Laberinto No.660 (06/02/16)

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Laberinto

MILENIO

NÚM. 660

sábado 6 de febrero de 2016 FOTO: JULIO I. GODÍNEZ, EN LA FACHADA DEL CABARET VOLTAIRE

SOBRE ALAA AL-ASWANY LA VISITA DEL ÁNGEL

100 AÑOS DEL CABARET VOLTAIRE

carlos martínez assad p. 08

david olguín, julio i. godínez p. 04 a 07

braulio peralta p. 11


ANTESALA

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LABERINTO

JOACHIM PATINIR

Paraísos ESCOLIOS

ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdonar

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a insatisfacción, la angustia o el miedo al vacío acicatean la imaginación y llevan a elucubrar mundos mejores. En busca del paraíso (FCE, 2014) del gran historiador del cristianismo Jean Delumeau indaga en las imágenes que, a lo largo de muchos siglos, Occidente ha forjado para representar las aspiraciones a la felicidad y la ventura. Desde el jardín del Edén hasta las Islas Afortunadas pasando por los milenarismos religiosos de la Edad Media, las utopías del Renacimiento o las fantasías ideológicas y tecnológicas de los siglos XIX y XX, la cultura judeocristiana ha representado mundos afortunados y justos, opuestos a las desdichas y privaciones reales. A menudo, este mecanismo de compensación ha sido hermosamente plasmado en mitos, imágenes literarias, visiones, profecías y otras formas del optimismo ansioso y delirante. De esta manera, abundan tierras imaginarias donde los campos florecen sin necesidad de trabajarlos, corren ríos de leche y miel, u océanos de limonada, las bestias son mansas, los individuos son sanos y longevos y no conocen la injusticia, la discordia o el sufrimiento, el trabajo es mera recreación estética, las mujeres tienen partos sin dolor y aun los hombres son capaces de dar a luz. Entre el mito, el arrebato religioso y el desvarío secular, el paraíso adopta las formas más extravagantes y, en un fascinante recorrido por los distintos confines de la geografía paradisiaca, Delumeau aborda, entre otras narrativas, los relatos bíblicos del génesis, las leyendas medievales como la del preste Juan y sus reinos cristianos fabulosos; la erudición renacentista orientada a “probar” la exactitud histórica del génesis y la localización precisa del paraíso; la proyección de la noción del paraíso a

ALFILERES ARMANDO ALANÍS alaniscanales@gmail.com

El paso de la laguna Estigia

las tierras recién descubiertas de América por los franciscanos o los colonizadores norteamericanos, o la imaginería secular moderna que, asociada al culto a la historia, la tecnología y la noción de progreso intenta materializar el paraíso. Porque el paraíso no solo es un lugar mítico, sino una noción del tiempo que se caracteriza por la resolución de las necesidades materiales, la armonización del conflicto social y una especie de congelamiento de la historia. Y si bien se supone que el paraíso es un lugar y un periodo idílico del que el hombre fue expulsado por su desmesura, este espacio

La Estatua de la Libertad vive prisionera en una isla.

Expiación a crédito LOS PAISAJES INVISIBLES

U

privilegiado puede ser reconquistado, gracias a la redención religiosa (lo que genera el amplio catálogo de milenarismos), a la audacia del viajero, capaz de avistar las reminiscencias y réplicas del paraíso, que subsisten en la Tierra o, bien, al planificador social visionario capaz de adivinar el ritmo de la historia. Así, si bien, para muchos, la nostalgia por la edad de oro es una metáfora, para muchos otros (y esos son los más peligrosos), el paraíso no es un mito, sino un advenimiento inminente, cuya materialización solo requiere del entusiasmo incondicional de los feligreses y la eliminación de los escépticos. L

n tal Joseph Anton evoca que a principios en 1989, cuando comenzaron a empeorar los ataques en contra de su alter ego Salman Rushdie (manifestaciones en repudio de Los versos satánicos en Bradford, la ciudad de Yorkshire con mayor población musulmana en toda Gran Bretaña, intimidaciones telefónicas, una amenaza de bomba en las oficinas de la editorial Viking y hasta una charla con su agente Andrew Wylie quien le aseguró que, ahora sí, “el miedo empezaba a ser un factor”), decidió llevar a su mujer a Stonehenge para olvidar que ese mismo día iban a quemar Los versos… Joseph Anton evoca el cielo plomizo y la hipótesis de Geoffrey de Monmouth que asevera que fue Merlín quien construyó Stonehenge, una idea más atractiva para él en ese instante, pues considerar

IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGascon

aquellas rocas como un hipogeo o un altar druídico le causó repulsa. Y mientras conducía por la plana carretera inglesa, Anton recuerda: “Los cultos religiosos, grandes o pequeños, pertenecían a la papelera de la historia y deseaba que alguien los tirara allí junto con el resto de las obras de juventud del género humano, por ejemplo, la idea de que la Tierra era plana o de que la luna era de queso”. Mas esa intención solo se quedó en aquello, en intención, pues hasta ese día Joseph Anton no sospechaba la verdadera, escalofriante anchura que en los años por venir, iba a adoptar la condena sobre Salman Rushdie, su alter ego. Los cultos religiosos, grandes o pequeños, sí, deberían depositarse en la papelera de la historia, pues el caso de Anton/ Rushdie no

es el único ni el más temible, ni siquiera el último de esta especie, aunque ya estemos en el siglo XXI. En noviembre del año anterior, el poeta palestino Ashraf Fayadh fue condenado a muerte, presuntamente por “renunciar al Islam” e “insultar a Dios” en su libro Las instrucciones. La desmesura de la sentencia exaltó a la opinión pública y dio la vuelta al mundo, concitando muestras de solidaridad aquí y allá con artículos, reportajes y videos en YouTube, la organización internacional PEN programó recitales en apoyo a Fayadh en distintas sedes del planeta (en la Ciudad de México se llevó a cabo en Casa Refugio Citlaltépetl), y seguramente ya estarán listos uno o dos documentales en torno al caso pues para algunos de nosotros la libertad, y sobre todo la libertad creadora, debía estar más allá de la fe o el fanatismo, ya lo dijo Saul Bellow en Las aventuras de Augie March: “Todo el mundo sabe que no hay sutileza ni precisión en la eliminación. Si reprimes una cosa, reprimes la contigua”. Afortunadamente, Ashraf Fayadh tuvo la ventura de contratar a un buen abogado y, mucho más leve que el suplicio mental, anímico,

emocional, físico e intelectual que sufrió Anton/ Rushdie, ya libró la pena de muerte: ahora solo deberá disculparse públicamente, purgar ocho insignificantes años de prisión y aguantar la nadería de 800 latigazos. Bueno, si lo comparamos con un explosivo en el auto o una puñalada en los riñones o un tiro en la nuca o una soga en el cogote, la sentencia del tribunal saudí parece un inofensivo rapapolvo. Y sin embargo, estamos en el siglo XXI, en un mundo en el que a pesar de la tecnología y los supuestos progresos culturales, realmente la palabra escrita sigue siendo la peor amenaza para la conciencia y la fe y la ataraxia del otro, para uno mismo. Recuerdo unas líneas de Anton/ Rushdie en el clímax de su drama: “En cualquier lugar del mundo donde se haya cerrado la pequeña habitación de la literatura, tarde o temprano se desmoronan las paredes”. Menos mal que en esa habitación caída, los azotes que le propinarán a Fayadh no serán consecutivos sino que lo magullarán en dieciséis cómodas sesiones, tal como nos vampirizan los créditos bancarios. Tan crueles, tan crueles, los árabes no son. L

dirección josé luis martínez s. edición roberto pliego, iván ríos gascón arte y diseño salvador vázquez


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JANNIS KOUNELLIS

× L EÓ N

P L ASC E N C I A

Ñ O L ×

Síndrome de Capgras Las visiones se mezclan en un delirio que acaba por crear una historia paralela a la vida o la realidad El síndrome de falsa identificación delirante (SFID) incluye cuatro subtipos básicos: el síndrome de Capgras, síndrome de Frégoli, síndrome de intermorfosis y el de dobles subjetivos. La primera entidad clínica descrita en la literatura corresponde al Síndrome de Capgras (SC) o ilusión de sosias, describiéndose como un falso reconocimiento delirante el cual se caracteriza por la creencia irrefutable por parte del paciente de que las personas que se encuentran alrededor han sido sustituidas por dobles o se comportan como actores. Teraiza Meza Rodríguez

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i madre es adolf hitler, la vi preparar discursos frente a la mesa de madera, la vi conducir un auto a gran velocidad por la baja sajonia con su uniforme oscuro, la vi degollar con una espada a antílopes y jirafas; mi padre es sharon stone, johnny depp y joe dimaggio, a veces iba al estadio de beisbol o intercambiaba personajes en el set cinematográfico —yo estuve presente cuando se vistió de blanco y abrió sus piernas a los policías—; mi mujer es bill clinton antes de conocer a monica lewinsky, también es saddam hussein —y no está muerto— y mi vecino sin piernas que ondea una bandera norteamericana todas las mañanas; mi hija es una extraterrestre de ojos grandes que se comunica con sus amigas a través de un radio portátil de onda corta, es lawrence de arabia o peter o’toole, depende de las circunstancias y de los alimentos que haya ingerido; mi hijo es un saltimbanqui del siglo xvii que está perdido en un cuarto donde viven yonkies albinos, yo lo vi como funambulista en nueva york, como pordiosero con rostro de jimi hendrix a las afueras de un bar angelino; yo vi a dios con el rostro de mi hermano mellizo —nunca pudo engañarme—. yo los amo. sé que un árbol es un árbol. yo los comprendo. una nube cambia de vértigo y de blancos. yo los perdono. todos me alientan, todos me alaban, todos me destruyen.

