Laberinto
David Toscana Apariciones librescas página 2 Pedro Serrano Poesía página 3 Hugo Roca Joglar El elíxir de Patricia Santos página 11 Avelina Lésper Turner pinta a Turner página 12
N.o 610
sábado 21 de febrero de 2015
Novela y narcotráfico
Omar Nieto Página 4 ARCHIVO FAMILIA VALADÉS QUIROZ
Las breverías de Edmundo Valadés Cartas de Xavier Villaurrutia y Salvador Novo Miguel Ángel Sánchez de Armas Ana María Shua Armando Alanís Javier Perucho Páginas 6 a 9
MILENIO
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MILENIO
antesala DE CULTO
ESPECIAL
Apariciones librescas
Nicky Hopkins
El piano a sus pies
TOSCANADAS ESPECIAL
David Toscana dtoscana@gmail.com
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os libros se agazapan en la memoria y en momentos oportunos o impropios suelen aparecerse aunque no hagamos un esfuerzo por invocarlos. El libro Loquitas pintadas, de Ignacio Trejo Fuentes, incluye una crónica en la que a un hombre se le atora una espina de pescado. Corre adonde está su mujer y muere en sus brazos. Desde que la leí, hará cosa de veinte años, nunca he vuelto a comer pescado sin acordarme de la dicha crónica. Ahora como pescado con una precaución y un temor que otrora no tuve. Por mera conexión parolista, ponerle mermelada a un pan o a una crepa se ha vuelto una experiencia dostoievskiana, pues invariablemente invoco al trágico Semion Zajarovich Marmeladov, que habría de morir tras ser atropellado por un coche de caballos, y a su lastimosa mujer, Sofía Semionovna Marmeladova, a quien recuerdo sobre todo en la escena en que pone a bailar a sus niños para que les den una moneda. Dado bailan “Mambrú se fue a la guerra”, también pienso en ella cada vez que alguien mienta la canción. Sancho Panza me viene con mucha frecuencia por sus múltiples proverbios y su sabiduría rústica. También pienso en él cada vez que me inquietan ciertos asuntos gástricos que prefiero no mencionar. La semana pasada estaba preparando un conejo. Cuando le corté la cabeza me vino la imprecación del buen Sancho: “La cabeza cortada es la puta que me parió, y llévelo todo Satanás”. Y, por supuesto, siempre que como con hambre me digo sanchescamente que el hambre es la mejor salsa. Sin salirme del libro de Cervantes, hace poco comí
Hugo García Michel b hgmichel55@yahoo.com.mx
un insufrible bacalao, y recordé ese “mal remojado y peor cocido bacalao” que le sirvieron a don Quijote en la venta que él creyó que era castillo, de donde también saqué que “la ternera es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón”. Ciertas conexiones son más obvias e inevitables: como comer una magdalena y pensar en Proust. Esto lo hace incluso cierta gente que no ha leído En busca del tiempo perdido. Lo curioso es que, mientras la magdalena le traía recuerdos a Proust, a nosotros la magdalena nos recuerda a Proust, pues para un mexicano remojar una magdalena nada tiene que ver con la infancia, sino con Proust. Cuando tengo el estómago vacío al punto de no tener otro deseo que comer, me surgen esas palabras en el evangelio de Mateo que son bellas por ingenuas: “Y después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre”. Si me sirven un caldo donde flotan carnosidades no identificadas pienso en Crónica de una muerte anunciada. No sé si exista la sopa de crestas de gallo, pero yo sueño con comerme una. Nunca me han gustado las manzanas porque no me gusta el ruido, pero cuando escucho a alguien comerse una, no pienso en Adán y Eva sino en la que se le incrustó a Gregorio Samsa en el costado y acabó por matarlo. Imposible abarcar en el espacio de esta columna las incontables formas en que se aparecen los libros en la vida cotidiana. Apenas comenté algunas que surgen por motivos gastronómicos. Mas lo cierto es que los libros se manifiestan en la mesa, en la cama, en la calle, en la cantina y en todas partes. Y sea donde sea, sea como sea, son bienvenidos. L
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os músicos de sesión suelen ser héroes desconocidos. Resultan tan brillantes y hacen tanto o más que las renombradas figuras para quienes trabajan en los estudios de grabación, pero sus nombres permanecen en el anonimato o en la letra pequeña —esa que nadie lee— de los créditos de los discos. Ahí está el caso de los músicos de Muscle Shoals, cuyos apelativos muy pocos recuerdan, o el de gente como el gran saxofonista Bobby Keys, la esplendorosa cantante Merry Clayton o el impecable tecladista Nicky Hopkins, quienes trabajaron para hacer más grande la obra de muchas súper estrellas del rock. Hopkins merece un lugar muy especial en el santoral de los músicos de sesión, aunque también fue integrante —así fuese efímero— de agrupaciones como la legendaria Quicksilver Messenger Service. Nacido en Londres en 1944, Nicholas Christian Hopkins había empezado a tocar el piano a los tres años de edad y su virtuosismo lo hizo entrar con facilidad en el circuito del rock británico sesentero. Sin embargo, una enfermedad crónica intestinal (el mal de Crohn) que padecía desde niño y le exigía constantes tratamientos médicos y operaciones quirúrgicas, le impidió ser parte fija de algún grupo y lo condenó a conformarse con la posición de sedentario músico de sesión durante casi toda su vida. Aun así, su actividad fue recurrente en los estudios londinenses de grabación y su piano estuvo presente en el primer álbum de The Who, My Generation, en 1965. Su prestigio como extraordinario tecladista creció como la espuma y en la segunda parte de los años sesenta y la primera mitad de los setenta colaboró en discos de los Kinks, los Pretty Things, The Move y Jeff Beck, pero también de Led Zeppelin, los Rolling Stones y los cuatro Beatles como solistas. Su inconfundible piano puede escucharse en temas clásicos como “She’s a Rainbow” de los Stones, “Sunny Afternoon” de los Kinks, “The Song Is Over”
EX LIBRIS
de The Who, “Revolution” de los Beatles, “Jealous Guy” de John Lennon, “You Are So Beautiful” de Joe Cocker o “Barabajagal” de Donovan, entre muchísimos otros. En Estados Unidos trabajó en álbumes de Jefferson Airplane, Jerry García y el ya mencionado Quicksilver Messenger Service, al cual, de hecho, llegó a integrarse por un tiempo. Sin embargo, también realizó algunos discos como solista, entre ellos el excelente The Tin Man Was a Dreamer de 1972 (en el que George Harrison estuvo como invitado), y antes participó en el legendario Jamming with Edward (1971), al lado de Mick Jagger, Ry Cooder, Bill Wyman y Charlie Watts (grabado durante las ausencias de Keith Richards, dentro de las sesiones del Exile on Main Street). Edward era el sobrenombre de Nicky. Enamorado de San Francisco, Hopkins emigró a California a fines de los años setenta, donde siguió trabajando hasta el día de su muerte. Falleció en Nashville, Tennessee, en 1994, debido a complicaciones en una cirugía intestinal, su eterno mal. Aún le quedaba mucho por dar a la música. L Orwell bEKO
MILENIO b LABERINTO b Dirección: José Luis Martínez S. Coedición: Roberto Pliego, Iván Ríos Gascón Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía
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LABERINTO
antesala
Growing up
El solista y sus amigos
La madurez, o eso que también se asocia al crecimiento, suena a condena inapelable. Somos rehenes del calendario POESÍA
ESCOLIOS SALLY GALL
Pedro Serrano
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iene que ver con eso, ¿verdad?, con la ventaja, lo que dices ayer y cae mañana, el terregal que se desprende y nos deforma el camino, el envés, el destierro. Habla. ¿Qué queda del pantano invadido de coches, de chatarra? La vuelta al círculo de la propiedad, el deudo, el habla empedregada, el páramo. (Decíamos vocales y aritméticas.) Crecerían los horarios y las deudas, lo por hacer, el sobrentendido y lo sobrestimado. Mi estimado. Llegamos todos. A partir de aquí el nudo cambia. De desalambrar pasa a lo pasado a estirar, tensar, poner a prueba, tumulto de salida, barranquillas. ¡Puaj!
ESPECIAL
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icenciado en Letras Hispánicas por la UNAM, Ph. M. en English Studies por la Universidad de Londres y doctor en Letras por la UNAM, Pedro Serrano Carreto nació en 1957, en Montreal, Canadá. Ejerce como docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en la que edita el Periódico de Poesía, actividad que combina con la de profesor invitado en Georgetown University. Entre sus libros se encuentran El miedo (1986), Ignorancia (1994), Tres poemas (2000), Turba (2005), Desplazamientos (2006), Nueces (2009) y el ensayo La construcción del poeta moderno. T. S. Eliot y Octavio Paz (2011). Sus poemas han sido llevados a varios idiomas. En 2007 obtuvo la Beca Guggenheim para poesía. Ha escrito libretos para ópera y desempeñado una productiva tarea como traductor. El poema que aquí presentamos aún no tiene cabida en un libro en preparación.
