Laberinto No.818 (16/02/19)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO RESEÑA

FILOSOFÍA DE ALTAMAR

MÓNICA SIGG PALLARES

JULIETA LOMELÍ

El Porfirio Díaz de Carlos Tello

Un saber cercano a la existencia Imagen: Autor anónimo

Foto: kiosko News

SÁBADO 16 DE FEBRERO DE 2019 AÑO 15 - NÚMERO 818

Gustos, libros y lectores Juan Domingo Argüelles, Anamari Gomís/ FOTOGRAFÍA: SHUTTERSTOCK


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ANTESALA

16 DE FEBRERO 2019

ARTES VISUALES

Testosterona pura MIRIAM MABEL MARTÍNEZ FOTOGRAFÍA RAMIRO CHAVES

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ás que una retrospectiva, Todo lo otro. Germán Venegas es una travesía alrededor de quince series, integradas por más de 350 piezas, que abarcan el desarrollo de este artista poblano desde 1995 hasta el presente. A través de este recorrido, se experimenta la vitalidad. Venegas (1959) ha practicado distintas técnicas, que van del dibujo a la escultura, pasando por la talla en madera y la pintura, para explorar la hibridación. Le interesa la historia del arte, tanto como el budismo y las mitologías mesoamericanas; así, sus series son una especie de charlas con la tradición, como en sus Desnudos eróticos (2005), en los cuales hace un guiño posmoderno a Velázquez; o en El violín y la flauta, inspirada en El desollamiento de Marsias de Tiziano, una serie producida entre 2004 y 2008, que transforma lo que se podría entender como obsesión en un mantra pictórico. Esta hibridación también se observa en su oficio. Su pintura posee una fuerza escultórica que más que jugar con texturas y profundidades ha absorbido la gravedad del volumen. En sus cuadros, Venegas explota la vitalidad del escultor. Trazos y manchas que nos conectan con el oficio en su ejercicio más que en el proceso. En sus piezas de gran formato está visible el hacer. La obra de Venegas es testosterona pura. Tal vez por eso el montaje resulta un tanto aplastante. Pese a que el área de exhibición rebasa los 1200 metros cuadrados, la sensación es asfixiante. Ante la abundancia es difícil penetrar a las piezas independientemente. La forma se desborda, embelesa y oculta el tema. Sucede lo contrario con sus esculturas que, al ser rodeadas, irradian una fuerza volumétrica tan poderosa —como en La forma es vacío y el vacío solo forma (2000-2002)— que se expande hacia sus dibujos, donde dicho volumen se transforma en expresión. Si bien la línea hipnotiza, la saturación museográfica distrae. Quizá esa es la apuesta del curador: saturar. Sin embargo, es evidente que este trabajo exige silencio, como la serie Monos (2006-2015) lo confirma. Los dibujos y las esculturas se gozarían más sin tanta competencia. Las piezas no deberían pisarse los talones, sino apoyarse en los vacíos para resaltar y conquistar al espectador. A lo mejor es plan con maña y la curaduría propone regresar una y otra vez hasta desenmarañar las dualidades que persiguen al artista, hasta traspasar la superficie para penetrar a un plano pictórico que nos aleje de la tierra y nos guíe a las profundidades de la mente de Germán Venegas.

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Píeza de la exposición Todo lo otro.

Green Book: una amistad sin fronteras. Dirección: Peter Farrelly, Estados Unidos, 2019.

HOMBRE DE CELULOIDE

De la obviedad en el cine

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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA UNIVERSAL PICTURES

ay que considerar tres cosas en torno a la obviedad y Green Book: una amistad sin fronteras: a nadie le gusta una película en la que sucede lo que uno sabe que va a suceder; también es obvio hacer lo contrario de lo que el público cree que sucederá; y, cuando uno está entretenido, no piensa en estas cosas. La palabra obvio viene del latín obviam y significa “puesto delante”. En un filme obvio están al alcance de la mano todos los secretos. No hay misterios que resolver. Y esto es lo que sucede en Green Book: basta con haber visto el póster de la película para saber que Tony Lip, mesero del Copacabana, terminará por volverse guardaespaldas del doctor Don Shirley, un pianista que aparece en escena envuelto en togas que permiten suponer todo lo que tendrá lugar. Tony Lip es interpretado por Viggo Mortensen, uno de los mejores actores del cine contemporáneo. Sea para actuar en Jauja, película experimental, argentina y de bajo presupuesto; en Capitán fantástico, película de filiación anarco-comunista dirigida por Matt Ross; o en éste que es el más claro ejemplo de la obviedad hollywoodense, parece que uno puede confiar en Viggo Mortensen. El doctor Shirley lo hace en la película Green Book. Le confía su vida en esta road movie

en que, por alguna razón que nunca queda del todo clara, un hombre negro decide introducirse en el sur de Estados Unidos a pesar de que sabe que las leyes le impiden orinar en el mismo baño que los blancos y entrar en ciertos restaurantes “exclusivos”. La segregación ha sido declarada ilegal desde 1954 pero aún hay mucha oposición a la mezcla de “razas” en 1962, cuando nuestro protagonista, el primer negro educado en un conservatorio ruso, se lanza a conocer lugares tan acogedores como Mississippi o Alabama. En 1962, a los negros aún se les consideraba personas siempre enfermas, criminales con exóticas tendencias sexuales. Segundo: si en Green Book sucediera exactamente aquello que no nos imaginamos, también sería una película mediocre. El secreto de la obviedad está en dar al público la impresión de que con su propia inteligencia ha resuelto un gran misterio. En ello estriba el funcionamiento de un buen guion: en dar a la gente lo que espera, pero no de

Viggo Mortensen va detrás de un jefe que se mete en toda clase de problemas. Es el galán que protege

la forma en que lo espera. Tomemos como ejemplo Loco por Mary del mismo director, Peter Farrelly. Se sabe lo que va a suceder pero la forma en que sucede es hilarante. Tal vez hemos encontrado el problema de esta película. El director es excelente para hacer comedia pero francamente malo en aquello del melodrama. Ni siquiera con un actor como Viggo Mortensen ha conseguido entretener, lo cual nos lleva hasta el tercer punto de este pequeño texto sobre la obviedad. Todo mundo ha comparado Green Book con El chofer de la señora Daisy. Eso es obvio. Green Book se parece más a El guardaespaldas de 1992. Viggo Mortensen va detrás de un jefe que se mete en toda clase de problemas. Es el galán que carga, protege y custodia a un hombre muy afeminado en el lugar más peligroso para ser negro y homosexual: el cinturón de la Biblia, el sitio donde los bárbaros se creen inteligentes por necesitar mucho sol. ¿Es El guardaespaldas una buena película? No, pero entretiene. En cambio, Green Book es aburrida. Y poco importa que la película sea tan obvia que la Academia de cine estadunidense la haya nominado al Oscar. Lo que hicieron los sajones con diez millones de esclavos no se limpia con discursos culposos pero chovinistas.

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ANTESALA

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ESCOLIOS

POESÍA

Una escenografía ANTONIO RIESTRA

Isla de Capri, a treintaiséis minutos de canciones, sin embargo, de Xalapa. Una cabaña estival (alumbrado el pórtico, los barqueros señalan desde sus fogatas esta —grande en pequeño— alma:) hicimos libromancia bajo aquel farol, colgamos, sin saberlo, una estrella invisible en el dintel —ahora vuelta a colgar. Primeros movimientos panza adentro, intuiciones sonoras. Bastantes casitas alrededor cumplen, con ella, un solo apaisado paisaje. El marco que la enmarca se llama (y llama) tu vida. Este poema forma parte de un libro en preparación.

EX LIBRIS

Promoción de la lectura/ EKO

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Lucia, la sirvienta ARMANDO GONZÁLEZ TORRES

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@Sobreperdonar

cabo de descubrir, agradecido, la luminosa escritura de Lucia Berlin (1936-2004), la casi secreta cuentista estadunidense, que hace unos pocos años fue merecidamente redescubierta y celebrada. En medio de una vida de aventuras, decisiones temerarias y mucho sufrimiento y diversión, Lucia Berlin se dio tiempo de publicar cerca de 80 relatos y de cultivar un naturalismo crudo, surcado por destellos de humor y alegría, que suele encontrar aun en las tragedias algún motivo de gratificación. Son muy conocidas las peripecias vitales de la autora: su pertenencia a una familia disfuncional de tantas, pródiga en seres atormentados; su juventud esplendorosa y disipada; su nomadismo que incluyó estancias en Sudamérica y México y que la llevó a habitar tanto en mansiones como en arrabales; sus matrimonios desastrosos; su complejo papel de jefa de familia y sostén de cuatro hijos; su trajín en los más exigentes y humildes oficios (enfermera, sirvienta, recepcionista, maestra en escuelas marginadas); sus relaciones destructivas con el alcohol y las dolorosas enfermedades que casi la invalidaron. Estas circunstancias son fielmente retratadas en sus relatos, situados a menudo en mórbidos entornos de pobreza y poblados por adictos que sufren y ríen de sus dramas sin repartir culpas. La protagonista, desdoblada en diversos personajes, desempeña con jovialidad los más variados oficios y despliega una asombrosa reciedumbre y una sabiduría vital que consiste en no tomarse mucho en serio. Berlin asume una perspectiva femenina, despojada de discursos rígidos, caracterizada por una fuerza, una solidaridad y un optimismo que, sin embargo, jamás posan para las cámaras. Berlin adiciona a sus relatos realistas varios ingredientes: agilidad, ternura, imaginación verbal y, sobre todo, la risa insospechada, siempre salvadora y benévola. Descarnada, ingeniosa y desparpajada, Berlin encuentra en los viacrucis cotidianos momentos de alegría o, al menos, hechos curiosos que la hacen sonreír. De hecho, hay tal solaz en su arte de narrar que la escritora puede atestiguar los episodios más oscuros y escabrosos con una mirada juguetona y desenfadada. Por ejemplo, la mujer de belleza imponente y orígenes acomodados que fue Lucia Berlin se ve obligada por las necesidades de supervivencia a limpiar casas: la escritora logra un extraordinario mosaico humano con las figuras de los propietarios, exhibe la falsa condescendencia con que suele tratarse a las trabajadoras domésticas y la tendencia a volver invisibles sus vidas; sin embargo, la acerba observación de esta condición jamás cae en la victimización o en el panfleto. De hecho, si Berlin deja ver la fatiga y postración del trabajo manual, también reivindica su dignidad y potencial liberador. Porque acaso limpiar casas es una forma simultánea de ofuscación e iluminación, una relación, por medio de los sentidos, con la plena presencia del mundo, así sea a través de sus despojos y detritos.

Lucia Berlin se dio tiempo de publicar cerca de 80 relatos y de cultivar un naturalismo crudo

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HISTORIA

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Más allá de la historia oficial, Carlos Tello ha emprendido la biografía del político mexicano con todas sus contradicciones

Porfirio Díaz: del mito al hombre

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MÓNICA SIGG PALLARES IMAGEN AUTOR ANÓNIMO

orfirio Díaz, su vida y su tiempo. La ambición 1867-1884 (Debate) es la segunda parte de la biografía de Carlos Tello Díaz, historiador del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM, y tataranieto de Díaz. Tello Díaz abarca el periodo comprendido entre la Restauración de la República tras la Intervención Francesa hasta el primer gobierno presidencial de Díaz y su posterior administración en el gobierno de Oaxaca. Este tiempo es fundamental en su vida, ya que durante éste formó su popularidad y a la postre sería propicio para su nuevo ascenso a la presidencia de la República. Carlos Tello propone la tesis de que en realidad hubo continuidad, y no ruptura, entre lo que Cosío Villegas llamó la República Restaurada (1867-1876) y la primera parte de lo que llamó Porfiriato (1876-1884). La razón es la convocatoria que Juárez impulsa para reformar la Constitución con fines de centralizar el poder en el Ejecutivo y debilitar al Legislativo y a los gobernadores. Es decir, ya a lo largo de esta época se habrían de consolidar prácticas que en México se normalizaron, como la represión al campesinado, la privatización de las tierras y la marginación de los políticos en los procesos electorales. Las elecciones, desde entonces, se convirtieron en un simulacro de democracia, una farsa: los hombres votados estaban ligados con la autoridad y el poder. Esta biografía de Porfirio Díaz parte del personaje no como el mito del

dictador acartonado que la historia oficial mexicana ha propuesto, sino como el hombre con sus virtudes y errores. Carlos Tello ha logrado hacer un balance perfecto cuyo resultado es perfilar la figura histórica a partir de su humanidad y del contexto que lo rodea. La biografía no es de ningún modo una apología a su tatarabuelo, ni tampoco una crítica ideológicamente parcializada. Algo muy importante es el delicado balance que Tello logra no solo con el personaje de Díaz, sino su relación con la miríada de actores que rodearon, influyeron, estigmatizaron y marcaron sus decisiones, aciertos, errores; en suma, su vida. Cada personaje tiene su peso relativo. Tomemos como ejemplo a su primera esposa, Delfina, que se define oblicuamente como el puntal en el que Díaz encontró un apoyo constante. De quien se habla mucho, y quien será figura importante en la tercera entrega de esta historia, es de Carmen Romero Rubio, su segunda esposa, cuya influencia sería decisiva en los años de la presidencia. Pero Delfina, si bien juega el papel de esposa pasiva, fue sin duda la base sólida que, en sus años de soldado, Díaz necesitaba para tener un hogar y un solaz emocional y psicológico. En las cartas que le dirige se advierte una relación estrecha, imbuida de una ternura solapada en el discurso siempre atemperado y económico en palabras de Porfirio. En esta relación se ve el aspecto íntimo de su carácter, y es precisamente donde el lector se encuentra con el hombre de carne y hueso y no con el héroe o el villano. Hay un pasaje ciertamente desgarrador, en el que Tello narra la tragedia de la muerte de su primer hijo, que tenía su mismo nombre, donde se advierte su capacidad para el amor y la generosidad.

Un personaje importantísimo en la vida de Díaz es, como ya se sabe, Benito Juárez. Hay un pasaje que describe a la perfección a los dos hombres en un encuentro en Palacio Nacional, tras la negativa de Díaz para apoyar a Juárez en su propuesta de enmienda a la Constitución, otorgándole con ello un poder casi absoluto al Ejecutivo; enmienda que, irónicamente, le serviría después a Díaz para servirse también de ese poder: “Ambos debieron estar solos ese día, en las oficinas del jefe de gobierno. Uno vestido de levita, otro con uniforme; el primero ya grande, el segundo joven todavía. Fue una de las últimas veces que estuvieron así, cara a cara, impasibles las expresiones en sus rostros, que nunca revelaban en verdad lo que sentían. Habían sido presentados hacía más de diecisiete años, en Oaxaca. Lucharon juntos en las guerras que ensangrentaron a su país, donde los dos triunfaron. Ahora, en el momento de la victoria, sus caminos empezaban a divergir, a la vista de todo el mundo. Los dos eran parecidos en sus virtudes: austeros, honestos, patriotas, valientes, lectores ambos de las almas de los hombres. Pero no en sus defectos: Juárez era rencoroso, a diferencia de Díaz, y Díaz era vanidoso, a diferencia de Juárez”. Juárez sería consecutivamente la gloria y la némesis de Díaz. Dos personalidades poderosas que en un encuentro resumen el título de esta parte de la biografía: la ambición. Y es que la ambición se convierte en hilo conductor de la historia de Díaz, pero también de muchos de los hombres y mujeres que lo rodearon. Este

Carlos Tello va perfilando de a poco la naturaleza compleja de la personalidad de Díaz

rasgo de carácter tiene dos caras. La ambición es buena porque impulsa al ser humano a mejorar su condición de vida, pero es mala cuando sobrepasa los límites de la ética transformándose en un rasgo egoísta. Y es justamente ésta la que lleva a Díaz a ascender, a no quedarse tranquilo en su rancho de La Noria. La narrativa de Tello muestra cómo en Díaz la ambición se manifiesta de diversas maneras: de un modo generoso en la lucha por la libertad de su país; de un modo astuto al rodearse de enemigos que podían servir a sus fines; de forma hipócrita —en palabras del propio Tello— al solaparse tras una máscara de desdén por el poder político. Nada es más claro de esto que los pasajes que lo describen como “El Cincinato de La Noria”. La ironía con que Carlos Tello aborda tal apodo se puede ver en estas líneas: “La prensa del país, versada en la historia de la Antigüedad, lo empezó a llamar […] El Cincinato de La Noria, en alusión a Lucius Quinctius Cincinnatus, patricio y cónsul, arquetipo de honradez y rectitud, hombre sin ambición, legendario por su frugalidad en el nacimiento de la República Romana. ¿Sin ambición? ¿Porfirio Díaz? Para poder estimar la extensión de la violencia que se tuvo que hacer a sí mismo al huir de todo para residir ahí, rodeado de cañaverales, hay que tener presente la magnitud de su ambición, que era gigantesca”. A lo que apunta Tello es que en ese acto extremo de supuesta frugalidad y huida eremítica del mundo se encontraba latente la espera —como se titula la última parte del libro—, que Porfirio Díaz sabía cultivar para lograr sus ambiciones de poder. A lo largo del discurso histórico de este libro, Carlos Tello va perfilando de a poco la naturaleza compleja de


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HISTORIA

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RESEÑA

Un malqueriente de México

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SILVIA HERRERA

ecepcionados de su continente, escritores europeos —Antonin Artaud y D. H. Lawrence, entre otros— vieron al México postrevolucionario como una tierra de la gran promesa. Hubo otros, sin embargo, que no dudaron en mostrar su animadversión hacia el país; los ejemplos más recordados son los de los ingleses Graham Greene y Evelyn Waugh. Pero los ataques que realizaron tuvieron orígenes diferentes: mientras el primero lo hizo con conocimiento de causa, el segundo fue contratado para hacerlo. Las compañías inglesas afectadas por la expropiación petrolera efectuada por Lázaro Cárdenas en marzo de 1938 le encargaron a Waugh el libelo Robo al amparo de la ley (Robbery Under Law: The Mexican Object Lesson), que fue publicado en 1939. Este es el tema de ¡País de ladrones! Evelyn Waugh y México, de Armando González Torres, ganador del Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry 2015 (Fondo Editorial del estado de Morelos). El meollo de ¡País de ladrones!... son los capítulos que el ensayista dedica a la visión que Waugh tenía de México y lo que sucedía en el ámbito internacional, en el que ya se encontraba en el aire la Segunda Guerra Mundial. Como Greene, Waugh llega a México en 1938, pero si el autor de El poder y la gloria se arriesgó a transitar los “peligrosos caminos del sur”, él se quedó en la seguridad de las ciudades. En el repaso que efectúa de Robo al amparo de la ley, González Torres muestra que el novelista inglés, a pesar de la consigna que tenía de denunciar “al gobierno de tinte comunista de Lázaro Cárdenas”, ofrece en ciertos puntos una visión positiva de México. Para adentrarse más en su tema, este católico y conservador en lo político realizó lecturas sobre la historia del país, pero más que para tratar de entenderlo, le sirvieron para corroborar sus prejuicios. Así llega al capítulo más importante: el dedicado al petróleo. Clive Pierce, dueño de algunas empresas, le pagó para que escribiera el libro y la conclusión a la que llega para defender a las compañías petroleras inglesas es categórica: “Un Estado pequeño, con un presupuesto apenas equilibrado, no puede asumir el reto de explorar sus propios yacimientos sin ningún ingreso”. En el capítulo “Las tormentas ideológicas de la época” se encuentra la principal aportación de González Torres. Allí, los rasgos que definían al individuo Waugh, en especial su catolicismo, adquieren niveles épicos, es decir, más en relación con la colectividad. En esos apocalípticos tiempos en los que el capitalismo parecía no ofrecer posibilidad de remisión, el catolicismo se presentó como una alternativa junto al comunismo y el fascismo. En su acercamiento al catolicismo inglés, González Torres demuestra, en contra de los prejuicios, que en él habita un elemento crítico.

Evelyn Waugh llegó a México en 1938 para escribir su libelo por encargo Robo al amparo de la ley Porfirio Díaz, su vida y su tiempo. La ambición (1867-1884) fue publicado bajo el sello de Debate.

la personalidad de Díaz. Por medio de una exhaustiva investigación de diversas fuentes primarias, el lector se adentra en el México del siglo XIX, plagado de contrastes. La ciudad exuberante y caótica; el campo insurrecto, ahogado en la pobreza; la belleza de los paisajes urbanos y rurales y la violencia mezclada con gestos de grandiosidad, desprendimiento y heroísmo. Los contrastes también se encuentran en la formación de la personalidad de los actores. Díaz se perfila a sí mismo en contraste con el carácter de sus adversarios y amigos. Ninguno de ellos, por breve que sea su aparición en la narrativa, desmerece ni se convierte en personaje incidental. Es así como en la trama de la complejidad de las relaciones personales de Díaz se ponen de relieve nombres como los de Matías Romero, Luis Mier y Terán, Manuel González, Justo Sierra, su hermano Félix Díaz…. Es realmente notable

el hecho de que cada personaje, como apunté anteriormente, tenga su peso relativo a Díaz, y cobre su importancia por derecho propio. Una biografía siempre corre el riesgo de que su personaje central opaque a los que lo rodearon. Esto no se ve aquí. Por el contrario, cada historia, cada anécdota, bien sea del dominio público o privado, forma una microhistoria que se enlaza con las demás de forma natural y que pareciera no tuvo esfuerzo en contarse. Desde el punto de vista histórico, es una investigación de gran seriedad, minuciosidad y objetividad. Desde el punto de vista literario, la narrativa transcurre como las grandes novelas, que nos abren un mundo en el que nos quedamos atrapados por horas, siguiendo ese viaje tortuoso y glorioso a la vez de sus personajes. Sin duda, el aspecto que resalta Tello desde su primer libro es la humanidad de Porfirio Díaz, porque logra presentarnos al hombre con sus virtudes, sus

pifias, sus retorcimientos, sus actos de generosidad y heroísmo. Todo ello se presenta como fue, sin ambages. Y donde no hay documentos probatorios que testifiquen un evento, Tello imagina, como en el encuentro entre Díaz y Juárez antes mencionado, un escenario absolutamente verosímil, porque ha construido, con la paciencia que logra un verdadero historiador, recrear a la figura en su aspecto más humano. Termino destacando un hecho insoslayable de la persona de Porfirio Díaz y es que a pesar de todo, de su ambición y de sus actos de crueldad, fue un hombre con un proyecto de nación. El progreso que logró el país en su tiempo es innegable. Porfirio Díaz quiso darle a México una proyección internacional y avance a largo plazo. Tuvo ideales que alcanzó y otros que no logró, pero es un hecho que trabajó para estabilizar y pacificar a un país sumido en el caos de la posguerra.

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DE PORTADA

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Estos textos analizan la idea de que, por sí mism llegan a manos de los lectores, sin importar su

Para qué regalar libr

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JUAN DOMINGO ARGÜELLES FOTOGRAFÍA SHUTTERSTOCK

ace casi un siglo, en 1920, en México, primero desde la Universidad Nacional y después desde la Secretaría de Educación Pública, José Vasconcelos (1882-1959) inició una campaña de alfabetización y educación popular que incluyó la publicación de libros para reforzar dicha campaña en un país que, apenas, estaba saliendo de una guerra (la Revolución de 1910-1920) y que tenía entonces un índice de analfabetismo de más del 70 por ciento en una población diezmada de, aproximadamente, 14 millones. En la década de 1950, Jaime Torres Bodet (1902-1974), quien fuera secretario particular de Vasconcelos en la Universidad, llevó a cabo otra campaña alfabetizadora, cuando la población total de México era de 40 millones, y la tasa de analfabetismo, del 43 por ciento. Hoy, México tiene una población de 133 millones de habitantes, y el índice de analfabetismo es menor al 5 por ciento, muy cerca ya del 4 por ciento que es la tasa que marca la Unesco para considerar “alfabetizada” a una nación. En 1920, cuando Vasconcelos inició la primera campaña alfabetizadora de México, más de la mitad de la población (10 millones de habitantes) era analfabeta. En 1950, cuando Torres Bodet llevó a cabo la otra campaña, menos de la mitad de la población era analfabeta (17 millones), pero la cifra seguía siendo considerable en relación con el número de habitantes. Hoy, apenas unos 600 mil mexicanos no saben leer ni escribir. El analfabetismo real ya no es un problema, el problema es el analfabetismo funcional, incluso entre universitarios: gente alfabetizada, y hasta doctorada, que no lee libros ni desea leerlos, argumentando, entre otros pretextos, dos evidentes falsedades: la “falta de tiempo” y el “encarecimiento de los libros”. Tanto Vasconcelos como Torres Bodet consideraron importante acompañar sus campañas alfabetizadoras con buenos materiales bibliográficos,

muy escasos en los años inmediatamente posteriores al fin de la Revolución (1917-1920). Las labores educativas y culturales de ambos no fueron, como algunos dicen hoy, campañas de promoción y fomento a la lectura, sino campañas de alfabetización. La publicación de libros obedeció a lo siguiente: así como era necesario enseñar a leer y a escribir, también era indispensable dar de leer a los alfabetizados obras de cierto nivel, en una época en que no existía, realmente, como hoy, una industria editorial. Justamente, el Fondo de Cultura Económica se fundó en 1934 (por Daniel Cosío Villegas, Emigdio Martínez Adame, Jesús Silva Herzog, Eduardo Villaseñor y Gonzalo Robles) para proporcionar bibliografía confiable al estudio de las disciplinas económicas que tenían un importante desarrollo en el mundo, pero no en México. Más allá de que los libros del FCE pudieran ser, en un sentido coloquial, “económicos”, esto es, de bajo precio, el objetivo inicial de la editorial fue la divulgación de la ciencia económica; de ahí que, en el año de su fundación, no apareció ningún libro, sino, únicamente, el número inaugural de la revista El Trimestre Económico. Los dos primeros libros del FCE verían la luz en 1935: El dólar plata, de William P. Shea, traducido por Salvador Novo; y Karl Marx, de Harold J. Laski, traducido por Antonio Castro Leal. Se dice, exageradamente, que Vasconcelos “inundó” el país de libros, regalados o a muy bajo precio: sobre todo, unos 400 mil ejemplares, en total, de trece títulos de clásicos universales (la Ilíada, la Odisea, los Evangelios, La divina comedia, los Diálogos de Platón, etcétera), en 17 tomos (la colección quedó trunca), que se vendían en un peso cada uno, apenas seis centavos más del costo de producción (94 centavos). Tuvieron precios bajos pero la novedad era, sobre todo, la selección de autores, según también el gusto de Vasconcelos, quien solo de muy mala gana prometió que incluiría a Shakespeare, autor al que detestaba. Aunque esta empresa alfabetizadora y educativa estuvo acompañada de libros casi regalados, éstos tardaron décadas en agotarse. Hoy son libros muy “celebrados”,


mos, los libros us preferencias

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pero lo cierto es que, pese a su valor histórico, se leyeron realmente poco. El analfabetismo funcional no es cosa nueva en México. A lo largo del siglo XX y en lo que va del siglo XXI, el Estado mexicano ha subsidiado la cultura y especialmente al libro, lo mismo a través de ediciones especiales a bajo precio que mediante coediciones con la empresa privada, pero ni la Universidad Nacional ni la Secretaría de Educación Pública establecieron departamentos editoriales para regalar libros (a libro regalado no se le mira el colmillo, pero generalmente ni siquiera el colofón), con excepción de los Libros de Texto Gratuitos, cuyos primeros títulos vieron la luz en 1960, para dotar de materiales estandarizados, y sesgados, según sea el partido que gobierna, a los alumnos de educación básica. En su ensayo “Tirar millones” (Dinero para la cultura, 2013), Gabriel Zaid hace un repaso del Estado como editor, a lo largo de un siglo, desde Álvaro Obregón hasta Felipe Calderón, y señala: “Los grandes tirajes son apetitosos para las imprentas y para los políticos. La impresión de millones de libros impresiona. Como si fuera poco, la cultura del pueblo se enriquece, prosperan los talleres, ganan los autores y se adornan los funcionarios”. Zaid pone un ejemplo inolvidable. ¿Qué sentido tenía imprimir y publicar, como se hizo, en la época populista de Echeverría, 10 mil ejemplares del libro La habitación campesina en Rumania, de Paul Petrescu, dentro de la colección SEP/ Setentas? ¡Ninguno! Porque, bien dice Zaid, “si el autor hubiese regalado su libro a todos los mexicanos que se lo pidieran, ¿cuántos habrían sido? ¿Dos, veinte, doscientos?” ¡Y ya doscientos parecen muchísimos! Desde hace un siglo, hay un equívoco en la idea de regalar libros desde el gobierno. Regalar libros indiscriminadamente no es formar lectores. No todo el mundo aprecia los libros, y, además, quienes los aprecian, tienen también sus preferencias. Cuando el gobierno elige por los lectores lo que éstos habrán de leer, es obvio que regala libros cuyo contenido aprueba. ¡Ni modo que vaya a publicar y regalar libros que lo cuestionen! No es lectura, es doctrina. Si se publica hoy, masivamente, la Cartilla moral de Alfonso Reyes es porque al gobierno y, especialmente, al presidente del país, les ha dado por moralizar desde el púlpito de la 4T. Si se publican decenas de miles, cientos de miles o millones de una determinada novela será porque esa novela no contradice, obviamente, los postulados del gobierno. Por lo menos en el gobierno de Obregón fueron los clásicos, siempre agradecibles, pocas veces de más. Pero ni siquiera la Cartilla moral, de Alfonso Reyes, que hoy regala el gobierno de la 4T, marca diferencia con las prácticas de anteriores gobiernos “neoliberales”, pues dicha Cartilla se publicó y se regaló, coeditada por la SEP, la Caniem y la Asociación Nacional de Libreros, en 1982, con un tiraje de 100 mil ejemplares, como preámbulo de la Renovación Moral de la Sociedad de Miguel de la Madrid Hurtado. ¡Ni más ni menos!.

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ENSAYO

Sobre la formación de lectores

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ANAMARI GOMÍS

odo es comenzar la lectura de un libro y entrar en otra dimensión; inteligir el espacio que se pisa, a veces acomodarse en él con dificultad, pero acomodarse al fin. Cuando eso ocurre, ha nacido un lector. El libro puede ser una novela corta y estupenda como Batallas en el desierto de José Emilio Pacheco; un trabajo de difusión científica, digamos Cosmos de Carl Sagan; el relato de un viaje, Mal de altura de Jon Krakauer; la tragedia del príncipe Hamlet de William Shakespeare; o acaso la biografía de Sigmund Freud, la de Babe Ruth o la de John Lennon. Nos pueden seducir libros sobre enfermedades extrañas de la mente, a la manera del genial Oliver Sacks, o sobre el formidable traslado de la sangre en el cuerpo como se explica en un libro de Julio Hubard que se titula justamente Sangre. Quizá queremos saber de lugares remotos, de culturas antiguas, de la vida en los océanos o de la alquimia renacentista. La lectura debe apasionarnos y someternos al silencio y a la relación única entre uno y el texto, y mientras, que todo lo que ocurre se detenga en el instante en que establecemos vínculo con lo que leemos. Por eso nunca he oído a alguien en una librería preguntar por los libros más baratos. No siempre se tiene el dinero para comprar los libros que se desean, pero se puede esperar a la siguiente quincena o simplemente pasar por las librerías de viejo y buscar qué maravillas hay, casi siempre a bajo precio. Eso hacen muchos grandes lectores, por cierto, muchos de mis mejores alumnos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. La pregunta implícita aquí es ¿cómo se forma un lector? En mi casa, de niña, había muchos libros y unos papás listos a sugerirme en lecturas desde siempre. ¿Qué ocurre en otros contextos, donde no hay padres lectores? Se debe infundir en las escuelas la imperiosa necesidad de comprender lo que no se entiende o se desconoce. Los maestros, aunque no lo sepan todo, deben dirigir a los niños hacia la investigación y gran parte de la investigación sucede al leer. Esos niños deben aprender que compartimos un planeta con otros muchos y diferentes seres humanos, con la naturaleza, con los animales, con el intrigante universo. Las visitas a las bibliotecas resultan esenciales. Ahí todos los mundos posibles se ponen en movimiento y entonces descubrimos nuestros intereses. Una lectura obligada, en cambio, llama a la rebelión. Los estudiantes de secundaria rara vez apreciarán la lectura del maravilloso Quijote. ¿Qué relación inmediata pueden establecer con la escritura del siglo XVII español? Mínima, supongo yo. Para eso se necesitan estudios y la destreza que se consigue después de muchas lecturas. Mis padres, en especial papá, organizó una biblioteca propia. La suya y también la de sus hijas. A mi hermana, entre otros libros, le compraron El tesoro de la juventud y a mí, varios años después, El libro de oro de los niños. Ambos títulos, que venían acompañados de dos o varios tomos, en el caso del primero, fueron para mí como la visita constante a una biblioteca. Han pasado siglos y me veo sentada durante horas, ojeando y leyendo esos tomos enciclopédicos y de lectura para niños y jóvenes. También leía libros enteros, desde los 9 años. Más tarde, comencé a hurgar en los libros de los adultos. Y eso fue fundamental para mí. Una tarde me topé con una traducción de Lolita de Nabokov. Debo haber leído unas 60 páginas cuando papá detectó esa lectura “prohibida”, no apta para una púber. La novela desapareció de mi vista, pero había quedado yo inoculada del frenesí por el extrañamiento que produce lo literario. ¿Libros baratos para formar lectores? No, bibliotecas (laboratorios) para que se revelen las propias aficiones.

La lectura debe apasionarnos y someternos a la relación única entre uno y el texto

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TERTULIA

16 DE FEBRERO 2019

PERSONERÍO

ENTREVISTA

El melódico Melo

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JOSÉ DE LA COLINA

n nuestro primer encuentro en la Ciudad de México, Juan Vicente Melo se levantó tímidamente de un equipal de la casa de los Pacheco-Berny y vi a un joven de 27 años, delgado, moreno, de oscuros, intensos ojos, con un aspecto melancólico que no tardaría en revelarse inhabitual, y quienes habríamos de trabar con él amistad (Juan García Ponce, Huberto Bátiz, Juan José Gurrola, Pixie Hopkins, Meche Oteyza, Tomás Segovia, Inés Arredondo, Alicia Pardo, Alicia Urreta, Marta Verduzco, Miguel Cervantes, Michelle Alban, Esperanza Pulido, Eduardo Mata, María, yo, y un poco todo el mundo) descubriríamos que el doctor Juan Vicente Melo, el Jarochón, era una fiesta regalada por la vida, un danzón gozoso por el planeta, el más real, chismoso y querendón de los amigos y un gran talento que no tardaría en convertirse en uno de los más singulares y mejores escritores mexicanos, el autor de cuentos realistas con una extraña gradación gótica, de las mejores críticas de música en México y de esa obra forastera en la tradición novelística mexicana, La obediencia nocturna. Increíblemente, casi vergonzantemente, Melo era doctor, estaba titulado como médico dermatólogo en el prestigioso Hospital Saint-Louis de París, de cuyas lecturas se evadía para caminar la ciudad, sorber en la Sorbona cursos de literatura francesa, entrevistar a Julien Green, el novelista de los personajes nocturnos, atormentados por el fuego de sus almas, y a Louis-Ferdinand Céline, el amargo escritor casi fascista que, precisamente como lo había de hacer Melo, se había mudado de la práctica de la medicina a la de las letras, y a Albert Camus, el único poeta en prosa del existencialismo, que solía disfrazarse de Humphrey Bogart, o bien Melo se perdía en conciertos de Debussy, Satie, Stravinsky, Poulenc, Georges Brassens, pues su otra pasión, quizá la primera, era la música, que podía leer en partituras y dedalear en el piano. A Melo le disgustaba la medicina por sus espectáculos de horror. “¿Sabes una cosa?”, me decía, “somos espantosos por dentro, somos tuberías, cloacas, formas y formas monstruosas”. Y yo interrumpía aquel arrebato de horror lovecraftiano diciéndole: “Párale, Juan Vicente, me disculpas, pero me voy a desmayar”. Pero él, gozándose en la suerte, seguía abriendo ante mis ojos horizontales cadáveres interiorizados. Humilde y serio, el Jarochón, amparándose en que todavía no llegaban los años sesenta, era un bailarín prodigioso. Las señoras decían “Qué bonito baila el doctorcito, y no como los de ahora que parecen perláticos y desatornillados”. Melo no se desciñó los incontables, severos chalecos que deslumbraban en los años setenta, pero comenzó a acelerar su homosexualidad que lo extraviaba por los bares y los cabarets más infectos donde sus aventuras le conquistaron no pocos puñetazos, pero la mitad era en él una religión, un arte, una patria. Me crea el recuerdo de Melo una sensación de pérdida de un amigo intenso que era el autor de una obra maestra, la tal Obediencia nocturna que, más que el título de una novela superior, es como un programa de vida de Melo mismo.

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La autora de Ciudad doliente de Dios (Alfaguara), que sigue los pasos de William Blake.

Adriana Díaz Enciso

“Ignoramos la esencia de la búsqueda mística”

A

HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com FOTOGRAFÍA ROGELIO CUÉLLAR

finales del siglo XVIII, William Blake escribió sus libros proféticos. Los poemas ahí incluidos proponen al arte como canal para trascender lo mundano. En el siglo XXI, Adriana Díaz Enciso (1964) recupera aquellos escritos para convertirlos en una de las columnas de Ciudad doliente de Dios (Alfaguara), novela donde cuenta la historia de Cristina, una menor que tras una fiebre despierta con un conocimiento fuera de lo común. La primera frase, “La realidad no está ni aquí ni allá”, marca el rumbo de Ciudad doliente de Dios. ¿Qué es la realidad? Me tomó 700 preguntas investigarlo y no llegué a ninguna conclusión. Los humanos, al tener conciencia, podemos vivir en la realidad mundana y tangible, pero también podemos estar en lo invisible, en el misterio de la existencia, solo que casi nunca lo hacemos porque nos abruma la cotidianeidad con sus problemas, dramas y tragedias. La realidad no es nada más lo que tocamos o lo que nos dice la razón, es algo más misterioso e inasible; de eso hablaba William Blake, en quien está inspirada la novela. En los personajes de sus poemas proféticos. Así es. Con esta novela quise atravesar al otro lado. Los personajes están entre un lado de la realidad y el otro,

entre lo tangible y lo que es creado por la imaginación, que no la fantasía. Blake no solo te dio los personajes sino también la atmósfera. ¿Qué le debe tu novela al misticismo? El misticismo ha intentado tocar lo trascendente, indagar en lo absoluto y sus verdades. Suena grandilocuente, pero es una búsqueda genuina. En tu novela, Cristina, a través de su delirio, busca trascender incluso a la muerte por medio del arte y el conocimiento. El arte trasciende y es inmortal en la medida de lo humano, que es muy humilde. Para William Blake el arte no solo es entretenimiento o producto; es algo de vida o muerte y por eso nunca cedió a las exigencias comerciales ni transigió. Sentía que por medio del arte se podía acercar a lo divino. Decía cosas tan radicales como que Cristo resumía la facultad del artista o del poeta debido a su injerencia social. Cristina nos recuerda la importancia del conocimiento como instrumento de búsqueda y no de poder. Los humanos hemos cometido errores tremendos por nuestra idolatría

“El arte trasciende y es inmortal en la medida de lo humano, que es muy humilde”

a la razón práctica y utilitaria. No sé si nuestra idea del progreso sea acertada. Ahora es fácil verlo y un ejemplo inmediato es el daño al planeta, pero William Blake lo detectó desde la Revolución Industrial. ¿Por qué regresar a Blake ahora, cuando incluso la palabra misticismo está devaluada? Pocos entienden la esencia de la búsqueda mística debido a que mucha gente ha abusado del término para decir tonterías. No me extraña la desconfianza en palabras como espiritualidad. El problema es que vivimos en una época en la que predominan el cinismo y la desconfianza. Cuando una persona habla con burla o desdén del misticismo es porque lo sigue considerando como algo mundano y no como algo que va más allá de la experiencia cotidiana. Escribir un libro a partir de Blake no implica hacer un simple producto editorial; es una forma de intentar llegar a algo más grande e importante. Recordemos que él nos hablaba de la trascendencia de la poesía. Al final tu novela deja la sensación de que vendrán tiempos mejores. Mi novela, es verdad, maneja una forma de esperanza, aunque triste. La fe no debe recaer en un Dios, pero sí en algo más grande que nosotros. No necesariamente traerá justicia al mundo, pero sí puede lograr que, aunque sea por instantes, tengamos un atisbo de compasión y belleza.

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EN LIBRERÍAS

16 DE FEBRERO 2019

NARRATIVA, MEMORIA, ENSAYO El club de los mentirosos

Cuentos completos

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A FUEGO LENTO

Una noche en el paraíso

Toda la soledad del centro de la Tierra México, 2019

Mary Karr Periférica España, 2018 517 páginas

Roberto Bolaño Alfaguara México, 2018 656 páginas

Lucia Berlin Alfaguara México, 2019 282 páginas

La aparición de estas memorias, contadas a la manera de una novela, significó una bocanada de aire fresco en la literatura testimonial de Estados Unidos. Poco más de veinte años después de aquel suceso, se publican en español. Narran, con una prosa elevada, la niñez de Karr en un poblado de Texas y, sobre todo, las vicisitudes de su familia, una constelación de enterradores de secretos y mentirosos. Pocas veces la autobiografía se ha comprometido tanto con la verdad.

Llamadas telefónicas, Putas asesinas, El gaucho insufrible, Cuentos póstumos y El contorno del ojo son los títulos reunidos en este volumen. En el prólogo, Lina Meruane ofrece algunas pistas para acercarse a estos cuentos pero también a la obra general del escritor chileno como “las figuras del fracaso” o la repetición de una frase con variantes como “Nunca más lo volvió a ver”. Igualmente, se pregunta si Bolaño hubiera estado de acuerdo con el ordenamiento realizado.

La escritora estadunidense, una leyenda que publicó sus primeros textos en 1960, llegó a los lectores en lengua española a través de Manual para mujeres de la limpieza. Ahora aparecen 22 relatos más, protagonizados por figuras en apariencia comunes y en escenarios tan poco glamorosos como las provincias rurales de Estados Unidos, una playa, un rancho. Son de lo mejor que el lector puede encontrar en estos días y nada le piden a los que produjeron Chéjov o Carver.

Ascenso y caída de Adán y Eva

La batalla por los puentes

Revista de la Universidad de México

Stephen Greenblatt Crítica México, 2019 492 páginas

Antony Beevor Crítica México, 2019 656 páginas

UNAM Núm. 845 México, febrero de 2019 164 páginas

Partiendo del relato consignado en el Génesis, el humanista estadunidense traza la ruta que la pareja original siguió desde su aparición en la tradición religiosa hasta la paleontología, pasando por los estudios históricos y las versiones iconográficas. Por esta ruta hallamos a rabinos, escolásticos, cabalistas, filósofos, poetas y aun biólogos: san Agustín, Milton, Darwin… El volumen cierra con un muestrario de interpretaciones generadas a lo largo de veinte siglos.

Tras el desembarco aliado en Normandía, comenzó la liberación de la Europa continental. Subtitulado Arnhem 1944. La última victoria alemana en la Segunda Guerra Mundial, el libro da cuenta de las dificultades que tuvieron los Aliados para ir recuperando terreno. La ocupación de los puentes holandeses de Arnhem y Nimega era importante para llegar a Alemania. El libro de Beevor cuenta los detalles por los cuales el plan de ataque fracasó, postergando la derrota nazi.

Los orígenes son el hilo conductor de la entrega más reciente de la revista dirigida por Guadalupe Nettel. Sobre los orígenes humanos y la genómica, Rasmus Greenfeldt Winther aporta un ensayo en torno a la evolución y las variaciones; José Edelstein, por su parte, interroga al momento primordial del universo y Martín Caparrós recupera su pasado familiar mediante un retrato de sus abuelos. Hay ficción, poesía, filosofía, geología, y hasta un acercamiento a la génesis del cáncer.

El niño y el coro ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

H

ermann Broch decía que escribir es tanto como respirar: las frases deberían seguir un ritmo que en su mejor versión remitirían a la armonía musical. El ruido guarda silencio ante una cadenciosa sonoridad. La primera sorpresa que nos depara Toda la soledad del centro de la Tierra (Alfaguara) proviene del ritmo sonoro de su estilo, de su respiración. Luis Jorge Boone ha encontrado una voz para narrar la extinción de algunos poblados del norte de México a manos de grupos delincuenciales animados por el deseo único de la contemplación del dolor. Esa voz recuerda al niño que fue y, en vez de la indignación lacrimosa tan del gusto de muchos militantes políticos que juegan a ser novelistas, elige la cadencia de un responso. Eso significa que no encontramos desgarraduras de piel ni denuncias desde la tribuna de la superioridad moral; tampoco balaceras, descuartizados o parafernalia al servicio de la nota roja. Lo que llega hasta nosotros son las evocaciones de un niño que mira con asombro cómo agoniza su entorno familiar y el de los sobrevivientes a la barbarie. Así que solo tenemos decisiones poderosamente literarias. Como Toda la soledad del centro de la Tierra es la pervivencia de un tono, apenas y desarrolla una historia. Muestra tan solo a un niño al amparo de su abuela que desea la invisibilidad para ocultarse de una prole de primos sin asidero y de una realidad que se manifiesta en la destrucción paulatina de la vida humana y sus representaciones. En cierto momento, ese niño abandona la casa adoptiva para ir en busca de sus padres, quienes le dieron la espalda años atrás. Eso es todo y qué importa, cuando el empeño primordial es la escritura. Una buena novela aspira a ser una visión de mundo. Toda la soledad del centro de la Tierra es justamente eso. Junto a la voz del niño, Boone ha convocado a un coro anónimo por cuyas invocaciones llegan hasta nosotros las noticias de exterminio. No es caprichoso suponer que está conformado por todos aquellos que ahora yacen en un pozo profundo, la morada última de un sinfín de desaparecidos. Ahí, en esos signos —un relato infantil, un coro, un pozo, el abandono mudo de un pueblo—, podríamos cifrar el destino de vastas regiones de México, y eso sin necesidad de invocar a un pistolero, un narco y un periodista. La literatura elevada, y Toda la soledad del centro de la Tierra tiene un lugar en ella, es un esfuerzo por responder imaginativamente al sinsentido.

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FILOSOFÍA

16 DE FEBRERO 2019

FILOSOFÍA DE ALTAMAR

Un saber cercano a la existencia Con esta entrega, abrimos un espacio al pensamiento que abandona el cubículo para andar por la calle

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uando tenía siete años, mi padre decidió renunciar a una jefatura en una instancia federal y convenció a mi madre de dejar la ciudad para vivir su propio sueño, tomar el riesgoso camino de la libertad: convertirse en su propio jefe. Empacamos años de historia en pequeñas y medianas cajas que viajaban con nosotros en una camioneta, atravesamos la exuberancia de la sierra, sus abismos pegados a la carretera, la angustia por caer al vacío, a la carencia de sentido, el estar fuera de casa: un pueblo escondido en la Huasteca potosina, con un clima de incendio, con ese selvático aroma de lo desconocido. Tamuín era un pueblo precario. Había casas construidas con madera, con lámina, con cartón, la lluvia a veces se las llevaba a pedazos. Y solo un fraccionamiento, con casas como las que conocía en la ciudad, de cemento. Ahí vivíamos. El calor que a veces pasaba de los 40 grados era menguado por un ventilador; lo ponía cerca de mí y me tiraba en el piso fresco para mirar a través de una enorme ventana por horas: la puerta de entrada al infierno. Sentía angustia, el pequeño pueblo inexplorado, el parque, la lluvia, sus frágiles casas, ¿qué pasaría con ellos? Sus calles unilaterales, sus cantinas infinitamente más numerosas que las pocas escuelas que existían. Después, más lejano, las ruinas milenarias, la selva, el abismo. ¿Qué habría más allá de esas calles pavimentadas apartadas del mundo, del mundo de la mayoría de ese pueblo? ¿Qué habría ahí de belleza? ¿Dónde estaba el oasis para calmar el incendio que no fuera la lluvia, esa ingrata lluvia que arruinaba sus casas? Estaba atrapada en cuatro paredes, en una casa donde no me faltaba ropa o comida. A pesar de cierto grado de inconsciencia, sentía un profundo dolor por no poder conocer qué existía más allá de esas cuatro paredes. Me quedaba dormida en el suelo, tenía entonces una pesadilla recurrente: creía que el fin del mundo terminaba en el fin de mi fraccionamiento, que corría huyendo desesperada porque sabía que había más, pero al cruzar la última calle sólo veía un espacio negro, no existía nada más. Entre la vigilia y el sueño llegaba otra vez la angustia. ¿Qué es el mundo de la vida, quiénes son los otros, más allá de mi propia circunstancia? Quizá en ese momento de mi infancia tuve una auténtica intuición filosófica que traté de conservar,

JULIETA LOMELÍ @julietabalver@ FOTOGRAFÍA KIOSKO NEWS

incluso en mis años de universidad, más allá de todas las teorías que leía, de laberínticos pasajes filosóficos, del frío cálculo de la Razón, de la segmentación cronológica entre un siglo y otro, donde los “ismos” del pensamiento iban encontrando su etiqueta, disparando argumentos bélicos que pretendían superar a los de la época que les precedía, donde el optimismo progresista o el pesimismo incrédulo desfilaban en nombres y bagatelas filosóficas. Tendida en el jardín fresco de ese campus del saber, ensayaba aquella intuición de infancia, pero esta vez, más en la vigilia que en el sueño, tuve la capacidad de entender que a pesar de que el mundo podría reducirse cómodamente a esos vastos libros y a esos amplios jardines de la universidad, había algo más, y el mundo no se terminaba en el salón de clase, ni en el cubículo de mis profesores. Pensé en una filosofía de altamar. Cuando se quiere sacar a la filosofía al ágora resulta complejo. Cuando el lector común desea explorar la isla muchas veces inaccesible de la filosofía prefiere retroceder antes que

Los filósofos tenemos una obligación: la de mirar el mundo con el otro que no es un filósofo

naufragar en teorías indescifrables o morir en el desierto del sinsentido. No solo es difícil transmitir a un público amplio el pensamiento filosófico debido a la criptología y academicismo de los nuevos filósofos, sino también a causa de una época abatida en la inmediatez del éxito fácil, materializada en lecturas prescriptivas que prometen conseguir fortuna después de 50 páginas. Libros que, anulando cualquier negatividad, salen eufóricos al mercado, escondiendo entre sus letras la buena nueva del optimismo: “la felicidad se alcanza en diez pasos”. Es así como la filosofía escolar, clausurada por un mar profundo en una isla alejada de lo cotidiano, le resulta de difícil acceso al lector común, quien ha de quedar atrapado en las redes de una filosofía para dummies, tejida en la estulticia de la superación personal. Los filósofos tenemos una obligación, la de mirar el mundo con el otro que no es un filósofo, el vasto mundo que no es solo un cubículo académico. Michel Onfray, el pensador rebelde y autodidacta, para mí el más filósofo de los actuales filósofos franceses, cuenta, en el primer volumen de su trilogía Cosmos, que su padre, un obrero, le dio, más allá de cualquier sistema de filosofía, la enseñanza más importante de su vida. Cuando su padre murió, escribe

Onfray, “lo tumbé en el suelo y sentí una especie de transmisión. En ese momento pensé que heredaba algo. No era dinero, ni nada relacionado con la cantidad, sino con la calidad. Él siempre me hablaba de la estrella polar y decía que hay que ser como ella: levantarse pronto, acostarse tarde y no perder el norte. Esa es la auténtica sabiduría, la auténtica filosofía, algo práctico”; lo que tiene que ver con la vida. La filosofía es algo que debería comprenderse por los más y no solo por diez colegas. Con este nuevo espacio en Laberinto, quisiera generar un diálogo que trascienda más allá de la introspección de mi escritorio, uno que desplegando las velas lejos de la isla de la filosofía escolar logre arribar a distintos puertos: a esa tierra firme y fértil habitada por la conciencia del lector común. Quiero compartir con mis lectores otro tipo de filosofía, que alguna vez Foucault, Pierre Hadot o Franco Volpi reconocerían como “estética existencial”. Una filosofía más bien cercana a la existencia, que nos ayude a moldear de forma bella nuestras vidas, confiriéndole a cada instante exceso de sentido, aunque sea el último que nos quede por vivir. Para no ahogarnos en citas inescrutables y librar, sin mucho dolor, el conformismo filosófico y literario, levemos anclas.

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ESCENARIOS

16 DE FEBRERO 2019

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RESEÑA

El sonido de Morricone

E El director de teatro, quien murió el 8 de febrero a la edad de 88 años.

PERIPECIA

Salvador Távora: el orden andaluz

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ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com FOTOGRAFÍA EL MUNDO

a Carmen de Salvador Távora, dueña de un taconeo sujeto a los latidos del corazón, seguirá unos meses en escena, a pocos días del fallecimiento de su director, el 8 de febrero. Combativa, independiente y sensual, esta Carmen entintada de indignación, como la bisabuela de Távora, ante la frivolidad del personaje operístico universal, se erguirá inserta en el pesar y en el arte único de la convulsa Andalucía, hoy de luto ante la muerte del creador de un lenguaje único, que recobró la honestidad, la grandeza y la garra del flamenco para el teatro. El brillo casi infantil en los ojos verdes de Salvador Távora dejó destellos en el ímpetu, en el arrojo de cada uno de sus colaboradores —Lilyane Drillon esencialmente incluida—, artífices de los montajes que su grupo, La Cuadra de Sevilla, concebido al amparo de la desesperanza, hizo estallar en rabia y lamento exhalados por el sonido de las guitarras, las palmas, el baile, el cante, la geometría, las máquinas, el fuego, la sangre, los cuerpos, el agua y el viento. Las bacantes de Távora llegó a México en los años ochenta, después de su imprescindible Quejío estrenado en Nancy, que diera notoriedad al hombre nacido en el Cerro del Águila, donde creció frente a un matadero de reses, por lo que la sangre, presente en buena parte de sus montajes, no es un capricho, como afirmó en alguna entrevista. “Tengo muchos recuerdos de mi niñez y la sangre es un elemento lleno de color, vida y sensibilidad, que tiene un valor dramático incalculable en

tanto nos mantiene vivos y empieza a correr justo cuando hemos muerto. En mis espectáculos la uso para reflexionar a través de la emoción, aunque esto no tenga una connotación muy intelectual, porque si el arte carece de emoción, también carece de sentido, y el teatro, por encima de todo, debe ser un arte”. Nacido en 1930, Salvador Távora tuvo la certeza de que la creación para la escena es una especie de ordenación mágica que sirve para lo que se quiere decir. Para aquel joven que a los 14 años fuera aprendiz en los talleres mecánicos de una fábrica de tejidos, donde ejerció como soldador eléctrico, los elementos escenográficos mecánicos y la poética geométrica formaron parte esencial de su disciplina estética. “Existe una excesiva confianza en la palabra. El atasco está en pensar que al hablar ya está dicho todo, cuando la búsqueda teatral está en la autoría de lo que se hace y lo que sucede, siempre con visión poética”. Autor del montaje Crónica de una muerte anunciada, adaptación de la novela de García Márquez, Távora escuchó feliz de la voz del escritor colombiano: “Fueron las dos horas más cortas de mi vida”, mientras abría los

Távora tuvo la certeza de que la creación para la escena es una especie de ordenación mágica

brazos sobre el escenario del Teatro Juan Ruiz de Alarcón en la Ciudad de México, donde se realizó el estreno. Quejío, Andalucía amarga, Las bacantes, Crónica de una muerte anunciada, Picasso andaluz y Carmen, fueron las obras que presentó La Cuadra de Sevilla en México, donde el sentido religioso se alzaba en sonidos y cruces. “Las campanas están asociadas a vida y muerte en Andalucía. Tenemos un toque para el nacimiento, otro para la partida y otros más para la oración y la alegría; por eso no podemos cambiar su sonido por una grabación, como sucede con la navaja que no puede ser de cartón piedra, debe ser real, porque de lo contrario estaríamos perdidos”. Torero en su juventud y consciente de que había que jugarse la vida para hacer arte con el juego de la muerte, Salvador Távora se dedicó “a dejar el mito en carne viva para no cerrar los ojos a la realidad”. “Debe haber riesgo en el teatro para que nadie pueda dejar en la puerta sus sensaciones de vida y las encuentre en el escenario donde este riesgo comulgará con la sensibilidad, el arte, la razón, la palabra, la música, el sonido y entonces se abrirá una dimensión de comunicación incalculable”. Considerado “un hijo maldito” durante la dictadura franquista, Salvador Távora pasó a ser “hijo predilecto” y a tener una calle con su nombre, por la que caminaba rumbo a su teatro. Luchó por sacar al teatro de la contemplación de una minoría y hacerlo mayoritario sin que perdiera su compromiso ni su valor íntimo y dramático.

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ANDREA SERDIO

n busca de aquel sonido. Mi música, mi vida, publicado por la editorial Malpaso, es un viaje al mundo íntimo de Ennio Morricone, quien antes que músico quería ser ajedrecista o médico, pero su padre le impuso el estudio de la trompeta, que perfeccionó en el conservatorio, donde también cursó composición, lo que le permitió trabajar en la televisión y en la disquera RCA, en la que escribió canciones para estrellas como Paul Anka. Ennio Morricone nació en Roma el 10 de noviembre de 1928. Toda su vida la ha dedicado a la música y al ajedrez. Es un virtuoso que evade la rutina, que experimenta, que realiza sus arreglos con soluciones insólitas, como lo hizo con “Se telefonando”, la canción que escribió para Mina, que —según él— es “a la vez previsible e imprevisible”. También escribió arreglos, entre otros, para Mario Lanza, Miranda Martino y Domenico Modugno. En 1961, Morricone dio comienzo a su largo idilio con el cine con la película El federal, de Luciano Salce, protagonizada por Ugo Tognazzi. Desde entonces ha participado en cientos de películas y colaborado con algunos de los mejores directores del mundo. Su primer éxito llegó en 1964 con las bandas sonoras de las películas del oeste de Sergio Leone: Por un puñado de dólares, Por unos dólares más y El bueno, el malo y el feo. Morricone conoció a Pier Paolo Pasolini a finales de 1965. Le pareció un hombre trabajador, serio, respetuoso, discreto. En 1966 escribió la banda sonora de su película Pajaritos y pajarracos. Volvieron a coincidir en 1968 con Teorema y luego en El Decamerón, Los cuentos de Canterbury, Las mil y una noches y Saló o los 120 días de Sodoma, la última película del cineasta y escritor asesinado el 2 de noviembre de 1975. En busca de aquel sonido es, más que una nómina de películas musicalizadas por Morricone, el recuerdo de su amistad y relación con directores como Gillo Pontecorvo, Bernardo Bertolucci, Brian de Palma, