Laberinto No.688 (20/08/16)

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Laberinto

EL TAPIZ DEL UNICORNIO Y CANTA MARES josé antonio lugo, melina balcázar y hugo alejandrez p. 04 y 05

EL ALUMBRAMIENTO DE LA MEMORIA

carlos rubio rosell p. 06 a 08

MILENIO

NÚM. 688

sábado 20 de agosto de 2016 FOTO: ESPECIAL

DARSE

victoria ocampo p. 06 a 08


ANTESALA

sábado 20 de agosto de 2016

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LABERINTO

CHARLES BAUGNIET

¡Viva Fourier! ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdonar

ESCOLIOS

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ran años revolucionarios y hormonales. Después de leer unas cuantas páginas, en copias chamagosas, de sus escritos sobre un nuevo mundo amoroso los miembros del círculo de estudios preparatoriano decidimos formar una célula fourierista que pugnara por el socialismo libertario y patrocinara una comuna sexual. Solo nos restaban dos cosas: convencer a algunas muchachas de formar parte de la comuna y comenzar a leer en serio a nuestro repentino profeta: Charles Fourier. Del elenco de locos gloriosos (Henri de Saint-Simon o Robert Owen, por ejemplo) que durante el siglo XIX buscaban convertir los albores despiadados de la Revolución Industrial en un porvenir venturoso, Fourier (1772-1837) es quien más ha resistido el paso del tiempo. Único hijo varón de un comerciante, que muere cuando el niño tiene 9 años y lo deja en el gineceo que forman su madre y cuatro hermanas mayores, Fourier se ve obligado a trabajar toda su vida como modesto dependiente y, en sus ratos libres, desarrolla su delirante sistema de pensamiento. Sus escritos están hechos al margen de todo, son tratados pedantemente autodidactas,

ALFILERES ARMANDO ALANÍS @elsaltillero

surcados de intuiciones deslumbrantes o necedades, donde conviven la cosmología, la sociología, la economía, la arquitectura, la administración y hasta la gastronomía. Paradójicamente, para Fourier (que se sometió a la voluntad póstuma del padre de que se dedicara al comercio, a los caprichos de la madre y hasta se enamoró castamente de alguna sobrina) el núcleo social, que es la familia, constituye una unidad ineficiente en lo económico y lo emocional, pues su dimensión le impide ser eficaz, mientras que la monogamia genera tedio y conformismo. Por eso, es preciso no tener miedo de los apetitos y las pasiones exuberantes, sino, al contrario, incorporarlas armónicamente. De ahí la necesidad de crear unidades sociales modélicas, los falansterios, que permitan renovar la producción y educar para una nueva sociedad. Hasta aquí parece una aportación al cooperativismo de la época. Lo que agrega Fourier es que en los falansterios debe lograrse una combinación idónea de personalidades, mediante las llamadas series pasionales. Estas series corresponden a una ley universal, descubierta por él y análoga a la ley de Newton, que explica el conjunto de la historia y el universo. Dicha ley permitirá una evolución en la que no solo los hombres

No era su ropa sino ella misma la que había pasado de moda.

Don Cervantes Pequeño de Redonda LOS PAISAJES INVISIBLES

L

serán inmensamente felices, sino que los animales salvajes se volverán mansos y la tierra será surcada por océanos de limonada. Cuesta pensar que estas elucubraciones, que oscilan entre la revelación y la alucinación, pudieran ser tan influyentes en la acción social y lograr tan significativo impacto en el pensamiento moderno desde el surrealismo hasta la contracultura sesentera llegando a sus remanentes globalifóbicos e indignados. Quizá porque Fourier fue un hombre desdichado, ignorado y burlado, al que, sin embargo, nunca pudo arrancársele su único y mayor poder: el de la imaginación desbordada. L

e confió en una carta a Henry Miller, que su espíritu literario aspiraba a una profunda observación de la condición humana y su índole profética, por lo que su estilo era “como escribir en el plasma uterino con una cureta”, frase que, por cierto, resplandece en las páginas de El libro negro, la novela surrealista que publicó en Obelisk Press junto a Max y los fagocitos blancos, de Miller, e Invierno de artificio de Anaïs Nin. Sin embargo, cuando lo leemos es fácil advertir que su prosa no desencadena ningún tipo de herida en la sustancia uterina de la psique y, mucho menos, que provoque cortaduras en el tejido blando de los estremecimientos de la lengua. Contrario a su insensata aseveración, Lawrence Durrell fue un experto del naturalismo narrativo, un envidiable explorador de los rincones más oscuros de las relaciones amorosas y un poeta que intentó desentrañar la métrica de sus obsesiones recurrentes: el amor, el deseo, el sexo, la agonía, la soledad, el dolor, el odio, la esclavitud y, sobre todo, el dilema del arte y la creación.

IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGascon

Su universo novelesco, su método conceptual, se basaba en lo que él denominó “Heráldica”, un ejercicio contemplativo de los fenómenos inestables de un mundo que constantemente se transforma desde las emociones, los contextos y el lenguaje. El Cuarteto de Alejandría es el paradigma absoluto de esta idea. Justine, Balthazar, Mountolive y Clea construyen y destruyen y vuelven a construir la sinfonía existencial que reverbera en la mítica ciudad egipcia, donde solo la muerte es la certeza porque, como anotó en Balthazar, “somos los autores de nuestro propio infortunio y en él imprimimos nuestras huellas digitales”. En cuestiones epidérmicas, Durrell fue incisivo al advertir que la pasión siempre intenta convertirse en argumento irrefutable. Tres evocaciones de Justine: “Nuestro amor era un silogismo al que le faltaban las premisas verdaderas, quiero decir el respeto”. “No hay dolor comparable al de amar a una mujer que nos ofrece su cuerpo y, sin embargo, es incapaz de darnos su verdadero ser, porque no sabe dónde está”. “Nuestros besos, en el

límite extremo de los sentidos, eran como resúmenes de todo lo que habíamos compartido y que aún reteníamos precariamente en nuestras manos, antes de que volara a las tinieblas circundantes y nos olvidara para siempre”. Y, no obstante, la mirada de Durrell era proclive a la fatiga. Le confesó, también a Henry Miller, su incapacidad para hacer libros VERDADEROS todo el tiempo. Decía que su inspiración (o disciplina) era como una corriente eléctrica cuya dosis aumentaba gradualmente. El libro negro lo dejó arruinado; El Cuarteto de Alejandría le inoculó una lasitud rancia de energía; El Quinteto de Avignon, no obstante que jamás llegó a equipararse con el ímpetu de sus otras novelas, lo envolvió en el angustioso abrazo de las almas que se esfuman. Bohemio, lector inmoderado, hedonista y muy británico a su pesar, Lawrence Durrell también fue parte de un Reino poético y alucinante situado en Las Antillas: John Gawsworth lo invistió como “Don Cervantes Pequeño de Redonda” y aunque no sé a ciencia cierta en qué repercutió ese título nobiliario en los archipiélagos de la imaginación y la locura, supongo que se sintió un poco más a gusto que en los puestos que ocupó en el Consejo Británico en Argentina y Yugoslavia o en aquella casona de Chipre donde enseñaba literatura inglesa y vivió con Safo Jane, la hija que tuvo con Yvette Cohen, su segunda esposa, la mujer que le sirvió de modelo para la emblemática Justine. Heráldica. El concepto de Durrell evoca a otros autores. El serbio Charles Simic escribió: “Me gustaría mostrarle a los lectores que las cosas más familiares que les rodean son ininiteligibles”. Por su parte, Michel Tournier observó que “Todo es signo. Pero son necesarios una luz o un grito penetrantes para vencer nuestra miopía o nuestra sordera”. Estoy consciente de que Tournier le habría resultado más que incómodo, insufrible, porque si había algo que Durrell escarnecía con saña era el apasionamiento de los franceses por la culture y, no obstante, fueron el arte y la cultura misma las que lo hicieron postrarse ante la máquina y la hoja en blanco para agotar su vida cureteando el útero con cada línea. L

dirección josé luis martínez s. edición roberto pliego, iván ríos gascón arte y diseño salvador vázquez


MILENIO

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× M A RT H A

sábado 20 de agosto de 2016

ANTESALA

C A N F I E L D ×

Pausa en el dolor Estos versos forman parte de un poemario inédito que tiene a los perros como centro del mundo conocido Para Sara, mi perdiguera miedosa, mimosa y amorosa

M

i loquita mi linda mi perrita mi amorosa perrita inigualable

cuando tú estás mi corazón palpita

IDEA DE LA CENIZA

María Virginia Jaua Periférica España, 2015

Nostalgia por lo irrealizable

siguiendo el ritmo tuyo más confiable. RESEÑA

Tú corres yo te sigo Tú saltas yo también Tú hueles los secretos escondidos entre las plantas o bajo la tierra y me revelas la armonía oculta que del cielo a la tierra me asegura. Mi loquita mi linda mi perrita tus ojos de mi corazón lo saben todo por eso cuando quiero esconder mi dolor por no ver que te pones a sufrir en sintonía te hablo sin parar te rasco la barriga de pocos pelos rubios y al fin te abrazo fuerte consciente de la pausa que el cielo generoso nos regala.

