Suplemento cultural de MILENIO
LABERINTO HOMBRE DE CELULOIDE
ESCOLIOS
FERNANDO ZAMORA
ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
La épica wayú: Pájaros de verano
Las cicatrices políticas de Drieu la Rochelle
Foto: Ciudad Lunar Producciones
SÁBADO 22 DE DICIEMBRE DE 2018 AÑO 15 - NÚMERO 810
Cuentos de Navidad Valentina Winocur, Daniel Salinas Basave, Jorge Zúñiga, Sabina Orozco/ FOTOGRAFÍA: SHUTTERSTOCK
Foto: Especial
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ANTESALA
22 DE DICIEMBRE 2018
ARTES VISUALES
Sudores nocturnos MIRIAM MABEL MARTÍNEZ FOTOGRAFÍA JOSÉ LUIS VENEGAS
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a exposición colectiva Noches fieras, que se exhibe en el Museo Universitario del Chopo hasta el 17 de febrero de 2019, es un recorrido por la oscuridad latinoamericana. Una oscuridad atemporal que mezcla el ansia por lo urbano y la nostalgia de una vida, digamos rural, que se abandonó para experimentar esa modernidad prometida en las capitales. Una oscuridad en las que los contrastes deslumbran. Algunos de los protagonistas de estas imágenes parecen haberse redescubierto entre sombras para reconfigurarse en personajes “sórdidos” ante la mirada del otro, pero que quizá solo se redibujaron confrontando los propios prejuicios o tal vez simplemente asumiéndolos o haciéndolos visibles, mientras que otros exhiben excesos, como si estos pudieran ocultarse entre las sombras. Hay algo de estoicismo en estas miradas. Esta muestra, curada por Alexis Fabry, reúne el trabajo de 57 artistas que pertenece a la colección de Leticia y Stanislas Poniatowski. Los autores, desde sus estilos personales y voyerismo, documentan las noches latinoamericanas invitando al espectador a transitar por muchas noches, descubriendo las coincidencias y diferencias de las búsquedas estilísticas y formales, y simultáneamente convirtiéndose en testigo de encuentros y transformaciones casi rituales. Este collage–ensayo visual, que el curador arma a partir de las visiones de morbosidades ajenas, nos jala… nos devora y nos hace partícipes del mundo que cada fotografía resguarda. El observador está obligado a abrir el obturador y, cual cámara, también tarda muchos segundos para captar y enfocar esos miedos, violencias, contrastes ahí enmarcados. ¿Qué hay entre sombras? Si se mira con detalle se alcanzan a ver extensiones de prácticas sociales que se niegan a morir y que en las noches resplandecen, como los cacicazgos (“María Elvia con gallo”, 2010, de Yvonne Venegas) o los rituales que mezclan la aspiración por dejar de ser quien se es (“Sosa Tijuana”, de José Luis Venegas) o la ingenuidad —o resignación— detenida en “Las prostitutas”: el chileno José Moreno capta a una joven concentrada en pintarse los labios, esta concentración borra cualquier violencia que pudiera existir del otro lado del cuarto de baño que la resguarda. En estas noches si bien hay disidencia, lujuria y exceso, también hay ternura y solidaridad; porque como lo comprueba el curador: la noche nunca es del todo negra. Ese resquicio de luz ha sido aprovechado por distintos ojos para retratar los límites, cruces, complicidades, traiciones, encuentros y desencuentros para compartirnos sus hallazgos.
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“Sosa Tijuana” (1972).
Pájaros de verano. Dirección: Cristina Gallegos, Ciro Guerra. México, Colombia, Dinamarca, 2018.
HOMBRE DE CELULOIDE
La épica wayú FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA CIUDAD LUNAR PRODUCCIONES
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ividida en rapsodias, como si fuese un viejo canto griego o romano, Pájaros de Verano aspira a la épica de Shakespeare, de la Ilíada o la Eneida. Y lo consigue. Los directores Cristina Gallego y Ciro Guerra (famosos por El abrazo de la serpiente) nos introducen en una fábula que va más allá de la historia humana; hasta ese momento que solo puede contarse en forma de mito creador. Lo más llamativo de esta película extraordinaria es que la creación a la que refiere es la de la guerra del narco que comenzó en Colombia y se ha extendido a toda la región. Hablada casi por completo en wayú, idioma de la guajira colombiana, Pájaros de verano comienza cuando Zaida, una hermosa wayú llega a la pubertad. Pintada en forma ritual sale de su casa para bailar. Los hombres suenan los tambores. Los pretendientes se enfrentan con ella en un baile que simula el acto de amor. Ella los enfrenta y ellos caminan hacia atrás. Si el varón pierde el equilibrio será indigno de su mano. Cae el primer pequeñajo, el que sigue es sagaz. Rapayet es un tipo bigotón y arrecho que resiste los embates de la niña bailando sin caer hacia atrás. El problema es que la familia de ella no quiere el matrimonio con un desconocido de modo que
le fijan una dote espectacular. ¿De dónde va a sacar Rapayet el dinero para comprar los chivos y los cabritos con los que podrá hacerse digno de Zaida? Es aquí donde entran en escena unos gringos que detrás de la fachada de una organización que está luchando contra el comunismo en América Latina, lo que realmente quieren es comprar marihuana. Comienza el negocio y comienza la decadencia. Comienza la tragedia en el sentido en que la entendían los griegos. Porque la transgresión hace indignar a los espíritus que poco a poco abandonan al clan de Zaida. Y como en Edipo o en Hamlet se siguen las violaciones hasta que, en el momento climático de la película, se asesina a la palabra. De ese tamaño. Hay que ver esta película que plantea que cuando muere el verbo solo hay espacio para la guerra. Narrada con cantos que harían la delicia de un antropólogo, Pájaros de verano es la historia del narco desde el punto de vista guajiro y no, como estamos acostumbrados, desde la vi-
Pájaros de verano es la historia del narco vista por el guajiro, no la visión pagana del norte
sión pagana de los hombres del norte que, incapaces de entender otro lenguaje que el de las balas, inundan de dólares la región. La sensibilidad con la que está contada Pájaros de verano es muy distinta de la “épica” hollywoodense, que es “épica” solo porque tiene gran producción. Loving Pablo o Traffic, por ejemplo. En la primera, Javier Bardem interpretaba a un Escobar patéticamente banal, digno de Hannah Arendt, mientras que en la segunda, Soderbergh tenía el descaro de plantear que la corruptísima Administración para el Control de Drogas (DEA), estaba hecha de héroes, mientras que los latinos éramos los auténticos malos de la película. En Pájaros de verano hay mal y hay bien, por supuesto, pero ambos superan con mucho el melodrama. La maldad es una condición cósmica que irrumpe en la guajira a causa de la lujuria de un hombre que quiere casarse y la glotonería de los gringos que quieren llenarse la cabeza de marihuana. Contada en clave que recuerda la alquimia de Cien años de soledad, Pájaros de verano sigue la tradición de García Márquez en el sentido de que narra una realidad ética echando mano del mito. Y mientras la película más se aleja de la producción hollywoodense, más se aproxima a la contundencia de la Ilíada.
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ANTESALA
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POESÍA
ESCOLIOS
Manifesto en pos del olvido
Cicatrices políticas
STEFAAN VAN DEN BREMT
El poeta lumpen iba a la búsqueda de la olvidada lírica callejera; buscaba y buscaba hasta dar con algún trozo en el mercado de los harapos poéticos. Un lector lumpen lo leyó, lo rescató de su memoria harapienta: una metáfora oxidada súbitamente logró meterse sobre pies de versos torcidos en la vanguardia andrajosa. El poeta lumpen lo celebra. y come y lee y bebe y escribe el manifiesto más subversivo que acto seguido se eclipsa en un olvido andrajoso. Traducción: Stefaan van den Bremt y Marco Antonio Campos.
Poema tomado de Elogios y elegías. Antología personal (1971–2015), publicada por la editorial El Tucán de Virginia.
