Laberinto
MILENIO
NÚM. 726
sábado 13 de mayo de 2017
JUAN RULFO: 100 AÑOS
FOTOTECA MILENIO
100 AÑOS
sábado 13 de mayo de 2017
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LABERINTO
FOTOTECA MILENIO
El habla que encanta ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdonar
ESCOLIOS
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n los años noventa descubrí el libro de Luis de la Torre y Manuel Caldera, Pueblos del viento norte, en el que se recogen dramáticos testimonios de sobrevivientes de la Revolución y la Guerra Cristera en algunos pueblos del norte de Jalisco y el sur de Zacatecas. (“No ahorquen a mi padre…yo les pago las balas”, suplica Carmelita, la hija de un ranchero que va a ser sacrificado y al que quiere procurarle una muerte digna.) Más allá del notable valor historiográfico de esta compilación, me encontré de lleno con el universo verbal e imaginativo de Juan Rulfo. Quizá no pueda hablarse de otra obra, como la de Rulfo, que sea más individual y conscientemente refinada y, al mismo tiempo, más sumergida en la oralidad y la imaginación anónima de su tierra. En ciertos círculos llegó a deslizarse, con enorme envidia, la hipótesis de Rulfo como un ingenio lego tocado milagrosamente por la inspiración. Cierto, el temperamento y la formación de Rulfo no respondían al estereotipo intelectual y tuvo permanentes
ALFILERES ARMANDO ALANÍS @elsaltillero
problemas de socialización con un medio arisco. Sin embargo, en su obra gravita un amplio bagaje de lecturas e influencias clásicas y modernas, así como una destacada intuición y apertura estéticas. Al lado de esta profunda individuación, la obra de Rulfo también está poderosamente habitada por el habla y los paisajes de la región donde nació y vivió sus primeros años. El habla de la tierra y la época de Rulfo tiene un aire de Siglo de Oro, es una lengua graciosa e irónica y, a la vez, de una imaginación sombría, con un espacio de indeterminación en el que reina la magia y conviven los muertos. Es un habla prodigiosamente arcaica, aunque sacudida dolorosamente por el estruendo de la historia y la crueldad de la guerra. De este fondo lingüístico, histórico e imaginativo se nutren los cuentos y la novela de Rulfo (y también, en parte, Al filo del agua de Yáñez, La feria de Arreola, Los recuerdos del porvenir de Garro o Rescoldo de Antonio Estrada). No en balde Rulfo era
un antropólogo espontáneo que encontraba en los dichos y sucedidos de los viejos del pueblo un vínculo efectivo con todas las dimensiones (naturales y sobrenaturales) del pasado. Es más, dada la temprana orfandad de Rulfo, acaso la compenetración póstuma con sus progenitores se concretaba en las palabras que les oyó decir y, por eso, la asimilación genial de todos los recursos de esa habla que, con sus giros, metáforas y paradojas, volvió a encantar al mundo. L
Corrí hasta la plaza. ¿Quién puede huir de los murmullos?
Devoción por la nostalgia LOS PAISAJES INVISIBLES
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l lector sucumbe a un montón de tentaciones. Cuando halla un alma gemela en un autor, devorará los títulos de, para y sobre él. Acto seguido, si la obsesión acrecienta el paroxismo, releerá la obra y después buscará con denuedo los volúmenes complementarios a su vida: diarios, memorias y epistolarios, hasta llegar a la bibliografía que en vez de concluir el paisaje emotivo del lector, horadará más huellas y senderos y encrucijadas en el cosmos ya creado por la mano de sombra del artista elevado a ser supremo: ensayos, entrevistas o aproximaciones de los críticos o estudiosos que comparten sus aficiones electivas. ¿Pero después? Quizá pretenda adquirir una edición firmada de puño y letra, tanto si el escritor vive o no, tal vez intente poseer algún objeto que pertenece o perteneció al héroe de su biblioteca personal. Por ejemplo, ¿qué hallamos al leer la breve pero magnífica obra de Juan Rulfo? La plástica de lo perpetuo, la transparencia anecdótica, la sinfonía lingüística que inunda la imaginación como la pleamar de un mundo paralelo. ¿Y qué hallamos al releer a Rulfo? La camaleónica definición del caos. La inminencia
IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGascon
del clamor atávico y su viaje circular, la febril enunciación de la carnalidad y su poesía. Rulfo fue un agudo observador de las tempestades del espíritu propio y ajeno. Esa es una de las razones por la que Pedro Páramo es la insuperable obra maestra de la narrativa mexicana del siglo XX, y ésa, también, es la razón por la que vale la pena leer el epistolario Aire de las colinas. Cartas a Clara (publicado en 2000 por areté), ya que sus 313 páginas figuran un sinuoso recorrido por las incertidumbres, la fe y el desasosiego del prosista que entre 1944 y 1950, mientras vivía a salto de mata en la Ciudad de México y profundamente enamorado de Clara Aparicio, se hallaba inmerso en un dédalo interior del que más tarde nacerían las voces de Eduviges Dyada, Susana San Juan, Dolores Preciado, Damiana Cisneros y, en fin, todas esas hembras orgullosas, líricas, sensuales, que habitan las polvorientas calles de Comala. En esa correspondencia, Rulfo se muestra como el pupilo de Walt Whitman, de quien cita el silogismo “El que camina un minuto sin amor, camina amortajado hacia su propio funeral”. Como el lúdico anotador de una paráfrasis de Wilde: “Con todo, tres años no son nada. No son
nada para los muertos, ni para los que han asesinado lo que aman” (Carta II), como el funambulista que se debate en la gravedad de los retruécanos orales y el argot urbano, sin sucumbir al torbellino de una lengua escindida por la promiscuidad verbal que oculta, trastoca y deforma los sentidos: “La vida es corta y estamos mucho tiempo enterrados” (Carta VII); “Y la soledad es una cosa que se llega a querer del mismo modo como se quiere a una persona” (Carta XX). Aire de las colinas puede ser la sobremesa para un adorador de lo rulfiano pero también para un lector entrometido pues en esa urdimbre, un tanto voyeur, que implica la intromisión a los textos íntimos del impecable narrador antes de su obra cumbre, se comienza a tejer una extraña devoción por la nostalgia. Nostalgia del recuerdo ajeno. De los cuerpos amantes y amados del artista. Nostalgia por recorrer el presente congelado en la palabra escrita, no obstante que ese ejercicio esclarezca la equívoca noción que teníamos del artista: siguiendo el ejemplo de Juan Rulfo, si una de las mayores virtudes de Pedro Páramo es el erotismo irreductible, insubordinado, que esboza el vínculo sagrado del sexo y la tierra como metáfora de la infinitud, Aire de las colinas revela a un hombre diametralmente distinto: un Rulfo edípico, un Rulfo soñador, un Rulfo inseguro, un Rulfo mimado y obsequioso, un Rulfo en perpetuo asombro por la rebeldía y la transgresión de sus propias fantasías. Un anti Pedro Páramo… L
dirección josé luis martínez s. edición roberto pliego, iván ríos gascón arte y diseño salvador vázquez
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100 AÑOS
ESPECIAL
Los bordes cortantes de nuestras letras En esta viñeta, el autor recuerda los duelos verbales que Juan Rulfo y Salvador Elizondo sostenían en el Centro Mexicano de Escritores en el año lejano de 1980 Maurice Ravel VÍCTOR MANUEL MENDIOLA
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l Centro Mexicano de Escritores fue durante mucho tiempo un punto de inflexión en la literatura mexicana. La escritora estadunidense Margaret Shedd, injustamente olvidada, por lo menos en lo que hace a su generosidad, creó la institución en 1951 con el apoyo financiero de la Fundación Rockefeller. Cuando Eusebio Ruvalcaba, Carmen Boullosa, Bruce Swansey, Héctor Perea y yo entramos en 1980 como becarios de la subvención de pantalones largos, porque había una de pantalones cortos —la Beca Salvador Novo—, Francisco Monterde, Salvador Elizondo y Juan Rulfo dirigían todavía el Consejo Literario del Centro, en calidad de tutores. Los tres escritores formaban un triángulo perfecto: Monterde con su mirada reposada y académica; Elizondo con su extraña erudición avasalladora; y Rulfo con sus concisos y casi bruscos silencios. No obstante esa armonía equilátera, ocurría un desequilibrio. Sobre todo en los momentos previos al comienzo de cada sesión, un caos instantáneo emergía, brotaba una tensión entre Rulfo y Elizondo que a mí, no sé a los demás, me sorprendía y me agitaba. En la pequeña sala donde nos encontrábamos antes de ir a la mesa de trabajo ubicada en otra estancia, en una habitación que seguramente había sido el comedor en la casa original de la colonia Del Valle, Rulfo y Elizondo entablaban a veces una conversación llena de recuerdos y aguijones. Uno y otro, afables pero filosos, se hacían