×EKO×EX LIBRIS×ADELINA PAT TI Y DON GIOVANNI×

DIEGO JOSÉ

¿

Cuál es la incidencia de la escritura en el centro de una historia, más allá de ser el vehículo en que la ficción se desenvuelve, es decir, cuando la escritura protagoniza la narración? Idea de la ceniza de María Virginia Jaua (Periférica, España, 2015) es una novela que solo sucede en la escritura, no por su condición literaria sino porque la escritura constituye el sentido concreto de lo narrado: dos personas entregadas a la coincidencia de un encuentro fortuito quedan unidas por la complicidad de esa noche a un amor que solo puede realizarse en la escritura, llevándolas a experimentar la nostalgia por el futuro. El lector es testigo del desarrollo de dos procesos vinculados a la idea de la ceniza entendida como la disolución o fi nitud del ser. El primero, que corresponde al presente, intenta dilucidar los intrincados sentidos del duelo. En clave ensayística, el lector descubre la inquietud de aquello que es desmenuzado en cuanto experiencia del duelo: la derrota del ser ante la pérdida del otro y los múltiples significados que la muerte suscita en nuestros vanos intentos por entender: “Dice Derrida que lo trágico en la existencia humana es que el significado de aquello que hemos vivido se determina en el último instante, en el instante de la muerte”. El segundo proceso, perteneciente al pasado, reproduce o recrea una historia de amor solo posible por el intercambio de correos electrónicos. Se trata de una novela epistolar del siglo XXI que constituye la elaboración del discurso amoroso en nuestros días: la voluntad del lenguaje da vida a esta comunión que depende de la escritura, en el sentido en que el relato nos inventa, creando la ilusión del sentido: “no dudo ni un segundo de que estás aquí muy cerca, al otro lado de la pantalla, me llamas desde lo alto del faro, me invitas a dar el salto mortal a la escritura”. El salto mortal a la escritura es el argumento (si lo tiene) de este libro que desarticula la noción convencional de novela. Idea de la ceniza deviene ensayo narrativo que, lejos de resolver una trama, se construye a partir de un conjunto de incógnitas que implican al lector, para que asocie los dilemas y elabore la historia que no se cuenta porque aún no ha tenido lugar. Pensar que Idea de la ceniza es un ensayo limitaría la comprensión del sentido del texto: ensaya, en cuanto experimento narrativo; y más que narrar, muestra las pistas de un mapa que el lector organiza. Ambas partes anudan la intención de aquello que se quiere contar o que se sugiere. Sin embargo, percibo un mínimo desequilibrio que le otorga mayor peso al desarrollo autoexplicativo que al intercambio de e–mails. Aunque esto pudiera responder a una añoranza por el relato que no existe. Partiendo de la experiencia del duelo, esta novela es la tentativa por ordenar el campo simbólico del doliente. Parte de los fragmentos dispersos de aquello que constituye el vínculo con lo faltante, la escritura reflexiva de los primeros capítulos y la reproducción de los e–mails sirven para cubrir ese “agujero en lo real”, que según el psicoanálisis produce la pérdida del otro. La escritura permite al sujeto reubicarse respecto a lo faltante para entregarse a la disolución del vínculo simbolizado por la ceniza: “yo solo me entrego al fuego y desaparezco”, vaticina uno de los enamorados. Ceniza que da sentido. Palabras que se extinguen, o más precisamente: que dan sentido a lo que pudo ser. Lo que queda es la tentativa transformada en novela. L

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LABERINTO

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El tapiz del unicornio

El tejido de la imaginación PRIMEROS Ahora que los grandes consorcios TÍTULOS dominan el mercado, e imponen un gusto cada vez más parejo, hay que celebrar la aparición de dos editoriales que apuestan por lectores refinados y exigentes. Invitamos a los directores de esos proyectos a que definieran su sello de identidad y a que abundaran en la índole de sus catálogos tanto como a que precisaran el significado de publicar buenos libros JOSÉ ANTONIO LUGO

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l proyecto surgió a fi nales de 2014, cuando Antonio Martínez Barrios, editor desde hace más de 30 años, junto con su pareja y socia, Palmira Mercadal, me propusieron que creáramos una nueva editorial. Decidimos llamarnos El tapiz del unicornio. Recordando los tapices de la abadía de Cluny, creemos que cada libro es un tapiz, un tejido de palabras, mientras que el unicornio representa la imaginación. Aspiramos a que nuestros libros sean el tejido de la imaginación. Ahora bien, ¿por qué crear una nueva editorial y cuál es la situación del mercado? Existe una profusión de títulos. De ellos, pocos llegan a las librerías y muchos solo están unos cuantos días en las mesas de novedades. El posible comprador y futuro lector tiene ante sí una oferta abrumadora. ¿Cómo decidir? Los distintos nichos de lectores —los que buscan textos académicos, políticos, literarios, científicos— saben buscar lo que les interesa; sin embargo, el lector común no sabe cómo orientarse ante tal abundancia. Recurre entonces a los autores que conoce y le gustan, o a editoriales cuyos catálogos garantizan que pueda comprar alguno de sus títulos con los ojos cerrados. A ese doble reconocimiento aspiramos también. Estamos conscientes, sin embargo, de que es un mercado difícil donde no solo escasean los lectores, sino quienes compran libros. Y si bien todo esto es obvio para los que estamos inmersos en este mundo, no por ello deja de ser lamentable que los libros se vendan poco, lo que vuelve compleja y arriesgada la tarea del editor. Nuestro objetivo es publicar libros bien hechos, buena literatura —por la prosa y por los contenidos—, y fortalecer nuestra red de amigos. ¿Qué mayor complicidad que editar el

manuscrito de un amigo? Tenemos tres colecciones: poesía, narrativa y ensayo —no solo literario—. Queremos publicar tanto a autores poco conocidos como a quienes ya se han ganado un nombre en el medio literario. No pretendemos establecer una “estética” para cada género; estamos abiertos a cualquier propuesta. Tendremos tirajes variables, dependiendo del género y del autor, aprovechando la tecnología digital. De modo que el tiraje inicial no será limitativo, sino un arranque. Queremos publicar, cuando menos, tres o cuatro libros al año por colección. Ya publicamos un título por género —de hecho, ya se encuentran a la venta. En poesía, arrancamos con Ventana azul, de Indran Amirthayanagam: nació en Sri–Lanka, su nacionalidad es estadunidense y vivió en México varios años. Amirthayanagam es un poeta laureado en Estados Unidos y nos da mucho gusto iniciar con este título. En narrativa, comenzamos con Agosto tiene la culpa, de Ricardo Ancira, autor de la columna “Somos lo que decimos”, en Este País. Uno de los cuentos que contienen este libro ganó el Premio Juan Rulfo. Su prosa es precisa e irónica. Ancira tiene una mirada sin compasión que, sin embargo, mueve a risa, porque tanto en sus cuentos como en la realidad, el horror y el absurdo conforman una mezcla bizarra. El libro con el que abrimos la colección de ensayo es Manual para talleres literarios: cien consejos sobre el oficio de escritor, resultado de años de aprendizaje con mis grandes maestros y de mi propia experiencia como participante y coordinador de talleres de creación literaria. Pretendo que este manual sea punto de referencia en cualquier taller literario y que sea leído, subrayado y criticado, para que se convierta en el acompañante de coordinadores y talleristas. Con estos tres libros arrancamos. Vienen después, en narrativa, una estupenda novela de Beatriz Meyer; Meridiana, un libro de relatos de Andrés de Luna; y una novela de Juan Galván Paulín. En ensayo, Braulio Peralta nos ha distinguido al darnos las entrevistas con Octavio Paz que recientemente se editaron en un libro-catálogo, mientras que Fernando Solana Olivares nos ha ofrecido su más reciente volumen de ensayos: Luna roja. En poesía, seguiremos con Palabras negadas, un libro de Susana Lastra, poeta argentina radicada en Barcelona, y estamos platicando para editar poemarios de Benjamín Valdivia e Irving Ramírez. En ensayo de psicología tenemos proyectado publicar Eros y Anteros, que Pedro Álvarez Colín y yo tradujimos del francés, y un libro de su hermano Luis Álvarez Colín. Estamos dispuestos a recibir manuscritos, para que El tapiz del unicornio haga honor a su nombre y sea el tejido de la imaginación. Somos una editorial orgullosamente mexicana que cree en los escritores nacionales, abierta a la reflexión crítica y que espera convertirse en punto de encuentro de buenas plumas y excelentes amigos. L

Poseído por un pequeño dios RESEÑA MARÍA EMILIA CHÁVEZ LARA

Behind every beautiful thing there’s been some kind of pain.

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Bob Dylan, “Not dark yet”

scribir es estar poseído por un pequeño dios. En realidad, depende de quién sea el que escribe: se puede estar poseído por un demonio insignificante o por el jefe de algún panteón. Pascal Quignard debe estar poseído por una de las deidades más poderosas, por una fuerza

que hace que los hombres salten al abismo sin importar las consecuencias (el abismo que es el amor, la música, el arte o la vida misma); por la energía que hizo a Butes saltar al agua. Butes, un personaje prácticamente desconocido de la mitología grecolatina, fue retomado por Quignard para escribir un ensayo homónimo en 2011. Todos conocemos la historia: cuando los argonautas se embarcaron en busca del vellocino de oro navegaron frente a la isla de las sirenas. Ulises, el capitán, obligó a la tripulación a taponarse las orejas con cera para evitar que saltaran al agua al escuchar cantar a esas bestias prodigiosas. El único privilegiado en

oír la música primigenia sería él; para preservarse del peligro se hizo atar al mástil. Pero de todos los navegantes que viajaban en el Argos —nos cuenta Quignard al retomar una historia perdida—, Butes fue el único que no acató las órdenes. El remero no utilizó la cera y, cuando escuchó cantar a los monstruos, sin pensarlo y sin temor, se arrojó al mar. “El simple hecho de lanzarse al vacío implica que no se puede volver sobre el impulso”. Escribe Quignard: “Me aproximo al secreto. ¿Qué es la música originaria? El deseo de arrojarse al agua”. La diosa Afrodita, conmovida por la valentía de Butes, lo salvó de morir

ahogado, después lo libró de las garras de las sirenas y tuvo un hijo con el navegante. De esa unión —cuentan— desciende una estirpe de guerreros de un coraje sobrenatural. Así que pienso que el dios que se posesiona de Quignard al momento de escribir es el que nos hace tomar impulso para no volver nunca atrás; el mismo que inventó la escritura, porque escribir equivale a lanzarse al vacío. Es el dios dueño de “el secreto de lo que ilumina nuestros rostros. De lo que brilla en nuestros ojos”. Generalmente, la idea que se tiene del escritor es la de un ser solitario, pero la poeta Alejandra Pizarnik la desmiente al escribir: “Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola y escribo. No, no estoy sola. Hay alguien aquí que tiembla”. Melina Balcázar Moreno, traductora y autora del espléndido prefacio de El niño con rostro color de la muerte,