EX LIBRIS
Ariadna/ EKO
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ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
@Sobreperdonar
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Pierre Drieu la Rochelle.
ierre Drieu la Rochelle (1893–1945) constituye uno de los casos más dolorosos de esa frecuente confusión del intelectual del siglo XX que buscaba sanar las cicatrices del alma a través de la política. En su Pierre Drieu la Rochelle, el aciago seductor, el notable biógrafo Enrique López Viejo explora con vena narrativa y una mezcla de horror y simpatía esta trayectoria tan desaforada como sintomática de su tiempo. La obra y la persona de Drieu están marcadas por los extremos de la euforia o el desencanto, el ansia de redención o la tentación del suicidio. Fue casquivano e indeciso en el amor y la política y emprendió numerosos y desgarrados romances con ideologías y mujeres. Drieu nace en el seno de una familia burguesa que, sin embargo, experimenta un bochornoso declive económico. Sufre, además, la soledad del hijo único y la tiranía de la autoexigencia, al grado, dice su biógrafo, de albergar pensamientos suicidas desde los 6 años. Falto de fortuna y de disciplina escolar, el joven Drieu se alista en el ejército y encuentra en la guerra un camino vital y profesional, pues admira el valor e idealiza el enfrentamiento físico; sin embargo, su experiencia bélica en 1914 es más bien tragicómica y decepcionante. De cualquier manera, Drieu, consciente de su buena apariencia y sus refinadas maneras, sabe de la importancia de cultivar relaciones convenientes y establece una proximidad determinante con los jóvenes André y Colette Jeramec. Él, amigo entrañable que muere en la guerra; ella, rica heredera, que se convierte en su primera esposa y le resuelve su vida económica. Drieu, aun dentro de su primer matrimonio, comienza su reputación legendaria de seductor; comienza también su carrera literaria, como poeta surrealista, faceta en la que pasa inadvertido; como narrador, su vocación más honda y en la que más resiente el fracaso, y como “pensador” político. En efecto, Drieu, antiguo simpatizante de izquierda y horrorizado con lo que considera la vulgaridad e inoperancia de la democracia, liga su aspiración aristocrática paneuropea con la bandera nazi. Como sugiere Michael Winnok, la fascinación de Drieu por el nazismo es sobre todo estética y se consolida cuando, en la efervescencia hitleriana, viaja a Alemania y las mocedades desafiantes, la simetría de los ejércitos y la premonición afrodisiaca de la guerra inflaman definitivamente su espíritu ávido, más que de certezas, de emociones fuertes. Así, pretendiendo honrar a Goethe, le hace caravanas a Hitler y se convierte en jilguero de su movimiento. Las decisiones se vuelven tan erráticas como irreversibles, Drieu halaga a los invasores y acepta dirigir la revista literaria francesa más importante bajo la bota de la Ocupación. Cuando termina la guerra, Drieu sabe que sus acciones han sido demasiado escandalosas para perdonarlas. Sus días finales están marcados por la persecución y el autoescarnio. Tras dos intentos de suicidio, Drieu acierta a la tercera ocasión.
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Como ya es tradición, presentamos cuatro relatos de jóvenes escritores mexicanos en los que la Navidad se envuelve en un aroma enrarecido
El peso de la paloma VALENTINA WINOCUR FOTOGRAFÍA SHUTTERSTOCK
U
n par de años atrás, Roberto le había propuesto que dejara de trabajar en lo que lograban embarazarse. Él se haría cargo de todos los gastos durante ese tiempo. María aceptó aunque extrañaba mucho cantar. Después de varios intentos frustrados, una noche, mientras cenaban en silencio, Roberto confesó que estuvo con otra mujer y que había quedado embarazada. Le dijo que quería ser el padre de ese hijo y que se iría a vivir con ella. María se quedó callada, volteó a ver su plato, agarró el salero que tenía en frente y se lo aventó a Roberto en la cabeza con todas sus fuerzas. Después le soltó los insultos que pudo entre lágrimas y se encerró en el baño. Roberto se limpió la sangre de la cabeza con una servilleta. Tocó la puerta del baño e insistió para que María la abriera. No lo consiguió. Esa misma noche empacó su ropa y se fue. María empezó a dormir mucho y comer poco. No contestaba el teléfono, no quería ver a nadie, hasta que un día se dio cuenta de que ya casi no le quedaba dinero. La necesidad le ganó a la tristeza y entendió que era momento de buscar trabajo.
No encontraba nada y comenzaba a preocuparse, cuando su amiga Ana la contactó con Sergio. Éste le comentó que tenía una vacante para cantar villancicos en el centro comercial La Paloma. Al principio su orgullo no la dejó aceptar un trabajo así. Luego, al no tener otra opción, terminó aceptando a regañadientes. La paga, por supuesto, era bajísima. La Paloma era uno de los centros comerciales más grandes del DF: cada rincón tenía luces, esferas y promociones. De los techos colgaban peluches enormes de osos polares, bastones de caramelo y galletas. El primer día que María tuvo que ir se le hizo tarde. Hacía mucho que no manejaba y no recordaba el tráfico de fin de año. Entró a la bodega de atrás pidiendo disculpas y recuperando la respiración. Sus compañeros eran mucho más jóvenes que ella; se sintió vieja. Sergio la regañó y aseguró que no por ser amiga de Ana iba a tener concesiones, que la puntualidad era muy importante. Les presentaron a todo el equipo de entretenimiento que trabajaría
“Saliendo del baño, María se encontró a Santa. Él sonrió y le guiñó un ojo a través de sus lentes”
durante diciembre, menos a Santa Claus, quien no había podido ir ese día por motivos personales. Sergio dio un discurso motivacional sobre la importancia de este trabajo para alegrar el corazón de los miles de mexicanos que compraban en esas fechas. Les recordó que debían sonreír, que el cliente siempre tiene la razón y que dejar sus puestos era motivo de sanción; las idas al baño eran solo durante los recesos. A la salida, sus compañeros empezaron a presumir sobre sus trabajos anteriores y justo cuando María, quien había intentado huir de la conversación, estaba por subirse al coche, le preguntaron qué hacía ella antes.
—Pues… yo era corista de Juan Gabriel. —mintió mientras tocaba el anillo de matrimonio que seguía usando. Todos quedaron impresionados y quisieron saber más, pero ella dijo que tenía que irse, que otro día les contaría. En el camino de regreso, recordó sus navidades pasadas con la familia de Roberto en Acapulco y se preguntó si este año él llevaría a su nueva pareja. El coro estaba junto a un árbol de Navidad inmenso, donde Santa Claus cargaba en sus piernas a niños desconocidos y les prometía que les iba a traer muchos regalos. A María le parecía que debajo de la panza falsa del disfraz y de los lentes de cristal baratos
existía un hombre atractivo que debía tener más o menos su edad. Para ir al baño durante las horas de trabajo, María subía hasta el tercer piso. Allí siempre había menos gente. Se encerraba en un cubículo y se sentaba sobre la tapa con las piernas recogidas para que no se vieran por abajo. Lloraba un rato y cuando menguaba la intensidad del llanto, salía. Se pintaba los labios de rojo y regresaba a su lugar. Sus compañeros la cubrían si llegaba Sergio a revisar. Eran muy amables con ella, probablemente por la mentira de Juan Gabriel. Al otro lado del árbol bailaban las ayudantes de Santa vestidas con faldas cortas, repartiendo volantes
promocionales y soportando las miradas insistentes de los clientes que paseaban de la mano de sus hijos. María pensaba que ése era un trabajo peor que el suyo. Los coristas tenían solo 30 minutos para comer en unas mesas sucias que estaban afuera de las bodegas. —María, ¿tú qué vas a hacer esta Navidad? —le preguntaron sus compañeros. —Voy a ir a Acapulco con la familia de mi esposo, a una casa hermosa donde vamos todos los años —mintió otra vez, mientras bajaba la mirada para concentrarse en el anillo dorado. Decir eso le dio una emoción que había olvidado, así que siguió
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inventando: que comerían pavo, que se llevaba muy bien con su suegra y hasta que estaba embarazada. Los coristas la abrazaron y la felicitaron. Cuando terminó la emoción, María se dio cuenta de que en la mesa de al lado Santa observaba toda la escena. Un día, a la salida, María vio estacionada una camioneta con una mujer muy guapa. Un hombre se acercó al coche, se subió y se abrazaron. No alcanzó a ver su cara pero lo reconoció porque llevaba puestos los pantalones rojos. María imaginó que Santa y la mujer llegaban a una casa hermosa, que jugaban y cenaban con sus tres hijos y luego, antes de dormirse, hacían el amor como en una comedia romántica.
