Laberinto No.693 (24/09/16)

Page 1

Laberinto

LOS PROTAGÓNICOS

SERES MUY OTROS

álvaro uribe p. 03

argelia guerrero p. 11

ROBERTO CALASSO: CONTAR LO IGNOTO

carlos rubio rosell p. 04 y 05

MILENIO

NÚM. 693

sábado 24 de septiembre de 2016 FOTO: ALBERTO VÁZQUEZ

EL DÍA QUE CAMBIÓ LA NOCHE

josé luis martínez s. p. 06 y 07


ANTESALA

sábado 24 de septiembre de 2016

p. 02

LABERINTO

ESPECIAL

Oro puro AVELINA LÉSPER www.avelinalesper.com

CASTA DIVA

E

l rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba, el arte VIP convierte todo en arte y también en oro. Imitando a los jeques árabes, sin aportar pero repensando las raíces escatológicas de toda una corriente artística, el artista VIP Maurizio Cattelan vendió al Museo Guggenheim un excusado cubierto con oro de 18 quilates. La nueva adquisición, orgullo del capitalismo y del arte, fue instalada por los curadores en un baño, porque la obra es interactiva y obviamente funciona. El periódico New York Post le dio la portada con su reportero sentado interactuando con la obra de arte, y narrando con detalle su experiencia físico–cognitiva. Los curadores y las revistas especializadas se quejaron de que abordara así a una obra que es “un homenaje a la Fountain de Marcel Duchamp y que permite una relación

ALFILERES ARMANDO ALANÍS @elsaltillero

íntima con una obra de arte”. Tienen razón al indignarse, así que aportaremos algunas ideas curatoriales para romper con la pasividad del público y que se convierta en parte de la obra. Instalen dentro del baño una biblioteca portátil con los libros de Arthur Danto y Gilles Deleuze para que lean y aprendan mientras participan en la obra de arte, la alimentación moderna sin fibra incrementará la concentración del usuario “creando un vínculo afectivo con el arte”. Impriman papel sanitario con la biografía completa de Duchamp, el estudio de William Camfield sobre el urinario y los millones de tesis de las universidades que educan artistas VIP. Realicen una nueva versión del performance de Marina Abramovic, The Artist Is Present, en el que estuvo sentada en una silla en el MoMA, pero ahora “accionará” siete horas

América de Maurizio Cattelan

sobre el trono artístico, mientras el público estudia su propio “mecanismo de percepción”. Inviten a artistas consagrados a residencias artísticas para que trabajen su respuesta orgánica ante la obra dorada y que el resultado sea enlatado, como lo hiciera hace décadas Piero Manzoni, expondrán todas las latas, y los curadores escribirán un catálogo con ensayos sobre la simbiosis ontológica entre arte y cuerpo. La conducta del público

es impredecible, cada gesto y reacción es parte de la obra, documenten las “conversaciones creativas del ser en soledad con el arte” con una cámara de video grabando cada participación y que Martin Creed edite el video. La obsesión escatológica del arte VIP por fin alcanzó una de sus cumbres, generar más arte es cuestión de laxantes, el fluxus funciona, el conservador del Guggenheim garantiza que la obra “nunca se va a tapar”. L

La doncella y el sultán ignoran que también son personajes de cuento.

La cuadra AMBOS MUNDOS

U

na de las cosas que Colombia comparte hoy con México es el género novelesco que habla del narcotráfico: su galería de personajes y las vidas de quienes forman parte de él. Pero cuando se creía que todo estaba dicho y que el tema se había agotado, al menos en Colombia, aparece La cuadra, de Gílmer Mesa, y reabre el expediente de un modo asombroso. Como dijo el crítico Mario Jursich: “La cuadra nos ofrece el ángulo que faltaba, que es la visión desde adentro”. Es la mirada de un sobreviviente de esas temibles bandas de jóvenes que asolaron Medellín a fines de los ochenta, porque su autor, Gílmer Mesa, fue en esos años un joven aspirante a bandolero que a los 14 ya había empuñado armas de fuego, hasta que llegó la gran tragedia de su vida, el asesinato de su hermano Alquívar, de 17 años, pandillero ya graduado. Ahí ocurre algo y es que la muerte del admirado

ESPECIAL

SANTIAGO GAMBOA Facebook: Santiago Gamboa–círculo de lectores

hermano, paradójicamente, permite la salvación de quien lo sobrevive, el joven Gílmer, quien lleno de dolor decide alejarse de las bandas y orientar su vida hacia el estudio, la literatura y la música. “Las letras de las canciones fue la primera literatura de los que llegamos tarde a los libros”, dice Gílmer. Y, en efecto, La cuadra es un testimonio, pero sobre todo es una novela, pues está escrita con las armas de la novela: un punto de vista de primera persona muy sólido, una división de capítulos en torno a un personaje o a un hecho que emerge del capítulo anterior, dándole una gran solvencia narrativa. La narración no se agota en los hechos, sino que los utiliza para reflexionar sobre la fragilidad del hombre y los muchos problemas de una sociedad enferma como la nuestra. Por eso sería insuficiente considerar La cuadra un mero testimonio desde el interior del

Gílmer Mesa

infierno, que también lo es, o como una novela de jóvenes sicarios, que también es, porque de lo que se trata es de una poderosa obra que nos habla con gran sabiduría de la condición humana, del amor y de la maldad, y de nosotros mismos ante ese amor y esa maldad; de las vidas fugaces de quienes intentaron ser felices contra toda esperanza, en un ecosistema hostil y precario en el que solo la lealtad de los amigos de la cuadra era capaz de ofrecer una redención. Por eso el personaje dice: “A veces pienso y más que nada siento que también debería haber muerto en esa época con mi gente, en tierna edad y aún con ternura en el alma, al menos así estaría con los míos y no en este mundo de espectros”. L

dirección josé luis martínez s. edición roberto pliego, iván ríos gascón arte y diseño salvador vázquez


MILENIO

p. 03

× P E D R O

sábado 24 de septiembre de 2016

ANTESALA

ESPECIAL

S E R R A N O ×

Albardas sin florete Este poema pertenece a un libro en preparación y augura un norte que se impone como una amenaza

C

on su parsimonia el oso baja su seda patas arriba, juega con los árboles de la sierra, hace muelle al pasar entre las espigadas albardas, agita los asolados huizaches. Se mece en las cortezas del mezquite, raspa su orfandad en tanto tronco tunco. Todo ese ramerío desolado que lo acompaña, yo lo veo que conste en el video. ¿Qué baja de la sierra que no sea un oso joven, negro, afelpado, el terror en doma y sometido para alcanzar el agua de los charcos, en las llanteras y sus mosquiterías, en el arrabal de Saltillo? Respuesta: Pancho Villa (no, es broma). Los lobos crían cuervos sin sacarse los ojos, espeluznan, esperando el grito ahogado del ferrocarril en este árido norte de mi proveniencia al que bajo a beber como los osos mi propia vida, piloncillo de nuez rumbo a los nortes. (Saltillo)

×EKO×EX LIBRIS×JOSEFINA VIUDA DE BEAUHARNAIS×

Los protagónicos CARACTERES

ÁLVARO URIBE alvuribe@yahoo.com.mx

N

o hay quien no tenga por lo menos un amigo o una amiga así. En una reunión social los protagónicos se destacan a las primeras de cambio. Los distingues tan pronto se te ocurre contar una anécdota más o menos íntima con el propósito más o menos altruista de hacer conversación. Sea cual sea el asunto que propongas (desde la herida que te acabas de infligir en el dedo gordo del pie derecho por un resbalón en la tina del baño, hasta lo que hacía tu padre contigo cuando te orinabas de niño en la cama) ellos te interrumpen para emprender una perorata que, luego de comenzar con las palabras: “pues a mí”, o bien: “pues yo”, despliega una anécdota semejante o idéntica a la tuya, solo que de algún modo mejor. Andrónico se especializa en los Grandes Acontecimientos y en los Grandes Personajes y en lo Grande a secas (las mayúsculas son suyas). Si alguien se refiere a los días que pasó encerrado en un hotel cerca de Akumal a causa de un terrible huracán, resulta que él estuvo en Java cuando la azotó el tsunami. Si alguien evoca un viaje reciente a Cuba, él recuerda la tarde entera que pasó hace mucho tiempo en compañía de Fidel. Si alguien se jacta de haber visto las cataratas de Niágara, él presume de su visita guiada a las de Iguazú. Mónica, en cambio, usurpa las vivencias personales (las minúsculas son tuyas). No vale la pena repudiar en público a tu padre porque abandonó a la familia cuando tú tenías diez años: el de ella era alcohólico y golpeaba a su esposa y trató de violar a sus hijas. Es vano lamentar que tu madre haya muerto de un infarto al miocardio sin haber llegado apenas a los cincuenta: la de ella murió a los treinta y dos en un accidente automovilístico al que su padre, que manejaba borracho, sobrevivió. Y ni hablar de tu hermano, que a fuerza de engaños te birló una parte de tu legítima herencia: la hermana de ella no solo la maltrató en la infancia y ya adulta la despojó hasta del último centavo, sino que además se acostó con su hoy ex marido. Un día los juntaste en tu casa con la intención (que algunos tacharían de aviesa y tú consideras simplemente deportiva) de ponerlos a competir. Andrónico parecía tener la ventaja. Según empezó a narrar con su acostumbrada prolijidad, meses atrás le habían extirpado el lóbulo superior del pulmón derecho a fin de retirarle un tumor maligno, aunque por fortuna encapsulado, y ahora estaba en la décima de dieciséis sesiones previstas de quimioterapia. Pero las experiencias personales de Mónica incluyen a las personas que conoce y, en cuanto se presentó una oportunidad, le arrebató la palabra al convaleciente para describir con un caudal de pormenores superfluos el caso de una mujer ignota para los demás a quien le quitaron los dos senos y la sometieron a cruentas radiaciones y ni así lograron salvarla. Desde esa tarde tu amigo Andrónico el protagónico se queja del protagonismo vicario de tu amiga Mónica la protagónica y no te ha sido posible reunirlos otra vez para averiguar quién gana la revancha. L