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sábado 20 de agosto de 2016

LITERATURA

PASCAL QUIGNARD/ ESPECIAL

Canta Mares

Lejos del consenso HUGO ALEJANDREZ MUÑOZ Y MELINA BALCÁZAR MORENO

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anta Mares tiene su origen en la dificultad de hacer llegar obras que resisten plegarse al supuesto gusto del público. Y al mismo tiempo surge de la confianza que los autores han depositado en nuestra insensata, incluso obstinada, propuesta en un paisaje editorial que suele describirse como poco propicio. Así, el catálogo de Canta Mares busca situarse lejos del entretenimiento, de todo eclecticismo y de cualquier forma de consenso. Por ahora abarca principalmente la literatura extranjera y la reflexión crítica contemporánea. Los libros que proponemos cuestionan la lengua, su poder, su eco en el mundo, la manera en que transforman a quien escribe, a quien lee. Intransigentes, obsesivos, memoriosos, podrían ser algunas de las características que los definen. O para decirlo como nuestro primer autor, Pascal Quignard, en ellos “todo es pulsión que vuelve, marea que vuelve y hiende de nuevo el acantilado, marea interrogativa, ola inagotable que se levanta, que avanza y se desborda, imponiendo cada vez su forma diferente”. La publicación del cuento El niño con rostro color de la muerte ha intentado responder a la generosidad con la que Pascal Quignard y su editor, Galilée, recibieron nuestro proyecto. Este relato comparte con los otros libros del autor, escritos a finales de los años setenta —El lector, Pequeños tratados, Inter aerias fagos—, el voto de silencio de quien se consagra a la lectura. Guarda, además, una significación especial para él ya que, podríamos decir, cifra el dolor de la pérdida que lo abatía y de la que el niño que protagoniza la historia podría ser depositario. En aquella época, el escritor atravesaba una depresión profunda, marcada por el mutismo y el encierro, como lo revelará en sus últimos textos. La lectura y la escritura, que asocia

estrechamente al silencio, son lo único que entonces le permite seguir en pie sin ceder al vacío interno que lo amenaza, pues quien se obstina en asirse del lápiz o de la pluma lo hace para sobrevivir y no ceder al vértigo: “Creo que la gente que necesita sujetar algo a lo largo de toda su vida, por una parte, conoce el abismo al que se enfrenta y, por otra, logra sobrevivir perfectamente sin melancolía, incluso con cierta pugnacidad; gracias a ese pequeño objeto que sujeta como si se tratase de un barandal: un pincel, un arco, un lápiz, una aguja”. En esta primera publicación, como esperamos hacerlo en las futuras, hemos otorgado una atención especial a la materialidad del libro, pues uno de nuestros propósitos es ofrecer ediciones bellas y asequibles. Para ello, hemos tenido la fortuna de contar con la valiosa colaboración de la ilustradora Elsa Rodríguez Brondo, quien ha sabido dar forma a nuestras ideas. Con nuestros próximos proyectos seguiremos adentrándonos en esta escritura que se enfrenta al peso de la historia, inmersa entre restos y ruinas. Tal es el caso del novelista Claude Simon, Premio Nobel de Literatura 1985, de quien editaremos El caballo, texto inédito en español, publicado el año pasado en Francia. Se trata del relato que precede a ese gran libro que es La ruta de Flandes. Ahí la historia —la Segunda Guerra Mundial— se da a leer a través del cadáver de un caballo al borde de un camino. Le seguirá el extraordinario texto del pensador francés Georges Didi– Huberman, que aborda, a partir del arte contemporáneo, el llamado trabajo del duelo para pensarlo de manera diferente. Mantendremos en suspenso el título de nuestro último proyecto pero esperamos que dará lugar a una reflexión acerca de los límites de la escritura. L

señala que “Al inicio de la escritura, está siempre aquello que se ha perdido y que no deja de asediarnos”. De modo que el escritor siempre está acompañado; algo lo persigue hasta que consigue exorcizarlo a través del lenguaje. ¿Pero qué sucede con ese otro elemento de la escritura que, como Butes, ha sido olvidado? ¿Ese otro que se lanza a las páginas sin que un dios lo guíe, aquel que —quizá también— busca exorcizar demonios al apoderarse del demonio de alguien más? Me refiero al lector. Roberto Calasso, en su ensayo La literatura y los dioses, se preocupa por una discusión equivocada: la de la desaparición del libro. El mundo, en virtud de una especie de enorme alucinación, intoxicado por la telemática, se hace preguntas más bien vacuas acerca de la supervivencia del libro. Mientras el fenómeno grandioso que está frente a nosotros y que nadie menciona es de índole bien distinta: la alta, inédita concentración de potencias que se ha condensado, y se sigue condensando, en el acto de leer. Que frente a los ojos haya una pantalla o una página, que por ella discurran números, fórmulas o palabras,

no modifica sustancialmente el hecho: se trata, en todos los casos, de lectura. Por fortuna, como lo demuestra esta hermosa edición de Canta Mares, el libro aún tiene vida por delante. Tenemos, entonces, que ocuparnos del lector. Melina Balcázar Moreno, en un preámbulo que, sin duda, tiene la misma altura y profundidad que el propio texto de Quignard, vislumbra que existe una misteriosa solidaridad entre lectura y muerte. Es precisamente ese vínculo entre vida, muerte y literatura del que se ocupa Quignard en El niño con rostro color de la muerte, cuento que hace patente el prodigio de la escritura; el milagro de la lectura. Un padre tiene que partir a la guerra y sabe que nunca volverá al hogar. Advierte a su único hijo del peligro que encierran los libros. “Obedece al azar”, le dice. Y “azar” es una palabra pequeña, misteriosa y salvaje que lleva a unos cuantos afortunados —o desdichados— a la literatura. Después de alimentarse de los espíritus que los escritores han desterrado, el lector será capaz de transmutarse en “la página

de un libro iluminado”. El ensayista, novelista y guionista Pascal Quignard (hago una pausa para confesar que es uno de los escritores que más disfruto y admiro) ha repetido que “la lectura hace posible escapar de la educación que se recibe, como la literatura permite emanciparse del lenguaje o el amor, extirparse de la familia y el grupo”. Ante el dolor que en ocasiones implica la lectura (y, sin dudarlo, la escritura), el lector se prepara para morir y resucitar, para resurgir más brillante, más sabio, tal vez un poco más triste pero también más feliz. Estamos frente a una hermosa edición con papel que se disfruta a la vista y al tacto, una traducción que me hace olvidar el anhelo de leer a Quignard en su lengua original y un autor que, por un momento —o por muchos, o por el tiempo completo de la existencia—, me hace olvidar que soy “un huérfano tembloroso de un animal sacrificado”; un escritor que me hace entender que, pese a la crueldad del mundo y de mis propios fantasmas, la vida vale la pena. Estoy, quizá, frente a un pequeño dios. L


LABERINTO

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El alumbramiento de Victoria Ocampo Entre 1952 y 1953, la intelectual argentina escribió unas memorias que vieron la luz para convertirse años más tarde en una rareza editorial. La Fundación Santander, con cuya autorización publicamos un fragmento, acaba de volver a publicarlas, bajo el título de Darse. Autobiografía y testimonios, junto a una selección de textos aparecidos en la Revista de Occidente en 1935 CARLOS RUBIO ROSELL/ MADRID

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ontando su vida, una vida cuyos enigmas la atormentaron hasta su último suspiro, Victoria Ocampo, esa suerte de Gran Dama inspiradora, musa, sibila, intelectual, escritora, editora, promotora cultural y mujer adelantada a su tiempo, no trató de hacer una obra de arte o una novela, sino un ejercicio que la liberara de los fantasmas que la persiguieron a lo largo del tiempo, una obra que le permitiera, de una forma más que simbólica, “alumbrarla”, hacerla nacer de sí misma. Dos fueron los sentimientos que le llevaron a escribir esas “memorias”: la necesidad de alumbramiento, de confesión general, y el deseo de tomar la delantera a posibles biografías futuras, con una autobiografía explícita que hoy, 37 años después de su muerte, llega al lector en un volumen que la Fundación Santander acaba de publicar en su colección Obra Fundamental bajo el título de Darse. Autobiografía y testimonios (Madrid). El objetivo de esta edición, dice al respecto Carlos Pardo, responsable de la selección de los textos, es mostrar al lector que Ocampo no fue solo una mujer amante y promotora de la cultura, la célebre fundadora y editora de la revista Sur, sino también, como ella misma, tímidamente, siempre deseó, una verdadera escritora, “una escritora autoexigente y humilde al codearse en pie de igualdad con grandes autores de su tiempo”, de Ortega y Gasset, Jorge Luis Borges y Rabindranath Tagore a Pierre Drieu La Rochelle, Hermann Keyserling, Paul Valéry, Waldo Frank, Roger Caillois... Pardo señala que este libro se propone “destacar a Victoria Ocampo no solo como pionera de la vanguardia en una labor que hoy llamaríamos ‘gestión cultural’, sino como creadora de un tipo de literatura que quizá únicamente ahora, con un cambio en la mentalidad de los lectores,

en la recepción, empezamos a leer como gran literatura”: la autoficción, que ya bien entrado el siglo XXI y agotada la “verosimilitud” de la novela decimonónica que, como indica Pardo, llevaba a su máximo esplendor el artificio aristotélico, busca la “veracidad” en una ficción de la que surge el propio autor. Hay tres lugares comunes que se han repetido a lo largo del tiempo desde que se estudia y analiza la vida y obra de Victoria Ocampo (1890–1979), y que esta autobiografía desmonta a lo largo de sus casi 500 páginas. El principal es que fue una intelectual sin otra obra relevante que su propio personaje y la revista Sur —lo que queda a todas luces desmentido con esta autobiografía y sus “testimonios”, en los que da cuenta de un estilo Ocampo era sobrio, elegante, lleno de consciente de que las matices y profundidad costumbres de la época en la mirada de lo que favorecían espejismos observa, analiza y narra, con consecuencias añadiendo una erudición desdichadas y precisión lingüística dignas de un escritor de “grandes vuelos”—; que fue una especie de groupie intelectual adicta a los autores —pero al leer estas páginas se comprueba que su trato fue el de una mujer adelantada a su tiempo, con las ideas claras, que trató de tú a tú a los grandes nombres con los que se topó en su vida y que, como feminista que fue, nunca tuvo una actitud sumisa ni servil con esos grandes nombres—; y que era una aristócrata afortunada —cosa cierta, aunque puso toda su fortuna económica al servicio de sus iniciativas culturales, algunas de ellas de las mejores que se hayan dado en Latinoamérica. Como apunta el editor, Ocampo se guio por una intuición deslumbrante, que no era sino una manera veloz de la inteligencia, y en contra de un mundo que no valoraba la escritura autobiográfica