Phillip Lopate
Armando González Torres agonzale79@yahoo.com.mx
E
n el ensayo que da título a su libro Retrato de mi cuerpo (Tumbona, 2010), Phillip Lopate se solaza describiendo algunas características de su cuerpo y menciona una que me conmovió y me hizo identificarme: tiene los hombros estrechos, apenas más anchos que las caderas, y le da vergüenza comprarse trajes. ¿Cuál es el encanto de quienes hablan de sí mismos? ¿De qué manera ciertos solistas de la conversación mantienen el interés y la conexión emocional con sus escuchas? Precisamente, la introducción de Lopate a su conocida antología The Art of Personal Essay (Anchor Books, 1995) constituye una preceptiva iluminadora sobre el ensayo personal, esa escritura híbrida centrada en el “yo”, cuyo apelativo moderno fue acuñado por Montaigne, pero que tiene antecedentes en la literatura clásica y numerosos descendientes contemporáneos. A diferencia del ensayo formal que ha conquistado los feudos universitarios y que pretende ser impersonal y objetivo, el ensayo informal y personal despliega una visión subjetiva, contiene abundante material emocional y confidencial y contempla una participación del propio autor como personaje de la página. ¿Qué hace del ensayo personal y su aparente egocentrismo un género con arrastre entre algunos lectores? Para Lopate, el ensayo personal parte de una noción de la unidad de la experiencia humana en la que hablar del yo es apelar al tú. El ensayo personal es un ejercicio
de apertura con el que el autor comparte sus más hondas impresiones, expectativas y miedos. Sin embargo, la sinceridad no basta y debe acompañarse de lo que podría llamarse la “inteligencia de sí”, es decir el reconocimiento de virtudes y limitaciones, de esos sentimientos de ignorancia e inadecuación que la mayoría de las personas se empeña en ocultar. Ese reconocimiento es el punto de partida de una exploración intelectual en la que, con base en la humildad y la espontaneidad, se pueden emprender “grandes aventuras de la meditación”. Por eso, el ensayo personal se escribe desde una circunstancia marginal, sin aires de autoridad, asumiendo la fragilidad o banalidad de lo afirmado. Desde esa posición lateral, se ejercita el arte de la observación, ya sea de la naturaleza, de la sociedad o de uno mismo. El ensayista personal destaca lo privado, lo pequeño, lo transitorio; sin embargo, a veces inadvertidamente, llega a expandirse para rozar los grandes temas y misterios. Muy a menudo, sin aspavientos, el ensayista personal también reta la moral convencional; observa la ambigüedad y tensiones entre distintos valores y denuncia los dobles raseros y los dilemas irresolubles. Por supuesto, para cumplir su función, el ensayista personal debe estar dotado con ideas, humor y habilidad narrativa para romper la tensión. Los recursos del ensayo son, al final, los de la buena conversación: llevar la batuta sin avasallar; sugerir ideas y desplegar la elegancia y amenidad para desarrollarlas sin aburrir y sin imponer. L
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literatura
Novela y narcotráfico: los primeros encuentros En contra de la opinión más extendida, la relación entre una y otro no tiene nada de reciente. Se remonta cincuenta años atrás, al tiempo en que Sinaloa comenzaba a figurar en el imaginario delincuencial
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Omar Nieto
Es el narcotráfico una temática nueva para la narrativa mexicana? Evidentemente no. Sin embargo, a menudo se asegura que este registro forma parte de una moda, cuando al menos en literatura se exploró desde 1962 en Diario de un narcotraficante del escritor sinaloense A. (Antonio o Ángelo) Nacaveva, novela poco estudiada como fundacional sobre el narcotráfico en México. Lo mismo vale para el periodismo cuando en 1925 la primera jefa del narcotráfico mexicano, Ignacia “La Nacha” Jasso, mandó a ejecutar a once migrantes chinos que operaban el mercado de opio en las calles de Ciudad Juárez. Dicha actividad quedó registrada tiempo después en el periódico El Continental del 22 de agosto de 1933 donde se escribió: “Es un secreto a voces que la señora Ignacia Jasso viuda de González alias ‘La Nacha’ se dedica a la venta de droga en su domicilio ubicado en la calle Degollado número 218. En esta ocasión ocho de sus principales vendedores fueron aprehendidos bajo el cargo de narcotraficantes, sin embargo, se espera que salgan libres por la posibilidad que tienen de pagar las altas fianzas”. Con más de 100 años como negocio ilícito en nuestro país, el narcotráfico bien podría representar el síntoma de nuestros tiempos y una reconfiguración de nuestra identidad como mexicanos, bajo el concepto de “capitalismo gore”, acuñado por la teórica Sayak Valencia. El 8 de agosto de 2008, el entonces secretario de la Defensa Nacional en el sexenio de Calderón, Guillermo Galván Galván, revelaba que en México cerca de 500 mil personas se dedicaban al narcotráfico, “desde sicarios hasta sembradores o dueños de comercios y puestos de vigilancia que dan cuenta de las acciones del Ejército”, según informó El Universal. El 11 de marzo de 2009, el periódico Reforma consignaría una cifra semejante: 450 mil personas involucradas en la siembra, procesamiento y venta, con ganancias de entre 13 mil y 25 mil millones de dólares al año, de acuerdo al subsecretario de Estado David Johnson.
NECROPODER Y LITERATURA Se puede proponer la narrativa sobre el narcotráfico como un síntoma del esplendor y la decadencia del capitalismo avanzado. Sayak Valencia, doctora en Filosofía, Teoría y Crítica Feminista por la Universidad Complutense de Madrid, prefiere referirse a este sistema de significaciones sociopolíticas, culturales y económicas como “capitalismo gore” o “necropoder”. Para Valencia, “el capitalismo gore es el capitalismo de la rentabilización de la muerte”, que pone a prueba las capacidades humanas ante la seducción del dinero. El máximo bienestar, así como la obtención de reconocimiento social, se conforman a partir de la capacidad de compra, no solo de productos sino de personas. Es un “mundo donde no hay espacios fuera del alcance del capitalismo”, como sostiene Frederic Jameson en La lógica cultural del capitalismo tardío. En ese sentido, Sayak Valencia señala que “el crimen organizado ha penetrado profundamente en la política y la economía de muchos Estados– nación y se ha encumbrado como una forma de economía moderna”. El término “capitalismo gore” se referiría también a “una taxonomía discursiva que busca visibilizar la complejidad del entramado criminal en el contexto mexicano, y sus conexiones con el neoliberalismo exacerbado, la globalización, la construcción binaria del género como performance político y la creación de subjetividades capitalísticas, recolonizadas por la economía y representadas por los criminales y narcotraficantes mexicanos, que dentro de nuestra taxonomía reciben el nombre de sujetos endriagos”. Los endriagos constituirían una mezcla de humanos, monstruos y dragones bestializados. La analogía que hace con los criminales mexicanos es precisa cuando se relaciona sobre todo con la necesidad del subconsumo capitalista para insertarse en la sociedad. Paradójicamente, como la teórica señala, “este confinamiento al subconsumo hace que los sujetos endriagos decidan hacer uso de la violencia como herramienta de empoderamiento y adquisición de capital”.
LA NOVELA PRECURSORA El trasiego de drogas en nuestro país se acentuó en la Segunda Guerra Mundial: la demanda de sustancias psicoactivas por los soldados estadunidenses se habría incrementado, detonando una tensión legal entre producción, trasiego, exportación y consumo, tomando en cuenta que desde 1931 los delitos de “tráfico de drogas y toxicomanía” habían pasado del fuero común al Código Penal Federal, como lo ha señalado Luis Astorga. ¿Cómo registró la literatura mexicana este fenómeno? Algunos críticos se han dado a la tarea de cartografiar este mapa errando el dato al considerar que Élmer Mendoza es su precursor, lo que es incorrecto, a pesar de que en 1992 publicó Cada respiro que tomas. Crónicas sobre el narcotráfico (DIFOCUR). También se ha dicho que Contrabando, de Víctor Hugo Rascón Banda, ganadora del Premio Juan Rulfo de Novela en 1991 y publicada por Editorial Planeta hasta 2008, es la primera novela sobre el narcotráfico en México. Esto es igualmente impreciso. Dejando de lado la tradición corridística como subgénero literario–musical que consigna la leyenda de “La Nacha” Jasso en el corrido de “El Plablote”, grabado en Texas el 8 de septiembre de 1931, como ha escrito ya Juan Carlos Ramírez–Pimienta, el fenómeno del narcotráfico fue tratado como ficción literaria por primera vez en 1962, en Diario de un narcotraficante (Editorial Costa–Amic), cuya séptima reedición en el año 2000 habría alcanzado 53 mil ejemplares vendidos. En Diario de un narcotraficante, un periodista se infiltra en un grupo de contrabandistas sinaloenses que llegan a la sierra para comprar goma de opio y fabricar heroína en cocinas caseras. El periodista, que se hace llamar como el autor, A. Nacaveva, logra ganarse la confianza de Arturo, un abogado que en sus ratos libres fabrica heroína para enviarla a California. La novela presenta a los delincuentes como vínculos entre el “progreso” y las regiones paupérrimas, por lo regular indígenas, donde personajes como Don Antonio —el sabio del pueblo— facilitan que Nacaveva y Arturo consigan la goma de opio con campesinos que buscan sobrevivir a la mal pagada siembra de maíz y frijol. Los traficantes tendrían de
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literatura esa manera acceso a las zonas marginadas donde el gobierno mexicano nunca llega. En un pertinaz afán de escribir un diario para mostrarle al mundo la forma en la que operan los narcotraficantes, Nacaveva revela a Arturo que su verdadera identidad es la de un periodista que por hacer un libro es capaz de todo, incluido introducir la heroína a Estados Unidos, donde el FBI intentará presionarlo para que delate a su amigo, citando ya desde entonces la posibilidad de que el narcotráfico está regulado por el gobierno estadunidense. Se observan así los elementos de lo que bien podría ser un subgénero literario: el rompimiento del marco legal por el trasiego de drogas, la corrupción y la participación de la autoridad, la traición y la lealtad entre traficantes, además del uso de armas. Sin embargo, aún no se muestra lo que Sayak Valencia llama “rentabilización de la muerte”. En otras palabras, aún no aparecen sicarios. Incluso, los personajes repudian este acto, como lo consigna el protagonista en su diario: “20 de junio […]. Arturo ha llegado malhumorado por las proposiciones que le han hecho, es hombre de honor y jamás adoptaría la posición de robar, matar y otras triquiñuelas que no sea el tráfico de las drogas”. Un diario que estructura una novela y un personaje que es el mismo autor representan un claro ejemplo de metaficción y autoficción, características en la novela sobre el narcotráfico. El uso de técnicas narrativas complejas refleja que lo importante no solo es lo que se narra, pues el tema es harto conocido, sino cómo se narra.
UNA SOLA HISTORIA, MUCHOS RECURSOS Contrabando narra el regreso de un joven escritor a la sierra de Chihuahua, lugar de su niñez, para escribir el guión de una nueva película del cantante Antonio Aguilar. Apenas llega, la vida recia del campo le pega en la cara. A bordo de su camioneta, Julián enciende la radio, mientras le da un aventón a una lugareña, y entonces el ambiente le recuerda dónde está: en el Triángulo Dorado, en la confluencia de Chihuahua, Sinaloa y Durango: “La luna empezó a verse entre las nubes y los corridos prohibidos llenaron la cabina”. “Y tú, ¿eres narco?, me preguntó. Le contesté que no. Entonces eres judicial, afirmó con seguridad. ¿Por qué?, le reclamé. Es que miras igual que ellos, respondió. ¿Y de qué vives, entonces? Soy escritor. Ah, mira nomás, escritor. Pues haz un corrido de lo que me pasó, para que el mundo lo sepa”. A partir de ese momento, Julián comienza a narrar las fuerzas del narcotráfico. Para lograrlo, Rascón Banda —quien falleció sin ver impresa su novela— emplea gran cantidad de recursos técnicos como
la narrativa transmedia —entendida por Carlos Alberto Scolari como aquella que se despliega “a través de múltiples medios y plataformas de comunicación”— al transcribir conversaciones de radio, cinta magnética, además de corridos en discos de vinil. Lo anterior se mezcla con géneros canónicos como la dramaturgia, poniendo de relieve lo que Lauro Zavala llama “disolución de fronteras”, entendida como “superposición posmoderna de cultura de élite y cultura de masas”. Como dice el investigador chihuahuense Ramón Gerónimo Olvera, la novela de Rascón Banda asume la polifonía de la leyenda que se va diseminando para dar testimonio de una realidad tan mágica como macabra y enmendar la maltrecha realidad. En Contrabando se despliegan metaficción, autoficción, narración en primera, segunda y tercera persona, el uso del corrido como código, y hasta recursos de la retórica poética como la anadiplosis, usada para encabalgar el término de un capítulo y comenzar con la misma frase el título del siguiente apartado. Como dice Olvera en su ensayo “Solo las cruces quedaron. Literatura y narcotráfico”, en la narrativa de Rascón Banda “hay muchas formas de contar una historia”.
JUAN JUSTINO JUDICIAL Si existen novelas sobre el narcotráfico entre Diario de un narcotraficante y Contrabando, habría que sumergirse en algún registro temprano de Léonidas Alfaro, Dámaso Murúa o César López Cuadras, pero sobre todo habría que sumar la secuela de Diario de un narcotraficante, del mismo A. Nacaveva, es decir, El tráfico de la marihuana, publicada en 1984, también por Costa–Amic. A partir de 1991, la narrativa sobre el narcotráfico amplía su corpus. Es importante citar El cadáver errante de Gonzalo Martré (Posada, 1993), La novela inconclusa de Bernardino Casablanca de López Cuadras (UdeG, 1993) —en la que el narcotráfico no es el eje central—, así como su libro de relatos La primera vez que vi a Kim Novak (1996), cuando también se publicó Tierra Blanca de Léonidas Alfaro. Sin embargo, es Juan Justino Judicial (1996), del escritor sonorense Gerardo Cornejo, la novela que en esta etapa tiene mayor impacto. Cornejo en realidad glosa un corrido y el protagonista sufre una deficiencia física que compromete su hombría hasta padecer la burla y humillación de su comunidad. Hambre, marginación, trabajo agrícola muy mal remunerado y las veces que fue deportado en su intento por cruzar hacia Estados Unidos, inducen a Juan Justino a asaltar el vehículo donde se lleva la paga semanal de sus compañeros. Harto de
perder la vida en los surcos de melón, jitomate o algodón, de lo que se adivina como la Costa y el Valle de Sinaloa, Juan Justino es apresado y luego invitado por judiciales a formar parte de ellos. Toma la oportunidad y se convierte en “madrina”. Posteriormente, se vuelve policía judicial titular, en medio de la “guerra” que el Estado mexicano emprendería contra los narcos de la región. Justino asume una nueva identidad de rudeza y maldad que le hace ganar el apodo de “Teniente Castro” por su afición a capar narcos y sumirlos en su misma condición. De la noche a la mañana, Juan Justino se convierte en un hombre con dinero, poder y mando. Refina sus métodos de tortura usando “polvo de sulfatiazol como lo hacíamos desde chicuelos con los becerros en el pueblo” para capar a sus enemigos, convirtiéndose así en espejo de la ilegalidad. Al igual que las obras pioneras de la literatura sobre el narcotráfico, en Juan Justino Judicial hay un afán por contar de una forma creativa un tema ya conocido. Cornejo usa tres voces que se entremezclan. Una de ellas es la del primer muerto que Juan Justino ejecuta, y que le habla como un fantasma que acecha su conciencia. La segunda es la del propio protagonista contando los hechos en la forma “como dicen… que pasó…. de cierto…”, para desmentir el corrido que lleva su nombre. La tercera es la voz colectiva que cuenta la leyenda de Juan Justino, es decir, el corrido que asevera: “Por’ái dicen que el Rodrigo/ hizo algo muy criminal/ y que Dios como castigo/ lo convirtió en judicial”. A diferencia de Diario de un narcotraficante y Contrabando, Juan Justino Judicial consigna claramente la violencia del capitalismo gore, en la que no puede diferenciarse el mundo del narcotráfico y el de la narcopolítica, fundidos con el poder económico. Ante ello, el protagonista reflexiona: “Y viene uno a concluir en que el delito no es ser narco sino narco chico; en que el desprestigio no es ser judicial sino judicial menor. Y hasta entonces uno se viene a dar cuenta de que los de arriba están en el ajo juntos mientras que los de abajo nos matamos unos a los otros”. Si, como dice Sayak Valencia, en el capitalismo gore la violencia es una nueva epistemología, a partir de prácticas discursivas y materiales originadas en el neoliberalismo, las primeras novelas del narcotráfico en México muestran ese camino. En el capitalismo salvaje el tráfico de drogas tiene un lugar privilegiado expandiendo el capital mediante la inyección de dinero a zonas marginadas que de otra manera no podrían gozar de su inclusión en el sistema capitalista occidentalizado. De ahí el arraigo de esta actividad que tendría, como asegura Jaume Curbet, relación “con raíces nacionales, regionales y étnicas; la mayoría con una larga historia”. En Juan Justino Judicial se agregaría, como dice Sayak Valencia, la proliferación de sujetos endriagos que “no se disputan el poder estatal sino el biopoder, es decir, el control de la población, el territorio y la seguridad”, en manos de “sicarios” o soldados del narcotráfico, inaugurando en México el registro literario que se conoce en Sudamérica como “sicaresca”, es decir, el relato de sicarios que corresponde a lo que Valencia llama “proletariado gore”. Como señala Gerardo Castillo, catedrático de la UDLA–P, las novelas sobre el narcotráfico en el México de los últimos quince años ya dan cuenta de este nuevo estadio. Se trata de una evolución del subgénero caracterizado por obras más oscuras en que “los hechos referidos son incluso hiperrealistas en cuestiones de violencia, y tiene que ver también con una tradición”, que se remontaría a 1962 con Diario de un narcotraficante, la primera novela sobre el narcotráfico en México. L
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Las breverías de Edmundo Valadés El 22 de febrero, Edmundo Valadés habría cumplido 100 años. Lector empedernido y perseverante autor de cuentos, el taller literario fue un elemento sustancial en su labor de promoción del género que, dijo Cortázar, debía vencer por knockout. Periodista y editor, Valadés fue artífice de El Cuento. Revista de imaginación, publicación esencial para el público hispanoamericano, y se hizo acreedor de la Medalla Nezahualcóyotl, otorgada por la SOGEM, el Premio Nacional de Periodismo y el Premio Rosario Castellanos del Club de Periodistas. Como ejercicio de conmemoración, ofrecemos dos cartas de Xavier Villaurrutia y Salvador Novo, y cuatro semblanzas que trazan su temperamento
PERIODISTA A SU PESAR Miguel Ángel Sánchez de Armas*
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oviembre fue un buen mes para que Edmundo Valadés se despidiera. El otoño era su estación. Todas sus grandes aventuras, todas las que merecieron ser contadas, fueron en otoño. Generosidad del destino: la más grande, la única cierta, también le llegó en otoño y entonces le dijimos hasta luego..., hasta que nuestro propio otoño nos alcance. Pero a cien años de su nacimiento y 21 de su muerte, no escribo para llorar a Edmundo ni para cubrir su recuerdo con un manto de nostalgia. Me interesa compartir algunas imágenes del Valadés periodista, reportero arquetípico que el cine de los años cuarenta pudo haber tomado como modelo para una cinta de los chicos de la prensa. La tentación del periodismo le venía de familia, mientras que la literatura fue un dolor sordo en el corazón. Su abuelo y su padre fueron periodistas. Su primo José C. Valadés le abrió las puertas con Diego Arenas Guzmán y con Regino Hernández Llergo y pisó una redacción siendo adolescente. La literatura no se le reveló como una certeza sino hasta los cuarenta, cuando tuvo entre sus manos el primer ejemplar de La muerte tiene permiso. “Entonces supe que realmente era un escritor”, me dijo en nuestras Conversaciones a mediados de los años ochenta. Regino Hernández Llergo fue su maestro, casi su padre, pero la relación terminó en doloroso alejamiento. En Hoy, Valadés se hizo periodista y al mismo tiempo estuvo a punto de no ser escritor. En palabras de Edmundo: “Me metí al periodismo y dejé de escribir literatura. Hice una entrevista con Isaac Ochoterena y don Regino dijo: ‘¡Esto es antiperiodístico!’ Entonces ya no me atreví a escribir; fui formador, secretario y jefe de redacción. Luego regresé: crítica taurina, crítica de cine, pero no periodismo, hasta la serie del Cuatro Vientos, que tuvo gran éxito”.