Faltaban pocos días para Navidad y María comenzó a ir con más frecuencia al baño. Sus compañeros pensaban que eran las náuseas del embarazo y seguían inventando excusas, pero Sergio comenzó a sospechar y un día, después de insistir, consiguió que le contaran que estaba embarazada. Él, sorprendido, preguntó quién era el padre. Los cantantes aseguraron que era el marido, con quien también pasaría las fiestas. Saliendo del baño, María se encontró a Santa. Él sonrió y le guiñó un ojo a través de sus lentes. Ella se puso nerviosa y le dio una palmada en la panza rellena por una almohada. Los dos rieron y siguieron su camino. Cuando volvió a su lugar, Sergio le pidió que hablaran en privado. —María, yo no sé qué te está pasando pero tú sabes que aquí tenemos horarios. A mí Ana me contó que necesitabas este trabajo y que estabas divorciada pero ahora tus compañeros me dijeron que estás embarazada de tu esposo… ¿me puedes explicar? María comenzó a llorar y le pidió que por favor no le dijera a nadie, que no volvería a dejar su lugar. Sergio, para apurar el final de la conversación —el llanto lo ponía nervioso—, le aseguró que no diría nada pero que no volviera a faltar. Era 24 de diciembre y La Paloma estaba llena de gente haciendo compras de último momento. El ruido la aturdía y cantaba distraída cuando vio, a lo lejos, a sus ex suegros caminando. El corazón se le congeló y salió corriendo por una pequeña puerta que daba a las bodegas. Se apoyó contra una pared y trató de tranquilizarse. En eso, la puerta volvió a abrirse y salió Santa. —Hey, tú eres la de los villancicos, ¿no? María fingió tranquilad y asintió con la cabeza. —Uf, ya no aguanto esta madre —dijo el Santa mientras se quitaba la peluca blanca y dejaba ver su pelo sudado atrapado bajo una red. Se quitó también los lentes y sacó una cajetilla. —¿Quieres uno? María negó con la cabeza mientras veía que en sus ojos no había ningún brillo. —Qué pinche día, ¿no? — dijo Santa mientras prendía un cigarro. A María le desagradó su olor a tabaco y sudor. —Saliendo de aquí pasa mi hermana por mí para ir al hospital. Vamos a pasar la noche con mi mamá. Anda muy mal la pobre, ya casi no nos reconoce. Santa se acabó su cigarro, lo arrojó al piso, se volvió a poner la peluca y los lentes. —Pero bueno, ya tengo que volver —dijo mientras entraba. María se quedó parada y ya no tuvo ganas de llorar. Deslizó el anillo de su dedo, lo guardó en la bolsa y siguió los pasos de Santa.
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Valentina Winocur nació en 1991. Es mexicana y argentina. Cursó la licenciatura en Comunicación Social en la UAM–X y una maestría en Creación Literaria en la UPF. Fue becaria del FONCA (2016–2017) y actualmente de la Fundación para las Letras Mexicanas.
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El dulce hedor de la muerte en Nochebuena DANIEL SALINAS BASAVE FOTOGRAFÍA SHUTTERSTOCK
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ños atrás —cuando en Tijuana los asesinatos todavía eran noticia e indignaban a los lectores del periódico El Bordo— tú te resignaste a la terquedad de los muertos navideños. Lo de las reyertas y balaceras era propio del fin de año, pero en la Nochebuena solían brotar las fatalidades más absurdas y los compulsivos suicidios. En tu guardia reporteril nunca faltó el gordinflón papá vestido de Santa que se rompía la nuca al caer del techo con todo y costal; la abuela electrocutada al intentar cambiar los fusibles fundidos del arbolito; el tío borrachón que tanguarniz en mano daba el cuartazo antes de abrir los regalos y claro, los despechados y deprimidos de toda especie que elegían la noche del 24 para rebanarse las venas. Lo de los colgados de los puentes con mensaje en el pecho y las cabezas envueltas para regalo llegaría mucho después. Por mucho tiempo fuiste el único reportero de guardia trabajando en la víspera de Navidad. En la edición del 26 de diciembre (porque el 25 no había periódico) todas las notas traían tu firma: Por Edelmiro Mascorro, alias El Carnitas, el muertero estrella de Baja California y muchos kilómetros a la redonda.
Alguien te hizo ver que con tus 133 kilos de peso, tus cachetotes rebosantes y tu barba siempre mal rasurada, era un desperdicio no disfrazarte de Santaclós en esa fecha y tú decidiste tomarle la palabra. Conseguiste un percudido traje de medio uso en un mercadito sobre ruedas y desde entonces te volviste el designado e irremplazable Santaclós en las tertulias de tu familia política. Eran los tiempos en que aún vivías con tu esposa, la Ramira, y tus dos hijas, inocentes pequeñitas, se iban a la cama con la ilusión de los regalos. Eran los tiempos en que conociste algo parecido a la felicidad, pero entonces no lo sabías. Cumplías con cenar en casa, donde a veces el aguinaldo alcanzaba para pepenar un pavo medio escuálido y dos regalitos no tan pinchurrientos, pero te sentabas a la mesa con el escáner en la mano, monitoreando los quehaceres y angustias de la Policía Municipal, sabiendo que al escuchar 12–17 había que salir corriendo, sin tiempo de quitarte tu traje, así que no fueron pocas las veces en que llegaste a tomar las fotos a la escena criminal enfundado en tu ropaje de Santa, con tu riguroso cigarro sin filtro a punto de transformarse en ardiente bacha entre tus labios.
Los repetidores de la patraña “todo tiempo pasado fue mejor”, peroran que antes hasta la malandrada tenía valores y santificaba las fiestas, pero tú, muertero de cepa y estirpe notarrojera, sabes bien que la Parca nada ha entendido nunca de vacaciones. Claro, una cosa eran uno o dos muertitos por Nochebuena, pero una matazón cuyo saldo es un reguero de 17 cadáveres en la víspera navideña no es de Dios, mucho menos cuando tu nueva chamba es como encargado de la recepción en el Servicio Médico Forense. Uno no es lo que quiere sino lo que puede ser, y a tus 59 años de edad te diste cuenta que como reportero de nota roja no te alcanzaría ni para pagarte el ataúd más chafito cuando tu teporocha salud de hierro acabara de desbarrancarse. Por eso aceptaste un empleo como encargado de Comunicación y Relaciones Públicas del Semefo. Tu nueva chamba no es un edén de abundancia, pero al menos tu salario dejó de ser un insulto al hambre. Con lo que no contabas es con la bancarrota en que caería el gobierno
Sería bello el milagro de una Navidad sin muertos, pero el cielo no está para imposibles
Feliz cumpleaños, cariño JORGE ZÚÑIGA
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alió del baño envuelta en una toalla y pasándose otra por el cabello. El vestido estaba sobre la cama, Ulises lo había sacado de la caja de regalo y puso el collar de perlas encima, junto a una tarjetita que decía: “Para la mejor esposa”. —¡Me quedó bien! —lo escuchó decir desde la sala. Se sentó frente al tocador y comenzó a secarse el cabello inclinando la cabeza hacia abajo. Ulises apareció en el marco de la puerta y la miró en silencio. El traje de Santaclós le quedaba grande pero había logrado acomodar el hule espuma de manera que el estómago abultado parecía real. —¿Qué tal me veo?
Llevaban dos años de casados. Una decisión impulsiva de fin de año, un par de anillos de plata falsa comprados una semana antes, testigos sacados de la manga. —¿Ya estás listo?, ¿tan pronto? ¿Y la barba? —Esa hasta que lleguemos. Me queda un poco flojo de acá pero la panza está bien. Tú no te preocupes, tenemos tiempo. —No me preocupo. —La reservación del restaurante es a las diez así que tenemos tiempo para hacer acto de presencia en la posada y llegar a tiempo. —Está bien. —¿Te gustó el regalo? —Ulises había levantado el vestido y lo miraba. —Ah, sí.
—La encargada de la tienda me aseguró que te gustaría. Te verás lindísima. —Sí, es bonito. Gracias. Observó a Ulises en el espejo, se había recostado en la cama y giraba la tarjetita entre sus dedos. Debajo del traje rojo de terciopelo asomaba el pantalón oscuro, los zapatos cafés que siempre usaba en ocasiones especiales. Caminó hasta el armario y dejó caer la toalla que cubría su cuerpo mientras buscaba un sostén en la gaveta. No había sido un accidente, sino más bien un ritual, una costumbre demasiado arraigada entre ellos. Sin embargo, algo aquella noche era distinto. —¿Puedes esperar afuera? —dijo, con el sostén aún en la mano, cruzada de brazos frente al armario abierto.
—¿De verdad? —Sí. —¿Por qué? —No me siento cómoda contigo viéndome. Ulises se puso de pie y fue hacia ella. —¿Está todo b... —No —lo interrumpió, levantando una mano—. Si no sales no podré vestirme y llegaremos tarde. —Tenemos tiempo, a la posada no importa a qué hora lleguemos y el restaurante es hasta las diez. —Si no sales va a dar lo mismo sea a las diez, a las doce o incluso que sea maña… —titubeó. Se llevó una mano a la frente e inclinó el cuerpo hasta apoyar la cabeza en el marco del armario. Ulises la miraba—. No, mañana no —dijo ella—. Mañana no hubiese sido lo mismo.
estatal ni con la huelga de empleados sindicalizados que ha dejado al Semefo con apenas cinco trabajadores de confianza para recoger, recibir y acomodar un promedio diario de entre ocho y diez cadáveres en infestadas planchas donde no sobra un milímetro. Hasta el 24 de diciembre, Tijuana arroja un saldo de más de 2 mil 400 asesinatos en lo que va del año. Ello sin contar los muertos en choques, los migrantes atropellados en medio de persecuciones policiacas, los indigentes que se mueren de nada y todo en la noche invernal y los suicidas nuestros de cada diciembre. Sería bello poder pedirle al Niño Dios el milagro de una Navidad sin muertos, pero el cielo no está para imposibles. Nunca creíste en la utopía de un saldo blanco, pero 17 muertos en 24 de diciembre resulta indigesto hasta para tu retorcido colmillo. Nada hay sublime en tantísimas toneladas de carne amontonadas en un frigorífico que hace muchos meses rebasó su máxima capacidad: cadáveres burocráticos, cadáveres bulto, cadáveres monserga. Decapitados, desmembrados, pozoleados. Cadáveres que nunca nadie reclamará y cuyo destino será la fosa común luego de meses robando espacio e impregnando las paredes con su olor. Ellos serán tus acompañantes en la fiesta de Nochebuena. Tus hijas hace tiempo crecieron, inmolaron su inocencia y con algo de suerte, alguna te llamará un par de minutos el 25 solo para verificar que no has muerto, pero aunque nadie espera tus regalos en la mañana navideña, llegas a despachar a la recepción de Semefo ataviado en tu viejo y percudido traje de Santa. Compras un par de pollos rostizados, diez caguamas, una botella de tequila Cabrito y dos pachas de aguardiente Viva Villa para el solitario festejo de tu guardia navideña entre los muertos. Nabor y Juliano, los cargadores de cuerpos y operadores de la desvencijada camioneta, llegarán con los últimos tres cadáveres de
Él se quedó callado. —No volvamos a eso, por favor. —Es que es cierto. Si la reservación fuese mañana, si todo esto fuese mañana no habría ningún problema. ¿Por qué tenía que ser hoy? ¿Querías arruinarle la fiesta? —Fue una coincidencia. —De coincidencia nada. —De verdad. —No seas imbécil —se dio vuelta, el cuerpo descubierto, todavía húmedo—. Dime, ¿cuántos años cumple ella hoy? Silencio. —Treinta y nueve, ¿verdad? Porque es dos años menor que tú —continuó, yendo hacia él—. Bien que lo sabes ¿verdad? Ulises volvió a la cama y se sentó. Bajó la vista. Después de un rato escuchó una risita y luego un golpe a la madera. —¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué hacer algo así? Era una fecha especial. Nuestra fecha especial. Mía, solo mía, mi fecha especial. Y la arruinaste. Antes de que él pudiera decir nada oyó el portazo. —No quiero salir hoy —gritó ella desde el baño.
—Por favor no te pongas así —dijo Ulises, pero no hubo respuesta. Se acercó a la puerta y golpeó tímidamente. Silencio. —Es nuestra fecha —dijo él—. Solamente nuestra, nuestro aniversario. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Detrás de la puerta escuchó correr el agua en la bañera. —Lo de aquella noche lo hice sin pensar. —¡Por favor no mientas! —gritó ella. —No miento, ¿qué ganaría? —Claro que mientes. —No ganaría nada diciéndote mentiras —tenía la cabeza pegada a la puerta y trataba de escuchar. —No ganarías nada, pero yo perdería —dijo ella—. Y así eres tú a veces. —Por favor… —La llamaste y fingiste no saber que yo escuchaba. —No volvamos a discutir por lo mismo. —“Me caso el viernes veinticuatro”, dijiste. “Feliz cumpleaños, cariño”, dijiste. Eres una basura, Ulises, una maldita basura. Querías joderla pero también querías joderme a mí, hacerme perder, quitarme esto. Me arrebataste la fecha por pura crueldad. ¡Y desde el principio, para acabarla!
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—No fue así. —¡Claro que lo fue, pinche hipócrita! —gritó ella y arrojó la botella de shampoo a la puerta. Comenzó a llorar. El seguro estaba puesto y Ulises forcejeó unos instantes. Finalmente se agachó y deslizó la tarjeta por debajo. —Mimí, tómate el tiempo que quieras —dijo, y salió del cuarto. No supo cuánto tiempo había llorado cuando finalmente se calmó y dejó la bañera. El cansancio llegó de golpe al verse en el espejo. Notó ciertos nuevos defectos aquí y allá, pequeños detalles del paso del tiempo. Pero seguía siendo ella: estaba el pelo negro y rizado, la nariz, las cejas gruesas. Todavía tenía el sostén en la mano. Se lo puso, apagó la luz y salió del baño. La habitación estaba a oscuras, a excepción de una pequeña luz naranja que se movía de cuando en cuando. Forzó la vista: Ulises, sentado en un sillón cercano a la cama, cerraba los ojos cada vez que el cigarro se acercaba.
El traje de Santaclós le quedaba grande pero al acomodar el hule espuma, el estómago abultado parecía real
la noche y un par de bolsas de chicharrones. Acaso se unan también Evelio y Aureliano, los omnipresentes buitres de las funerarias y sin duda a la medianoche llegará Altagracia Retamar, la jefa de limpieza, para darte tu regalote, bailar de cachetito y con algo de suerte y cachondería echar un fajecito querendón. Los cumbiones pesados se impondrán a los villancicos y los muertos de la Nochebuena se amontonarán en la sala de espera. Más de un fiambre llegará con los ojos abiertos y la sangre aún tibia, pero otros anunciarán ya la tonalidad verde negruzca y el primer indicio del hedor por venir. Antes de las tres de la mañana estarás bien borracho, bien cachondo y bien necio y tu traje de Santa estará embadurnado de tequila, baba, salsa y chicharrón; acaso le darás nalgaditas a Altagracia y le dirás a Nabor y a Juliano que los muertos de la madrugada pueden esperar al otro día o a lo mejor —ya punto pedo— derramarás aguardiente dentro de una boca petrificada en rigor mortis y le jurarás a todos que los muertos bailan y son agradecidos, pero nadie va a escucharte y tú buscarás tu reflejo en los ojos sin brillo de un ñorcito con el cráneo reventado a batazos o una adolescente con la yugular rajada por cuchillo cebollero y tratarás de calcular las semanas que faltan para que también tu piel se torne verdosa o negruzca y tus hijas le pregunten a los buitres de la funeraria por la caja más barata, pagada en cómodas mensualidades sin intereses, mientras reparas en que en tu vida, o en lo que de ella queda, muy pronto fue demasiado tarde, pues hace años que tu nariz encuentra familiar y hasta entrañable el dulce hedor de la muerte en Nochebuena.
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Daniel Salinas Basave (Monterrey, Nuevo León, 1974) es periodista y escritor radicado en Tijuana. Entre sus libros se encuentran Días de whisky malo, Viento de Santa Anna y Juglares del Bordo.
—El calor es dañino para la vista —dijo. —¿Por qué no encendiste la luz? —No sé, Mimí, por ninguna razón. La toalla está en la cama, por si la necesitas —echó la cabeza hacia atrás y el humo ascendió hasta el techo lentamente. Ella observó en silencio la lucecita, el traje rojo, la barba falsa, fijamente, como si estuviera en trance, hasta que a lo lejos, en alguna casa vecina o quizá en el callejón de atrás, escuchó el grito de un hombre, y de pronto, todavía sin decidirse a decir nada, sin saber qué hacer, cómo sentirse, estuvo segura de que afuera de la habitación el mundo aún existía. —Llamé a mi jefe para decirle que no iría a la posada, también cancelé en el restaurante. Hoy no es buen día para celebraciones, tenías razón. ¿Mimí? —la llamó, pero ella, envuelta en la toalla y ya en la cama, le había dado la espalda.
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Jorge Zúñiga (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1988) es narrador y ensayista. Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa.
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DE PORTADA
22 DE DICIEMBRE 2018
El idioma secreto
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SABINA OROZCO FOTOGRAFÍA SHUTTERSTOCK
ndrés rompió el florero de la sala al pasar con el pino. Ana se agachó frente a los pedazos de cerámica, le gustó observar su reflejo en partes chiquititas: los ojos cafés y la nariz aguileña, idéntica a la de su padre. —Hazte para allá, linda. No te vayas a cortar —dijo Mónica, barriendo. Y dirigiéndose a Andrés: Le hubieras pedido a César que te ayudara a traer el árbol. —Lo único que puede sostener mi hermano es un periódico. Según viajó para vernos y ni sus luces. El bueno para nada debe estar dormido en el hotel. —¿Le avisaste que la cena es a las nueve? Mónica se quitó el mechón que le cayó en la cara. Solía llevar el cabello suelto, su champú olía tan fuerte que dejaba un rastro capaz de respirarse por varios rincones de la casa. —Hablé por teléfono con mi prima, le pedí que recogiera el pavo —dijo Mónica. Andrés aflojó los hombros y se tiró en el sillón. Ana se le acercó. —Papi, voy a poner la carta para Santa abajo del árbol. —¿Ah, sí? ¿Qué le vas a pedir? —Plumones que cambian de color. —¿Esos dónde los venden? —No sé, los vi en la tele. El comercial del hombre que agitaba un plumón cual varita se repetía en la mente de Ana: “¡Abracadabra! Descubre la magia sobre el papel”. Andrés fue a tomar una siesta al cuarto. Aunque ese sábado no iba al trabajo, los días anteriores había tenido largas jornadas, en aquella época el vivero se abarrotaba de clientes. Entre otras cosas, él se encargaba de subir plantas y macetas a los autos. Luego de barrer, Mónica abrió una caja sobre la mesa de la sala. —Linda, vamos a adornar el árbol. En la caja había listones rojos. Ana y Mónica pasaron el resto de la mañana haciendo moños que, junto a las esferas, colgarían en el pino. Mónica cortaba un listón a la mitad y se los pasaba a Ana. —Amárralo igual que las agujetas de tus tenis. —¿Puedo ayudarte a cortarlos? —No, este era el último. Las tijeras parecían hablar. Si Ana hubiera inventado un idioma secreto lo habría hecho con ellas: abrirlas y cerrarlas dos veces seguidas significaría “árbol”; tres, “rojo”. —¿Qué te pasó ahí? Un círculo violáceo se extendía en el hombro de Mónica. —Me pegué contra la puerta. Espérame, voy por un suéter. Mientras estaba sola, Ana tomó las tijeras de la mesa y se aproximó al árbol: las hojas desprendían un aroma parecido al champú; si cortaba un trocito podía guardarlo en el bolsillo y llevárselo a la nariz en los recreos
—Mi sobrina va a ser artista. Salgo guapísimo. Andrés se tomó la mitad de la cerveza de un trago. —Esperemos que lo guapo no se te acabe pronto. Si no, ¿cómo vamos a conseguir que te cases? —¿Con quién? —preguntó César. Andrés soltó una carcajada. —Con quien sea... Se te está yendo el tren. —Seguro conocerá a alguien —dijo Mónica—. ¿Verdad, linda? ¿Te imaginas que tu tío tenga una hija con la que juegues en vacaciones? Ana arrancó el dibujo del cuaderno y se lo dio a César. —Voy a enmarcarlo para tenerlo en la oficina. —Mejor pon una foto de tus propios hijos —dijo Andrés, empinándose la botella—. Voy a pedir la cuenta. César hizo ademán de sacar su cartera. Andrés lo frenó: —Nosotros pagamos lo nuestro.
de la escuela, cuando quisiera sentir a Mónica cerca. Al quebrarse, la rama sonó como el segundero del reloj colocado en la repisa. —¡Ana, deja eso! Mónica regresó, traía puesto un suéter verde. —Eres del mismo color que el pino —rió Ana. —Si te pierdo de vista empiezas a hacer destrozos. Lo mismo con tu papá, de tal palo tal astilla. El timbre sonó. Mónica puso las tijeras en la repisa, al lado del reloj, y salió a abrir. Poco después, César entró con ella a la sala. Ana saltó de emoción. —¡Tío! César le besó la frente. —Te t r a j e u n regalo. Dentro de la bolsa que le extendió había un cuaderno y plumones. —Le pedí unos iguales a Santa. —Mejor, así tienes suficiente material para tus dibujos. —Voy a despertar a Andrés —dijo Mónica. César la detuvo y le entregó un estuche. —Pensaba dártelo al rato, pero se te va a ver muy bien si lo usas en la cena. Ella abrió el estuche y sacó un prendedor. —Gracias.
Andrés tomó a Ana del brazo. Ella ansiaba mirar lo que él haría con el cabello de su madre
Andrés llegó a la sala estirándose. — ¿Por qué tanto ruido? ¿Empezaron la fiesta sin mí? —bromeó. —Justo iba a despertarte —comentó Mónica. —Son casi las tres y sigues jetón —dijo César— No cambias, viejo. —Estoy cansado. Nunca me vas a entender porque en tu oficina no mueves ni un dedo. —Si supieras lo que es chambear en una Redacción… Ana le enseñó los plumones a Andrés. —Mira papi, me los trajo mi tío. —Pero se los pediste a Santa… Mónica dejó el estuche encima de las tijeras y preguntó si querían comer, podía preparar algo ligero que no les quitara el hambre para la cena. —Mejor vamos a algún lugar. Yo los invito —ofreció César. —No hace falta —dijo Andrés, poniéndose la chamarra para salir—, tú eres el invitado. Tras acabarse sus platos, los adultos ordenaron más cervezas. Ana pasaba el plumón sobre el cuaderno nuevo. Mónica le acarició el hombro. —Te los vas a terminar en un dos por tres, linda. —Para eso son —dijo César—. De todos modos Santa te va a traer más. Ana le mostró la hoja en la que dibujaba, si la movía el tono del plumón cambiaba ligeramente. —Te estoy retratando.
Mónica peinaba a Ana frente al tocador. Detrás de ellas, Andrés se abrochaba la camisa que estrenaría en la cena. —¿Cómo me veo? Ana giró la cabeza. —Muy bien, papi. —Quédate quieta, linda —pidió Mónica, poniéndole una liga. —¿Les gusta la camisa? —dijo Andrés. —Ajá —respondió Mónica—. Lástima que yo no voy a estrenar nada. Andrés terminó de vestirse y se sentó en la cama, viéndolas en el espejo. La coleta de Ana estaba lista. —¿Tú cómo te vas a peinar, mamá? —No sé... creo que con el prendedor que me regaló tu tío. —Ojalá tío César no viviera en otra ciudad. —Ojalá—suspiró Mónica—. Andrés, ¿me traes el prendedor que está en la repisa de la sala? Él se levantó y le miró la espalda mientras apretaba los puños. Salió del cuarto y, al regresar, sostuvo el prendedor y las tijeras en la misma mano. —Ana, espéranos en el comedor, voy a peinar a tu mamá. —Tú no sabes peinar. Andrés golpeó la pared. —¡Si no nos esperas allá, Santa no viene! —Vamos, obedece a papá —dijo Mónica. Su voz había cambiado, hablaba como si, de repente, tuviera mucho frío. Andrés tomó a Ana del brazo y la llevó afuera; luego, cerró de golpe. Ella ansiaba mirar lo que él haría con el cabello de su madre, imaginó sus dedos gruesos agarrando el cepillo. Ana pegó la oreja a la puerta: un sonido metálico se abría y cerraba, murmurando en un código afilado, imposible de descifrar.
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Sabina Orozco (Oaxaca, 1993) Estudio Letras Hispánicas en la UAM. Actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas.
EN LIBRERÍAS
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A FUEGO LENTO
CONFERENCIA, ENSAYO, PUBLICACIONES
Mujeres sin sombra
París, Praga, México, 1968 Carlos Fuentes Era/ Universidad Autónoma de Sinaloa/ El Colegio Nacional México, 2018 106 páginas
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En 2005, el autor de La región más transparente y Cristóbal Nonato recuperó cuatro textos que escribió en momentos distintos de ese año convulso en el que los movimientos sociales transformaron a las sociedades en París, Checoslovaquia y México; el antes y el después imaginable de esos países en los que el poder, consideraba Fuentes, obtendría triunfos pírricos, es el hilo conductor de cada ensayo porque a partir de 1968 comenzó un cambio colectivo o se sentaron las bases para que la sociedad se volcara en la participación activa en pro de la democracia.
Las ilusiones de la modernidad Bolívar Echeverría Era México, 2018 205 páginas
Después de la derrota del “socialismo real” en los países de Europa centro oriental, el mundo contemporáneo se encuentra en un periodo de transición. Bolívar Echeverría reflexiona sobre la modernidad diseñada por Occidente (modernidad que, de hecho, también está dando muestras de fracaso) y el colapso por venir, a través de la historia política y la historia teórica (Braudel, Heidegger y Lukács) para esbozar los múltiples efectos político–económicos y sus crisis recurrentes, fenómenos que determinan una continuidad histórica innegable.
ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com
n el relato que da nombre a Provincia me mata (Ficticia/ Secretaría de Cultura, México, 2018), Nuria Kaiser desarrolla una historia que desde su arranque suena injustificadamente conocida. Sobresale, en primer término, la figura de una madre piadosa, caritativa y admirada por la comunidad de feligreses: antes de participar en la misa, reparte dinero y bienes a los más desamparados. Sus hijas, ya púberes, aparecen en segundo término: solo saben del temor y del pecado y de la existencia del infierno. Por último, está el cura, venerado por esa madre como modelo de santidad pero rápido de manos para acosar sexualmente a ese par de niñas durante la confesión. Hasta aquí llega el relato, hasta el cuadro de tipos y costumbres, tan asentado en el imaginario colectivo que al terminar la lectura solo nos queda elevar los ojos hacia el cielo. Este carácter descriptivo y costumbrista es el mismo que observamos en los siete relatos restantes. Falta la humanidad y abundan los arquetipos. En “Siempre volaban los buitres”, por ejemplo, hallamos a esa clase de mujer que ha sacrificado su dignidad a cambio de un marido que se harta de golpearla pero la llena de comodidades materiales. “Primera sesión” ofrece el monólogo doliente de una anoréxica que culpa a las revistas femeninas de su aspiración a tener el cuerpo de Cindy Crawford. No faltan la esposa que abandona al marido, la criada abnegada, la actriz de televisión que conserva un trasero poderoso a sus cincuentaitantos, la obsesionada con la comida orgánica. Si estas figuras resultan la proyección de una imagen preconcebida es porque Nuria Kaiser renunció a tratarlas con ironía. Empleó la indignación, la crítica social, la simpatía, como si con ellas fuera posible obtener una visión literaria de la femineidad vulnerable frente a sus propias amenazas o las del mundo exterior. ¿Por qué no también la distancia recelosa a la manera nabokoviana? Un meteorito golpea la Tierra cuando leemos: “Yo la consolé como lo hacía cuando era una chiquilla y llegaba desconsolada con las rodillas rojas de alguna caída, o cuando su mamá la había regañado”. Cada relato se va, se desbarranca, en estos momentos compasivos. Provincia me mata obtuvo el Premio de Narrativa Manuel José Othón 2017.
Provincia me mata son relatos costumbristas en los que abundan los arquetipos
Revista de la Universidad de México Cultos Núms. 843/844 México, 2018 162 páginas
Ante la hipótesis de la muerte de Dios, la fe se ha reconfigurado en la proliferación de cultos de diversos credos y rituales. Ese es el tema central de la revista, y presenta textos de Romeo Tello, Iván Medina, Castro, Elisa Díaz Castelo, Ximena Ramírez Torres, Panjak Mishra y Alejandro Andrade Pease, mas una entrevista con Vandana Shiva. Completan el número colaboraciones de Mario Bellatin, Valeria Luiselli, Julia Santibáñez, Joca Reiners Terron, Leila Guerriero y Lucía Pi Cholula, entre otros autores. Incluye una charla con Juan Villoro y el dossier “Meditaciones”.
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CINE
22 DE DICIEMBRE 2018
RESEÑA
ENTREVISTA
Bresson en estado puro ANDREA SERDIO
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resson por Bresson, publicado por la editorial argentina El cuenco de plata, es un compendio de entrevistas realizadas entre 1943 y 1983 con el director de Los asuntos públicos, su cortometraje de 1934 con el que dio comienzo su singular carrera, que continuó nueve años después con Los ángeles del pecado, en plena guerra mundial. Bresson, quien nació en 1901 y murió en 1999, fue un hombre perseverante en su concepto del cinematógrafo, que oponía al de cine, que para él no era sino teatro filmado. No creía en las puestas en escena ni en el trabajo de actores profesionales, aunque, por exigencia de sus productores, los utilizó en películas como Las damas del bosque de Bolonia. Para Bresson, la búsqueda interior era lo más importante; en sus filmes no emplea palabras en balde y las más de las veces sus actores son aficionados o ni siquiera actores sino solo modelos, dispuestos a dejarse transformar en la sucesión permanente de hechos, imágenes y sonidos con que se forma una película. De ahí la economía de recursos y a la vez la maestría con que crea filmes como Un condenado a muerte se escapa. Pickpocket es una de las películas más brillantes de Bresson, quien en ella no oculta su fascinación por la extraordinaria habilidad de los carteristas en París. En la cinta, las verdaderas protagonistas son las manos, que parecen cobrar vida y moverse de manera independiente. Es un filme con muy pocos diálogos en el que un joven lucha contra la tentación por el robo mientras sus manos —siempre ellas— lo incitan y llevan a cometerlo. Bresson filmó muy pocas películas, no por falta de ganas sino de productores interesados en financiar proyectos radicalmente opuestos a las leyes del mercado y el star system. En sus películas buscaba el ascetismo, el despojamiento de todo lo superfluo; el diálogo con el espectador atento a detalles y tensiones interiores como sucede en el hermoso y conmovedor filme El proceso de Juana de Arco, su homenaje a la heroína y santa francesa. Al azar, Balthazar es una de sus películas más elogiadas, la historia de un burro que pasa por diferentes dueños que lo hacen padecer los vicios capitales del ser humano. La mirada del animal estruja, es triste y desconcertada; el burro muere de sufrimiento. Es una historia terrible, señaló Jean–Luc Godard, y Marguerite Duras la catalogó como cine en estado puro. Diario de un cura rural, Mouchette, Una mujer dulce, Cuatro noches de un soñador, Lancelot du Lac, El diablo probablemente y El dinero completan la obra de Bresson, un hombre que buscaba iluminar y ser iluminado por sus actores no profesionales, por sus modelos si se prefiere, que creía en la predestinación pero también en el azar y que, tal vez sin pretenderlo, se convirtió en uno de los grandes cineastas del siglo XX.
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Potentiae echa una mirada a la discapacidad desde adentro, para desentrañar el concepto de “otredad”.
Javier Toscano
“Me involucro con otras comunidades y narrativas” HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com FOTOGRAFÍA POTENTIAE.MX
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Cómo entendemos la normalidad? El realizador mexicano Javier Toscano revisa la forma en que se articulan distintos grupos de personas con capacidades diferentes en sus actividades cotidianas para crear un sistema de colaboración. En Potentiae, el director, lejos de construir un retrato victimista, habla de la importancia de asumir al “otro” como alguien diferente.
¿Por qué hacer un documental sobre la gente con capacidades diferentes? En mis cortometrajes me he involucrado con comunidades que generan otras narrativas. A partir de estas experiencias fue que me planteé Potentiae. Precisamente, la narrativa de su película se sostiene en mostrar el accionar colectivo de los individuos. En su novela de ciencia ficción Más que humano, Theodore Sturgeon narra cómo gente con capacidades distintas se ensambla para generar una entidad con otras capacidades. A mí no me interesaba llegar a tanto, pero sí revisar la noción de discapacidad a partir de estos ensambles, es decir, cómo se complementan unos con otros. La colectividad es lo que va contando la historia. Quería contraponer a una comunidad de discapacitados frente a lo que llamamos normalidad a fin de cuestionar el status quo.
Hay también una reflexión sobre la manera en que nos relacionamos con el “otro”. Cierto, quería invitar a pensar en la gran “otredad” y lo que significa ser totalmente distinto. La metáfora se entiende, creo, sobre todo al final. Es imposible ponerse en los zapatos del otro. Simplemente se trata de sentir que el otro es capaz de confrontarnos a nosotros mismos para enriquecernos a partir de la diferencia. No se trata de integrarnos en la normalidad, sino de una convivencia existencial donde se parta del respeto. ¿Cómo fue el trabajo con personajes con capacidades diferentes? Fue complicado y emotivo. Los mundos, el del cine y el de los discapacitados, son muy diferentes. Muchas veces los tratamos con condescendencia, lástima y comprensión, aunque esto implique ser paternalistas, cuando la realidad es que ellos están habituados a confrontar este tipo de proyecciones. Nosotros les dimos su espacio e intentamos ser pacientes. Como cineasta aprendí a poner a prueba todo el dispositivo, para sensibilizar y demostrar que no es una cuestión de productivi-
“Quería contraponer a una comunidad de discapacitados frente a lo que llamamos normalidad ”
dad sino de adecuarse a ciertos tiempos ajenos a la dinámica de la industria. A partir del respeto busqué generar confianza en mí, no para satisfacer el morbo, sino para que el trabajo saliera bien. ¿A la hora filmar encontró dificultades para la movilidad de las personas con discapacidad? Sin duda hay limitaciones, pero no quise mostrarlas porque eso habría sido victimizarlos. Mi idea era señalarlas de manera sutil nada más. Quería una película sobre ellos no sobre sus imposibilidades o la forma en la que los obstaculizamos. Mi idea era deconstruir la palabra discapacidad a partir de la confrontación, más allá de la denuncia. Creo que con eso era suficiente. Desde luego, nos falta mucho por hacer; sin embargo, yo preferí centrarme en ellos. Dentro de la película la música es muy importante, tanto, que casi marca el ritmo de la película. Eso lo descubrí sobre la marcha y me maravilló. En varios de mis documentales favoritos la música no tiene un papel importante. Sin embargo, aquí sucedió lo contrario. Sus propios ritmos tenían resonancias. Uno de los primeros grupos a los que conocí fue el de ciegos que tocan en el centro. Desde el inicio ya había algo de musical y de alguna manera, mi trabajo consistió en dejarlos desplegar sus habilidades para que poco a poco se fueran ensamblando, y es verdad, la edición la hicimos como si fuera una sinfonía.
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TERTULIA
22 DE DICIEMBRE 2018
PERIPECIA
PERSONERÍO
El diablo se quiere sindicalizar
Félix Samper: Santa Claus madrileño
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ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com FOTOGRAFÍA PINPOINT
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El diablo se presenta en Microteatro, Sala 10. Roble # 3, Santa María La Ribera.
l diablo une a Juan Villoro y Luis de Tavira en una sala de Microteatro, donde el escritorio de una burócrata se multiplica en imágenes sobre el muro del fondo en una perspectiva que se antoja infinita, como si el solicitante, que a simple vista parece un hombre común, se transformara en una estampa de sí, que de espalda al espectador estuviera a la espera infinita de una respuesta. En un breve escenario elevado, cual una tarima de aula, una mujer de rostro encriptado, semejante a una doctora del IMSS, con bata blanca y escudo al hombro, interroga, ante su desvencijado escritorio metálico, a un hombre que desea engrosar las filas del sindicalismo diabólico. El diálogo entre la reclutadora y el solicitante, estructurado en preguntas y medias respuestas, se vuelve un interrogatorio agresivo entre la mujer que necesita saber si el hombre cumple con los requisitos y quien aspira a ser un chamuco sindicalizado. La obra de Villoro, poética en un inicio, dialéctica, filosófica, actual y de ácido humor, despliega una crítica a la medianía que nos obstaculiza y apoltrona, volviéndose un inmenso obstáculo frente al avance individual, comunitario y social, vinculado a la bondad y a la fe. Arturo Beristain y Judith Inda crean a un par de personajes emergidos de una cotidianeidad tan retorcida, que se vuelve una historieta en progresión, en la que el ruego del aspirante cobra un nuevo valor según la traba
impuesta por la sindicalista, hasta trastocar una incipiente maldad en una ambición viscosa, artificial y a modo. El dueto de actores, bajo la acuciosa dirección de Luis de Tavira (Inda en su actitud de una inquisidora que se agiganta detrás de sus cejas cada vez que se levanta enérgica de su asiento, y Beristain bajo la dermis de un don nadie dispuesto a cambiar de postura, gesto y palabras), conducen al espectador por los vericuetos de una pesadilla burocrática, sembrada de sarcasmo, indolencia y doble significado. Bajo el eco de una risa agridulce que evidencia el conocimiento y el rechazo de la audiencia a situaciones similares, se cuela el asombro que el texto de Villoro genera al entrelazar al bien y al mal con una práctica común que establece juegos de poder entre víctima y victimario, circunstancia que subraya De Tavira mediante un juego escénico que succiona al espectador rumbo a una especie de laberinto, donde los gestos, las preguntas y las justificaciones cobran su dimensión aplastante en el breve espacio que delimita la Sala 10 de un lugar, donde detrás de cada muro y cada puerta se libran otras batallas.
El texto de Juan Villoro entrelaza al bien y el mal en una práctica de juegos de poder
El diablo muestra una nueva faceta del escritor que sigue dejándose seducir por la dramaturgia, y del director que se expresa a sus anchas en el teatro de gran formato, ante el reto del microteatro que acota texto dramático, actores, tiempo de representación, producción y espacio escénico, del que ambos salen triunfantes al conseguir un montaje que enriquece la dramaturgia y obliga a un brevísimo montaje, con las virtudes propias de uno más amplio. La obra, que alude a ese infierno mexicano por todos padecido y a ese otro que se agiganta bajo las fosas en multiplicación incesante, también desentraña esa característica enquistada en buena parte de nuestra población, que asume el camino, en apariencia más fácil, para conseguir un objetivo que hundirá a todos, como si no le costara el mismo ingenio y esfuerzo andarlo por un bien más allá del propio. El diablo, doloroso y grotesco espejo de una realidad que construimos con cada uno de nuestros pasos hacia la involución, es al mismo tiempo una obra que inserta a dos reconocidos artistas, en un ámbito al que deciden entrar en buen momento, donde los límites impulsan aún más su creatividad y los integra, aunque sea dentro de cuatro paredes, a una comunidad que propone una probada de teatro distinta en una época en la que, por fortuna, las opciones escénicas en torno al bien y el mal, se multiplican.
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JOSÉ DE LA COLINA
l viejo y barbado y calvo, pero con rizada cabeza de santo, don Félix Samper, era viejo desde su nacimiento, y es que encantador abuelo de todos pero de nadie (es decir, de todos sus amigos y no de nietos de carne y hueso) habría sido nombrado el antepasado número uno de toda la humanidad. El viejo filósofo era autor de pequeñas enciclopedias impresas en estilo barato. Escribía unos exhaustivos estudios sobre la vida de todos los personajes a veces reprobables y a veces elogiables que componen la intrincada, violenta, sublimísima historia de las luchas libertarias, desde Espartaco tal como lo concebía, hasta los anarcosindicalistas que tuvieron una página de gloria y de leyenda en la España de antes y después de la Guerra Civil de los años treinta. Libros firmados por un tal Loco Sampere y que él consideraba como labor secundaria, porque además de vivir sobriamente de ellos los regalaba. Llegaba a las tertulias de Aquelarre en el restaurante El Hórreo con una bolsa llena de sus obras impresas que obsequiaba a todos, incluso al camarero y a la gente vecina. Quisiera completar mi nostalgia del viejo Samper con una estampa navideña de esos años cincuenta que inusitadamente se produjo en septiembre. Era yo un muchacho ávido de oír, escuchando deleitado a los viejos grandes narradores, y él lo era hasta en demasía, pues no dejaba de parlotear sus historias. Un día lo invité a comer en mi casa y causé la alegre sorpresa de mis hermanos menores Conchita y Toño, porque me veían entrar en casa acompañado nada menos que de Santa Claus, pues el viejo Samper, además de pequeños papelitos a veces sin diálogos, salía mucho en el cine mexicano cada vez que necesitaban un anciano de nobles barbas patriarcales, y además acompañaba su presupuesto durante una fecunda temporada de Navidad en el Palacio de Hierro haciendo el papel de Santa Claus, personificación que cumplía con una maestría ejemplar y bonachona pues le permitía complacer a los niños prometiéndoles el oro y el moro, es decir, la fortuna y la ventura. La noche en que entró en la casa fue la entrada de mil anécdotas de cuando era un señorito de los altos barrios de Madrid, generalmente exitoso, pues era guapo, y alegre en todas las ocasiones que se le ofrecían. Samper era un donjuán de novela antigua y de algún modo picaresca: el anciano galán, cada vez que veía una mujer medianamente atractiva, se apresuraba a galantearla febrilmente, tarareando el aria mozartiana de la Piccina, y apenas alguna de las bellas perseguidas quizá atendía como se debe a los fabulosos donaires samperinos, y hay que decir que el viejo donjuán llegaba al atrevimiento de bañarse enteramente “en pelotas” en la azotea del edificio donde vivía, aun en los días más fríos, y que eso atraía a todas las muchachas de servicio que aplaudían al viejo cada vez que se echaba un cubetazo de agua jabonosa o enjuagatoria. Samper vivía en México desde antes del gran torrente del exilio republicano español, pero su natural filosofía anarquista lo hizo simpatizar con los llegados a México después de tal hecho. Viejo libertino y santísimo Samper.
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DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO, IVÁN RÍOS GASCÓN ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ
LABERINTO
22 DE DICIEMBRE 2018
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TOSCANADAS
Radicalismo aristocrático DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com
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aydos condiciones médicas que me espantan. Una es la de Iván Ilich: riñón flotante. Otra es la del padre de Nietzsche: reblandecimiento del cerebro. Ahora pienso en esta última porque acabo de leer una excelente biografía de Friedrich Nietzsche; la autora es Sue Prideaux, y si su libro se traduce al español, seguramente se titulará Soy dinamita. El médico alemán que trató al vater, utilizó el término Gehirnerweichung, y dado que no existían en aquel entonces los electroencefalogramas, ni los rayos X ni, que yo sepa, trepanaron al hombre, vaya uno a saber cómo se hizo tal diagnóstico del cerebro reblandecido, pero de seguro volveré a recordarlo la próxima vez que me coma unos tacos de seso malasado. Friedrich tuvo siempre temor de que la condición cerebral de su padre fuese hereditaria y, aunque no fue por herencia, verdad es que su cerebro
EL FILÓSOFO GEORG BRANDES
dijo no comprender bien a Nietzsche, pero se dejó maravillar por él.
acabó por reventar. Esto tranquilizó a mucha gente de alma infantil: el filósofo había recibido su castigo por decir que Dios había muerto. Sin embargo, lógica tan banal no explica dos cosas: si el padre de Nietzsche era un piadoso sacerdote, ¿por qué recibió el mismo castigo? O bien, por qué Dios no liquidó a Nietzsche antes de que lo declarara muerto. Lo cierto es que Nietzsche, aunque llegó a referirse a sí mismo como El Anticristo, era admirador de Jesús de Nazaret. Lo consideraba un colega, alguien que también había venido al mundo para cuestionar el orden establecido, para instaurar una nueva moral. En cambio abominaba de San Pablo, que había convertido la vida ejemplar de Jesús en “una leyenda de sacrificio por las culpas ajenas en su forma más bárbara y repulsiva”. Abominaba de la Iglesia, de ese cristianismo deformado que volcaba a la gente hacia la nada, que instauraba la moral esclava. Dijo que
la palabra “cristianismo” era un malentendido, que solo hubo un cristiano y éste murió en la cruz. Georg Brandes escribió a Nietzsche para decirle que, aunque no acababa de comprenderlo, admiraba su desprecio por los ideales ascéticos, su indignación contra la mediocridad democrática, y sobre todo, su “radicalismo aristocrático”. Aquí hay dos cosas importantes. La primera es reconocer que en el mundo de las artes o de la intelectualidad, la democracia es agua para diluir. En estos mundos debe prevalecer la aristocracia. La segunda es notar que Georg Brandes, uno de los grandes intelectuales de su época, dijo no comprender bien a Nietzsche, pero igualmente se dejó maravillar por él. Con esto quiero decir que a Nietzsche hay que leerlo aunque no lo comprendamos. El ejercicio de no entender a un genio enriquece más que el de comprender a un pensador trivial.
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BICHOS Y PARIENTES
Ciencia de la estupidez
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as leyes fundamentales de la estupidez humana” (1976) está recogido en el libro Allegro ma non troppo (Editorial Crítica, Barcelona, 2001) y son: 1. Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo. 2. La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona. 3. Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio. 4. Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los no estúpidos, en especial, olvidan constantemente que en cualquier momento y lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error. 5. La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe. Es quizás el escrito más famoso de Carlo M. Cipolla, y se debe haber divertido como escuincle al escribirlo, pero nada le quita ni lo serio, ni lo ominoso. Tanto, que su objetividad revivió una broma de G. K. Chesterton que se suponía solamente como una punzada inteligentísima para exhibir la tontería de los políticos y esa tendencia de los ciudadanos a considerarse mucho más inteligentes y capaces de lo que en realidad son. El Napoleón de Notting Hill propone que un rey elegido al azar es mucho menos proclive al crimen, el error y la idiotez que uno
JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA WIKIMEDIA
ha elegido creyendo en las virtudes de los candidatos y políticos. Sin bromas, con seriedad mortal, tanto los italianos como los gringos tomaron las leyes de Cipolla y las aplicaron a sus modelos. Los físicos y matemáticos italianos descubrieron que un sorteo aleatorio mejoraría el desempeño del Parlamento (el documento “Accidental Politicians: How Randomly Selected Legislators can Improve Parliament Efficiency” se halla en la red); los gringos David Dunning y Justin Kruger, inspirados por el modelo de
Problema insuperable: los estúpidos son incapaces de darse cuenta de que lo son
Cipolla, elaboraron la hipótesis del síndrome que lleva su nombre, y que consiste en que los más tontos suelen creer que son más inteligentes que la mayoría (hay incluso un artículo de Wikipedia: “Efecto Dunning–Kruger”). Todo esto tiene su origen en los ejes cartesianos con que Cipolla clasifica a las personas. Pongamos un eje de abscisas que mide el daño o el beneficio para uno mismo, y un eje de ordenadas con el mismo sentido de daño o beneficio, pero hacia los demás. De ese modo surgen los siguientes cuadrantes: a) Los “inteligentes”, que benefician a los demás y a sí mismos. b) Los “incautos”, que benefician a los demás y se perjudican a sí mismos. c) Los “malvados”, que perjudican a los demás y se benefician a sí mismos. d) Los “estúpidos”, que perjudican a los demás y a sí mismos.
Para G. K. Chesterton, la estupidez palpitaba en la tontería de los políticos y en la tendencia de los ciudadanos a considerarse más capaces de lo que son.
Problema insuperable: los estúpidos son absolutamente incapaces de darse cuenta de que lo son. Lo dice Cipolla, pero la comprobación está en el estudio de Dunning y Kruger. Entre los burócratas, generales, políticos y jefes de Estado se encuentra el mayor porcentaje de individuos fundamentalmente estúpidos, cuya capacidad de hacer daño al prójimo es potenciada por la posición de poder que ocupan. O sea: el estúpido es más peligroso que el malvado. Por supuesto, uno supone que el estúpido es el otro. Y aquí se aplica una norma de Ortega y Gasset, que no forma parte de las leyes de Cipolla: “la diferencia entre el tonto y el listo es que éste se descubre constantemente a punto de ser tonto y hace un esfuerzo por evitarlo”. No hay leyes para dejar de ser tonto. Solamente una especulación: los errores no suelen cometerse cuando asalta la duda sino cuando uno está seguro de algo, o cuando uno confía en alguien que manifiesta seguridad. Si hay duda, solo un estúpido prosigue sin revisar o criticar. El terco y el necio suelen serlo porque deciden que saben y están segurísimos. No necesitan averiguar nada que esté más allá de sí mismos, fuera de su fuero interno. El estúpido es, pues, el que no se da cuenta de que la inteligencia existe, pero es ajena. No es algo que uno tenga; es algo que sucede al pensar, y pensar no es confirmar los rumios propios sino descubrir, darse cuenta de algo que no se sabía. Por eso la inteligencia ajena es mi acceso a la propia: escuchar, leer, consultar o, de perdida, adquirir algunas herramientas para dudar de uno mismo con provecho.
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