Laberinto No.635 (15/08/15)

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Laberinto

Jorge Ortega Poesía página 3 Álvaro Uribe El uniformado página 3 Jorge Bustamante García Sobre Francisco Cervantes página 4 Magali Tercero Antonio Turok denuncia un plagio página 12

N.o 635

sábado 15 de agosto de 2015

Sergio Mondragón: 80 años

Evodio Escalante página 5 SHUTTERSTOCK

MILENIO

Cuento inédito

Azucenas Iain Rowan páginas 6 a 8


02 b sábado 15 de agosto de 2015

MILENIO

antesala DE CULTO

ESPECIAL

Mi juego favorito

Susana Thénon

Ironía y subversión poética

TOSCANADAS ESPECIAL

David Toscana dtoscana@gmail.com

A

hora que estoy en Lisboa me puse a leer y releer a algunos escritores en lengua portuguesa; entre ellos, uno de mis preferidos: Machado de Assis. Ya cerca del final de su novela Memorias póstumas de Brás Cubas, aparece la frase: “meu espírito era naquela ocasião uma espécie de peteca”. El símil es tímido. Quizás un escritor contemporáneo hubiese escrito derechamente que su espíritu era una peteca. Machado de Assis le llama comparación de “uma criança”, de un niño. Pero ya la mera mención de una peteca me había lanzado a mi infancia. Cualquiera que tenga más o menos mi edad, recordará que algún empresario aprovechó la afinidad con lo brasileño después del Mundial de 1970 para ponernos a todos a jugar con la peteca. Bastó que Pelé la declarara “mi juego favorito” para que todos quisiéramos poseer eso que la publicidad llamaba “un artículo deportivo novedoso y atractivo para todas las edades”. Se podía echar en la mochila. En los patios de las escuelas se miraba ir y venir por los aires las petecas durante el recreo. Por aquellos días tuve también una bicicleta Chopper, cuya rueda delantera era más pequeña que la trasera. Dado que el diseño rompía con el modelo estético, la publicidad enfatizaba que era “bella como la juventud”. Al principio padecí burlas por montar una Chopper. Luego fue normal y hasta deseable poseer una. Supongo que fue por aquellos días cuando calcé orgulloso unos zapatos con plataforma y mucho tacón. Más allá de los años setenta, me cuesta trabajo ubicarme en el mundo de alguna moda. Hoy mismo, sin televisión y sin ver cine, puedo entrar en un centro comercial con la actitud de Sócrates cuando dijo: “Cuántas cosas hay que no necesito”. Distingo la abundancia de fealdad en lo contemporáneo porque nadie me calienta la cabeza con las “tendencias” que deben seguirse. Como amante de lo clásico, siempre me ha

Julieta Gamboa b jugasu@gmail.com

parecido más elegante Frida Kahlo que cualquier primera o segunda dama que acuda a los modistas de moda. Jamás me he sacado una selfie en tanto veo que gente pierde su empleo y hasta su vida con tal de sumarse a esa moda. No tengo ni Facebook ni Twitter por mucho que me aconsejan que los tenga. Con estas líneas no pretendo despotricar contra las modas. Sí, en cambio, me gustaría saber cómo operan esos mecanismos para que alguien desee algo indeseable, para que le parezca bello lo horroroso y hasta emocionante lo aburrido. Me gustaría que esos llamados genios de la moda y la publicidad buscaran el modo de que la educación estuviese en boga para que el estudiante promedio quisiera derrotar la ignorancia de su maestro y se aceptara que la nacura nada tiene que ver con la cartera sino con la ignorancia. Supongo que es posible, pues allá en esos días cuando jugaba peteca, pedaleaba una Chopper y calzaba esperpénticos zapatos, también tenía televisión. Entonces miraba El gran premio de los 64 mil pesos. Era un programa con altos ratings, o sea, programa de moda. Muchos de nosotros admirábamos muy sinceramente al conductor y a los participantes, y queríamos emularlos. Para jugar ese juego, había que leer, acumular información, dominar un tema, hacerse de cultura general y específica. Hoy, todavía gozo de las prestaciones de la moda que impuso Pedro Ferriz y su concurso de conocimientos. En cambio, los cientos de miles de petecazos no sumaron nada y se fueron todos al carajo. L

L

a delimitación del canon de la poesía latinoamericana ha obedecido a factores no siempre motivados por la reivindicación de una poética. En su formación han intervenido distintos elementos, relacionados con la creación de grupos, los intereses asumidos por la institución literaria, el movimiento cultural de ciertas capitales con más influencia en el campo cultural, o bien, consideraciones de género, etnicidad, procedencia sociocultural, a partir de los que se han generado olvidos significativos. Aun cuando su producción literaria inició a finales de la década de 1950 y publicó en vida los poemarios Edad sin tregua (1958), Habitante de la nada (1959), De lugares extraños (1967), distancias (1984) y Ova completa (1987), Susana Thénon (Buenos Aires, 1935–1991) ha sido revalorada solo después de su muerte, luego de haber permanecido en una zona de tensión frente al medio de legitimación literaria, al asumir un camino de independencia como una voz difícilmente clasificable o emparentable con otros poetas de su generación. La obra de Thénon ahonda en las posibilidades expresivas de un sujeto poético en conflicto frente al lenguaje. No obstante, es en Ova completa, su último poemario, cuando marca un espacio definitivo de ruptura frente a la tradición poética latinoamericana, al construir una obra insólita y radical dentro del panorama de la poesía del continente. En su último libro, Thénon se coloca críticamente ante una idea del lenguaje como posibilidad de comunicación franca y directa. El texto se condensa con referentes intertextuales y se ahonda en el desequilibrio y la ambivalencia del proceso enunciativo, a partir de una propuesta en la que la ironía define las particularidades del texto. El uso de la ironía es la posibilidad de transgresión

EX LIBRIS

ALFILERES

y ruptura del discurso lírico, considerando los espacios ideológico y contextual como definitivos para la realización de los poemas. Thénon lanza preguntas hacia un sistema de discursos sociales, morales, religiosos y de género. Ante determinadas zonas de sentido homogéneas, la construcción de una voz lírica múltiple y diversa hace posible discutir la idea de que el lenguaje es un constructo neutro que propicia una comunicación transparente. El fenómeno irónico en Ova completa no puede separarse de una concepción específica de poesía ligada a un ejercicio de crítica, y a que los poemas se presentan como espacios abiertos, saturados de referentes que dirigen el sentido a zonas ambiguas e incluso contradictorias. Así, la ironía en los poemas de Thénon no puede separarse de un ejercicio particular de ensanchamiento de los límites genéricos. La ruptura y cuestionamiento del sentido, la desconfianza en el lenguaje y en la univocidad de éste, así como una perspectiva punzante de la realidad social, sustentan su original propuesta poética. El texto poético es para Thénon una fuente de la que emana un lenguaje particularizado, individual, en el que opera una negación de lo sublime, tan frecuentemente ligado al género lírico. El lenguaje se manifiesta, por el contrario, “contaminado” de realidad: ambiguo, contrapuesto, dialógico. L Orfeo y Eurídice bEKO

Armando Alanís b alaniscanales@gmail.com

La costumbre de incinerar cadáveres nos vuelve ceniza antes de que nos hagamos polvo.

MILENIO b LABERINTO b Dirección: José Luis Martínez S. Edición: Roberto Pliego, Iván Ríos Gascón Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía


sábado 15 de agosto de 2015 b 03

LABERINTO

antesala

Coplas del buen retiro

El uniformado

La vida muestra su horizontalidad de manera repentina. Basta con entrar al mundo como quien sale de un encierro y simplemente percibir POESÍA

CARACTERES ESPECIAL

Álvaro Uribe

Jorge Ortega

alvuribe@yahoo.com.mx

Q

ué descansada vida la del que sale huyendo temprano del hotel y toma la estruendosa senda de las rutas alternas y los pasos de zebra hasta topar el eje del tornado en que palpita el núcleo de una calma absoluta. Ahí contiene el aire sus caballos de ensortijado smog, ahí pospone el viento sus rondas levantinas, los coches se desvían y la recitación del merolico se estanca en la glorieta como un pozo cegado. El pasto duerme o piensa mecido bajo un cielo sin reforma, las horas avejentan los despachos que asedian la alameda. Mas frente a la plegaria de la fuente que sorbe los secretos del subsuelo el ocio empuja la puerta del minuto perenne.

LETRARTE.GOB.MX

J

orge Ortega (Mexicali, Baja California, 1972) es autor de Ajedrez de polvo (2003), Estado del tiempo (2005), Catenaria (2009) y Devoción por la piedra (2011). Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona, desde 2007 es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. En 2000 y 2004 obtuvo el Premio Estatal de Literatura de Baja California por poesía y ensayo, respectivamente; en 2001 fue distinguido con el Premio Nacional de Poesía Tijuana, y en 2010 recibió el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines. Este poema forma parte de Guía de forasteros, coeditado por Bonobos y Conaculta, que ya circula en librerías.

D

esde muy niño fue vulnerable a los uniformes y otros disfraces. Hay una fotografía donde aparece, a los cinco años, con el torso desnudo y la cabeza ceñida por un penacho de plumas de guajolote que su madre, modesta cocinera, confeccionó con muchos trabajos. La mujer, abandonada por el padre de su único hijo, recuerda todavía cómo el niño se posesionó de su aspecto de apache y arruinó la fiesta de cumpleaños de la hija del patrón a punta de flechazos dirigidos contra el pastel. Más adelante prefirió ser el sheriff, con sus pantalones vaqueros y su camisa de flecos y una corcholata adherida a su pecho a manera de placa, y con una pistola de plástico en la diestra perseguía a los indios y los amagaba y les disparaba si no se rendían. Con estos antecedentes, no es de extrañar que Librado el uniformado viva su vida de adulto como quien interpreta un papel. El mezquino papel del cancerbero. Su primer empleo, apenas cumplidos los 18, fue el de portero de un edificio casi lujoso donde cocinaba su madre. Vestido siempre con casaca y pantalones caquis, Librado se complacía en entorpecer la circulación de cuanto individuo pasara por la puerta, sin excusar a los residentes. A todos les preguntaba qué querían, a quién iban a ver. Después pasó a encargarse, con uniforme gris, de la caseta de vigilancia de una calle ilegalmente cerrada al tránsito de vehículos y personas en un barrio residencial. Allí se facilitó el quehacer de Librado. Todos los peatones, pobres como él, eran potenciales amenazas y podía interrogarlos, esculcarlos, humillarlos al entrar y salir. Con los automovilistas no era hostil sino muy servil, pero los sometía a varios

minutos de espera antes de abrirles la reja. Su celo excesivo lo llevó a la desgracia y fue a parar a la Comercial Mexicana. Lo avistaste una tarde lluviosa, apostado a la entrada, con la camisa blanca y los pantalones azul marino de los elementos de seguridad. Acababas de cerrar tu paraguas empapado cuando se acercó a ponerle una etiqueta del almacén para garantizar, a la salida, que no te lo estabas robando. Quisiste razonar, hacerle ver que los paraguas no se venden húmedos. Pero Librado se emperró en la etiqueta y tú la arrojaste ovillada al piso y durante mucho tiempo se miraron con odio (él) o retadoramente (tú) cada vez que se topaban. Hasta que lo olvidaste y un día de trámites en una oficina de gobierno el hombre de uniforme azul y blanco sentado a un escritorio frente a una gran libreta de registros te negó la entrada sin razón, y lo reconociste en el momento en que se puso de pie ante ti para impedirte el paso, y lo temiste cuando llevó su diestra a un bolsillo en donde había quién sabe qué, y mientras retrocedías y te alejabas sin prisa, para no perder la compostura, pensaste qué pasaría si a Librado el uniformado lo disfrazaran de militar y le dieran una pistola o acaso un rifle y lo mandaran a la sierra o a cualquier otro paraje anónimo donde por fin pudiera sin testigos asentar su pequeña autoridad. L