×EKO×EX LIBRIS×CRESSIDA Y CASSANDRA×

Jannis Kounellis GUÍA VISUAL

MAGALI TERCERO @magalitercero

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n 1969 el artista Jannis Kounellis “expuso” varios caballos vivos en la Galería L’ Attico de Roma. Vivía en esa ciudad aunque aún no se nacionalizaba italiano. Ya era mencionado como uno de los mejores representantes del Arte Povera. Sus obras eran espectaculares. Baste imaginar aquellos doce caballos —dos blancos, varios negros, uno o dos marrones— impregnando el recinto con su presencia formidable. Además del registro de la muestra, hay fotografías del momento en que los caballos ingresan a la galería, demostrando sin darse cuenta esa íntima naturaleza libre mencionada por Clarice Lispector en “Seco estudio de caballos”, de su libro Silencio: “¿Qué es el caballo? Es la libertad tan indomable que se torna inútil. […] La forma del caballo demuestra lo mejor del ser humano. Tengo a un caballo dentro de mí que rara vez se expresa. […] Es la dulzura de quien asumió la vida y su arcoiris. Es un animal que se expresa por la forma. […] Adolescencia de niña potro”. Algunos críticos sugirieron que Kounellis, el gran artista conceptual de la década de 1960, quiso crear una tensión entre la obligación de disfrutar el arte de manera convencional y la presencia de esta regia verdad del mundo animal. No se admite con frecuencia, pero Kounellis es una influencia fundamental para hacedores de arte conceptual, instalación y performance de la actualidad. Muchos lo han copiado descaradamente, como la artistilla estadunidense que lleva dos años reproduciendo la instalación de los caballos en su país —con caballos pintados por ella— y planea llegar a Roma. La cuestión es que Jannis Kounellis está en México presentando Relámpagos sobre México con obra hecha ex profeso para el nuevo Macro Espacio para la Cultura y las Artes (MECA) inaugurado el 29 de enero en Aguascalientes. Los organizadores han sido el Gobierno del Estado de Aguascalientes y la Galería Hilario Galguera (aún no tenemos el nombre del director del recinto que depende del Instituto Cultural de Aguascalientes). El 2 de febrero, se abrió al público de la Ciudad de México otra muestra de Kounellis en la Galería. Y su dueño, Hilario Galguera, llevará su obra a Zona MACO. Los acontecimientos son varios: la presencia de Jannis Kounellis en México; la apertura de un gran centro cultural precisamente en Aguascalientes, donde el poeta y funcionario Víctor Sandoval creó una infraestructura cultural de primera, además de varios premios nacionales, ya cuarentañeros, que siguen otorgándose; y el simposio “El drama de la forma”, con la presencia no solo de Kounellis sino de teóricos e historiadores como Marc Scheps, Marco Vallora, Christos Joachimides, José Jiménez, Marie-Laure Bernadac, Stephen Bann, Norman Rosenthal, Guillermo Santamarina, José Springer, José Luis Barrios y Denys Zacharopoulus. El propio Kounellis dijo que “hay un cambio entre el arte de su generación, una evolución hacia una mejor visión dialéctica que ha despertado el interés por el pensamiento del otro”. Y Bruno Corá, curador organizador con Kounellis del simposio, dijo una verdad poco reconocida: “todos somos parte de un fenómeno financiero, de los procesos de adquisición de obras y el coleccionismo”. El espacio se ha terminado. Solo queda invitarlos a asomarse a la página de la Galería para escucharlos en vivo: https://www.facebook.com/ galeriahilariogalguera/?fref=ts L

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Los críos del Cabaret El 5 de febrero de 1916, Hugo Ball fundó, en el número 1 de la Spiegelgasse en Zúrich, el legendario Cabaret Voltaire, epicentro del dadaísmo, un espacio de libertad en el que se dieron cita dos revoluciones, una del arte y otra social, mediante el happening, la instalación, el body art. Festejamos con esta recreación de aquellos días y con una crónica que da cuenta del estado actual del Cabaret y la vitalidad cultural de Zúrich ENSAYO DAVID OLGUÍN

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racias al diario de Hugo Ball, el fundador, sabemos del estreno del legendario Cabaret Voltaire. En La huida del tiempo, con fecha 5 de febrero de 1916, Ball nos cuenta que el café, ubicado en el número 1 de la Spiegelgasse en la ciudad de Zúrich, estuvo repleto esa noche y que todavía a las seis de la tarde, previo a la inauguración, cuando seguían martillando con esmero y colgando carteles futuristas, se presentaron “cuatro hombrecitos [...] haciendo reverencias discretas”. Eran nada menos que el poeta Tristan Tzara, los hermanos Marcel y Georges Janco —artistas plásticos que de inmediato colgaron collages de “arcángeles”—, y un cuarto hombrecito rumano cuyo nombre Ball no recuerda. Se entendieron “sin muchas palabras” con Hans Arp, pintor y poeta que también acompañó a Hülsenbeck, Ball y a su esposa, Emmy Hennings, en la aventura de abrir el cabaret dadaísta. Esa misma noche, Tzara leyó poemas “a la manera antigua”, Emmy cantó como en el Symplisimus de Berlín “con los brazos alzados en círculo sobre las caderas, plena como un arbusto en flor”, Ball acompañó en el piano la recitación de poemas fonéticos, y se bebió y se bailó y se insultó a la hipócrita cultura que permitía la masacre en nombre de principios morales elevados. Desde entonces y hasta julio de 1916, aproximadamente, los espectáculos dadaístas fueron preámbulo de discusiones y gritos cuyos ecos aún resuenan en nuestros días: “¡Guerra a la guerra! ¡Todos a la hoguerra!” “¡Que cada quien baile al son de su muy particular bumbum!” Y coros exultantes entonados al unísono con variaciones caprichosas: “¡Bum! ¡Bum! ¡Da–da! ¡Da–da! ¡Da–da–da–da!” Y a inventar lenguas porque el dadaísta aspiraba a renombrar un mundo destrozado: “Gadji beri bimba/ glandridi lauli lonna cadori/ gadjama bim beri glassala...”, siguiendo la sonoridad que proponía Ball desde su poema “Karawane”: “Tumba ba–unf”. Tum tum del corazón... y a la par de impulsos vitalistas que ansiaban un ser auténtico, el contrapunto en el gesto cínico de los seguidores del tío Tristan: “¡Yo solo vine a quemar libros!” Y a partir de aquellos días, abundarían frases como ésta en el siglo XX: “¡El arte nos salva del aburrimiento!” Desde los lemas pre y post–debordianos —“El aburrimiento es contrarrevolucionario”— hasta aquel que anuncia el tiempo de las bombas —“En una sociedad que ha aniquilado la aventura, la única aventura es aniquilar la sociedad”—. Finalmente, algo de Dadá y sus indómitos sonaría en el decir de Patti Smith: “Out of society, that’s where I want to be. Outside of society, they are waiting for me”. Según Arp, tres días después de la inauguración del Voltaire, el 8 de febrero a las seis de la tarde, Tzara nombró la palabra “dadá” para bautizar lo que sería toda una revolución artística. Aunque Arp dijera que “solo los imbéciles pueden interesarse por los datos” y que ellos ya eran dadaístas antes del dadaísmo, atribuye a Tzara el nombre fundacional. El propio poeta rumano da cuenta de la ocurrencia que nació al buscar en el diccionario la palabra más inútil: “Dadá no significa nada. [...] Por los periódicos sabemos que los negros kru llaman dadá al rabo de la vaca sagrada. El cubo y la madre en cierta comarca de Italia reciben el nombre de dadá. Un caballo de madera en francés, la nodriza, la doble afirmación en ruso y en rumano: dadá”.

Hugo Ball

Máquina, razón y modernidad, a la luz de los dadaístas que desde el escenario invocaban la fuerza ingenua y salvaje de la infancia, aparecían como devastación y miseria moral. A pesar de insistir en el sinsentido de su propósito, a estas alturas es claro que Ball abrió las puertas de su pequeño teatro para resistir las hazañas de los caníbales de la Primera Gran Guerra. Creyó con inocencia que el arte era capaz de destrozar la maquinaria militar: “Nuestra locura voluntaria”, escribió el 14 de abril, “nuestro entusiasmo para la ilusión la destrozará”. Rodeada de catástrofe, Suiza permanece neutral en 1916. Es una isla rodeada de muerte y destrucción. Y en medio de esa calma de encantamiento propia de relojeros, de ciudadanos que viven con miedo en una grisura donde la mayor virtud es no hacerse notar para sobrevivir, un grupo de artistas disidentes del nacionalismo alemán invoca a rumanos, rusos, franceses y hasta a un japonés y un turco, en un escenario donde se instala un tiempo sin tiempo para gritar: ¡juego, azar, infancia, primitivismo, volved con nosotros! No en vano, años después de la aventura, Hugo Ball publicará sus memorias bajo el elocuente título de La huida del tiempo. La Historia tritura; el Arte logra que lo inútil tenga sentido. El Cabaret Voltaire nos recuerda las islas fantasma que aparecen y desaparecen en pleno horizonte totalitario: focos de resistencia, comunidades luciérnaga, utopías

