Laberinto No.907 (31/10/2020)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO MEMORIA

FILOSOFÍA DE ALTAMAR

AVELINA LÉSPER

JULIETA LOMELÍ

Réquiem por Arturo Rivera

Albert Caraco: el triunfo del pesimismo

Foto: Archivo Milenio

SÁBADO 31 DE OCTUBRE DE 2020 AÑO 17 - NÚMERO 907

Sobre la inmortalidad y el trato con la muerte José de la Colina/ FOTOGRAFÍA: ARCHIVO MILENIO

Foto: Pinterest


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ANTESALA

31 DE OCTUBRE 2020

MEMORIA

Arturo Rivera, réquiem AVELINA LÉSPER FOTOGRAFÍA ARCHIVO MILENIO

A

rturo, ya eras eterno antes de morir, ya eras infinito antes de irte, ya habías exorcizado todas tus pesadillas, ya habías convocado todos los horrores, Arturo ya, ahí está, en tus autorretratos, rondando, te mira y la ignoras. No más. El enano y la boca desdentada, el grito y el pájaro descuartizado, ahí a tu lado, y tú, magnifico, los pintas, los reinventas, porque tú eres el Maestro. ¿Para qué tanto virtuosismo si la vida es una mierda? ¿Morirte? Arturo, eso sobraba, ya estabas en las manos de la inmortalidad, ya te habíamos perdido hace mucho, ya no eras de nosotros. Tenías décadas habitando solo en tus pinturas, dialogando con tus personajes, arrancando a la oscuridad sus rostros, sacando del abismo sus delirios. Eres de tus obras, eres de esa escuela que creaste, de ese demonio que sembraste en cientos de jóvenes pintores que tomaron los pinceles para imitarte, para encontrar el secreto de tu lenguaje. ¿Cómo es que no le temías a la fealdad? ¿Cómo te regodeaste en la representación de eso que nadie quiere para sí mismo? Tus pinturas son una venganza, son una afrenta. No deberíamos mirarlas, no deberíamos tolerarlas, porque pintaste eso que odiamos. Pintaste a Tamora que se traga a pedazos a sus hijos, y lo hiciste con una maestría que denuncia el placer que sientes al recrear y llevar lo más lejos posible esas imágenes, esos estados de enajenación y éxtasis. Los huesos, los rostros contrahechos, los ojos desorbitados, las bocas aullantes, el dolor incontenible, creaste el canon del estremecimiento. La belleza es efímera y el horror es eterno. Te miran los enanos de Velázquez, la miseria del Caravaggio, regresas al oscuro Barroco de donde vienes, y el cordero de Zurbarán te espera. La belleza se extingue, se degenera, la belleza persigue ser horrible algún día, en cambio el horror es inalterable, se detiene, es pétreo, por él no pasa el tiempo. Arturo, has utilizado esa tragedia, la manipulaste, para que tus obras traspasen las épocas, alcanzaste la genialidad que se esconde de sí misma, tus pinturas se pelean con esta condición, pintaste como poseído por una fuerza que fue más allá de ti mismo, te negaste a crear algo que no perturbe. Maestro, la muerte te arrojará con fuerza a la inmortalidad, porque eres, y serás, con tus obras, la leyenda del hombre que vivió y pintó en la orgía extraordinaria de la creación más absoluta.

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El artista plástico (15 de abril de 1945-29 de octubre de 2020).

Historia de un crimen. Dirección: Marco Kreuzpaintner. Alemania, 2019.

HOMBRE DE CELULOIDE

La diferencia entre legalidad y justicia

H

FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA CONSTANTIN FILMS

ace unos años Friedrich Engel, “Carnicero de Génova”, un soldado que había conseguido transformarse en respetable hombre de negocios, fue encontrado culpable por haber cometido crímenes de lesa humanidad durante el tiempo en que sirvió como oficial nazi. Esto en la vida real. En la ficción, el director Marco Kreuzpaintner interpreta el caso basado en la novela de Ferdinand von Schirach. Y, cambiando detalles aquí y allá, su película Historia de un crimen termina por alejarse suficientemente de la realidad como para que al final resulte placentera, si placentera es la sensación de que, a pesar del transcurso de los años, los muertos encontraron justicia. Porque en la vida real el criminal de guerra quedó libre mientras que Historia de un crimen se abre más a la reflexión en torno a la posibilidad de juzgar el pasado. Historia de un crimen abreva en la larga tradición de obras de política criminal que incluye películas como Z de Costa-Gavras y El secreto de sus ojos de Juan José Campanella, filmes que relacionan el ideal de justicia con momentos históricos en que la ley parece más al servicio de la política. Hay un par de detalles en Historia de un crimen que no funcionan del todo. Los actores alemanes, por ejemplo, parecen

incapaces de interpretar a los nazis con la soltura con la que se dan vuelo los estadunidenses. Los actores en Historia de un crimen están llenos de una suerte de pudor que resta fuerza a la escena climática. Pero en general la cosa funciona. Es importante hacer notar que la sorpresa en el clímax no está relacionada con el pasado nazi de uno de los protagonistas (algo que puede inferirse con ver el póster) sino con la crítica al régimen de Konrad Adenauer, canciller federal de Alemania en la década de 1960 y “padre fundador” de lo que más tarde sería la Unión Europea. Tal vez lo que mayor entusiasmo produzca en Historia de un crimen sea ver a Franco Nero, actor de culto que ha trabajado con John Huston, Buñuel, Zeffirelli, Fassbinder y Quentin Tarantino. En Historia de un crimen a Nero se le ve extraviado. La vejez le ha caído mal. Afortunadamente, tiene a Elyas M’Barek para apoyarlo en escena. M’Barek es aquí un abogado defensor que, a pesar de ser un auténtico novato en las costumbres