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04 b sábado 15 de agosto de 2015

literatura

El nómada de paisajes lusitanos De humor atrabiliario, crítico feroz, poeta insobornable y riguroso traductor del portugués, Francisco Cervantes falleció en enero de 2015. A continuación, un recuerdo de la obra y las andanzas del legendario Vampiro

MEMORIA Jorge Bustamante García

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Para Armando Salgado, Premio Francisco Cervantes 2013

e los escribidores de carne y hueso, pero ya muertos, conocí algunos verdaderamente raros. No cabe duda que Francisco Cervantes era uno de ellos. De eterna barba breve, bebedor y blasfemo, su conversación era tan extraña como su personalidad. Cervantes era uno de esos seres contradictorios, de trato difícil y hosco, que con facilidad podía ser irascible y colérico, injusto y sordo. Si se encontraba de pronto un libro de alguien que no fuera santo de su devoción, podía echarlo a una alcantarilla o a la caneca de la basura sin el menor miramiento. Era un solitario en la gran ciudad, vivía recluido en un cuartito en el Eje Lázaro Cárdenas, en el Hotel Cosmos, a cincuenta pasos de la Torre Latinoamericana. Era duro en sus juicios sobre la poesía de los demás, reconocía a muy pocos, tenía una legión de enemigos. Muchos — amigos y enemigos— lo llamaban el Vampiro por su apariencia; algunos de sus adversarios lo ninguneaban, pero su obra poética constituida por libros singulares como Cantado para nadie, Heridas que se alternan y Los huesos peregrinos, entre otros, y su intenso y riguroso trabajo de traducción de autores portugueses y brasileños los dejaba literalmente desarmados. Lo traté a ratos, a intervalos, me irritaba a veces su trato altanero, aunque guardaba lealtad y aprecio por ciertos autores vivos en esos momentos: Paz, Mutis, Cardoza y Aragón, Charry Lara y otros poetas colombianos y lusitanos. Siempre me pareció que Cervantes era un traductor en busca de su propia voz, que en la traducción descubría resonancias y motivos que lo enriquecían en el asunto de nombrar y recrear las cosas de la vida y el mundo. Por eso desde su primer libro, Los varones señalados, deja transcurrir naturalmente el aliento de Luiz de Camões, Jorge de Lima y Fernando Pessoa y logra penetrar el sueño del juglar que lo conduce a una geografía de caballeros del medioevo que viven a sus anchas sus vidas singulares.

Un día quise entrevistarlo para un semanario de Bucaramanga, capital de Santander, en Colombia. Le llamé, se lo propuse y aceptó. No sabía en lo que me metía. Me puso cita en la tarde en una cantina a dos cuadras de su hotel, ahí estuvimos unas dos horas hablando desordenadamente de todo lo que se le ocurría y bebiendo tragos de whisky que le encantaba. Me habló de libros, de poetas brasileños, de Bogotá, una ciudad que quería, de Mutis a quien conocía hacía años. Saltaba de una cosa a otra y pedía otro whisky. Muchas veces mis preguntas concretas quedaban sin respuesta porque él se ponía a hablar de lo que le daba la gana. Yo grababa lo que podía con una pequeña grabadora de micro casetes. De pronto se levantó y dijo que nos fuéramos a otro lado. Estuvimos como en tres cantinas más y en cada lugar yo intentaba preguntarle por sus propios libros de poesía, pero me seguía hablando de sus traducciones, o de los escritores que detestaba o quería. Me pareció un hombre de grandes querencias y repulsiones. En la noche resultamos en un bar espacioso, con varios salones, que él parecía conocer bien. Pasaban a su lado mujeres y algunas lo saludaban “poeta, hacía tiempo no venía por aquí”. Cuando nos sentamos a una mesa que vimos desocupada una de las mujeres se acercó, lo saludó y se sentó a su lado. Cervantes, ya subido de tragos, le convidó una cerveza a lo que ella correspondió con más plática, conversaba y conversaba más que él. Le comenté que intentaba desde hace horas hacerle una entrevista formal pero que hasta el momento había sido imposible, le mostré la pequeña grabadora, la encendí. La mujer me dijo “pregunte, pregunte”; le lancé entonces al poeta un comentario concreto “muchos de sus versos sufren de una sintaxis y una prosodia que se salen de toda clasificación, se saltan toda regla, constituyen una poesía rara…”. Arrastrando con esfuerzo las palabras, Cervantes me contestó: “¡Pueees claaaro, toda poeeesía buenaaa es rara!” y se calló, refunfuñó todavía algo y tomó otro trago. Lo más sorprendente es que la mujer a su lado se puso a hablarme de las bondades de su poesía, había leído recientemente Cantado para nadie que el propio poeta le había regalado, decía que

El poeta Pessoa y Cervantes, su traductor al español

Francisco era uno de esos seres contradictorios, de trato difícil y hosco, que con facilidad podía ser irascible y colérico, injusto y sordo

la había tocado en lo más profundo, que le gustaría leer los otros libros de su poeta extravagante y remató con tres versos dichos de memoria: “La ira, el improperio,/ los bajos sentimientos/ te dieron este canto”. Cervantes la miró con cierta incredulidad y ya no dijo nada. Ese momento quedó grabado en el micro casete, pero la entrevista resultó imposible de editar, no tenía pies ni cabeza. Después lo vi varias veces, fui leyendo poco a poco su poesía. Me atraía su trabajo de traductor. Por ese tiempo yo seguía intentando traducir a poetas rusos que me gustaban: Ajmátova, Blok, Mandelstam… Cervantes se interesaba cuando le hablaba de ellos, quería conocerlos, discutíamos si era posible traducir poesía, ambos creíamos que no, pero seguíamos tercos en ese empeño infructuoso. Años después vino a Morelia a dar una charla sobre traducción literaria. A uno de los organizadores le pareció fácil para que hubiera público acarrear a un grupo de muchachos de secundaria. El salón se llenó de jovencitos, solo habíamos unos cuantos adultos. Cervantes comenzó a hablar como si todos esos jovencitos fueran versados en el tema y se fue hundiendo cada vez más en su mundo fascinante, pero lleno de excentricidades que debía sonar ininteligible a los jovenzuelos. Poco a poco, en silencio, casi de puntillas, comenzaron a salirse hasta que los últimos huyeron. El salón quedó semivacío, solo ocho adultos seguimos escuchando con todo interés. Cervantes pareció no advertir la huida de los muchachos, ni se inmuto. Pero al rato comentó: “Qué bueno que se fueron, hacían ruido, ahora sí podemos comentar de lo que significa traducir poesía” —hizo una pausa y continuó ya encarrilado. Al terminar lo llevamos a un bar de la ciudad donde una amiga actriz haría un performance. No aguantó ni la mitad, había tomado varias cervezas y quería irse. Lo llevé al hotel en el mismo vocho en el que en alguna otra ocasión José Emilio Pacheco parecía salirse por las minúsculas ventanas.


sábado 15 de agosto de 2015 b05

literatura KARINA VARGAS

Poeta de la tierra Cofundador y director de la revista El corno emplumado, Sergio Mondragón cumple 80 años de vida y 50 como poeta. Presentamos una lectura de su obra ENSAYO RAMONA MIRANDA/ CONACULTA

Evodio Escalante

P

En vida muchos le regatearon reconocimiento, no aguantaban su rareza poética ni su personalidad arisca, a veces altanera. Siempre me ha gustado su poesía, vuelvo a ella con frecuencia. Me parece escrita en un idioma que sabe a delicioso y transparente anacronismo, el uso de formas consideradas hoy abolidas otorga a su poesía un cariz muy especial. Es el lenguaje el que hace de la poesía cervantina una incursión a los límites, en un claro transitar por los bordes mismos de la identidad. En este preciso instante me dan vueltas algunas preguntas. ¿Quién era ese nómada de paisajes lusitanos, ese empecinado lector de Pessoa y amigo de poetas de otros lares que le hacían más llevadero el viaje incierto? Quién era ese lisboeta que desde el territorio de la poesía respondía a sus enemigos que lo hostigaban amparados en razones de verdugos, que lo señalaban por su “altanería con los necios” (como lo indicó alguna vez Álvaro Mutis) y a quienes lanzaba sus dardos de caballero medieval: “¿Os molesta/ que encuentre en otras tierras/ lo que de mis tierras me debéis?/ Todas las tierras son las tierras/ ninguna son las otras”. Lo vi poco en sus últimos años, me llegaban noticias fragmentarias. Una de ellas fue para mí una total sorpresa. Publicó en un suplemento literario nacional su lectura muy personal de mi libro El caos de las cosas perfectas, en el que desentraña la significación de la forma en poesía: “Su afán de precisión y la sujeción estricta a lo que desea decir, dan a su poesía esa línea recta que no necesita de un verso deslumbrante y otro opaco de fondo. Indivisible lo que dice de la forma en que lo dice, rinde tributo a aquellos poetas que lo formaron e integran su imaginario antecedente”. Todo el artículo, que tituló “El alba entre las manos”, está escrito con ese espíritu de anomalía y extrañeza que lo caracterizaba. Tiempo después leí que alguien había coincidido con él en un avión y que lo había visto físicamente muy disminuido, su salud se desmoronaba. Regresó a Querétaro, su ciudad natal, impartió talleres e influyó en algunos nuevos escritores en su rededor. Murió hace diez años, en 2005. Son pocos los que todavía valoran su obra, pero su poesía es singular y sus traducciones ejemplares. Dicen que habrá una calle Francisco Cervantes en el centro histórico de Querétaro, a muchos les producirá colitis. Pero qué hacer, hay poetas así. L