bromas incómodas o incluso se recordaban viejas intimidades. Nosotros oíamos asombrados. Rulfo soltaba frases deshidratadas y Elizondo chispeaba en mujeriegas explosiones. El duelo, el zipizape o, en realidad, la dialéctica de humores contradictorios que representaban estos dos narradores mexicanos nos dejaba distinguir no solo las puntas extremas sino los bordes cortantes de las letras de nuestro país. Y lo más increíble y atractivo de todo era observar cómo la rapidez de Elizondo cedía, se completaba y adquiría un tono de aquiescencia bajo las respuestas quebradas y al ralentí de Rulfo. El autor de Pedro Páramo producía, con una lentitud rápida y con una parquedad llena de dobleces, réplicas claras y abruptas. Entonces, Elizondo soltaba la carcajada y Rulfo dejaba escapar una risa mustia, es decir, contenida y melancólica. Elizondo se arrellanaba, hundiéndose en la riñonera del asiento, y Rulfo encorvado sobre la silla se echaba inquieto hacia adelante. Los dos daban, de un modo gentil, un paso atrás. El autor de Pedro Páramo, con su traje oscuro y su corbata tan tétrica como inevitable, a la luz de la complicidad, el dandismo y los sarcasmos de quien había concebido a Farabeuf adquiría un perfil más intenso y punzante, se alzaba tan elocuente en sus frases breves y taciturnas. En esas conversaciones oficiosas, en las que nosotros no participábamos, vimos o al menos yo vi desplegarse con raro donaire, en una dualidad poliédrica, las formas de la amistad literaria que no excluían el laberinto y la ferocidad. L FOTOTECA MILENIO
De pie: Salvador Elizondo, Eusebio Ruvalcaba, Víctor Manuel Mendiola, Bruce Swansey y Héctor Perea. Sentados: Felipe García Beraza, Juan Rulfo, Francisco Monterde y Carmen Boullosa
Comprar una ópera BICHOS Y PARIENTES
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JULIO HUBARD
ebe haber sido por allá de 1978 porque los centavos escaseaban doblemente: las cosas importadas se disparaban por los cielos y yo era adolescente. Tenía que ahorrar largo rato para comprar una ópera en discos LP. Elegir una significaba dejar todas las otras. El Ágora, que ahora es un billar, era una librería, con discos y café. El encargado sabía de música y de amabilidades, aunque imagino la pereza que le daba un escuincle preguntón y pobre. Más de una vez lo vi acompañado de otro señor, no alto, taciturno, que fumaba. Una ocasión fui a buscar una Fanciulla del West. A los 15 años uno quiere Verdi (y después también, pero de otro modo). No estaba el dependiente de siempre, solo el señor aquel, que fumaba. Le pregunté por lo que iba buscando y respondió bajito que no sabía. Me puse a recorrer las estanterías con los dedos; sacaba algo, hacía cuentas, buscaba de nuevo porque no me alcanzaba. De pronto, sin más, el señor sacó un álbum y me lo dio: “Mejor, llévate esto. El niño y los sortilegios”. Yo ni siquiera sabía que Ravel hubiera compuesto óperas, ni conocía el nombre de Colette, pero hubo algo en aquel gesto generoso y lejano, un suave imperativo, con la amabilidad de quien no quiere ser importunado. Me resigné a Ravel. Escuché una, dos veces la ópera. Quise que me gustara, disfrutarla. Con el tiempo, L’Enfant et les sortilèges es de mis favoritas. Pero entonces, el cromatismo, las escalas pentáfonas, las citas y parodias de otras obras, superaban mi ignorancia. El niño grosero y la rebelión de las cosas fueron a aburrirse a un estante. Fue un golpe. Poco después, en el periódico hallé una foto del señor que había visto en El Ágora: se llamaba Juan Rulfo. Era escritor. En casa estaban sus libros. Los leí antes de que la escuela me lo exigiera. ¿Hay que decir el golpe que fue? Sobre Rulfo se ha escrito todo. Más aún sobre aquella superchería que dice que sus personajes se expresan como la gente de provincia, antes del estándar mediático de un español neutro y muerto; o la otra, que supone su geografía como descripción de Apulco, San Gabriel, Sayula. La verdad es que Rulfo supo alzar una tonalidad de lo que había oído, pero la expresión es suya y única. El habla de la gente no alcanza para alzar el vocerío de los muertos. Y, no sé, pero me quedó una curiosa juntura en la memoria: Rulfo (sé que él prefería otra música, más antigua) y Ravel, como si hicieran lo mismo, en sentido contrario: Rulfo levanta las almas que se lleva la muerte; Ravel, los objetos que cobran vida. L
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El breve y enorme legado de todos nosotros Seis escritores nacidos en la década de 1980 y otra más en la de 1990 valoran la actualidad de El Llano en llamas y Pedro Páramo, además de los misterios que aún guardan EX LIBRIS, SUSANA SAN JUAN/ EKO
ECOS QUE DIALOGAN CON EL PRESENTE
Marcos Daniel Aguilar La obra de Juan Rulfo no puede desvincularse de su trabajo visual, tanto en el cine como en la fotografía. En ambos casos, para un lector y espectador de 2017, lo hecho por Rulfo es el registro del Estado mexicano posrevolucionario, agrícola, que pretendía con todas sus fuerzas instalarse en el ámbito moderno, citadino e industrial, sin antes resolver los problemas del pasado. Rulfo nos cuenta un viaje hacia el “progreso” y su desastre, del que fue protagonista y testigo; un viaje en el que nosotros, hoy, somos transeúntes cotidianos. Estamos ante un autor que advierte sobre el avance de la modernidad y el quiebre de los usos y costumbres por parte del sistema económico que lo arrasa todo. Sus libros El Llano en llamas, Pedro Páramo y El gallo de oro son ecos que siguen dialogando con el presente. Hablen o no sobre la Guerra Cristera o la gente del campo mexicano, los murmullos sin rostro de sus historias siguen tratando la lucha entre un pequeño grupo de poderosos contra la mayoría que sufre la injusticia del que todo lo ha dado y nada ha recibido a cambio. Sus voces son las de aquellos condenados ancestrales a la pobreza, a la ignorancia, a la violencia, a la muerte, que buscan la puerta de salida que los aleje de la maldad del ser humano para alcanzar así la redención.
UN FILÓN DE VIDA
LA VOZ DE LOS FANTASMAS
Jorge Comensal Empecé a leer Pedro Páramo a los 16 años. Me deslumbró la trama esquiva, la atmósfera de cal, el lirismo austero. Volví, como a un santuario, muchas veces, y luego me distancié, temeroso de incurrir en el pecado de imitar esos murmullos. Hace poco regresé por caminos insospechados. Fue al llegar a ese Comala del saber que es el Instituto de Investigaciones Filosóficas. Ahí se discute sobre mundos paralelos, cerebros descarnados y zombis metafísicos. Pedro Páramo se me reveló como un tesoro de escenarios fascinantes para la filosofía: el tiempo, la modalidad, la inexistencia... Cuando Eduviges Dyada le dice a Juan Preciado: “yo estuve a punto de ser tu madre”, uno puede detenerse a cavilar sobre el papel del origen en la identidad personal. Esto da para unas quince tesis doctorales. Y si uno trata de entender el universo como un bloque donde todos los momentos conviven eternamente, la novela es un magnífico prototipo. Así, por éste y otros rumbos, la obra de Juan Rulfo sigue andando.
Úrsula Fuentesberain Lo había olvidado, pero ahora que lo releo y me reencuentro con sus arrayanes agrios, con sus malasmujeres, con su polvo que no da ninguna sombra, con sus murmullos, recuerdo: lo rulfiano se trasmina. Escucho a Macario y pienso en Camilo, el protagonista de uno de mis cuentos, al que la gente de su pueblo llama loco porque lee las nubes. Veo los pechitos de Tacha hinchándose a la par del río crecido y me acuerdo de que una madre dice esto de su hija en uno de mis relatos: “Su cuerpo de niña parece una membrana lista para la metamorfosis. Temo que se convierta en algo parecido a mí”. “Para sacarle provecho a Rulfo hay que escarbar mucho, como para buscar la raíz del chinchayote. Rulfo no crece hacia arriba sino hacia adentro”, escribe Poniatowska y me obliga a preguntarme qué forma tienen las mujeres rulfianas. Son las dulcamaras que cubren el llano (dulcis, dulce; amâra, amarga), hojas pecioladas, acorazonadas, agudas, flores pequeñas, violadas, en ramilletes. Apalcuachar, totochilo, chilcatole, chacamotear. El lenguaje rulfiano tintinea en mi cabeza igual que las cosas pensadas en sueños. “El idioma de lo inefable”, lo llamó él. Además de inventar un habla, inventó un país. Un páramo que arde. Un territorio huérfano. Rulfo está muerto. Murió ayer, es decir, hace tres décadas, es decir, hace unas cuantas horas. Los gusanos se comieron su carne vuelta hediondez y la hediondez se ha vuelto vida, un filón de vida. Y florece. Aflora entre las piedras desmoronadas.
Jorge Comensal (Ciudad de México, 1987). Autor de la novela Las mutaciones (Ediciones Antílope, 2016).
Úrsula Fuentesberain (Celaya, 1982) es autora de Esa membrana finísima (FETA, 2014).
Jonathan Minila (Ciudad de México, 1980) es escritor y promotor cultural. Autor de Lo peor de la buena suerte (FETA, 2015), Imaginarios (De lo imposible ediciones, 2015), Todo sucede aquí (Cuadrivio, 2017).
Marcos Daniel Aguilar (Ciudad de México, 1982) es autor de La terquedad de la esperanza (UNAL, 2015) y Un informante en el olvido (Conaculta, 2013).