La capacidad de Kreuzpaintner para dar voz a las minorías de su país no resulta anecdótica

de la corte de Berlín, termina por ser el único interesado en distinguir la ley de la justicia. El director, Marco Kreuzpaintner es un cineasta joven. Nació en 1977 y, sin embargo, se ha convertido en una luminaria de su país gracias, sobre todo, al éxito de Tormenta de verano, obra de 2004 que podríamos clasificar grosso modo de filme romántico gay. La capacidad de Kreuzpaintner para dar voz a las minorías de su país no resulta anecdótica; se vuelve, en realidad, uno de los capitales más interesantes en Historia de un crimen. No se trata solo de que el heroico abogado sea uno de los muchos turcos que hoy sufren el racismo de los alemanes de clases altas; la película toca el tema de la inmigración en general. Nuestro abogado, por ejemplo, va a relacionarse con una guapa italiana que reparte pizzas pero que, adivinamos, terminará por volverse su verdadero amor. Además, el protagonista consigue volver a relacionarse con un padre pobre al que despreciaba por no haberle podido dar de joven todo lo que él creía merecer. Historia de un crimen es una buena película. Nos intriga ofreciendo preguntas que, en el fondo, tarde o temprano tendremos que enfrentar. Por ejemplo: ¿cuál es la diferencia entre legalidad y justicia?

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ANTESALA

31 DE OCTUBRE 2020

POESÍA

Amanecer

LOS PAISAJES INVISIBLES

Un año sin José de la Colina

JOHN DONNE

Sí, sí es el alba, ¿qué otra cosa esperas? Y por ella ¿te irás lejos de mi? ¿Porque es de día hay que levantarse? ¿Nos acostamos porque era de noche? El amor, que sin luz nos trajo aquí, también con luz tendría que embargarnos. La luz no tiene lengua, pero sí ojo; y si hablase tan bien como un espía, lo peor que podría denunciar es que yo, estando bien, quiero quedarme y que amo tanto mi honra y corazón, que no quiero apartarme de su dueño. ¿Debes dejarme aquí por tus negocios? Oh, este es el peor mal, ya que el amor aguanta al pobre, al tonto, al falso, pero no soporta a los hombres ocupados. El que negocia y hace el amor, yerra como esposo que halaga a otras jóvenes. Traducción: Víctor Manuel Mendiola

EX LIBRIS

Arturo Rivera/ EKO

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IVÁN RÍOS GASCÓN

@IvanRiosGascon

J

osé de la Colina decía que él no era crítico de cine sino ensayista de películas, porque no emitía juicios ni calificaba la obra de directores o de actores, simplemente escribía sobre un filme según el canon literario. Esa inspiración, cerebral, apasionada, reflexiva, también se proyectaba en su narrativa y en sus guiones, cualidad que no solo denotaba la sagacidad del lector atento sino del observador empedernido. La memoria de don José era prodigiosa, basta con releer Personerío o De libertades fantasmas o de la literatura como juego, en el que el desfile de sombras adquiere la dimensión de un breve pero no menos profundo análisis de la obra, la vida, o la vida y la obra de esos espectros liberados, sean poetas, narradores, personajes de ficción, un puñado de espíritus que le sirven, también, para meditar lo cotidiano; su capacidad para encarnar imaginativamente a los grandes autores en algunos cuentos, sean Oscar Wilde, Arthur Rimbaud, Edgar Allan Poe o Ernest Hemingway, también se apoyaba en el puntual conocimiento de sus virtudes y sus vicios, y lo mismo esa agudeza se percibe en los seres improbables, las creaturas que inventó. Pienso, por ejemplo, en el relato “De poeta acosado por crítico”, en el que el vate Orlando Pastrana sufre una auténtica tortura por no saber la verdadera identidad de un columnista que firma con el seudónimo de Óscar Perucho, el más virulento y agresivo detractor de sus poemas. Pastrana muere, amargado, sin descubrir quién se ocultaba tras esa firma que lo exhibía de pies a cabeza, aunque el misterio no era tan oscuro: el poeta padecía sonambulismo y dedicaba sus noches de duermevela a denunciar su impostura literaria. Pero volvamos al cine. El célebre “Eros/ Gato”, y el tema, variaciones y pastiche inspirados en los Exercices de Style de Raymond Queneau (incluido en De libertades fantasmas…) es ineludible al evocar La lucha con la pantera, esa película que Alberto Bojórquez dirigió en 1974, basado en las ficciones del libro que, con el mismo título, De la Colina publicó en 1962. Si la imagen del félido salvaje le sirvió a don José de metáfora para la educación sentimental y el descubrimiento de lo sexual de tres ninfetas nabokovianas a la deriva en la Ciudad de México, no es solo porque proviene de sus lecturas de Emilio Salgari o de Rudyard Kipling, sino de la observación lírica de los atributos del gato al ceder a la caricia. “Billet Doux”, de su libro Tren de historias (1998), dice: “Como los gatos, cuando se les pasa la mano por el lomo, levantan la cola para indicar dónde termina el gato, cuando te acaricio la espalda, levantas el culo para anunciar dónde empieza la puta”. El amor con garras y pelaje, el deseo como un ser huidizo, frágil, indómito y feroz. José de la Colina descubrió en el mundo una pátina sutil de ironía. “Esperanza”, guion que escribió para Luis Alcoriza en la trilogía Fe, esperanza y caridad (1974), es otra suerte de reflexión sobre la entelequia espiritual, a través de un Cristo crucificado como principal atracción de un circo harapiento. Ese Cristo envenenado lentamente por los clavos de cobre en pies y manos simboliza no solo la avaricia de sus explotadores (otra metáfora brillante) sino la tortuosa obsesión por la penitencia, el sacrificio inútil para consuelo del vulgo y el escape de la miseria a través de una nebulosa expiación. Hace ya un año que don José de la Colina no está con nosotros. Este es, tan solo, un breve recuerdo.