ara muchos, Sergio Mondragón es el más “beat” de los poetas mexicanos, y puede ser que tengan razón. Si el principio es fin, como declara Eliot en sus Cuatro cuartetos, la poesía de Mondragón tiene para siempre el sello de la revista El corno emplumado, que coeditó aquí en la Ciudad de México con Margaret Randall desde 1962 a 1969. Esta revista bilingüe de vanguardia, que publicaba a poetas mexicanos, latinoamericanos y a muchos de los norteamericanos de la Beat Generation, entre los que hay que mencionar a Philip Lamantia y Allen Ginsberg, es acaso la más representativa de la década. Surge bajo la influencia trastornadora que ejercía la Revolución Cubana que acababa de declararse “marxista–leninista” y termina debido a la represión que imperó en el país a partir de la matanza de Tlatelolco y que se prolongó durante los años setenta con el apogeo de la “guerra sucia” que ordenó el gobierno en contra de los disidentes. Sobre el suelo de la actualidad mexicana, con la que nunca ha dejado de interactuar, la poesía de Mondragón (Cuernavaca, Morelos, 1935) pareciera estar signada por un poliedro pentafónico en el que pueden distinguirse: 1) Un vértice anti–capitalista, propio de los aires de la época; 2) Un vértice orientalista, del hinduismo al budismo zen; 3) Un vértice jazzístico, carnal e improvisatorio; 4) Un vértice de libertad y plenitud sexual; y, por último, 5) El vértice de la iluminación y los estados alterados de conciencia. Situando el asunto en el nivel intelectual que le corresponde, Octavio Paz sugirió alguna vez que lo que caracterizaba a Mondragón era la búsqueda “de la palabra de poder”. Regresarle su magia a la poesía, sus poderes espirituales, al grado de hacerla capaz de cambiar al hombre y a su conciencia, éste es, me parece, el trasfondo de su incesante trabajo con el lenguaje. Sobre un trasfondo tribal y acaso utópico, pero no menos persistente, el poeta sabe que el único modo de salvarse es salvando el poema que le ha tocado escribir. Mondragón no ha dejado de hacerlo desde los años sesenta. Su más reciente libro, Hojarasca (2005), es una muestra de ello. Varios de los poemas que contiene este libro me parecen magistrales. Mi favorito es un poema breve y delgado que tiene qué ver justamente con esta búsqueda primordial de poeta. El mundo importa, por supuesto, pero antes que salvar al mundo lo que le interesa al escritor es salvar el poema, que es su razón de ser en esta tierra. En ello le va la vida. Puesto que toda paráfrasis es engañosa, prefiero transcribir el texto de Mondragón:

POEMA SALVADO En pleno vuelo Te rescato de la tormenta Que empapa tus alas; En la orilla de un prado Te recojo del suelo Para besar tu pico maltratado Por las mentiras del habla Que no sabe lo que dice. Hemos llegado juntos a la costa Con las manos metafísicas tomadas; Con mi suerte de náufrago Que se aferra a la tabla Que otro náufrago ofrece: Tú, Poema salvado Por mis manos de escriba.

No deja de ser interesante que aquí Mondragón se describa a sí mismo no tanto como poeta sino como “escriba”, alguien depuesto de poderes creadores y que se limita a transcribir sobre el papel lo que alguien más, sea la inspiración o el deseo, le dicta. Esta “humildad” del poeta, por llamarla de algún modo, tiene qué ver con los impresionantes monólogos en

prosa con los que corona su Hojarasca. Me refiero a “Tres poemas mexicanos en prosa”, inusitados textos en los que convive la crítica social con la poesía más alta y más respetable. No en balde se han escuchado siempre en Mondragón resonancias de ese poema admirable de Paz que se llama “El cántaro roto”, y que el poeta, me lo ha dicho alguna vez, prefiere a los celebrados endecasílabos de Piedra de sol. Lo interesante aquí es que para tramar este tríptico Mondragón ha recurrido a una voz acaso todavía más entrañable: la de Juan Rulfo. Cuando menciono a Rulfo no lo hago para referirme al novelista, según ordena el lugar común, sino al poeta de la tierra del que no podríamos prescindir. Mondragón no solo no prescinde de él, sino que lo inserta dentro de su escritura para articular con esta textura y esta voz una crítica implacable en contra del abandono y la indiferencia del Estado mexicano ante los campesinos. Un monólogo campesino, un monólogo ancestral, no ajeno a las voces de los antiguos dioses, es lo que se deja escuchar aquí. Una suerte de maldición que musita entre dientes un emigrado desde tierras lejanas, acaso lleno de rencor: “Primero nos despojaron de la tierra y decidieron que nos muriéramos de hambre. Luego nos arrinconaron en las encrucijadas de la sierra o nos empujaron hacia los cerros pelones donde las piedras se revientan con el sol. Allí de milagro hemos podido resistir: pero de nuestros altares y nuestros prodigios, apenas si queda rastro.” Además de rescatar en otro monólogo a Lucas Lucatero, otro personaje de Rulfo, Mondragón se permite todavía la audacia de tramar un monólogo desde la voz de una deidad indígena: Itzpapálotl, madre y maestra, vagina de la que pueden surgir lo mismo Tezcatlipoca que Huitzilopochtli, y a la vez generoso pecho que nutre a la manada de los mestizos. Niña y prostituta. Alegría de vivir y alma perpetuamente en pena, como la Llorona: el dramatismo no podía ser mayor. Desde su primer libro, Yo soy el otro (1965), Sergio Mondragón demostró que se podía mover como muy pocos en las agua complicadas del poema en prosa, al que de pronto no sabemos en qué terreno ubicar. Fiel al espíritu contestatario que lo vio nacer como poeta, y aguijoneado acaso por estos tiempos de derrumbe y zozobra generalizada que a muchos nos tienen al borde de la parálisis, Mondragón regresa con maestría consumada a esta forma literaria para pedir que escuchemos no tanto su voz sino las voces que se anudan en su discurso breve, ceñido y siempre convincente, seguro como está de que: “No basta/ Mirar/ Es necesario poner en movimiento”. L


LABERINTO

Azucenas En el marco del Año Dual México–Inglaterra 2015, se encuentra en imprenta Sombra del árbol de la noche, una antología de cuentos fantasmales de escritores ingleses contemporáneos, con traducción de Adriana Díaz Enciso. El siguiente relato recrea de forma subyugante la imprevista reunión entre los vivos y los muertos Iain Rowan*

E

ra otoño, y la ciudad estaba en guerra. Las aceras refulgían, resbaladizas con su cubierta de húmedas hojas amarillas, mientras las colinas al norte hablaban entre sí con voces bajas y sordas. Los soldados llegaban a la ciudad con el estruendo de los trenes, gastaban su dinero en un torbellino de alcohol y de mujeres y se marchaban rumbo a las colinas. Eran menos los que regresaban. Los que lo hacían bebían más calladamente, la mirada al suelo, los raídos abrigos remendados para hacer frente al viento rencoroso. Caían las hojas, la guerra continuaba, y cada día la noche llegaba unos minutos más temprano. Era otoño, y la ciudad estaba en guerra, y Alex tenía miedo. Él era uno de los afortunados. Había pasado catorce días en el frente, encogido de miedo en zanjas abiertas en el suelo mientras la tierra reventaba a su alrededor, y hombres con los que había estado hablando hacía solo unas horas perdían brazos, piernas, vidas. Su mundo entero había sido lodo. Había vivido en el lodo, comido lodo, se había apretado contra el lodo como si éste pudiera resguardarlo del mundo que se despedazaba a su alrededor. Luego una mañana su sargento había llegado hasta él arrastrándose, le había escupido en la cara y le había dicho que seguramente su papi le había forrado a alguien el bolsillo de dinero: tenía que reportarse a la retaguardia para ser transportado a la ciudad, y cuando —no si: cuando— regresara al frente, el sargento consideraría una misión personal asegurarse de que Alex fuera el primero en la línea de fuego. Se le asignaron tareas de mensajería, llevando correos de un lado a otro, de funcionario a general a ministro a anónimo civil. Era cansado, era tedioso, y era seguro, pero Alex seguía teniendo miedo, y con frecuencia, cuando comía, el único sabor que percibía era el del lodo. Pasaba horas tiritando tras puertas cerradas, arrastrando los pies en el légamo podrido del otoño. Se apresuraba de un lado de la ciudad a otro, dos paradas en el tren, seis paradas en el tranvía traqueteante, horas de perderse en calles extrañas; y en todas partes, los muertos. Alex trataba de no mirarlos, consciente del impulso de quedárseles viendo, avergonzado por él. Allá en el pueblo había visto a algún que otro muerto, como todos los niños. Incluso había dormido bajo el mismo techo que uno de ellos, cuando regresó su abuelo. Nada de

esto lo había preparado para la ciudad. En el pueblo, era la costumbre que las familias conservaran consigo a sus muertos, que la semana fuera un periodo de momentos privados, no de exhibición pública. En la ciudad, Alex pensaba a veces que los muertos superaban en número a los vivos. Si la guerra continuaba mucho más tiempo, probablemente lo harían. Mientras examinaba una elegante hilera de casas altas, buscando el domicilio de la carta que llevaba en la mano, pasó junto a uno de los muertos. El hombre estaba de pie en la acera, mirando las casas, moviendo la cabeza lentamente de un lado a otro en una inconsciente parodia de la búsqueda del mismo Alex. A Alex se le ocurrió que la razón por la que había tantos muertos en la ciudad era que no podían encontrar a sus familias. Se habían quedado incomunicados por el trastorno de la guerra, con todo en movimiento. Quizás ese hombre en la calle que contemplaba las distintas entradas con mirada ausente pertenecía a alguna familia en la que habían muerto todos juntos, y ahora vagaban todos por las calles con la misma mirada fija y fría, buscándose uno al otro, sin encontrarse nunca, siempre perdidos. Alex tenía solo nueve años el día que regresó su abuelo. El viejo había estado enfermo durante varias semanas, sudando y resollando en su cama. Alex había pasado horas junto a su lecho diligentemente, alternando entre el miedo y el aburrimiento. Parecía que su abuelo había pasado lo peor, y que viviría para sentarse junto al fuego con el ceño fruncido un año más, pero entonces se sentó en la cama, dijo algo sobre las manzanas del año anterior, y se murió. Fue enterrado al día siguiente. Alex observaba con aire incierto bajo la lluvia suave mientras su madre lloraba y el cura del pueblo decía alguna oración tartamudeante. Luego los dolientes se fueron, y el tío de Alex le puso una mano en el hombro para guiarlo. Habían cruzado la mitad del cementerio cuando miró hacia atrás. Los trabajadores del cementerio rodeaban el montículo superficial mientras que el cura, enfundado en su abrigo negro, se arrodillaba frente a él. Su levita revoloteaba a su alrededor, y por un momento Alex pensó que no era en realidad un hombre, solo un remolino de cuervos que venían a reclamar su cementerio de manos de los intrusos. Entonces el padre hundió las manos en la tierra y dio un tirón, y Alex vio aparecer las piernas blancas y delgadas de su abuelo, oyó al cura mascullar sus bendiciones. —No está bien que veas esto —dijo su tío suavemente, y la presión de su mano hizo que Alex siguiera caminando—. Pero de todas formas volvió a mirar atrás,