preservadas en la memoria que, como los jóvenes amurallados en el Decamerón de Bocaccio, se cuentan cuentos para resistir a la peste. El desprecio al canon del arte clásico y a las miserias de la vida cotidiana dio origen a la gran frase del dadaísmo: “el arte es un producto farmacéutico para imbéciles”. Desde otra postura ideológica, Brecht también hablará de los grandes clásicos cuyos libros también murieron en las trincheras con los obuses y el gas pimienta. George Grosz, del círculo de Berlín que en 1918 firmó el Manifiesto Dadaísta con Tzara, pintaría a los pilares de la sociedad —burgueses, curas, militares, políticos— como los responsables de la catástrofe. En Alemania, un cuadro de invierno, el arte clásico solo es útil para adoctrinar: el profesor, vara en mano y Goethe en la diestra, se dispone a escarmentar a un estudiante inconforme. Hartos de todo y plenos de entusiasmo —posesión divina—, los oficiantes del Voltaire —sacrílegos como el ilustrado que los cobija— solo saben dudar. Francis Picabia, del círculo de Harlem que viera llegar al estrellato a Marcel Duchamp en Nueva York, lo expresa con claridad: “Dadá no huele a nada; porque/ no significa nada, nada, nada, nada,/ dadá es como vuestras esperanzas:/ nada,/ como vuestro paraíso: nada,/ como vuestros ídolos: nada,/ como vuestros líderes políticos:/ nada,/ como vuestros héroes: nada,/ como vuestros artistas: nada,/ como vuestras religiones:/ nada”.


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DE PORTADA

FOTOS: ESPECIAL

Voltaire Ese nihilismo le da el tiro de gracia a Dadá pero su acta de defunción, al ser escrita con i de irrestricta defensa del individualismo, encuentra un camino fecundo hacia el futuro en la sociedad de masas del capitalismo occidental. Las ideas de Max Stirner en El único y su propiedad fascinan a Picabia y a Duchamp quienes van a pregonar, a partir de un fuerte principio del yo creador, el rechazo total de las convenciones establecidas en el arte. Es el comienzo de una larga historia anarcoindividualista: la libertad extrema como forma de resistencia a toda autoridad. Hans Arp dice que las soirées dadaístas del Voltaire terminaban con un poderoso recitado: “No más pintores, no más literatos, no más músicos, no más escultores, no más religiones, republicanos, monárquicos, imperialistas, anarquistas, socialistas, bolcheviques, políticos, proletarios, demócratas, burgueses, aristócratas, policía, patrias. En fi n, basta de todas estas imbecilidades. No más nada, nada, nada”. Richard Hülsenbeck, por su parte, cuenta que Tzara era un bárbaro dispuesto a acuchillar y quemar los valores artísticos más elevados, la esencia de Occidente. Carlos Granés afirma en El puño invisible que Tzara enseñó a los dadaístas “que Goethe, Schiller y la belleza tenían sabor a cadáver... Le importaba poco acabar con la cultura, aun sabiendo que entre sus ruinas no resurgiría nada”. En este sentido, si Ball representa la conexión con lo sagrado y la memoria en el Voltaire; Tzara, la faceta destructiva, pero el legendario Cabaret aún encierra más sorpresas. Se sabe que Lenin —quien en 1916 vivía en el número 14 de la Spiegelgasse, domicilio donde escribió El imperialismo, fase superior del capitalismo— visitó el Voltaire. Carlos Granés ha estudiado de manera excepcional cómo en ese espacio de libertad se dieron cita dos revoluciones: una del arte y otra social y rectilínea. Una vez más, Hugo Ball es una fuente imprescindible para entender aquella trama. El 7 de junio de 1917, escribe en su diario: “Y mientras inaugurábamos la galería de la Bahnhofstrasse, los rusos viajaron a Petersburgo para poner en pie la revolución. ¿No será el dadaísmo, como símbolo y como gesto, la contra del bolchevismo? ¿No opone la cara quijotesca, inoportuna, inaprensible del mundo a la destrucción y al cálculo total?” La larga cuenta de la historia nos ha permitido ver las consecuencias: el socialismo transformado en totalitarismo y, finalmente, su casi total desmoronamiento en nuestros días; los seguidores de Tzara y de tantos otros ismos con un gran triunfo: revolucionaron vidas y mentes, pero también, una gran derrota, pues su rebeldía se volvió banal en las sociedades del espectáculo donde la experiencia no importa, el pasado es nada, y solo se existe bajo los reflectores: “Al convertirse en industria del entretenimiento y del ocio”, escribe Granés, “la actitud rebelde fue domada por completo. [...] Los elementos cínicos y escépticos de la vanguardia —el humor, la irreverencia, la rebeldía, la zafiedad, la furia, la burla, la violencia— se adaptaron sin dificultad al formato televisivo”. Comentando ideas de Giorgio Agamben, Didi–Huberman dice que ser contemporáneo “es oscurecer el espectáculo del siglo presente con el fin de percibir, en esa oscuridad misma, la luz que trata de alcanzarnos y no puede”. Solo así se entiende que “entre lo arcaico y lo moderno hay una cita secreta”. Octavio Paz en La hija de Rapaccini lo sintetiza así: “todo es hoy, todo está aquí, presente. Lo que pasó, está pasando todavía”. Tras la tormenta de las soirées en la que se invocaron los dioses de la alegría, Ball terminaría por cerrar el Voltaire poco después del 23 de junio de 1916, fecha en la que habla de su último espectáculo. Ball, comparado con Tzara, es un conservador y ya desde febrero, es decir desde el comienzo de la aventura, escribe en su diario que la locura colectiva amenaza con sacar de quicio al pequeño cabaret pues “un frenesí indefi nible se ha apoderado de todos”. En su última intervención escénica de la que tenemos noticia, Ball oficia con una especie de disfraz cubista a manera de obispo, y una máscara que aspiraba a invocar los dioses del pasado pues cree que a través de las máscaras se expresa “el horror de esta época”. Habla de la tradición: máscaras japonesas; recordemos que en el Noh las máscaras son el puente para oír a los muertos.

El número 1 de la Spiegelgasse en Zúrich

Recita el Gladji beri bimba —un poema al que Talking Heads le haría un homenaje en su disco Fear of Music— y se da cuenta que su voz adopta “la vieja cadencia del lamento sacerdotal, aquel estilo de la misa cantada que gime en las iglesias católicas de oriente y occidente... Entonces se apagó, como yo había indicado, la luz eléctrica, y me bajaron de la tarima al escotillón cubierto de sudor como un obispo mágico”. Ball no es Tzara y, por tanto, la reconciliación con el pasado, la infancia y lo sagrado, carecerá de futuro en el siglo que se estaba abriendo. Tras cerrar el Cabaret Voltaire, Ball terminará recluido en la modestia y en una conversión religiosa. Esa opción ofrece poco ante el escándalo, la virtud más valiosa de surrealistas, letristas, situacionistas y de tantos otros movimientos que lograron una verdadera y auténtica revolución imaginativa en buena parte del siglo XX. Pero Benjamin enseña cómo el capitalismo absorbe el escándalo y se lo apropia. “La libertad absoluta”, escribe Granés, “no ha singularizado a los artistas; los ha convertido en clones, en libérrimos ejecutores de las hazañas cotidianas. [...] Solo el talento pulido singulariza. Cien años de happenings, cincuenta de body art, cuarenta de instalaciones lo demuestran. Mientras más libres y espontáneos, más iguales; mientras más transgresores y rebeldes, más conformes a la norma”. La modestia y el cultivo de la intimidad empieza a ser una alta virtud frente a la estupidez que priva bajo el intenso wattaje de los reflectores, un mundo que algo carga de herencia dadaísta y que, de tan extravagante, es uniforme y banal. Malcolm Mclaren, el promotor de los Sex Pistols, dio la clave para el éxito en estos días de dictadura mercantil: “Compórtate como un crío. Sé irresponsable. No tengas respeto por nada. Sé todo lo que esta sociedad odia”. All you need is dynamit dynamite. L FRANCIS PICABIA


