. Yo empecé en 1968. Recuerdo mucho las aportaciones de Alejandro Luna en las obras en las que trabajé con él: Los hijos de Sánchez, por ejemplo, el primer trabajo, así como La mudanza, para la que se preocupó de cómo llenar, con verosimilitud, ese apartamento con los muebles de la casa. En provincia llegué a ver puestas en escena de La mudanza en las que llenaban el escenario con mesas sacadas de una oficina u objetos amontonados. De lo que en realidad se trataba era de meter los enseres de una casa que fueran casi medidos, ya que los cargadores debían cargar, no hacer como si cargaran: las cajas estaban llenas y pesaban. Fue una aportación porque en algún momento la concebí como una obra escrita para Julio Castillo, en la que yo quería cumplir dos pasos: hacer un teatro rabiosamente realista y por lo tanto naturalista hasta el extremo, combinado con un teatro poético. Pero Adam Guevara, que era el director, me dijo: “No, la segunda parte no me funciona”. Así que la abrevió, la condensó en un teatro realista. Pienso que de algún modo descubrió un mundo y ese experimento que yo esperaba se quedó pendiente: pasar de un teatro realista a un teatro fantástico, imaginario, poético.


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de portada Dejé el teatro porque ya había dicho todo lo que tenía que decir en este medio tan difícil, tan complejo. El escritor debe lidiar con los directores —a veces es muy difícil entenderse con ellos— y también con los productores. Es muy complicado conseguir el montaje de las obras. ◆◆◆ Escribía una obra y esperaba a que se montara para escribir otra. No era un dramaturgo que guardara las obras en el cajón pues su destino es la puesta en escena más que la publicación, que es una manera de guardarlas, de detenerlas. Lo que hace teatro al teatro es que las obras se monten, porque son para ser vistas, mucho más que para ser leídas. Se pueden conservar. Tengo todas mis obras publicadas, pero lo importante es que den el siguiente paso; que se escenifiquen, que el dramaturgo pueda verlas, aunque a veces es mejor no hacerlo. ◆◆◆ Me siento en un teatro muy nacido en mi entorno, en lo que veo. No pretendo ser, ni he pensado en cómo se es, un autor internacional. Escribo para mi momento y para mi época. Muy pocas de mis obras se han presentado fuera del país; soy un dramaturgo profundamente local en ese sentido, y eso es lo que me interesa. Incluso en la narrativa soy muy local y pienso que las historias vienen a mí, pero busco una forma de contarlas. ◆◆◆ Escribí teatro dentro de las diferentes corrientes que se presentaban, dentro del rescate del realismo, por ejemplo. Eso me importaba mucho. Hay obras que no pertenecen al teatro documental sino a cómo se podía, en el teatro, exacerbar el realismo, llevar a sus extremos el comportamiento de la realidad, el naturalismo exacerbado en función de presentarlo como si el espectador fuera un espía. Eso me preocupó mucho y ya venía un poco en La mudanza. Luego lo experimenté en La visita del ángel, porque me interesaba tomar el realismo y llevarlo a sus extremos. Pero mi principal preocupación fue no solo pensar una historia que pudiera funcionar teatralmente sino en cómo contarla. Cada historia pide su forma, su régimen. ◆◆◆ Debo a Ignacio Retes gran parte de mi carrera teatral, pues hizo una puesta en escena, a mi modo de ver, excelente con Los albañiles. Creo que ahí se lograba bien el juego de los tiempos. En la novela yo tenía un espacio, un entorno que era el policiaco, donde los policías investigaban el crimen del velador. Entonces Retes, en lugar de aislar ese espacio, lo incorporó a la misma obra, de forma que los investigadores estudiaban el crimen al mismo tiempo en que ocurría la acción en el pasado. Esa posibilidad de simultaneidad y de juegos de tiempo en el teatro eran experimentos que me gustaban. Yo estudié teatro para experimentar, para buscar nuevos caminos. Cuando se acabó ese impulso y vi que ya no se me ocurría nada, dije: “Ya llegué al final de este medio de escritura”. Uno va cerrando ciclos, yo cerré el del teatro, ahora ya cerré el del cine y también el de la novela, porque ya no tengo aliento para escribir una novela. Con La vida que se va cerré ese ciclo y me quedé escribiendo cuentos. ◆◆◆ Soy un obsesivo del deporte. Los que pierden tienen una gran carga dramática, literalmente son más interesantes, por eso hice ese experimento, Los perdedores, que montó Daniel Giménez Cacho con titubeos, pero que obedece a ese sentido del deporte como derrota. México es un país históricamente perdedor en los deportes. Todos los días perdemos y nos decepcionamos. La esperanza está replanteada en la tentativa teatral. Me interesa el dramatismo de que siempre perdamos. No le voy al América o a los Yanquis, ni a los grandes campeones de box, le voy a los que pierden: es mucho más literario y conmovedor. Es mucho más conmovedor el boxeador que cae que aquel al que levantan en brazos.

Uno va cerrando ciclos, yo cerré el del teatro, ahora ya cerré el del cine y también el de la novela

◆◆◆ Hay obras que no me salieron como debieran. Compañero, por ejemplo, debería borrarse del mapa. No todo lo que uno hace es entrañable. Es como los seres humanos: somos imperfectos, con fallas y tenemos derecho a equivocarnos. Un dramaturgo que no cree en ese derecho se enfrenta a veces con fallas en la escena que son de la propia escritura. No puedo con la obra que dirigió Abraham Oceransky, sobre la dificultad de una mujer para encontrar su propio camino, y tampoco con otras obras como la comedia musical que escribí para Manolo Fábregas, que nunca se acabó de montar: Las hijas de don Martín. Nunca terminé de escribirla porque Fábregas me desilusionó y se quedó a medias. Fue un tema que se me resistió, aburrido, de comedia española. Ocurría en el México de 1910, casi al estallido de la Revolución, sobre un padre que quería casar a sus hijas, y algo tenía que ver con Violinista en el tejado. Luego traté de escribir otra obra que no pude completar, en la que me interesaba la búsqueda formal, y la protagonista estaba con los ojos vendados. Era una obra en lo oscuro, como si oyéramos una novela radiofónica: cuando ella bajaba la venda, la luz subía. Me gustaba ese experimento teatral pero lo deseché. Igual que otra obra en la que un hombre hablaba por teléfono. Me chocan los monólogos y no me salió bien. ◆◆◆ Todos somos Marcos es un teatro de circunstancias, que también tiene un lugar en el espectro teatral. Habría que ver cuál es ahora el fenómeno de Marcos para traducirlo al lenguaje teatral. No puedo desprenderme de mi experiencia periodística y mucho de mi teatro tiene que ver con lo periodístico, desde la temática de Nadie sabe nada hasta Todos somos Marcos. Pienso que ahí hay un camino para los nuevos dramaturgos. Creo que hay una dramaturgia viva, fuerte, digna de ser alentada. Y sigue un poco, llamémosle así, la pelea, la disputa por la expresión del teatro. No me molesta el teatro clásico, pero me gusta más leer a Shakespeare o a Molière que verlos representados. Pasaron a ser fenómenos literarios, aunque los directores quieran exhibir su lectura. Prefiero la lectura que pueda hacer a solas de Sueño de una noche de verano a la que pueda ver. Ese es un camino, hay muchos otros. Otros directores tienen búsquedas diferentes. Hay directores como Héctor Mendoza, que felizmente regresó a la dramaturgia. Siento que de esa generación derivaron muchos autores interesantes, completamente distintos: el teatro de Hugo Hiriart, de David Olguín, de mi hija Estela, quienes buscan caminos propios, hasta los más nuevos, que conozco poco. L

ROGELIO CUÉLLAR


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MILENIO

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¿Leer o escribir? Sus guiones animaron la radio y la televisión aunque su huella más profunda quedó en el cine. Recordemos tan solo Mariana Mariana, El callejón de los milagros y El crimen del padre Amaro, en los que se impone la tarea de recrear otras realidades artísticas Fernando Zamora @fernandovzamora