y vio a su abuelo renacer desde la tierra, la tierra cayendo de su cuerpo como nieve negra. Cuando el cura hubo traído el cuerpo de regreso al mundo, asintió con la cabeza y los trabajadores del cementerio lo envolvieron con una mortaja y se lo llevaron lentamente al lugar de descanso. —Ahora hay que esperar, hijo —dijo el tío de Alex—. Esperar el milagro. Tres días después, mientras Alex revolvía su cena de un lado al otro del plato, llamaron fuertemente a la puerta. La madre de Alex dio un grito ahogado y cerró los ojos. Su padre se levantó y dijo: —Bueno, bueno… Alex aprovechó la oportunidad para tirar algunas verduras bajo su silla. —Ahora vete a tu cuarto, Alex —dijo su madre. Levantó la mirada encogiéndose, pensando que lo había visto, pero se dio cuenta de que todavía tenía los ojos cerrados. —No —dijo su padre mientras se dirigía a la puerta—. No, el niño debe quedarse. Ya está suficientemente grande. Afuera, de pie bajo la lluvia, estaba uno de los trabajadores del cementerio, y justo tras él estaba el abuelo de Alex; parecía confundido, como si hubiera algo muy importante que debiera pero no pudiera recordar. El padre de Alex hizo entrega del acostumbrado par de monedas, que el trabajador aceptó con un movimiento de cabeza, y luego se marchó. —Entra, papá. El viejo entró a la casa arrastrando los pies y se quedó de pie a media cocina, como si no supiera qué hacer. Alex se le quedó viendo, fascinado. Era el mismo abuelo de siempre, pero su piel estaba pálida y tenía los ojos nublados, como se veían los campos en la bruma temprana de la mañana. El padre de Alex condujo al anciano a su lugar habitual junto al fuego; su madre lloraba, y el chico se quedó atrás junto a la puerta, dubitativo y lleno de asombro. ◆◆◆ Alex subió unos gastados escalones de piedra y tocó en una puerta verde oscuro. Un hombre mayor, en un ornamentado uniforme de sirviente, abrió apenas una rendija en la puerta y arqueó una ceja temblorosa. —Un mensaje para el coronel. El viejo extendió la mano y Alex le entregó la carta. Llegaba ruido del final de la calle, una breve refriega, el sonido de pies que corrían, pero ninguna voz. Alex y el criado se volvieron a mirar la creciente oscuridad, pero una voz bramó desde dentro de la casa y los distrajo. —¿Quién es? ¿Quién anda ahí, eh? —Un mensajero, coronel —dijo el anciano—. Trae un mensaje para usted. Aquí lo tengo, se lo subo ahora mismo. Ambos volvieron a mirar a la calle, pero el ruido, cualquiera que fuera su causa, había cesado. —Un mensajero, ¿eh? —el coronel había bajado las escaleras, y ahora estaba en el vestíbulo, resoplando y con el rostro rojo, mirando a Alex—. ¿Sabes lo que dice el mensaje, hijo? —No... no, está sellado, señor, yo no lo leería. —No tienes que leerlo, hijo. Ya sé lo que dice. Ya sé lo que dicen todos. Todos hablan de cómo poco a poco estamos haciendo cuanto podemos por perder la guerra. No pongas esa cara de espanto, chamaco; crees que es traición hablar así, ¡deberías oír lo que dicen los generales! ¿Qué tal un trago para el frío? El sirviente se alejó haciendo crujir el suelo, y se dirigió a una mesa auxiliar en el vestíbulo. —No, tengo órdenes... —dijo Alex. —Al carajo con tus órdenes. ¿Quién te dio esas órdenes? —Mi sargento. —Al carajo con tu sargento. Soy un coronel; todavía cuenta. Un trago para el frío. El sirviente había regresado con dos vasos cortos. El coronel le ofreció uno a Alex. —Has estado allá, ¿verdad, hijo? En el frente... —Sí —dijo Alex. —Eso pensé. Se te ve en los ojos —levantó el vaso para brindar—. Por el fin de la guerra. —Por el fin de la guerra —el licor puro le quemó la garganta y le hizo llorar los ojos. Se mordió la lengua, en un intento desesperado por no toser. El sirviente recogió el vaso, y Alex empezó a retirarse bajando las escaleras.


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de portada SHUTTERSTOCK

—¿Cómo? Estaba mirando en la oscuridad, arrastrando los pies en la tierra. —Hay formas, hijo. Hay formas. Alex sabía, por su tono de voz, que debía cambiar de tema. —Y pasando una semana, ¿se va a volver a ir mi abuelito? —Así es, justo el día y a la misma hora en que volvió a levantarse. —¿Y a dónde va a ir entonces? Su padre se dio vuelta y se alejó por el campo, de espaldas a la casa, con una mano en el rostro. A medio camino se detuvo y esperó a que Alex lo alcanzara. Le pasó a su hijo una mano por los hombros y caminaron juntos de regreso a la casa. Una semana más tarde estaba en su habitación leyendo un libro, absorto en otro mundo, cuando su madre dio un grito. Alex nunca volvió a ver a su abuelo.

—Sí, el fin de la guerra —el coronel miraba fijamente el ocaso, una mano tirando de su barba, viendo un paisaje que no era la ciudad—. No vuelvas allá, chamaco. Alex esbozó un saludo y se alejó presurosamente por la calle. Justo antes de llegar a la calle principal, vio una mancha oscura en el pavimento. Era el cuerpo del hombre muerto. Alex miró a su alrededor, preguntándose qué hacer, a quién dirigirse. Era obvio que el hombre había estado buscando a su familia o a viejos amigos, y no los había encontrado. Ahora su semana había terminado y se había marchado para siempre. Le había sido dada otra oportunidad, y se había desperdiciado. Era triste. Alex se inclinó sobre el cuerpo y entonces vio los pétalos blancos de la azucena que alguien había colocado sobre el vientre del hombre. El fuego del alcohol en su estómago se convirtió en una oleada agria de miedo. Alzó la vista y miró hasta el final de la calle, no vio a nadie y se lanzó a toda prisa hacia el camino principal, hacia la luz. Alex sabía lo que significaba la azucena: significaba que esto no era asunto suyo, y que ahora debía marcharse, antes de que los responsables lo vieran ahí, lo consideraran testigo de su crimen. Nunca había pasado en su pueblo, pero había oído las historias, sabía lo que significaba la azucena, la flor del duelo. Significaba apoyo político para el enemigo al otro lado de las colinas, era un signo de rebelión contra todo —el gobierno, las costumbres y tradiciones, todas las viejas usanzas—. Los que dejaban las azucenas eran subversivos que ponían en práctica las costumbres del enemigo. Cometían el más extraño de los asesinatos: mataban a los ya muertos. La noche siguiente al regreso de su abuelo, el padre de Alex se llevó al chico a dar un paseo por los extensos campos. No dijeron nada hasta llegar al río. La noche era fría y clara, y Alex se detuvo y se quedó mirando las estrellas, que fulguraban intensas en el cielo, alfileres encajados en terciopelo negro. Podía oír la respiración pesada de su padre a su lado. —Ya sabes que no ha regresado para siempre —dijo al fin—. ¿Recuerdas lo que te dije? —Una semana —dijo Alex. —Así es, hijo. Una semana. —No es mucho tiempo, papá. —No lo suficiente, hijo, no lo suficiente —un silencio se extendió entre ellos, y pensaron palabras que les arrebató el agua oscura del río, llevándoselas antes de que pudieran decirlas. Finalmente su padre suspiró y dijo: —Pero una semana es lo que Dios nos ha dado, y debemos estar agradecidos por eso, una oportunidad de despedirnos, de grabarnos a tu abuelo en la memoria. Es nuestra tradición, y debemos agradecerla y respetarla. Es una de las cosas que nos distinguen de la chusma impía al otro lado de las montañas. —Yo creía que los muertos regresaban en todas partes. —Y regresan, hijo, regresan. —¿Entonces por qué no...? —Los detienen.

Los que dejaban las azucenas eran subversivos que ponían en práctica las costumbres del enemigo. Cometían el más extraño de los asesinatos: mataban a los ya muertos

Pasaron los días, las últimas hojas cayeron de los árboles, y Alex volvió a verse envuelto por la solitaria rutina de su trabajo, que hacía que todo fuera de ella pareciera irreal. Sentía que era una ciudad de sombras que a veces solo existía calle por calle, que las gráciles hileras de casas adosadas que flanqueaban cualquier calle por la que caminara eran todo lo que existía, y que más allá de ellas no había nada. Desde la ventana de un tranvía detenido en una parada vio a una mujer de cabellos oscuros esperando para cruzar la calle. La sencilla belleza de su rostro era lo único en todo ese tiempo que le había parecido real. Entonces el tranvía se puso de nuevo en movimiento con una sacudida y la mujer desapareció. Una noche soñó con ella, piel pálida enmarcada por cascadas de cabello negro, e incluso en el sueño tenía más sustancia que todo lo que veía cuando estaba despierto. La guerra continuaba en las colinas, seguían retumbando los cañones, y a donde quiera que iba Alex veía las miradas trastornadas de los muertos, que caminaban dando tumbos, perdidos entre las calles brumosas. La noche empezaba a amoratar el cielo cuando regresó a la oficina tras su último encargo. No había nadie más que el sargento, que estaba sentado junto a la estufa fumando uno de sus pestilentes cigarrillos. —No hay nada más por hoy. Ya terminaste. Alex se sentó en un banco, se calentó las manos, descansó sus piernas adoloridas. —Me iré en un momento. Creo que no haré más que dormir toda la noche. El sargento aplastó la colilla del cigarro sobre el hierro oscuro de la estufa. —Yo que tú saldría. Sal, emborráchate, gástate el sueldo en una puta. —No tengo tanto dinero qué gastar; no si quiero comer el resto de la semana. —Que no te preocupe el resto de la semana, hijo. Vive el momento. Estuve hablando con un viejo amigo mío que trabaja de valet para uno de los generales. Según los rumores, cualquier día de estos le van a pasar este trabajo a un par de funcionarios —escupió, haciendo chisporrotear el carbón ardiente —, y van a volver a mandarlos a ustedes, pobres infelices, de regreso al frente. Considérate afortunado; aquí la has pasado bien, gracias a quien quiera que haya usado sus influencias para ayudarte; no hay ningún cabrón tratando de matarte aparte de los choferes del tranvía; tienes un cuarto privado y no estás en una barraca infestada de pulgas. Has logrado escapar al frente todo este tiempo, y seguro sabías que un buen día terminarías de regreso allá, un muchacho joven y en forma como tú. Se les están acabando los muchachos jóvenes y sanos. Me mandarían a mí, si tuviera dos piernas. Sal, hijo. Vive la vida, ahorita que todavía la tienes. Alex regresó caminando a su pequeña habitación. Pensaba en el lodo y en el terror y en el coro de los agonizantes que yacían sollozando en tierra de nadie; pensaba en la pierna que le faltaba al sargento, pensaba en los muertos. Durante unos momentos consideró la posibilidad de desertar, esfumarse en la ciudad, pero sabía que lo atraparían. Y si lo atrapaban, se lo llevarían al brezal al oeste de la ciudad, lo fusilaría un soldado aburrido no mayor que él, y lo arrojarían a una fosa de cal. No habría resurrección, ninguna oportunidad de que sus padres le dieran un triste adiós. Apenas había vivido la vida, ¿cómo podía aceptar que pronto podría haberse acabado? Se sentó un rato en su cama dura, con la cabeza entre las manos, lamentando la pérdida de su futuro. Luego salió, sin molestarse en ponerle llave a la puerta.

ESPECIAL


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MILENIO

de portada ARCHIVO GETTY

Toda la luz había abandonado el cielo, y la noche era quieta y fría. Era como si todo el mundo estuviera esperando, conteniendo la respiración, porque algo importante estaba a punto de suceder. Los dedos delgados de la niebla subían vacilantes desde el agua oscura e inmóvil de los canales. Alex caminó hacia el centro de la ciudad. No sabía a dónde iba, pero encontraba las sugerencias del sargento poco atractivas. ¿Qué sentido tenía emborracharse en un bar anónimo, resbalando lentamente por la áspera barra de madera mientras la noche avanzaba? ¿Qué sentido tenía pasar la noche con una mujer a la que solo le atraía su dinero? Alex nunca había estado con una mujer; tenía la cabeza llena de cosas que había leído en libros y poemas, historias de pasión y de amor que transcurrían en mundos que parecían mucho más reales que el de las calles frías, los cuartitos callados con una cama y una silla y el silencio de la desesperación. A medida que Alex se aproximaba a una plaza cerca del centro de la ciudad, las calles se iban volviendo más concurridas. Soldados de licencia, los oficiales del estado mayor con sus mejores galas, que nunca habían sido salpicadas por la sangre, las prostitutas y los matoncillos que las explotaban, los hombres y mujeres comunes de la ciudad, tratando de llevar una vida normal en medio del caos, aparentando que eran tiempos de paz en una ciudad en guerra. Entre ellos Alex se sentía un extraño; un extraño entre todos. Era tanto lo que quería hacer en la vida, tantos los lugares que quería visitar, tantas cosas que quería sentir, y porque un hombre al que nunca había visto en persona había firmado un pedazo de papel terminaría vagando por las calles de la ciudad, uno más de los muertos ofuscados, buscando en vano a la familia que vivía a dos días de distancia en tren. Un tranvía atravesó la plaza echando chispas, metal chirriando contra metal. Al pasar junto a él disminuyó la velocidad, y Alex saltó en la plataforma de atrás, sin saber a dónde iba y sin que le importara. Compró un boleto hasta la última parada de la línea y se acomodó en el asiento rígido, contento con dejar que el vaivén y el traqueteo lo llevaran al lugar al que siempre iba al viajar, un lugar que no era el lugar de donde había venido ni al que se dirigía. El tranvía salió bamboleándose del centro de la ciudad, con dirección hacia los suburbios. Gente se subía, gente se bajaba. Alex no les prestaba ninguna atención. Se detuvieron en una estación de tren y todos los pasajeros se bajaron del tranvía, con excepción de Alex y un hombre bajo que agitaba su periódico, haciendo crujir el papel. Tras unos momentos el tranvía dio una sacudida y avanzó unos cuantos metros, y luego se volvió a parar. La puerta trasera se abrió y se cerró y Alex sintió una ráfaga del aire frío de la noche en la parte trasera del cuello. Una mujer de cabello oscuro pasó rozándolo, y el tranvía empezó a moverse de nuevo. Al pasar, Alex olió su

En esta ciudad, entre las hojas podridas y el trueno distante de las armas, la diferencia entre vivos y muertos ya no le parecía muy importante

aroma. No podía identificarlo, pero le hizo pensar en hojas que caen y en rescoldos de fogatas y todos los pensamientos otoñales de cosas que se había propuesto hacer y nunca había hecho, cosas que había querido decir pero que se había callado. La mujer se sentó de cara a Alex, unos cuantos asientos frente a él, al otro lado del tranvía. Era la mujer que había visto unos días antes. Aunque solo la había visto por unos segundos, su rostro se le había quedado grabado en la memoria como un retrato en un relicario. Era más hermosa que ninguna otra mujer que hubiera visto nunca; aun si, mirándolos uno a uno, sus rasgos no eran más que de un atractivo convencional. Tenía una cualidad frágil y translúcida, como porcelana delicada iluminada desde dentro. La mujer volteó levemente la cabeza para mirar por la ventana, y la tela de su abrigo se retrajo un poco para revelar su cuello, ligeramente arqueado, una curva perfecta. Alex sintió un pesar que hacía que sus temores parecieran irrelevantes. Lo que pasara mañana, o al día siguiente, o el día después, no tenía ninguna importancia. Lo que importaba ahora, más de lo que nada podría importar nunca, era que había visto la belleza, y que dentro de una o dos paradas la mujer se bajaría del tranvía y echaría a andar en la oscuridad. Con suerte Alex sobreviviría a la guerra, viviría su vida, conocería a miles de otras personas, y luego moriría de anciano sabiendo que había perdido algo en su juventud que nunca había podido encontrar de nuevo. La joven miró en dirección a Alex y éste bajó la mirada. Pasado un momento, volvió a mirar. Lo estaba observando, y Alex quería apartar el rostro de nuevo, abochornado, pero durante unos segundos se encontró incapaz de hacerlo. Luego miró por la ventana junto a él, con la boca seca y las manos apretadas. Las sombras de la ciudad pasaban parpadeantes. Podía ver el reflejo de la mujer en su ventana. Seguía observándolo. Encontró el valor para volver a mirarla pero, al hacerlo, ella desvió los ojos. Alex pensó que ahora era ella la que miraba su reflejo, que ambos estaban mirando no uno al otro, sino una imagen del otro. El tranvía aminoró el paso y luego se detuvo. La mujer se levantó y caminó hacia la puerta del frente. Al abrirse la puerta se volvió a mirar al interior del

tranvía. Alex le devolvió la mirada. Entonces ella bajó los escalones y salió a la calle. Se cerró la puerta y el tranvía volvió a echarse a andar. Alex se puso en pie de un salto, corrió hacia la parte trasera del tranvía, abrió la puerta de un golpe y saltó a la calle desde la plataforma, cayendo casi de bruces. Estaban en una parte vieja de la ciudad, cerca del río, donde las calles se estrechaban y seguían la pendiente en dirección al agua oscura. La mujer había cruzado la calle, pero debió haberlo oído saltar desde el tranvía porque se detuvo y se dio vuelta, lo vio agachado en el camino entre los carriles de metal frío. Las cálidas luces rojas del tranvía se perdieron en la bruma, luego dio vuelta en una esquina y desapareció. Ella lo miró, sin decir nada. —Por favor, no tengas miedo —tartamudeó Alex—. No quiero... Solo... tenía que hablar contigo. Ella permaneció en el otro lado de la calle, pero no echó a andar, no miró alarmada a su alrededor en busca de ayuda. Alex cruzó la calle hacia ella, con las manos extendidas, dibujando círculos temblorosos en el aire. —Por favor, te debes estar congelando. Déjame caminar contigo, no importa a dónde vayas. Solo... solo déjame caminar contigo un poco, y luego me voy, te lo prometo. Ella sonrió, una sonrisa lenta y triste, y asintió con la cabeza. Alex sabía que pasara lo que pasara en los días por venir, ya fuera que lo enviaran al frente o no, que viviera o no, recordaría esa sonrisa hasta que ya no le quedara memoria. Ella empezó a caminar y él se echó a andar a su lado, sabiendo que estaba hablando más de lo que debía, pero tratando desesperadamente de decir en unos cuantos minutos lo que podría llevarle toda una vida decir. La calle se cerró frente al alto muro de ladrillos de una bodega que daba al río. Un callejón corría a un costado de la bodega. La mujer dudó, como si no estuviera segura de qué dirección tomar. Se volvió hacia el callejón y luego se detuvo, y miró a Alex por un momento. Su perfección hacía que le dieran ganas de llorar. El aire del otoño le daba frío sobre el rostro, la noche era silenciosa, todo estaba quieto y perfecto. Todo era afilado, el mundo más real de lo que Alex lo había conocido nunca, belleza y sentido en cada ladrillo húmedo, en cada árbol que elevaba sus dedos oscuros hacia la noche. Ella le tendió la mano y él la tomó. Su piel era como la más delicada estatua tallada en marfil, sin mancha, pálida, fría como una piedra. Alex no estaba seguro de ya haber sabido que estaba muerta cuando iban en el tranvía, o si se había dado cuenta en los momentos que caminaron juntos. No lo sabía, no le importaba. En esta ciudad, entre las hojas podridas y el trueno distante de las armas, la diferencia entre vivos y muertos ya no le parecía muy importante. —Caminemos —le dijo—. Te ayudaré a encontrarlos, a tu familia. Yo te voy a ayudar a encontrarlos. Los dedos de la joven apretaron los suyos y siguieron caminando juntos. A medio callejón, Alex oyó pasos tras ellos. Se dio vuelta y vio a tres hombres. Uno de ellos llevaba un largo cuchillo, del tipo que usan los carniceros para cortar trozos de carne. Otro agitaba algo en su mano, algo que era blanco e indistinto en la suave bruma que se elevaba del río. Al acercarse, Alex vio que era un ramo de azucenas. Miró alrededor del callejón. Si corrían, los hombres los atraparían antes de que llegaran al final. A uno o dos metros había una puerta sólida empotrada entre el ladrillo de la bodega. Estaba cerrada con candado y protegida con barrotes, no había forma de entrar, pero apoyada contra la entrada había una vieja pala de hierro, con los bordes corroídos y medio oxidados. Alex la tomó. —Vete —le dijo a la mujer—. Vete. Encuentra a tu familia. Ve lo más rápido que puedas. ¿Me entiendes? Y gracias. ¿Entiendes? Gracias. Ella lo miró y él no pudo saber si entendía o no lo que le estaba diciendo. Luego sintió un ligero apretón de sus dedos, y después su mano ya no sostenía más que aire y ella se alejaba por el callejón. —Vamos a pasar —dijo el hombre del cuchillo con tono casual—, estés o no estés ahí. Sabes lo que ella es. Hazte a un lado. —¿Quién es ese? —preguntó el hombre que llevaba las azucenas, y sonaba nervioso—. No lo conozco. No es de su familia, te lo dije. Yo conozco a la familia, es por eso que sabía que iba a regresar. Todos la están esperando en casa. Es justo en la calle de al lado; si no la agarramos ahora, aquí... Los tres hombres siguieron avanzando hacia Alex. El hombre con el cuchillo lo golpeaba suavemente contra su mano libre. —Hazte a un lado —le dijo—. No tenemos bronca contigo. Vete y déjanos regresar la naturaleza a su estado debido. Es la nueva ley, como tienen que ser las cosas. Pronto la guerra habrá terminado y todo será así. O estás con nosotros, y con el futuro, o estás con ellos y con el pasado. Si te quedas ahí, te dejaremos igual que ella. ¿Qué más te da, de cualquier forma? ¿Por qué te molestas? Dentro de una semana estará muerta. Alex pensó en su abuelo, en la forma en que, en su pueblo, el río se curvaba entre los campos y brillaba secreto y plateado bajo la luz de la luna, en los trenes llenos de soldados que subían traqueteando las colinas, hacia el lodo y el miedo, en los muertos que caminaban por la ciudad, y pensó en la suave curva del cuello de la muchacha y en la sensación de su mano en la suya. —Igual que yo —dijo, y levantó la pala. L *Iain Rowan ha publicado más de treinta relatos en revistas y antologías, y su novela policiaca One of Us fue finalista del premio Debut Dagger de la Crime Writers’ Association. Acaba de terminar su primer guión de cine para una película breve filmada en el verano de 2015, y dirige el activo taller de escritura Holmeside Writers.


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LABERINTO

en librerías Los viernes en Enrico’s

El libro del cementerioVol. 2

Don Carpenter Sexto Piso México, 2015 400 pp.

N

i siquiera la opinión de Norman Mailer de que poseía “una prosa soberbia” hizo que Don Carpenter gozara de fama en vida; al no poder superar enfermedades, Carpenter se suicidó en 1995. Autor sobre todo de novelas, una de las más famosas es Dura la lluvia que cae, también se dedicó al guionismo cinematográfico y televisivo (como anécdota queda uno que escribió para la serie de los sesenta, El gran Chaparral). Los viernes en Enrico’s es una novela incompleta sobre escritores de varios puntos de Estados Unidos, que Jonathan Lethem se encargó de terminar pero conservando el sello del autor.

Textos recobrados I

Neil Gainman Roca Editorial México, 2015 170 pp.

E

n la segunda entrega de esta novela gráfica, Nadie Owens, el niño que perdió a su familia y fue criado en un cementerio por los fantasmas que ahí habitan y cuyo tutor es Silas, un muerto–vivo, decide que quiere ir a estudiar a una escuela del mundo exterior a pesar de que el asesino de su familia aún lo busca. Silas duda, pero acepta cuando Nadie le dice que quien debe cuidarse es el criminal y, así, vivirá las experiencias propias de un niño de su edad. P. Craig Russell y otros ilustradores como David Lafuente, Scott Hampton, Kevin Nowlan y Galen Showman se encargan del arte.

rimer volumen de tres libros que reunirán la obra miscelánea e inédita de Jorge Luis Borges. Este tomo contiene los textos recobrados de 1919 a 1929: poesía, prosa poética, reseñas, artículos, notas de cine, entrevistas, prólogos, cuyo orden es estrictamente cronológico. Asimismo, el lector podrá encontrar fragmentos de cartas, comentarios posteriores del propio Borges a esos materiales de juventud, encuestas y entrevistas, y un ensayo sobre la primera época del escritor argentino, a cargo de Irma Zangara.

Los hechos

D

urante el verano de 1934, los marines llevan a cabo una cacería brutal por todo lo largo y ancho de Los Angeles, California: golpean a los jóvenes mexicanos simplemente por vestir como pachucos. Violan a las mujeres, desatan una violencia demencial en barrios y avenidas. Para empeorar el caos, la policía detiene a los agredidos, y canjean su libertad por el ingreso inmediato a las fuerzas armadas estadunidenses. Así comienza a tejerse una novela que hurga en los sórdidos rincones de la ciudad más popular de Estados Unidos, y en la mala conciencia de un país al borde de la guerra.

Bruno H. Piché Libros Magenta México, 2015 120 pp. scrita fundamentalmente de modo fragmentario, esta noveleta entrelaza dos historias. La fundamental es la de Anton Lange, húngaro que termina dando clases en Canadá. Lange fue maestro del narrador en la universidad, quien navegando por aburrimiento en Internet, descubre que el profesor tenía un turbulento pasado antes de llegar a América. Casi al final de la guerra, cuando los soviéticos estaban recuperando el frente oriental, el joven Lange, miembro de las S.S., fue testigo de cómo su superior, Julios Viel, asesinó a siete judíos en el campo de concentración. Lange lo denunciará para redimirse.

Eso

Fernando Báez Océano México, 2015 512 pp.

E

specialista en historia de las bibliotecas, el venezolano Fernando Báez es autor de Las maravillas perdidas del mundo y Nueva historia universal de la destrucción de libros, volúmenes que cuestionan lo ilimitado de la barbarie humana. En éste, su nuevo libro, no se aleja de sus intereses. Y en tiempos en los que “toda memoria es una herejía”, hace un repaso de los principales libros que crearon las culturas antiguas de todo el mundo. Inevitablemente, en él se conjugan el invento de la escritura y los diversos materiales donde quedaron grabadas las obras maestras que se comentan.

Revista de la Universidad de México Inger Christensen Sexto Piso/ Conaculta México, 2015 497 pp.

L

eyendo versos como “Piensa que toda la maquinaria está movida/ por la mística puramente sexual de la lucha por el poder// Pero nadie se atreve a ver un modelo político/ en algo que se graba a fuego en la piel de una niña/ Porque napalm es solo el sello de Estados Unidos:/ Tú perteneces al país que pertenece a Dios”, se entiende que un libro como el extenso poema Eso, publicado en los revulsivos años sesenta, haya tenido una gran repercusión política en su país. Inger Christensen debe estar al lado del premio Nobel Tomas Tranströmer, como una renovadora de la literatura nórdica reciente.

ESPECIAL

F.G. Haghenbeck Suma México, 2015 427 pp.

Los primeros libros de la humanidad

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AMBOS MUNDOS

Querubines en el infierno

Jorge Luis Borges Debolsillo México, 2015 597 pp.

P

Escritoras

UNAM Núm. 148 México, 2015 111 pp.

E

sta entrega ofrece un texto de Elena Poniatowska sobre Eduardo Galeano. José Gordon entrevista a Amos Oz, Álvaro Matute estrena nueva sección con el nombre de “Tintero”, Ángeles González Gamio evoca a Manuel Gamio, Mario Saavedra explora la obra de Rafael Solana y Gerardo Laveaga reflexiona sobre David Hume. El dossier gráfico corre a cargo de Vicente Rojo, y Josefina Estrada escribe sobre el recién fallecido Gustavo Sáinz. Fernando Curiel y Vicente Quirarte colaboran con poemas, y Alberto Paredes ofrece un extracto de su más reciente libro, Las voces del relato, entre otros trabajos.

Karen Blixen

Santiago Gamboa Facebook: Santiago Gamboa–círculo de lectores

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n literatura, uno de los temas polémicos y que suscita todo tipo de comentarios es el de la literatura escrita por mujeres. Pienso en esto mientras leo una extraordinaria biografía de Marguerite Duras hecha por Laure Adler que, como ocurre con las buenas biografías, además de informar provoca enormes ganas de releer todos los libros de la biografiada. Si yo tuviera que hacer una pequeña lista de escritoras preferidas, sin duda estaría allí Marguerite Duras. Sus frases cortas y punzantes, sus personajes silenciosos, su gran inteligencia narrativa. Escribir, ese pequeño compendio de ideas sobre la escritura, es una obra maestra, lo mismo que algunas de sus crónicas. Recordando el río de su infancia vietnamita, dice en una de ellas: “A 30 kilómetros de París, hacia el sur, hay una parte en la que el Sena hace una curva en medio de los árboles. No es parecido al Mekong. ¡Es el Mekong!”. De sus libros, mis favoritos son los más cercanos a su vida. Un dique contra el Pacífico y El amante. También el film India Song, con música de Carlos D'Alessio. Otra autora extraordinaria, cuyos pasos me fui a buscar a Nairobi, es la danesa Karen Blixen, en cuyo haber reconozco como mínimo dos obras maestras: El festín de Babette y Lejos de África. Todavía hoy me conmueve la primera frase de esa gran novela: “Yo tenía una granja en África, en las llanuras de Ngong”. Es también la autora de la más perfecta definición que conozco de la nostalgia. De regreso a Dinamarca, derrotada tras la quiebra de su hacienda

cafetera, le escribe a su madre en una carta: “Todos los días de mi vida, donde quiera que me encuentre, me preguntaré si está lloviendo en Ngong”. Dando un salto al presente, es un hecho que hay menos mujeres que hombres en la literatura, en todos los países. Esto se ve de forma clara en los concursos literarios, en una proporción que puede llegar a ser de una mujer por cada diez hombres, lo que contrasta con algo incontrovertible y es que en los talleres literarios, en cambio, la proporción de mujeres es alta, y si nos vamos a mirar al público lector resulta que la mujer, desde hace décadas, es la que más lee. ¿Por qué esta desproporción? En un universo tradicionalmente masculino y machista como el de América Latina, la literatura ofrece menos oportunidades a las mujeres, aun si hay notables excepciones. Los grandes best sellers del continente son mujeres, caso de Isabel Allende o Laura Esquivel. Aparte de autoras que admiro como Elena Poniatowska, Piedad Bonnet o Laura Restrepo, hay que registrar, eso sí, que hoy aumenta el número de escritoras que adquieren reconocimiento. Ahí están Guadalupe Nettel; Margarita García Robayo, Melba Escobar y Carolina Sanín de Colombia; Alejandra Costamaña de Chile; Pola Oloixarac y Claudia Piñeiro de Argentina; Gabriela Wiener de Perú, entre otras, que a punta de calidad y trabajo —tal vez más del que necesita un autor hombre para destacar— están corrigiendo esta tendencia anacrónica y derogada. L


10 b sábado 15 de agosto de 2015

MILENIO

cine ESPECIAL

Este tipo de monstruos son metáforas de una época. Godzilla representaba la tragedia de la bomba en Hiroshima. Sí, los monstruos son consecuencia de algo y Estados Unidos supo explotarlos, gracias a esto es muy fácil atribuirles un significado o un mensaje. Sin embargo, hoy las explicaciones son más complicadas, por ejemplo, me cuesta trabajo pensar que en Estados Unidos, Godzilla es amigo de los seres humanos. Ese tipo de películas son divertidas nada más. Sin embargo su forma de abordarlo va más allá de la mera diversión… Todas las películas deben ser entretenidas pero lo que más me interesa es trascender el entretenimiento y la risa. Cuando hice por primera vez Godzilla, mis hijos estaban en primaria, por eso me resultaba fundamental enviarles el mensaje: “no te rindas y lucha hasta el final, porque siempre habrá gente mala”.

Masaaki Tezuka

“Los monstruos son consecuencia de algo y Estados Unidos supo explotarlos” El experto en efectos especiales y reciente director de cine fantástico, habla de su larga experiencia en la asistencia de dirección y de su técnica narrativa ENTREVISTA Carlos Jordán gonzalezjordan@gmail.com

E

l oficio de asistente de director exige sacrificios. Masaaki Tezuka lo sabe y esperó con paciencia su turno para encabezar un proyecto como realizador. Apoyó a varios cineastas japoneses pero a ninguno como a su maestro Kon Ichikawa, sobre quien recientemente habló en la Cineteca Nacional. A la edad de 45 tuvo la oportunidad de dirigir Godzilla vs. Megaguirus y desde entonces, el experto en efectos especiales no ha dejado de trabajar. ¿Cuáles fueron sus primeros contactos con el cine? Las películas siempre formaron parte de mi vida, de modo que fue muy sencillo descubrir que me dedicaría al cine. Imagínese, a los siete años vi por primera vez un filme de Godzilla.

Durante mucho tiempo fue asistente de varios directores. ¿Cómo fue ese proceso de aprendizaje? La verdad es que todo fue muy natural. A los directores buenos y malos siempre les aprendes, a los últimos los tengo presentes para no caer en sus errores. Hoy te puedo decir que una película es fallida cuando no transmite el mensaje que pretende enviar. Por eso es importante la comunicación con todo el equipo. ¿Pero en qué momento sintió que había llegado la hora de filmar sus propias películas? No fue ninguna revelación, fui asistente de director hasta los 45 años. Junto a Ichikawa trabajé seis años sin parar. Si di el salto fue porque coincidió el cansancio con la oportunidad. Los productores me propusieron una cinta de Godzilla y, por supuesto, no me negué. Habrán aflorado sus recuerdos infantiles en ese momento. Cuando me hicieron la propuesta recordé King Kong vs. Godzilla, y me planteé hacer una película que lo mismo llegara a niños que a adultos.

El cine de efectos especiales, que usted conoce bien, en ocasiones pierde este mensaje en aras de la pirotecnia. Es verdad, por eso para mí es importante desarrollar un personaje en constante evolución y poner los efectos a disposición suya, no a la inversa. El cine de efectos y acción exige un buen manejo de cámara. ¿Cómo lo trabaja? Para llevar la historia me planto en el final. Me pongo del lado del espectador y ubico dónde se puede asustar. Si quiero impactarlo, lo primero es atenuar el principio. ¿Cómo construye un personaje? ¿Quieres que te diga mi secreto? La esencia es comenzar por el final. La fórmula consiste en preguntar, ¿cómo debo llegar a ese personaje? La historia es fácil. Si te quiero presentar a una mujer fuerte, al principio debe ser débil y sin personalidad; la fortaleza la adquirirá sobre la marcha, conforme va superando una serie de pruebas. En efectos especiales, viene de una escuela artesanal donde se suplen las carencias técnicas. Fue una buena escuela. Me parecía muy curioso que en King Kong vs. Godzilla, cada edificio era una caja trabajada por una persona. Así construimos una ciudad, pero a pesar del detalle, todo era destruido en dos minutos por Godzilla. Actualmente, en Hollywood se trabaja de otra manera, una persona basta para diseñar una metrópoli. Yo prefiero colaborar con cincuenta individuos en el diseño de un poblado, el trabajo comunitario es parte de la esencia y del mensaje cinematográfico. L

HOMBRE DE CELULOIDE ESPECIAL

El fantasma de Hunt Fernando Zamora @fernandovzamora

D

icen que uno es esclavo de sus secretos. Tal parece el caso de Ethan Hunt, héroe de la serie televisiva que Tom Cruise en el clímax de su fama y poder económico llevó al cine a punta de buenos guiones, buenas actuaciones y extraordinarios directores. Al menos así fue en las primeras tres emisiones de la franquicia. Una franquicia que llega ya al número cinco: Rogue Nation. La primera Misión: Imposible en 1996, resucitó esta serie televisiva que fascinó en la infancia a Tom Cruise. Dirigía Brian de Palma y su talento se nota en el ritmo, en los cortes, en la cámara que parece vivir. En la segunda, Cruise consiguió a otro director excepcional. John Woo parecía haber entendido que los golpes en esta clase de historias son pretextos para ofrecer una danza. La influencia de Woo no desaparecería ya en las siguientes películas de la misión imposible de Cruise. En 2006 J. J. Abrams dirigió para la productora Cruise/Wagner la tercera parte de Misión: Imposible, la mejor. El guión es coherente y contenido, las coreografías son un deleite y además aquí está Philip Seymour Hoffman en el pináculo de su

carrera. Seymour Hoffman es el malo perfecto y Abrams en el 2006 se perfilaba para suceder a Spielberg en la farándula hollywoodense. Hasta la fecha creo que lo es. Como suele suceder, sin embargo, al llegar tan alto es difícil seguir el ascenso. La cuarta parte es vulgar. Misión: Imposible se convirtió en una franquicia en el sentido más frívolo del término. Y la tendencia continuó. La Misión: Imposible que ahora está en cartelera, más que mala, es patética. Patética porque apela a lo más vulgar de nuestras emociones. O no sé yo qué pensaba Cruise al desnudarse y mostrar en su espalda las primeras curvas que no se deben al músculo sino a la senectud. No digo que Cruise sea un anciano, pero hay tomas que o no vio o no pudo ver. Con respecto a la cara: como todos los enfermos que padecen de un Trastorno Dismórfico Corporal, Tom Cruise se preocupa tanto por parecer joven que resulta chocante. Su sonrisa es falsa todo el tiempo, la nariz se nota operada y los ojos heroicos de Ethan Hunt se han vuelto los de un iluminado enloquecido. Algo similar ha sucedido con Mel Gibson. Vale la pena comparar a Cruise no con sus antiguas glorias (cuando trabajó con Woo, con de Palma, con Abrams). Vale la pena compararlo con Clint Eastwood. Eastwood no dejó de ser héroe a causa de la edad; al contrario, se dio cuenta de

Mission: Impossible–Rogue Nation (Misión: Imposible 5). Dirección: Christopher McQuarrie. Guión: Christopher McQuarrie. Fotografía: Robert Elswit. Con Tom Cruise, Paula Patton, Jessica Chastain. Estados Unidos, 2015. que la edad da a los héroes un aire quijotesco. Eastwood cayendo del caballo en Unforgiven de 1992 resulta, en efecto, inolvidable. Pero Cruise es incapaz de mirarse en el espejo y aceptar la simple realidad de que diva o no, también él morirá. Si el guión fuera bueno, uno pasaría por alto a un Ethan Hunt que parece haber desaparecido dejando a esta Misión: Imposible vacía, llena de fantasmas. Pero no. Aquí vagan los temas clásicos; aquí vagan los guiños del gran cine de espías que todo fanático quiere ver. Pero son eso: fantasmas, peripecias sin vida, referencias que han perdido su sabor. L


sábado 15 de agosto de 2015 b 11

LABERINTO

escenarios ESPECIAL

Adiós a los Addams MERDE! ESPECIAL

Funciones: jueves, 20:30 hrs. Foro La gruta del Centro Cultural Helénico. Avenida Revolución 1500, Guadalupe Inn

El inconfundible tufo humano El día que dejé de ser noche captura el estado anímico de distintas generaciones a través del hastío y los anhelos incumplidos TEATRO Alegría Martínez alegriamtz@gmail.com

U

n escritor hostigado por la soledad, comparte la crónica de su vida e invita al espectador a acompañarlo una noche que se alarga en espiral descendente, donde la caída arrastra a ese joven que lee, escribe, espera, desea, arrebata y se hunde en desencuentros consigo y con otros seres abandonados, hasta desdoblarse en uno más que puede ser él o alguien que lo remite a sí, quizás entonces al final de su existencia. Escrita por Rodolfo Guillén y bajo su dirección, El día que dejé de ser noche, obra finalista del Certamen de Dramaturgia Joven Gerardo del Castillo Trejo 2012, es un interesante trabajo que alude al despojo en que se transforman algunos seres humanos, sedientos de una comunicación que, con sus antecedentes, jamás puede establecerse en una ciudad como la nuestra. Roberto es el nombre del personaje que habla de su apego a la lectura, de su ansia por ser escritor y del amor que siente por la cajera del restaurante chino donde invierte sus tardes y consume café. El joven narra al espectador los sucesos por los que atraviesa, lo que se propone hacer, lo que lleva a cabo, lee, y siente o piensa, al tiempo en que realiza las acciones que menciona y se relaciona con otros personajes que inciden en cada episodio. La estructura del texto de Guillén sustenta el paso del presente al pasado, al pretérito imperfecto, al modo condicional y abre en voz del personaje principal la posibilidad de que el espectador se entere de lo que aquél vio, escuchó o sintió, en algunos casos con detalle de horas transcurridas que se mezclan con densos recuerdos trasnochados. Mediante un lenguaje directo y ágil, los personajes transitan junto con Roberto de un plano de realidad a otro, en una ruta que despliega la soledad de cada uno, el egoísmo y una violencia de varios rostros que deja escapar un humor amargo. Jun, Tony, Mucca, Claudia, Alma, el entrevistador, Betty, Sonia y los padres del personaje principal,

entre otros, son interpretados por Monserrat Monzón, Frida Cruz y Leonardo Villa, mientras que Roberto es encarnado por Kevin Carlock, todos integrantes de un joven elenco que se transforma en cuestión de segundos, avanza y retrocede velozmente a lo largo de la historia, como en una máquina del tiempo, rumbo a cada fragmento de escena sin rasgar la verdad de la ficción. Rodolfo Guillén concibe personajes de distintas generaciones con fidelidad a su procedencia y antecedentes, virtud que permanece tanto en su texto como en su puesta en escena. Sin embargo, tal vez derivado del trabajo con estos actores, seguramente propositivos, hay personajes que en la escena tienen parlamentos e intervenciones más extensas que en el texto escrito, lo cual, si bien funciona de manera autónoma, alarga el tiempo de representación sin que realmente aporte elementos a lo que plantea en esencia. Cuenta la historia, le diría seguramente Vicente Leñero, no te distraigas de tu objetivo ni te regodees en lo hallado, por muy bueno que sea. Sobre un escenario oscuro y austero se encuentran algunas sillas y una que otra breve mesa en los laterales. Una plataforma de madera blanca con celosía remite a la calle, dos oficinas, al comedor paterno, a la casa de Claudia y a una serie de espacios que se sugieren con un giro o un traslado de este dispositivo rodante. Con diseño de vestuario de Mercado Lunet, que viste a los personajes de manera cotidiana y utiliza uno o dos aditamentos para apoyar cada cambio, esta propuesta escénica transcurre como si el tiempo se deslizara con suavidad, incluso en los momentos en los que el caos interior del personaje emite señales de auxilio. Como si el autor–director tuviera la experiencia de un dramaturgo mayor, sin prescindir de las virtudes de un joven, su obra El día que dejé de ser noche libera a sus personajes sobre la ruta trazada por sus necesidades en declive hacia esa intimidad que los revela ásperos y desprovistos en la exhalación del inconfundible tufo humano. L

Braulio Peralta juanamoza@gmail.com

F

ui a ver Los locos Addams con la nostalgia de haber visto por televisión aquella serie de los 60 con sus intérpretes John Astin y Carolyn Jones. Me enamoré de Morticia pero también de Homero y Cosa, las pirañas Tristán e Isolda y las plantas mortíferas con el nombre de Cleopatra, y de Manos y tanta imaginería, gozo de adolescentes y adultos. Serie que se inspiró en las caricaturas que Charles Addams publicara en The New Yorker. Después vendrían el cine y el teatro, que no superaron el original. Mucho menos la versión nacional edulcorada donde los protagonistas son estrellas infladas como Susana Zabaleta, o actores de primera como Jesús Ochoa, mal utilizado por un guión de dudosa calidad. No es malinchismo. Es la tristeza de un teatro nacional, presumen, que trae lo mejor de Broadway. Mienten a sus espectadores. Un desastre de versión teatral, con todo el éxito de un año en cartelera. La peor visión comercial. Se nota la marca de un producto que tantos aplausos ha provocado pero que estilísticamente es una traición a la idea de origen, donde la ironía y el sarcasmo, el doble filo de las palabras lograba que niños y adultos se embelesaran del amor a muerte entre Homero y Morticia y el resto de la familia que hacía a los visitantes a la casa vivir noches de terror y asco a la hora de comer. Todo, con risas. Acá, la carcajada es por el lugar común del chiste. En el Teatro de los Insurgentes el protagonismo de Susana Zabaleta: nunca es Morticia, es ella en su estereotipo, y

Jesús, su patiño. El resto del elenco, comparsa. Cualquiera con espíritu crítico puede corroborarlo viendo la serie, vía YouTube. No es nostalgia por la infancia ni ganas de joder. Escribo esto cuando acepto que hay un buen nivel de teatro comercial, que lo hemos tenido, pero que en Los locos Addams ni actuaciones pero sí protagonismo sin artistas. Fenómenos que no deben dejar de verse si de verdad uno es crítico. El éxito es porque la familia no tiene opciones para el teatro donde los niños puedan asistir. Y un buen plan de lanzamiento, con marketing y prensa. Los medios de comunicación fueron la clave. Pero no somos críticos de espectáculos donde casi todo se aplaude. Menos somos Broadway, aunque pretendamos imitarlo (¿por qué mejor no traer Skylight, de David Hare, un éxito en la Gran Manzana? Eso sí sería apostar por el teatro). Morticia es de carne y hueso y sexy, pero no sexual. Homero es simpático pero un remedo al servicio de la diva. La galanura de la que podría presumir Jesús Ochoa se pierde por el servilismo al que lo condenaron sus productores. Lamentable para un gran actor como él, aunque haya obtenido buenos ahorros para las vacas flacas del teatro y el cine al que nos tiene acostumbrados. Susana Zabaleta ya olvidó sus tiempos de aspiración teatral, y se nota en el trabajo escénico. Ojalá lo entiendan y cuando acepten un papel de esta envergadura, sepan negociar el respeto que se debe tener a los actores para hacer un papel digno, en vez de producción musical a la mexicana: un pastiche. Lo peor, que pagué mi boleto de entrada. L


12 b sábado 15 de agosto de 2015

MILENIO

varia ESPECIAL

ESPECIAL

Felix Bernstein

Foto de Antonio Turok. Oxchuquet, Chiapas, 1980

"Foto" de Alicia Rodríguez Martínez

¿2015 es lo Antonio Turok y su Post-Conceptual? denuncia de plagio ARCHIVO HACHE Heriberto Yépez hyepez.blogspot.com

U

n libro clave del 2015– Nafta es Notes on Post– Conceptual Poetry (Insert Blanc Press, Los Angeles) de Felix Bernstein (¡1992!) Felix Bernstein es hijo de Charles Bernstein, uno de los líderes del experimentalismo poético norteamericano. Lo menciono porque Felix mismo lo subraya. Su libro es una respuesta a Notes on Conceptualisms (2009) de Vanessa Place y Robert Fitterman; un manifiesto acerca de qué autor@s, formas, figuras y obras representan la poesía hoy. La obra autopromueve su ascenso al trono experimental después de su padre y otros Language Poets, Kenneth Goldsmith y Vanessa Place. Se trata de una defensa de lo Queer–Normativo, el retorno del yo y la “expresión” (rechazada por la Muerte del Autor post–moderna). El post–conceptualismo es un regreso al yo lírico en la época de Facebook. Por su hegemonía, los conceptualistas literarios norteamericanos instituyeron una tendencia internacional, disimulando que se trató de un movimiento retro– conceptualista. El post– conceptualismo, en realidad, es un post–retro–conceptualismo. Por eso mucho de lo que Bernstein dice sabe a retro. Leyendo a Felix Bernstein queda claro que a principios del 2015, el experimentalismo norteamericano sufría una especie de (h)emofilia, y su libro registra esos afectos (efectos secundarios de los mecanismos de herencia y la acumulación de capital cultural). Ahí se define al experimentalismo como una “familia” y una “realeza”. Desde el prefacio, Trisha Low establece a Felix Bernstein como

GUÍA VISUAL un “príncipe” de la nueva vanguardia. El post–conceptualismo incrementa lo afectivo (reprimido por el conceptualismo), procura la estética de la confesión (lo que en español llamamos “autoficción”) y políticamente ablanda al experimentalismo al promover un conformismo con modas, instituciones y tendencias pop. El libro de Felix Bernstein nació anacrónico. Son textos escritos antes de la caída del conceptualismo (por los performances racistas de Goldsmith y Place) y ya como libro, algunas partes se leen detrás de los tiempos. Notes on Post–Conceptual Poetry es pre–2015. Esto mismo ocurrió con Theory de Goldsmith. El 2015 ha sido brutal con lo conceptual. Su posición es una aceptación del orden institucional contemporáneo; sabe que hay un canon y quiere ser parte de él. No quiere quedar “fuera”. Después de la crisis de la poesía norteamericana en 2015, sin embargo, el libro pudiera quedar como registro de los semi–fallidos anhelos de sucesión real de quien hubiera sido (antes del 2015) un “natural” heredero del experimentalismo blanco. O más macabremente: un documento muy certero de que, una vez apagado el descontento por Ferguson y el anti– mexicanismo de Trump, en la poesía experimental seguirá reinando el poder blanco que, según Felix Bernstein, recaerá en los sectores blanco–queer. Felix Berstein es un joven escritor; su escritura es realmente notoria. Será uno de los nuevos protagonistas de la poética en Norteamérica. L

Magali Tercero @magalitercero

L

as reglas fueron muy claras. Sobre todo la número 5: “Los trabajos premiados formarán parte de una memoria escrita y después del concurso podrán ser utilizados libremente por los autores”. Pero la presunta fotógrafa Alicia Rodríguez Martínez no lo entendió así. Ella pensó que antes, y durante el concurso, podría usar “libremente” las imágenes de “otro” autor. Así, según dijo a la prensa, mandó al concurso, como imagen de su autoría, una gran fotografía de Antonio Turok, tomada en Oxchuquet, Chiapas, en 1980. Turok, autor, él sí, de un cuerpo de obra formidable y comprometido, denunció el hecho en enero pasado ante la Asociación Pro Lactancia Materna (Aprolam), asociación civil organizadora de este Segundo Concurso Nacional de Fotografía en Lactancia Materna, cuyos resultados se publicaron en noviembre de 2014.

COMO DOS GOTAS DE AGUA

Las fotografías las tiene usted aquí arriba. En la primera aparece una mujer en cuclillas. Está amamantando a su pequeño hijo; en la segunda podemos ver, curiosamente, a la misma mujer, en la misma posición, y amamantando, asómbrese lector, al mismo bebé. La diferencia entre ambas fotos es pequeña: una, la de Turok, el autor original, está en tonalidades sepia; la otra, manipulada por la responsable del plagio, está en blanco y negro. Lo que extrañó más a quienes se enteraron del fraude por Turok, quien escribió un mensaje en su muro de Facebook, fue la respuesta de Rodríguez: su pediatra le dio la foto en un disco, hace muchos años, y ella la mandó al certamen sin saber que era del gran Turok. ¿Y por eso concursó con esta imagen? También dijo que ahora la foto ya es famosa. ¡Famosa! Como Karla Lara, la “artista” tapatía que roba imágenes ajenas, y las colorea con enjundia, Alicia Rodríguez parece sentir que le hizo un favor a Turok. Ella no esgrime el argumento de la “apropiación”, tan en boga entre plagiarios, como sí hizo Lara; tampoco menciona el premio monetario. Las autoridades de la Asociación argumentan que ellos saben de lactancia, no de fotografía. ¿Pues quiénes formaron parte del jurado?

QUE DECLINE EL PREMIO

Tan fácil como hurtar imágenes, es dar a conocer cualquier hecho delictivo como éste. Entre otras cosas, las redes sociales están ahí para exhibir nuestra conducta. Antonio Turok se limitó a escribir lo siguiente en su muro de Facebook: “Hola a todas y todos. Este evento del plagio es verdaderamente lamentable. El derecho de autor es indiscutible. Desde enero que me puso al tanto el Dr. Marcos Arana, escribí a los organizadores explicándoles que la fotógrafa había incurrido en un acto de plagio y, a través de la página del anuncio, le pedí que de manera honesta declinara el premio y expresara públicamente su falta de ética. Quiero que quede totalmente claro que mi preocupación esta fincada en un hecho ajeno a la maravillosa labor de la institución. Pero espero que sus representantes sean responsables y expresen públicamente su indignación sobre este inaceptable hecho de piratería y plagio. ¿Por qué no aceptan el error? Yo le he mandado mi caso a un abogado en derechos de autor porque el delito de plagio lastima y ofende a la sociedad. Y yo tengo la responsabilidad de responder a los que sienten lo mismo al ser ultrajados de nuestro derecho universal a ser respetados. No sé quiénes fueron los jurados, y tampoco son responsables, pero ellos deben manifestarse públicamente. Y por último, qué vergüenza que la dizque fotógrafa Alicia Rodríguez Martínez no tenga un poquito de dignidad. De todas maneras jamás será reconocida y respetada en el círculo de los fotógrafos”.

PORQUE SE PUEDE

¿Estará satisfecha Alicia Rodríguez con la efímera celebridad que le trajo el plagio? ¿Qué puede importarle el trabajo de un fotoperiodista que retrató en los ochenta del siglo XX la guerrilla en Centroamérica, así como numerosos conflictos sociales en México? En nuestro país las cosas suceden así nomás. En el fondo sabemos que todo se puede, que nadie será confrontado por un plagio, un secuestro, un asesinato e incluso un multihomicidio ejecutado con saña. L


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