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DE PORTADA

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Conmemoramos un año de la muerte del magnífico escritor y observador cinematográfico con este pasaje de sus memorias

De la inmortalidad de un momento

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JOSÉ DE LA COLINA FOTOGRAFÍA PASCUAL BORZELLI IGLESIAS

un periodista, que lo entrevistaba a propósito de su juventud, le respondió Humphrey Bogart, el primer héroe existencialista del cine de Hollywood, como quedó clarísimo cuando lo vimos en esa obra maestra, Casablanca, patéticamente empapado en lágrimas y lluvia porque Ingrid Bergman no acudía a abordar el tren que los llevaría al happy end, y por supuesto, si algo merece que se llore bajo la lluvia, eso es el infortunio de que nos deje plantados una belleza tan total como la de Ingrid en aquel entonces (yo todavía sigo llorándola, cosa que Humphrey ya no hace, aunque por causa de fuerza mayor, RIP). Dijo, pues, Bogart, con su rostro preexistencialista, su silbante ceceo y en un respiro entre dos fogonazos de whisky: “¿La muerte?... ¿Qué significa la muerte para un chico de diecisiete años? Para él la muerte no existe ni siquiera como idea. Ese cabrón pensamiento solo comienza a entrarte en la cabeza cuando ya tienes algunos años más y vas enterándote de que mueren personajes que han marcado tu vida o que sencillamente son de tu generación”. Que es más o menos lo que decía más bellamente Joseph Conrad en una de sus inmortales páginas: “Cuando yo era joven, creía que iba a durar más que el cielo, la tierra y el mar”. Y de pronto… Como somos lo que pensamos y sentimos ser (“Pienso y siento, luego existo”), en cierto modo somos inmortales

mientras vivimos creyéndolo y sintiéndolo. Lo que sucede es que también solemos ser muy descuidados, y si cuando jóvenes somos inmortales, también somos despreocupados, distraídos por asuntos tan superficiales como las señoras guapas y la lucha por la vida, de modo que en cualquier momento un año más cae pesadamente sobre nosotros y lo único bueno que hace es empezar a quitarnos del rostro el acné y acaso darnos apariencia de señores pasaditos pero interesantes. Y empezamos así, a lo tonto, a gastar nuestra inmortalidad, de modo que, como van acumulándose los descuidos de hora en hora, de día en día y de año en año (aun si no logramos ligar una sola señora guapa), terminamos perdiendo el aura de inmortales, y un día nos apagamos, según dijo el gran Salvatore Quasimodo (no el jorobadito de la catedral hugoliana, sino otro, un poeta italiano) en este breve y estremecedor poema que me ha acompañado durante la mayor parte de mi vida: “Ognuno sta solo sul cuor de la Terra,/ Traffito da un raggio di sole;/ Ed è subito sera”. Y, apenas mi traidora mano traductora y aun menos inmortal deja de temblar, he aquí lo que inscribe en la pantalla de cristal líquido, destacando en adecuada letra negrita el verso terminal: “Uno está solo en el corazón de la Tierra,/ atravesado por un rayo de sol,/ y de pronto: noche”. (Acaso no se pueda concentrar más, en tan pocas palabras, el destino de cualquier animal grande o pequeño o mediano, importante o insignificante, gobernante o policía, secretario del Fisco o espécimen del género humano.) Así, los poetas, que suelen ser más sabios que los filósofos (y quizá por eso los expulsaba el filósofo Platón

de su República ideal), han acostumbrado cantar a la muerte entre otros temas para ellos importantes: las mujeres, el vino, el mar, las rosas, a veces los tigres, y, the last but not the least, ellos mismos. Ya Horacio, en sus Odas, ligaba viciosamente la muerte con la democracia, o en otras palabras con la idea de que en esa noche total que es la muerte “todos los gatos son pardos” (y lo pongo en versales universales para que se vea como más escrito en latín): Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres. Es decir: “La pálida muerte lo mismo pisa las chozas de los pobres que las altas moradas de los ricos”. (Tabernas no significa en este caso lugares como el Salón El Palacio, situado en la esquina de Ignacio Mariscal y Rosales; así que no inquietarse.) Jorge Manrique, señor poeta y guerrero, aunque todavía medieval y por lo tanto feudal, también ya consideraba un tanto populista a la muerte: “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir;/ allí van los señoríos/ derechos a se acabar/ e consumir;/ allí los ríos caudales,/ allí los otros medianos/ y más chicos,/ y, llegados, son iguales/ los que viven por sus manos/ y los ricos”. Don Francisco de Quevedo, también gran poeta aunque algo menos añejo, hacía una cosa aún más pornográfica y quizá más sublime que ligar democracia y muerte. En un imperecedero soneto, ligaba muerte y amor, un Amor constante más allá de la muerte:

José de la Colina nació el 29 de marzo de 1934 en Santander, España, y murió el 4 de noviembre de 2019 en la Ciudad de México.

Los poetas, que son más sabios que los filósofos, han acostumbrado cantar a la muerte


DE PORTADA

31 DE OCTUBRE 2020

“Cerrar podrá mis ojos la postrera/ Sombra que me llevare el blanco día/ Y podrá desatar esta alma mía/ Hora a su afán ansioso lisonjera./ Mas no de esa otra parte en la ribera/ Dejará la memoria donde ardía./ Nadar sabe mi llama el agua fría/ Y perder el respeto a ley severa./ Alma a quien todo un dios prisión ha sido,/ Venas que humor a tanto fuego han dado,/ Médulas que han gloriosamente ardido,/ Su cuerpo dejarán, no su cuidado,/ Serán ceniza, mas tendrán sentido,/ Polvo serán, mas polvo enamorado”. Si el no-jorobado Quasimodo se enfrenta a la muerte de una manera elegante pero indudablemente trágica, si Quevedo vibraba eróticamente aun estando hecho (literalmente) polvo, en cambio otro gran poeta, el “andaluz universal” Juan Ramón Jiménez, montado en su burrito plateado y poético, profetiza su muerte también con elegancia, aunque con serenidad, casi con gozo: “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;/ y se quedará mi huerto, con su verde árbol,/ y con su pozo blanco./ Todas las tardes el cielo será azul y plácido,/ y tocarán, como esta tarde están tocando,/ las campanas del campanario./ Se morirán aquellos que me amaron,/ y el pueblo se hará nuevo cada año;/ y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,/ mi espíritu errará, nostálgico…/ Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol/ verde, sin pozo blanco,/ sin cielo azul y plácido…/ Y se quedarán los pájaros cantando”. (Claro está que un tan idílico paisaje post mortem no está al alcance de cualquier coetáneo nuestro, sea o no poeta, y quien esto escribe, por ejemplo, podría dar su versión, inevitablemente chirriante, del hermoso autorréquiem juanramoniano. Digamos: “Y yo me iré. Y se quedarán allá abajo,/ en la avenida Río Mixcoac,/ los automóviles aullando./ Y estará el esmog al Ixta y al Popo tapando./ Y yo me iré y se quedará, en mi ciudad,/ la delincuencia imperando. Y se quedará el Secretaria de Hacienda mi pago de impuestos esperando…”, etcétera, etcétera). Stevenson, desde esa isla del tesoro que era su gran literatura de aventuras, también le entraba a la poesía, y se regaló él mismo uno de los más bellos epitafios de todos los tiempos: “Cavad mi tumba y dejadme dormir/ bajo la ancha bóveda de las estrellas./ Oíd mi última voluntad;/ grabad en la losa estos versos:/ Este es el lugar donde quería yacer./ El marino está de vuelta./ Del monte bajó el cazador”. El pueblo también… Por lo demás, que a veces no es culturalmente lo de menos, la poesía popular también sabe cantar a la Pelona, la Calaca, la Amada Fría, como en este movido son veracruzano en el que se alían la muerte y la agricultura:

Ora sí, maldita bruja, Ya te chupaste a mi amigo Y ora te vas a chupar A tu marido el ombligo, ¡ayayay! Me chupa la bruja, Me lleva a su casa, Me vuelve maceta y una calabaza, ¡ayayay¡

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El último día JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S.

E

l viernes 4 de noviembre de 2019, a las dos de la tarde, me llamó Bertha Mendoza López; durante 22 años había trabajado con José de la Colina y su esposa María Díaz, convirtiéndose en parte de su familia. “Tengo una noticia que darle”, me dijo. Adiviné lo que iba a decirme: “¿Ya?”, le pregunté. “Ya”, respondió. Don José llevaba mucho tiempo enfermo y en las últimas semanas, con Armando González Torres, lo había visitado en el Hospital Español, donde le colocaron un marcapasos. Por teléfono me puse de acuerdo con Armando y juntos acudimos al departamento donde otras ocasiones estuvimos con él y María platicando, discutiendo, riéndonos siempre, como durante tantos años lo hicimos en las tertulias que frecuentamos en El Salón Palacio, El Mirador, la cafetería del Hotel Imperial, El Gallo de Oro, la Costa Cantábrica… Lo encontramos en su sillón frente al televisor, donde había pasado los últimos meses viendo noticias en el canal de Milenio y películas clásica de Hollywood en el 658 de Cablevisión. Murió alrededor de la una de la tarde, mientras se transmitía Los cañones de Navarone, dirigida por J. Lee Thompson y protagonizada por Gregory Peck, David Niven y Anthony Quinn. Fue la última película que vio, una historia que transcurre en los días de la Segunda Guerra Mundial, cuando él era niño y descubría asombrado la ciudad a la que había llegado con su familia en 1941 como parte de la diáspora española. Una ciudad donde “los chicos del exilio jugaban […] a nazis versus aliados y seguían el curso de la guerra mundial a través de las revistas, del cine, como una segunda y última parte de la guerra de España”, como recuerda en su autobiografía La mar en medio, que permanece inédita. La amistad de José de la Colina fue un privilegio. Hablábamos de libros, escritores, películas, directores, actores, actrices, y peleábamos por mi encendida defensa del rock, música que él detestaba. Compartimos muchas tardes y noches en las tertulias en las que se reencontró con su viejo amigo Raúl Renán, al que elogiaba su esbeltez y elegancia, y ejerció como nadie el arte de la anécdota, que siempre defendió como género literario. Ese viernes, Armando y yo llegamos al conjunto habitacional de Río Mixcoac 325, nos registramos en la entrada y nos dirigimos al Edificio B, subimos al cuarto piso y tocamos la puerta del departamento 8, nos abrió Bertha; al entrar vimos a don José en su sillón habitual y, sentados junto a él, a un par de vecinos. María, enferma, estaba en su recámara, descansando. Por primera vez no pude bromear con él ni recibir sus contundentes respuestas, tampoco escuchar la frase con que saludaba a sus visitas en los últimos tiempos, cuando con un murmullo decía: “Platiquen algo o váyanse”.

La amistad de José de la Colina fue un privilegio. Hablábamos de libros, películas

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PENSAMIENTO

31 DE OCTUBRE 2020

FILOSOFÍA DE ALTAMAR

Albert Caraco y la civilización que se autoinmola JULIETA LOMELÍ @julietabalver FOTOGRAFÍA PINTEREST

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lbert Caraco (Estambul, 1919-París, 1971) fue un judío sefardí. Su vida no es muy distinta a la de tantos exiliados que huían aterrorizados de los horrores del nazismo. Iniciada la Segunda Guerra Mundial, él y sus padres vivieron temporalmente en Honduras, Brasil y Buenos Aires para finalmente tomar por terruño prestado a Montevideo, donde Caraco adquirió la nacionalidad uruguaya y se convirtió al catolicismo: “Mis padres eran nómadas, viajaban peligrosamente sin dinero ni pasaporte” (Ma confession, 1975). En 1946, la familia Caraco regresó a Paris. De vuelta al viejo continente, Albert Caraco empezó su etapa literaria más fructífera. El joven cargaba en el alma el denso peso del desarraigo, del sentimiento de no pertenecer a ninguna patria. Ese espíritu dislocado por la violencia de su época lo volvió un profeta ácido, un tejedor de pensamientos amargos, que hoy, más que nunca, cobran actualidad y a veces huelen a una paranoide fantasía apocalíptica. En un episodio histórico con fuerte aroma a muerte, Caraco no deja de sentir que la humanidad se conduce hacía un destino fatídico autoprovocado. En las palabras del escritor pesimista se esconde una terrible profecía, esa que hoy nos acecha en todo momento: la conciencia, quizá fantástica, pero siempre posible, del exterminio total. Escribe Caraco: “Los hombres se hacían la guerra por la posesión del suelo, mañana se matarán mutuamente por la posesión del agua; cuando el aire nos falte, nos degollaremos con el fin de respirar en medio de las ruinas (Breviario del caos)”. El escritor fue misántropo, solitario, pero de afanosa dependencia hacia sus progenitores. Viviendo siempre a su lado, es la “Señora Madre”, como él mismo la llama, una influencia fundamental para el desarrollo de su vida intelectual. Sobre dicho vínculo, el escritor deja una confesión ácida en Post mortem (1968), un libro que da cuenta del profundo duelo que sufre Caraco cuando ella muere. Con un tono elegante y nada predictible, pareciera que en las primeras páginas quisiera borrar el dolor con mensajes iracundos y de reproches hacia la madre. Pero conforme va avanzando el libro entendemos que la ira es a veces un modo de sublimar la ausencia, para reemplazarla por una memoria que agradece los buenos momentos. Hasta que el lector se adentra en el mar subterráneo de Post mortem se percatará que es, a final de cuentas, un amoroso homenaje —muy emotivo a su muy extravagante y amargo

El filósofo francouruguayo, autor de Post mortem, entre otros ensayos.

estilo— al insustituible querer y a la obsesión de la vida de Caraco: la Señora Madre, la única persona digna de ser admirada por su inteligencia. Post mortem es un ejercicio de autobiografía indirecta en el que encontramos la génesis de los intereses intelectuales del escritor. La Señora Madre es la heredera de su temperamento enfermizo y de la poca adaptación para sobrellevar lo cotidiano. Pero, sobre todo, es ella quien le ha legado a Caraco una sobrexcitada sensibilidad y el genuino talento para sublimar el peso de la existencia, escribiendo. Caraco parece profesar un profundo respeto hacia lo femenino, reconociendo que en las mujeres está puesta la semilla del mundo. En femenino está escrita la complejidad, y en masculino se erige el pretencioso y machista espíritu de la violencia: “Comúnmente nuestras leyes sirven para redoblarlas, empezando por las leyes morales y religiosas, las mujeres parecen ser sus víctimas. Durante siglos, las hemos obligado a la gravidez y ¿qué cosa más atroz que nuestro ideal de fecundidad?” La idea de fecundidad en Caraco juega un papel importante en la idea del apocalipsis. El escritor pesimista adjudicará a la reproducción humana el crecimiento desmesurado de la población mundial. Para él, la fertilidad es explotada por lo masculino

La indiferencia absoluta es la medicina para tratar la vida, y la cura, el suicidio

para doblegar a las mujeres a ser un instrumento impersonal, un receptáculo corporal para traer a la vida a nuevas generaciones. Ella, la mujer, por siglos ha sido la “productora de aquellos a los que se inmola”. Esos hijos son el poder de lo masculino sobrepoblando la tierra. La provocación de Caraco es transgresora: ¿para qué traer hijos al mundo si al final serán sacrificados por su propia especie? “¡Dichosos los castos! ¡Dichosos los estériles! Cristo y Buda opinaron lo mismo. Cuando miro a quienes juran que la vida es una delicia, no los encuentro ni hermosos, ni razonables, ni sabios, ni profundos”, escribe el autor de Post mortem. No todo Post mortem es un elogio a la Señora Madre. Entre sus páginas encontramos una paradoja. La Señora Madre es acusada de cobarde, de mantenerse arraigada a la vida y luchar por sobrevivir, incluso indignamente, hasta el último día de su largo padecimiento: un cáncer que la extingue de este mundo. En los momentos más terribles del dolor de su madre, Caraco reconoce que le ha perdido la admiración por no tener las agallas para dejar el victimismo, de autoinmolarse, o de modo más sutil, dejarse morir a tiempo: “Reprobaba el suicidio y rechazaba la idea de muerte, de modo que la vimos bastante desarmada y le faltó grandeza. Mi estima por ella se redujo a la mitad. Su voluntad de vivir y su esperanza de curarse la hicieron malograr su fallecimiento”. La indiferencia absoluta es la medicina para tratar la vida, y la cura, el