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uando en secundaria nos dejaron leer Los albañiles, descubrí que era hijo del ingeniero Zamora; del personaje de la obra, quiero decir. Vicente Leñero me dijo muchos años después que se había inspirado en mi padre (maestro suyo en la Facultad de Ingeniería de la UNAM) para hacer al Zamora de Los albañiles, una obra que se tradujo al cine en 1976 en esa película de Fons que no tiene, creo, el brillo del original de 1963. Por aquellos años Leñero ya había decidido dejar la ingeniería para dedicarse a escribir. Lo hizo, según contaba él mismo, gracias a su esposa: “la única niña guapa que asistía a las reuniones de las juventudes católicas”. Gracias a esta “niña guapa”, Vicente comenzó a abrirse pasó como guionista; y como los escritores tienen también que comer para vivir, escribió para televisión Las momias de Guanajuato. Tengo la impresión de que a Vicente Leñero le gustaba más leer que escribir. Creo que escribir era el pretexto para enfrascarse en toda clase de investigaciones. Era la clase de hombre que sabía investigar antes de la irrupción de internet. Así, para escribir el guión de Los de abajo, dirigida por Servando González, se leyó completa la Novela de la Revolución. Pero, además de leer, lo que más le gustaba era releer y, más que escribir, reescribir. Tal vez a causa de esta pasión por la relectura fue tan bueno para las adaptaciones al cine. Se adaptaba incluso a sí mismo. El monasterio de los buitres, de 1973, se basa en Pueblo rechazado y es de notar cómo teatro y cine resultan tan distintos. Vicente Leñero escribía como juega un ajedrecista. Analizar una partida clásica también significa reinventarla. Trabajó en el cine con los grandes de eso que llaman “Cine de Oro”. A decir verdad, en los años sesenta y setenta el cine clásico mexicano había perdido resplandor. Como sea, con Roberto Gavaldón escribió el guión de Cuando tejen las arañas, que se estrenó en 1979 con Alma Muriel y Angélica Chain. Esta historia gira en torno a la represión sexual femenina y trata de un asunto que le interesaba por esa fe en La Iglesia que siempre se tradujo en “buena fe”. Adaptó también su novela Estudio Q para la película que Marcela Fernández Violante dirigiría en 1980. Otra cosa digna de notar en Vicente Leñero era su capacidad para trabajar en equipo. No es que no haya tenido problemas con nadie (entre artistas sería un milagro) pero trabajó con autores tan distintos como Ripstein, Pelayo y Carlos Carrera.

ROGELIO CUÉLLAR

Un día, al salir del taller en la SOGEM, nos fuimos a echar un trago y yo espeté en inconciencia total: “aborrezco la adaptación de Las batallas en el desierto”. Todos se sorprendieron menos él. Yo acababa de ver la película y no tuve la curiosidad de notar que él, Leñero, había sido el guionista y adaptador. Lo bueno es que se lo dije. Y él lo aceptó con más curiosidad que indignación. Me preguntó ¿por qué?, y como noté que había dicho una idiotez comenté que Elizabeth Aguilar en el papel de Mariana era un despropósito total. El maestro estuvo de acuerdo. “Pero eso no tiene nada que ver con la adaptación”, respondió. Tuve que decir que la adaptación era mala porque resultaba innecesario el enorme flashback en que se cuenta la historia de Carlos. Dio una gran fumada a su cigarro y dijo: “Puede que sí. Eso se me ocurrió a mí”. Como no había manera de desdecirme, comenté: “Me parece que toda la historia del terremoto del 85 no agrega nada”. Él levantó los