París, 1976
Era la gran inseguridad de Edmundo, remontada a duras penas. Solo quien estuvo cerca de él puede entender lo que le costaba superar esa timidez, ese sentirse “un ser así pequeño, minúsculo”. Los reportajes en Hoy sobre el Cuatro Vientos—un aeroplano español perdido en la sierra alta de Puebla a principios de los años treinta— fueron la sensación de la temporada. Cuando Edmundo se presentaba en el café La Habana, los parroquianos murmuraban: “¡Ése es el del Cuatro Vientos!” Valadés había demostrado al mundo y a sí mismo su fuerza como periodista y como narrador. El propio Regino exclamaría: “¡Qué revelación, no sabíamos que teníamos aquí a un gran reportero!” Y sucedieron dos cosas que fueron clave para la doble faceta literaria y periodística de Edmundo. Primero, no siguió siendo reportero. Segundo, allá en la sierra, en la selva, en la parcela de una familia mazahua que le dio hospitalidad, se hizo proustiano. La sola mención del episodio se antoja como tomada del realismo mágico, y Edmundo parece confirmarlo en su propia narración: “Me comisionan para hacer el reportaje y compro en una librería, para leer en el camino, Por el camino de Swann. En ese tiempo yo no sabía quién era Proust. Allá en la sierra lo leí, cuando acampábamos en unos cafetales. Entré a Proust de manera muy fácil, siendo tan difícil. Fue una cosa natural, inmediata. Me atrapó desde el principio y seguí”. Después su, digamos, des–conversión al periodismo: “Otro de mis grandes errores fue que, en lugar de seguir siendo reportero, volví a las cosas internas de Hoy. Fue mi gran momento, ¡carajo!, y debí haberle pedido a don Regino seguir como reportero. Pero no sé, tenía yo falta de fe, de confianza en mí mismo. ¡Había yo dudado tanto! ¡Tenía dudas de que pudiera, de que supiera escribir”. Una tarde fraterna de charla y güisquis, discutimos sobre periodismo y literatura. “¡No!”, respondió a mi insistencia. “¡El
periodismo no aporta nada a la literatura!” Pero muy avanzada la noche, muy acaloradas las palabras, muy repetidos los güisquis, tuvo que admitir: “Por primera vez me estoy dando cuenta de que el periodismo sí me aportó personajes, ambientes, situaciones, para varios de mis cuentos. Es decir, nacieron por otras motivaciones y el periodismo me dio el complemento, me dio el ambiente, me dio algunos personajes, me dio algunas otras cosas para la obra literaria”. Entre algunas de esas “otras cosas” Edmundo recibió del periodismo la anécdota verídica que —como el orfebre que a partir de un tosco pedazo de metal teje una cadena de frágiles y delicados eslabones— habría de ser la materia del más conocido de sus cuentos: “La muerte tiene permiso”. En este recuerdo no puede faltar uno de los frutos del Valadés escritor–periodista: la revista El Cuento, hoy desaparecida. El Cuento es hijo de esa aleación, de ese encuentro de cosmos, de esa dualidad que desgarró a Edmundo durante toda su vida: una creación literaria concebida en el periodismo. El Cuento fue el heraldo que a lo largo y ancho del mundo de habla hispana divulgó el género y atizó vocaciones que hoy siguen briosas y productivas. La memoria de Edmundo está siempre conmigo. L *Periodista. Autor de En estado de gracia. Conversaciones con Edmundo Valadés (Conaculta, México, 1997).
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de portada FOTOS: ARCHIVO FAMILIA VALADÉS QUIROZ
CARTA DE XAVIER VILLAURRUTIA
E
stimado amigo:
No me gusta el tono de su carta. El uso de expresiones rebuscadas —que solo se emplean para dirigirse a los tiranos— me molestó al grado de que estuvo usted a punto de quedarse sin respuesta. He acabado por ver en ello la muestra de su ingenuidad y esto le ha salvado a usted. Pero piense, en todo caso, que una mayor sencillez le habría asegurado más pronto y mejor confianza. Me confía sus dudas, sus temores acerca de la actividad literaria que ha empezado usted a emprender. Me interroga acerca de los caminos que debe seguir en un momento en que yo creo advertir una de esas crisis de adolescencia o de primera juventud que serán cada vez más frecuentes y siempre menos peligrosas de lo que usted pudiera pensar. Si sus dudas fueran más claras, si sus temores estuvieran más abiertamente dibujados, si sus interrogaciones fueran más precisas, yo correspondería con la misma moneda, con afirmaciones claras, con signos de confianza más delineados y con respuestas más precisas. Pero la claridad de una respuesta y también su eficacia dependen de la claridad de la pregunta. Por eso mi carta tendrá, sin duda, el aspecto de esas respuestas que damos a preguntas que no hemos entendido bien o que hemos oído pensando más acá o más allá de donde debiéramos. El grupo en el que usted me cuenta y en el que yo mismo me incluyo se formó casi involuntariamente por afinidades secretas y por diferencias más que por semejanzas. “Grupo sin grupo” le llamé la primera vez que comprendí que nuestras complicidades privadas, nuestras desemejanzas corteses, nuestras intenciones, diversas en el recorrido pero unidas en el objeto de nuestra ambición, tenían que trascender al público, como sucedió en efecto. “Grupo de soledades” se le ha llamado después, pensando en lo mismo. Un grupo que no lo es. Unas soledades que se juntan. Medite usted en el significado de estas denominaciones hechas sin programa alguno de política literaria y como a pesar nuestro. ¿Qué es lo que ata a estas soledades? ¿Qué es lo que agrupa un momento a unos cuantos seres para separarlos enseguida? Desde luego la semejanza de nuestras edades, de nuestros gustos más generales, de nuestra cultura preservada en momentos en que nadie cree necesitarla para nutrir sus íntimas vetas. Además, nuestro deseo tácito de no hacer trampas, de apresurarnos lentamente, de no caer en el éxito fácil, de no cambiar nuestra personal inquietud por un plato de comodidades, de falsa autoridad, de auténtica fortuna. Ahora se preguntará usted: ¿qué es lo que desata a estas soledades juntas y disuelve a este grupo? Nada más sencillo que hallar una respuesta: la personalidad de cada uno. El vecino respeta la mía y yo la del vecino. La libertad es entonces, aunque pueda parecer mentira, el lazo que al mismo tiempo nos une y nos separa. Pero esta libertad es lo único que nos ayuda a respirar abiertamente en un clima en el que juntos estamos satisfechos, tanto como si estuviéramos separados. En nada se parece un poema de Gorostiza a otro de Gilberto Owen. En nada una página de Cuesta a una página mía. Y no obstante, un lazo imperceptible (ese lazo imperceptible que usted ha advertido) las une. Sin quererlo, sin pretenderlo, pero sin rechazarlo ni negarlo, se ha formado, más en la mente de los escritores que nos preceden o nos siguen que en la realidad misma, un grupo, una generación. El hecho de que se nos considere unidos nos viene, pues, de fuera. Ni un programa, ni un manifiesto que provoquen esta idea hemos formulado. Pero puesto que la idea existe, la aceptamos y seguimos juntando nuestras soledades en revistas, en teatros, en obras, y hasta en lo que usted llama nuestra influencia. Y puesto que me habla de nuestra influencia, le diré que yo también la advierto en muchos espíritus jóvenes y, como usted dice, en algunos maduros o que lo parecían. En usted mismo, en la actitud que revela al escribirme, está presente. Hay en su carta, por debajo de la exagerada modestia con que está redactada, un deseo de aclarar
un problema hasta el fin, una avidez de conocerse, un deseo de buscar los caminos de la salvación de su espíritu por medio de la actitud crítica, en que reconozco nuestra descendencia. Porque eso, la actitud crítica es lo que aparta a nuestro grupo de los grupos vecinos. Esta actitud preside, como una diosa invisible, nuestras obras, nuestras acciones, nuestras conversaciones y, por si esto fuera poco, nuestros silencios. Esta actitud es la que ha hecho posible que la poesía de nuestro país sea una antes de nosotros y otra ahora, con nosotros. Más interior, más consciente, más difícil ahora, porque se opone a la superficial de los modernistas, a la involuntaria de los románticos, a la fácil de los cancionistas. Y no solo la poesía... Pero ya habrá usted pensado que yo no respondo, al menos directamente, a sus particulares e imprecisas cuestiones. Y, sin embargo, creo que para contestarle no tengo otro recurso que éste de rodear los temas que a usted parecen desvelarle. La crítica y la curiosidad han sido nuestros dioscuros; al menos, han sido los míos. Bajo la constelación de estos hijos gemelos de Leda transcurre la vida de mi espíritu. Ya Ulises, la revista que dirigimos Salvador Novo y yo, lo revelaba públicamente: Revista de curiosidad y crítica. La curiosidad abre ventanas, establece corrientes de aire, hace volver los ojos hacia perspectivas indefinidas, invita al descubrimiento y a la conquista de increíbles Floridas. La crítica pone orden en el caos, limita, dibuja, precisa, aclara la sed y, si no la sacia, enseña a vivir con ella en el alma. Si usted piensa, por curiosidad y con crítica, en los epígrafes que
aparecen al frente de cada número de nuestra revista, hallará la única doctrina de ésta y la de los jóvenes que navegamos en ella, a la deriva, encontrando pasos de mar en el mar que es de todos, perdiéndonos para volver a encontrarnos. “Es necesario perderse para volver a encontrarse”, dice Fenelón. Y, pensando en la salvación del alma, San Juan escribe: “De cierto que el que no naciere otra vez, no puede ver el reino de Dios”. ¿Tendré que citar de memoria la frase de San Mateo que aprendí en André Gide acerca de la salvación de la vida? “Aquel que quisiera salvarla, la perderá —dice el evangelista—, y solo el que la pierda la hará verdaderamente viva”. Releyendo una página de Chesterton, encuentro algo que es, en esencia, idéntico pero que se acomoda mejor a la crisis del espíritu en que usted parece hallarse: “En las horas críticas, solo salvará su cabeza el que la haya perdido”. ¿Ha perdido usted la suya? Mi enhorabuena. Piérdala en los libros y en los autores, en los mares de la reflexión y de la duda, en la pasión del conocimiento, en la fiebre del deseo y en la prueba de fuego de las influencias, que, si su cabeza merece salvarse, saldrá de esos mares, buzo de sí misma, verdaderamente viva. Otros seres hay que esperan salvarse cerrando los ojos, procurando ignorar todo lo que puede —según ellos— dañarlos. Se diría que no salen a la calle para no mojarse o para no mojar el paraguas de su alma. Vírgenes prudentes, maduran antes de crecer y, a menudo, no crecen. Temen las influencias y ese mismo temor los lleva a caer en las más enrarecidas, en las únicas que no son alimento del espíritu. Odian la curiosidad, la universalidad, la aventura, el viaje del espíritu. Echan raíces antes de tener troncos y ramas que sostener. Hablan de la riqueza de su suelo y de su patrimonio, que pretenden salvar conservándolos... Entre ellos no podrá usted contarnos. Y si alguno de los artistas que forman, involuntariamente, nuestro grupo de soledades ha sentido la necesidad momentánea de abogar, ante los espíritus más jóvenes, por la prudencia y la inmovilidad, oponiéndolas a la curiosidad y al viaje del espíritu, es porque la libertad entre nosotros es tan grande que no excluye las traiciones y porque en estas traiciones se pierde la cabeza que solo así habrá de salvarse. Creo haber satisfecho su deseo. Me perdonará la forma indirecta y velada de hacerlo, pensando en que sus preguntas no eran menos indirectas y veladas. Créame su atento amigo. L Xavier Villaurrutia (1934).