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Resurrecciones dadaístas

ESPECIAL

JULIO I. GODÍNEZ HERNÁNDEZ/ZÚRICH

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l lugar es una locura. Es 1916 y Europa está en guerra. Sobre el escenario de este local de Zúrich, una máscara africana parece observar atenta lo que aquí acontece deprisa, sin razón. Delante de ella —y de mí, que observo la imagen—, en un breve escenario de madera, tres hombres recitan poesía mientras otro se contorsiona; una mujer escribe y una pareja baila arrítmica siguiendo las notas del piano que un caballero largo y pálido como una tiza toca a un costado del escenario. La Primera Guerra Mundial hace sangrar a Europa por todos los frentes. Sin embargo, desde principios de febrero la trastienda de la taberna Holländische Meierei, que fue bautizada recientemente como el Cabaret Voltaire, es el refugio de un grupo de excéntricos jóvenes intelectuales refugiados en la neutral Suiza. En este sitio, el grupo niega y se mofa del establishment de la política y el arte. Cien años más tarde, en una mesa del mismo Cabaret Voltaire, imagino cómo la audiencia mira boquiabierta en el escenario las acciones del espectáculo. Al centro, una pareja se esfuerza por seguir las líneas incongruentes recitadas por Hans Arp, Richard Huelsenbeck y Marcel Janco. A su lado, un grupo parece más divertido con los movimientos vehementes de Tristan Tzara. Allá, en una esquina del escenario, el baile de Emmy Hennings con Friedrich Glauser, acompañado por las notas de Hugo Ball al piano, no despierta más que desinterés. Por su parte, Sophie Taeuber–Arp se pierde en la redacción de un texto en una máquina de escribir invisible. Aquí nada parece tener sentido. De un brinco, un hombre se levanta de su asiento. Parece molesto e indignado por lo ilógico que resulta el espectáculo presentado en este local que ha cobrado fama en las últimas semanas por su contenido espontáneo, incoherente y sugestivo. Parece indignado, frustrado porque la ilógica rutina le ha hecho perder el tiempo. Sin esperar a ver o escuchar más, toma su abrigo y se encamina a la salida. Ninguno de quienes aquí bailan, recitan, cantan, tocan o se contorsionan se inmuta por la partida del caballero. Parecen estar en trance, poseídos por una fuerza superior que los manipula y los lleva al exceso. Estos siete artistas han huido del horror de la guerra, que consideran más loca y brutal que estas acciones nocturnas que han llevado a cabo en este lugar desde el 5 de febrero de 1916, cuando el Cabaret Voltaire fue inaugurado. Apenas hace unos días, el poeta alemán Hugo Ball publicó en un periódico las siguientes líneas: “El Cabaret Voltaire. Un grupo de jóvenes artistas y escritores han fundado un espacio bajo este nombre con el objetivo de convertirlo en un centro de entretenimiento artístico. En principio, el cabaret será dirigido por artistas e invitados permanentes, quienes siguiendo reuniones diarias ofrecerán espectáculos musicales o literarios. Jóvenes artistas de Zúrich, de todas las tendencias, son invitados a acompañarnos con propuestas”. Es el momento en el que el viejo continente se ha convertido en un camposanto. Pero también es el tiempo en que Vasily Kandinsky, el filósofo y teórico del arte, se pregunta sobre la espiritualidad del arte, cuando el psicoanálisis suma cada vez más adeptos y Lenin, curiosamente muy cerca del Voltaire (de hecho, a unas cuantas casas), trabaja por la revolución rusa. “Suiza se convirtió en un paraíso para los intelectuales, científicos, poetas y artistas de todos los países beligerantes”, escribió el poeta franco-alemán Hans Arp años más tarde. “En ese edén cantábamos, pintábamos, hacíamos collages, poesía y bailábamos en busca de un arte elemental, en busca de un nuevo orden que curara al género humano de la locura de nuestra era y así lograr un balance entre el cielo y el infierno”. Un año atrás, en 1915, justo cuando la guerra se encontraba en su momento más cruento, Ball llegó aquí huyendo de Alemania. Se cuenta que el dueño del Meierei, un tal Jan Ephraïm, confió en el poeta alemán para atraer más clientes luego de que en una urgencia por rescatar la taberna aceptara que Ball y un grupo de amigos intelectuales utilizaran la parte trasera del local, ubicado en el número 1 de la calle Spiegelgasse, para llevar a cabo sus soirées.

El Cabaret Voltaire en 2004

JULIO I. GODÍNEZ HERNÁNDEZ

Gran Café Odeón

Al inaugurar el Cabaret Voltaire, inspirado en la tradición parisina del cabaret (nacida en el famoso Chat Noir en 1881), Ball estaba lejos de pensar que este lugar se convertiría en un hito del arte mundial y que cien años después sería recordado como el lugar donde nació el dadaísmo, la corriente cultural y artística que negaba el arte, que buscaba, incluso, su destrucción, y que resultaría el primer movimiento revolucionario de los tiempos modernos. Estoy en Zúrich, sentado en el Cabaret Voltaire frente a una rara reproducción del cuadro homónimo de Marcel Janco, que hoy solo sobrevive en reproducciones fotográficas. Gracias a esta obra, la única que muestra cómo fueron las alocadas noches de febrero a abril de 1916, he logrado imaginar a Ball, Tzara y compañía en este local que se ha convertido en un centro cultural y que este año ha decidido celebrar el centenario del nacimiento del movimiento que dio pie a otras expresiones como el surrealismo.

Horas antes de mi visita al Voltaire, pude reunirme con Mark Divo, un excéntrico artista nacido en Suiza, de padre luxemburgués y madre inglesa, que encabeza un movimiento para recuperar la esencia del pensamiento dadá en nuestros tiempos. Luego de un fortuito encuentro en Praga, donde normalmente reside, este hombre provocativo de 50 años, de lentes negros de pasta y vientre abultado, accedió a llevarme a recorrer los rincones que los dadaístas frecuentaban en Zúrich, y explicarme cómo es que él y un grupo de artistas calificados por la prensa y la Wikipedia como “neo-dadaístas” lograron rescatar hace catorce años, también por unos meses, el espíritu del Cabaret Voltaire antes de convertirse en una institución a cargo del gobierno suizo, algo que él mismo califica de “aburrido”. Tras de dejar el departamento de una amiga con quien se alojaba, caminamos por las calles hasta el casco viejo de Zúrich. Es invierno y los


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DE PORTADA

JULIO I. GODÍNEZ HERNÁNDEZ

hogueras En el Cabaret Voltaire comenzamos por épater le burgeois, destruir su idea del arte, atacar el sentido común, la opinión pública, la educación, las instituciones, los museos, el buen gusto; en fin, todo el orden actual. Marcel Janco: Dadá a dos velocidades Existe una secta de gnósticos cuyos adeptos estaban tan impresionados con el cuadro de la niñez de Cristo que se acostaron balbuceando en una cuna y dejaron que las mujeres los amamantaran y arroparan. Los dadaístas se les parecen, pues son como los bebés de una nueva época. Hugo Ball: La huida del tiempo Dadá permanece en el marco de la debilidad europea, es caca después de todo, pero de ahora en adelante queremos cagar en colores bien combinados y adornar el zoológico artístico con la bandera de todos los consulados. Tristan Tzara: La primera aventura celeste del señor Antipirina Ese caer en la cuenta de que razón y antirrazón, sensatez e insensatez, intención y azar, conciencia e inconsciencia deben estar unidas como partes necesarias de un todo, ese fue el mensaje principal de dadá. Hans Richter: Arte dadá y anti-arte ¿Qué es dadá? Todo es dadá. Cada uno tiene sus dadás. Ustedes veneran a los dadás a quienes han convertido en sus dioses. Los dadaístas conocen sus dadás y se burlan de ellos. Esa es su gran superioridad sobre ustedes. Paul Dermée: ¿Qué es dadá?

Dadá se ríe al prever su propio fin. La muerte es una cuestión puramente dadaísta puesto que no significa nada. Dadá ejercerá su derecho de disolverse cuando lo juzgue conveniente. Bajará a la tumba asumiendo un aire profesional, pantalones bien planchados, rasurado y recién salido de la peluquería después de haber arreglado su entierro. Richard Huelsenbeck: Qué es dadá y qué pretende en Alemania Mark Divo

techos de las mansiones de esta suntuosa ciudad están cubiertos de nieve, un escenario muy parecido a lo que pudieron haber vivido los artistas aquí refugiados hace cien años. Al atravesar la Bahnhofstrasse, la avenida más cara de la ciudad —hay quienes dicen que del mundo por el número de tiendas, joyerías y boutiques exclusivas—, Mark me dice que Zúrich no ha cambiado mucho desde entonces. “Esta es una jaula de oro que se mantuvo rodeada por hambrientos leones durante la guerra”. “Aunque este país siempre se ha declarado abierto, esto no fue totalmente cierto —asegura—. En la Primera Guerra Mundial fueron los suizos quienes impusieron a quienes llegaban como refugiados un sello para saber quiénes sí y quiénes no eran judíos. A Suiza siempre le han gustado los inmigrantes con dinero, eso se sabe”. Mientras atravesamos el puente que lleva al casco viejo de Zúrich y se muestra una parte del Zürisee, el lago en cuya orilla se ubica la ciudad, Divo sostiene que Suiza fue la primera elección para emigrar para quienes escapaban de la guerra: “Tuvo que ver con la ubicación del país y el idioma (el alemán) que le permitió a mucha gente venir y establecerse aquí”. Si bien muchos de los lugares que frecuentaban Arp, Huelsenbeck, Janco, Hennings, Glauser, Ball y Tzara han desaparecido, algunos rincones aún se conservan de alguna manera. Existen algunas casas que han sido marcadas como el lugar donde vivió alguno de ellos; incluso la casa que habitó Lenin en la Spiegelgasse cuenta hoy con una placa.

Otro sitio emblemático es el Gran Café Odeon. Cuentan los dueños que en este espacio de candelabros impresionantes, paredes de mármol y una barra de caoba reluciente estilo art nouveau que abrió sus puertas en 1911 se daban cita los artistas fundadores del dadaísmo. En el transcurso del siglo XX, por este café que hoy ocupa la mitad del local que fue transformado en una farmacia, pasaron además Albert Einstein, Benito Mussolini, Karl Kraus, James Joyce. Al llegar al Odeon ya nos esperaba Esther Eppstein, una artista que conoce a la perfección la escena local y la historia de lo que ocurrió hace un siglo con el movimiento Dadá, palabra que se utilizó por primera vez en abril de 1916 y que Hugo Ball tomó de un diccionario francés por ser la más extraña que halló y que significa caballito de juguete. “Hay que entender que no todos los artistas refugiados tuvieron una idea contraria a la guerra. Muchos llegaron aún apoyando los nacionalismos. Sin embargo, con el paso del tiempo y de ver cómo el continente se caía a pedazos, se dieron cuenta de que estaban viviendo en un caos total y que era necesario destruir para construir algo nuevo”, sostiene Eppstein. “Al llegar a Suiza, los dadaístas se vieron viviendo en una sociedad muy aburrida —agrega Divo—. Es por eso que realizaron esas acciones incoherentes en el Cabaret Voltaire y lograron, en un lapso muy breve, convocar a un buen número de personas que se mostraron interesadas por lo que pasaba en el lugar”. Al caminar por las calles medievales del centro de Zúrich, Mark me cuenta que en junio

EN JUNIO DE 1916 LOS DADAÍSTAS ALCANZARON SU CLÍMAX CUANDO HUGO BALL SE VISTIÓ COMO OBISPO CON UNA TÚNICA CUBISTA

de 1916 los dadaístas alcanzaron su clímax cuando Hugo Ball se vistió como obispo con una túnica cubista para, un mes más tarde, lanzar el primer manifiesto dadaísta. Las intervenciones absurdas continuaron en Zúrich hasta el punto de llevar a cabo una soirée en la Saal zur Kaufleuten a la que asistieron más de mil 500 personas en abril de 1919, una popularidad que los mismos fundadores no buscaban. Sin embargo, me dice Divo antes de llegar al Voltaire, ese mismo año Hugo Ball decidió retirarse a vivir una vida religiosa privada de lujos. Con ello, el movimiento entraría en decadencia en esta ciudad. Por décadas, el edificio que alojó la taberna Holländische Meierei continuó como un restaurante hasta que un día cerró sus puertas y el edificio quedó abandonado. Mark Divo mira con nostalgia el Voltaire, que ahora dice que le pertenece a un banco. En el invierno de 2002, junto a un grupo de amigos artistas okuparon el edificio que se encontraba completamente abandonado. Igual que los antiguos artistas que le dieron vida hace cien años, Divo y el grupo, que incluía a Ajana Calugar, otra artista con quien me encontraría esa tarde en su departamento y me contaría un buen número de anécdotas al calor de una sopa, tomaron el espacio para llevar a cabo acciones absurdas en colectivo. Por espacio de tres meses, el grupo revivió el Cabaret Voltaire al punto de que en el espacio parecían bailar, cantar, recitar y contorsionarse los espíritus del grupo dadaísta fundacional, tal como lo hizo en aquellas noches de locura hace cien años. L


EN LIBRERÍAS

sábado 6 de febrero de 2016

Flores para el deseo

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La nueva fuerza de la literatura árabe

RESEÑA MARÍA EMILIA CHÁVEZ LARA

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ás que un género literario, el ensayo es un temperamento. Se nace ensayista cuando, como Alicia en el país de las maravillas, se tiene una curiosidad insaciable que se vuelve mayor entre más cosas se saben (“Curiouser and curiouser”). No es necesario ser escritor; para ser ensayista basta con saberse contradictorio y formularse una y otra vez las preguntas que la humanidad se hace desde que surgió: “¿para qué y por qué la vida?, ¿cuál es el sentido de esto que llamamos existencia?”. Y lo único que uno consigue es —precisamente— ensayar, aventurar respuestas en múltiples formatos: el discurso fi losófico, el rito religioso, la investigación científica, todas las variantes del arte (pintura, literatura, música...). Consideramos que los músicos son poetas, pero existen algunos —rara avis in terris— que también son ensayistas. Tal es el caso de Atto Attie (México, 1972). Después de sorprendernos con sus ritmos ensayísticos donde convergen distintos géneros musicales que logran un estilo propio y plenamente identificable, nos hace confesiones en su primer libro Miscelánea El Deseo. Ensayos y confesiones (Textofilia, México, 2015). Attie pasa de la lírica de sus canciones a un texto que confi rma lo que Armando González Torres sostiene: “el ensayo es un cruce de géneros y una de las formas privilegiadas de la inteligencia creativa”. La fi lósofa Hipatia de Alejandría, quien debe de haber nacido entre el año 355 y 370 de nuestra era, aseguraba que somos parte de Dios que, fragmentado, se alza como un árbol. Entre más distantes estemos de la raíz, más dolor sentiremos. Hasta que llegue el momento de unirnos de nuevo al Todo, vamos en busca de la Verdad y de la Luz. Es por eso que los retoños se alejan del tronco, para atrapar la mayor cantidad de calor posible sin imaginar que es en la oscuridad donde, sereno y paciente, Dios nos espera. En sus canciones, Atto Attie pide luz: “desentiérrame y hazme sentir/ ilumíname hasta el fi n” (“Ilumíname”, Nocturno Tremendus, 2008); “Voy a ahogar tu dolor con una flor. [...] Dame una verdad y dame luz” (“Dame luz”, Soy tractor, 2014), pero es en este libro de “confesiones y ensayos” donde, como Hipatia, encuentra la contradicción entre lo que significa estar vivo, la duda, el deleite y el dolor. Como buen ensayista, a partir de personajes y géneros disímiles —el texto va de Octavio Paz a Kurt Cobain; del rito religioso a la cama con mujeres de las que hablaría Leonard Cohen; de la literatura a la imagen del cine y la pintura— el autor asegura que sentimos “un deseo por reconciliarnos con nuestra verdad perdida” y, para eso, el cuerpo nos estorba. El cantautor, poeta y novelista canadiense Leonard Cohen —relata Attie— describe las habitaciones de hotel como oasis en la ciudad. Es en esos pequeños edenes donde, para el autor de esta miscelánea, los amantes buscan la destrucción del cuerpo: beso tras beso, caricia tras caricia, frote tras roce intentan desvanecer la materia que tienen enfrente. “Los verdaderos amantes repudian el cuerpo porque el cuerpo es un obstáculo”. Pero a pesar del cuerpo, o quizá gracias a él, este nuevo ensayista agradece una taza de café por las mañanas y la sonrisa de alguna camarera. Leonard Cohen escribió un extraordinario libro de poemas titulado Flores para Hitler. Lo que Miscelánea El Deseo logra es, mediante un ensayo, darle flores a una vida que, aunque extrañamente difícil, vale la pena; a los lectores nos regala flores para mostrarnos que el mundo, aun con una densa escala de grises, es rico y policromo. Me parece justo, ahora, darle flores a la editorial Textofi lia por este acierto, por dar vida al sarmiento que es Atto Attie en la frondosa vid de la literatura. L

LABERINTO

RESEÑA CARLOS MARTÍNEZ ASSAD

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a literatura de Alaa Al–Aswany vuelve a colocar a la narrativa árabe de Egipto en un lugar destacado tanto en su país como en Occidente. Algo que no se veía desde las historias forjadas por el también egipcio Naguib Mahfuz, único Premio Nobel de Literatura en lengua árabe. Al–Aswany sorprendió con la novela El edificio Yacobián, al retratar las entreveradas historias de quienes lo habitan en una lección de cultura y vida cotidiana. Con El Automóvil Club de Egipto (Random House, España, 2015) ha sorprendido otra vez por su capacidad para crear personajes entrañables en un relato que podría considerarse una sinfonía coral. Su intención es mostrar el amplio abanico cultural de la atmósfera de El Cairo previamente a la caída de la monarquía y de la salida de Gran Bretaña como país mandatario luego de la Primera Guerra Mundial. El hilo conductor es la llegada del automóvil en 1890 por el jedive Ismail, el príncipe Aziz Hassan, hasta el establecimiento del Real Automóvil Club de Egipto en 1924. Como en su novela previa, el espacio elegido es fundamental para darle sentido a la historia que quiere contar, contrastando las prácticas y encuentros entre personajes de la monarquía corrupta, los miembros de la colonia británica decadente y el potencial de las clases medias para mantener los rasgos culturales heredados de la rica civilización de origen. Hay orgullo por el pasado que impactó al mundo confundido con la reciente cultura islámica que marca el Egipto de los últimos siglos. La familia de Abdel Aziz Haman de los Saidi (como es usual para identificar la rama de origen) representa lo positivo de su cultura, el orgullo de ser parte de la historia, del surgimiento del nacionalismo y el incipiente socialismo árabe. El padre desciende de una reconocida familia venida a menos; la madre Umm Said es el remanso y la que puede enfrentar y encontrar solución a todos los problemas. El primogénito Said es el destinado a ser un hombre común, egoísta, que solo actúa en su propio beneficio. Kamel se distingue por todo lo contario y no en balde es el estudiante universitario que puede entender los tiempos nuevos. La hija Saliha es la mujer situada en medio del cambio entre la tradición y la modernidad, sin menoscabo de su dignidad. Mahmmud, el menor, vive su primera juventud sin mayores preocupaciones que pasarla bien. La familia mantiene relaciones con los vecinos, también arquetípicos, de los vecindarios citadinos, con la siempre presente gritona, chismosa y simpática vecina, Aicha, casada con Ali Paloma, que encabezan una familia común siempre solidaria con el vecindario. El padre y dos de los hijos accederán a trabajar en el Club, donde los personajes van perfi lándose en su acción, asumiendo

las desventajas de ser egipcio en un espacio dominado por la presencia británica: James Wright es el gerente racista defensor de las diferencias entre colonizados y colonizadores; está el colaboracionista Kuu, chambelán del rey, que vive de expoliar a los trabajadores y su ayudante, el temido y gordo Hamid que ejerce la represión. Allí se vive cotidianamente el despotismo de los ocupantes y de los ricos del país que desean halagar al rey, quien aparece hastiado de una corona que no sabe llevar y de un gobierno que no le interesa, en sus escapes nocturnos en las mesas de juego y con las mujeres que cuando no encuentra, le consiguen supuestos personajes con mucho mundo, que no son sino proxenetas. Es en el Club del Automóvil donde se dan con nitidez las relaciones interclasistas y en donde comienzan a aparecer los gérmenes del Egipto que vendrá después de la Segunda Guerra Mundial, con la caída del rey en 1952. La novela de Al–Aswany, contrariamente a lo afirmado por varios críticos, no es política, es más bien un fresco de la cultura egipcia en la época de entreguerras, cuando los británicos formalmente ya han abandonado el país y, sin embargo, mantienen una fuerza de ocupación y el colonizado apenas se sacude la mentalidad como tal. Así los defi ne el racista James: “Los egipcios en su conjunto, aunque sean ricos y educados, no son capaces de tomar decisiones”. Sin mencionar el nombre del rey que pasa las noches en el Club del Automóvil apostando, por sus gestos, su gordura, su manera exagerada de vestir, su gusto por las mujeres y su ostentación de la riqueza que posee, encaja bien en Faruk, rey de Egipto y de Sudán, soberano de la Nubia, Kardofar y Darfur. De las dinastías de Mehemed Alí, tenía los ojos azules de su estirpe albanesa. Despreocupado por el país, el rey no es sino una figura decorativa y en el Automóvil Club son sus intermediarios quienes ejercen el poder sometiendo e infringiendo crueles castigos, generando el descontento y el malestar social que va articulándose a lo largo del relato. Kamel expresa bien la situación que prevalece en el Egipto de entonces cuando se enfrenta, al menos verbalmente, a Mr. Wright: “Los egipcios gobernaron el mundo durante muchos siglos. “Claro, no os queda más que refugiaros en el pasado, porque vuestro presente no es digno de orgullo. “La decadencia de la vida en Egipto es responsabilidad de los ocupantes, que expolian constantemente nuestras riquezas”. Esa conciencia que presagia el futuro nacionalismo árabe es compartida por otros de los personajes que, ante todo, lo que demuestran es la dignidad con la que viven su vida. Sin concesiones al género, Al–Aswany realizó una historia entrañable, vívida, alejada de los lugares comunes, de los arrebatos pasionales y de las grandes acciones políticas o catastrofi smos de guerra. Es una novela con un conjunto de personajes entrañables, de personas de carne y hueso que viven el día a día, en la vuelta de los árabes a la historia. L


MILENIO

OCTAVIO PAZ Y EL REINO UNIDO VARIOS AUTORES Fondo de Cultura Económica/ Conaculta México, 2015 145 pp. Este volumen documenta las diversas experiencias de Octavio Paz en las islas británicas, aspecto poco comentado en la obra del Nobel mexicano. De su admiración por D. H. Lawrence a la relación epistolar con Charles Tomlinson o su trabajo en la Universidad de Cambridge, sin olvidar que en aquellas tierras se gestó El mono gramático, los textos de Anthony Stanton, Jason Wilson, Michael Wood y Anthony Rudolf exploran los vasos comunicantes de la creación paceana a ambos lados del Atlántico. La mirada se complementa con ensayos de Elena Poniatowska, Christopher Domínguez Michael, Pedro Serrano y Homero Aridjis, sobre las metafóricas islas intelectuales.

CARPE RISUM ERNESTO DE LA PEÑA Fondo de Cultura Económica México, 2016 350 pp. Rabelais no goza del favor incondicional de los lectores pero sí del de la crítica especializada. Es un gigante, a la altura de Cervantes quien, por cierto, se bañó en sus aguas. De la Peña acomete el estudio de su obra y la recreación del siglo y el ambiente en los que fructificó. Hurga en su vida, monacal y más tarde blasfema; en el clima intelectual que anunciaba el fin de la Edad Media; y valora su legado, que se extiende hasta Milan Kundera. Asociada a la plenitud y al disfrute de la vida, la obra de Rabelais supo combinar la ligereza con la crítica social. Su risa es la del humorista que sabe tomarse las cosas muy en serio, la del moralista sin temor de Dios.

REVISTA ZÓCALO NÚMERO 162 Febrero México, 2016 83 pp. Agrupados en torno al tema “Francisco, su doble discurso”, título de portada, los artículos centrales convergen con la visita del papa a nuestro país. Aquí algunos: “Estado, Iglesia católica y prensa en México”, por Nora Pérez–Rayón; “Religión y poder en las visitas papales a México 1979–2012”, por Bernardo Barranco V.; “Cuando decir es (para no) hacer” (segunda de tres partes), por Alberto Athié; “La Iglesia se desvió hace siglos hacia el poder y el dinero”, por el padre Alejandro Solalinde Guerra, y “Un jesuita en el solio pontificio”, por Mónica Uribe. Se trata, pues, de textos críticos, nada complacientes, con la institución religiosa.

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sábado 6 de febrero de 2016

× A

F U EG O

EN LIBRERÍAS

L E N TO ×

Indigencia existencial ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

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ue una novela intente capturar las existencias banales de un grupo de adolescentes no significa que deba erigirse en un monumento a la banalidad. Es decir: que la existencia de un joven de 16 años en la provinciana Ciudad Satélite carezca de ilusiones y atributos no significa que tal existencia sea narrada con un lenguaje silvestre, una muy limitada baraja de recursos estilísticos, un desdén por las más elementales reglas de la precisión. Última vez en Plutón (un título con sabor a Jaime López) es la prueba incontrovertible de que la novela mexicana parece cada vez más un asunto de diletantes que de novelistas. No tiene, por principio de cuentas, una voz, ni las herramientas adecuadas para hacernos cómplices del protagonista, el mismo que narra y evoca algunos días del verano de 2006, mientras deja pasar el tiempo como empleado de un parque recreativo y la Ciudad de México padece el plantón perredista en Reforma. Y no tiene voz ni herramientas porque a las andanzas inocuas del protagonista —sus viajes en Metro, sus noches en blanco frente a la pantalla de la computadora, su deseo inconfesable de aparearse con su compañero de trabajo, sus visitas a McDonald’s— agrega cuatro subtramas que avanzan de manera independiente. Nada pasa si prescindimos de cualquiera de ellas; nada pasa, es más, si terminamos por ignorarlas a todas. Seguimos de este modo a una aprendiz de reportera por los campamentos de opositores instalados en Reforma, y se-

guimos también al padre del protagonista que en su juventud buscó sin éxito las ruinas de una civilización extraterrestre en el subsuelo de la Ciudad de México. Por si estas distracciones no fueran de poca monta, Vallejo tiene la gentileza de ofrecernos la minuta del debate astronómico que en aquel verano de 2006 impugnó la naturaleza planetaria de Plutón y una biografía sucinta de H. P. Lovecraft. Corren alternadamente, con la intención de espesar y, claro que sí, elevar a un plano cósmico la indigencia existencial del protagonista. Es probable que nada de esto resulte insufrible, a no ser porque se presenta bajo la prosa de un escolar con el cerebro licuado por el consumo excesivo de cómics, videojuegos y series de televisión (“sentía un calor que se empezaba desde mi estómago”, “alrededor del vehículo se habían escurrido pedazos de vidrio”, “pero no pude evitar que se me saliera una sonrisa”, etcétera). ¿A qué clase de lector se dirige Última vez en Plutón? ¿A un alumno del CCH que después de un esfuerzo colosal ha podido al fi n escribir “ese oso sí se asea”? ¿A un cuarentón que cada noche se planta frente al televisor sin despojarse de su camiseta estampada y sus tenis rojos? ¿A una suerte de primate diseñado en un laboratorio que es capaz de resolver algunos problemas aritméticos? Pienso en ello mientras observo mi ejemplar de Última vez en Plutón y no sé aún si abandonarlo en la banca de un parque, dejarlo caer en el mostrador de la librería para exigir la devolución de mi dinero, o depositarlo en la próxima sonda que viaje a Plutón. L


CINE

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sábado 6 de febrero de 2016

LABERINTO

ESPECIAL

por el protagonista y dedicarse a observar. Creo en el cine de personajes. La particularidad está en la mirada, en cómo se cuentan los personajes y cómo te enamoras de ellos. Por ejemplo, partí de contar lo que veía en mi barrio y busqué la manera más honesta posible de expresarlo. Hablar de la adolescencia fue una necesidad. Si el tema que quieres contar no te hierve la sangre, no sirve. ¿Cómo empató el discurso visual con el social?

Samuel Kishi

“Creo en el cine de personajes” Somos Mari Pepa es otra mirada a los estigmas generacionales, esta vez con una banda sonora cargada de desencanto punk HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com

ENTREVISTA

¿

Cómo hablar del futuro sin caer en el cliché? El realizador tapatío Samuel Kishi echa mano del punk para contar una historia de adolescentes más allá del lugar común. Con evocaciones biográficas, articuladas por los cuatro acordes más básicos del rock, filmó Somos Mari Pepa, una película acerca de la desesperación, la soledad y el miedo a crecer. Hay un cortometraje que precede a la película. ¿Por qué decidió trasladar la historia a un largometraje?

Con el cortometraje se quedaron fuera varias anécdotas. La mayoría del crew éramos exalumnos de la carrera de Cine en la Universidad de Guadalajara y teníamos muchas ganas de hacer una película. En el medio es muy difícil que nos den la oportunidad de fotografiar,

dirigir, de salir de las asistencias de producción. Todo fue evolucionando y así, de plantear un comentario sobre la relación del protagonista con su abuela, pasamos al tema de la adolescencia y la incertidumbre de crecer. ¿Qué tanto funcionaba evocar al punk?

