Laberinto No.744 (16/09/17)

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Laberinto

TRIBULACIONES DE UNA PRINCESA SOVIÉTICA silvia herrera p. 08

STALIN Y SUS HUESTES roberto pliego p. 06

MILENIO

NÚM. 744

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LA REVOLUCIÓN RUSA CREÓ EL MUNDO MODERNO juan manuel gómez p. 04

FOTO: ESPECIAL


ANTESALA

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LABERINTO

ESPECIAL

Cómo ser apátrida ESCOLIOS

ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdonar

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e gustan las fiestas nacionales, pero no los nacionalismos. El nacionalismo es una pasión ideológica tenaz que, pese a las desgracias que provoca, reaparece persistentemente, inclusive en los territorios en apariencia menos propicios. Por ejemplo, espacios que, por siglos, han sido sede de la mezcla cultural, la apertura y el cosmopolitismo, como Estados Unidos, Reino Unido o Cataluña, de repente experimentan ansias calurosas e irrefrenables de homogeneidad y aislamiento del mundo. Hay en este sentimiento omnipresente en la modernidad, que es el nacionalismo, una seductora ambivalencia: los nacionalismos rescatan similitudes pero también imponen uniformidades artificiales, producen sentimiento de pertenencia pero a menudo mediante el resentimiento y la hostilidad a los otros; pretenden dignificar y generar autoconciencia, pero frecuentemente adoctrinan y embrutecen. De este modo los nacionalismos pueden ayudar a preservar la diversidad cultural o, al contrario, contribuir a negarla. Los nacionalismos culturales (que siempre acompañan al ideológico) se dedican a documentar la singularidad propia a veces mediante formas virtuosas (las grandes recopilaciones del folclor, el rescate

ALFILERES ARMANDO ALANÍS @elsaltillero

del pasado, las reivindicaciones de las expresiones populares), a veces mediante formas viciadas (la intolerancia estética y la negación del carácter universal del arte y el pensamiento). Como literatura, las obras explícitamente nacionalistas tienden a ser pobremente pedagógicas, típicas y superficiales, y muchas veces lo que los cánones nacionalistas mayormente presumen se ha concebido precisamente como una modulación o una franca repulsa contra las formas más primitivas de este sentimiento. Hay, pues, muchos rasgos de simplificación e histrionismo en los amores a la patria, que suelen ser desaforados, teñidos de licores fuertes y

Era como si el abuelo, muerto hacía tres años, estuviera aún sentado en el sillón.

La moral del cantinero LOS PAISAJES INVISIBLES

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gargajos martirológicos. Quizá por eso, los escritores que prefiero son esos “apátridas” (Camus, Canetti, Cioran, Paz, Milosz, Oz, Adonis, Coetzee, entre muchos otros) que, más que fieles a su tribu y su entorno, lo son a su albedrío e imaginación; que no buscan orígenes y significados únicos y enfrentan la ambigüedad esencial del lenguaje y las culturas; que, siendo agentes activos de su tiempo, asumen su soledad y no se refugian en los aplausos de la muchedumbre o las militancias rentables; que no temen contaminarse de lo “otro” y que llegan a amar a sus compatriotas, no por el lugar en que nacieron, sino por lo que son. L

l cantinero sale de la barra. Se dirige raudo hacia el rincón e increpa a un parroquiano: “¡Hey!… Me dijiste ‘quédate con el cambio’. Son más de cinco libras. No puedo aceptarlo”. El bebedor toma con calma esa aspereza, coge el billete y la calderilla, y le pega un sorbo abismal a su pinta de malta clara. El tabernero vuelve a su puesto. Tira la palanca para verter Tennent’s en el vaso de otro sediento compulsivo, y la gente también vuelve, decepcionada, a sus asuntos, a sus pláticas o a su ensimismamiento sonorizado por “Glory Days” de Bruce Springsteen. Y es que aquel estentóreo, furibundo alarde de honorabilidad, le hizo pensar a la clientela que iba a haber una pelea y no era para menos: el cantinero es un tipo rudo. Viste camiseta negra y unos jeans roñosos, habla como los pillos de Leith, bueno, los pillos del Leith Walk que Irvine Welsh retrató en Las pesadillas del marabú, en Trainspotting, en Acid House o en Filth, pues hace ya más

IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGascon

de ocho años que ese barrio está limpio de yonquis, vagos o mendicantes. La escoria de la que habla Welsh ya no pulula en la Royal Mile y tampoco en Princes Street y, de hecho, es escasa en Edimburgo, una ciudad gentil, una urbe diminuta pero que alberga cuatro universidades, tiene un índice de desempleo prácticamente nulo, es hospitalaria con los migrantes y, como en casi todo el Reino Unido, le da a su sociedad un voto de confianza. Dos ejemplos simples pero emblemáticos: puedes entrar al supermercado con mochila o con bolsos de otras compras, ningún guardia te va a sellar los envoltorios y no hay paqueterías, suponen que no vas a echar algo no pagado en el morral, y las cajas de autoservicio: tú mismo escaneas los productos y depositas el importe, nadie inspecciona que pases todo lo que llevas en el cesto, aunque, claro, no faltará el que diga que para eso está el circuito cerrado, que la vigilancia es incontrovertible pero aun así esa sensación de relajamiento abona, al menos, a la confianza en uno mismo.

Pero volvamos al cantinero. ¿Qué pensaba cuando abandonó la barra y devolvió el cambio a su generoso parroquiano? ¿Que su trabajo no merece una gratificación exactamente igual al importe de una Tennent’s (esa clara es la cerveza orgullo de Glasgow y muy solicitada en los pubs de Escocia) o que la propina en una public house es indecorosa, precisamente por ser public houses? La moral del tabernero, se me ocurre, es mucho más rígida, insobornable, que la de otra fauna que se pretende excepcional y merecedora de todo tipo y monto de propina. Pensemos, por ejemplo, en las estratosféricas propinas que se autoprodigaron ciertos tipejos y sus esposas (las intocables Ladies Macbeth de este tiempo mexicano), como Javier Duarte, Roberto Borge, César Duarte; las millonarias propinas a las que se aferran los ex presidentes por el resto de su vida; las propinas (llámense bonos, aguinaldos, prestaciones) de senadores, diputados, ministros, jueces, consejeros electorales, funcionarios y toda clase de burócratas de angora; las obscenas propinas de los partidos políticos que a nadie representan; las propinas más escandalosas, genuinos homenajes a la corrupción y la impunidad de este sexenio: la estafa maestra del gobierno, tal vez el saqueo del siglo XXI. Ah, esas propinas podían usarse ahora para paliar los daños en Oaxaca y Chiapas pero fiel a su costumbre, México da vuelta en U: el Fonden se esfuma misteriosamente, se pide el apoyo ciudadano (por el gobierno, ni más ni menos), se apela a la solidaridad… ¡Uf! Que no se nos olvide que el tiempo es circular, y que un terremoto y la solidaridad sembraron el lema de campaña (y el sustento) de la gestión de Carlos Salinas de Gortari. Mientras tanto, al otro lado del océano un cantinero de Edimburgo rechaza cinco libras de propina por solo servir una humilde pinta. L

dirección josé luis martínez s. edición roberto pliego, iván ríos gascón arte y diseño salvador vázquez


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× V I C E N T E

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ESPECIAL

G A L L EG O ×

Caída de una hoja (Homenaje a Tomás Segovia) Este poema pertenece a Saber de grillos, uno de los libros que recoge la antología esencial Cantó un pájaro, publicada por el Fondo de Cultura Económica (México, 2016)

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on qué detenimiento cae la hoja del árbol; se recuesta un instante en el aire, recobrada en la fe de sí misma, y dan los ojos con la quietud del mundo, con la ingle de la misericordia, con tanta intimidad, tanto arrebato. ¡Luego era esto! Creerán que era una hoja cayendo desde un árbol en el tiempo, sin ver hasta qué punto, qué de suyo, era esta la hoja, era la hoja que caía del árbol sosegando la casa, madre mía.

×EKO×EX LIBRIS×MAGRITTE×

¿Ya lo desarmates ? BICHOS Y PARIENTES

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JULIO HUBARD

Ya lo desarmates?” le preguntaban sus compañeritos de primaria a Alfonso Reyes, al verlo con su reloj nuevo. Era su manera de averiguar: desarmar algo para entenderlo. Todo niño ha hecho ingeniería inversa, aunque de modo silvestre, y se ha quedado sin su reloj o su juguete. Pero no es afán descaminado; los japoneses hicieron ingeniería inversa después de la Guerra: desarmaron y rearmaron coches. Al principio daban lástima; hoy son insuperables. La ingeniería fue disciplina de metales y resistencias; construyó cosas grandes, luego mega, luego giga (el prefijo para factores de 109), pero ahora camina al lado contrario: la nanotecnología (“nano”: 10-9), que lleva un secreto indescifrable: las nanoestructuras ya no son armadas, ni diseñadas ni construidas por manos humanas. Y, lo más inquietante: el camino que siguen estos monstruos milmillonésimos, cuyo tamaño es de 1 a 100 nanómetros (los microscopios más poderosos pueden llegar a los 200 nm, no más), ya no es reversible y no se puede explicar desmontándolo. Eric Drexler habla de utilizar la “maquinaria molecular que hay en las células”, y llama a los ribozomas “herramientas de máquinas programables”: se puede tomar información y convertirla en materia. Eso es lo que hacía el mundo, pero la información era bioquímica. Ahora se puede hacer desde una computadora. Y esta nueva oleada de bichos ya no es susceptible de reversibilidad ingenieril. No son desarmables, porque no son armados sino producidos. Durante el Renacimiento, la magia era la capacidad de transformar una fuerza natural en un trabajo que obedecía a la voluntad. Esta nueva magia hace lo inverso: utiliza la voluntad para transformarla en fuerzas naturales. Desde nuevos materiales, como el grafeno: un arreglo molecular de puro carbono, 100 veces más duro que el acero, muy flexible y elástico, extraordinariamente ligero, transparente, que se autorrepara cuando se rompe. Un miligramo de grafeno puede soportar cuatro kilos de peso. O pequeñas moléculas robot que únicamente destruyen células con cáncer. O convertir cualquier superficie en generadora de energía eléctrica. Hay quien piensa en recursos bélicos; otros, en salud, o en economía de energías de costo cero. Nadie sabe todavía qué consecuencias pueda tener una nueva versión del aprendiz de brujo, con moléculas en vez de escobas, y sin maestro que pueda echar el conjuro en reversa y desarmarlo. Pero curar el cáncer, potabilizar cualquier agua y generar energía gratuita son las tentaciones de Prometeo, no de un maguito perezoso. L

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Simon Sebag Montefiore

“La Revolución rusa creó el mundo moderno”

Iniciamos una serie dedicada a recordar la Revolución rusa con una entrevista al historiador que documenta el ascenso bolchevique y la caída de la dinastía Romanov. Esta primera entrega se completa con la lectura de La corte del zar rojo, del mismo Sebag, y de la biografía de la hija de Iosif Stalin JUAN MANUEL GÓMEZ

JUAN MANUEL GÓMEZ

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esde que el reportero británico Simon Sebag Montefiore (1965) escribía sobre la caída de la Unión Soviética comenzó a entender que la Revolución de Octubre de 1917 había “inventado la modernidad”. A partir de la década de 1990, conforme se fueron liberando los archivos secretos de la URSS, el escritor se fue metiendo cada vez más en los meandros de una historia fascinante en la que imperaban el poder, el asesinato, el sexo brutal, la intriga, las conspiraciones y, sobre todo, el refinamiento extremo de una minoría noble que iluminaba las inmensas estepas pobladas por campesinos dispuestos a obedecer. ¿Es una paradoja histórica que un país que parecía detenido en la época medieval sea el caldo de cultivo de una Revolución sofisticada y moderna? Lo que ha descubierto Simon Sebag Montefiore tras años de estudiar esos archivos está plasmado en los cuatro libros que ha escrito sobre el tema: Los Romanov (2016); Llamadme Stalin: la historia secreta de un revolucionario (2007) y La corte del zar rojo (2003), publicados este año en español por editorial Crítica, y The Life of Potemkin: The Prince of Princes (2000), que pronto será traducido. A la dinastía Romanov, que comenzó en 1613, con la coronación de Miguel I, y terminó en febrero de 1917, cuando el zar Nicolás I fue obligado a abdicar, le siguió, tras un breve gobierno de transición, “la dinastía roja”, comandada por algunos representantes de la acaudalada y culta nobleza rusa, como Lenin, pero con un gobierno socialista. Las circunstancias sumamente improbables que dieron lugar a esta revolución basada en uno de los eslogans más efectivos de la política: paz, tierra y pan, se desglosan en el proyecto de Simon Sebag Montefiore, quien aquí nos ofrece unas claves sencillas para comprender su impacto en el mundo contemporáneo. ¿Qué detonó la Revolución rusa?

Fue el resultado de la confluencia de muchas situaciones distintas. Una de ellas fue la obsolescencia de la dinastía de los Romanov; otra fue el atraso en que vivía Rusia, junto al marcado sistema de clases, y obviamente la Primera Guerra Mundial fue un catalizador inmediato. Como todo en la historia, fue el resultado de la sobreposición de circunstancias y personalidades, y de la crisis del Estado europeo y del Estado ruso. Pero ¿por qué tomó la forma de una revolución socialista?

La razón principal e inmediata fue la guerra. Creo que el más grande error de los nuevos dirigentes del gobierno provisional fue mantenerse en esa guerra, continuar luchando contra el imperio occidental; inmediatamente se ahogaron con la guerra. Fue eso lo que le dio a la democracia rusa

El autor de Los Romanov y The Life of Potemkin: The Prince of Princes

una oportunidad de sobrevivir. El hecho de que ellos continuaran luchando contra Occidente sangró ese primer proyecto y dio pie para una nueva alternativa, posibilitando que el proyecto se volviera más extremista. Así, quedaba el campo abierto y los bolcheviques del Partido Obrero Socialdemócrata adquirieron mucho poder y aprovecharon esta situación. Terminar con la guerra fue una decisión de Lenin, el político más importante, de mayor personalidad, porque comprendió ese momento histórico y las necesidades esenciales y básicas del pueblo ruso, formado por muchas clases sociales: los siervos, los campesinos, el proletariado, pasando por la intelligentsia política. Todos querían paz, tierra y pan. Y fueron estas tres simples cosas las que él prometió, el eslogan más simple en toda la historia de la política. Ese era el momento de un genio político. Al mismo tiempo debía planear la política que sacara a Rusia de ese momento difícil. Y de hecho no había nada que pudiera hacer al respecto. Lenin ni siquiera estaba ahí, estaba en Suiza. Así que la posibilidad de que detuviera la guerra con Europa era muy remota. Y cuando él llegó, el partido bolchevique estaba en contra de detener la guerra; quería cooperar con el gobierno burgués. Así que Lenin tenía primero que convencer a su propio partido. Incluso en septiembre de 1917 algunos miembros fundamentales del Comité Central, como Grigori

Zinóviev y Lev Kámenev, no querían ver el poder que tenía la propuesta de Lenin. Así que Lenin tenía que recurrir a los extremos naturales de su partido, y los más radicales eran Iósif Stalin y Lev Trotski. Ellos lo apoyaron. Esa fue la alianza decisiva que hizo posible la Revolución de Octubre. Así que es completamente equivocado pensar que era una situación inevitable; de hecho era extremadamente poco probable que algo así ocurriera. Y sucedió. ¿Por qué los Romanov estaban tan lejos de sus súbditos?

Tiene que ver con el sistema de la monarquía. Primero, tenía que haber una distancia majestuosa entre los autócratas y la gente. Pero hubo un tiempo en que la monarquía rusa era extremadamente popular para el pueblo ruso...

Efectivamente, pero para ser popular necesitas ser exitoso. Y el problema con la autocracia rusa es que entre el reinado de Nicolás I y la época de la caída de la dinastía Romanov había tenido un éxito increíble, el más grande que se haya visto en Europa. Y cuando un sistema tiene tanto éxito es muy difícil cambiarlo. Así que ellos continuaban viviendo de los grandes éxitos del pasado: Pedro el Grande, Catalina la Grande. Alejandro I tomó París. Incluso el gran éxito de Nicolás I, que durante treinta años fue el


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ESPECIAL

hombre más poderoso de Europa. Cuando las cosas cambian y se desata la guerra mundial y la revuelta civil, la monarquía rusa no encuentra la manera de cambiar, porque continuaba viviendo de sus grandes éxitos. Volviendo a la pregunta anterior, la monarquía rusa fue siempre muy distante del pueblo, pero no importaba, porque era muy exitosa, y la gente ama el éxito. En política no hay nada más exitoso que el éxito imperial. Por eso era tan popular. Sin embargo, el sistema era bastante rígido y estaba basado en una fuerte conexión entre la nobleza y la monarquía. Los siervos no eran realmente parte de esto; eran contabilizados como soldados baratos para la guerra. Cuando este sistema empieza a desintegrarse y los siervos comienzan a emanciparse, la nobleza pierde mucho de su poder económico y político, y la monarquía comienza a flotar sin nada que la soporte. Eso es básicamente lo que ocurrió a la monarquía. El problema es que es mucho más complicado gobernar un país con telégrafo, trenes y aviones, que uno que solo cuenta con caballos y cañones. Ha hablado del proyecto de Lenin, ¿pero la gente tenía alguna idea de lo que estaba pasando?

Creo que la gente que vivía en Rusia en ese momento era espectacularmente desinformada de todo cuanto estaba ocurriendo en el mundo. Es una ilusión pensar que todos apoyaban la Revolución de Octubre. Sin embargo, partes fundamentales del Ejército y la Marina la apoyaban. Pero los campesinos tenían objetivos y deseos completamente diferentes. Lenin, Stalin y Trotski comprendieron esto muy bien. Los campesinos eran conservadores, y querían tierra y comida, y es exactamente lo que les dio Lenin. Incluso si hablamos de ese pequeño suceso histórico ocurrido en octubre de 1917, se puede decir que la gente esperaba cosas distintas. Personajes como Rasputín, por ejemplo, ¿no le advirtieron a la familia Romanov lo que ocurría fuera de su burbuja?

Rasputín se ha convertido en un fetiche, pero él solo fue el último de los favoritos del imperio. La dinastía Romanov tuvo grandes favoritos. Grigory Potemkin, que era el amante preferido de Catalina la Grande, fue el más talentoso y carismático de los hombres de Estado que tuvo la dinastía de los Romanov a su servicio en 300 años. Pero eso no tiene nada que ver con el desastre. Era típico de la monarquía, y lo único que puede decirse del verdadero papel de Rasputín es que demeritó el prestigio de la monarquía de una manera catastrófica. Pero no fue culpa de Rasputín. Fue culpa de la emperatriz. Ellos no estaban haciendo política; y la política se volvió catastrófica. ¿Por qué es tan importante la Revolución rusa?

En muchos sentidos la Revolución rusa creó el mundo moderno. Echemos un vistazo, por ejemplo, a la modernización de la explotación de los recursos. Es el resultado de un gobierno absoluto y total que utiliza todos los recursos de manera consciente hasta sus últimas consecuencias. Los zares habrían amado el control de los recursos que tenían Lenin y Stalin, esa capacidad de movilizar todo, la industria, la gente, de construir todo lo que se necesitara en donde se necesitara, sin importar el interés de ningún grupo político alterno ni de ninguna otra persona distinta a ellos. La Revolución rusa es el resultado de la movilización total. Hitler la tomó como modelo. Centralizó absolutamente todo, fue mucho más autocrática que la monarquía, que en realidad regía sobre un pequeño grupo de cortesanos. Fue increíblemente efectiva y moderna. Tenía la estructura de una religión

La familia Romanov

de Estado. La secularización de la vida tuvo un efecto mundial que llega hasta nuestros días, y que se puede ver incluso en México o en otros países católicos. También existía la práctica del asesinato político, la destrucción de los oponentes políticos, por clase social, por nacionalidad, por cuotas. Eso pasaba en la Edad Media, pero aquí ocurre a partir de la racionalización científica. Y eso también, en un sentido trágico, es algo que heredamos en el siglo XX. También existe la comprensión profunda de la penetración social de los medios (los periódicos, la radio y el cine). El Estado de la propaganda total es un invento de la Revolución rusa. Lo puedes ver ahora, en China o en Corea del Norte, incluso en la Era del Internet. En Occidente, también en la Era del Internet, lo puedes ver en un sentido inverso, en la burda estrategia de la desinformación: las noticias falsas o inexactas. Todos estos trucos fueron realmente un invento de Lenin. Sin la Revolución rusa Los zares habrían no habríamos tenido lo amado el control que conocemos como “el de los recursos que mundo moderno”, y con tenían Lenin y Stalin, ello no quiero decir los esa capacidad momentos particulares de movilizar todo de la historia moderna. No habríamos tenido a Stalin quizá, pero tampoco a Hitler. El mundo sería completamente diferente sin estas cosas. Se supone que las élites conservadoras tienen que luchar contra los bolcheviques; eso les da sentido. Por eso alguien como yo ama escribir sobre ello. Tengo cuatro libros sobre estos temas. ¿Es una paradoja histórica que un país tan anticuado en cuanto a sus costumbres haya generado una Revolución tan moderna?

La Revolución rusa habría sido imposible sin esa tradición. La gente estaba muy acostumbrada a ser sumisa ante la autoridad. Por otro lado, la Revolución rusa es en muchos sentidos culturalmente muy sofisticada. La creó gente con una educación de muy alto nivel. Lenin y Trotski eran intelectuales increíblemente cultos, así como muchos de los adinerados hombres de la nobleza que participaron en ella. Stalin era un autodidacta maniático. “Siempre seré un estudiante”, decía. Todo el tiempo leía o estudiaba algo, era parte

de su carácter. Stalin era mucho más culto que muchos de los Romanov, por ejemplo. Esa imagen es algo de lo que hay que hablar, porque a la gente le gusta hablar del Stalin que era cruel. Pero no fue más cruel que Alejandro III. Mientras hacía la investigación para uno de mis libros, revisando esos bien conservados e increíblemente exhaustivos archivos pensaba en lo importante que era que hubieran sido conservados íntegramente y en tan buenas condiciones. Eso habla de un respeto por la historia, y ese es el resultado de la paradoja de la que estamos hablando. La poderosa imagen que tenemos de Vladimir Putin quizá tiene que ver con esto también.

Ciertamente. Él está muy consciente de esta herencia histórica. No es un lector voraz como Stalin. No tiene una biblioteca de 22 mil volúmenes como la de Stalin, pero ha leído. Incluso ha leído algunos de mis libros, lo cual es interesante porque se nota su interés por la historia de Rusia y sobre todo por la monarquía rusa. Leyó The Life of Potemkin: The Prince of Princes, que pronto será traducido al español. Conoce muy bien a los zares de la dinastía Romanov y a los secretarios generales del Partido Comunista. Los toma como parte de su tradición de liderazgo. Es un líder verdaderamente contemporáneo. Muy involucrado con las reglas del Internet. Sin duda es un personaje interesante. Es mucho más parte de su tradición de lo que se piensa. ¿Si ponemos a Putin frente a Trump, diría que Trump es un bárbaro?

Culturalmente, Trump es muy ignorante. También es extremadamente cómico y vulgar. Quiere ser un autócrata americano, quiere ser el primer zar americano. Creo que tiene un crush con Putin, esa especie de enamoramiento de los muchachos en la escuela. Lo ve del modo en que nosotros vemos a un personaje como el Padrino, que vive en un mundo de rudeza, rompehuelgas y asesinatos. Trump se ve atraído por esa idea. Aunque Putin no es la persona más sofisticada que existe, es un jugador más sofisticado, y más seguro, si lo pones enfrente de Trump. Alguien que trabajó en la KGB, luego dirigió el Servicio Federal de Seguridad y ha dirigido Rusia durante 17 años no tiene problemas para representar su papel en el reality show de la televisión americana. L


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Stalin y sus huestes ROBERTO PLIEGO

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urante una cena celebrada en noviembre de 1937, cuando la delación ya se había convertido en un sello de origen del régimen soviético, Stalin amenazó con declarar enemigo del pueblo a todo aquel que “con sus pensamientos, sí, incluso con sus pensamientos” se atreviera a dudar de la construcción del hombre nuevo. Atrás quedaban los años de la oligarquía, con sus bailes en el Kremlin y los veranos en las apacibles casas de campo. Se había impuesto la dictadura luego de los juicios montados contra los enemigos del pueblo, los “trotskistas-derechistas”, y de los fusilamientos en masa en nombre de un principio trascendente. Pero el líder que en la prolongada noche del Gran Terror aconsejaba “señalar a un traidor, prepararlo todo, vengarse de él a fondo y luego irse a dormir” no había sido siempre un hombre obsesionado con la aniquilación sistemática. En su deslumbrante estudio La corte del zar rojo (Crítica, México, 2017), fruto de las pesquisas en el Archivo Presidencial conservado en el Archivo Estatal Ruso de Historia Social y Política que se abrió a la curiosidad de los especialistas en 1999, Simon Sebag Montefiore señala el momento —el día, la hora exacta— en que la dureza bolchevique hizo mutis para dar paso al asesinato en masa y a la verbosidad paranoide como ideología: el suicidio de Nadia Allilúieva, la segunda esposa de Stalin, modesta y puritana, profesionalmente frustrada y de una belleza nada usual que contrastaba con un cuerpo enfermizo y una personalidad que hoy podríamos llamar depresiva. Luego de reñir con Stalin durante una cena cargada en exceso de vodka y coqueteos adúlteros, Nadia se retiró a su alcoba para pegarse un tiro en el pecho. Eran las tres de la mañana del 9 de noviembre de 1932. De un metro sesenta y dos de estatura, reumático en virtud de un brazo deforme y de sus años a merced del frío siberiano, con dermatitis crónica y una dentadura en horrible estado, hipocondriaco e insomne, Stalin no era el borrachín que supone la leyenda negra sino un político con una inhumana capacidad de trabajo, locuaz y encantador, adicto a los libros de historia, a la literatura y al cine, un devoto de la música georgiana y un enamorado de los limoneros que cultivaba en su finca de Sochi. Y antes de aquella noche fatídica, era incluso capaz de ofrecer una disculpa. El dictador tomaría forma una vez que, en sus propias palabras, llegara a la convicción de que era “el poderío soviético”. ESPECIAL

◆◆◆ Entre las muchas sorpresas que reconocemos de La corte del zar rojo están los retratos de los jerarcas soviéticos que acompañaron a Stalin a partir de la muerte de Lenin en 1924, muchos de los cuales terminaron frente al paredón. Como el caudillo, sucumbieron a la fascinación del poder absoluto y repartieron condenas y fusilamientos a quienes representaban una amenaza —o una débil oposición— y a cientos de miles de inocentes sin importar siquiera si pertenecían a sus familias. En muchas de sus facetas, parecen más desalmados que el propio Stalin. El que no estaba cotidianamente borracho se empeñaba en seducir a bailarinas que apenas habían dejado de ser niñas; el que no coleccionaba esposas de oficiales se movía con desparpajo en la práctica de humillar a sus semejantes; el que no coleccionaba juguetes eróticos para utilizarlos en sus violaciones era un corrupto que se declaraba satisfecho de ejecutar a su propia esposa si con ello el Comité Central salía bien librado. Lazar Kaganovich, Valerian Kuibishev, Anastas Mikoyan, Viacheslav Molotov, Grigori Ordzhonikidze, Alexander Poskrebishev, Mijail Riumin, Klim Voroshilov, Abel Yenukidze, Nikolai Yezhov, son nombres que solo registra la historia soviética. Pero tenían una vocación para la traición y el crimen tan desarrollada como la de Stalin. Simon Sebag suele llamarlos “una pandilla de matones”, versiones acabadas de la era de la criminalidad perversa y el gangsterismo convertidos en instrumentos del Estado. Veamos, por ejemplo, a Nikolai Yezhov, máximo dirigente del NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, “una secta secreta de ejecutores sacrosantos”. Casi un enano, con voz de barítono y un pueril sentido del humor, representaba al bolchevique sin estudios que se había hecho a sí mismo con la ayuda de unos cuantos libros. Un colega suyo lo definía como una fuerza que ya que se ponía en movimiento “no sabía parar”. Simon Sebag escribe: “Le encantaba asistir a orgías con prostitutas, pero era también un bisexual entusiasta, que llegó a tener aventuras con otros compañeros suyos mientras fue aprendiz de sastre, con soldados en el frente, e incluso con bolcheviques de alto rango como Filipp Goloschekin, quien dirigió el asesinato de los Romanov. Su única afición, aparte de las orgías y la fornicación, era fabricar y coleccionar yates en miniatura”. ¿Debería extrañarnos que aquel fauno siempre cubierto de llagas y mentalmente inestable fuera durante algunos años el segundo hombre más poderoso de la Unión Soviética? “Puede que sea corto de estatura, pero mis manos son fuertes; son las manos de Stalin”, dijo en los días anteriores al juicio contra el mariscal Tujachevski, acusado —falsamente, por supuesto—de planear un golpe de Estado, y contra los generales con más méritos del ejército. “La sangre”, decía el general Vasili Chuikov, “es tiempo”, refiriéndose al sacrificio de millones de soldados en Stalingrado… y una adicción, agregaríamos a la luz de las revelaciones de Sebag Montefiore. Durante los meses cruentos de la invasión alemana, los hijos de Anastas Mikoyan, ministro de Comercio y Suministros y uno de los dirigentes más fieles a Stalin, fueron encarcelados por jugar a que eran ministros de un gobierno títere presidido por otro niño, quien habría de pegarse un tiro después de asesinar a la hija del embajador Umanski. Tras seis meses en la Lubianka, el oscuro dominio de Lavrenti Beria del que muy pocos inculpados salían con vida, los niños regresaron al Kremlin, donde vivían, luego de librar el cargo de ¡participar en una organización para derrocar al gobierno constituido! Anastas Mikoyan se dirigió así al mayor de los dos: “Si eres culpable, yo mismo me encargaré de estrangularte con mis propias manos”. Un mundo en el que los niños juegan a ser verdugos, igual que sus padres, es un mundo en el cual el hombre no se compromete con la razón, con la solidaridad, con el pensamiento. De lo que se siente realmente orgulloso es de sus propósitos superiores.


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ESPECIAL

En su despacho en el Kremlin SOVFOTO

Lavrenti Beria y Svetlana Allilúieva

Pero nadie más monstruoso como Lavrenti Beria, el jefe de la policía secreta. Hay que imaginar el horror de Stalin cuando sorprendió a su hija Svetlana sentada en las piernas de este Barba Azul a quien Simon Sebag describe de esta manera: “Lo mismo que tantos otros predadores de seres humanos, Beria era vegetariano y comía hierba y platos georgianos pero raramente carne. Pasaba en casa los fines de semana, se ejercitaba disparando su pistola en el jardín, veía alguna película en la sala de proyecciones y luego se marchaba”. Este padre amoroso, que odiaba los uniformes y acechaba los vestuarios de las nadadoras y las jugadoras de basquetbol, que gozaba torturando a sus víctimas y era capaz de sacar adelante una cantidad monumental de trabajo, “encontraba aún tiempo para llevar una vida sexual vampírica, en la que se mezclaban el amor, la violación y la perversión en dosis casi iguales. La guerra le había brindado la oportunidad de lanzarse a una vida de bandolerismo sexual más intensa y despiadada incluso que la de sus predecesores en el cargo”.

◆◆◆ Después de eliminar a sus enemigos, de condenar a la hambruna a millones de ucranianos, de someter a los artistas e intelectuales a la tiranía del realismo socialista y de salir victorioso de la guerra contra la Alemania nazi; después de aplastar con metralla las rebeliones campesinas, de crear un Estado sin contrapesos, de encumbrar a seres insignificantes y destruir a su propia familia, el camarada Los jerarcas debían Stalin sentía la neceponer a prueba su sidad de relajarse… al paciencia para soportar menos por las noches. a un generalísimo que se Su afición al cine ocupa había convertido en un un lugar destacado en viejo irritable y olvidadizo La corte del zar rojo. Dice Simon Sebag que no es una exageración afirmar que a partir de 1945, cuando la arterioesclerosis limitaba severamente sus movimientos y desconfiaba de todos, Stalin gobernó su imperio desde la mesa de su comedor y la sala de proyecciones. Así como repartía condenas o bendiciones a los

poetas y novelistas e intervenía en las producciones teatrales, exigía también que ninguna película se estrenara sin su consentimiento. La sala se encontraba en el segundo piso del gran palacio del Kremlin. Tapizada en color azul, sus butacas disponían de una pequeña mesa donde no faltaban el vino, el agua mineral, los bombones y cigarrillos, y a ella se dirigían los jerarcas después de celebrar sus reuniones interminables. Stalin veía hasta la náusea los clásicos soviéticos de la década de 1930 —¡Volga! ¡Volga!, Chapayev, Sendero radiante, Los alegres camaradas— y tenía una genuina inclinación por los western, las comedias musicales y cualquier historia de mafiosos o bandidos mexicanos —¡Viva Villa!, por cierto, se hallaba entre sus favoritas—, por Chaplin, Clark Gable y Spencer Tracy. Detestaba, en cambio, “la menor alusión a la sexualidad”. Cuenta Simon Sebag que durante la proyección de una película en la cual una muchacha aparecía desnuda, Stalin dio un puñetazo a la mesa y se dirigió a Ivan Bolshakov, ministro de Cinematografía cuyos antecesores habían sido fusilados: “¿Quieres convertir esto en un burdel, Bolshakov?” Aquellas sesiones, sin embargo, eran más que un rato de ocio. Los jerarcas debían poner a prueba su paciencia para soportar a un generalísimo que se había convertido en un viejo irritable, olvidadizo y repetitivo, que una y otra vez volvía a sus hazañas de juventud, a sus trabajos en el exilio, a sus jornadas como espía en Londres y Viena. El león estaba cansado y aun bajo esta circunstancia debía saber todo lo que ocurría en sus dominios. Su vista se posaba sobre cualquier hecho, por insignificante que fuera. ◆◆◆ La proverbial austeridad de las huestes imperiales terminó con el fin de la guerra. Los mariscales mostraron el mismo instinto saqueador de Göring. Zhukov, a quien Stalin llegó a considerar su heredero, poseía un verdadero museo de joyas y pinturas. Golovanov, el comandante de la aviación, saqueó la casa de Goebbels para exhibir el botín en su casa de Moscú. Victor Abakumov, un oficial de la policía secreta, se paseaba en autos italianos de impecable estampa deportiva y enviaba aviones a Berlín que volvían cargados de ropa interior. Polina Molotova, la esposa del ministro de Asuntos Exteriores Viacheslav Molotov, se movía con un séquito de cincuenta personas. Alfombras persas, piezas de porcelana, armas de oro, pieles, caviar, se presumían con tanto orgullo como las prostitutas que se desplazaban en limusinas. La moral bolchevique era una feria de favores sexuales y veleidades. Mientras tanto, y a pesar de los achaques, el camarada Stalin seguía alimentando su impulso monomaniaco de ordenar la ejecución de quienes perdían su favor. A la persecución que emprendió contra muchos de sus antiguos y cercanos colaboradores sumó un antisemitismo que latía desde sus primeros años en el poder. Veía conjuras judías donde solo había miedo o cautela y a espías de Estados Unidos paseándose por el Kremlin. Incapaz de comer, irascible y paranoico, dirigió sus últimas baterías hacia sus médicos de cabecera, a quienes acusaba de haber asesinado a cuatro figuras prominentes de la cúpula soviética. “¡Pegadlos hasta que confiesen! ¡Pegadlos, pegadlos, pegadlos a más y mejor! Cargadlos de cadenas. ¡Hacedlos papilla!”, ordenaba a los verdugos que habían montado una cámara de torturas “decorada como una sala de disección y teatro de operaciones”. Fueron otros, pues, inexpertos y con manos temblorosas, quienes se revelaron incapaces de diagnosticar la embolia que habría de precipitar su muerte la noche del 5 de marzo de 1953. L


DE PORTADA

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LABERINTO

ESPECIAL

Svetlana Allilúieva y su padre

Tribulaciones de una princesa soviética ENSAYO SILVIA HERRERA

E

n toda biografía resulta inevitable que el elemento psicológico sea tomado como uno de los ejes que guíen la escritura, pero ante una figura como Svetlana Allilúieva (1926-2011), la hija de Iósif Stalin, con Adolfo Hitler, uno de los dictadores más sanguinarios del siglo XX, se entiende que la biógrafa Rosemary Sullivan lo convierta en su herramienta más importante (La hija de Stalin, Debate, 2017). Si lo que se considera una “vida normal” es difícil encontrarla incluso entre hijos de padres comunes, más lo es en las condiciones de excepcionalidad en las que creció Svetlana. Una pregunta que siempre aparece al hablar de nazis y comunistas es si eran capaces de sentir amor. Para aquel que vive en la dicotomía bueno-malo, la respuesta es que no; para quien acepta que la contradicción es lo inherente al ser humano, aunque la rechace en lo íntimo, es que sí. Ese conflicto lo vive Sullivan. Cuenta Svetlana en sus memorias que su niñez, como la de casi cualquier niño, fue feliz. Es natural entonces que, a pesar de que la violencia estuviera en el aire, se niegue a hablar de “asesinatos” y solo mencione las “muertes” de las personas que le eran familiares (todas pertenecientes al círculo de su padre). Al ceñirse exclusivamente a sus recuerdos y vivencias, añadiríamos “consciente”, es como defendió su cordura. Sullivan, siguiendo la terminología psicoanalítica, anota que fue así como mantuvo “a raya el trauma psicológico”. Si en esos recuerdos Stalin la acariciaba y la

besaba, es que el dictador pretendía llevar a su modo una vida familiar. Cuando Nadia (Nadezhda Allilúieva), su segunda esposa y madre de Svetlana, se suicida en 1932, se notan las dudas que atenazan a Sullivan de reconocer que Stalin poseía sentimientos positivos sinceros. Sí, termina aceptando que “Incluso los dictadores pueden ser sentimentales”, pero no se trata de una afirmación categórica. El titubeo ya aparece un renglón antes de la frase citada: “La familia necesitaba saber que estaba devastado, y es posible que lo estuviera”; y uno después: “Pero su reacción fue cruelmente egocéntrica y centrada en sí mismo”. El tema de la biografía de Sullivan, subtitulada La extraordinaria y tumultuosa vida de Svetlana Allilúieva, lo da el prólogo: el 6 de marzo de 1967, después de dejar las cenizas de su tercera pareja (los jefes del Partido no le permitieron casarse con él), Brajesh Singh, en su pueblo natal Kalakankar, en la India, decide desertar. A las siete de la mañana Svetlana se acercó a la embajada de Estados Unidos de Nueva Dehli a pedir asilo político. Las razones de por qué Svetlana decidió exiliarse a los 41 años, abandonando a sus hijos Iósif, de su primer matrimonio, y Katia, de su segundo, a sabiendas de que las autoridades soviéticas los iban a presionar, es lo que Sullivan quiere contar. La respuesta es fácil de responder: porque deseaba sentir lo que consideraba la verdadera libertad. De acuerdo con el momento que su protagonista va viviendo, el libro adquiere un tono característico. Hasta su petición de asilo, lo que predomina es la denuncia. Sullivan no ofrece datos nuevos sobre las purgas y todo lo que expone le sirve para reforzar la tesis

de que al final la violencia y la severidad comunista orillaron a Svetlana a salir de la Unión Soviética. Fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis están en territorio soviético, que se le cae el velo de Maya de sus ojos: mientras leía, en el refugio donde habitaba, revistas para practicar su inglés, descubrió que su madre se había suicidado en 1932 y no que había muerto de peritonitis según la versión oficial. Esta verdad que se le había ocultado durante casi una década, más que cualquier otra, hizo que Svetlana comenzara a dudar de su padre. Poseedora de un temperamento artístico, Svetlana estudió Letras y terminó trabajando en el prestigiado Instituto Gorki. A diferencia de su hermano Iósif, que llevaba una vida de “hijo de influyente” (aunque sabía que iba a ser castigado por sus escándalos estaba seguro de su inmunidad), Svetlana no quería que la asociaran con Stalin pero esto resultaba imposible de evitar. En la parte vital que más sufrió fue en la amorosa. Se casó dos veces. Su primer esposo, de origen judío, no era del agrado de Stalin, y por rebeldía ella se aferró a él. Durante todo el libro esta necesidad de ser amada es remarcada por Sullivan. Tras la muerte de su padre en 1953 y la denuncia de sus crímenes por parte de Nikita Jhruschov, se esperaba que la libertad llegara a la Unión Soviética pero no fue así. En 1957 Svetlana decide cambiar su apellido —Stálina— por el de su madre —Allilúieva—. Su tormentosa vida amorosa parece terminar cuando encuentra a Brajesh Singh, hijo de rajá y ex funcionario comunista. Lo conoció en 1963 mientras ambos convalecían de sus enfermedades en un hospital. A pesar de que su padre estuviera muerto, las autoridades comunistas la tenían vigilada y no le permitieron casarse con él. Vivieron, sin embargo, juntos y ella tuvo sus años más felices después de su infancia. A partir de que pide asilo en la India y su llegada a Estados Unidos, la narración se convierte en un thriller político. Svetlana tiene que salir con el mayor sigilo posible porque en ese momento Estados Unidos y la Unión Soviética están en la cima de la Guerra Fría. Durante el trayecto, tuvo que detenerse en Suiza. Ese hecho nimio le causará muchos problemas porque una leyenda negra que corrió hasta su muerte fue que lo hizo para guardar un supuesto tesoro de Stalin. Svetlana estuvo apoyada desde el principio por gente importante, tanto del gobierno como civiles, de Estados Unidos. Su mayor bien era el manuscrito de sus memorias, Rusia, mi padre y yo, que fue elogiado desde que lo escribió en la Unión Soviética por uno de sus maestros. Con todo y que siempre quiso mantenerse a distancia del apellido “Stalin”, la paradoja fue que el ser “hija de su padre” le permitió a sus asesores en Estados Unidos vender bastante bien el libro y que se acelerara su petición de asilo pues probaba que podía mantenerse por sí misma. El idealismo con el que llegó a la “tierra de las libertades” que para ella era Estados Unidos la convirtió en apetecible presa para los tiburones capitalistas como la viuda del arquitecto Frank Lloyd Wright, la montenegrina Olgivanna. A esta mujer necesitada de amor, Olgivanna le puso como anzuelo a su colaborador Wesley Peters, un apuesto cincuentón. El objetivo era quitarle su fortuna a Svetlana (tenían en mente la supuesta fortuna suiza), y casi lo logran. Svetlana se casó rápidamente con Peters, con quien procreó a Olga, su tercera hija, pero no tardó en percatarse de su error y se divorció. Estos golpes del destino la hicieron volverse más cauta; aprendió que podía sostenerse de su trabajo como escritora, aprendió hasta cierto límite el valor del dinero y a saber utilizarlo, pero la principal enseñanza fue que no hay una tierra prometida que haga cambiar mágicamente los sinsabores de la vida. Aunque se hizo ciudadana estadunidense y murió ahí, supo que nunca perteneció a ese mundo. Pero no quiso regresar a Rusia: optó por morir con la idea de que había actuado con la libertad que siempre buscó. Los siguientes renglones escritos antes de morir la retratan plenamente (los subrayados son de ella): “Quiero restaurar mi reputación y mi carácter de mujer decente. Quiero restaurar mi nombre como escritora que escribe sus libros sin fantasmas contratados. Quiero que mi nombre, Svetlana, no suene como amenaza”. L


MILENIO

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× A

SILENCIO SHUSAKU ENDO Edhasa España, 2017 252 pp. Publicada originalmente en 1966, esta novela no solo alcanzó un éxito inmediato y comercial en Japón sino que encendió la controversia sobre la posibilidad de que el catolicismo pudiera arraigar en una sociedad al margen de Occidente. La acción transcurre en el siglo XVII y tiene como protagonistas a un grupo de misioneros que intentan cristianizar a Japón. Sus penalidades, tanto como sus dudas, se leen como un llamado a reinterpretar algunos preceptos religiosos.

EL DÍA DE HITLER ELMORE LEONARD Alianza Literaria España, 2017 391 pp. En Leonard hay que reconocer a uno de los máximos exponentes del género negro. En esta novela, su icónico personaje Carl Webster se adentra en el submundo de los alemanes nazis que operaban en Estados Unidos como informantes y espías. La trama se concentra en un carnicero de Detroit que siente una enfermiza atracción por el chacal Heinrich Himmler, no solo porque tiene un milagroso parecido con él sino porque comparte el mismo día de nacimiento. El ritmo es en verdad trepidante.

ÉSTE GUILLERMO FERNÁNDEZ FCE México, 2017 260 pp. Como se informa en la nota que antecede a estas memorias del poeta y traductor jalisciense Guillermo Fernández (1932-2012), su germen fue la columna “Nomadías”, que aparecía en el suplemento Nostromo del diario Siglo XXI de Guadalajara. El título es justo pues, como cuenta Jorge Esquinca en el prólogo, la errancia fue el sino de Fernández desde que tenía ocho años. Ese estar en permanente movimiento le permitió encontrar su vocación y convertirse en el mejor traductor del italiano en México.

TERRITORIO LOLITA ANA V. CLAVEL Alfaguara México, 2017 255 pp. Vladimir Nabokov escribió que el dueño de una nínfula es también su esclavo. Este ensayo se deja llevar por esta iluminación para explorar los territorios donde esta diabólica creatura irradia su gracia letal. Inicia así con el propósito de obtener una definición satisfactoria del término y luego se lanza en busca de Alicia, Caperucita, Lolita, sin olvidar a todas aquellas que han cobrado vida en el cine y aun en la moda. El final del camino solo depara deseo y temblor.

EL FARMACÉUTICO DE AUSCHWITZ PATRICIA POSNER Planeta México, 2017 295 pp. Luego de una charla con el único hijo de Josef Mengele en la primavera de 1986, Posner se dio a la tarea de seguir el rastro de Victor Capesius, un rumano que empezó trabajando como vendedor para la industria farmacéutica y terminó sirviendo al régimen nazi en los campos de Auschwitz. El retrato pinta a un monstruo que surtía de fármacos a los ángeles de la muerte para experimentar con niños y mujeres embarazadas y que, después de ser condenado a nueve años de prisión en 1966, salió libre en 1968.

F U EG O

EN LIBRERÍAS

L E N TO ×

OBRA NEGRA

Gilma Luque Almadía México, 2017

Tanto llorar y para qué ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

T

res momentos componen Obra negra, una novela de descubrimiento y reinvención: la estancia de la narradora y protagonista en una ciudad anónima después de abandonar a una madre moribunda y a un padre que sueña con adquirir la casa ideal; la recreación de una infancia habitada por los ángeles y demonios del catolicismo y por el miedo al cuerpo y sus deseos; y la liberación definitiva. Trata entonces de la ausencia de claridad, de la imposibilidad de elegir, y de cómo los actos cobran por fin sentido. Puesta así, Obra negra sugeriría una respuesta literaria a una crisis de identidad. Resulta, sin embargo, que no pasa de los cuadros de costumbres a la manera de la novela mexicana de corte realista en el siglo XIX. Una secuencia ejemplifica esta desgana. De vuelta a su niñez, la narradora recrea el día en que, junto a sus padres y abuelos, visita Ayotla para presenciar la representación del Viacrucis. Ya que solo hay cabida para una composición descriptiva, vemos una Brasilia color plata, botellas de Bacardí, una copia de La última cena, bolsas de Sabritones, cacahuates japoneses y cigarros Baronet; escuchamos a Pandora y aspiramos el olor del pollo en mole. No faltan, por supuesto, algunas vistas a la multitud que sigue el calvario de Jesús. De pronto, nos sentimos leyendo uno de esos relatos de El diosero, tan adecuados para expresar una sensibilidad mexicana, y en este caso de una colonia de clase media de la Ciudad de México: la Unidad Santa Fe. Qué queda: una estampa de viejas curiosidades que también semeja un catálogo de gustos y marcas comerciales. Pero el costumbrismo rebasa fronteras. Cuando la narradora ha dejado ya de ser un rehén de las admoniciones religiosas, se muda a una pequeña ciudad canadiense junto a la familia de su novio, y con la misma disposición que mostró para recrear su pasado se lanza a retratar sus usos y costumbres. El colmo de la sorpresa bobalicona llega cuando asiste a un partido de hockey, que describe como un spring breaker lo haría frente a la celebración del Día de Muertos. Si a la mirada costumbrista sumamos la facilidad para acuñar frases con un alto contenido de azúcar, no queda sino lamentar el viaje por 226 páginas: “Y es que uno nunca será todo para otro, para nadie, ni siquiera para sí mismo”; “todos huyen de lo que más aman”; “Tal vez el amor sucede sin que uno lo planee; quizá sin que uno lo espere”. Y luego está el llanto fácil que irrumpe en cualquier circunstancia. El dolor supremo se vuelve entonces el supremo poder de aburrir a los demás. La narradora llora porque no quiere ir a la escuela, porque está obligada a comer milanesas, porque se muere su perro, porque una bola de nieve golpea su oreja, porque su padre se ha ido quién sabe adónde… y a uno le invade un tedio ineludible. L


CINE

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LABERINTO

ESPECIAL

Flavio Florencio

“Una mujer trans es más que siliconas” Made in Bangkok sigue los pasos de una soprano que se prepara para cambiar de sexo HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com

ENTREVISTA

M

organna, una soprano transgénero, viaja al otro lado del mundo para convertirse en quien realmente es. Así llega a Bangkok, la capital mundial de las operaciones para cambiar de sexo. El trayecto supondrá un cambio no solo físico, sino también personal. Alejado de una perspectiva sórdida y victimista, el realizador Flavio Florencio filmó Made in Bangkok, un documental que usa la perspectiva de género como vehículo para hablar de los sueños. ¿Cómo llega a la historia de Morganna?

Cuando llegué a México, hace seis años, mis amigos me llevaron a bares donde había travestis. Ahí conocí a grandes artistas. Al principio me alegré de que fueran aceptados, pero después comprendí que esto era falso porque solo en la noche eran reconocidas; de día tenían que estar escondidas. Por eso me propuse contar el cambio de sexo de un transexual. Durante varios meses recorrí bares y así conocí a Morganna.

El lugar común de este tipo de películas es la marginación o la violencia que padecen.

Hay una necesidad por construir el personaje a partir de la diferencia. A mí no me interesaba el pasado sino el presente y el futuro. El espíritu de Morganna representa el espíritu de muchas mujeres, por eso quería contar la historia desde el optimismo. ¿Por eso no habla de prostitución o del SIDA?

La mayoría de mis personajes son trans y se centran en contar otras facetas de su vida. No obstante, entiendo la lógica de hablar de la violencia. La mayoría de los crímenes sexuales se catalogan como pasionales; es una constancia, sin duda, pero la vida es más compleja. Es más: no diría que mi película es trans porque no hay un debate sexual. Hablo del sueño de una persona que nace con los genitales equivocados. Su viaje es épico. Con la estructura del viaje del héroe…

Morganna es la heroína, una mujer

HOMBRE DE CELULOIDE

que sale a cumplir su objetivo y regresa con éxito. Si se percibe un matiz de victimización es porque las mujeres trans viven una realidad muy violenta. ¿La victoria en este trayecto físico e interno es la exitosa operación en Bangkok?

Diría que su triunfo consiste en enfrentar a su familia. Una batalla individual consiste en aceptarse a sí misma, pero todavía hay una batalla más grande con la sociedad. Quien está detrás de su puerta no es solo su padre, somos todos aquellos que nos disfrazamos porque nos da vergüenza asumir quienes somos. Una mujer trans es más que siliconas: representa una transformación muy profunda.

¿Bangkok se convierte en la metáfora de la soledad?

¿Por qué tiene que ir tan lejos y estar tan sola? ¿Solo porque es trans? Es una condición que ni siquiera se elije. Se opera y padece el postoperatorio en soledad. ¿Por qué? Bangkok es la capital de ese tipo de operaciones y el cirujano que aparece en la película ha operado a más de mil mujeres. Hay también un sentido crítico de la belleza.

En su caso, la belleza es un vehículo para mostrar al mundo que ellas también merecen reconocimiento y un lugar en la sociedad. Cuando la mayoría observa a una mujer trans busca el defecto que la delata, como si la personalidad radicara en la parte física. L

FERNANDO ZAMORA

@fernandovzamora ESPECIAL

Las mujeres de Coppola

E

n Las maravillas del cine, Georges Sadoul destaca, de entre todas las cosas que tiene el cinematógrafo, la posibilidad de viajar. No se trata solo de la aventura: el cine permite subir en una máquina del tiempo y es justamente ésta la sensación que deja París puede esperar, de Eleanor Coppola, esposa del afamado Francis Ford. Uno se embarca con ella en la aventura de andar por la campiña francesa, uno disfruta con ella los quesos y los vinos caros mientras la esposa se pregunta: ¿debo engañar a mi marido? Las cosas suceden así: Anne está casada con un importante director que acaba de presentarse en Cannes. Como tiene un molesto dolor de oídos, el piloto de su avión privado le recomienda que no suba. Amable, un productor francés (cliché del bon vivant) se ofrece a manejarle desde Cannes hasta París y, como el esposo tiene negocios urgentes, la deja ir. Lo que sigue es de prever: el productor es un galán tout court que conoce las delicias de su país y le regala un tour que incluye referencias a Cézanne, caracoles a la Bourguignonne y toda clase de delicias y seducción. Fuera de esto no hay más. La película termina por ser como la postal de un viaje que el amigo ha colgado en sus redes sociales: fotos del queso con gusanos y el acueducto, del museo de Lyon y el campo francés.

París puede esperar (Bonjour, Anne). dirección: Eleanor Coppola. guión: Eleanor Coppola. fotografía: Crystel Fournier. con Diane Lane, Alec Baldwin, Arnaud Vierd. Japón, Estados Unidos, 2016.

Por otra parte, resulta inevitable comparar París puede esperar con Perdidos en Tokio. Después de todo, si una fue dirigida por la esposa, la otra fue realizada por la hija de Francis Ford Coppola. Ambas están llenas de referencias autobiográficas y uno termina por preguntarse de qué se quejan estas mujeres. ¿Cómo es posible que en Tokio o en la campiña francesa una señora irritada siga extrañando el olor a desinfectante de los hoteles de California? Este parece ser el único conflicto de

dos películas escritas y dirigidas a la sombra de un genio del cinematógrafo, un artista que presta su productora para que su mujer y su hija se lo pasen bien quejándose de lo malo que es ser familiar de tan afamado señor. En París puede esperar uno desea que Anne termine de quejarse y por fin engañe a su marido y, sin embargo, la película tiene el atractivo de permitirnos, como quería Sadoul, abandonar lo cotidiano para sumirnos en esta maravilla del cine: viajar. L


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ESCENARIOS

ESPECIAL

Microteatro Tres experiencias de géneros distintos concurren para certificar la salud de las puestas en escena en quince minutos TEATRO

U

n muerto en la antesala del cielo, dos heridos de guerra cercados por alambre de púas y una niña condenada a vivir su caos interior en un mundo de abuso conforman un combo escénico de Microteatro. Al interior de una vieja casona en Santa María la Ribera, el visitante puede sentirse en un condominio teatral donde actores y actrices a medio vestir entran y salen de las habitaciones, mientras el espectador espera a la puerta o busca ante la taquilla, entre más de diez títulos, los horarios para ordenar su antojo escénico. Actores, espectadores, asistentes, técnicos y uno que otro productor, conviven en el mismo espacio ante la ficción de las obras. De pie o sentados a unos centímetros de los actores, la puerta se cierra y la función se cierne sobre los quince espectadores dispuestos a entrar a la convención durante quince minutos. A cuatro años de Microteatro, se percibe vitalidad y entusiasmo. Pecador porNo, de Norma Érika Ramírez Cardoso, da la bienvenida a un cuarto tapizado de nubes donde algunos marcos dorados resguardan una o dos letras. De un breve pedestal baja un hombre descalzo vestido de blanco con actitud de regañona conciencia celestial. En esa sala de espera, los espectadores, con un número adherido a su ropa, aguardan, ignorantes de que es el día del juicio para un muerto rebosante de asombro, que se percata de omisiones clave durante lo que fue su vida. Esta farsa, con dirección de Sergio Raboso —en la que se presume que también actúa junto a Luismi Elizondo, porque no se observan los nombres de sus personajes y sí en cambio varios nombres más que tal vez sean de actores alternantes—, es un montaje fresco y divertido que siembra la duda sobre las fallas del vecino de banca y las propias. Un buen día para volar, de Juan Carlos Araujo, abre una ventana al encierro que padecen dos soldados heridos, en resistencia rumbo a una

ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com

esperanza que cada día se extingue y se renueva. Planteado con inteligencia y sensibilidad, este texto ubica a sus personajes en una situación límite en la que aún hay lugar para el recuerdo y la ilusión de una nueva experiencia. Con la actuación de Antonio Monroi, que interpreta al soldado maduro, y de Antonio Zacruz, que hace el papel del joven, la obra de Araujo plantea dos guerras: la que inunda el entorno y una más íntima, que exige vencer otra calidad de obstáculos. La dirección de Aleyda Gallardo, que comprende a cabalidad las contradicciones de los personajes y la fragilidad que se ha apoderado de ellos cuando más fuerza necesitan, propone, entre oscuridad y sonidos bélicos, una imagen que abre horizontes a quienes, al margen de un alambre de púas, buscan una libertad plena. No quiero a nadie de Marco Vidal, texto que él mismo actúa, bajo la dirección de Martín Becerra, es una tragedia actual que perfora la pasividad del espectador al desplegar la crueldad que el ser humano puede ejercer sobre una inocente. Vidal, que hace el papel de una niña hundida en la confusión de su pensamiento y emociones, ante la asiduidad de un abuso que padece sin llegar a comprender, conduce al espectador al doloroso terror de acercarse a la vileza del género humano. Esta obra dolorosamente poética, en la que Vidal construye a todos los personajes por vía de la niña que intenta descifrar un mundo infame, permeado por una religión castrante, ocurre en un espacio de muñecas devastadas, entre decenas de frascos de esmalte para uñas y dibujos infantiles, en una zotehuela cuyos muros hacen eco de la infamia. Tres experiencias de distinto género y nivel artístico. Miradas cortas y veloces a propuestas jóvenes, a cambio de riesgo y más opciones, que dejan sembrada una risa con interrogante, una imagen poética de esperanza límite y un golpe seco. L ESPECIAL

Escena de Un buen día para volar que se presenta en Microteatro, en Roble 3, Santa María la Ribera

Álvaro Guerrero y Luis de Tavira

Dios y las razones de Freud MERDE!

H

BRAULIO PERALTA juanamoza@gmail.com

ay ciertos momentos del teatro comercial sublimes frente a eso que llamamos teatro comprometido, experimental, independiente, de grupo, o alternativo. Cuando sucede deberíamos correr a ver la experiencia porque la escena necesita de esos alientos para su vigencia en las artes. La última sesión de Freud, de Mark St. Germain, dirigida por José Caballero e interpretada por Luis de Tavira y Álvaro Guerrero, es teatro con todas sus mayúsculas. No solo es la actuación de Luis de Tavira, por generaciones el difusor del teatro serio, propositivo e innovador, con grandes autores y temas donde la profundidad es lo que importa y exige del público rigor y conocimiento para no dormirse en sus butacas porque al teatro se va a pensar. De Tavira interpreta a Freud gracias a Ortiz de Pinedo Producciones. De Tavira abandona la dirección para dejarse llevar por José Caballero, su discípulo. Los logros son relevantes. Pero Álvaro Guerrero no queda atrás en la confrontación. C. S. Lewis, el autor de Las crónicas de Narnia, católico (Tolkien, el autor de El señor de los anillos, fue en parte responsable de su retorno al cristianismo), visita al psicoanalista Sigmund Freud, agnóstico, en 1939. Por consigna, Dios y la religión fue el diálogo entre ellos. Y las chispas que salieron en la discusión, el ingrediente para que los espectadores quedaran paralizados con el encuentro. Actuaciones electrizantes. La duda sobre creer o no quedó como prueba de la inteligencia de los hombres para quienes la ciencia es primero. He visto a Luis de Tavira interpretar El príncipe de Homburgo, de Von Kleist, dirigida por Julio Castillo; Esperando al zurdo, de Clifford Odets, por Germán Castillo; y ahora este Freud con Caballero parece encarnado, redivivo. LewisGuerrero se cimbra ante los razonamientos de Freud-De Tavira. ¿Darwin o Dios? Difícil. El público queda choqueado y se rinde ante las actuaciones, de pie. De Tavira y Guerrero son hechura de Stanislavski, Grotowski, Brecht, y desde luego del maestro Héctor Mendoza. Caballero supo hornear esos métodos de actuación para lograr sus objetivos. Pocas veces el teatro comercial brinda posibilidades de creación colectiva, con calidad interpretativa, de dirección y la escenografía de un clásico: Alejandro Luna. Apuestan por el nombre de un famoso. El elenco que lleva al teatro a la gente. El lleno total. Pero no toman en cuenta el prestigio de una tradición teatral, en manos de quienes lograron que La última sesión de Freud fuera el éxito que es. Sí, es verdad que St. Germain es lotería ganada en Broadway; sí, Ortiz de Pinedo sabe de dinero y apuesta segura. Pero el talento creativo es un misterio que nadie esperaba en el Teatro López Tarso de San Ángel. Si no va, se quedará sin entender las contradicciones de Dios y las razones de Freud. L


VARIA

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LABERINTO

ESPECIAL

Gatopardismo DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

TOSCANADAS

E

n El gatopardo, el padre Pirrone monologa con un campesino que se queda dormido. Sin necesidad de un largo tratado socioeconómico, expresa con claridad por qué las clases altas y bajas son tan distintas, antagonistas e incompatibles. “Pietrino, los ‘señores’, como dice usted, no es gente fácil de entender. Viven en un universo particular que no ha sido creado directamente por Dios, sino por ellos mismos durante siglos de experiencias especialísimas, de afanes y alegrías suyas. Poseen una memoria colectiva muy poderosa, y por lo tanto se turban o se alegran por cosas que a usted y a mí nos importan un rábano, pero que para ellos son vitales porque están en relación con su patrimonio de recuerdos, de esperanzas y de temores de clase”. “Usted saltaría para decirme que los señores hacen mal en sentir este desprecio por los demás… Pero añadiré que no es justo culpar de desprecio solo a los ‘señores’, puesto que éste es un vicio universal. Quien enseña en la Universidad desprecia al maestrillo de las escuelas parroquiales… Nosotros los eclesiásticos nos consideramos superiores a los laicos, y nosotros los jesuitas superiores al resto del clero… Para los magistrados los abogados no son más que incordios que tratan de demorar el funcionamiento de las leyes”. Mas esta división de clases no la marca solo el dinero sino precisamente la clase, también conocida como buena crianza, hoy apenas llamada educación.

Por eso, sin salir de El gatopardo, vemos al alcalde que escaló hasta la cima de la escalera económica sin ascender en su clase: “El frac de don Calogero era una catástrofe. El paño era finísimo, el modelo reciente, pero el corte era sencillamente monstruoso… Las puntas de los faldones se erguían hacia el cielo en muda súplica, el ancho cuello era informe y, aunque sea doloroso, es necesario decirlo: los pies del alcalde estaban calzados con botas de botones”. Don Calogero admira ese nuevo mundo al que ahora pertenece. “Se dio cuenta de lo agradable que es un hombre bien educado, porque en el fondo no es más que una persona que elimina las manifestaciones siempre desagradables de mucha parte de la condición humana… Lentamente comprendía que una comida en común no debe ser un huracán de ruidos de masticaciones y de manchas de grasa; que una conversación puede muy bien no parecerse a una pelea de perros”. Y aunque quiere refinarse, él siempre será un cafone y la condición aristócrata de su familia tardará al menos tres generaciones en florecer. Pero no siempre se sube por la escalera; también se baja. En mucha Europa esa nobleza acabaría por perder sus privilegios y propiedades; mas no la memoria colectiva de la que habla el padre Pirrone, no la buena crianza. Esos descastados se aglomeraron en una nueva clase: la intelligentsia. Y a través de ella volvieron a ser la clase influyente y dominante, aun

Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de Gatopardo

con los bolsillos vacíos. Gatopardamente, fue una forma de cambiar para que las cosas siguieran igual, tal como en la novela; ante el avance de la historia, el príncipe Fabrizio decide avalar el cambio. Yo no lo sé de cierto, pero supongo que en las alturas mexicanas nadie quiere apoyar un cambio. Supongo que, en caso de caer, esas clases altas no sabrían agruparse en una intelligentsia. Y así, para que nada cambie, buscarán que todo siga igual. Y también supongo que seguirán proliferando los “alcaldes” que trepan y disimulan su vulgaridad en ese mundo sin educación donde el refinamiento está en el precio. L

LA GUARIDA DEL VIENTO

ALONSO CUETO ESPECIAL

Gracias a Violeta

E

l próximo 5 de octubre Violeta Parra habría cumplido cien años y hoy su figura nos recuerda el mejor y “el peor de los tiempos”. Durante los años de su vigencia, al igual que en la novela de Dickens, una revolución asomaba en el horizonte. A diferencia de aquélla, sin embargo, la revuelta socialista que el Che Guevara dirigió en la década de 1960 nunca encontró la difusión ni la legitimidad que buscaba. Y sin embargo, por entonces, todo parecía posible. Se publicaban grandes novelas en América Latina, aún no se conocían las señales de perversión de la revolución cubana y las manifestaciones estudiantiles estallaban en todo el mundo. En ese contexto, la voz de una mujer que venía del sur y cantaba “Volver a los diecisiete”, “Yo canto la diferencia” y sobre todo “Gracias a la vida” era la portadora de unos mensajes en los que buscábamos creer.

Nacida en un hogar con muchas dificultades económicas, huérfana de padre desde muy temprano, Violeta Parra empezó cantando en un restaurante de Santiago. Fue allí donde conoció a su primer esposo, Luis Cereceda, quien era un militante del Partido Comunista. Pronto tendrían dos hijos (uno de ellos, Ángel, también fue cantante). Luego Violeta tuvo una estancia en la Argentina y otra en París. Su vida sentimental se volvió inestable. Se casó por segunda vez. Perdió a una hija. Al final, tuvo una relación apasionada y letal con un músico joven, un episodio que la liquidó. No es la menor de las paradojas de esta historia que la autora de “Gracias a la vida” se suicidara a los 49 años, a comienzos de 1967, y que su hermano, Nicanor, el antipoeta, militante del escepticismo, haya llegado hace poco a los 103 años, con buen ánimo. En cierto modo ambos siguen luchando desde

La cantautora Violeta Parra

extremos opuestos. Los sueños y las esperanzas en las canciones de Violeta no nos prepararon para las dictaduras y crueldades a las que conduce toda utopía. Esta semana todos los peruanos recordamos los 25 años de la captura de Abimael Guzmán que asoció la idea de la justicia social con algunos de los episodios más crueles de nuestra historia.

Desaparecidas las utopías, hoy en día no pensamos que el mundo puede transformarse, acaso ni siquiera que puede cambiar. Nos conformamos con que mejore un poco y que sobreviva, y nosotros en él. Siendo más realistas, no somos más felices. Pero la felicidad lanza algunos destellos cuando aún se oyen las canciones de Violeta Parra y con ellas, sus sueños y esperanzas. L


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