08 b sábado 21 de febrero de 2015
MILENIO
de portada
Alberto Dallal, Jennie Ostroski, Raquel Tibol, Mempo Giardinelli, Marco Antonio Campos, Edmundo Valadés, José Luis Cuevas y Juan Rulfo, 1985
Sus cuentos tienen permiso MEMORIA Armando Alanís
H
an pasado muchos años, y el mundo se ha estrechado: gracias a la tecnología, cada vez estamos más cerca unos de otros, más en contacto. En esa época anterior al Internet y el correo electrónico —los años ochenta—, los que vivíamos en provincia nos sentíamos muy apartados de la Ciudad de México, de las principales editoriales y de las revistas más sobresalientes, aunque algunas, como Siempre!, eran de circulación nacional. Había una revista que llegaba cada tres meses, o algo así, a Saltillo, mi ciudad natal. Era El Cuento. Revista de imaginación, que dirigía Edmundo Valadés. Enviaban unos cuatro o cinco ejemplares a la Librería de Cristal. No se exhibían en los mostradores, de modo que uno tenía que solicitar su ejemplar al empleado; siempre se corría el riesgo de que se agotara, pues había, aunque cueste trabajo creerlo, seis o siete lectores en la localidad que buscábamos con ansia El Cuento, que la coleccionábamos, que no nos queríamos perder ni un solo número. A principios de los años setenta, yo hacía un primer intento de estudiar una carrera en el Tec de Monterrey. Solía faltar a clases para meterme durante horas a la biblioteca. Ahí había un apartado con libros de literatura y filosofía. Recuerdo algunos títulos que me llamaron la atención: Encomio de la estulticia, La muerte tiene permiso (1955), El llano en llamas… Fue en las mesas silenciosas de esa biblioteca donde leí por primera vez el cuento emblemático de don Edmundo. No sería sino hasta años más tarde —muchos años— que leí “El compa”, otro cuento de este autor, que me parece también extraordinario, incluido en Las dualidades funestas (1967). Este segundo libro de cuentos no pude encontrarlo en ninguna parte, ni en librerías de viejo, pero fue en uno de estos refugios de volúmenes de otro tiempo —muchos en buen estado de conservación, hay que decirlo— donde hallé por pura casualidad un folletito publicado por la SEP, que traía los dos cuentos de Valadés que acabo de citar, ilustrados con dibujos de Diego Rivera. En cuanto al otro libro de cuentos de Valadés, Solo los sueños y los deseos son inmortales, palomita (1986), asistí en el Museo de Arte Moderno a una lectura, donde el sonorense leyó dos cuentos de esa obra, ahora inconseguible. Uno de ellos, recuerdo, trataba sobre el desarraigo. Otro, de un viejo que se entretiene en la calle mirando a las muchachas en minifalda, hasta que una anciana lo saca abruptamente de su ensimismamiento: “¡Viejo cochino, libidinoso!”. Con ese balde de agua helada concluye el relato.
MENÚ PARA VISITAS Ana María Shua Lo de “cuentos brevísimos” es un retorno a las fuentes. A veces me canso de los nombres en latín, como minificción o microrrelato, que hay que explicarle al lector común. Y vuelvo a los cuentos brevísimos, que así se llamaban en la mítica revista El Cuento. Después de todo, fue para publicar en El Cuento que empecé a escribir en este género. Y cuento lo que me pasó con Valadés. Yo le mandé varios textos para el concurso y una carta en la que lo invitaba a mi casa, a comer pollo a la crema con cerezas flambeadas, que en ese momento era mi Menú Número 1 Para Visitas. Con los textos no pasó nada, pero en cambio Valadés publicó mi carta. Y para mi enormísima sorpresa, al año siguiente me llamó desde Buenos Aires, aceptando la invitación a cenar. Estábamos en 1976, el año en que comenzó la Dictadura. Yo tenía 25 años y uno de casada. Habíamos levantado el departamento porque tres días después nos íbamos a vivir a Francia, de modo que tuve que decirle que no podía invitarlo. Como inexperta y tontita, no me di cuenta de que Valadés solo quería encontrarse conmigo y, en fin, podríamos haber ido a comer a cualquier otro lado. Me pareció que si no le podía dar mi Menú Número 1 ya no habría encuentro posible. Y ahí terminó todo. Valadés nunca volvió a contestarme una carta, y nunca conseguí que me enviaran ejemplares de El Cuento a Buenos Aires (o quizá los detenía la censura en el correo). Con muchísima sorpresa, a través de Puro Cuento supe que me mencionaba en sus artículos sobre minificción (“Ronda por el cuento brevísimo”). Y con más (y lindísima) sorpresa todavía, el año pasado supe, gracias a Alfonso Pedraza, ¡que sí me había publicado en El Cuento! Leí primero La muerte tiene permiso, y después me enteré de la existencia de la revista. Uno podía proponer cuentos propios a El Cuento, así es que escribí cinco o seis, y los envié por correo certificado. Me contestaron en la propia revista, dándome ánimos para que siguiera escribiendo, pero recomendándome que abandonara el tema del campo, “porque se ve que del campo usted no sabe absolutamente nada” (hay que recordar que en el consejo de redacción estaba Juan Rulfo, a quien yo pretendía seguir en calidad de discípulo, que no de imitador). Me dijeron también que me publicarían “El refugio de la araña”, un cuento que no se desarrollaba en el campo sino en la buhardilla caótica y polvorienta del empleaducho de una tienda de ropa. Tiempo después, obtuve una mención honorífica en un concurso, del cual Valadés había sido jurado. Asistí a la ceremonia en la Ciudad de México, donde coincidí con un paisano, el poeta Alfredo García Valdés. Al final, nos fuimos con el maestro Valadés a recorrer por el resto de la noche, y hasta el amanecer del día siguiente, algunos cabarets. Fue la primera vez que platiqué con él. Pude tratarlo un poco más en un encuentro de escritores en Ciudad Juárez, y le entregué otros dos cuentos, que con su característica generosidad me publicó en Frontera Norte.
Recuerdo dos observaciones que le gustaba repetir en torno al relato breve: “Un buen cuento es aquel que se lee de una sentada y no se olvida jamás”. Y también: “Un buen cuento encuentra siempre sus lectores”. He releído ahora La muerte tiene permiso. Mi ejemplar, publicado por el Fondo de Cultura Económica y adquirido en una librería de viejo, corresponde a la quinta edición, de 1964. El libro ha seguido reeditándose, y es fácil encontrarlo, lo mismo que la estupenda y multiforme antología de minificciones El libro de la imaginación (1970). En alguna parte ha de encontrarse su antología Los mejores cuentos del siglo XX (1979). Yo tenía un ejemplar pero lo presté a un amigo y no volví a verlo. Inconseguible es, en cambio, Para conocer a Proust (1974); una lástima, ya que Valadés, según la investigadora estadunidense Samantha Smith, desentrañó como nadie el universo del escritor francés. Curioso que este autor de brevedades y acucioso estudioso del cuento como género literario, y también uno de los primeros teóricos y promotores en nuestro país de la minificción —en un tiempo en que estos comprimidos literarios no estaban de moda—, se haya interesado también por una de las novelas más extensas y morosas que se hayan escrito. En particular, “La muerte tiene permiso”, que abre el volumen con el mismo título, es un cuento de antología: unos campesinos, hartos de las arbitrariedades y abusos del presidente municipal —todo un cacique—, deciden cobrar justicia por su propia mano. Alguna vez le pregunté a don Edmundo si se había basado, para escribir su cuento, en algún episodio real del que él hubiera tenido noticia, y me contestó que no, pero que tiempo después cayó en sus manos un expediente que daba cuenta de un hecho semejante: la realidad imitaba a la ficción. Son también sobresalientes los cuentos “No como al soñar”, en el que se percibe la barrera, a veces infranqueable, entre los sueños y la realidad, y “El pretexto”, en el que un tipo se la pasa pidiendo dinero prestado para las medicinas de su mamacita, que está enferma; cuando ésta muere, se queda no solo sin progenitora sino también sin pretexto. El amigo que le prestaba dinero, y que es quien narra la historia, se lamenta de haber sido engañado: “Al dar, se siente uno bueno, más grande, igual que aliviarse de cosas mezquinas. Y me irritaba pasar por un tonto, al que le han cometido un burdo engaño, trastocándose así en avergonzado error lo que era gusto íntimo”. Al lado de las rutilantes estrellas del tiempo que le tocó vivir, como Rulfo y Arreola, don Edmundo es sin duda uno de los cuentistas mexicanos a los que hay que regresar una y otra vez. Tanto él como su obra son inolvidables. L
sábado 21 de febrero de 2015 b09
LABERINTO
de portada ARCHIVO FAMILIA VALADÉS QUIROZ
Ilusos y monstruos LOS PAISAJES INVISIBLES Iván Ríos Gascón ivanriosgascon.wordress.com
E
Edmundo Valadés y su esposa Adriana Quiroz
Ciento veinte minutos MEMORIA Javier Perucho
E
n el taller de creación literaria que impartía cada miércoles por la tarde en las instalaciones del Museo Álvar y Carmen Carrillo Gil, a fines de los años ochenta, el maestro nos enseñó la economía del género, la poética aristotélica que lo rige, su diversa unidad —temporal, espacial y de acción—, extensión vicaria y, para no desparramarse, un protagonista y un solo incidente que los gobierna, en cuya atmósfera se desempeña, además de una estricta observancia de la administración neoliberal en el gasto e inversión de las palabras durante la factura de cada cuento, breve o tradicional. Sobre todo, la distinción que individualiza al minicuento, como él gustaba llamarlo también, que lo separa y diferencia de la fábula —con quien comparte brevedad—, el chiste —alejado de él por su fugacidad y perennidad—, la adivinanza —por la tradición oral que la soporta y su afán moralizante—, entre otras expresiones literarias que se rigen por las arquitecturas de la brevedad. Entre sus enseñanzas más finas y memorables también mostró que la revelación y la narratividad, aunque ésta no era palabra suya, son los elementos connaturales del relato. Al inicio de cada sesión, sentado ante su escritorio y con su voz de jefe tribuno, el maestro leía un cuento que ejemplificaba la lección del día. El silencio se imponía desde que seleccionaba el volumen distinguido. Nadie se movía, arrobados como estábamos por sus cadencias de lectura. Éste es el lugar para anotar que los acervos que componen su biblioteca se especializaban en el cuento, en el arte de forjar historias. De sobrevivir, ahí tendríamos el mejor espacio para estudiar el género en sus más variadas tradiciones. De seis a ocho de la noche, su taller se aglomeraba de noveles escritores, aspirantes y curiosos. Uno por uno, los miembros leían, en voz alta y para toda la concurrencia, sus respectivos ejercicios de escritura, después venía la angustia de las observaciones comunitarias y los juicios, o el espasmo del silencio aprobatorio. En llegando su turno, don Edmundo comentaba ripios, deshacía cacofonías, marcaba desaciertos ortográficos o sintácticos, subrayaba la importancia de las acciones o la carencia de tensión dramática en el pinino recién leído. Luego sugería lecturas —principalmente de cuentos— para cada uno
de los talleristas que participó en dicha sesión. A éste, tal narración para entender cómo se resolvió el uso de los gerundios; a aquél, uno más para copiar los usos del punto y coma; a zutano, otro magistral para hacerle entender las virtudes del cuento que arrancó in media res. La lectura colectiva entre los integrantes del taller hacía que cada escritor en ciernes, quien escuchaba su ejercicio narrativo invariablemente en voz del maestro, se percatara de sus tropiezos, yerros gramaticales, desplantes metafóricos, anfibologías y otras linduras que impedían que el ejercicio cuajase en una narración válida en sí misma. Don Edmundo mostraba entonces cómo darse cuenta de las frases descoyuntadas de la masa narrativa y cómo integrarlas o desecharlas del cuento en preparación. El final acarreado y pastoreado desde el incipit. Desde luego, también invertía parte de los ciento veinte minutos de que constaba oficialmente la clase en revisar, comentar y enmendar otras tareas oficiosas cuya mira estaba puesta en la factura de un relato —de los otros, sin adjetivos—. Un número considerable de ejercicios que ahí se revisaron o comentaron, más tarde fueron publicados en las páginas de El Cuento. Revista de imaginación para dicha de sus autores. Mensuario cuyo número inicial, en la segunda época, vio luz de imprenta en mayo de 1964. En ambas épocas Edmundo Valadés fue su director fundador. La velada en torno al maestro se congregaba al terminar el tiempo de la clase, porque era eso, una clase. Más tarde sucedía la tertulia: compartía con los pupilos sus experiencias de vida al lado de Juan Rulfo, el encuentro azaroso con tal libro de relatos, la visión fugaz de unas piernas núbiles, la anécdota sobre la manera en que concibió “La muerte tiene permiso”, o el desafío de buscar a dicho cuento un final diferente al plasmado en el libro. Más tarde, a uno le entregaba el libro solicitado en préstamo, a otro le mostraba con un ejemplo literario el uso de los dos puntos; a otro le enseñaba el prodigio de los relatos concéntricos de Revueltas; a uno más le exigía que le devolviera el libro de cuentos que le había prestado. En otra ocasión, nos contaba el milagro de una dama cuyas desnudas y torneadas piernas había entrevisto al cruzar la avenida Insurgentes. Luego nos despedía: “Nos vemos el miércoles.” Andando despacio, salía del recinto para dirigirse al estacionamiento. L
n un ensayo sobre Las ciudades invisibles de Italo Calvino, Pier Paolo Pasolini anotó una brillante idea a propósito de las respectivas experiencias —intelectuales, ideológicas y literarias— que adquirieron en distintas latitudes. Pasolini en Roma y Calvino en Turín: “cuarenta años es la edad en que el hombre es más ‘iluso’, cree en los así llamados valores del mundo, toma más en serio el hecho de participar en la vida y de posesionarse de ella. El veinteañero, ante el cuarentón, es un monstruo de realismo”. Con estas líneas, Pasolini, que era un año mayor que Calvino, esbozaba la paradójica mirada de un autor que a pesar de ser “más adulto y avezado en las cosas de la sociedad y de la literatura”, había escrito el libro de un joven viejo o de un anciano mozalbete, porque en mayor medida, el narrador elegía contemplar la vida y el tiempo transcurrir, y volvió sobre la idea de los atributos que solo pueden conseguirse en el sosiego, esta vez enfocado en la prosa cristalina y refinada, en el conspicuo humor del artesano imperturbable que era Calvino: “Los viejos no son pacientes; los muchachos sí”. Las ciudades invisibles, sostenía el agudo Pier Paolo, era una mina de deleites surrealistas. Mina que, por cierto, corría el riesgo de convertirse en un yacimiento fantasmal, abandonado por el choque irremediable entre la realidad y el mundo de las ideas, un espacio no inventado sino erigido en el potencial de la fantasía para reconstruir los sueños, soporte ideológico y poético de esa cartografía onírica de inconciliables paralelos. Pero volviendo al punto inicial, la observación de Pasolini acerca de la insondable diferencia entre el joven y el adulto quizá podría explicar el encanto que irradian ciertas obras, aquellas que conectan al lector con las vicisitudes
cotidianas sin ambages, despojadas por completo de idealismos o esperanza. Una buena novela confronta al lector con los detalles jeroglíficos de su propia historia. Sea un episodio ya vivido o una emoción lejana o simplemente una intuición. Un buen cuento se impregna de evocación, lo retendremos en algún espacio del hardware cerebral pues la experiencia literaria nunca se destruye, solo se transforma. Un poema, incluso un solo verso, una línea aislada o una imagen, tienen enormes posibilidades de revivir y desempolvar los esqueletos de pasiones fugitivas, pero también pueden agravar las dolencias de un espíritu vaciado de ardores o resacas. La creación literaria, tenía razón el iracundo Pasolini, es un territorio en el que se sienten más cómodos los monstruos de realismo. Ahí no hay espacio para los incautos que luchan por adueñarse de la vida que, dicho sea de paso, es imposible e impensable en las regiones que brotan de la imaginación y la remedan, primero con aspereza, luego con irónica maldad. Pero esto, para qué darle vueltas al asunto, solo depende del autor. Y siendo más precisos, de su forma de mirar. La senectud es algo que no se oculta a la hora de escribir. Algo que palpita en las palabras, que rezuma en cada página porque la prosa también es como las arrugas en el rostro o la actitud en el vestir. El 2 de noviembre de 1975, un par de años tras publicar aquel ensayo sobre Las ciudades invisibles, Pasolini murió en el balneario de Ostia, atropellado por un tipo que conducía su propio auto. Y aunque a sus 53 era un hombre que evidentemente se tomaba más en serio el participar en los asuntos mundanos (había que recordar los enconos que despertaban sus artículos periodísticos contra los fascismos de izquierda o la imbecilidad de la burguesía), en el fondo no había dejado de ser un monstruo de realismo. L
10 b sábado 21 de febrero de 2015
MILENIO
cine ESPECIAL
Adrián González Camargo
“No me imagino haciendo una comedia romántica” Enero es la historia de la súbita ruptura de un triángulo amoroso y la inmediata devastación de los supervivientes ENTREVISTA Carlos Jordán gonzalezjordan@gmail.com
U
na pareja de amantes, Horacio (Ernesto Hernández Doblas) y Lucrecia (Sheyla Rodríguez), huyen al campo tras haber asesinado a un tercero en discordia. Al descubrirse en la rutina del prófugo, se dejan llevar por sus impulsos e instintos. La culpa, el remordimiento y su nuevo principio de incertidumbre, los pone en situaciones límite. Inspirado en una cita de Ernesto Sabato, el realizador mexicano Adrián González Camargo ofrece, a través de Enero, su ópera prima, una historia de angustia y desencuentros. ¿Qué detona Enero? Cuando leí Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato, se me grabó la imagen de la pareja atrapada en el elevador. Siempre estuve rumiando, reflexionando sobre lo que sucede cuando dos personas acaban por consumirse entre sí. Por otro lado, me llaman la atención las cintas con una narrativa inversa; es decir, en lugar de empezar con la construcción del triángulo amoroso, inicio cuando se destruye. De hecho, es la historia de un desencuentro. Cuando desaparece uno de los integrantes del triángulo, los dos restantes empiezan a resquebrajarse. Es verdad. Quería fantasear con lo que, en muchos casos, sería el final. Cuando matan a la esposa descubren que parte de lo que sostenía su relación ya no está. ¿Consumidos por la culpa? A uno de ellos es al que poco a poco va minando. Es también un filme implosivo y angustiante, al menos durante la primera mitad. Quería ubicar al espectador como testigo de los personajes. El matiz de angustia proviene de mis gustos cinematográficos. Durante el
Ernesto Hernández Doblas y Sheyla Rodríguez
montaje me convencí de usar el tono de angustia. A lo largo del rodaje me dejé guiar por la intuición y quise llevar eso a la edición. Cuando habla de sus gustos, ¿a quiénes se refiere? ¿A Haneke, quizá? Por supuesto, Amour es una obra maestra por la contención de los personajes. No puedo dejar de mencionar a Giorgos Lanthimos y Bela Thär. ¿Cómo trabajó la contención emocional con los actores? Con Ernesto Hernández, el protagonista, trabajamos mucho tiempo. Platicamos, desmenuzamos al personaje, ensayamos bastante. Hicimos trabajo de mesa y después el entorno contribuyó a la atmósfera. Un año antes de rodar ya tenía varias cosas definidas, como la temporada de filmación y el sonido. Hay una cámara fija permanente. ¿Obedece al interés fotográfico o a cuestiones de producción? Fue una combinación. Por un lado, era el estilo que me interesaba; y por otro, no teníamos demasiado tiempo para filmar.
Al usar la cámara fija, ¿qué tipo de cuidados tuvo en la composición de las tomas? Trabajé el diseño de iluminación con la fotógrafa, Ana Soler. Conforme se desarrolla la historia vamos abriendo el plano. Al principio, hay tomas cerradas y poco a poco se van abriendo. Cuidé que la cámara fuera una especie de mueble. Tal vez en un par de películas estaré haciendo algo muy distinto pero por ahora soy de los directores que prefieren pasar desapercibidos. ¿Esto facilita la edición? Es fácil en el sentido de que no tienes que buscar otras tomas, pero muy difícil a la hora de manejar el ritmo. Al principio era un filme denso. Habló de Sabato, un autor de atmósferas no densas sino recargadas. ¿La influencia del escritor argentino podría notarse en el ritmo? Creo que sí. Las primeras obras, sean libros o películas, llevan mucho de las influencias de un autor. Te confieso que la primera vez que la vi, me sorprendió porque todo había sido guiado por el instinto, no de una manera racional. Dados mis gustos, no me imagino haciendo una comedia romántica. L
HOMBRE DE CELULOIDE ESPECIAL
Aún hay ángeles Fernando Zamora @fernandovzamora
N
o es extraño que Deux jours, une nuit esté nominada al Oscar (y en la categoría de actuación femenina). Para mí no es extraño porque quiero confesar que los hermanos Dardenne (directores de esta película) están entre mis cineastas predilectos. No hay filme de los Dardenne que no me haya fascinado. Su cine está lleno de grandes actuaciones, personajes entrañables y dilemas éticos de proporciones teológicas. Mucho se ha hablado de la depresión europea. Y en los dos términos de la palabra: la depresión económica y la depresión que produce vivir en una sociedad que, traumatizada después de la Segunda Guerra Mundial, ha decidido poner en duda todos los valores que alguna vez la condujeron a la cima de la civilización: Europa la luminosa, la creadora, la cruel, se odia a sí misma. Sandra, la protagonista de Deux jours.., está deprimida. Solo quiere dormir. Sin embargo, tiene un esposo que le dice “te amo” (una frase que en francés suena muy bien) y “quiero que luches por esto”. La lucha de Sandra consiste en convencer a sus compañeros de trabajo de que voten por ella toda vez que el jefe (un capitalista malvado que hemos visto en otras películas de los Dardenne)
ha puesto a sus obreros en el siguiente embrollo: si vuelven a recibir a Sandra luego de su tratamiento por depresión, no tendrán el bono anual. Hay que votar. La película toca, con esta premisa de tintes minimalistas, temas políticos, antropológicos y sociales. Sandra tiene que convencer al menos a nueve compañeros de trabajo de que su depresión y el despido que de ella puede desprenderse es algo que pudo sucederle a cualquiera porque, en efecto, Europa está deprimida. En la aventura del cabildeo, la heroína se enfrenta con la mala fe y, en suma, la miseria de un Primer Mundo en que la pobreza sabe a clase media mexicana. En el mundo altamente industrializado la pobreza del alma contrasta más. La tradición narrativa de los Dardenne tiene el encanto del renacimiento flamenco: con temas de apariencia cotidiana toca fondos de misticismo muy alto. Esta es la primera película de los Dardenne que realmente llama la atención en Estados Unidos, otro país que gusta de historias de dilemas éticos. Creo que ha llamado la atención allá porque, si uno se fija, hay elementos francamente hollywoodenses detrás de la forma típicamente realista del buen cine belga. Las luchas de Sandra, por ejemplo, recuerdan a 12 Angry Men de Sidney Lumet. El deseo de que se haga justicia, de que se miren todos los ángulos de un problema, es sujeto de cine épico. No importa que la locación sea de barriada.
Deux jours, une nuit (Dos días, una noche) Dirección: Jean–Pierre Dardenne, Luc Dardenne. Guión: Jean–Pierre Dardenne, Luc Dardenne. Fotografía: Alain Marcoen. Con Marion Cotillard, Fabrizio Rongione, Pili Groyne, Simon Caudry, Bélgica, 2014. Más allá, Deux jours… tiene el encanto de It’s a Wonderful Life de Frank Capra. Sandra está pensando en el suicidio, pero se le aparece un ángel. No es un ángel de cara de niño y alas blancas. Es un hombre que juega al futbol y en una de las escenas más hermosas de los Dardenne se aproxima a ella para pedirle perdón. Esto es cine flamenco, protestante: Dios y sus ángeles se ocultan detrás de rostros con apariencia normal. L
sábado 21 de febrero de 2015 b 11
LABERINTO
escenarios ESPECIAL
El elíxir de Patricia Santos Esta crónica operística duda de Donizetti, explica a Adina como el fragmento más feo de Isolda y aplaude, en noche de luna llena, el canto de una notable soprano VIBRACIONES Hugo Roca Joglar @hugorocajoglar
I La ópera convoca a gente extraña, gente ávida de explicar la música con palabras. Falta poco para la obertura y, en la luneta, los hombres viejos aventuran adjetivos. Es ansioso su juego: ¿a qué suena L’Elisir d’Amore?, y por turnos dicen cosas como “chispeante”, “vertiginoso” y “muy vulgar”. Esto último lo grita un crítico ruidoso, famoso entre los melómanos por ser sordo, mientras agita las manos. II Tal vez nunca existió Donizetti: resulta sano dudar de hombre semejante. En 29 años de carrera escribió ¡71 óperas!, una cada cuatro meses. Más que Puccini, Mozart, Wagner y Tchaikovsky juntos. La velocidad con la que componía hace pensar en decenas de músicos trabajando bajo el nombre de Gaetano: una maquiavélica fábrica de arte lírico dirigida por algún empresario diletante preocupado por crear, entre el dionisiaco Rossini (renunció a la música para dedicarse al feliz arte de preparar una buena sopa) y el apolíneo Bellini (murió joven, aún bello, como un antiguo héroe griego), la figura que equilibrara la historia de la ópera decimonónica italiana. ¿Individuo o industria? Sea como sea, ahí está Donizetti. Tenemos su historia (enterró a tres hijos y a su esposa, sufrió la peor sífilis posible y murió a los 51 años en un manicomio) y tenemos sus óperas: las dramáticas exploran crímenes y sexo entre la nobleza británica (Ana Bolena, María Estuardo o Roberto Devereux); cuando son cómicas trazan crueles destinos de doble sentido, espejos y sombras. III Segunda llamada para L’Elisir. En la luneta, con acento inocente, las mujeres sueltan suaves palabras envenenadas. Hablan y hablan sobre cosas tiernas y alegres (“¿recuerdas a la última Tosca que vimos, esa niña taaan bonita?”) que en el fondo llevan escondido un ensangrentado cuchillo de obsidiana (“qué linda era pero ¡pobrecita!, le pusieron un Cavaradossi demasiado delgado para ella”). Así avanza su juego de veneno, y justo tras las últimas campanas una joven que viste largo abrigo londinense azul cielo para noches como ésta, con lluvia y luna llena, pregunta: “¿quién
es la tal Patricia Santos que hoy canta Adina?”. Las luces del teatro se apagan. IV La heroína de ópera bufa habita en el lado oscuro del espejo. Y solo ocupa la superficie. Es la plana sombra distorsionada de otra mujer mucho más compleja. Isolda, la hermosa reina trágica, se mató porque amó tanto que su amor puso en riesgo la estabilidad del universo. Adina es su cómico y cruel reflejo: la caricatura de sus peores días adolescentes, cuando su corazón latía en el caprichoso pecho de una rica tonta atormentada por los granos que le brotaban de la cara. Isolda encontró en la aniquilación una manera de eternizar el amor a través de la nada. Adina, tras tener mal sexo con un sargento, por desprecio a sí misma se casó con Nemorino, el borrachín del pueblo. V Patricia Santos hace música porque cree en la magia. Las mismas cosas ya no son las mismas cosas cuando se cantan. Como personaje literario, Adina ofrece poco: bobas intrigas, diálogos huecos y falsas sonrisas. Pero cuando canta Patricia Santos, sucede lo impensado; en su voz elástica e indomeñable, Adina cobra vida en una dimensión musical, y ahí, entre un
siniestro oboe que acompaña sobreagudos de ave, su historia resulta fascinante. La sosa jovencita de La Toscana se abre hacia una intensa experiencia sensual en la que se juntan muchas cosas para arder. Adina le grita a Nemorino: “¡deja el amor constante! y sé como yo, que cambio cada día de amante”, y Patricia, para ser verdadera, recuerda: “¡yo también he hecho sufrir a algún Nemorino, para luego decirle que siempre sí!” Es entonces que canta y, aunque ella es la música, la música la rebasa y se proyecta hacia el público, cargada con el misterio de lo inexplicable. VI La ópera ha terminado. El crítico sordo ansía destacarse con el ruido de sus palabras: “¡horrible!”, “¡no dio agudo sin gallo!” Pero su alma está controlada por el odio y es como si estuviera muerto. Contenta y cansada en su camerino, Patricia Santos pone en agua un ramo de rosas rojas y blancas. Cantó con el alma y los hombres viejos sintieron que les cantaba a ellos. Los conmovió tanto ese canto íntimo que suavemente, uno a uno, fueron regresando en la música hasta remotos panoramas maternales del pasado. Ahora ya no saben nada, es como si fueran niños y estuvieran perdidos bajo la lluvia y la luna. En silencio salen del Palacio. Van hacia la noche, y la noche algo tiene de trágico. L
DANZA ESPECIAL
Duende Argelia Guerrero makarova81@yahoo.com.mx
P
róximamente se realizará en el Palacio de Bellas Artes un ciclo de danza flamenca, con la presencia de las bailaoras Mercedes Amaya (24 de febrero), María Juncal (26 de febrero) y Sara Baras (27 y 28 de febrero). Resulta casi inevitable resaltar la conexión natural entre la danza flamenca y la poesía de Federico García Lorca. Quisiera disertar un poco sobre esta relación y apuntar además los vasos comunicantes que hay con la cultura en América, pues podría pensarse que esta danza poco tiene en común con el quehacer dancístico en este continente. Baste destacar que se trata de una danza nacida, principalmente, entre los gitanos de fuerte influencia morisca avecindados en Andalucía. La relación directa que esta geografía tiene con América se debe a que, aunque es un debate aún abierto, un alto porcentaje de los primeros habitantes de América provenía del sur de España, lo que se refleja sobre todo en la influencia del habla y la cultura andaluzas en la lengua y los modos que se desarrollaron en América, vínculo presente hasta nuestros días. Vemos también la influencia más clara de la danza andaluza en las danzas mestizas, hoy consideradas nativas de este continente.
Sara Baras
Mencionaba también el origen gitano de esta danza, un pueblo estigmatizado y perseguido hasta nuestros días. Su historia ha dado un carácter doloroso y melancólico a su música y a su danza. Un rasgo más que comparte con gran parte de la población y la historia de América. Se trata, pues, de una danza que, en su acentuación y carácter, refleja la historia atormentada de un pueblo. Federico García Lorca también era portador de esta historia y a su vez espectador de su fenómeno artístico, desarrollando incluso un concepto que ya habría sido mencionado por otras personalidades, pero que desarrolló e inmortalizó en el célebre texto “Juego y teoría del duende”, en el que describe el proceso por el cual un artista encuentra
la ruta asertiva que lo lleva a crear arte y no artificios, eso que a decir de Goethe es un “poder misterioso que todos entienden y ningún filósofo explica”. En las y los bailaores de flamenco, García Lorca encuentra la materialización perfecta del concepto duende, que pertenece más al campo de la ontología que al de la razón instrumental que el propio García Lorca relaciona con ángeles y musas clásicas: “la musa despierta la inteligencia, trae paisajes de columnas y falso sabor de laureles; y la inteligencia es muchas veces enemiga de la poesía porque limita demasiado”. El poeta sostiene que ángeles y musas son agentes de inspiración externa y a ellos contrapone el duende, al que “hay que despertar en las últimas habitaciones de la sangre”. Se trata de la inspiración nacida en la propia historia del artista, de su sangre, su tierra, sus vidas y muertes; es el detonador de las emociones íntimas y personales; presupone indagar en la esencia y sinceridad plena de lo que se expresa y de quien expresa. No se trata de un abandono simple de la forma; sino de un paso al “tuétano de la forma”. Según Lorca, “La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas”, es la cúspide de un proceso predominantemente emotivo y creativo; y las artes en las que encuentra un campo natural son la música, la poesía hablada y la danza, pues son las que requieren de un cuerpo vivo que interprete. Esperemos que para los días aciagos que padecemos por estas geografías, la danza flamenca provoque en el duende de Lorca “un chorro de sangre digna para nuestro dolor y nuestra sinceridad”. L
12 b sábado 21 de febrero de 2015
MILENIO
varia JOSEPH MALLORD WILLIAM TURNER
ESPECIAL
Grabado y collage de Bertha Salinas
Snow Storm, Steam Boat off a Harbour's Mouth
Crítica al libro de artista
Turner pinta a Turner
ARCHIVO HACHE
CASTA DIVA
Heriberto Yépez hyepez.blogspot.com
E
l libro de artista es la estrategia consistente en atravesar la crisis del libro a bordo de un objeto, manufactura y diseño bellos: un libro con aura (por no ser industrial… y poner entre paréntesis ¿su? crisis). Muchos libros de artista, en realidad, son libros de artesano. Su forma deriva de las manualidades, la artesanía, el craftmanship. A veces se supone que tiraje, materiales y trabajo artesanales bastan para hacer un “libro de artista”. Como pensar que cualquier paisaje al óleo, por ser bonito, logra ser arte. O creer que sonetizar y poetizar equivalen. Definir al arte es arduo. Pero sabemos que rebasa lo bonito. No distinguir entre el libro de artista y el libro artesanal provoca que el mundo del libro de artista tenga mucho de Classy Charlatán. El mayor logro histórico del libro de artista es haber mostrado que los libros comunes son insuficientes, incluidos los libros de artista. El libro de artista es un retro– centauro a medio camino entre las artes gráficas tradicionales y el arte contemporáneo. Esto no es necesariamente negativo, obvio, irrelevante o elogioso a sus jinetes, esto es, sus quijotes. El libro de artista hoy vive un revival; es quizás el primer tipo de libro cuya aura se fue y regresó. Después de una fase decadente a finales de siglo, revivió ¿renovándose? Muchos libros de artista —como mucho arte contemporáneo— dependen, sobre todo, del ingenio. Una bonita encuadernación, impresión delicada,
ilustraciones atractivas, cuidado de diseño y ejecución, evidencia sensual de trabajo experto o curioso. El toque final: el ingenio. Muchos libros de artista delatan y, a la vez, ocultan de tratarse de obras más lujosas y ornamentales que artísticas. Con frecuencia, su presunción artesanal cubre un vacío. Solo visto como hoax podemos entender al libro de artista dentro del arte contemporáneo: el arte en problemas, cuyo hacedor está intoxicado de capitalismo. El libro de artista es otra de las estrategias posmodernas a la que han llegado comunidades del libro para sobrevivir. Lo que distingue al libro de artista es ser una estrategia de comunidades manufactureras del libro que se cruza con las estrategias de sobrevivencia de las artes gráficas, plásticas y visuales. En el libro de artista convergen la crisis del libro y la crisis del arte. Pero también lo habitan otras crisis (desde las manualidades hasta las bellas artes). El libro de artista se caracteriza por esconder la crisis al emplear solo fragmentos de otras artes, evitando ser relacionado directamente con la crisis integral de tales disciplinas. Por otro lado, ser un disimulado bricollage le permite embellecer al libro de papel como artefacto y materialidad (agónicos). Todo libro de artista vuelve a sus técnicas, maquillaje mortuorio. Toda estética del libro es ya tanato–estética. Léase este fin con ironía y sin ella: el libro de artista es el Día de Muertos del libro moderno. L
Avelina Lésper www.avelinalesper.com
¿
Dónde está el barco?”, pregunta irritado un hombre que ve la pintura de Turner titulada Snow Storm —Steam Boat off a Harbour’s Mouth—. Efectivamente, el barco es invisible, tragado por las olas voraces, la tormenta, el humo, el viento, las luces de bengala estallan y el mástil inclinado resiste el naufragio. La exposición Late Turner en la Tate Britain en Londres exhibe las obras realizadas en los últimos años de vida del pintor. Al igual que sucedía hace más un siglo, algunos visitantes se esforzaban por encontrar los barcos y saber desde dónde fueron pintadas las escenas marítimas y los paisajes. Con la falta de imaginación que impera en el arte contemporáneo VIP que solo conoce el lenguaje reiterativo y la obviedad, las obras de Turner son incomprensibles. Las pinturas de Turner no son consecuencia literal de las anécdotas inscritas en los títulos largos y apegados a la terminología naval. Es imposible ubicar con insistencia documental los puntos de vista desde donde se dice que están pintadas las obras porque estos son producto de su imaginación, y de su preocupación por experimentar en la estética de fenómenos físicos y fantásticos. Los paisajes hay que habitarlos, la clave está en el color, en las plastas del temple óleo, que construyen planos y capas, que crean centros visuales, alteran la posición arbitraria del testigo, imponen nubes; en las manchas que resuelven la vaguedad de los planos, que borran la frontera entre el terreno y el cielo. Turner entendió que los elementos de la naturaleza tienen una relación inestable y dinámica, que lo importante era captar el efecto, no la forma. Turner logró que su pintura se comportara con la autoridad del fenómeno de la luz, como un elemento inasible, con movimiento propio y sin materia que transforma la apariencia de elementos sólidos, matéricos y tangibles. Con esta fijación casi científica investigó el reflejo de la luz en los estados líquido y gaseoso del agua y la manifestación cinética de las condiciones climáticas: neblina, bruma, tormenta, mar agitado o quietud turbia. El reflejo de la luz de Turner transforma el paisaje, el terreno,
la presencia del agua hasta llegar a ser irreconocibles. Sus pinturas son una reinvención antinatural de su observación de la naturaleza. Estas piezas descubren la madurez de Turner cuando dejó de defenderse del público que decía que esos naufragios y paisajes eran imposibles, y aceptó que su interpretación de la luz desapareció a la realidad, la hizo insignificante para su obra, que su búsqueda fue la narración dramática de su entorno. El campo o el mar se convierten en planos para experimentar con efectos cromáticos. En el cuadro Snow Storm –Steam Boat off a Harbour’s Mouth— un remolino ocre se eleva al cielo para continuar en el mar, es una gran boca en azul, gris, negro, blanco, que devora un centro más oscuro que es el barco, nos arrastra a la vulnerabilidad de la nave que pelea una batalla desigual con el cielo y el mar, con la superficie y el espacio. Así juegan el tiempo y el destino con nosotros y con esa incertidumbre necia peleamos para no ser tragados en su remolino. Su trabajo sobre la alteración de las formas a través de la luz dio paso al impresionismo, que inexplicablemente no avanzó, significó un retroceso de todo lo que Turner había logrado. La pintura de Turner fue más lejos de su presente y de su futuro. La secuencia lógica en la pintura es Constable, los impresionistas y después Turner para llegar al abstraccionismo. Rothko está más cerca de Turner que los impresionistas. A los 71 años pintó The Angel Standing in the Sun, plastas de pigmentos anaranjados, grises, blancos sucios, la luz metafísica emerge del ángel que levanta su espada sobre cuerpos difusos y aterrorizados, la anécdota es una fábula y Ruskin, fatalista, lanza el juicio final: “es indicativo de una enfermedad mental”. Turner, como todos nosotros, no sabía cuándo iba a morir, pero sabía que su obra ya estaba fundida a su existencia, la conciencia se anunció como locura. La luz nebulosa, la radiación del resplandor centrífugo del ángel se lleva años de paisajes, naufragios, soledad, luchas internas, para arrojar pintura pura, Turner puro. L