hombros y dijo: “Quise utilizarlo como un recurso para hablar de la nostalgia”. Nos dimos la razón mutuamente y en buena lid seguimos charlando. Puede que Mariana Mariana sea una obra menor. Una lástima si se tiene en cuenta el material original, pero en el caso de su siguiente (famosa) adaptación, la culpa del dislate no es del guión (que es magnífico) sino de la actriz y el director. En 1993, Alejandro Pelayo tuvo la pésima idea de traer de Francia a una mujer que ni siquiera hablaba bien español (Arielle Dombasle), para hacer Miroslava. Pelayo y Dombasle destruyeron dos obras de arte: el guión de Leñero y la fotografía de Lubezki, quien aún vivía en México. Lo que sigue es pura miel. El callejón de los milagros es uno de los trabajos más finos que se han escrito en español. Los tiempos superpuestos, lo sabroso y picante de los diálogos y la delicadeza con la que se van decantando las historias, una tras otra, hacen de El callejón de los milagros una película que hay que ver y rever. El trabajo del maestro Vicente Leñero está aquí, no cabe duda, al nivel de la novela original del Premio Nobel Naguib Mahfouz, cuya otra novela sobre El Cairo, Principio y fin, también fue adaptada aunque con mucho menos buen tino, para una película que dirigió Arturo Ripstein en 1993. Total, que los años noventa del siglo pasado trajeron lo mejor del guionismo de Leñero. El maestro había conseguido ya, leyendo y releyendo, el arte (“la malicia”, le llamaba él) de intrigar al espectador. El guión de La ley de Herodes fue todo un suceso nacional. Ninguna otra película ha tenido la gracia de pedir dinero al gobierno para criticarlo tanto. En aquel 1999, Luis Estrada era todavía contestatario pero “el éxito cambia a la gente”, decía el maestro Leñero, riéndose de todos aquellos hombres y mujeres que conoció. A decir verdad, el éxito nunca lo cambió a él. No lo cambió ni siquiera cuando El crimen del padre Amaro se volvió ese fenómeno que puso al cine mexicano, una vez más, en el panorama internacional. En muchos sentidos, El crimen… es su trabajo fílmico más representativo. Lo es a pesar de que varias veces se quejó de la dirección de Carlos Carrera, pero en el guión pudo hacer lo que realmente amaba en la vida. Para comenzar, está la preocupación por el devenir de la Iglesia Católica, una institución que amó como quien ama a su familia. Además, Vicente Leñero era un admirador ferviente de la obra de Eça de Queirós, el realista portugués con quien él mismo compartió tantas percepciones con respecto a la vida. De Queirós, Leñero admiraba el ojo clínico y el virtuosismo de unas líneas o un diálogo que define la personalidad. El realismo, tanto en Eça de Queirós como en Vicente Leñero, es una cuestión de principios; una forma de relacionarse con el mundo y el gusto por escribir y leer. Leñero trabajó El crimen del padre Amaro desde muchas perspectivas. La releyó y la reescribió a placer. No le gustó el trabajo de Carrera con un sacerdote que tenía en alta estima, pero escribió a su modo una novela. Porque Vicente Leñero escribía para volverse a leer. L


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LABERINTO

de portada BARRY DOMÍNGUEZ

Los archivos de García Márquez AMBOS MUNDOS Santiago Gamboa Facebook: Santiago Gamboa-círculo de lectores

C EL TEATRO DE NUESTRA HISTORIA Braulio Peralta juanamoza@gmail.com

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l de Vicente Leñero no es un buen o mal teatro. Imposible clasificarlo de esa manera. Su dramaturgia responde a necesidades testimoniales, documentales, históricas, donde denuncia las diferencias en las clases sociales y la discriminación, la corrupción en todos los ámbitos, incluido el periodismo que ejerció magistralmente. Desde su novela Los albañiles convertida posteriormente en obra de teatro se perfila el gran conocedor del alma humana y sus miserias. Los que dicen hacer ficción pura no le dan el valor a este teatro de la realidad. Allá ellos. Tuvo muchos seguidores pero nadie de sus alumnos lo superó, al menos en la dramaturgia. Tuve el privilegio de editar la mayoría de su obra narrativa en el Grupo Editorial Planeta, y antes, algunos de sus libros en lo que era Random House Mondadori. Tratarlo, y temer que en algún momento nuestras conversaciones privadas aparecieran en esos relatos —espléndidos— de Gente así. Porque Vicente Leñero convertía en relatos las verdades que conocía o le contaban sus amigos. Deja inédito un material sobre Julio Scherer que se quedó contratado en Planeta. Ojalá nadie impida que salga porque los textos son el verdadero rostro de una amistad con aristas diversas y crítica ácida al dueño de la revista Proceso. Un día, a manera de confesión, al entregarme el manuscrito de Sentimiento de culpa, dijo mirándome a los ojos: “Tengo muchos resentimientos que no me dejan en paz”. Callé. Sus relatos de la imaginación y de la realidad son testigo ineludible de esa confesión. En el teatro de Leñero tampoco se evade el tema de la frustración —Martirio de Morelos, La noche de Hernán Cortés—, en Los periodistas del antiguo Excélsior o en la obra Nadie sabe nada. Historias de rabia porque el mundo no es como al autor —un moralista y religioso— le hubiera gustado. Vivir del teatro da fe de sus enemistades con directores de teatro como Luis de Tavira, con quien hizo grandes montajes, y después se distanciaron. De Tavira nunca le dirigió en vida una de sus piezas ensu Compañía Nacional de Teatro. De Tavira seguro debe

Vicente Leñero es un outsider, se quiera o no, a pesar del poder que adquirió en el periodismo

tener tremendo sentimiento de culpa. Un dramaturgo con el que compartió los grandes éxitos que los hicieron famosos en los años ochenta y noventa. No sería tarde para que De Tavira anunciara que la CNT le estrenará al menos una de sus obras como homenaje póstumo. Porque llevarlo a Bellas Artes y no montarlo es como una mentada de madre. Dramaturgo mejor que los que han montado en la CNT, seguro lo es. Vicente Leñero es un outsider, se quiera o no, a pesar del poder que adquirió en el periodismo. Nunca estuvo a gusto en ninguna parte. Ganador del Premio Biblioteca Breve Seix Barral por Los albañiles, no pudo dar el salto a la internacionalización como lo hicieron otros con el mismo galardón (Carlos Fuentes, Jorge Volpi, Elena Poniatowska). Nadie sabe a bien por qué suceden esas cosas. Le escuché a grandes escritores decir que a Leñero le faltó dar el salto definitivo, que era un autor local —como aquella frase de Fernando Benítez: “hay autores regionales, nacionales e internacionales”—. Lo cierto es que Leñero fue a España con De Tavira en el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, en 1992, con La noche de Hernán Cortés. Fui un testigo privilegiado: pasaron sin pena ni gloria para la crítica de aquel país. Un montaje sobrio, somnoliento, radical, que no caló los filos de los insensibles españoles de hoy. Sus mejores obras: Los albañiles, La visita del ángel y La mudanza, sin duda alguna. Explicar los porqués será para más adelante. Se fue Vicente Leñero. Descansa en paz y ojalá resuciten sus obras. L

uando se supo que el Centro Ransom de la Universidad de Texas (donde hay documentos de Hemingway, Borges, Faulkner y Coetzee) compró los archivos de García Márquez, yo también pensé que me habría gustado que ese tesoro, donde está lo más recóndito de la intimidad de un escritor (su taller o cocina, sus herramientas), estuviera en Colombia, para poder disfrutarlos sin tener que pedir visa y gastar plata en un hotel de Austin, donde no tengo amigos que me reciban en el sofá de su casa. Pero ese es mi problema. Los “papeles” de GGM estarán allí mejor que en ningún otro lado, serán puestos a disposición de quien quiera estudiarlos en las mejores condiciones, e incluso, según se anunció, pronto podrán ser consultados por Internet. El revuelo nacionalista y provinciano que surgió al respecto en el país, con la idea de que eso “le pertenece” a Colombia por derecho propio (¿a cuenta de qué?) y criticando al ministerio de Cultura por no haber hecho una oferta más alta, me produce un rechazo visceral. Pero también molesta el otro ángulo del debate, el de quienes afirman que el motivo es que García Márquez tenía sobradas razones para no querer a Colombia, basándose en algunos desplantes y problemas que tuvo por acá. Muchos compatriotas han sufrido la historia del país y eso no hace a nadie mejor ni peor, y es cierto que García Márquez debió salir precipitadamente de Colombia en 1981, ante la inminencia de una detención,

por supuestos vínculos con el M–19. Pero eso acabó pronto y con su amigo Belisario Betancur en la presidencia pudo volver al país, y luego fue y volvió mil veces, como hace tanta gente, no porque ame u odie a Colombia sino porque la vida empuja hacia su propio lado y a veces las fronteras se hacen estrechas. A sus 80 años, en Cartagena se le hizo la celebración más grande de la que tengo noticia. No sé si algún otro ser humano del planeta haya sido tan elogiado y querido en vida como él, pues muy pocos ha habido que hayan cambiado tanto el mundo para bien. Me habría gustado más que en Colombia hubiera un lugar físico donde poder recogerse un momento y recordarlo con calma, o incluso para hacerle un homenaje cuando llegue el primer aniversario de su muerte. ¿Dónde se van a poner las coronas de flores? ¿En Aracataca, en su casa de Cartagena? La idea de dividir las cenizas entre Colombia y México, por absurdo, no era tan mala. Un cuerpo no puede ser partido en dos, pero el metafórico polvillo fúnebre sí. Aunque en el fondo, algunos de los mejores escritores del siglo tampoco están enterrados en sus países. Borges en Ginebra. Cortázar en París. Joyce en Zurich. Tal vez porque la literatura, en lo más profundo, es una larga e infinita migración. Como decía Breton: “El triste camino que nos lleva a todas partes”. Tan lejos que quién sabe si García Márquez no andará ya por esos senderos opacos de los que habló Basho en un haikú, ese que dice: “Ya nadie recorre ese camino/ salvo el crepúsculo”. L PIERO POMPONI


12 b sábado 6 de diciembre de 2014

MILENIO

varia DUNCAN CAMPBELL

ESPECIAL

It for Others. Premio Turner 2014

El futuro de Chespirito

El Turner Prize

ARCHIVO HACHE

GUÍA VISUAL

Heriberto Yépez hyepez.blogspot.com

¿

Qué leyes regían al mundo imaginario de Chespirito? Los personajes de Chespirito tienen en común un desajuste entre lo que quieren y lo que consiguen. Su comedia reside en ser equívocos. Son sin–querer– queriendo, chispoteo, chanfle o chiripiorca. Todos ahí siempre la están “regando”. Desde el Chavo hasta Chómpiras cada uno es un Chin… permanente. Su menesterosidad los hace entrañables. Estos seres existen al borde de la precariedad. Es un universo de pobreza y subdesarrollo justo en el límite de volverse humillante. El humor salva a este mundo de la indignidad. Esa salvación es el alimento imaginario de Chespirito. Chespirito trata de cómo sobrevivir infantilmente en un mundo de miseria. Por eso su humor no es hilarante; es un alivio, sostenido por frases mil veces repetidas, que ya agotaron su efecto cómico pero que siguen consolando. Con la muerte de Chespirito miles mostraron rabia contra su función política dentro de la dictadura perfecta. A Chespirito se le ama todavía pero cada vez se le desprecia más. Primero Chespirito es un recuerdo infantil, un amigo mediático —un cuate como Chabelo— y luego puede ser la experiencia del desengaño de que ese amigo no solo ayudaba a sonreír dentro de la disfuncionalidad social sino que también era cómplice de conseguir que los niños se integraran a Los Jodidos. Amarán ser Chavos del Ocho. Es comprensible que en 2014 la despedida popular hacia Chespirito haya sido

agridulce. Chespirito significa manipulación e ignominia para millones. Y (callado) coraje de haberlo tenido en su vida y escuchar que deben agradecerle ser de lo mejor de su infancia. Amar u odiar a Chespirito depende de qué sintamos ahora de aquella sobrevivencia. Chespirito ayudó a sobrevivir una época, a mantener una vida jodida que amenazaba volverse más jodida todavía. Chespirito era la risa balsámica y sumisa dentro de la Crisis. Paulatinamente esa sobrevivencia retransmitida, ese límite, esa torta de jamón, ese corazón de Chapulín Colorado, se desgastaron. Chespirito fue perdiendo su función de alivio. A “Síganme los buenos” ya no todos respondieron. En el mejor de los casos, Chespirito devino humor anacrónico y tercermundista; en el peor, humor para atontar prole. Quien comprenda por qué ese humor elemental fue tan popular, comprenderá también por qué al morir Chespirito había perdido tantos amigos. El futuro de Chespirito es gris. Intentarán su envejecimiento las empresas del entretenimiento que lucran con su repetición. Pero nadie puede negar que Chespirito ya es masivamente identificado como un comediante coludido con el gobierno. Chespirito hoy es un símbolo de inocencia infantil y desengaño político, de sobrevivencia y rechazo, de vieja amistad y ruptura por deslealtad. De aquí hasta su olvido, el Chavo no cesará de mirarnos (escondido) en su barril. L