http://www.milenio.com/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter: @SCLaberinto


LABERINTO

p. 04

Roberto Calasso

Conectar con lo ignoto

El 16 de septiembre, el escritor italiano recibió el Premio Formentor de Letras. Esta distinción ha coincidido con la publicación de El ardor, un extenso comentario sobre el saber védico y a la vez una reivindicación de la experiencia de lo sagrado ENSAYO CARLOS RUBIO ROSELL/ MADRID

M

uy poco de religioso, en sentido estricto y riguroso, subsiste en el mundo. No tanto en los individuos como en las estructuras sociales. “Es la venganza de la secularidad”, dice el escritor italiano Roberto Calasso, quien dedica su más reciente libro, El ardor, a fortalecer esta idea. “Después de haber vivido durante centenares y miles de años en una condición de sometimiento, como sierva de poderes que se imponían sin justificarse, ahora la secularidad —no sin sarcasmo— ofrece a todo lo que aún denomina lo sagrado una manera de actuar más eficaz, más actualizada, más mortal, más adaptada a los tiempos. Este es el horror nuevo que debería cristalizarse: el siglo XX ha sido el largo periodo de incubación”, escribe. En efecto, Calasso sostiene que para que pueda hablarse de lo religioso es necesario establecer cierta relación con lo invisible. “Es necesario que exista el reconocimiento de poderes situados más allá y fuera del orden social”. Aún más: es necesario, dice, que el orden social quiera establecer cierta relación con lo invisible, lo que, como puede verificarse en nuestro siglo XXI, no es prioridad ni de autoridades religiosas ni, mucho menos, de estamentos sociales que “guían”, “conducen”, “educan” o “regulan” las prácticas y relaciones entre individuos. Pero esa relación, se aprecie o no, se “vea” o no, se comprenda o no, existe, como existió desde los tiempos fundadores de la conciencia humana; es decir, desde la fundación misma de los mitos que, de forma inextricable, se acompañaron de ritos. Calasso intenta observar, en su carácter elemental, ciertos actos, advertidos o no, que nos acompañan desde siempre y sin los cuales no existiríamos: respirar, tragar, copular, cortar, matar, evacuar, hablar, quemar, verter, pensar, soñar, mirar, y algunos otros sobre los que, tras su concienzuda clasificación antropológica, ha sobrevenido cierta indiferencia. Y decidió atravesar el Satapatha Brahmana, un tratado sobre los ritos védicos que se remonta al siglo VIII a. C., el cual contiene pensamientos “inevitables desde siempre”, que sin embargo, como acusa Calasso, raramente han encontrado acogida en los libros de filosofía, y que con mucha frecuencia fueron tratados con intolerancia, como a intrusos. GETTY IMAGES

El Satapatha Brahmana, como destaca Calasso, es un antídoto poderoso para la existencia actual. “Es un tratado que muestra cómo se puede vivir una vida totalmente dedicada a pasar a otro orden de cosas, que el texto osa llamar ‘verdad’. Una vida invisible, porque se agota casi completamente en el esfuerzo de ese pasaje. Una vida que algunos, en un tiempo remoto, experimentaron, y de la que quisieron dejar testimonio”. Era una vida, recuerda el escritor, basada esencialmente en ciertos gestos, y el hecho de que algunos de esos gestos sobrevivan en la India y se difundan entre multitudes que, con frecuencia, nada saben de sus orígenes, mientras grandes civilizaciones no han dejado ninguna herencia comparable, no debe llamarnos a engaño: la civilización de los ritualistas védicos no se sustrajo al choque del tiempo, se perdió, quedando en buena medida como algo ajeno e incomprensible. Sin embargo, todo lo que aún se trasluce tiene una potencia tal que sacude a toda mente que no esté del todo sometida a lo que la rodea”. Coincidiendo con la publicación de esta obra, Roberto Calasso (Florencia, 1941) —presidente y director literario de Adelphi, una de las editoriales de mayor prestigio internacional, y autor de obras como La ruina de Kasch (1989), Las bodas de Cadmo y Harmonía (1990), Los cuarenta y nueve escalones (1994), Ka (1999), K. (2005), La Folie Baudelaire (2011)— ha sido galardonado con el Premio Formentor de las Letras 2016, en reconocimiento al conjunto de su obra, que recibió el 16 de septiembre en Mallorca, en el marco de las Conversaciones Literarias de Formentor. El jurado, presidido por Basilio Baltasar e integrado por Victoria Cirlot, Ramón Andrés, Francisco Ferrer y Vicente Verdú, concedió el premio a Calasso en esta su novena edición como reconocimiento a su prosa “alumbradora”, que “requiere una atención constante del lector”. El jurado destacó asimismo que la obra del italiano “integra, en un ambicioso discurso, corrientes fi losóficas, estéticas y morales de muy diversa procedencia. La amplitud de campos de conocimiento que abarca su mirada constituye el fundamento mismo de una cultura humanista tal y como será rescatada en la posmodernidad de nuestro siglo” y “discurre por senderos narrativos y reflexivos en donde la belleza literaria, el rigor conceptual y la intuición poética conforman una insaciable inteligencia” en la que “el arte del ensayo alcanza una de las más altas expresiones, acaso única en la cultura europea reciente”. Estos comentarios bien pueden referirse a El ardor, donde Calasso regresa a la religión de la antigua India y a la civilización de extraordinaria riqueza que floreció hace 3 mil años alrededor de los textos del Veda, textos que, en su mayor parte, son minuciosas prescripciones para ejecutar los ritos, desde el más sencillo hasta el más complejo, bajo la idea común del sacrificio. Como bien apunta Calasso, “sacrificio” es una palabra que crea una incomodidad inmediata, a pesar de que muchos la usamos con desenvoltura a propósito de hechos psicológicos, económicos, bélicos, siempre vinculados a un sentimiento noble. Pero si se refiere a la modalidad ritual de lo que en el pasado fue llamado “sacrificio”, de inmediato se pasa a un movimiento de rechazo y, por definición, no se admite en la sociedad, considerándolo algo bárbaro, primitivo. Pero el sacrificio, como Calasso argumenta a lo largo de poco más de 500 páginas, permanece o quizá debería permanecer en la cultura. Porque se puede ignorar fácilmente el pensamiento mismo del sacrificio, pero el mundo, como expone el escritor, seguirá siendo “un inmenso taller sacrificial”. ¿Por qué? Porque “está fundado —en cada una de sus partes— sobre un intercambio de energía: de lo exterior hacia el interior y del interior hacia el exterior. Eso es lo que sucede para toda respiración. Igualmente para la alimentación y para las excreciones. Interpretar el intercambio fisiológico como sacrificio es el pasaje decisivo, del que todo lo demás depende. Es un pasaje que, reducido a su forma más elemental, implica solo que entre todo interior y todo exterior