PARA FILÓSOFOS
Jonathan Minila Cuando pienso en Juan Rulfo pienso inevitablemente en su voz. Lo leí, pero también lo escuché. No sé cuándo ni dónde grabó aquellos fragmentos de Pedro Páramo que he escuchado una y otra vez. No sé dónde ni cuándo grabó esa lectura de “Luvina”, “Talpa” y “No oyes ladrar los perros”. No me importa, no necesito saberlo —no me lo digan—. Su voz es suficiente. Es el vehículo. Su prosa es el camino. Juntos me llevan al lugar: ese paisaje, ese misterio, ese silencio, ese eco de la memoria que me hacen pensar en una montaña. Rulfo es la voz de un México que comienza a difuminarse, que es solo recuerdo. Su voz se asemeja a la de mi abuelo, por ejemplo, aunque no se parezcan mucho. Mi abuelo no nació en Apulco, y su voz no es tan pausada y misteriosa. Es solo algo que quiero imaginar. Porque la voz de Rulfo en muchos sentidos es la de todos nosotros. Su eco es la herencia de quienes queremos seguir escuchándolo, leyéndolo. Su obra sigue siendo necesaria para volver a esas regiones pobladas de fantasmas donde ahora solo parece haber un murmullo. Leerlo es, curiosamente, como mirar una fotografía. Un oxímoron. Enorme en su brevedad. Y ahora que lo pienso, es eso quizá lo que quería Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno.
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ARCHIVO FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
AQUEL RUIDO BLANCO
Mariana Orantes Hay tres aspectos de Juan Rulfo que no han perdido actualidad. Primero, y ante todo, su obra, recordatorio de la miseria que, retratada de manera local, habla de personajes cuyas preocupaciones humanas son universales. En el telón de fondo que utiliza, aquel ruido blanco de la tierra infértil, se adivina la injusticia social que perdura y se mantiene como una constante pese a los cambios políticos del país. Segundo, su forma de utilizar el lenguaje. Rulfo recrea ambientes intemporales donde habitan los miedos que han acompañado a la humanidad durante su paso por la historia. Además, para la narrativa, demuestra que la sencillez no impide la complejidad. Y por último, las dos palabras que componen su nombre: Juan Rulfo. En estos últimos días, gracias a gente sin escrúpulos, su nombre ha cobrado el carácter transgresor de quien se enfrenta a la censura. Debemos leer una y otra vez tanto El Llano en llamas como Pedro Páramo, y tal vez ésta última con malicia, pues a fin de cuentas trata sobre la venganza familiar.
LAS LECTURAS DE GARCÍA MÁRQUEZ
Mariana Orantes (Ciudad de México, 1986) es autora de La pulga de satán (FETA, 2016).
A PESAR DE TODO
Adán Ramírez Serret Se considera el autor más grande aunque haya sido un diletante en la literatura, con tan pocos libros que al enumerarlos nos sobran los dedos de una mano. También, a pesar de llevar ese lastre que es ser “el mejor escritor”, sigue siendo un autor leído por lectores expertos y primerizos. Su vigencia radica en la búsqueda de la palabra justa, en una estética y una identidad que ha desbordado sus libros y, me atrevo a decir, ha permeado casi toda la narrativa mexicana, sea plástica, literaria o cinematográfica. Su obra, la novela y los relatos, son metáforas que siguen deslumbrando y dejando sombríos a los lectores, no solo de México. Rulfo sigue siendo un vértice definitivo a pesar de la política, del narco y de su literatura, a pesar de ser leído en secundarias y preparatorias y haber influido a autores tan distantes como García Márquez, Mo Yan, Ray Loriga y una lista interminable. Lo es porque hasta hoy no se han respondido las preguntas que plantean sus libros, y sus parajes y paisajes siguen siendo ignotos y familiares. Se sigue observando allí a una humanidad tan incomprensible e inasible como su autor. Adán Ramírez Serret (Oaxaca, 1982) es crítico literario.
EL DE TODOS NOSOTROS
Aniela Rodríguez Mi primer nocaut literario llevaba el nombre de El Llano en llamas. Recuerdo el grito de “¡Viva Petronilo Flores!”, o las ranas en las alcantarillas de Macario, que descubrí en las páginas de un libro de texto. Ya después llegó Pedro Páramo, esa marca que a todos ha dejado cicatrices. Digo cicatrices, pero me refiero a heridas abiertas. El gran escritor del no de la literatura mexicana nos empuja, a través de sus relatos, a un universo regido por las leyes de lo siniestro donde el lector termina siendo una ficha más del juego. Sin lugar a dudas, Rulfo es un parteaguas en mi formación literaria: ha sido compañero de viajes y sensei incondicional. De él entendí la importancia del lenguaje, eso que más de una vez me puso a temblar a media página. ¿Qué es una influencia literaria si no, a la vez, la figura de un padre? Rulfo es, por mucho, el Pedro Páramo de todos nosotros, escritores, apenas un puñado de fantasmas ambulantes. L Aniela Rodríguez (Chihuahua, 1992) obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2016 por El problema de los tres cuerpos (FETA, 2016) y el Premio Chihuahua de Literatura 2013 por El confeccionador de deseos (Ficticia, 2015).
100 AÑOS
Eduardo Mejía
S
e dice que Álvaro Mutis le arrojó a Gabriel García Márquez un ejemplar de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo, y le dijo en colombiano el equivalente a “lea pa’ que se eduque”, y que García Márquez la leyó cinco veces seguidas hasta casi memorizarla, y que fue una influencia notable en su Cien años de soledad. En la exhaustiva Historia de un deicidio, Vargas Llosa menciona solo de pasada a Rulfo, aunque más bien se refiera al guión de El gallo de oro; tampoco es mencionado ni en la entrevista que concedió GGM a Rita Guibert recogida en Siete voces ni en los comentarios en la edición conmemorativa de Cien años de soledad, de la Real Academia de la Lengua; Carlos Fuentes los relaciona pero más por El otoño del patriarca que por Cien años de soledad. De hecho, hay más coincidencias en el ámbito, en diálogos lacónicos, lo árido del paisaje, la reciedumbre de los personajes, entre Tiempo de morir y muchas de las páginas de Pedro Páramo; Vargas Llosa recalca que algunas escenas del guión tienen origen en la historia familiar del colombiano, y que pasan, mejoradas y llenas de poesía, a Cien años de soledad. En ninguna de las novelas las apariciones de no vivos causan terror semejante al producido en relatos de Lovecraft, Poe, Stoker; la presencia de varias figuras femeninas en ambas novelas coincide en su fuerza, singularidad, la sexualidad implícita; sin embargo, las mujeres de Pedro Páramo son sometidas, pero no son sumisas; aceptan su destino, víctimas del derecho de pernada, aunque más de una lo sufra no solo con conciencia, también con resignación y de alguna se insinúa que con placer; las mujeres de Cien años de soledad en cambio son más gozosas; si su destino es la pasividad sexual no lo hacen como víctimas, y en más de una ocasión se deja ver el placer: una gitana, al palpar el sexo de un personaje, le pronostica que su destino es proporcionar felicidad a las mujeres; los personajes masculinos de Pedro Páramo practican el coito más que por placer, como forma de poder y superioridad. Los pueblos donde sucede la acción de las novelas son distintos, lo único en que se parecen es en el calor, pero el de Macondo es calor húmedo por los diluvios, mientras que el de Comala es seco, sofocante, y las polvaredas no alivian, más bien llenan de tierra el paisaje. De hecho, Macondo es real, Aracataca con otro nombre, y Comala existe aunque parezca invención (hasta tiene equipo de beisbol, según
Abel Quezada). Pedro Páramo es un cacique de quien depende el destino de Comala, de la tierra y de sus hombres, y de sus mujeres; vive la Revolución y también la rebelión cristera, y aunque de manera implícita se ve el derecho de pernada, el latifundio, la complicidad, no siempre áspera, entre Iglesia y cacique, quien se venga del destino dejando morir al pueblo y a los habitantes. José Arcadio Buendía, el fundador de Macondo, invita a sus vecinos a la civilización, al adelanto, y renuncia al poder para dedicarse a la ciencia; hay guerras, pero destinadas a la derrota, no al heroísmo. El lenguaje de Rulfo es seco, tanto como la tierra infértil y como las piedras que se derrumban a la muerte de Pedro Páramo; el de García Márquez es exuberante como la vegetación del Caribe, lleno de juegos y no de símbolos; los habitantes de Comala se expresan con frases cortas, secas, mientras que los de Macondo se explayan en explicaciones, se pierden en laberintos verbales tan disímbolos que uno confunde a los protagonistas y no solo por la repetición de los nombres (en América Latina los hijos se llaman como los padres, los abuelos) sino por el placer del sonido y sus repercusiones. ¿Qué encontró García Márquez en esas cinco lecturas consecutivas, que lo dejaron encantado (paralizado, embobado)? Un mundo escondido detrás de las apariencias, una vida detrás de la vida, la materialización de las historias que se narran (o narraban) en las poblaciones que conservaban la esencia del pasado y que lo perpetuaban con las leyendas de los aparecidos, las explicaciones inverosímiles para los adultos pero que hacían soñar a los infantes: el fantasma que alertaba de peligros, los sucesos inexplicables que daban a entender que había tesoros escondidos en las viejas casonas; los compadres que regresaban del más allá para cumplir una promesa; los amores que no se consumaban sino después de la muerte; la doncella que no pecaba: volaba al cielo conducida por ángeles; la mujer bellísima a la que solo veían los niños y que era la abuela muerta joven; la virgen que se dolía de su doncellez. García Márquez vio en Juan Rulfo que las historias inverosímiles podían ser verosímiles, que la literatura oral podía ser literatura, y que la vida detrás de los espejos requería de una estructura que distorsionara la lógica, que solo así podía ser creíble. Y la adaptó y distorsionó para contar una novela llena de historias increíbles que todo mundo creyó sin ponerlas en duda. L
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Encuentro con Cartier HENRI CARTIER-BRESSON
El escritor mexicano y el fotógrafo francés tuvieron múltiples afinidades. Este ensayo revela varias de ellas y traza un camino que, más que paralelo, corrió en abierta complicidad por las calles y los barrios de la Ciudad de México ROBERTO GARCÍA BONILLA
Cada vez que aprieto el disparador es una manera de conservar lo que desaparece.
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Henri Cartier–Bresson
no de los acontecimientos más iluminadores del joven Rulfo recién llegado del centro del país a la capital fue su encuentro con la fotografía de Henri Cartier–Bresson (1908–2004), pionero del fotorreportaje y uno de los fundadores de la agencia Magnum. En México, Cartier–Bresson asume un compromiso político y colabora para la prensa comunista durante el gobierno del Frente Popular (en el semanario Regards con “temas de sociedad”, para Ce Soir, el diario que dirigía Louis Aragon, con fotografías de la agenda política). Clément Chéreoux señala que muchas de las fotografías que Cartier–Bresson tomó en la década de 1930 poseen la huella del compromiso político. En Francia, España y México retrata a personajes anónimos que viven en la pobreza y en la indigencia. Compartía la noción de su amigo Henri Tracol de que la fotografía era un “arma de clase”. Al joven Rulfo, la capital lo arrobó cuando llegó para establecerse en ella en 1935. Fue a los museos; muy probablemente ya conocía el Palacio de Bellas Artes, inaugurado el 29 de septiembre de 1934, cuando Cartier–Bresson dio a conocer su fotografía junto a la de Álvarez Bravo. Ambos tuvieron una gran resonancia en el joven Rulfo y, más tarde, en su propia fotografía. Cartier–Bresson recorrió, al igual que Rulfo, zonas proletarias. De esos caminos retuvo imágenes de las prostitutas de la calle de Cuauhtemotzin. Habrá que recordar uno de los primeros textos de Rulfo, “Un pedazo de noche”. Su protagonista es una prostituta. Esta coincidencia podría no parecer fortuita. Una afinidad más entre Cartier–Bresson y Rulfo es el gusto y devoción por Oaxaca. El francés tomó fotografías en Juchitán. En el caso de Rulfo, ya son icónicas sus imágenes de la región mixe, de músicos y de sus instrumentos. En ambos casos se refleja la pobreza —hasta la degradación— de niños y jóvenes. Se advierte también a hombres y mujeres en pie sobre sus despojos, como monolitos cubiertos de arena, de barro. En Rulfo hay una inclinación hacia la preservación de la memoria anímica: mantener vivo su pasado rural, además de conferir dignidad a los campesinos —no se observa que desee enfatizar la presencia de los indios sobre los mestizos—, lejos de dejarlos ver como víctimas del Estado capitalista. En la fuerza de su austeridad no se asoman destellos sentimentalistas. En Cartier–Bresson, además del propósito de la composición fotográfica como obra artística —antes de consagrarse a la cámara había estudiado pintura—, la importancia se asienta en la misma composición; está presente el compromiso político y, asimismo, el testimonio documental inmediato. En su primera visita a México, Cartier–Bresson fotografió a indigentes y campesinos abandonados durmiendo en las calles de la capital. Los miserables que retrata en México no son muy distintos a los que encuentra en Madrid, aunque sí hay una diferencia de los que captó, por ejemplo, en Marsella, cuyas fotografías adquieren rasgos oníricos. La composición crea un ambiente atemporal, surrealista. En México sus fotografías más conocidas son las que tomó en Cuauhtemotzin a las prostitutas que posaron sonrientes, una suerte de deidades
Prostituta en la calle de Cuauhtemotzin
naif a quienes despoja de la condición modesta y sufriente de su oficio. Es muy probable que Rulfo haya visto algunas de las fotografías que Cartier–Bresson tomó en su primera visita a México, en las que encontró semejanzas con las de su amigo y figura magisterial Manuel Álvarez Bravo, quien a su inclinación por el surrealismo añadió una sombra de nostalgia, entre el abandono, la reflexión y la ausencia, ejemplificada en la conocida imagen “El ensueño” (1931). Esta fotografía se relaciona con el Cartier–Bresson de la década de 1930 y con el Rulfo de la serie de fotos de los músicos mixes. En particular, habrá que recordar “Niño de Oaxaca e instrumentos musicales” (ca. 1956): el infante vestido con ropa de manta, la camisa de manga corta, sin botones, hecha nudo en la parte inferior, quedando el ombligo descubierto, quien observa, descalzo, en posición diagonal respecto de la lente. De perfil, su mirada se concentra ante algo o alguien fuera del objetivo de la cámara. El semblante es hierático. La intensidad se concentra en los ojos y la escena adquiere fuerza y un realismo, diríase poético, con los instrumentos que la acompañan. Un tambor descansa en una base de madera; sobre
éste se recarga un platillo (o tarola) y alineada en el suelo terroso, una trompeta. En la orilla inferior izquierda aparece parte del cuerpo de una tuba. En segundo plano, del centro a la derecha, tres atriles descubiertos, es decir, sin partichelas. Al fondo, la superficie terregosa de la sierra cuya larga continuidad serpenteante se anuncia. Esta imagen ejemplifica cabalmente la búsqueda de Rulfo, expresada con las palabras de Cartier–Bresson: “Cada vez que aprieto el disparador es una manera de conservar lo que desaparece”. Al igual que Rulfo, durante muchos años Cartier–Bresson no asumió la fotografía como una labor artística profesional: “No me considero a mí mismo un fotógrafo —dijo a principios de la década de 1950—. No pienso en absoluto en eso. Me gusta hacer instantáneas, muchas cosas deben ser instintivas. No sé cómo se llega a eso”. Entre las influencias que Rulfo tuvo, podemos vislumbrar la noción de explosivo–fija (explosante–fixe), que establece “el estado de una cosa percibida simultáneamente en movimiento y en reposo”. Este artificio “explosivo–fija” está presente en algunas fotografías de Rulfo, sobre todo en algunas del ciclo de imágenes realizadas en los
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r-Bresson
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JUAN RULFO/ DEL LIBRO EN LOS FERROCARRILES (UNAM/ FUNDACIÓN JUAN RULFO/ RM)
patios de las estaciones de ferrocarriles, por ejemplo las que tomó en Nonoalco y en Peralvillo. Se advierte la inercia en la frontera misma en la que coinciden el reposo y el movimiento; se observan los trenes flanqueados por los muros de las modestas casas habitación. Un ejemplo es una imagen en la que se observan en primer plano cinco vías de tren —alguna cruzada sobre otra—, unos 30 metros más atrás hay una locomotora de vapor que se aproxima a la posición del fotógrafo, quien se colocó en una posición elevada, quizá un poste. A la izquierda, alineados, se ven a un hombre y una mujer; a la derecha, un hombre camina; incluso una de sus piernas está al aire, lo que en conjunto procura una dinámica de tránsito: el tiempo retenido en la imagen parece estar en movimiento. Un factor más que contribuyó a que Rulfo llegara a las tomas en movimiento, ahora lo sabemos, fue la colaboración con Roberto Gavaldón —primero en noviembre de 1955 como “supervisor de verosimilitud histórica” en La Escondida, pues meses más tarde el cineasta y el escritor tomaron, respectivamente, su cámara para filmar y capturar instantes de acciones o gestos en la realización del documental Terminal del Valle de México—. “Existe un gran vínculo —señala Paulina Millán— entre las tomas en movimiento de la cinta y las fijas del fotógrafo en cuanto a lugares y temas, pero sobre todo en el posicionamiento de la cámara”. Rulfo y Gavaldón recorrieron juntos las terminales y “sobre los techos de los vagones en movimiento. […] Sobrevolaron en helicóptero o avioneta la Ciudad de México, los patios de Nonoalco y la Terminal del Valle de México”.1 Rulfo utilizó además la infraestructura de los elementos técnicos de la filmación del documental para Patio de una vecindad en la colonia Guerrero realizar cerca de 140 fotografías sobre los trenes y las estaciones de ferrocarriles, en cuyo segundo plano destaca el horizonte México que conoció el fotógrafo francés cuando se urbano o el rural en la Ciudad de México. alojó en una vivienda en la Candelaria de los Patos No sabemos cuándo se conocieron, cuándo se encontraron y el Cuadrante de la Soledad —cerca del Mercado por primera vez Cartier–Bresson y Rulfo. Acaso fue durante de la Merced—. La compartió con el pintor Ignacio el segundo viaje del francés a México (1962). Con seguridad Aguirre (de quien dejó una fotografía experimental, tuvieron muchas afinidades. El trabajo que Cartier–Bresson cuya fuerza está en el detalle de sus manos y en la desarrolló en Magnum tuvo que ser una fuente de consulta ausencia de su rostro) y con el poeta estadunidense permanente de Rulfo, que estaba actualizado en las tendencias Langston Hughes. Cada día se encontraba con los fotográficas más importantes desde el punto de vista históri- callejones de Cuauhtemotzin y Chimalpopoca, co, testimonial y estético. Con motivo de una exposición de en los que convivían “el hampa, la prostitución, las fotografías mexicanas de Cartier–Bresson en París (1984), los ‘teporochos’ (alcohólicos cuya vida y muerte Juan Rulfo escribió ocho párrafos para el catálogo; el texto es miserable transcurre en los muladares)”.3 Rulfo revelador porque, sobre todo, da un panorama de la Ciudad de observa cómo las fotografías de su colega francés México que él y su colega francés descubrieron en la misma revelan más un contexto, un momento de época que época —con apenas unos meses de diferencia—, aunque Rulfo objetos o individuos particulares. En la década de se asentó en definitiva en una ciudad que deploró tanto como el 1930 el México de Cartier–Bresson está más cerca goce, el candor y el imaginario que le de la miseria que de la opulencia, de procuró. Rulfo menciona el segundo la marginación que del progreso. El viaje de Cartier–Bresson a México tres No sabemos cuándo escritor mexicano acentúa los rasgos décadas después y observa cómo en se conocieron Cartier– negativos de la ciudad que tanto deploró ese lapso muchas regiones del país Bresson y Rulfo. Acaso y tanto le concedió. Asimismo destaca fue durante el segundo cómo en ese México se respiraba el permanecían olvidadas del progreso, viaje del francés fatalismo, el mutismo, la burocracia aisladas en sus propias comunidades a México en 1962 improductiva y aún fue más lejos al indias. Esto se debe primordialmente afirmar que el mexicano de entona un régimen tradicional, por no decir ces carecía de estímulos, incluso se secular, que los indios ejercen para salvaguardar sus culturas. La refugiaba “en el vicio hasta caer en la locura”.4 El defensa de costumbres, lenguaje, creencias e identidad, las cuales texto es una acerba crítica a la realidad mexicana intentan conservar pese a las presiones extrañas, [...] si se toma y al carácter de su población, en el momento de la en cuenta que existen en territorio mexicano 53 grupos étnicos transición del México rural al México obrero, con con lenguas y costumbres bien definidas, no debe considerársele aspiraciones modernizadoras en medio de enormes como una rémora, sino un gran aporte pluricultural que forma carencias de infraestructura industrial. Aun así, parte integrante del país. [...] La incorporación al sistema de estas observa Rulfo, gracias al “aguante” del mexicano, 53 comunidades traería el exterminio de tales culturas, cuyas fue posible un sorpresivo desarrollo industrial. manifestaciones artísticas, mitos y leyendas, han sido y serán por Rulfo también recuerda la reiterada y proverbial mucho tiempo valiosas para etnólogos, sociólogos y antropólogos.2 conjunción de los incontables rostros de nuestro país que dio lugar a la expresión de Lesley Byrd Se evidencia que Rulfo quiere contextualizar las imágenes de Simpson: los “muchos Méxicos” que coexisten. Cartier–Bresson al mismo tiempo que entera a los lectores y El escritor mexicano alude a la condición herespectadores europeos sobre dos aspectos relevantes: la mile- mética de los indios, quienes de manera porfiada naria cultura mexicana y la pobreza que ha agobiado a México protegieron no solo sus tradiciones sino sus teen todas sus épocas. Recuerda también la sórdida Ciudad de rritorios, es decir, sus orígenes. Si exceptuamos
El Llano en llamas y Pedro Páramo, pocas veces Rulfo fue tan autocrítico por escrito con su propio país. Refiere un lastre y la enorme inequidad que rodea a la sociedad mexicana en la década de 1980: “Pocos eran los afortunados que habitaban fastuosas mansiones, ajenos por entero al mundo de quienes apenas sobrevivían milagrosamente entre los escombros de una nación en ruinas. [...] Faltaban garantías en el campo, así que los agricultores abandonaban las tierras, mientras los pequeños artesanos: carpinteros, zapateros y aun los peluqueros y albañiles, se convertían en ejidatarios descalificados, los cuales degradaban los suelos hasta hacerlos improductivos”.5 Rulfo menciona, al final, las imágenes que Cartier–Bresson guardó del Istmo de Tehuantepec: más vivas, generosas, que los barrios decrépitos de las ciudades. Se reúnen, una vez más, los rostros de los distintos Méxicos. La imagen de la desolación que para nosotros es parte de una realidad cotidiana ominosa e indecible, para los extranjeros fue una especie de frontera que dividió al México pródigo, pleno en recursos naturales, hablas, ecosistemas e idiosincrasias, del México miserable. Habrá que mencionar la fotografía que Cartier– Bresson regaló al mexicano como agradecimiento a su texto:6 un hombre de espaldas que observa un muro en ruinas, las perforaciones de balas de distintos diámetros, así como las siluetas de soldados dibujadas sobre el muro (que indica el lugar y la posición que ocupan antes de los tiros de gracia, evidencia de un paredón de fusilamiento). L 1
Paulina Millán, “Rulfo, entre vías y trenes”, En los ferrocarriles. Juan Rulfo. Fotografías. RM, 2014. 2 Juan Rulfo, “El México de los años 30 visto por Henri Cartier–Bresson”, en 100 fotografías de Juan Rulfo, RM, México, 2013. 3 Ibid., p. 22. 4 Idem. 5 Op. cit., p. 22-23. 6 Ibid., p. 25.
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La clave está en la velocidad “La verdadera felicidad está en la convicción de saber que se ha perdido irremediablemente la felicidad”, es la conclusión a la que llegaron María Luisa Bombal y Juan Rulfo durante su último encuentro, un episodio rescatado por el periodista chileno Waldemar Verdugo Fuentes JUAN MANUEL GÓMEZ
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ay muchas coincidencias entre Juan Rulfo y María Luisa Bombal (Viña del Mar, 1910–1980). Para empezar, dice Waldemar Verdugo Fuentes en un espléndido ensayo sobre el legado de la escritora chilena, la obra de ambos es “reducida sin dejar de ser colosal” y fue punta de lanza en el estilo que se popularizó como elemento clave del Boom latinoamericano. “Ubican varios críticos al año 1935 como el momento en que se inicia propiamente la literatura contemporánea del siglo XX en América”, puntualiza Verdugo Fuentes, destacando La última niebla (1934), primera novela de Bombal, en la que se plantea “la estructura pionera del Realismo Mágico [...] a través de la fusión de lo que es con lo que no es —de lo real con la poesía— en la esencia misteriosa del mundo, enseñada con expresión tersa, de ceñida transparencia, limpia del frondoso barroquismo de los novelistas anteriores, [...] con algo de surrealismo y a la vez senda de escape para los impulsos del subconsciente”. Realismo mágico que se consolida en 1955, con la publicación de Pedro Páramo. Para continuar con lo que une a estos dos grandes escritores, que también fueron grandes amigos, bastará mencionar un breve apunte biográfico: los dos “perdieron a sus padres a temprana edad y fueron hijos de familias de hacendados empobrecidos: esto se refleja en sus literaturas, plagadas de seres agónicos crucificados en la Tierra”, remata Verdugo Fuentes. Tanto Bombal como Rulfo apuntaron sus claves literarias hacia sus orígenes locales buscando con ello imágenes o momentos que captaran lo universal a partir de la abstracción de lo concreto. Asimismo, los dos “usaron elementos atmosféricos sumamente propios para marcar la disociación de la vida: Rulfo, el calor, y la Bombal, pura niebla”. “Este abierto transcurrir en el mundo de la muerte” [que usa María Luisa Bombal en su novela de 1938, La amortajada] es la misma atmósfera que utilizaría Juan Rulfo para hacer vivir a sus personajes” en Pedro Páramo. Waldemar Verdugo Fuentes (Santiago de Chile, 1955), quien fuera editor de la primera edición en español de la revista Vogue, cuyas oficinas se encontraban en México, transcribe varias entrevistas notables en su ensayo “María Luisa Bombal: una huella”, que obtuvo el premio chileno Escrituras de la Memoria en 2011. Rescata, por ejemplo, el último encuentro de Juan Rulfo y María Luisa Bombal: “La última vez que lo vi fue en Chile, él vino invitado por la Sociedad de Escritores y nos juntamos; esa noche con Rulfo decidimos que nuestros espíritus estaban alimentados por el mismo hálito. Conversamos muchas ESPECIAL
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horas; él recordó a Brígida, la protagonista de [mi cuento] ‘El árbol’, que afirma en su momento que quizá la verdadera felicidad está en la convicción de saber que se ha perdido irremediablemente la felicidad”. En este ensayo, el periodista chileno recupera también el shock que le causó la literatura de Rulfo a Gabriel García Márquez y lo mucho que influyó en la atmósfera de Cien años de soledad: “Aquella noche no pude dormir. [...] Al día siguiente leí El Llano en llamas, y el asombro permaneció intacto. Mucho después, en la antesala de un consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra: ‘La herencia de Matilde Arcángel’. El resto de aquel año no pude leer a ningún autor fuera de Rulfo, porque todos me parecían menores. En ese tiempo no solo podía recitar párrafos completos de Pedro Páramo, podía recitar el libro completo, al derecho y al revés, sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo. La obra, sin duda, yo la conocía mejor que el propio autor”. Pero sin duda lo más valioso de la labor periodística de Verdugo Fuentes en este ensayo consiste en el retrato que hace de sus varios encuentros con Juan Rulfo, “un hombre que no sufría en lo más mínimo de complejo de grandiosidad”. Se sabe que los personajes de Pedro Páramo ya estaban delineados y por eso escribió los cuentos de El Llano en llamas, “para soltar la mano”. Se sabe que tras 30 años rumiándolo, sin haber escrito una sola palabra, Rulfo encontró la atmósfera y el tono de la novela un día que volvió al pueblo de su niñez, en las faldas de la Sierra Madre, cuya población había pasado de 8 mil a 150 habitantes. “A alguien se le había ocurrido sembrar de casuarinas las calles y esa noche que me quedé allí, en medio de toda esa soledad, el viento en las casuarinas mugía, aullaba, en ese pueblo vacío... Entonces supe que estaba en Comala”. Se conocen dos de sus grandes aficiones, la música clásica y la crónica: “He leído casi todas las crónicas antiguas, escritos de frailes y viajeros, los epistolarios, las relaciones de la Nueva España; es el estilo del siglo XVI y del siglo de Oro. Me gustan porque están escritas muy sencillamente”. Se saben esas muletillas que quizá aprendió Rulfo de memoria para decir a quienes lo interpelaban, pero nunca había visto a un personaje real como el que describe Verdugo Fuentes en Vogue, en 1980: “De rasgos finos y pelo cano, pequeño cuerpo delgado, de figura adusta en el vestir, muy amable, sencillo y transparente cuando habla, Rulfo es un hombre que hasta los colores se le suben si alguien lo elogia; se sonroja fácilmente, escondiendo la mirada serena detrás de sus anteojos de marco oscuro. En el café El Ágora se echa para atrás en el asiento, un rayo de sol toca un vértice de arrugas en su frente, y él toca al sol. En momentos, en la conversación, se envuelve en cierto silencio, ese algo soterrado que mencionamos, que uno debe respetar también guardando silencio. Luego retira los lentes de sus ojos y dice, muy lentamente: ‘¿Seguro que no quieres que te cuente por qué no escribo más?’. Reímos y de él escapan carcajadas que hacen añicos su imagen adusta”. “¿De dónde proviene esta técnica novedosa del tiempo detenido? —da pie Verdugo Fuentes—: ‘Eso fue un experimento. Tal vez con influencia de autores nórdicos, en esa época los leía mucho’. Sabemos que el sentido del tiempo es una inhibición para impedir que todo suceda de una vez, pero en Comala esto deja de tener sentido, y las acciones se suceden alternativa y simultáneamente. Todo se repite, todo se inicia nuevamente, de manera circular, porque, de alguna manera, es siempre hoy; leemos lo que está ocurriendo en el momento porque los personajes están condenados a la vida eterna. ¿De dónde sacó Rulfo el lenguaje para tal prodigio? Le pregunté, y él dijo: ‘Tal vez lo oí cuando era chico pero después lo olvidé, y tuve que imaginar cómo era por mera intuición. Di con un realismo que no existe, con un hecho que nunca ocurrió y con gentes que nunca existieron’”. “No daba consejos literarios; decía que no podría porque para él, el arte literario ‘es perfectamente inexplicable’. Sin embargo —concluye Verdugo Fuentes—, le escuché decir que ‘hay que aprender a tachar’, y que se debe, antes que nada, ‘cuidar la velocidad que se quiere lograr’”. L
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Retrato del rencor vivo MERDE!
El Llano en llamas, Pedro Páramo, El gallo de oro Juan Rulfo Editorial RM/ Fundación Juan Rulfo México, 2017
Aquel hombre sigue hablando A FUEGO LENTO
L
a Editorial RM y la Fundación Juan Rulfo han publicado, en un solo paquete, las versiones definitivas de El Llano en llamas, Pedro Páramo y El gallo de oro (acompañado por una carta dirigida a Clara Aparicio en 1947 y por doce relatos aparecidos en revistas y suplementos entre 1945 y 1984). Los tres libros se ofrecen pues como canónicos, en un formato de una sobria elegancia. Cuesta trabajo constatar que tres días de lectura condensan, digamos, tres décadas de escritura. Qué obtenemos ahora de esa lectura, es decir, qué podemos reconocer en Rulfo que hayamos reconocido anteriormente y siga hablando con autoridad. Tiene, por principio de cuentas, muchas cosas qué decir aún sobre la muerte, que en los últimos diez años ha hecho de México uno de sus criados más solícitos. El muerto —a quien se refiere ese otro muerto, “sitiado por la tierra”, que protagoniza “Después de la muerte”— que fue enterrado en vida y se negó a desprenderse de su alma, única condición para liberarse del sufrimiento, bien podría ser uno de esos miles de “desaparecidos” por bandas de narcotraficantes, el ejército o la rabia anónima. Mal haríamos en juzgar como “poética” a la concepción rulfiana de la muerte. Es, de la misma manera que exhibe nuestra realidad, “una cosa espesa y pegajosa”, no el tibio estado de la materia. Obtenemos asimismo la certeza de que su “México rural” continúa siendo un pretexto literario. Junto al predominio de una narrativa con vocación urbana, y en contra del casi unánime prejuicio, prosperan iniciativas enclavadas en el campo, el pueblo fantasmal o el caserío miserable. Sustituyamos al cacique por el jefe de plaza y obtendremos un panorama semejante al que impera en Pedro Páramo: el poder capaz de con-
ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com
vertir la tierra fértil en un cementerio, el odio como signo de la voluntad del amo, la degradación moral de poblaciones enteras por amor a la rapiña y a la difusión del miedo. Creo suficiente mencionar dos novelas de reciente irrupción para dar cuenta de esa afortunada prosperidad: Lobo, de Bibiana Camacho, y Temporada de huracanes de Fernanda Melchor. Si la quema de la biblioteca de Alonso Quijano señaló el fin del espíritu caballeresco, Pedro Páramo remachó la desaparición de los límites entre el reino de lo maravilloso y el reino de las experiencias verosímiles. Desde que los muertos hablaron en susurros de una tumba a la otra para contarse sus penas, dejamos aún más de recelar de las mujeres que abandonan este mundo alzando el vuelo o del fraile aquel que oyó la revelación que habría de cambiar el destino de la Nueva España de boca de un murciélago. Volvemos a leer a Rulfo y volvemos a creer en la consistencia espectral de su mundo. Estoy seguro, sin embargo, que Rulfo significa permanencia y no descendencia, a pesar de la tentación a tomarlo como modelo. Permanencia porque sus cuentos y su novela no han dejado de sumar un misterio a otro y porque el lenguaje del que están hechos bulle, vibra, sigue imponiéndose a la jerga de la burocracia letrada. Descendencia no tiene, nunca la ha tenido… y es una fortuna. Quién habría querido, o querrá ver, a una corte de rulfitos, haciendo los mismos desfiguros que hicieron, y aún hacen, los garcíamarquesitos. Hay que leer a Rulfo y en cada ocasión, una vez cerrado el libro, como Gombrowicz recomendaba a sus alumnos sobre Borges, matarlo como el héroe mata al dragón. No conozco otra manera de preservar su influjo. L
BRAULIO PERALTA juanamoza@gmail.com
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979, 3 de agosto: Nancy Cárdenas estrena en el Julio Prieto su versión escénica de la novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. “Controvertida”, el adjetivo. Un mazacote, pensé entonces. Directora de Los chicos de la banda: en 1973, abarrotó el Teatro de los Insurgentes; se convirtió en un icono gay. Acá, con reparto de 25 actores —entre otros Patricia Reyes Spíndola, Manuel Ojeda, Pilar Pellicer y José Carlos Ruiz—, el fracaso de público y crítica, unánime. Ni su amigo Carlos Monsiváis le dedicó unas líneas a la pieza teatral. “Aburrido”, “No se entiende”, comentaba el cronista. Rafael Solana escribió en la revista Siempre!: “La señorita Cárdenas no sudó ni se acongojó; no le preocupó mucho que el público se confundiera y no supiera por qué Pedro Páramo a veces es adolescente y a veces es hombre maduro, ni por qué Miguel Páramo en algunas escenas está vivo y en otras anteriores, muerto”. Un montaje “poético”, decían unos. “Buenas actuaciones”, otros. Yo, que la vi por entonces, por los recuerdos, ratifico: para dormir. Nancy nunca fue buena dramaturga. 1992, 30 de julio: Juan Tovar adapta a la escena Pedro Páramo y El Llano en llamas y estrena bajo el nombre de Los encuentros. Dirige Mauricio Jiménez —el mismo de Lo que cala son los filos (1988), de enorme trascendencia en el teatro mexicano—. Acá, un fracaso conceptual aunque mejor porque Tovar sí es dramaturgo. La vimos en España. La llevó el gobierno de Salinas de Gortari al “Encuentro de dos mundos”, al celebrar los españoles —no los latinoamericanos— los 500 años del descubrimiento de América. Poético, sí. Pero no era Rulfo, era Tovar. 1993: Mauricio Jiménez adapta y dirige su propio Juan Rulfo, para Francia. Hasta 2009 se reestrena en Real del Monte, Hidalgo, con el nombre Los murmullos. Más de 500 funciones por las provincias del país. Gratis, para evadir conflictos con la familia Rulfo. La vi en 2011, Casa del Teatro, en Coyoacán. Montaje digno para sentir las obras del escritor. Escribí: “Los murmullos, sin traicionar al espíritu rulfiano, Jiménez ha entendido sin razonamientos académicos por qué era necesario escenificar esa obra para disparar los sentidos a flor de piel. El resultado es poético y electrizante”. Repito: sin traicionar a Rulfo. Hacer teatro, diálogos, con Juan Rulfo de la mano. “Una imagen —no una descripción— de nuestro paisaje”, escribió Octavio Paz. La imagen de la orfandad. Con actores desconocidos pero magistrales en su desempeño. La mejor de las adaptaciones a la obra. Hay más, pero las relevantes son las descritas. Vendrán otras porque Rulfo es ejemplo universal donde cualquier género artístico quiere reflejar a un público que a lo mejor no ha leído o visto el retrato de ese rencor vivo: Pedro Páramo. (Era injusto olvidar al teatro en el centenario de Rulfo). L ESPECIAL
Una escena de Los murmullos, de Mauricio Jiménez
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La imagen como metáfora Es difícil concebir el universo rulfiano sin el cine. Por lo mismo, ofrecemos dos entrevistas que exploran ese derrotero: la primera es con el director de Los confines, uno de los mejores acercamientos a la obra de Juan Rulfo; la segunda, con uno de sus hijos, el documentalista a la caza del pasado familiar HÉCTOR GONZÁLEZ ESPECIAL
nal a la que está sujeto el ser humano. Vivimos sin querer pensar en la muerte, y cuando por alguna circunstancia nos damos cuenta de que nos está esperando, queremos evadirla. Tanto “El hombre” como “Diles que no me maten”, relato que usé para Los confines, tratan la inevitabilidad de la muerte. Sus protagonistas no son conscientes de la consecuencia de sus actos y finalmente los alcanza el destino. En Los confines mezcla “Talpa”, “Diles que no me maten” y un fragmento de Pedro Páramo. ¿Cómo fue el ejercicio de darles una narrativa a los tres?
Desde el proyecto original, cuando quería intercalar situaciones de su vida cotidiana con su obra literaria, buscaba representar su pensamiento y cosmovisión. Cuando le propuse filmarlo me respondió que de ninguna manera, que no aceptaba. “Para conocerme están mis cuentos, mi obra. No me interesa que me filmen”, me dijo. Ante su respuesta, me planteé plasmar en pantalla su pensamiento sin que estuviera presente; para eso necesitaba estudiar muy bien sus cuentos. Gracias a esto pude ensamblar su desarrollo intelectual en un discurso. Después de estudiar a Rulfo, ¿a qué atribuye la vigencia y universalidad de su trabajo?
Patricia Reyes Spíndola y Mitl Valdez durante el rodaje de Los confines
Mitl Valdez
“ERA MUY CELOSO DE SU INTIMIDAD”
A
principios de la década de 1980, Mitl Valdez quiso adaptar algunos cuentos de Juan Rulfo al cine, además de filmarlo en su vida cotidiana. El escritor accedió a lo primero, mas no a lo segundo. Interesado en indagar en su pensamiento, el entonces recién egresado del CUEC estudió a detalle su literatura. El resultado fue el cortometraje Tras el horizonte (ganador del Ariel al Mejor Cortometraje de Ficción) y el largometraje Los confines. La versión digitalizada de este último será proyectada en septiembre en el Centro Cultural de la UNAM. ¿Cómo fue su relación con Juan Rulfo?
Platiqué tres veces con él. Era estudiante del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM y uno de mis ejercicios fílmicos fue Tras el horizonte, un cortometraje basado en su cuento “El hombre”. Además, tenía un proyecto distinto y ambicioso: quería adaptar fragmentos de tres o cuatro cuentos de El Llano en llamas, y pedazos de Pedro Páramo, entreverados con aspectos de la vida cotidiana de Juan Rulfo. Ocasionalmente lo encontré en la librería El Ágora, ubicada sobre avenida Insurgentes casi esquina con Barranca del Muerto. No lo conocía y le planteé mi proyecto. Le entusiasmó sobre todo porque era un trabajo universitario que respetaba el sentido de sus cuentos. ¿Trabajó el guión con usted?
Entablamos cierto contacto y me invitó a platicar sobre el guión en su oficina del Instituto Nacional
Indigenista. Fue interesante porque me dio su opinión acerca de las adaptaciones al cine de su obra. ¿Qué pensaba de sus adaptaciones al cine?
Me habló bien de la versión de Roberto Gavaldón de El gallo de oro. Rulfo escribió el guión y durante la realización el director tuvo una actitud respetuosa hacia el texto. Le entusiasmaban La fórmula secreta, de Rubén Gámez, y Los murmullos, de Antonio Reynoso. Ambos fueron trabajos experimentales, pero no por eso menos importantes que cualquier proyecto profesional. De ahí en fuera no le gustaban otras adaptaciones porque sentía que obedecían a intereses del cine comercial como fue el caso de Pedro Páramo, de Carlos Velo. Si bien era una película con virtudes de fotografía y ambientación, tenía en los protagónicos a John Gavin, con poca relación fisionómica con los hacendados de México; y a Pilar Pellicer, una actriz guapa y talentosa, pero sin relación con Susana San Juan. En una de nuestras pláticas me contó que el sentido trágico de la novela radicaba en que eran personas mayores que se encontraban después de haber intentado tener una relación amorosa. Talpa, de Alfredo B. Crevenna, decía Rulfo, expresa lo contrario a lo que quería plasmar el cuento. ¿Qué encontró en su cuento “El hombre” para llevarlo al cine?
Uno de los temas obsesivos de Rulfo, y que me interesa mucho, es la condición humana, la circunstancia terre-
Hay muchos escritores que pretenden definir lo mexicano, pero uno de los más afortunados es Rulfo. Su aproximación a la provincia mexicana no es fotográfica; al contrario, nos deja ver quiénes son sus habitantes. Nos mostró la realidad de una manera descarnada, sin hacer concesiones, sin héroes ni villanos, víctimas ni victimarios. Lo paradójico es que dentro de esa podredumbre social surge la grandeza de los personajes porque tienen que enfrentar sus contradicciones y circunstancias para trascender. Por eso muchos escritores le tenían envidia.
Habló de los desatinos de usar a John Gavin para interpretar a Pedro Páramo, y a Pilar Pellicer como Susana San Juan. ¿Qué tipo de cuidados tuvo en sus castings?
Realicé Los confines a partir del concepto del cine independiente, así no tendría condicionantes de ningún tipo. Desde que escribí la adaptación surgió la imagen de ciertos actores con prestigio. Natalia, la esposa de Tanilo en “Talpa”, no podía ser otra que María Rojo, y para el hermano de Tanilo el ideal era Manuel Ojeda. Quería a Patricia Reyes Spíndola para el capítulo de los hermanos incestuosos de Pedro Páramo. Mi ventaja fue que al hacer algo distinto al cine comercial los actores se interesaron en el proyecto. Y con Tras el horizonte pasó algo similar. Rodrigo Puebla y Noé Murayama tenían la presencia física suficiente para transmitir al personaje. Su cortometraje Tras el horizonte es de 1984. ¿Lo vio Rulfo?
No. La última vez que fui a su oficina, su secretaría Iraís me dejó la autorización para filmar Tras el horizonte y Los confines. Poco después lo hospitalizaron a causa de un enfisema pulmonar. Al estreno de Los confines asistieron Juan Carlos Rulfo y Clara, la esposa de don Juan. Fue un momento muy importante, porque al terminar Juan Carlos me dijo que en la película estaba su papá. L
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FOTOS: CINETECA NACIONAL
Fotograma de Del olvido al no me acuerdo
Fotograma de El abuelo Cheno y otras historias
Juan Carlos Rulfo
“PEDRO PÁRAMO PODRÍA SER UN PERFECTO CHAPO GUZMÁN”
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ara encontrar la impronta de su padre, Juan Carlos Rulfo viajó al sur de Jalisco. Ahí se reencontró con historias que parecían habitadas en sus sueños. De aquella expedición nacieron El abuelo Cheno y otras historias y Del olvido al no me acuerdo, dos documentales que se mueven sobre los bordes del universo de Juan Rulfo. Hoy, con más años de por medio, el cineasta reconoce sin dudar: “Las grandes enseñanzas del jefe fueron saber escuchar y ver a la gente. Yo me agarré de ambas porque el cine se trata de eso”. Sus primeros trabajos cinematográficos, El abuelo Cheno y otras historias y Del olvido al no me acuerdo, fueron acercamientos al universo de su padre. ¿En perspectiva, podemos hablar de un ajuste de cuentas?
Más que con un ajuste cuentas tenía que ver con una búsqueda de las raíces personales. El universo de mi padre parte de un regreso al origen, de una exploración de los lugares donde creció y vivió. En mi caso, quería preguntarle a la gente de Los Altos de Jalisco sobre la familia y descubrí que sus testimonios tenían que ver con el pasado de mi padre así como una coincidencia agradable con su lenguaje literario. Son signos que uno descubre sin querer. “Diles que no me maten” es la historia de mi abuelo. Me sorprende que nadie hubiera filmado los testimonios de la gente del sur de Jalisco, seguramente encontraría ecos en la literatura del jefe. ¿Lo conoció de otra manera gracias al cine?
Mientras mi padre estuvo vivo nunca me imaginé cosas tan sofisticadas. Cuando murió me surgió una necesidad de entenderlo. Volví a lugares a los que no iba desde los seis años, lugares que carecían de carreteras, en días de tormenta. El Abuelo Cheno… y Del olvido al no me acuerdo fueron mis primeros trabajos e implicaron un regreso solitario. Iba con una cámara y con la simple idea de preguntar sobre el origen. No sabía si haría un reportaje, un documental o qué.
A su padre le gustaba la fotografía y estar en los sets de filmación. ¿En casa hablaba de cine?
Nunca lo vi conectado al cine. En casa había guiones del Banco Cinematográfico; él era de los revisores, asesoraba si podían ser financiados. Alguna vez vi el guión de El gallo de oro, que escribía para Roberto Gavaldón, y algunos otros como el de Tequila, de Rubén Gámez. Arturo Ripstein lo visitó para proponerle hacer El gallo de oro. Mitl Valdez quería filmarlo en casa. Nunca fui al cine con él. Cuando estaba saliendo del amodorramiento de la adolescencia, tratando de descubrir qué iba a hacer, mi padre dejó de estar. Todos los episodios de la exploración fotográfica y de su interés por conocer el México indígena, a través de su trabajo en el Instituto Nacional Indigenista, me tocaron al final. La nuestra era una relación más apacible y sostenida por la música. Le interesaba mucho indagar en los trovadores, en los hacedores de cuentos a través de la música. Me dejó la curiosidad por explorar en las raíces Mi padre usaba del mundo. su lenguaje para De alguna manera, en su cine hay una presencia innata del lenguaje de su padre.
explorar la memoria de su padre y de sí mismo
El lenguaje es algo específico de ciertos espacios geográficos. Si entiendes que es parte del conocimiento creativo de mi padre, podrás entender muchas cosas. En mi película En el hoyo lo replico, y es un ejercicio similar a lo que hacía mi padre, pero ya en mi universo, que es un espacio urbano. Las grandes enseñanzas del jefe fueron saber escuchar y ver a la gente. ¿Recuerda si planeaba algún otro libro?
En cierta forma, fue víctima de sí mismo. Hacer algo después de El Llano en llamas y Pedro Páramo ya era muy difícil. Su trabajo en el Instituto Nacional Indigenista, además de ser muy absorbente, lo llevó a interesarse por la antropología. Creo que le hubiera gustado hacer algo de historia.
A finales de los años setenta trabajaba con Rubén Gámez en una adaptación cinematográfica de El Llano en llamas pero ubicada en la ciudad.
Cierto. Había un planteamiento de hacer El Llano en llamas en el Zócalo, donde por cierto empieza La fórmula secreta, la película de Gámez. Les tocó vivir tiempos históricos diferentes. La película no se concretó porque López Portillo mató al cine nacional y lo volvió más oscuro. Nos hacen falta trabajos que jueguen con la realidad y la metáfora. ¿En dónde han fallado las mejores aproximaciones del cine a Juan Rulfo?
Más allá de Juan Rulfo te diría que nos cuesta mucho trabajo adaptar a México al cine. Si partimos de una obra específica como la de Juan, vemos que se hacen retratos lineales de la anécdota, pero sin explorar una forma narrativa más arriesgada. Mi padre usaba su lenguaje para explorar la memoria de su padre y de sí mismo. Las más afortunadas tienen que ver con la libertad creativa del autor y el actor. ¿Cuáles son los momentos más afortunados de la obra de su padre en el cine?
Mitl Valdez es de los más afortunados. Algunas cosas de Roberto Rochín; Zona cero, de Carolina Rivas; El despojo, de Antonio Reynoso. Me gusta mucho el Pedro Páramo de Carlos Velo porque es kitsch, y pese a que todo lo simplifica de manera lineal tiene su encanto, con todo y John Gavin. Los brasileños han sabido crear espacios de cierto realismo rulfiano más acertados que en México. En este sentido, el cine de ficción mexicano está más rezagado. ¿Alguna expectativa del centenario de su padre?
El centenario es una oportunidad para redescubrirlo, releerlo y entender que sigue siendo muy contemporáneo. Me ha tocado ver a jóvenes universitarios que hacen grandes lecturas. Lo más preocupante se ve en especialistas o académicos que dicen que saben y se empeñan en ceñirlo a la etapa revolucionaria. Pedro Páramo podría ser un perfecto cacique, pero también un Chapo Guzmán. “El hombre” o “La noche que lo dejaron solo” tienen manejos de tiempos increíbles, son cinematográficamente sublimes, pero aún no han podido hacerse. Sucede algo parecido con “Luvina”, cuya historia sueño permanentemente. L
100 AÑOS
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sábado 13 de mayo de 2017
LABERINTO
HÉCTOR GARCÍA
El Señor de la Prosa DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com
TOSCANADAS
E
l arte de la novela no está en lo que ocurre, sino en lo que se dice, en lo que se calla y en el cómo se dice. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, tiene mucho que ver con aquél “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…”, o bien con el conocido “Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. Son estilos muy distintos, pero visiones similares, pues en los tres casos comenzamos la narración y ya estamos ahí, somos parte de algo sin que nos hagan falta preámbulos ni antecedentes ni detalles sobrantes. Una sola frase y el mundo ya se abrió, la imaginación ya se dejó seducir, la belleza entró a casa. Novelistas embaucadores, al estilo de Philip Roth, dedicarían seis páginas para hablar de hospitales y detallar la enfermedad que llevaba a la muerte a la madre
del personaje como único recurso para comprometernos emocionalmente con la historia. ¿Pero qué hace Rulfo? Ni siquiera nos da nombres, no nos sitúa, no describe. Parece que habla de menos. Parece tacaño en palabras. Parece, incluso, primitivo en la escritura. Y sin embargo nos habla al oído. “Vine a Comala”. No negocia con el lector; lo seduce. Y aunque todavía no sabemos ni el nombre de quien nos habla, decidimos ir también allá, a buscar a su padre; a fin de cuentas, yo también soy hijo de Pédro Páramo. Vamos porque Pedro Páramo no es una novela que cuenta, es una que nos habla. Que nos habla en voz alta, porque la prosa de Rulfo tiene sonido. “El viento bajaba de las montañas en las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allá arriba en espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el
polvo y batiendo las ramas de los naranjos. Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían”. Ah, la hermosura de la sencillez. Del susurro. De la caricia. Porque para hablar, Rulfo no precisa de retruécanos, paréntesis o complejas subordinadas. Él no es un informador. Bendito sea el Señor de la Prosa. Pues para alabarlo no hace falta llamarle poeta. Rulfo no es un poeta. Es el mejor prosista que ha dado el español. “Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la boca humedecida, entreabierta, y las sábanas siendo recorridas
LA GUARIDA DEL VIENTO
por manos inconscientes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo que comenzó a retorcerse en convulsiones”. Otra vez, el que sepa leer en voz alta, que alce la voz: “la boca humedecida… y las sábanas siendo recorridas…”. En un mal taller literario dirán que el “siendo” sale sobrando y le da a la frase una pasividad no deseada, pero haga la prueba, lea usted la frase quitando el “siendo” y verá cómo se descompone la armonía. Mucho hay de significado en esta novela pero, por sobre todo, Pedro Páramo es una novela bella. Es la más bella. Y la belleza hay que amarla. Hay que emborracharse con ella. Hay que celebrarla. Asumirla como cosa sagrada. Y, en este caso, compartirla con propios y extraños. L ALONSO CUETO ESPECIAL
El amigo J
osé María Arguedas y Juan Rulfo se conocieron en Berlín en 1962, en el Coloquio de Escritores Iberoamericanos y Alemanes, cuando ambos ya admiraban la obra del otro. En 1964, volverían a verse en un viaje de Arguedas a México. Pero la amistad se iba a cimentar en marzo de 1967 cuando ambos asistieron al Congreso de la Comunidad Latinoamericana de Escritores, que tuvo lugar en México. En esa ocasión compartieron un cuarto en el Hotel Guadalajara Hilton. En una entrevista que publicó la revista El Viejo Topo en 1979, Rulfo contestaba a una pregunta sobre los autores latinoamericanos preferidos. “En primer lugar, a Juan Carlos Onetti”, dijo. “Después José María Arguedas”. En un pasaje del diario, de su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), Arguedas iba a recordarlo: “¿Quién ha cargado a la palabra como tú, Juan, de todo el peso de padeceres, de conciencias, de santa lujuria, de hombría, de todo lo que en la criatura humana hay de ceniza de piedra, de agua, de pudridez violenta para parir y cantar, como tú? En ese hotel, más muerto que vivo, el Guadalajara Hilton, nos alojaron juntos, ¿de pura casualidad?” El pasaje termina diciendo: “Me acordé de la primer vez que te conocí en Berlín, con cuánta felicidad”. Años después, en una entrevista de Elena Poniatowska, Rulfo iba a subrayar esta amistad en una sola frase: “Yo quería mucho a José María Arguedas”.
José María Arguedas
No era casual. Ambas obras partían de una pasión compartida pues imaginaron una naturaleza de esencia divina que define la identidad de los hombres. El “viento pardo” que atraviesa el cerro de “Luvina” es una fuerza tan violenta como el sol que en Los ríos profundos se fija en Doña Felipe, cuyo ojo “ardía como un diamante”. Esos son los ojos de la locura, los “ojos inquietos, mirando a todos lados” de Susana San Juan. El ojo del universo ya aparece en la luna que “venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda” en “No oyes ladrar los perros” y en la única
ventana por donde entra la “luz grande del sol” que ilumina al danzante de “La agonía de Rasu Ñiti”. La luz y la muerte alimentan ambas obras. Pedro Páramo se derrumba “como si fuera un montón de piedras”. “Mejor me hundo en la quebrada”, exclama Ernesto en el último pasaje de Los ríos profundos antes de seguir el río hasta la “Gran Selva, país de los muertos”. La vida y la muerte brillan por igual en su prosa. Apenas se diferencian. Rulfo cumple cien años. Arguedas es algo mayor. Pero en ellos el tiempo no existe. L