Magali Tercero @magalitercero

E

ste año el premio más importante, y polémico, de Gran Bretaña, el Turner Prize, fue obtenido por el videoasta Duncan Campbell, un irlandés de 42 años que se hizo acreedor a 25 mil libras (más de 50 mil dólares). El jurado comunicó que su obra —en donde se apropia tanto del arte africano como de imágenes simbólicas de los conflictos en Irlanda del Norte— es actual y fascinante. Sin embargo, las reacciones no se hicieron esperar, como todos los años. Como cuando Tracey Emin “obtuvo el galardón con la instalación de una cama revuelta, donde se supone ella dormía en ese tiempo, llena de fluidos humanos y no humanos como el esperma o el café de la mañana, condones usados, ropa sucia, etcétera. Después de todo el Turner Prize fue creado hace treinta años para promover la discusión en torno a los nuevos desarrollos del arte británico contemporáneo”.

APOCALIPSIS La británica Charlotte Higgins, crítica muy reconocida, hizo el pasado 3 de diciembre un recuento de los reclamos públicos de este año al Turner Prize, y calificó de deprimentes las reacciones registradas en las principales publicaciones. Por ejemplo, dijo ella, el editor de la BBC habló de un año “muy débil”, en referencia a los finalistas; el Telegraph hizo lo propio y el Times propuso que el Turner fuera cancelado debido a la indiferencia general. Según relata Higgins, en la fiesta anual celebrada en la antigua Tate para anunciar el premio, se evidenciaron muchas discordancias. El que una lista débil de finalistas del Turner Prize sea objeto de “demandas tan apocalípticas”, dijo ella, “es un signo deprimente de las inciertas relaciones de los británicos con el arte contemporáneo: ha habido años con [obra de] finalistas de muy mala calidad pero nadie sugirió seriamente que el juego termine ahí”. LAS ESTATUAS TAMBIÉN MUEREN Por lo pronto no podemos ver el filme de Duncan Campbell, titulado It for Others y presentado en 2013, en el pabellón escocés de la Bienal de Venecia. No está en YouTube, no está en ningún lado. Y, como bien escribe un lector de The Guardian, un diario liberal, por decirlo así, de Inglaterra, sería buena idea que Campbell

subiera su película ganadora a Netflix u otro sitio, aunque cobrara una cuota simbólica por verla. Campbell ha dicho a la prensa que decidió inspirarse, “apropiarse” se dice ahora y mis comillas no son irónicas, en el controvertido documental sobre el arte africano de Alain Resnais y Chris Marker, Statues Also Die (Las estatuas también mueren), realizado en 1953. Este trabajo, basado en un ensayo crítico de Jean Negroni, cuestiona la llamada colonización del arte africano por parte del mundo occidental. Exalta, y puede verse en https://www. youtube.com/watch?v=YaLoealsVmE , el carácter sagrado del arte tradicional africano tanto como reprocha a los conquistadores blancos la actitud depredadora ante la cultura de los negros (sí, en esa época no se le exigía a nadie mostrarse políticamente correcto). En un momento dado, Resnais y Marker muestran cómo los conquistadores quisieron evangelizar a los africanos adaptando las imágenes de la Virgen María y su hijo a la estética negra (la imagen es graciosa, sin duda). Campbell se inspiró en este filme, pero también utilizó imágenes icónicas de los peores momentos del conflicto en Irlanda del Norte a mediados del siglo XX, otro conflicto entre culturas, otra lucha por el poder y por la tierra.

GRANDES PREGUNTAS El artista explica así algunos aspectos de la pieza ganadora: “El filme tiene cuatro episodios. En uno aparecen los bailarines de la compañía de Michael Clark con el objeto de explorar las ideas y las teorías económicas de El capital de Karl Marx. En otro episodio exploro la imagen de los mártires del Ejército Republicano Irlandés”. Los finalistas fueron la grabadora Ciara Phillips, Tris Vonna–Michell, autor de una película autobiográfica titulada Finding Chopin (Encontrado a Chopin), y James Richards, autor de Rosebud, un video de doce minutos que puede disfrutarse en http:// justinakiskyte.myblog.arts.ac.uk/2014/11/08/ rosebud-by-james-richards/. Pero volviendo al ganador Duncan Campbell, residente en Glasgow, Escocia, tiene muchos seguidores de sus potentes y originales filmes en donde más que dar respuestas —algo impropio de un artista— hace grandes preguntas. L


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