p. 05

sábado 24 de septiembre de 2016

LITERATURA

ESPECIAL

El autor de Los cuarenta y nueve escalones

existe una relación, una comunicación que puede cargarse de sentido, y de los sentidos más diversos, hasta la exaltación híper significante del Veda”. El ardor es una excursión fascinante, erudita, compleja y llena de matices en la que su autor condensa años de lectura minuciosa, contrastando fuentes, evocando otras mitologías, liturgias y saberes para someter al lector a un esfuerzo de comprensión con una voluntad de ligereza prosística que deslumbra por su precisión y hondura, y que refleja una capacidad de reflexión que une, conecta, vincula y es, a contracorriente de lo que prevalece, absolutamente analógica, aunque también sobrevuele lo convencional, lo sustitutivo y lo digital para esclarecer sus motivos. La época a la que se remonta esta obra, que se defi ne a sí misma como “comentario”, es la de una civilización en la que lo invisible prevalecía sobre lo visible, y de la que solo quedan los textos, el Veda, el Saber. “Los textos”, explica Calasso, “están engastados en momentos de complejas acciones rituales, que van de la doble libación, agnihotra, que el jefe de la familia debía cumplir solo, todos los días, durante casi toda

la vida; hasta el sacrificio más imponente —el ‘sacrificio del caballo’, asvamehda— que implica la participación de centenares y centenares de hombres y animales”. Era la época de los ritualistas. No había lugares sagrados de una vez para siempre, como los templos. “El lugar era la escena del sacrificio, que se escogía cada vez siguiendo criterios fijos. Era la región que hoy es la India, para cuyos habitantes la historia no era algo para preocuparse. “La cronología a la que se refieren los ritualistas es por lo general un tiempo de los dioses y de lo que sucede antes de los dioses” y solo en raras ocasiones se hace referencia a algo “arcaico”, por lo que se deja entender que se refiere al tiempo de los hombres. A partir de este punto, Calasso se adentra y nos adentra en el corpus védico, un mundo autosuficiente y autosegregado, en el que los hombres estaban obsesionados con el rito y sus liturgias porque querían pensar y vivir en ciertos estados de la conciencia. “Querían pensar, y sobre todo: querían ser conscientes de pensar”.

Y ¿pensar para qué? Para saber. Y para “saber”, es necesario, en el pensamiento védico, arder. “De otro modo todo conocimiento es ineficaz. Por eso es necesario practicar el ‘ardor’ ”. Se trata, en suma, de descubrir cómo está hecho el mundo, una visión cuya falta vuelve vano todo saber. Pero importante es también reconocer lo “ignoto”, que no es algo solo exterior a la mente, sino interior a ella y acaso aún más grande que lo ignoto que se abre en el exterior. El punto de llegada, precisa el escritor, es un sujeto dual, irreductible, desequilibrado (el individuo es un ser cualquiera de este mundo), intermitente (la percepción del sujeto dual no es un dato del que partir, sino una conquista, la más difícil, la más eficaz de las conquistas). “Indagando en el corazón, los poetas consiguieron descubrir mediante la reflexión el vínculo entre el ser y el no ser”, cita Calasso. El escritor sabe que pisa en arenas movedizas, donde la historia oscila en siglos y donde otros perciben meses, donde los géneros literarios conviven en una maraña que, de modo magistral, funda la prosa. Y en su viaje, de la mano de estas escrituras sagradas, Calasso nos lleva al origen de todo, una acción que se cumple en cada mente, sea o no consciente de ello, porque la cosmología védica no es el relato canónico de los orígenes, sino un género literario que admite un número indefi nido de variantes que convergen siempre en el mismo punto: el sacrificio, “la respiración de las cosmogonías múltiples”. Calasso dedica un último comentario a la necesidad de volver la mirada al mundo que nos abren los textos védicos, o más bien esboza una crítica a lo que, desde Durkheim, puede llamarse la religión de la sociedad, “una totalidad secular cuajada de islas y franjas de religiones fundamentalistas” que adora a la sociedad misma como único interlocutor al que prodigar ofrendas. “Ofrendas que deben fortalecerlo y lustrar su brillo: en primer lugar, la publicidad, el haz ininterrumpido de imágenes que envuelve la epidermis del todo y se renueva sin tregua, único taller que no conoce pausa y cubre la totalidad del tiempo, como un sattra (rito)”. La paradoja que revela Calasso es que “la sociedad secularizada, en el momento en que se expande sobre el todo, asume aquellas características alucinatorias, fantasmagóricas y delirantes que Durkheim había identificado con el fenómeno religioso en general”. Calasso se pregunta qué relevancia puede tener lo que se lee en el Veda, visto que no tiene ya ningún vínculo con lo que es la vida en la sociedad secular. Pero la mecánica cuántica tampoco corresponde de ningún modo a la vida corriente, argumenta enseguida, mientras que la física newtoniana “ha terminado por convertirse en el modelo mismo del sentido común”. ¿Por ello la mecánica cuántica es irrelevante, como se dice de los rituales védicos? “El Veda podría ser asimilable a una microfísica de la mente más que a otras categorías (pensamiento arcaico, mágico o salvaje, u otras fórmulas por el estilo, ya inertes)”, sugiere, pues “la tremenda vivacidad de esos textos, que no se sustentan en nada de la experiencia común, podría indicar que existe algo en lo que es donde todo sigue apareciendo como lo vieron los videntes védicos. O, por lo menos, a nada se parece tanto como a eso que los rsi nos han transmitido”. Porque, en efecto, como recuerda Roberto Calasso en este hermoso libro, “los dioses viven todavía allí donde siempre han vivido. Sobre la tierra se han perdido ciertas señales que había en esos lugares. O no se sabe ya encontrarlas en viejas hojas abandonadas y dispersas. La vida, mientras tanto, procede como si nada pasara. Algunos piensan que esas hojas un día serán reencontradas. Otros, que no han tenido nunca un interés particular. Otros ignoran incluso que hayan existido nunca”. L


LABERINTO

p. 06

El día que cambió la ARCHIVO ROBERTO DIEGO ORTEGA

En estos días comienzan a circular, bajo el sello de Grijalbo, las memorias de un noctámbulo en la Ciudad de México, la anterior al temblor de 1985, la que vestía de gala para asistir a los cabarets. Ofrecemos un adelanto que se rehúsa a volver la vista con nostalgia JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S.

LECCIONES DE DON VICENTE

P

asaba horas escuchando las historias de Vicente Ortega Colunga (director de la revista erótica Su Otro Yo). Tenía sesenta y dos años cuando lo conocí, y en la redacción le decíamos El Viejo. Lo era entre un grupo de jóvenes en el que nadie llegaba a los treinta. Cuando yo le contaba de mi infancia en el barrio, de mis años como panadero, de mi experiencia como becario pobre en el extranjero, me animaba a que escribiera lo que había vivido. No le hice caso; nunca tuve la vocación de escritor sino el deseo de ser reportero, de andar por todas partes, curioseando, enterándome de cosas, hurgando vidas ajenas en los reportajes y entrevistas que él me encargaba o yo le proponía. En ese tiempo nació mi devoción por José Alvarado, amigo entrañable de Ortega Colunga. Lo admiraba en todo: en su desapego por las cosas materiales, en su cultura, en su manera de escribir, de una asombrosa sencillez, sin querer apantallar a nadie con frases rimbombantes o ideas geniales. Alvarado escribía de asuntos que a mí me interesaban: los libros, la música, la vida cotidiana, la amistad, la bohemia, la noche, la ciudad que él caminaba como nadie. Por eso se mandó hacer tarjetas de presentación en las que, en vez de licenciado, doctor, arquitecto, maestro o cualquiera de esas credenciales académicas, debajo de su nombre sólo decía Peatón. […] Gracias a don Vicente me acerqué a la obra de José Alvarado, a sus artículos periodísticos y a sus libros; supe de su entusiasmo por la vida y de su gusto por la bebida. En las tardes de oficina o en las noches de juerga, Ortega Colunga me hablaba de sus amigos y me ofrecía lecciones inolvidables. Una ocasión estábamos solos en la revista, viendo fotos de modelos; de pronto me dijo: —No sabes cómo se me antoja un café. El Habana estaba a una cuadra y a mí se me hizo fácil proponerle: —Si quiere se lo traigo. Con suavidad, pero también con firmeza, puso la mano en mi hombro, y en vez de aceptar me advirtió: —No se te olvide que eres mi jefe de redacción. Me cayó el veinte. Me di cuenta que me estaba previniendo contra la maldición del servilismo, era importante que yo me diera mi lugar, y le reviré: —Bueno, pues entonces vamos; yo también quiero uno. —Así, sí —me dijo. Dejamos lo que estábamos haciendo y nos fuimos a ese lugar donde pasamos tantas horas entre risas y anécdotas. Enfrente del Habana estaba un edificio inclinado —como la Torre de Pisa pero en feo, decíamos—, donde vendían pasteles árabes que a veces comprábamos para acompañar el café. Fue uno de los edificios que el sismo dañó irremediablemente, como lo hizo con el de Bucareli 18, donde estaba la revista cuando comencé a trabajar con él. Un día de cierre, cuando en camisas de papel albanene —esas hojas traslúcidas que se ponían sobre la tipografía para no ensuciarla— yo marcaba las erratas con un lápiz de 2.5, me preguntó:

Ortega Colunga con Briggite Aubé

—¿Qué estás haciendo? —Corrigiendo. —Déjalo, al rato lo haces, vamos a comer. Fui a mi lugar, guardé mis cosas en el escritorio y lo acompañé al Tampico, en Balderas; de regreso, como a las seis de la tarde, entramos a la cantina La Reforma, nuestro refugio después del cierre de La Mundial por la construcción del nuevo edificio de Excélsior, que durante mucho tiempo estaría en obra negra. Salimos a la medianoche rumbo a La Ronda, en la Zona Rosa, donde sólo recuerdo que estuvimos con unas muchachas. […] Al otro día, cuando llegué a la oficina, él ya estaba ahí. —¿Dónde está el material? —fue lo primero que me dijo cuando fui a saludarlo. —Todavía no termino de revisarlo —le contesté un poco extrañado. —¿Por qué? No entendía el motivo de su pregunta; la respuesta me parecía obvia. —Porque anduve con usted —me atreví a decirle. —A mí no me importa con quién hayas andado, yo quiero el material —me exigió tajante. —En una hora se lo entrego —le dije, desconcertado y molesto. Me puse a corregir lo más rápido posible y en el tiempo prometido se lo llevé a su escritorio. Nunca volvió a convencerme de abandonar el trabajo para acompañarlo a cualquier parte. Esa fue otra de sus lecciones. […] Era un loco, un loco maravilloso y temperamental. Tenía una vida de película. Lourdes Gómez, colaboradora del suplemento La Onda, del periódico Novedades, le hizo lo que nosotros en la revista pasamos por alto: una entrevista en la que cuenta su historia como vendedor de periódicos en Saltillo; sus inicios en la fotografía; el encuentro con el maestro Elías Breeskin en Monterrey, quien lo animó a probar suerte en la Ciudad de México; sus primeros meses en la capital, difíciles por la falta de dinero y trabajo. Carecía de muchas cosas, pero no de ganas de triunfar. En un emotivo texto publicado en Su Otro Yo en marzo de 1985, con motivo de su muerte,

su hijo Roberto Diego habla de esos tiempos, cuando, después de meses de incertidumbre, su padre siente que La ciudad comienza a sonreír. Colabora como fotógrafo en la revista Arena del doctor Alfonso Gaona, retrata a los clientes de El Patio y convence al dueño, Vicente Miranda, de comprar una cámara Speed Graphic que le pagaría con su trabajo. Va de El Patio al Waikiki, del Ciro’s al San Souci, y entra en contacto con las personalidades y el jet-set que disfrutan el México de entonces, Madame Lupescu y el Rey Carol como luminarias inmarcesibles. De esas atmósferas y de las películas que se filman en los Estudios Azteca se nutre su columna de espectáculos Frente a mi cámara que llega a ocupar doce páginas en la revista Hoy, dirigida por Regino Hernández Llergo. Cuando nace la revista Mañana —de la que Ortega Colunga es fundador— tiene la irreverente idea de realizar la primera serenata a la Virgen del Tepeyac en la madrugada del 12 de diciembre, iniciación de un ritual que luego desvirtuaría su origen burlón. Agustín Lara compone especialmente unas saetas que son estrenadas por Pedro Vargas, Jorge Negrete y la Rondalla de Tata Nacho. Un grupo emprende la marcha a la Basílica desde las oficinas de Mañana, en la calle de Lucerna, y cuenta con la participación de Carlos Arruza, Silverio Pérez, Antonio Velázquez, Consuelo Guerrero de Luna, Fernando Fernández, Gloria Marín y Jorge Negrete.

A don Vicente le gustaban las tardes en el bar del Nicté–Ha del Hotel del Prado, en el extremo opuesto al mural de Diego Rivera Sueño de una tarde dominical en la Alameda. Desde ahí veíamos pasar a la gente mientras bebíamos whisky o ron y me contaba de cuando se reunía con sus amigos en el café de la Farmacia Regis: la mayoría periodistas, cantantes, actores, directores de cine, en los años cuarenta y cincuenta. Me dibujaba una ciudad que ya no existía, me hablaba de cabarets legendarios y de su amistad con María Félix y Agustín Lara. Estaba solo. Dos de sus hijos —Roberto Diego y Gabriela— estudiaban en Europa; la mayor —


p. 07

noche Alejandra— se había casado, y yo me volví su acompañante y discípulo. Con sus contradicciones y defectos, fue un mentor generoso que me enseñó un oficio del que yo desconocía todo; me alertó contra los demonios de la solemnidad y me alentó a escribir de lo que se me diera la gana. Me encaminó por los secretos de la noche, y fui feliz conociéndolos con él o impulsado por él en entrevistas, reportajes y crónicas para esa revista proscrita de las hemerotecas que se llamó Su Otro Yo. En aquel mensuario observo a las grandes vedettes de los setenta y ochenta: Amira Cruzat, Zulma Faiad, Grace Renat, Princesa Yamal, y veo también a una promesa que nunca alcanzó la gloria: Brigitte Aubé, que llegó a México precedida de la fama de haber sido Miss Francia y Miss Mundo. Don Vicente se enamoró de ella. Nunca lo dijo, pero era evidente. De cabello rubio y rizado, ojos verdes y cuerpo escultural, le robó el sueño. Puso a su disposición su automóvil y su chofer, le mandó hacer un reportaje con Paulina Lavista y la lanzó en el número de septiembre de 1982 de Su Otro Yo como La nueva estrella de México. (…) Don Vicente andaba con ella por todos lados: la llevaba a comidas, cenas, viajes, y por un tiempo se olvidó de nosotros; llegaba a la oficina, hacía llamadas, revisaba de prisa los materiales, encargaba algunas cosas, y volvía a irse con Brigitte, quien como vedette se presentó en programas de televisión, en teatro, en cabarets, sin que pasara nada, hasta que un día desapareció como había llegado: sin avisar.

EL CAZADOR DE ESTRELLAS

Me veo caminando por la Avenida Juárez aquella noche en la que don Vicente me dijo: —Vente, vamos a cazar estrellas. En el edificio de la revista el elevador llevaba varios días descompuesto y las luces del cubo de la escalera no servían. Por eso compró una gran lámpara de mano que utilizaba para subir y bajar sin peligro en esa boca de lobo, oscura y con frecuencia solitaria. Ya era tarde, habíamos estado viendo transparencias de modelos. Primero cincuenta, luego cuarenta, treinta, hasta llegar a las diez o doce que se necesitaban para cada reportaje. Las veíamos una y otra vez, mientras el diseñador Alfredo Ortiz las proyectaba en la pantalla y con un lápiz graso de color rojo las iba marcando en las cubiertas: una cruz para las que quedaban descartadas desde el principio, una paloma para las que volveríamos a revisar hasta quedarnos con las mejores. En esas sesiones, largas y a veces tediosas a pesar de que veíamos imágenes de mujeres desnudas, don Vicente me enseñó a descubrir detalles que hacían unas fotos mejores que otras: la iluminación, la composición, la naturalidad. No era un teórico, pero como fotógrafo observaba cosas que a mí me pasaban inadvertidas. Cuando yo seleccionaba una foto, me preguntaba por qué; al principio no sabía qué responderle, después aprendí a decirle mis motivos y poco a poco fuimos coincidiendo en cuáles debíamos publicar. —Vente, vamos a cazar estrellas —lo escuché y acepté acompañarlo sin saber a qué se refería. Nos despedimos de Alfredo y salimos del edificio rumbo a la Avenida Juárez. Llevaba su imponente lámpara colgada al hombro. Después de cruzar Balderas, a la altura de Foto Regis, vio a una joven hermosa, prendió la lámpara, le echó la luz encima y le dijo: —Somos productores de Hollywood y andamos buscando estrellas. —Viejo loco —le gritó la muchacha y se alejó de prisa. Soltó una carcajada.

sábado 24 de septiembre de 2016

—A ver si con la próxima tenemos más suerte —me comentó. […] Esa noche en Avenida Juárez nos detuvimos en el bar del Hotel Alameda, que tenía una carreta a la entrada y mesas al aire libre, ahí cenamos y nos tomamos unos tragos. Don Vicente veía hacia Bellas Artes y me contaba de sus días de pobreza, cuando después de fiestas en residencias o restaurantes de lujo con sus amigos actores, pedía un aventón a la esquina de Madero y San Juan de Letrán, siempre animada. Caminaba un rato sin rumbo fijo y luego se iba a una funeraria de Santa María la Redonda, donde intentaba conciliar el sueño en un sillón entre sollozos y ocasionales condolencias de gente que lo confundía con un deudo. —No sabe cuánto lo siento, me decían, cuando yo ni conocía al pinche muerto; lo único que deseaba era dormir —rememoraba con su risa contagiosa. A veces yo también tenía algo que decirle; no sé si le interesaba, pero me escuchaba y recomendaba escribirlo. A todos sus colaboradores nos decía lo mismo cuando le contábamos algo: escríbelo, escríbelo, escríbelo… Recordé cuando, desde el cuarto piso de ese hotel donde estábamos, vi la Alameda envuelta en niebla. Me asomé por uno de los ventanales del Salón Romano, en el que durante algunos meses organicé fiestas de graduación a mediados de los setenta, para encontrarme un espectáculo increíble: el viejo parque flotando entre nubes; las luces de los arbotantes, débiles y dispersas, eran como estrellas lejanas que contrastaban y le daban cierto dramatismo al Hemiciclo a Juárez, profusamente iluminado; parecía el pórtico de un templo pagano, con su hierático dios al centro. […] Me despedí, salí, crucé la calle y entré al parque, solo compartido con las ratas que corrían por todas partes. Eran las cuatro de la mañana, llevaba en la bolsa del saco el dinero ganado esa noche, pero no tenía miedo de que me asaltaran, me sentía seguro entre los roedores, las fuentes y los árboles centenarios. Tenía la Alameda para mí solo, lo demás no importaba. Don Vicente y yo estuvimos platicando hasta las once o doce de la noche. Nos asomamos al cabaret Manolo, en la calle de López, a él no le gustó y volvimos a Bucareli, caminando despacio por la Avenida Juárez de los grandes hoteles y los cines y los centros nocturnos y los bares y los restaurantes y las tiendas y el mural de Diego Rivera y el reloj de la H. Steel y el poema de Efraín Huerta y las fotos de Nacho López. Esa Avenida Juárez que él nunca vería entre el fuego y la ceniza de la mayor tragedia en la historia de la Ciudad de México. Hicimos el regreso callados; don Vicente ya no pretendía cazar estrellas y su lámpara, colgada a su hombro, permaneció apagada. Llegamos al estacionamiento de Bucareli y Donato Guerra, donde había dejado mi auto —él manejaba mal y si no estaba su chofer, prefería viajar en taxi o con algún conocido—. Nos subimos y lo fui a dejar a su departamento, en la calle de Sinaloa, en la colonia Roma. Yo no tenía sueño ni me sentía cansado, regresé al Hotel Alameda y me subí al bar del último piso, el Camichín, junto a la alberca, donde tocaba un grupo de música instrumental; quería tomarme un martini y ver la ciudad nocturna, no necesitaba nada más para sentirme feliz. No sé cómo llegué a mi casa, pero no me faltaba nada y el auto estaba intacto. Recordé una frase de Renato Leduc: Hay un ángel que protege a los borrachos. L

DE PORTADA

La Princesa Lea/ Foto: Leopoldo Vázquez


EN LIBRERÍAS

sábado 24 de septiembre de 2016

p. 08

LABERINTO

Vías hacia el imaginismo chilango RESEÑA SERGIO ERNESTO RÍOS

W

ilbert Arreola, el diseñador de la portada de Rayadura (Ivec/ Conaculta, México, 2015), primer libro de Antonio Riestra, interpretó la rayadura como una cuarteadura, una familia de grietas, casi un mapa de grietas al fondo de una pared desnuda, blanca, en la que descansa un espejo virreinal o barroco o pleno de oropel y orlas. Y como si nos encontráramos recorriendo la casa de Usher acompañados por Vincent Price, o cualquiera de sus escenografías dulcemente tétricas, un cuervo eclipsa la portada. Como existen los centauros, los minotauros y grifos, para Wilbert Arreola existe un ser con cabeza y alas de cuervo y torso femenino o ulcerado o abrasado o decorado por un tapiz naranja, bastante perturbador. Pienso que en su interpretación de Rayadura quería subrayar el misterio, la extrañeza; ningún diseñador le dedica en vano cuervos femeninos a un escritor. Es popular en estos días la moda de los poemas triviales y chatos. Los poemas de ocasión son poemas de Internet, escritos con Google hablando al oído y la mitología de películas, cómics y estrellas pop como ley. No es el caso de Antonio Riestra, quien está muy lejos de la alt–lit: le pide aventón a

la poesía a contramano. El centro de su escritura está dado por la anástrofe, es decir, el intercambio del orden del sustantivo y el adjetivo. ¿Recuerdan cómo suena más sabio y grave el maestro Yoda? Habla en anástrofes, igual que la Biblia, el zen y la retórica legislativa. Pero esa retórica en los poemas de Antonio Riestra se vuelve una poética y una exploración del sentido de la realidad. La realidad es misterio y enigma; el poema es su fotografía, radiografía o mantra dicho en voz baja; el poema es su divagación, sedimento, los posos en la taza del café, el whisky al fondo del vaso, la epifanía a la vuelta de la esquina. Pero esto es gradual en la arquitectura del libro: del tránsito de la noche al día, de la oscuridad a la luz, de los poemas amorosos nocturnos y más elaborados (anudados) de las primeras secciones llegaremos a la claridad (desoladora) de los poemas finales. Es necesario citar este poema bellísimo de la última parte del libro, un poema casi imaginista, pero muy chilango: “Hace unos días,/ en el Metrobús/ un hombre hacía el gesto/ de cerrar con llave/ la boca de su mujer./ Luego arrojó aquélla por la ventana./ Se quedaron serios,/ como supongo que me quedo/ cuando no estás”.

Gloria de la infelicidad POESÍA EN SEGUNDOS

E

l nuevo título de Gabriel Bernal Granados, Anotaciones para una teoría del fracaso (FCE, 2016), del mismo modo que el texto de Luis Vicente de Aguinaga, De la intimidad —comentado hace un mes—, nos permite contemplar un poema en la profundidad de su carácter único, pero también en el denso tejido orgánico donde necesariamente ese poema es el espejo y la reverberación de otras muchas obras. El ensayo de Bernal despliega la extraña inmovilidad que ha consagrado Un golpe de dados de Stéphane Mallarmé y nos hace ver su ascendencia y descendencia múltiples. A través de la comprensión de autores del canon de la cultura de Occidente (escritores y pintores), Bernal no pierde el camino. En un discurso bien pensado y natural transforma una de las tres metáforas fundamentales del poema de Mallarmé, el naufragio, en el núcleo de una conciencia tan dividida como desgraciada —las otras dos metáforas son, evidentemente, el juego de dados (trocada en las tres monedas del I ching de Farabeuf ) y la escritura como una constelación—. La demostración ocurre bajo la correspondencia plural de Arthur Gordon

VÍCTOR MANUEL MENDIOLA mendiola54@yahoo.com.mx

Pym de Poe, La balada del viejo marinero de Coleridge, Moby Dick de Melville, Los jugadores de cartas de Cézanne y, podríamos añadir, “El albatros” de Baudelaire. Así, con estos símbolos del desasosiego, nos hace ver una parte de las visiones más arriesgadas de la creación de los siglos XIX y XX y nos recuerda la ruta de un destino atribulado e inevitablemente fallido. El fracaso, la teoría del fracaso, las anima. Esa es la razón por la que la última gran pieza de Mallarmé, publicada en la revista Cosmópolis en 1887, no dejó de emerger, una y otra vez, como el emblema de esta experiencia en figuras centrales o en epígonos de toda índole a lo largo de una centuria. Un golpe de dados es, pues, la imagen pura, casi inasible, que debemos formular en los términos marineros de un derrotero, de la atracción de una gloria por la derrota en el abismo contemporáneo, cada vez más vulgar y socarrón que trágico e irónico. El libro de Bernal, por otro lado, no deja de reconocer y rendir homenaje a varios