Darse VICTORIA OCAMPO

DESPUÉS DE UNA INTERRUPCIÓN de dos meses, retomo estas Memorias (enero de 1953). Será necesario un tirón hasta el fin, porque empiezo a encontrar mil buenas (o malas) razones para no continuarlas después de haber dejado que se enfriaran. Esas razones no son únicamente pretextos que encuentra mi pereza. Siempre he pensado que una empresa de este género comportaba serios inconvenientes. En 1847 escribía George Sand: “Es una serie de recuerdos, de profesiones de fe y de meditaciones... [se refiere a Historia de mi vida]. Por otra parte, no sería toda mi vida lo que revelaría. No me gusta el orgullo y el cinismo de las confesiones y no creo que uno deba revelar todos los misterios de su corazón a hombres más malos que nosotros [no. En absoluto. Hay por cierto mejores que nosotros entre los lectores. Mejores que Sand, mejores que yo, seguramente]

y, en consecuencia, dispuestos a encontrar allí una mala lección en lugar de una buena. Por lo demás, nuestra vida es solidaria de todas aquellas que nos rodean y jamás se podría justificar nada sin verse uno forzado a acusar a alguien, a veces nuestro mejor amigo. Y no deseo acusar ni entristecer a nadie. Me parecería odioso y me haría más mal que a mis víctimas”. Pero hay otro aspecto del asunto. Acabo de leer Los demonios de Loudun de Aldous Huxley. Y me pregunto en este momento en qué una biografía puede ser menos cruel y más verídica que una autobiografía. Cuando Huxley habla de Grandier, de Surin, de sor Juana y de los sentimientos y pasiones que los atormentan, de sus vicios, de sus virtudes, de sus debilidades, de sus crímenes y de su heroísmo (Grandier fue heroico en su martirio), ¿no acusa, no juzga? ¿Y quién puede garantizarnos que su juicio, su visión de esos personajes jamás vistos, jamás oídos, ofrece más garantías (por su imparcialidad) que la que puede ofrecer la autobiografía de un contemporáneo cuya vida estuvo mezclada a esas vidas y cuyo punto débil es que es, a la vez,

y menos la de una mujer. Escribió sin garantía de éxito una de las primeras autobiografías en español verdaderamente sinceras. “Muy pocas mujeres las han escrito interesantes y veraces”, le dijo en una carta Virginia Woolf, y Victoria Ocampo asumió esa tarea con una fuerza, inspiración y talento poco usual en el ruedo literario, solo comparable a obras de corte autobiográfico como Memorias de África de Isak Dinesen, Escribir de Marguerite Duras o Mis aprendizajes de Colette. Escrita entre 1952 y 1953, la autobiografía, inconclusa, se publicó en Buenos Aires por vez primera en seis tomos entre 1978 y 1984, aunque esas ediciones, bajo el sello de Sur, son hoy inencontrables, por lo que el editor merece el reconocimiento por una labor casi arqueológica. Dice Pardo que cuando apareció, esta autobiografía fue recibida por el medio literario argentino con cierta decepción, quizá por albergar unas expectativas demasiado grandes, “pero algo ha debido de cambiar”, agrega, “en nuestra manera de valorar los escritos en primera persona, pues, leída hoy, se presenta como una obra de alta calidad literaria no solo por su frescura y cercanía, también por su sinceridad, por poner toda la carne en el asador”. Cierto. Como destaca la propia Ocampo, lo que escribió se parece a una confesión porque pretende ser verídico e intenta explorar y descifrar el misterioso dibujo que traza una vida con la precisión de un electrocardiograma. “No veo por qué ha de ser más fidedigno uno que otro para el diagnóstico de un ser y de la época que le tocó vivir”, observa. Su plan, siguiendo su trazado, no fracasa en lo más mínimo y se convierte en arte porque además de verdad, sinceridad, voluntad, perseverancia y honestidad intelectual, añade el elemento más importante que le otorga esa cualidad: talento. Como dice Ocampo, “para ser sincero por escrito, el talento es indispensable”. Y en esta autobiografía cada página, cada párrafo, rezuman sinceridad a “juez y parte”? ¿En qué una biografía es más respetable que una autobiografía? ¿En qué es más justa describiendo personas cuya presencia real, el sonido de su voz, la mirada, la atmósfera psíquica fueron ignorados por el autor? Es verdad que uno no puede verse a sí mismo sino en un espejo. Pero uno puede sentirse y sentir y ver a los otros, nuestros contemporáneos. Cuando Marguerite Yourcenar me habla de Adriano me interesa sobre todo si la veo transparentarse bajo la máscara del emperador. ¿Qué sabe ella de Adriano cuando se pasea en Roma en el año 117? Sabe exactamente Marguerite Yourcenar. Si tiene necesidad de Adriano para hablar de ella misma, está bien. Acepto esa manera de ser Marguerite Yourcenar a través de Adriano. Pero que nadie quiera hacerme creer que se trata de Adriano “solamente”. Adriano es el mármol o el bronce que ha encontrado Margarita para esculpir su estatua. Y a veces para ejecutar ese género de trabajo uno va a buscar, se siente atraído irresistiblemente por alguien que se conduce como nosotros jamás nos hemos conducido y en circunstancias en que nosotros jamás nos hemos encontrado.1


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GISELE FREUND, 1939

ojos del lector, que sigue in crescendo una infancia entre algodones en la que destacan las notas de una educación exquisita en la que la niña Victoria va revelando su interés por las letras y la música, una imaginación desbordante, una inquietud rebelde y una ternura que manifiesta la sensibilidad que acompañó a esta mujer durante toda su vida. Pero esa joie de vivre quedará eclipsada cuando la adolescente comienza a experimentar los cambios naturales de la edad: primero, la menstruación, que la hacen desear ser una estatua de mármol blanco inmaculada, ajena a la sangre que man-

chará sus muslos desde entonces, y la atracción por los otros, los hombres. En una época marcada por las exigencias familiares y sociales hacia una conducta “adecuada”, Victoria sufrió las presiones típicas: celo, rigidez y una educación orientada al matrimonio. “El estudio que hubiera seguido por voluntad propia y en serio, no me lo permitían: el teatro. Ese fue mi drama durante años. Y creo que tenía vocación para las tablas”. Ocampo era consciente de que las costumbres de la época favorecían espejismos con consecuencias desdichadas. “El túnel desembocaba, para una muchacha de imaginación

Ravel (citado por Jouvet) decía: “Un artista debe ser consciente y no sincero; hay en esa palabra algo de humillante. Nosotros no podemos expresarnos sin explotar y en consecuencia transformar nuestras emociones; ¿no es mejor ser al menos consciente y reconocer que el arte es la suprema impostura? La mentira es la facultad artística por excelencia”. Es exacto que no podemos expresarnos sin explotar y así transformar nuestras emociones. Eso es lo que me hace lamentar no poder crear personajes a los que prestaría tal o cual parte de mí misma (a medias explotada en la vida real). Es lo que me hace comprender cómo Margarita es Adriano y Adriano es Margarita. ¿Impostura? Sí. E impostura la autobiografía tanto como las biografías. Pero ¿quién tiene menos posibilidades de sobresalir en la impostura, el biógrafo o el autobiógrafo? Y si el arte es siempre impostura, ¿qué importa? ¿Mientras es una impostura tiene sabor a verdad? No creo en la impostura... No. En el fondo de mí, no creo. Desde que una cosa es una impostura deja de interesarnos, y ella misma deja (voy más lejos) de ser arte. Stendhal

decía: “Cuando miento me aburro”. Cuando se nos miente no se nos aburre menos. Eso suena a falso aburrimiento. Transformar una emoción no es la suprema impostura, es un milagro que toca a la transustanciación cuando se opera en un gran artista. ¿No podría decirse de los biógrafos lo que Jouvet dice de los actores?: “Uno se introduce en un rol, se desliza en él, se esgrime el texto, se lo esgrime por astucia; subrepticiamente uno se sustituye”. Y puede ocurrir que en las autobiografías en que la preocupación por la sinceridad es ardiente y manifiesta llegue el momento en que aquel que uno fue se sustituye, sin saberlo nosotros, por el que uno hubiera querido ser. Y esta es mi preocupación, mi incomodidad. Desearía que me ocurriera lo menos posible. Y al mismo tiempo, si la que fui no está acompañada continuamente por la sombra resplandeciente de la que hubiera querido ser, el todo resultante está como falseado.

viva, en lo que podía resultarle (o no resultarle, si tenía una suerte descomunal) una prisión y un castigo tremendo e inmerecido: el matrimonio y la equivocación”. Lo irónico es que, como vislumbra, los prejuicios y las costumbres a veces humillantes y exasperantes han variado con el paso de los años, pero existen bajo otras máscaras: “quiero decir con esto que si bien Giordano Bruno fue a la hoguera en 1600 por sus enseñanzas iconoclastas, hoy, en la URSS, hay terrenos vedados si los descubrimientos a que se llega en ellos no coinciden con las firmes tradiciones materialistas de la ciencia rusa”. La vida de Victoria Ocampo llega a su primer esplendor. Y se enamora, o cree enamorarse. Como observa Jung, “Todos tendríamos que estar profundamente conscientes del hecho de que el secreto de la atracción sexual no es barato ni fácil, pero es uno de los demonios que ninguna educación científica ha dominado hasta ahora”. Ese misterio acompaña a Ocampo en ese momento, y la sumerge en un devenir del que no saldrá hasta pasados muchos años. Así, para salir de lo que ella misma define como “la casa de Bernarda Alba”, se casa con un joven que le gusta, que cree inteligente. Y nada más. Cuatro meses después, comienza su decepción. Y el diablo en el cuerpo entra al juego: “Asegurar, con un escéptico, que solo se trataba de la excitación de una glándula seminal es reducir a proporciones de tuercas y tornillos lo que mueve el sol y las demás estrellas”. No. Hay algo más profundo que planea en la superficie: “El amor pasión se derrama fuera del tiempo en una mirada. La mirada en que dos seres leen su amor recíproco no depende ya del tiempo, sino de un enigmático absoluto. El absoluto de un instante que contiene nuestra eternidad. La frontera del tiempo ha sido franqueada de una vez por todas”. Más adelante, Ocampo resume: “Desde los acantilados del amor pasión, la certidumbre de estar al borde de algo tremendo nos invade. Estamos en el umbral de un misterio que palpamos con manos de ciego. Es como si descubriéramos la existencia de una salida hacia la eternidad”. La eternidad comienza así. Victoria Ocampo se arrojará a ese precipicio sin red. Vivirá el amor clandestino con la sinceridad, entrega y arrojo con que lo describe años más tarde y que hoy, muchos años después, sigue palpitando con la misma intensidad en estas páginas. Basta un ejemplo claro, límpido, de esa prosa vivaz, seductora, que atrapa al lector con esta historia de amor prohibido: “Un día queda claro en mi memoria como si lo siguiera viviendo. Me pareció haber llegado a la cima del amor pasión. […] Estábamos J. y yo sentados en la cama, en el departamento de la calle Garay. Yo lo miraba. Le tomé la cara entre mis manos y puse la boca sobre sus párpados cerrados, primero sobre uno, después sobre el otro… (¿Existe caricia más hecha de pura ternura? ¿En que el corazón está más apartado de la fureur d’aimer? Beso que damos a un chico que ha llorado, a un muerto.) Lo besé después en la frente, en la boca, esa boca que había temblado por mí. Pero esos besos míos ya no eran besos. Eran pobres medios para alcanzar lo que me decían esos ojos, esa frente, esa boca. Esos ojos, esa frente, esa boca eran una traducción en términos de belleza, un comentario, una promesa de no sé qué. Eran un signo. Algo que ni siquiera deletreaba. Y yo necesitaba ahora leer el texto entero. No necesitaba la boca sino il disiato riso (la risa deseada) que iba más allá de los labios. Contra esa roca viva que es un cuerpo (así sea de sensible), yo, ola de pasión, rompía en busca de una imposible unión. Yo ola, con inútil ímpetu marino, rompía desesperada. Desesperada de soledad en una pasión compartida y satisfecha. Desesperada de amor”. Ese fue el colmo de su amor pasión, “y el colmo de la nada por apetito del todo”, al borde de un absoluto vislumbrado, de una eternidad insostenible para esa mirada. Todos aquellos o aquellas que por una razón u otra han estado mezclados a la historia literaria de un país, de una época, escritoras de esa época (sea por sus obras, sea por sus amores o sus amistades), despiertan tarde o temprano la curiosidad de los “Maurois” (y ha estado muy justo y muy generoso con George Sand. Yo esperaba eso por parte de un hombre). Y los Maurois se ponen a la obra: investigan, examinan con lupa, analizan, interpretan. Finalmente escriben la historia de una vida que a veces no conocieron más que a través de testimonios de testigos cuya exactitud es imposible de controlar. Se apoyan sobre cartas escritas, quizá, en un estado de mal humor o de satisfacción pasajeros y, si tienen la oportunidad, sobre “recuerdos, profesiones de fe” que no revelan toda la vida y que por eso mismo pueden falsearla o al menos camuflarla. En una palabra, se ven obligados a llenar los huecos, a inventar, a suponer, a imaginar. ¿Con qué garantía?


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LABERINTO

ESPECIAL

Duró años ese amor. Fue el que la hizo una “adúltera” oficial a ojos de la sociedad argentina y de muchas enciclopedias del chisme que recuerdan su abierta actitud, sus escapadas bovaryanas para encontrarse en secreto con su amante, con quien compartió apartamento, casas, viajes, lechos y amaneceres. Todo lo cuenta Victoria con lujo de sensibilidad, pero sin grandilocuencia ni empalago. Así fue, dice. Así lo vivió, comprendemos, cuando remata: “El amor había desencadenado en mí grandes fuerzas, maléficas y benéficas, luminosas y oscuras. Fuerzas que las religiones se empeñan en ordenar, canalizar, sabia o cruelmente. Esa fuerza cuya autenticidad fue negada por el escepticismo científico, la ironía o la razón de los intelectuales. Negadas hasta descomponer los resortes de la sensibilidad, acorralar al hombre moderno, dándole Confieso que la idea de que un día quede librada a ese tipo de policía literario me irrita por adelantado. Pero puede que eso no ocurra nunca. Aunque nuestro país es tan pobre en personajes biografiables que no me hago demasiadas ilusiones de poder escaparme. Se habla mucho todavía de Mariquita Thompson, quien según sus propias palabras no me parece que justifique tanto interés póstumo. Para luchar contra las calumnias públicas Rousseau nos reveló faltas ignoradas, dice Sand. Creo que uno no se libra de las calumnias públicas de ninguna manera. La cosa no tiene salida, porque para quien escribe confesiones habrá siempre un intérprete de esas confesiones que explicará al lector que tal o cual confesión significa en realidad... (y aquí lo que el intérprete piensa). Por eso, si uno sueña que hay en el mundo gente de buena voluntad, es a ellos a quienes se dirige y para ellos para quienes escribe. Contrariamente a George Sand, me resulta natural suponer que hay hombres (y mujeres,

como salida las teorías del psicoanálisis, seudocientífico. Genial y equivocado Freud, que mezcló tanta verdad a tanta mentira”. La pasión amorosa se convirtió, con el paso del tiempo, la ruptura matrimonial y tantas vivencias, en ternura. Y fue entonces cuando comenzaron, J. y Victoria, a disociarse a fin de seguir cada uno su viaje, el grande, dice, el que lleva a la muerte. Pero Darse no trata solo de la manera en que Victoria Ocampo amó, aunque también ocupan un espacio largo sus relaciones sentimentales con el escritor Drieu La Rochelle, con los filósofos Hermann Keyserling y José Ortega y Gasset, con el director de orquesta Ernest Ansermet, con Rabindranath Tagore (“Porque el amor fue mi vocación primera, antes que el teatro y las letras”). Hay otros asuntos, otros elementos, que se imbrican

naturalmente) mejores que yo. Y la historia de los sufrimientos y las luchas de una vida, en tanto que al contarla se sea capaz de ofrecer un reflejo fiel (todo es relativo en esta materia, se entiende), es siempre una enseñanza; más para quien la escribe que para quien la lee. Como George Sand, yo no trato de hacer una obra de arte o una novela contando esta vida que me Si uno sueña que atormentará con sus hay en el mundo gente enigmas hasta mi de buena voluntad, último suspiro. Trato es a ellos a quienes se de liberarme. Aquí dirige y para ellos para la palabra “liberaquienes escribe ción” es sinónimo de alumbramiento. Nacer de mí misma. Distingamos. Hay dos sentimientos diferentes que me llevan a escribir estas Memorias. Uno es esa necesidad de alumbramiento, de confesión general: es el más importante. El otro es el deseo de tomar la delantera a posibles biografías futuras, con una autobiografía explícita.

en esta vida intensa y deliciosa. Sobre todo su feminismo, su actitud ante el mundo que los hombres han fundado para salvaguardarse de sus torpezas, de sus debilidades, de sus carencias. Lo manifiesta, por ejemplo, cuando cita a Sarmiento, quien sentencia que “puede juzgarse el grado de civilización de un pueblo por la posición social de las mujeres… De la educación de las mujeres depende… la suerte de los Estados; la civilización se detiene a las puertas del hogar doméstico cuando ellas no están preparadas para recibirla”. Ocampo se pregunta, en ese sentido, si la mujer no puede, a la inversa de lo que ocurre a los hombres, elegir en función de sus necesidades qué hombre quiere en un momento u otro: ¿el buen padre con pedigrí garantizado, el prostituto, el cortesano, el que sea musa o sibila para los momentos de estilo de vida exaltado, inspirado y sublimado? “Ella debe elegir, porque es ella quien va a pagar con su persona en la circunstancia”, apunta respecto a la propagación de la especie. “No es el semental el que debe elegir, sino simplemente servir a los intereses que la naturaleza le asigna. Su rol es episódico. Un rol de acompañante”. Y propone: “Yo quisiera que hubiese entre las mujeres de toda la Tierra una solidaridad no solo objetiva sino subjetiva. Tal aspiración puede parecer desmesurada, absurda, pero no puedo resignarme a menos”. Las paradojas acompañaron a Victoria Ocampo a lo largo de su vida. Una vez, en su primera juventud, viajaba en un crucero y fue nombrada Miss Argentina. Cuando entró en el comedor, aquella noche de gala, el público le tendió una alfombra de aplausos que nunca, recuerda, le valieron las cosas que realmente le habían costado energía, dedicación y desgaste de vida. Pero ella siguió “dándose”. Finalmente, en cuanto a los Testimonios, este libro ofrece las perlas de unos textos publicados en la Revista de Occidente en 1935. Pardo explica que la selección realizada prima la calidad literaria y aborda algunos temas: su reflexión política tras la visita a los juicios de Nuremberg, de los que ella fue testigo presencial; los sutiles desencuentros con su hermana Silvina; las reflexiones sobre T.E. Lawrence y Virginia Woolf; una defensa del feminismo y textos sobre Gide, Borges y, por supuesto, Sur, texto con el que cierra el volumen. Precisamente por esa empresa, Victoria Ocampo ocupa de forma hoy indudable un lugar relevante en la cultura libresca de América Latina. Fundada en el verano de 1931, la revista Sur, cuya historia, como ella misma aclara, se confundió con su propia historia personal a partir de entonces, y en la que tuvo como objetivo poner en contacto a los escritores de América del Norte con los de América del Sur, al tiempo que revelaba a sus lectores a las nuevas generaciones de escritores latinoamericanos y europeos, es, no está de más decirlo, la máxima expresión de un talento dedicado a la creación y a los otros, para de todo ello, como muestra este libro, alumbrarse ella misma. L Keyserling, Drieu, Ortega, Mallea, Waldo Frank y muchos otros han escrito sobre mí, directamente o indirectamente. Son suficientes esos signos de interés para despertar el apetito de biografía de cualquier futuro amateur de vidas noveladas. Me estremezco por adelantado. Ese estremecimiento es sin duda pueril. Después de todo, ¿qué importa que algunos “confundan Roma con Santiago”? ¿Vale la pena poner etiquetas: esto es Roma, esto es Santiago? Hay días en que creo que no tengo por qué estremecerme si escribo negro sobre blanco lo que llevo en el corazón. Hay otros en que estas páginas cuyo número ya es considerable me pesan sobre la conciencia y me digo: sería necesario quemarlas. ¿Sabré decir bien lo que tengo que decir? ¿Es esa la cuestión? No intento disculparme, eso iría contra lo que me propongo: liberarme. No es esa mi preocupación, sino la de apuntar justo a mis acusaciones (autoacusaciones, entiéndase bien). L 1 Mi ensayo sobre T. E. Lawrence es un ejemplo.


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× A

OBRA REUNIDA NELLIE CAMPOBELLO Fondo de Cultura Económica México, 2016 381 pp. Este volumen reúne a Francisca Yo! Versos (1929), Cartucho (1931), Las manos de mamá (1937), Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa (1940), “Tres Poemas” (Abre la roca) (1960), y el prólogo a Mis libros (1960). De las obras, Juan Bautista Aguilar anota en el prefacio: “La escritura de Nellie Campobello se pertenece a sí misma, ningún elemento sugiere su filiación a las corrientes literarias que dominaron el México de los años treinta […]. Fundó una nueva forma de escribir. Su lenguaje antecedió a los emblemáticos textos que marcarían la narrativa del México posrevolucionario”.

LIBERTAD DE MOVIMIENTO ANTONIO SKÁRMETA Plaza Janés México, 2016 159 pp. Once relatos en los que los protagonistas se trasladan de un país a otro, algunos en contra de su voluntad, sea por exilio o por supervivencia; otros en busca de mejores horizontes económicos, unos más para hacerse un sitio, aunque pequeño o incómodo, en este mundo, y el resto en aras de hallar (o de inventarse) una identidad. Los mejores textos, comentan los editores en la contraportada, son “Borges”, “Cuando cumplas veintiún años” y “Efímera”, éste último centrado en la atracción sexual que proyecta una fulgurante pero misteriosa e irresistible fotógrafa madrileña.

LA CARRERA HACIA NINGUNA PARTE GIOVANNI SARTORI Taurus México, 2016 100 pp. Siguiendo el hilo de muchas preocupaciones fincadas en sus obras, Sartori traza un cuadro desencantado de Europa y arriesga una visión desolada de su futuro. Presentes están los significados de las revoluciones y su culto a la violencia, la perfectibilidad de los sistemas electorales, las guerras terroristas, los abismos que separan al cristianismo y al islam, la ética de la intención y la ética de la responsabilidad, la pregunta incómoda por la naturaleza humana del embrión. Sartori no solo expone y debate, también se toma las cosas con sentido del humor.

PODER PARA EL MAESTRO, PODER PARA LA ESCUELA GILBERTO GUEVARA NIEBLA Cal y arena México, 2016 178 pp. Reivindicación de la figura del maestro, tan marginada por el sistema mexicano, este ensayo busca, además, desmontar los argumentos que la vieja cúpula del SNTE y los “ideólogos” de la CNTE aducen en contra de la Reforma Educativa. Guevara Niebla se remonta a los años en que la crisis de un modelo llegó para quedarse y desde ahí se lanza a intentar una comprensión del momento actual. No escatima argumentos para denunciar “los innumerables privilegios de que gozaron los gremios docentes hasta el inicio de la reforma” y para llamar a demoler una estructura de poder viciada.

BOWIE SIMON CRITCHLEY Sexto Piso España, 2016 120 pp. Tras su muerte, será inevitable que la ya abultada bibliografía sobre David Bowie siga creciendo. El arranque del libro no parecía augurar nada novedoso (un recuerdo sobre lo que el músico ha significado en su vida) pero por fortuna el “filósofo ecléctico”, así lo califican los editores, que es Critchley, le da un giro a su tema y lo que ofrece es más bien una biografía intelectual. Ahondando en las letras, presenta algunas de las facetas más conocidas de Bowie: la influencia de Nietzsche y de los enigmas espaciales. Cuenta con ilustraciones de Eric Hanson.

F U EG O

EN LIBRERÍAS

L E N TO ×

MÁSCARA DE OBSIDIANA

Marcial Fernández Ficticia México, 2016

Tezcatlipoca es un dibujo animado ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

Q

uienes celebran la gracejada como marca de distinción literaria podrán reivindicar Máscara de obsidiana e incluso aclamarla con una salva de risotadas. Quienes en cambio gustan de la ironía y no del humor de pastelazo, de la impostura en vez del disfraz, de Racine y no de un payaso chacotero, no podrán menos que lamentar su adhesión a un tono de vocación complaciente. Así es: hay quienes escriben como si fueran los animadores de un brindis de oficina. Siguiendo una receta ya insufrible, Marcial Fernández ha ideado un suicidio y a una pareja de periodistas —Tonatiuh Cuauhtli e Itzel Luna Joven— a la caza de la nota de ocho columnas. Ha ideado también una lacustre Ciudad de México aunque con su trazo actual. Lo guía el propósito de lamentar los excesos del periodismo de nota roja y de celebrar los lugares donde hay tiempo para un whisky, un taco de verdolagas, un plato de huevos de hormiga, un baño de vapor. Y en ello se va la novela. Hay una edulcorada protesta —y hasta una intención paródica— en el momento en que Marcial Fernández echa a correr la trama luego de que la pareja de periodistas decide montar la mentira de que la máscara de Tezcatlipoca ha sido robada del “Museo Nacional de Teogonía”. Toma así la oportunidad de convocar a una serie de personajes que solo podrían tener vida en el cómic: una rubia con acento francés, un detective adicto a los antiácidos, un policía consumado en la tortura durante los años de la guerra sucia, un director de periódico virtuosamente borracho… Hablan y actúan con el albedrío de los dibujos animados. Tan excesivas son las 40 páginas que Marcial Fernández dedica a narrar el triunfo de Cuauhtémoc —pues Máscara de obsidiana remite a un universo paralelo— sobre el ejército de Hernán Cortés —imitando, sin mucho esfuerzo, el desaseado estilo de esos reportajes que abundan en la prensa oportunista— como los estornudos verbales que dedica a su club de seguidores. Tezcatlipoca exige de nuevo su cuota de sangre y mientras tanto leemos: “dile a la puta esa de la Lauree, con perdón de las meretrices que son ángeles caídos, que aceptas el trato”; “igual que Julio César tras la batalla del Ponto, veni, vidi, vici o, lo que en mi caso es lo mismo: vine, comí y me fui”; “Es una filtración que me dio el gobierno del Bolerito Valiente para atacar a su Eminencia Gris”; “Mi reino por un café”… y así hasta las últimas líneas. Domina tanto la idea de que el entretenimiento a secas es la más noble tarea de la literatura que los escritores ya solo redactan novelas que se fi ncan en dos o tres buenas ocurrencias. La secuela de tal cortedad de miras es la multiplicación de ofertas editoriales que se sienten obligadas a emitir críticas buena-onda revestidas con un idioma elemental, como Máscara de obsidiana que, por cierto, nació con la bendición del Sistema Nacional de Creadores. L


CINE

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LABERINTO

ESPECIAL

Castillo, Hernán Cortés y el propio De Ordaz. El lenguaje nos ayudó a brindar la sensación de un viaje al pasado. La película tiene varias lecturas: la histórica, el volcán, la soledad.

RI: Los temas surgieron conforme nos involucramos con los textos. Yulene descubrió que los tres españoles quizá llevaban once meses en campaña con Hernán Cortés y eso les dio otro matiz porque, al llegar al volcán, se enfrentaron a una expedición solitaria en un escenario inhóspito y desconocido. Al mismo tiempo, nos hicimos alpinistas para acercarnos a sus sensaciones. Fue así como nos dimos cuenta del proceso de introspección. Esto nos dio pie a hablar del conquistador y su autorreflexión.

El ascenso incluso puede ser visto como un viaje dantesco.

Rubén Imaz y Yulene Olaizola

“Las experiencias vivas transforman la historia” Werner Herzog, Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo son las voces inspiracionales de Epitafio, una épica minimalista HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com

ENTREVISTA

E

n 1519, antes de llegar a la capital azteca México–Tenochtitlan, tres conquistadores españoles marchan hacia la cima del volcán Popocatépetl. El ascenso es complicado, deben enfrentar la fuerza de la naturaleza y el temor a lo desconocido, pero su misión es de gran importancia para los intereses del ejército de Hernán Cortés. A partir de la lectura de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Rubén Imaz y Yulene Olaizola recuperan el trayecto de Diego de Ordaz, en su introspectivo filme Epitafio. ¿Qué los lleva a remontarse a la época de la Conquista?

Yulene Olaizola: La idea fue de Rubén. Tras leer

Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, que Werner Herzog recomienda para todo aquel que aspire a cineasta, encontró un par de párrafos sobre el ascenso de Diego de Ordaz al Popocatépetl. En ese episodio vio la posibilidad de hacer una película épica pero con una producción minimalista. Epitafio plantea un respeto profundo al lenguaje de la época.

Rubén Imaz: Nos avocamos a las cartas de la época. Escribían de una manera más epistolar, educada y barroca. Incluso algunos de los diálogos atribuidos a Diego de Ordaz están tomados de los textos de Bernal Díaz del

HOMBRE DE CELULOIDE

YO: Como realizador es difícil identificar las referencias. Descubres las vertientes de la historia hasta que las confrontas con el público. Cada espectador saca sus propias conclusiones. A los historiadores les divierte hacer el análisis histórico, a otros les gusta la aventura épica y a unos más los ocupa la experiencia humana. El descenso a los infiernos, sin tener la pretensión de hacer una película dantesca, lo manejamos de una manera sutil. RI: Nos interesa la parte humana de la Conquista. Es un periodo que los mexicanos solemos revisar en términos de buenos y malos, solo delimitada en fechas y nombres. ¿Cómo definieron el enfoque simbólico del Popocatépetl?

RI: Todo mexicano sabe del misticismo que envuelve al Popocatépetl. Su imponencia tenía un papel teológico importante y se le relaciona con pasajes prohibidos; es un pasaje a otro mundo. Los campesinos de Milpa Alta nos ayudaron a manejar los diálogos de los indígenas relacionados al volcán. ¿Cómo hilaron la fe religiosa de los conquistadores con la interpretación indígena?

YO: La fe de los españoles los hacía creer ciegamente en la posibilidad de triunfo. Una vez que entiendes esto puedes comprender por qué decidieron subir el volcán sin protección alguna. Al principio hablaron de Herzog. ¿Al hacer la película tuvieron presente Aguirre, la ira de Dios?

YO: Herzog es un referente en la forma de crear la experiencia fílmica. Durante el rodaje el equipo de producción participa de manera equitativa. En su cine el equipo vive en las mismas condiciones que sus personajes. Nosotros quisimos hacerlo así porque es un proceso que empapa a la película de realismo. Las experiencias vivas nutren y transforman la historia. L FERNANDO ZAMORA

Nuevo juicio al conquistador ESPECIAL

H

ace falta trabajo para filmar una historia épica con tan pocos elementos: tres actores, un volcán, la historia de Diego de Ordaz, nada más. Ordaz fue capitán de Cortés. Fue también el primer europeo que llegó a la cima del Popocatépetl en una misión cuyo verdadero sentido entendemos en los anuncios de un final en que intuimos el verdadero problema de esta película: un guión en el que las cosas se dicen y no se ven. Aunque hay en Epitafio un gran argumento y aunque hay momentos de poesía y onirismo, el guión es mediocre. El cine mexicano sigue sin poder contar su pasado con sobriedad. Ahora bien, lo lamentable es esto: que el guión es mediano por falta de trabajo. A esta historia le faltan peripecias. La mayor parte del tiempo solo vemos a tres hombres caminando trabajosamente. Los diálogos no dicen lo suficiente de los protagonistas como para emocionarnos con ellos. Hemos visto obras muy logradas en que dos tipos caminan por el desierto (Gerry de Gus van Sant), en que un hombre está enterrado en un ataúd (Sepultado de Rodrigo Cortés) o en que

Epitafio. Dirección: Rubén Imaz, Yulene Olaizola. Guión: Rubén Imaz, Yulene Olaizola. Fotografía: Emiliano Fernández. Con Xabier Coronado, Martín Román, Carlos Triviño. México, 2015.

el protagonista está todo el tiempo con una pierna atorada en una piedra (127 horas de Danny Boyle). En todas ellas lo limitado del espacio no obsta para que haya suspenso. Es una lástima. El argumento de Epitafio es muy bueno. La ausencia de trabajo en el guión se evidencia en un grave error histórico que pudo solucionarse echándole un ojo a

Internet: Ordaz se refiere a Carlos como “Nuestro emperador”. ¿No se les ocurrió a los guionistas hacer una investigación de diez minutos para encontrar que en 1519, cuando tuvo lugar esta expedición, al rey Carlos le faltaba más de un año para ser emperador? ¿No dicen al final, durante los créditos, que están basados en las Cartas de relación? Si las hubiesen

@fernandovzamora

leído, hubiesen visto que Cortés también se refiere a la reina Juana. Tres conquistadores hablan de un emperador inexistente en la cima de una montaña, pero la inexactitud no es el problema más grave del guión. Lo grave es que una película inspirada en el Aguirre, de Herzog, termine por juzgar a sus personajes. En el monólogo final, alucinado por el éxito de su hazaña, Diego de Ordaz comienza a lanzar al público un discurso aterrador que habla de hombres castrados, mujeres desmembradas y niños asesinados. Durante toda la primera parte de la película uno se emociona creyendo que, por fin, México ha producido una película que habla sin apasionamientos sobre lo que sucedió en la Conquista. Sin inventos que se dieron, además, muchos años después de la Independencia, cuando Vasconcelos reinventó la historia de México. Pero no. La ansiedad que la historia de Cortés produce en el mexicano contamina incluso la aventura de tres hombres que, guiados por su deseo de eternidad, conquistaron el Popocatépetl. Una lástima. Epitafio tenía todos los elementos para ser una gran película. Le faltó un poco de trabajo y nada más. Eso y hacer conciencia de que aquellos conquistadores que subieron a la cima del volcán también dieron origen a este país tan lleno de cicatrices: México. L


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ESCENARIOS

ESPECIAL

Cacarear a Novo MERDE!

BRAULIO PERALTA juanamoza@gmail.com

H

La puesta en escena dirigida por Víctor Weinstock se presenta viernes, sábado y domingo en el Foro Shakespeare

Los que habitan en los márgenes En casa en el zoo entrega dos momentos en la carrera de Edward Albee: el del joven y el del experimentado dramaturgo TEATRO

L

a compleja, irónica, reveladora y cruda dramaturgia de Edward Albee encuentra hoy a tres sólidos protagonistas de su drama y su tragedia y a un director con el rigor que su obra exige. En casa en el zoo reúne el primer texto dramático del autor norteamericano, La historia del zoológico, escrito en 1958, y su obra número 29, escrita en 2004, Vida hogareña. Ambas cierran el círculo andado por su personaje principal, Peter, cuyo bienestar es desgajado a manos de su mujer y de uno de tantos personajes sin rastro que habitan la marginalidad neoyorquina. El montaje conformado por las dos obras escritas en periodos tan distantes inicia con la más reciente, lo que da la oportunidad al espectador de conocer a Peter, editor de libros de texto —interpretado por Odiseo Bichir—, en la sala de su casa, donde su esposa irrumpe presa de una sarcástica desesperación, derivada de su existencia monótona y apacible. Su marido —al que vemos en la segunda, la obra escrita hace 58 años—, leyendo apaciblemente en una de las casi 9 mil bancas de Central Park, llega hasta su lugar favorito después de una discusión doméstica y de revelarle a su mujer parte de los antecedentes de su actitud ecuánime. La actriz Itari Marta se vuelca con pericia en el complejo y desasosegado personaje de Ann, que en su ansiedad acorrala a su asombrado marido. Entre las virtudes de esta puesta en escena dirigida por Víctor Weinstock, autor también de la traducción, está que cada palabra, parlamento y silencio, poseen la carga de rabia, dolor, indiferencia y hastío que arrastran los personajes. En esta ocasión, Odiseo y Bruno Bichir —quien interpreta a Jerry— se dejan dirigir por Weinstock al grado de que el espectador puede observar, en el azoro que paulatinamente genera Jerry en Peter, el acantilado interno que el ecuánime editor desconoce de sí. El encuentro entre el personaje que busca desesperadamente ser advertido por única vez en su vida y el que evita a toda costa cualquier tropiezo, se vuelve un exquisito diálogo

ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com

cuyos silencios responden a las preguntas y a la increíble narración, pródiga en detalles, que hace el caminante del parque. La sala de la casa de Peter, en colores neutros, con luz tenue y con cada objeto en su sitio, es abierta en el vértice de su doble muro, hasta albergar dos bancas con respaldos en dirección opuesta, al centro de una calle de Central Park, sobre la que caen hojas secas y donde hay algunos troncos que antes estuvieron en la chimenea de la casa, espacio diseñado por Patricia Gutiérrez Arriaga que roza la magia de un pop up con la que nos traslada al lugar donde se desborda la acción interior de los personajes. Cabe mencionar el acierto del director, quien para cambiar de escenario pide la ayuda de tramoyistas, en vez de solicitar a los actores que abandonen a su personaje antes de salir de escena para cargar los muebles o mover las paredes. Esta importante decisión de Weinstock hace posible que el espectador conserve a los personajes, con lo que protege, como hacía Albee, la obra, a los actores, a los personajes y a la audiencia. El vestuario femenino alude a la década de 1960 y al mismo tiempo parece actual, mientras que el de los personajes masculinos cruza sin tropiezo hasta nuestros días. El diseño de Adriana Pérez Solís nos acerca a unos personajes comunes, como las personas que desde su butaca se ríen al tiempo en que se inquietan al ignorar hasta dónde podrá llegar la detonación escénica del verdadero yo. La dramaturgia de Edward Albee, de vigencia y honestidad aterradoras, consigue, mediante un caudal de palabras precisas, revelar, como si se tratara de una autopsia, el motivo del desvanecimiento existencial de sus personajes, que mientras más se dirigen al otro mejor lo diseccionan. Celebremos al autor de Quién le teme a Virginia Woolf, que conoce la contundencia de la palabra y su poderoso efecto, al director– traductor que valora, respeta y profundiza en su obra, al elenco y a los diseñadores que le abrieron espacio a unos personajes en cuya dolorosa y extrema verdad se redimen. L

ubo siempre locas en México”, inicia el ensayo de Salvador Novo Las locas, el sexo y los burdeles. El fuego les llovió a los sodomitas desde la Biblia, desde los tiempos del poeta Nezahualcóyotl —sentenció “que si se averiguase ser algún somético, muriese por ello”— y desde que algunos poetas del grupo Contemporáneos quisieron levantar la cabeza frente a los muralistas, los estridentistas y los escritores de la Revolución mexicana. Ante eso Novo jamás inclinó la cabeza y levantó la sátira como arma letal contra sus adversarios. El poeta Luis Felipe Fabre —autor de La sodomía en la Nueva España, sin duda uno de los mejores libros de poesía que se han escrito en nuestro país—, coloca a Salvador Novo en el Mictlán, recordando su vida, pasiones y poemas, en un escenario donde la palabra “mierda” se repite hasta el cansancio. La escatología ayuda poco a entender las intenciones del montaje en el que lo destacado son las actuaciones de Tito Vasconcelos y Pedro Kominik, a pesar de la sórdida propuesta expresionista y de un texto donde lo salvable son los poemas del vituperiado. ¿Por qué tanta caca? ¿Porque Paz escribió que Novo “escribió con caca”? ¿Por irreverencia al lenguaje? Me atrevo a decir, ¿por qué hay una homofobia disfrazada de culteranismo que pretende ironizar y homenajear al poeta? La propuesta escénica se pierde en la duda de los espectadores que, si bien ríen con el escarnio que Novo hace de sí mismo, se aburren con la pobreza de la repetición lingüística, con el montaje de los directores Benjamín Lazar y Thomas González, que pretenden el preciosismo de lo popular como sinónimo de entendimiento. Anuncian la puesta como una “mordaz rapsodia acompañada por boleros”, cuando apenas hay un declamador de poemas de Novo y un intérprete de Novo que se mofa hasta la saciedad de su figura y detesta no estar en la literatura universal, sí, dentro de la literatura mexicana, amén de otros lugares comunes de la culturita nacional. Acaso el bolero como género sana en parte la aburrición del texto y el montaje. Una farsa sin teatro. Un teatro sin dramaturgia. Apenas el deseo de jugar a la puesta en escena. Una boutade —dice la RAE: “pretendidamente ingeniosa, destinada por lo común a impresionar”— dirían los franceses. A lo mejor en un cabaret pueda apreciarse mejor este espectáculo que en el teatro El Galeón. Hay algo de vulgar en la puesta, más por la estridencia del texto que por la dirección. Tito hace lo que puede con la prosa que le exigieron hiciera lo imposible por actuar. Pedro Kominik sale mejor librado porque el verso de Novo —cantado magistralmente— se ve en toda su potencia. Novo pierde con Fabre la posibilidad de reivindicarse. Inexplicable, pero pasa. No se puede cacarear a Novo sin su poderoso verbo altisonante. Ni escribir monólogos para que Novo se convierta en su propio enemigo, incapaz de defenderse de quienes lo denostaron. Cuiloni contra cuiloni también es homofobia. L ARCHIVO NOVO


VARIA

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LABERINTO

ESPECIAL

Tufo TOSCANADAS

DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

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a más reciente novela de Vargas Llosa tiene una horrorosamente redactada advertencia preliminar que dice: “Cinco esquinas es una obra de ficción en la que, para la creación de algunos personajes, el autor se ha inspirado en la personalidad de seres auténticos, con los que, además, comparten nombre, aunque a lo largo de toda la novela son tratados como seres de ficción. El autor ha asumido en todo momento libertad absoluta en el relato, sin que los hechos que se narran se correspondan con la realidad”. No estoy seguro a cuento de qué vienen las tales líneas. Cierto es que a muchos lectores de novelas hay que decirles que agregar Ariel no convierte una cubeta en lavadora automática; pero si ya el propio Vargas Llosa los criticó en La verdad de las mentiras, no veo para qué comenzar el libro dirigiéndose a ellos. Y en caso de que fuera una nota de desprendimiento legal, me decepcionaría que la editorial no quisiera compartir con el autor los riesgos de criticar al poder, pues una de las razones de ser de la novela es precisamente esa crítica. O tal vez se trate de un mero malabar retórico para volver aún más difusa la frontera entre la realidad y la ficción. También sobra la advertencia porque Vargas Llosa utiliza el nombre de Fujimori, sin que él sea propiamente un personaje, y nunca menciona el de Montesinos, sino que lo llama siempre “el Doctor”, sin que ahora pueda yo dilucidar si existen apodos verdaderos. Sea lo que sea, yo taché esa página de mi libro con la misma comezón con que algunos padres de familia arrancan ciertas páginas de los libros de texto. La novela debe ser un territorio sin advertencias ni disculpas ni explicaciones ni tibiezas, apenas sometida a lo que dictan las bellas letras.

Pensaba en estas cosas porque a últimas fechas el periodismo está siendo perseguido por la autoridad, violentado por el poder alterno y apagado con la fuerza de los medios y empresarios oficialistas. Más allá de apoyar siempre la libertad de expresión y a los colegas acosados, me puse a imaginar ciertas novelas que podrían titularse El gobernador o La primera dama o Conflicto de interés o El presidente que leía muy poco. Pensemos en el primer ejemplo: El gobernador. Al estilo cervantino, se comienza con “En un estado del norte de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que desfalcaba un gobernador de los de amistad en los Pinos, partido mesozoico, oposición flaca y tesorero leal”. Sin mencionar nombres de personas ni de lugares ni montos exactos en las cuentas, el lector puede pensar que se habla de cualquiera o de ninguno o de todos. Ahora bien, si uno de tales gobernadores llegase a

LO QUE CONTEMPLAS

conocer el contenido de la novela, difícilmente se atrevería a demandar al autor, pues no equivaldría sino a delatarse poniéndose el saco. El novelista de marras podrá entonces regodearse en las intrigas de su historia, y si llega a hablar de un “tufo a corrupción” apenas tendrá que cuidarse de las cacofonías que a veces provocan las palabras terminadas en “ón”. A diferencia del periodismo, que exige la verdad, una novela precisa de verosimilitud, por lo que el autor tendrá que edulcorar la realidad. Además del refugio de la ficción, el novelista no sería acosado como periodista por otra razón: quienquiera que lea El presidente que leía muy poco sabrá que los libros no son el pasatiempo predilecto de la clase en el poder. Así pues, queridos y valientes amigos periodistas, los novelistas les mandamos un saludo desde la pacífica trinchera donde nadie nos lee. L

ADRIANA DÍAZ ENCISO

adrianadiazenciso@gmail.com MATTHEW STONE

Utopía E

n la inauguración se izó solemnemente la bandera comisionada para el festival. Se necesitaron dos artistas para concebir la carita sonriente como emblema. Así empezó en Somerset House “Utopía 2016: un año de imaginación y posibilidad”, para celebrar el 500 aniversario de la Utopía de Tomás Moro, a quien ideas e ideales le costaron la cabeza. Se imprimió el libro con el alfabeto utópico, en la contraportada la carita sonriente que en un momento dado todos los asistentes al evento levantaron a la altura de su rostro. Da un cierto escalofrío, pero tampoco el “no–lugar” de Moro era perfecto. Organizadores y curadores hablan efervescentemente de optimismo. Aquí utopía equivale a “ser felices”, lo cual a su vez se deriva de un emoticón originado en el universo publicitario. Paso por Somerset House para ver cómo se entiende la felicidad del futuro un día de agosto, y caigo en una exposición de Matthew Stone. Stone se presenta sin vergüenza alguna como “artista y chamán” y gran figura de la contracultura, cuyo lema es el optimismo como revolución. Su discurso está plagado de lugares comunes, grandilocuencia, y la incapacidad de articular ideas. La obra expuesta es una desangelada serie de imágenes que fusionan la fotografía intervenida y estridentes brochazos de pintura. Rostros inexpresivos, como maniquíes. Títulos como “Instruyo por medio de la autenticidad” o “Yo experimentando gozo” para un close–up de genitales. Camisetas con palabrería sobre optimismo y buena onda y un montón de mal arte. En la sala de al lado, el estilista IB Kamara presenta su obra amparada tras más monserga sobre cómo el individuo manifestará su identidad en 2026, sin “el control policiaco de la masculinidad”. Las imágenes van

Pieza de la exposición Healing with Wounds

de lo cool a lo ridículo, ni más ni menos que en cualquier revista de moda: no tenemos que esperar a 2026 para ver esto. Unos videos se centran en dos retadoras figuras andróginas; en un momento arrastran por el desierto a un hombre que trata inútilmente de escapar. Luego los vemos en imágenes vagamente orgiásticas. He de decir que hasta el momento poco he visto de alegría. En otra sala cuelgan cortinas con desvaídas imágenes de pasadas utopías alrededor de una mezcla de muebles en colores chillones, como de jardín infantil, con un fondo de música pop. En la infaltable pantalla un video muestra las virtudes de “La máquina para

ser otro”: una máscara de realidad virtual, para vernos a través de los ojos de otro. En el futuro, al parecer, la empatía no será posible, ni espontánea, sin artilugio de por medio. Sería injusto juzgar un año entero de visiones utópicas por la visita de un día. Volveré. Pero hoy la perspectiva de estos mundos, que son de hecho ya el mundo de muchos, me deprime. El discurso de falsa colectividad; el vacío: de inteligencia, de humanidad. Afuera el sol arranca del Támesis destellos cegadores. Los niños juegan a mojarse entre las fuentes. Alegres, ellos sí, felizmente ignorantes del futuro que les sueñan.L


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