suicidio. Caraco desdeña la felicidad de los sobrevivientes; por ejemplo, la de muchos judíos que sufrieron el martirio en los campos de concentración y no desistieron de salvarse, a como diera lugar, del holocausto. Al mismo tiempo que juzga negativamente el dolor de los agonizantes, de quienes, a pesar del profundo sufrimiento que les puede acarrear una enfermedad o un pasado esclerótico, siguen aferrados a existir. ¿Un apologeta del suicidio? Más que eso, un escritor obsesionado con su práctica. Muerta la madre, Caraco comienza una serie de amenazas tortuosas hacia su editor, a quien no deja de recordarle que en cuanto su “Señor Padre” muera, él también se irá, por elección propia, del mundo. A pesar de la defensa de la autoinmolación, Caraco tiene algo muy valioso que enseñarnos: la conciencia de que, a pesar de la optimista idea de progreso, de los avances de la ciencia y la tecnología, la destrucción de unos hacia otros jamás ha dejado ni dejará de existir. Somos víctimas de nuestros odios, de impulsos irracionales y egoístas, que parecen programarnos para seguir manchando con sangre y violencia toda civilización: “El exterminio será el común denominador de las políticas por venir. El fin del siglo verá el triunfo de la muerte. No subsistirá isla en la que los poderosos puedan ocultarse al infierno general que nos preparan, y el espectáculo de su agonía será la consolación de los pueblos que extraviaron” (Breviario del caos, 1982).

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EN LIBRERÍAS

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NARRATIVA, ENSAYO Muerte en el Jardín de la Luna

La extranjera

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POESÍA EN SEGUNDOS La vida contada por un sapiens a un neandertal

Metafísica en tiempos de crisis VÍCTOR MANUEL MENDIOLA mendiola54@yahoo.com.mx

N Martín Solares Literatura Random House México, 2020 288 páginas

Claudia Durastanti Anagrama España, 2020 252 páginas

Juan José Millas, Juan Luis Arsuaga Alfaguara México, 2020 224 páginas

Con una atmósfera y un tiempo semejantes a los de Catorce colmillos (2019), esta novela narra los desvelos del comisario Pierre Le Noir, quien corre por su vida luego de que su amigo y protector aparece asesinado. El thriller se mueve por los escenarios que frecuentaban los dadaístas y los surrealistas y se alimenta de las más lúcidas fantasmagorías. La realidad es habitada por legiones de vampiros y parece diseñada por el inventor de los cadáveres exquisitos.

¿Autobiografía o ficción? Importa poco, sobre todo porque Durastanti consigue trazar un mapa de sentimientos, emociones y lugares, con una solvencia que proviene de una memoria todoterreno. La protagonista debe sortear la sordera congénita de sus padres y una vida trashumante que la lleva a Brooklyn, Londres, Roma, la India, cargando siempre la sensación de no pertenecer a ninguna parte. Es una bella inmersión en los recuerdos familiares y en el poder curativo de la literatura.

Un narrador de realidades extraordinarias y un paleontólogo unen esfuerzos para tratar de entender la vida, sus orígenes y su evolución. Se trata de saber lo que somos y cómo hemos llegado a nuestro estado actual. Millas la hace de neandertal y Arsuaga de sapiens, es decir, de descolocado y de racional. El libro se arma con la crónica de las visitas a lugares que son demasiado conocidos y a otros que conservan algunos vestigios: una tienda de muñecos de peluche o una cueva.

Loki y la profecía de Ragnarök

La curiosidad prohibida

Filosofía en la calle

Aranzazu Serrano Gredos España, 2020 118 páginas

Abdelfattah Kilito Turner España, 2020 144 páginas

Eduardo Infante Ariel México, 2020 396 páginas

De entre las diferentes mitologías, destaca el dios nórdico Loki por su capacidad de seducción y su locuacidad; aunque estos atributos le acarreaban dificultades, su ingenio siempre lo hacía salir a flote. Loki es hijo del gigante Farbauti y la diosa Laufey, quien le da su nombre (su nombre completo es Loki Laufeyjarson). En su destino, la calamidad está al acecho. Odín lo sabe, pero a pesar de todo lo invita a Asgard. Loki tendrá que usar sus dones en cierto momento.

A partir de una lectura exhaustiva y memoriosa de Las mil y una noches, este ensayo reflexiona sobre los gustos literarios adquiridos en la infancia y el peso de la tradición que sigue alimentando al presente. Una pregunta da vueltas en la cabeza del autor: ¿pueden actualizarse las historias de ese libro maravilloso? La respuesta se halla en el poder de observación, en la línea delgada que separa la verdad de la mentira y en las muchas resonancias de la cultura árabe.

Estamos ante un “libro de ejercicios para pensar”, dice el autor en la nota preliminar. Cada capítulo plantea una pregunta que produce varias respuestas, nunca definitivas ni absolutas. Campea de este modo un afán pedagógico que se inclina por una filosofía para todos. Algunos ejemplos: ¿debería un hombre ser feminista?, ¿son malas las drogas?, ¿cuánto necesitas comprar para ser feliz?, ¿deberías hacerte vegetariano?, ¿cómo se supera una ruptura sentimental?

ada más inmediato, evidente y físico que la enfermedad. Sin embargo, el malestar del cuerpo nos lleva, por un efecto si no perverso sí anómalo, al camino contrario: al acto de pensar en lo mediato, lo invisible, lo metafísico. Nunca estamos más conscientes del tiempo y el espacio íntimos, nunca surge nuestro Yo más puro, que cuando el cuerpo deja de ser una realidad casi invisible en la dicha del bienestar y comparece lleno de conciencia y preguntas —pleno de gravedad— en la molestia, el dolor y la pérdida de la salud. Meditaciones en tiempos de crisis (ArielQuintaesencia, 2020) de John Donne, en traducción de Ascensión Cuesta, nos revela, de manera rápida y concisa, en un materialismoidealismo de los sentimientos muy propio del siglo XVII, el hondo mundo meditativo y múltiple que engendra el hecho de caer enfermo. En ese estado, cada parte del cuerpo dialoga con las otras y cuestiona los escombros y las escurrideras: “una mano le pregunta a la otra, tomándole el pulso, nuestros ojos le preguntan a nuestra orina: ¿cómo estamos?” Donne, a lo largo de 23 meditaciones, cruza esas coordenadas del yo interior volcado hacia afuera en la enfermedad para elaborar una visión del hombre hecha mediante una dicotomía simple pero esclarecedora, que en el siglo XX desarrollará de manera compleja y antropológica Elías Canetti: la diferencia esencial entre yacer o estar de pie con la cabeza en alto. Donne piensa: “no tener, como los demás, que arrastrarse, sino estar dotado de una forma esbelta y vertical concebida y hecha [...] para la contemplación del cielo. [...] Esta es la prerrogativa del hombre”. En la cama, tumbado por la enfermedad, él distingue una geometría conformada por dos líneas vitales: el mundo horizontal y el mundo vertical. En estas meditaciones no ha desaparecido el pensamiento como experiencia, lo ideal como real, de los poemas de juventud, pero el Dean de San Pablo ya no yace en la cama para decirle a su amante: ven, “estoy desnudo, ¿qué te puede cubrir mejor que un hombre?”. Aquí, en estos “tiempos de crisis”, él comprende que “nos matamos con nuestros propios vapores”, que la cama es un remedo de la fosa, que fuimos “eyectados” no a la intemperie sino a otra cavidad, a otra prisión. Ya hace muchos años, Octavio G. Barreda había publicado una muestra de este libro en El Hijo Pródigo señalando en una nota que la fiebre no arrojó al poeta inglés en los brazos del misticismo y que este agudizó su inteligencia a través de la sensibilidad. Así, podemos ver que Donne no es un poeta, ya no digamos del sentimiento, ni siquiera del mero cuerpo, como suele ocurrir en nuestros días. Un anhelo de pensar en la sensación y el sentimiento dirige la creación de imágenes (la escalera de los ángeles, el enojo de Dios, la ruina concéntrica...). ¿Seremos capaces de recuperar esta capacidad analítica de la poesía metafísica que añoraba T. S. Eliot o continuaremos despreciándola tontamente a través de un sentimentalismo chantajista y orgulloso de sí mismo?

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LABERINTO

DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

31 DE OCTUBRE 2020

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ANA GARCÍA BERGUA

La prosa mejor escrita ANA GARCÍA BERGUA

V

a casi un año de que te fuiste, el 4 de noviembre de 2019, y no veo que el hueco que dejaste se pueda llenar. “Los viejos escritores no se van: sus cuerpos presentes se quedan en forma de libros y libros y libros”, escribiste alguna vez en uno de tus geniales “asteriscos”. Tú sigues aquí, en tus libros y libros, pero también estabas en el periodismo, en Milenio y Letras Libres, y ahí te seguimos extrañando. ¿Qué dirías de todo lo que estamos viviendo ahora, de la pandemia, de la agitada y desoladora vida pública, de lo que se escribe y se desescribe? Tus textos mordaces, filosos e inteligentísimos nos harían pensar juguetonamente y sonreír. Quisiera contarte tantas noticias, pero me imagino que ahí en donde estés, en el Gran Café del Más Allá que Acá, las comentas con tus amigos Fernando del Paso, Miret, Inés Arredondo, tantos otros. Son estos días tristes;

JOSÉ DE LA COLINA

El autor de Tren de historias y Libertades imaginarias.

no solo te has ido tú, sino muchos más, entre ellos tu amada María que espero esté contigo también y con la gatita Polvorilla que ambos amaban. En estos días muy aciagos evoco muy a menudo tu figura recorriendo la ciudad y escribiendo artículos incansablemente, tu Tren de historias, tus Libertades imaginarias, y tu traducción del Discurso de la servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie que parecería prefigurar lo que sucede ahora, ese texto libertario que, como escribiste en tu estudio preliminar, a lo largo de los siglos “parece tener el don de decir siempre algo para alguien y para todos”. Si supieras lo que es ahora el Fondo de Cultura Económica que editó tus obras siempre incompletas porque escribiste hasta el último día, te desmayabas. Todavía recuerdo aquella tarde diluviosa en que se te había ido el internet; me llamaste desesperado: ¿puedo ir a tu casa a

terminarlo? Luego tu taxi se perdió quién sabe por dónde y fuimos felices a perseguirlo, porque era de vida o muerte que mandaras tu colaboración, aun bajo la tormenta. Adolfo Castañón iluminó con una frase toda tu obra: “Corre la voz de que José de la Colina ha firmado la prosa diaria mejor escrita de la prensa mexicana de estos últimos 40 años, toda una longevidad redactada y leída y releída y vuelta a escribir, transitando con brío ingenioso e imaginativa audacia del cuento y la ficción breve […] al ensayo literario y la tradición, al comentario sabroso y punzante sobre la actualidad literaria, la prosa sin prisa del polemista, la pausa sin pose del contemplador solitario, la mirada estricta del espectador de cine que sabe que la poesía salta y mira por donde nunca se les espera”. La prosa diaria mejor escrita de la prensa mexicana sigue siendo la tuya, querido Pepe, y cómo nos haces falta.

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CAFÉ MADRID

Don Pepe el memorioso

U

no escuchaba a José de la Colina y daban ganas de tomar apuntes. Empezaba a hablar y no paraba de hilar personajes y anécdotas, todas interesantes y entretenidas, con lecciones de vida y escritura. Esto último, sin embargo, no era su intención. Porque a él no le gustaba ir de maestro (o por lo menos se esforzaba en disimularlo) y, quizá por eso, mezclaba o remataba la mayoría de sus conversaciones con algún chascarrillo, como para dar a entender que sus comentarios carecían de importancia. En torno a un café, por ejemplo, contaba: “¡Qué terribles son las erratas! Una vez alguien, no diré quién, me dio a leer sus cuentos. Uno decía: ‘aquella mañana, doña Merencinda se levantó con el ceño fruncido y’…, y se aventaba varios párrafos contando lo que le pasaba a la singular mujer a lo largo de toda una jornada. Tiempo después, este autor llegó con su libro ya impreso, brincando de emoción, y me lo regaló y me lo dedicó y toda la cosa. Lo leí, cómo no. Sobre todo para ver si había hecho caso de mis observaciones (pero esto entre tú y yo, ¡eh! Porque negaré haber dicho una frase de tal calibre) y resulta que en ese relato algún espíritu hizo de las suyas y cambió una e por una o y en el libro quedó: ‘aquella mañana, doña Merencinda se levantó con el coño fruncido y’…, y así arruinó el sentido de todo lo que contaba. ¡Por una letra. Una!” A don Pepe (siempre le dije así) lo conocí, gracias a José Luis Martínez S., en la redacción de Milenio. Ahí, con su infaltable corbata y su halo de personaje de otra época, el escritor que dominaba con suma destreza, entre otras muchas cosas, el difícil uso de la

VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismovictor@yahoo.com.mx DIBUJO JOSÉ DE LA COLINA

coma (vayan a sus textos y fíjense en ese detalle), llegaba un par de veces a la semana para entregar sus columnas sobre inmortales o desavenencias urbanas en un “moderno” disquete de 3.5 pulgadas. Cuando tocaba, antes de llegar a la mesa de su editor hacía una pequeña escala en el área de la administración porque para él, uno de los más grandes prosistas de nuestra lengua y que merecía estar en el catálogo de las grandes editoriales, el pago de

Llegaba a Milenio un par de veces a la semana para entregar sus columnas sobre inmortales

sus colaboraciones periodísticas era prácticamente su principal ingreso y no podía dejar pasar ninguna retribución. Entonces, muy galante, como acostumbraba a ser con todas las damas, se acercaba a una de las “señoras de los dineros” y le espetaba a manera de saludo: “¡Sandrita, usted siempre con esos ojos tan hermosos clavados en la computadora!” Y Sandrita, más fría y agarrada que educada y generosa, solo atinaba a levantar la cabeza y a vociferar un desganado “qué se le ofrece, señor”. Don Pepe, que merecía todos los honores en todas las redacciones, pero más en esta, no tomaba en cuenta ese tipo de cosas y su simpatía y buen humor quedaban intactos. Es que sabía que más tarde iba a estar

Poco se sabe de la faceta de José de la Colina como dibujante.

presidiendo una jocosa tertulia en el viejo Salón Palacio. En esa cantina, rodeado de escritores, periodistas y algún burócrata, lo vi desgranar buena parte de sus memorias en una sucesión de estampas costumbristas. Otras veces, en torno a un plato de comida, dejaba caer un montón de observaciones cinematográficas: “Cantando bajo la lluvia es la mejor película de todos los tiempos. Cantinflas comenzó muy bien, pero luego empezó a adoctrinar desde todos los oficios y profesiones y así se echó a perder. ¡A mí me encantaba Tin Tan! Oye, ¿qué espantosa actriz era María Félix, no? Me he pasado la vida metiéndome a escondidas a los cines (y robándome libros en las Librerías de Cristal) y hoy todavía voy con mi mujer. Bueno, el otro día la olvidé después de ver una película. Salimos de la sala, ella dijo que iba al baño y yo me quedé viendo unos carteles. De repente caminé hasta el coche, me subí, arranqué como si tal cosa y a medio camino me acordé de ella. Di la vuelta y volví, pero… ¡lo que me costó contentarla!” Hace un año, después de un periplo hospitalario que lo dejó flaquísimo, pero con la lucidez incólume, estaba viendo una película y se murió. Cuando me lo contó José Luis Martínez S. (la persona, por cierto, que más se ha empeñado en valorar y difundir la obra de don Pepe), me acordé de que, por desgracia, nunca fui con él a un café de chinos para celebrar ahí mi cuento favorito de su autoría. También supe que nos dejaba en orfandad el “Funes mexicano” que, como en el relato de Borges, tenía la capacidad de ser, para el deleite de todos sus lectores y oyentes, don Pepe el memorioso.

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