Les he hablado de la anástrofe como núcleo retórico del libro y del recorrido de la oscuridad a la luz a lo largo de Rayadura; esto no es menor, pensando que las palabras y experiencias se van defi niendo, que pasan con elegancia en los poemas de lo abstracto a lo figurativo, que donde había sombras, cuerpos nebulosos de las madrugadas, hay ahora una pareja en el Metrobús. Pero no he mencionado lo fundamental: que ello está dado en función del núcleo temático del libro que no es otro sino el amor, el amor con mayúsculas. Ahí, en el tema amoroso, cobran sentido los epígrafes de Vinicius de Moraes, William Carlos Williams, Ricardo Castillo y Juan Ramón Jiménez. Y qué intriga que aparezca Juan Ramón Jiménez, un poeta de diamantes acerados; al menos a mí me intriga esa genealogía de Antonio Riestra. Sus poetas tutelares: me parece que su referencia más inmediata está en los poetas mexicanos de la generación de medio siglo. Encuentro una lectura gozosa de Ricardo Castillo, Ricardo Yáñez, David Huerta, Jaime Reyes, Coral Bracho y no sé si son conscientes o inconscientes ciertos paralelismos con Antonio Castañeda, poeta de instantes, de mucho en lo poco. “Rayas” le llamó David Huerta a la última sección de su libro Incurable. Bajo ese augurio quiero terminar con este fragmento: “Que no dibujen con esas rayas aromadísimas el cruento lugar de mi estar–aquí. Desearía, más bien,/ un borrón y una nueva cuenta en la lista de mis faltas”. L escritores mexicanos que han contribuido a la lectura de esta forma primordial en descomposición, desde Alfonso Reyes hasta Jaime Moreno Villarreal y Julián Zugazagoitia, pasando desde luego por Octavio Paz y Ulalume González de León. Habría que añadir —estoy seguro de que Bernal lo tiene en la cabeza— a Salvador Elizondo, sin el cual sería imposible entender la lectura rigurosa del poeta francés realizada en México a fi nales del siglo XX. Como el libro de De Aguinaga, el ensayo de Bernal representa una vuelta hacia los problemas fundamentales de la literatura de nuestros días. Ambos textos son un careo con el pasado, pero son también un examen —implican una comparación con los textos de hoy—. ¿La poesía vaquera y deshilachada o caprichosa y equívoca resiste la comparación con el hilarante drama barroco de Ramón López Velarde, con el nihilismo lógico de Juarroz o con la anécdota multiplicada de la alegoría del “Soneto en ix”, destilada en Un golpe de dados? ¿No será urgente replantearnos el equilibrio entre el tan traqueteado “aquí y ahora” de los cinco sentidos y la casi olvidada recompensa después de un pensamiento invocada por Paul Valéry? La búsqueda de los restos del famoso naufragio, dramatizada en Un golpe de dados, nos pide en respuesta, por obligación y honestidad, iniciar o reiniciar un viaje hacia otras constelaciones más remotas donde la realidad es, bien mirada, sueño y alegoría. L


MILENIO

CONFIGURACIÓN DE LA ÚLTIMA ORILLA MICHEL HOUELLEBECQ Anagrama España, 2016 96 pp. Poemario dividido en cinco secciones en las que el provocador Michel Houellebecq propone una especie de testamento escéptico, desencantado auto de fe o iracundo dietario de una existencia que comienza a declinar por el paso del tiempo, las ilusiones perdidas o los amores idos, pero también bitácora de vuelo a ras de tierra, esa tierra que tarde o temprano reclamará los huesos y se llevará consigo lo que fue nuestra biografía. TEORÍA DEL VIAJE MICHEL ONFRAY Taurus México, 2016 137 pp. Con la certeza de que los nómadas son descendientes directos de Caín, condenado a la errancia por su creador, el pensador francés apura un ensayo a la medida de quienes se desmarcan del turismo y se dejan llevar por la brújula de sus instintos. No es una guía ni un manual sino una paciente disertación sobre dos modos de estar en el mundo: el del respeto al orden establecido y el de la rebeldía gozosa. Onfray ha escrito un bello canto en honor del apetito de paisajes y experiencias que aspiran a lo Diverso. EL PRIMER BOCADO. CÓMO APRENDEMOS A COMER BEE WILSON Turner España, 2016 384 pp. Como el amor, la comida está ligada a lo que llamamos felicidad; pero también, como en el amor, con la comida no siempre sabemos conducirnos. Comer sanamente no asegura una buena muerte y la comida chatarra nos hace tontos. Bee Wilson presenta experimentos que tratan de responder hasta qué punto nuestros gustos alimenticios son genéticos o moldeados por el medio ambiente. En realidad, ambos puntos de vista se complementan.

p. 09

sábado 24 de septiembre de 2016

EN LIBRERÍAS

El dolor de ser árbol en la arena RESEÑA SILVIA HERRERA

E

l agua que mece el silencio (Vaso Roto, México, 2015) es el tercer libro de Rose Mary Salum. Le preceden Entre los espacios (2002) y Delta de las arenas. Cuentos árabes, cuentos judíos (2013) y aunque El agua… es anunciado por los editores al igual que éstos como un libro de cuentos, el volumen trasciende la denominación. El de Salum pertenece a un género especial que Héctor Manjarrez ha denominado “novela en cuento”, que considera un reto para cualquier narrador. Es difícil saber si Salum lo planeó deliberadamente de este modo, lo cierto es que es la primera cualidad a destacar de El agua que mece el silencio. Si bien cada uno de estos cuentos–capítulos puede leerse de un modo independiente, conforme se avanza en la lectura el lector se da cuenta que las historias de los personajes se van entrelazando. Lo que establece la unidad es el espacio donde ocurren los acontecimientos que se narran: se trata de una ciudad del Cercano Oriente donde conviven, y aquí sigo la enumeración que hace la protagonista del capítulo fi nal, “La tía”, judíos, católicos, musulmanes, drusos, maronitas, ateos y ortodoxos. Es decir, estamos en un sitio de conflicto intercultural en el que cada uno de estos grupos defiende sus arraigadas costumbres. Los personajes son fundamentalmente niños que pasan a la juventud, más un adulto especial, la tía ya mencionada, que resulta afín a ellos porque luego de que una bala la hiere en la cabeza entra al terreno de la locura volviéndose incómoda y una especie de Casandra, como la describe Salum. Todos son transgresores: los niños, por convivir sin tomar en cuenta las diferencias; los jóvenes, especialmente las mujeres, porque quieren romper la añeja servidumbre. El agua… es un libro lleno de violencia, con la guerra de trasfondo, pero el modo en que la autora la presenta sorprende y conmueve. Su estilo es el segundo rasgo que sobresale, que es el más importante literariamente hablando. El recurso fundamental de Salum es la metáfora, pero por fortuna se aleja de los autores que buscan “embellecer” la violencia. En su caso, el uso que hace de ella está ligado a la personalidad del personaje. En todos los personajes se mantiene, en lo básico, un estado de ensoñación. Sí, el estilo de Salum puede considerarse “prosa poética”, pero no lo utiliza para ocultar la realidad, aunque no faltarán los despistados que así lo vean. En ese sentido, pide lectores atentos y comprometidos. L


CINE

sábado 24 de septiembre de 2016

p. 10

LABERINTO

ESPECIAL

Celso García

“Quise construir un camino emocional” La delgada línea amarilla reúne a cinco hombres que deberán pintar una franja en la carretera a lo largo de 200 kilómetros ENTREVISTA

C

inco hombres son contratados para pintar la línea divisoria de una carretera que conecta dos pueblos de México. A bordo de una vieja camioneta, inician el trabajo de más de 200 kilómetros de asfalto y pintura amarilla que deberán completar en menos de quince días. A su manera y de acuerdo a su pasado, cada uno emprenderá un proceso de transformación. Con La delgada línea amarilla, Celso García propone un cine de personajes fuertes en que la sencillez narrativa sea una virtud y no una condicionante. Una película como La delgada línea amarilla no puede tener otro origen que la carretera.

Tienes razón. En 2008, mientras hacía un viaje por carretera, pensaba en historias para mi primer largometraje. Recorrí el trayecto de Guadalajara a San Luis Potosí y mientras sucedía se me ocurrió pensar en las líneas que separan la carretera.

HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com Es una historia con evidentes referencias bíblicas.

De acuerdo. La metáfora del camino es tan larga como la historia del ser humano. Los caminos que nos marca la vida no son necesariamente los que buscamos. Esta idea me parece muy atractiva, por eso quise construir el camino emocional de un conjunto de personajes. Incluso los personajes son más fuertes que la misma historia. ¿Cómo los construyó?

Me parecía importante crear individuos que se complementaran entre sí. Busqué características propias para cada uno. Puse mucho empeño en Toño (Damián Alcázar), líder de la cuadrilla, y en Pablo (Américo Hollander), representante de la sangre joven. A pesar de ser distintos, son complementarios y para redondearlos usé a Atayde (Silverio Palacios) o al ladrón (Gustavo Sánchez Parra). Cada uno ayuda a llevar la historia a otro punto físico y emocional.

Y el subgénero del road movie funcionaba para este desplazamiento.

El road movie me parece fascinante. Sin embargo, diría que es una walk movie. Se trataba de aprovechar la metáfora del camino como proceso de transformación. Por otro lado, la línea amarilla es la línea que separa el bien y el mal; la vida y la muerte; la risa y el llanto. Es una línea que ellos mismos trazan.