La mayoría de las canciones punk se componen de cuatro acordes y, aunque en apariencia es muy sencillo, la explosión que desatan los gritos de una canción punk aporta congruencia. ¿Futuro, soledad, rock, no son temas cliché al hablar de jóvenes?

Todos los temas han sido tratados. Solo hay que encontrar una mirada personal, pasar todo ese cliché

HOMBRE DE CELULOIDE

Quisimos ser elocuentes con lo que se tenía qué sentir. Hay momentos en que la cámara es muy caótica, especialmente cuando los chicos están más unidos e inmersos en el desmadre del punk. Conforme avanza la película, la cámara en mano entra a planos más anclados o más fijos, como si pasáramos a otra etapa de la vida. Aunque hubiéramos tenido millones de pesos, la estética habría sido la misma. Incluir el material de archivo en la película era muy importante porque aportó distancia y perspectiva. ¿Ceñirse a perspectivas individuales y no colectivas fue para evitar el discurso sociológico?

Si bien la película no es panfletaria, sí es una película social, pues habla de cómo los jóvenes se ven reflejados en el papel de los adultos y se dan cuenta de que no hay mucho futuro. Las posibilidades que la sociedad y el sistema dan a la juventud son escasas. Cuando piensa en el cine punk, no tanto por la música sino por la actitud, ¿qué directores le vienen a la mente?

Pienso en Lukas Moodysson y su película Somos lo mejor; en Jarmusch y Stranger than Paradise; en Rodrigo D: no futuro de Víctor Gaviria. Jem Cohen tiene la filosofía del “Do It Yourself”: revela su material en cubetas, se volvió cronista de la escena y documentó a grupos como Fugazi. Su cine es muy vital. ¿Y algún mexicano?

Hay algo que me gusta mucho de la energía de Gerardo Naranjo. Algunas no son tan redondas, pero me sorprende la onda poderosa de lanzarse al abismo. L FERNANDO ZAMORA

@fernandovzamora ESPECIAL

El más frío de los asesinos Q

uentin Tarantino se ha ganado fama de violento. Harto quizá de que cada que aparece en un set televisivo un periodista de corbata mal combinada le pregunte si cree que sus películas promueven la violencia, ha decidido hacer una obra en que, a su forma, explica lo que cree que la violencia es en realidad. Tal vez con este hecho evite la necesidad de explicar que el fanatismo en la pantalla no necesariamente está relacionado con la violencia cultural. The Hateful Eight es la película más política de Tarantino hasta el día de hoy. Cuenta la historia de diversos personajes que durante una tormenta de nieve quedan atrapados en una cabaña. Afuera azota la nieve. Adentro el director filma en formato de 70 milímetros para hacer más opresiva la claustrofobia. Cazarrecompensas y prisioneros se han reunido en esta posada en la que hay también un tipo macabro: un hombre cuyo oficio consiste en colgar a todos aquellos que se han metido en problemas con la ley. Creo que cierto diálogo de este tipo da la clave de todo lo que piensa Tarantino con respecto a la violencia, la justicia y otros temas que deben tenerlo cansado: “si uno de estos criminales muriera sin ser colgado”, dice el tipo truculento, “si los familiares de las víctimas entraran a una habitación y los mataran a sangre fría, los golpearan hasta dejarlos deformes, ¿saben?, eso no sería justicia”. La justicia, afirma el hombre que trabaja para el gobierno, es un asunto frío. La justicia es colgar a esos criminales frente a todos, en la plaza del pueblo. Hacerlo carentes de pasión.

Los 8 más odiados (The Hateful Eight). dirección: Quentin Tarantino. guión: Quentin Tarantino. con Samuel L. Jackson, Kurt Russell, Jennifer Jason Leigh, Demián Bichir. Estados Unidos, 2015.

En efecto: no es violencia la de Django vengando a su mujer de los blancos que la violaron; la violencia es la de un sistema judicial que fría y silenciosamente cuelga, inyecta o electrocuta a un criminal. La justicia es ese silencio en el que se escucha apenas el cuello roto o el rechinido de una cuerda al extremo del cual se tambalea un hombre muerto. La violencia de Tarantino molesta tanto a la derecha estadunidense porque afrenta a la moral políticamente correcta. El director no está elogiando la venganza, por supuesto, está señalando más bien la hipocresía de un sistema que a fuerza de creerse justo se ha vuelto el más frío de los asesinos. Reflexión aparte, The Hateful Eight es una de las películas más introvertidas del director.

Es claustrofóbica. Tiene algo de ese teatro de Agatha Christie en el que toda clase de personajes van y vienen soltando frases cínicas o sospechosas. Afuera acecha la tormenta. Y el final se adivina. Al principio de la película, lo que parece un Cristo nevado demuestra que el de Quentin Tarantino es también un arte visual: es western, es teatro, es gran arte. Quien odie al director seguirá odiándolo. Quien siga encontrando en él a un artista que explora en los viejos maestros y que a veces los imita con las artes de un copista medieval, encontrará que Quentin Tarantino, lejos de elogiar la violencia, ha producido uno más de esos adefesios que se parecen a Goya y se burlan del mundo tal como está. L


MILENIO

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sábado 6 de febrero de 2016

ESCENARIOS

ESPECIAL

Ella es el presagio MERDE!

BRAULIO PERALTA juanamoza@gmail.com

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La obra escrita y dirigida por Ro Banda se presenta los lunes a las 20:30 horas en La Capilla

Secretos bajo la piel La identidad fragmentada y el dolor compartido son los ingredientes de Oler la sangre TEATRO

L

a carta póstuma de una abuela cumple con la presentación formal de un hombre y una mujer como medios hermanos. Él tenía ya conocimiento de la existencia de ella, quien hasta el momento en que se encuentran no sabía nada de él. El suceso detona interrogantes, emociones, vacíos, recuerdos y temores contenidos. Los personajes buscan asirse a algo que responda a la incertidumbre recién descubierta. Escrita y dirigida por el joven Ro Banda, Oler la sangre es un montaje que esencialmente da testimonio de la solidez ficticia que pueden crear una actriz como Adriana Llabrés y un actor como Víctor Hugo Martín. Solos sobre un escenario sin mobiliario, dominado en lo alto y al fondo por la proyección de un vitral que ostenta un gran reloj con números romanos, como si se tratara de un eterno y viejo andén, los dos personajes, momentáneamente pasmados en el desencuentro, inician un camino hacia la caza de una verdad que se les escabulle entre remordimiento, rabia, tristeza y hechos desconocidos. Banda escribe un texto interesante que narra en boca de los personajes lo que piensan, dicen, sienten y hacen. Parlamentos que dialogan con el espectador, que son dichos de modo que el otro personaje reaccione a las palabras expresadas y que, a ratos, ilustran lo que ocurre en escena mediante cuadros o episodios divididos por números que los actores mencionan durante segundos en los que dejan y retoman enseguida a su personaje, cuya existencia escénica se reparte en todas esas tareas, sin que por ello haya tropiezo alguno. La obra hurga en el pasado y el presente desasosegado de los personajes, por más que ella en un principio se muestre confiada, amistosa y alegre, hasta que se entera de la densa carga de antecedentes que sujetan a ambos, asidos a unos grilletes emocionales que impiden su paso ligero. Oler la sangre plantea la búsqueda urgente de una identidad que el ser humano posee fragmentada, debido a secretos que a unos se les ocultan y a otros le son revelados, sin que se aplaque un dolor que se alimenta con cada respiro enredado en recuerdos que quizá se petrifiquen.

ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com

Como dramaturgo, Ro Banda expone su preocupación por la búsqueda de la verdad, el autoconocimiento, el reconocimiento de lo que cada quien es y lo que la sangre nos revela y nos guía. Sus personajes avanzan en su propio camino después de haberse unido en algún punto mediante un dolor que comparten. Sin embargo, se percibe una precipitación dramatúrgica que le impidió al autor, una vez llegado el momento de la confesión del personaje masculino, plantear con mayor nitidez y riqueza el acontecimiento que dimensiona el conflicto de los personajes. La dirección y el texto pasan velozmente por ese complejo trance que los determina, cuando hay holgura dramatúrgica en ciertas escenas, algo de regodeo y necesidad de cerrar el catálogo temático abierto, lo que, sin demeritar lo logrado, interrumpe el vuelo emprendido. Aun así, Oler la sangre es una puesta en escena en la que tanto Llabrés, a quien pudimos ver recientemente en La gaviota, en una muy buena interpretación de Masha, como Martín, a quien por fortuna los escenarios televisivos le han abierto espacio para volver al teatro, crean dos personajes sólidos y distantes que se acercan entre sí hasta tocar al espectador sin falsos artificios. El sencillo vestuario diseñado por Kevin Arnoldo —ella en falda y blusa combinada en beige y rojo, entre inocente, aniñada y ligera, y el comando pardo a medio poner de él, siempre pesado, como si estuviera sujeto a sí, más allá de la libertad que le da ser marino— expresa los atavismos de estos hermanos, mientras la música de Brandon Torres apunta lo que se agolpa en ambos personajes. El trabajo en equipo tiene méritos que traman una serie de genuinas preocupaciones, asumidas con plena honestidad, hacia la consecución de un objetivo artístico que incluye el espacio escenográfico e iluminación de Miguel Moreno, quien con mínimos elementos otorga distintos espacios que remiten a un lugar al que se retorna sin remedio, aunque siempre se esté de paso. L

os ancianos son expertos pero indefensos. Aman a sus nietos y soportan las grandes tonterías que hacen los jóvenes. De cuando están en la adolescencia y pueden cometer imprudencias que terminan en tragedias. No pueden negarse a escucharlos o simplemente ver cómo pierden el tiempo con el iPhone en la mano y los ojos perdidos en la nada. Ellos saben que es peor la vida que un mensaje en Twitter. Los adolescentes saben que sus abuelos pueden ser grandes confidentes. A ellos cuentan todo, de manera tangencial. Un novio, una aventura, un viaje sin permiso de sus padres, un mal paso con los amigos y amigas. No oyen el consejo, quieren la complacencia senil. Nada les divierte salvo escucharse a sí mismos con sus gracejadas. La diversión antes que el sentido de la cruda realidad. Los ancianos callan ante la nieta que se desata intentando ser feliz en medio del vacío latente. Tapa la triste historia familiar con la calle, la fiesta, las copas. Las miradas de los abuelos avizoran la tempestad que envuelve al ser querido pero no pueden hacer nada. Saben que un joven es juventud y su vida llevará las consecuencias de sus actos, por más consigna para cambiarle el destino. Los abuelos prácticamente no hablan, viven en soliloquio frente al monólogo de la nieta. Gestos, movimientos, el detalle de las miradas entre ellos para mostrar su preocupación, risa, curiosidad, con la expresión de las manos para aportar a los actores la fuerza del silencio, en uno de los papeles más difíciles de que se tenga memoria en la dramaturgia mexicana. No hablar, apenas balbucear. Oír sin culpar. La contención de sentir… La nieta habla sin hartarse. Lograr la atención en un monólogo es la rifa del tigre en el teatro. Decir sin cansar. Comunicar sin discursear. Atender la significación de las palabras antes de proferirlas para que el público no divague y se pierda ante la cascada de ideas y chismes de la familia, los novios y las intenciones de la nieta. Vicente Leñero escribió La visita del ángel con tópicos vigentes hasta el día de hoy. Escrita en 1980, ahora la dirige Raúl Quintanilla, con escenografía de Mónica Kubli. Si bien logran la credibilidad del realismo casi hiperrealista, apenas llegan a convencer porque algo no embona en la comunicación entre actores. La nieta habla al aire, no a los abuelos, y ellos pierden el sentido de la retención. Incomunicación. Hay un clisé sobre el escenario que borra la credibilidad. Si alguien vio el montaje de Ignacio Retes en 1981, les va peor porque en comparaciones pierden todo sentido de verosimilitud. Quintanilla es un buen director teatral pero siempre le falla el casting: no aprende. No es que sean malos actores. Pero el montaje carece de esa magia donde la realidad se presenta en el instante de hacer una sopa de verduras mientras se escucha la voz juvenil en la soledad de dos ancianos, uno de los cuales pierde la vida. Esa realidad, la muerte, exigía sangre. Y eso es lo que faltó. Ella es el presagio que no se materializó. L ESPECIAL

Escena de La visita del ángel


VARIA

sábado 6 de febrero de 2016

p. 12

LABERINTO

ESPECIAL

Cambio de género TOSCANADAS

DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

E

sta semana leí en El País un artículo sobre un tema ya muchas veces manoseado: la inútil y descompuesta intención de incluir ambos géneros en los discursos, sobre todo los políticos. En México lo intentó sobre todo Vicente Fox con pésimos resultados gramaticales, retóricos y auditivos. “Los y las mexicanos…” o bien “Los mexicanos y mexicanas…” o cualquier variante indigna de la escuela primaria. Quienquiera que emprenda esta suboratoria no pretende una cortesía ni un acto políticamente correcto, sino meramente copiar un modelo gringo. Hace poco leí unas memorias de un científico. En cierto capítulo, el autor hablaba de que “my teacher” esto y “my teacher” aquello. Casi para terminar el tema, se refirió a esta persona como “she”. En ese momento se me rompió la imagen masculina que me había hecho de “my teacher” y me pregunté qué habría hecho un traductor si hubiese faltado ese casi huérfano “she”. En español, no hubiese existido tal equívoco, pues desde la primera referencia, el autor habría dicho “mi maestra”, y todos los adjetivos, artículos y participios referidos a ella habrían estado en femenino. Y ni se diga en otras lenguas en que los propios verbos tienen género. Ahora bien, supongamos que un traductor políticamente correcto se topa con la frase “All active contemporary Mexican writers are boring”. La consecuencia sería este insufrible enunciado: “Todos y todas los y las escritores y escritoras mexicanos y mexicanas contemporáneos y contemporáneas activos y activas son aburridos y aburridas” o, si se siente maestro de las letras, dirá: “Todos los escritores mexicanos contemporáneos en activo son tan aburridos como sus contrapartes femeninas”. En

ambos casos la frase se alarga de más y dice cosas que ya iban implícitas. Estadísticamente la cosa truena, pues no puede decirse: “Esta escuela tiene mil alumnos”, ni “Esta escuela tiene mil alumnos y alumnas”, sino: “Esta escuela tiene quinientos cincuenta alumnos y cuatrocientos cincuenta alumnas”. Para evitar tanta descompostura y falta de elegancia debemos aceptar que el género es un accidente gramatical, no sexual. Si la luna fuese intrínsecamente femenina porque tuviese gónadas, entonces su género sería el mismo en todas las lenguas. Pero resulta que en ciertos idiomas es masculino. Y el oído se siente en paz cuando se respetan los géneros, sin importar la cantidad de masculinos terminados en “a”. En cambio nos da erisipela cuando un español dice “la tequila”. Un hombre, por muy macho que se sienta, es también una persona, en femenino; y si

LO QUE CONTEMPLAS

en migración le preguntan su nacionalidad, debe responder: “mexicana”. Cuando una mujer protesta por la sexualidad gramatical, le digo que nuestro idioma tuvo la cortesía de asignarles un género exclusivo. En cambio el masculino funciona como anfibológico. Pero esto no parece convencer a muchas. A la mujer le gusta ser actriz, no actora, y prefiere ser poeta que poetisa. Entonces lo que propongo es esto: en la siguiente edición de la gramática de la RAE, hay que escribir, como siempre, que el español maneja dos géneros, pero en vez de llamarlos “masculino y femenino”, llamémoslos “ambiguo y femenino”. Mucho más sencillo trocar un vocablo que vapulear la ya de por sí deplorable retórica española. Mas nadie se preocupe, ni nadie tampoco se emocione, pues un cambio de género no implica cambio de sexo. L

ADRIANA DÍAZ ENCISO

adrianadiazenciso@gmail.com ESPECIAL

Un problema de edición

P

ara que entendamos mejor, se nos sugiere imaginar que la molécula es un aparato de navegación por satélite. Una vez que localiza en el ADN el gen que anda buscando, lo corta con “tijeras moleculares” y se lo lleva a otra parte a estudiarlo con calma. La doctora Kathy Niakan es la célebre artífice del experimento, que recién ha sido aprobado por primera vez en un país tras pasar por un “sistema regulatorio apropiado” (cómo se aprobó el intento en China en 2015 no queda nada claro). Joven y brillante, la doctora Niakan habla con el aplomo que da la ciencia, la realidad de laboratorio que, no lo dudo, debe ser de lo más emocionante. Trabaja para el Instituto Francis Crick en Londres, y su proyecto de alterar el ADN con un método de copiar y pegar con fines de investigación acaba de recibir el visto bueno de la Autoridad de Fertilización Humana y Embriología, organismo cuyo nombre hasta hace no mucho habría sido impensable fuera de una novela de ciencia ficción. Sus intenciones son sin duda buenas: el aborto espontáneo y la infertilidad son comunes, nos dice, pero aún no entendemos muy bien

por qué (me imagino que entre las impolutas paredes del laboratorio a la gente a veces se le olvida que somos humanos, conocimiento básico que, digo yo, podría responder infinidad de preguntas). Además de la muy entendible curiosidad sobre qué sucede en la etapa más temprana imaginable del desarrollo humano, su investigación ayudará potencialmente a que la fecundación in vitro sea más exitosa. Quizá mis cuestionamientos, ante tan impresionante desarrollo de la ciencia, parezcan los de una palurda llegada de otro siglo, pero voy a preguntar de cualquier forma: ¿no queremos todos saber muchas cosas? ¿Y no son la mayoría de ellas, y las más importantes, más bien incognoscibles? ¿Y no hay sentido en el misterio de que sea así? Ver a las células hacer lo suyo en imágenes fascinantes con poderosísimos microscopios, ¿realmente nos dice qué sucede en el inicio de nuestro desarrollo? Y, pregunta tabú para nuestra nueva moralidad (caprichosa y pasajera como cualquier otra), ¿vale la pena abrir la puerta al bebé genéticamente modificado con el fin de que pueda haber más humanos creados in vitro?

Hablo como una mujer que un día quiso tener hijos y no pudo, y no me tomo a la ligera el sufrimiento de las tragedias personales. Solo creo que la vida humana no se puede editar, y que si nos diéramos el tiempo de mirar más allá de nuestras múltiples pantallas, terminaríamos por aceptar el hecho. Terminaríamos incluso por encontrar alivio en dicha aceptación. Tenemos en cambio a una Autoridad de nombre estrafalario diciéndonos que no nos preocupemos, que no habrá transgresiones éticas en el experimento (¿pero no la hubo ya?). Y por qué habríamos de confiar en ellos, humanos al fin. Miremos a nuestros políticos. O el comportamiento humano en cualquier oficina. Solo que este nuevo trabajo de edición nos ata a fallos más atroces. L


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