Porque así es la vida. La película refleja o, mejor dicho, reflexiona sobre cómo los seres humanos vamos trazando nuestro propio camino. A pesar de que es su primera película, cuenta con cuatro de los mejores actores de México. ¿Cuánta libertad les dio para construir al personaje?

Fue un privilegio contar con cada

HOMBRE DE CELULOIDE

uno de ellos. Dirigirlos representó una gran responsabilidad. Al principio estaba nervioso por no estar a su altura pero la verdad es que fueron muy generosos. El rodaje fue disfrutable y de gran aprendizaje porque desde el principio me dediqué a darles las situaciones y convencerlos de que podían enriquecer y construir a sus personajes. Una de las mayores enseñanzas de la película fue precisamente la importancia de propiciar la libertad creativa. ¿No le parece que el final roza el cliché?

Era importante reflejar la vida de los trabajadores de las carreteras; muchos mueren en accidentes. Además, quería mostrar una transformación en los personajes y creo que una pérdida contribuía a esto. L

FERNANDO ZAMORA

@fernandovzamora ESPECIAL

Una inglesa flemática

E

l bebé de Bridget Jones es una divertida comedia inglesa. No se trata solo de que los personajes mantienen el estilo en las situaciones más complejas de la vida sino, sobre todo, que saben responder con elocuencia shakespeareana ante cualquier desaguisado. Los guionistas han creado una historia bien tramada que consigue intrigar sin ser efectista y mantiene al borde del asiento sin ser enredosa. En resumen, El bebé de Bridget Jones es una historia que solo en apariencia resulta simple pues si uno se fija en los detalles verá que la historia fluye porque sus creadores emprendieron un trabajo muy complejo: realización, guión y actuación marchan todos en la misma dirección. Por otra parte, hay que advertir que El bebé de Bridget Jones es entretenimiento ligero y nada más. La historia de esta cuarentona que de pronto se embaraza y que no sabe cuál de los dos galanes con los que tuvo el resbalón es el papá, sirve todavía de pretexto para reírse de la mojigatería que aún existe en países socialmente avanzados como Inglaterra y en el camino volver a lanzar a un personaje al que Renée Zellweger dio vida por primera vez quince años atrás.

La historia se sostiene haya o no haya visto uno las precuelas. Jones es paradigma de la inglesa de apariencia frágil que sale adelante porque está enamorada de la vida. Es inglesa, sí, pero aspira a la felicidad y en algunas ocasiones (las más divertidas) esta lust for life le permite perder la cordura que parece venir impresa en su carácter nacional. El bebé de Bridget Jones es un cine bien hecho, muy trabajado, y sin embargo no tiene otra pretensión que hacer reír. En el camino toca, con más inteligencia que muchas películas que fuerzan el asunto, la cuestión de la familia, tan polémica y tan de moda en nuestro país. Después de todo, Bridget Jones es una madre soltera, la futura abuela es muy conservadora y en su entorno social viven los representantes de la enorme diversidad sexual y cultural que distingue al ser humano. Si una moraleja tuviese la obra, sería la del derecho de la mujer a formar una familia con el hombre que mejor le acomoda y no necesariamente con un padre “natural”. Para hablar con ligereza de problemas tan ríspidos, es necesario poblar la película con coloridos personajes en que incluso la villana

El bebé de Bridget Jones (Bridget Jones Baby). Dirección: Sharon Maguire. Guión: Helen Fielding, Dan Mazer, Emma Thompson, Helen Fielding. Con Renée Zellweger, Colin Firth, Patrick Dempsey, James Callis. Reino Unido, 2016.

de la película (la jefa de Bridget) resulta en el fondo tolerante y bonachona. Es cierto que el mundo no es así, pero tal vez así debiera ser y es éste el encanto de la comedia. De la gran comedia, como El bebé de Bridget Jones. Bridget es un personaje que ha acompañado a la Zellweger a lo largo de su vida. Parece un vestido que se pone desde hace más de quince años y, sorprendentemente, le sigue quedando bien. La película funciona sobre todo por esto, porque es claro que tanto ella como sus compañeros se han divertido igual que la protagonista, encarnando a una fauna que enternece gracias a la proverbial capacidad inglesa de reírse de sí mismos. L


MILENIO

p. 11

sábado 24 de septiembre de 2016

La TAPO: una existencia sonora No hay duda de que las estaciones de autobuses producen una música que elige la incertidumbre y el desamparo HUGO ROCA JOGLAR hrjoglar@gmail.com

VIBRACIONES

ESPECIAL

E

n la TAPO de noche: 45 minutos de espera por delante. Estoy sentado en la sala frente al mostrador de los autobuses Sur. Puertas 10 y 9. Cinco personas me rodean. Las televisiones —sin sonido— muestran la cara de una joven italiana —Tiziana Cantone— que se suicidó a causa de un video sexual que filtró su ex. Las brillantes letras rojas del reloj en la pared: 22:30. En las manos tengo un libro abierto —¿coincidencia que sea una edición antigua de La conciencia de Zeno de Italo Svevo?—, pero es mentira que leo. No puedo concentrarme. Me siento temeroso sin razón aparente. Dos mujeres justo enfrente; dos hombres un par de asientos a la derecha y un muchacho de pie, lejos, a mi izquierda. Cae una lluvia tenue y lenta; que se abra un espacio tan grande entre una gota y otra es algo que me altera. Lucho. Me aferro —como siempre en caso de emergencias— a los sonidos. Pongo en mi celular Blues for Piano de Conlon Nancarrow (1912–1997), el misterioso compositor gringo que se volvió mexicano y murió rodeado de pianolas, rollos y compases en su estudio de Las Águilas. Música mecánica, de velocidades imposibles que el oído distorsiona y convierte en laberintos sembrados con

serpientes y trompetas. No puedo concentrarme. El temor controla mi alma. Arrastrar a Nancarrow en el miedo sería desconsiderado. Me quito los audífonos. Septiembre ha sido especialmente sombrío. Todos —los seis pasajeros que esperamos en las puertas 10 y 9— estamos aquí para salir de la ciudad. Y saldremos por el mismo camino: Ignacio Zaragoza hasta la caseta de Chalco. Esa certeza —compartiremos la misma avenida fea, sucia y maltrecha—

DANZA

nos une a través de formas que nos serán comunes. Formas tristes: construcciones con varillas sueltas en los techos (promesas de futuros pisos que nunca serán construidos) y despintados hoteles que se llaman Agua Caliente en su desesperación por atraer clientes. Frenéticas formas: puentes, rejas, rieles y túneles de las estaciones moradas del Metro. Formas sombrías: muros, barrotes y atalayas de la cárcel de mujeres de Santa Marta. Y luego, en Chalco, ARGELIA GUERRERO

ESCENARIOS

cuando el camión se dirija hacia los volcanes y sus pueblos —Amecameca–Ozumba–Tepetlixpa–Nepantla– Atlatlahucan–Yecapixtla—, nuestros destinos volverán a adquirir formas propias —solo si somos afortunados—. Por lo pronto, esta espera en la TAPO —inmenso corazón migrante de la Ciudad de México que expulsa y recibe gente— nos despersonaliza; comprime nuestras particularidades en una abstracción angustiante: la inminencia de un viaje; peor aún: la espera de un viaje. Busco sonidos de personas y cosas: motor estridente, estornudo cavernoso, conversación ajena en voz femenina (“Todo bien, aquí, esperando el camión, ¿pudiste ver lo de Santiago?”), chillona alarma de reversa, pasos espaciados que se desintegran, ruedas destempladas de una maleta, el murmullo de la suave lluvia que encharca el cemento, y la conversación ajena en voz femenina que se ha vuelto violenta (“Yo te dije que lo despidieras y a ver cómo le haces pero no me busques hasta que Santiago se haya ido a la verga”). Ubico los sonidos y los distribuyo en un mapa imaginario. Música espontánea, que surge en tiempo real, por sí misma, en una terminal de autobuses al borde de la medianoche. Sonidos que existen durante la espera de seis pasajeros en las puertas 9 y 10 entre números rojo brillante que no dejan de avanzar en el reloj de la pared (23:05) mientras una lluvia desesperantemente lenta me hace pensar en una suicida italiana y en la extrema soledad mexicana de Conlow Nancarrow. Un mapa sonoro que bien podría llamarse: “Existencia sonora de la TAPO desde las fantasías de un hombre de 30 años que tiene miedo”. L makarova81@yahoo.com.mx ESPECIAL

Seres muy otros

H

ace unos días, en una tertulia platicaba con varios coreógrafos y bailarines sobre el trabajo cotidiano en la danza, y pensé en la idea de compartir en este espacio algunas de las vivencias que a diario experimentan los profesionales de este arte, pues en muy pocas ocasiones el grueso de la sociedad se detiene a pensar en todo lo que esconde —y sustenta—un instante efímero del arte escénico. Aunque muchos profesionistas de diversas áreas del desarrollo humano sostienen que se preparan o actualizan constantemente, el de los bailarines es un esfuerzo que implica, por lo menos, hacer una clase diaria para mantener la técnica necesaria para acudir a las audiciones o para mantenerse dentro de los proyectos en los que ya de por sí se encuentran bailando.

Muchos tienen más de un proyecto en donde bailar, y además se desempeñan como maestros. En más de una ocasión parece que poseen el don de la ubicuidad: “Voy a empezar temporada en Toluca y el día de la conferencia de prensa debo estar también en el Centro de la Ciudad de México para el estreno de Romeo y Julieta”, me decía con absoluta naturalidad una bailarina durante el aquelarre. Después de escuchar aquella anécdota con absoluta normalidad, la mesa comentó los pormenores de la audición para la nueva etapa del Taller Coreográfico de la UNAM para entonces hablar de las audiciones, así, en general. “Qué inmensa capacidad tenemos los bailarines para vivir siempre bajo presión”, pensé mientras escuchaba los testimonios de las batallas por obtener un lugar en los pocos proyectos de la danza nacional.

La subjetividad a la que siempre se está sujeto y que determina conseguir roles o no, proyectos y becas, y que provoca ser implacablemente críticos del trabajo ajeno pero, sobre todo, del desempeño propio, me hace pensar en los bailarines y coreógrafos como criaturas mitológicas: amenazados por las lesiones y el desempleo, aunque sin un sentido trágico de la profesión. Por

el contrario, me encantaría describir detalladamente las risas y gestos de plenitud que aquella noche compartimos. Atestigüé un auténtico ritual que reunió la catarsis de aquellos que hacen de su cuerpo un medio de expresión y comunicación con un sentido de entrega absoluto, y del que al salir no pude menos que pensar: la danza es un universo muy otro. L


VARIA

p. 12

sábado 24 de septiembre de 2016

LABERINTO

ESPECIAL

Qué bonita novela DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

TOSCANADAS

G

racias a la prórroga del Museo del Prado, me pude sumar a los benditos que asistieron a la exposición de El Bosco. Mientras trataba de inmiscuirme entre la multitud para acercarme a una de las obras, noté con envidia a un personaje con altura suficiente para gozar de una vista privilegiada. Era Juan Villoro. Más tarde fuimos a tomar una caña y hablamos de la exposición. Nos abrumaba una sensación de asombro y belleza; una belleza que El Bosco igualmente revela en la vida o en la muerte, en el cielo o en el infierno, en la delicia o en el sufrimiento, en la bonitez o en el esperpento. Esta última palabra: esperpento, siempre me ha maravillado. Encuentra su mejor terreno en las artes plásticas, luego en la literatura, y al final en la arquitectura. Por algo hay más belleza en la Historia de la fealdad de Umberto Eco que en su propia Historia de la belleza. Con todo, la belleza es un concepto que puede presentarse

de manera clara: la gente suele viajar a ciertas ciudades para encontrarla; de manera esquiva: las artes plásticas del siglo XIX y XX deambulan entre la belleza furtiva y la charlatanería; o bien perceptible apenas para unos pocos felices, como en la literatura. Qué bello tal o cual cuadro de El Greco. Qué preciosa mujer. Qué hermosa catedral. Qué bonita ciudad. Qué bella música. Pero difícilmente escuchamos que alguien califique Guerra y paz, Don Quijote, Vida y destino, Ulises, Los hermanos Karamázov o La marcha Radetzki como una “bonita novela”. Hay una minoría lectora entre los seres humanos; entre esta minoría lectora, hay aún una minoría con el alma lo suficientemente sensible para percibir la belleza en las novelas, en la prosa. Un lector suele ser lector de tramas. Bien, más vale que lea para saber quién es el asesino cuando la opción es no leer. Pero, amigo lector, si es usted de esos pocos bienaventurados

CAFÉ MADRID

que percibe la belleza en la literatura, entonces vive en un cielo vedado para los mortales. Es de los que se sienta a leer entre orgasmos estéticos, emocionales e intelectuales. Es de los que no puede vivir sin su cuota de belleza apalabrada. Si es usted de los que lee Pedro Páramo y se siente decepcionado y con dudas sobre la trama, y en cambio lee, digamos, cualquier éxito editorial del momento y se siente satisfecho, entonces tiene usted el alma muerta. Es posible entender Pedro Páramo, pero no es lo importante, como no es importante entender Primero sueño de Sor Juana, como no es importante encontrar las claves históricas en Cien años de soledad, VÍCTOR NÚÑEZ JAIME

como no es importante saber exactamente qué son los duelos con quebrantos o la celada de encaje en Don Quijote. Pero así como hay una minoría de lectores que perciben la belleza en la prosa, hay también una hiperminoría de prosa con belleza. Tal vez tendríamos que armar un canon de la belleza novelesca. ¿Cuáles son las cien novelas más bellas? Pregunta difícil de resolver, pues algunas pierden belleza al traducirse; pero sobre todo difícil porque ¿quiénes van a responderla? ¿Académicos? ¿Críticos? ¿Escritores? Creo que no, pues hay pruebas suficientes para demostrar que los académicos, los críticos y los escritores suelen saber poco sobre la belleza. L periodismovictor@yahoo.com.mx THE GUARDIAN

Gitta la cazanazis

¿

Los verdugos tienen derecho a ser tomados en cuenta por los periodistas? Para Gitta Sereny (1923–2012) era fundamental hacerlo. Esta mujer bajita, delgada, de pelo corto y cara surcada por las arrugas desentrañó los horrores de los nazis y también varios delitos de sangre cometidos por menores de edad. Nació en Viena, fue hija de una actriz alemana y de un aristócrata húngaro, estudió en un colegio inglés y, en 1934, viajaba en un tren que se descompuso en Núremberg. Por eso los pasajeros tuvieron que pasar dos días en esa ciudad y, gracias a ello, pudieron presenciar los actos públicos del congreso del partido nazi que se llevaba a cabo en aquel momento. Sereny era entonces una niña de once años, dueña de una curiosidad propia de la edad pero apuntalada por su exquisita educación británica. Así que cuando observó el desfile militar de los nazis, quedó deslumbrada por los movimientos precisos y el entusiasmo de los soldados. Ahí, además, pudo ver de lejos a Hitler. Cuatro años después, cuando Gitta Sereny era enfermera de una organización católica, volvió a ver al Führer. Pero ya no quedó tan impresionada. Porque había conocido el horror expandido por él y los suyos. Ella se ocupaba de niños huérfanos y, ante los traumas que padecían los críos, comenzó a cuestionarse cómo era el carácter de los hombres que los habían producido. “Antes de que fuera demasiado tarde, pensaba yo, era esencial penetrar en la personalidad de al menos una de esas personas vinculadas íntimamente a este Mal absoluto. […] Ello quizá nos

Gitta Sereny

enseñaría a entender mejor hasta qué punto el mal en los seres humanos es fruto de sus genes y hasta qué punto es fruto de su sociedad y su entorno”, escribió en Desde aquella oscuridad. Conversaciones con el verdugo Franz Stangl, comandante de Treblinka, publicado en España por la editorial Edhasa, donde recoge sus largas conversaciones con ese comandante de los campos de exterminio. Gitta habló con él, en alemán, durante más de 70 horas. “Comparado con los otros a quienes había observado durante sus respectivos juicios, Stangl parecía menos primitivo, más abierto, serio y triste: el único hombre con un expediente tan horrible como el suyo que manifestaba cierto asomo de conciencia”, explica la autora. Franz Stangl murió al siguiente día de su última entrevista y enseguida ella se fue a revisar

archivos y a buscar gente involucrada en la historia que le había contado. “Las acciones de una persona jamás pueden juzgarse independientemente de los elementos externos que perfilan e influyen su vida”, se dijo a sí misma. Luego hizo un ejercicio similar con Albert Speer, el arquitecto y ministro de armamento de Hitler, que llegó a ser el número dos del partido, con quien conversó entre 1977 y 1981. Esta experiencia, plasmada en otro libro (El trauma alemán, publicado por Península), le sirvió para dejar claro que “el mal y la violencia pueden estar entre nosotros y estallar en cualquier momento si la sociedad no trabaja para evitarlo”. Gitta Sereny pasó sus últimos días en Londres al lado de su marido, el fotógrafo Don Honeyman, llevando con orgullo el mote de “la cazanazis arrugada”. L


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.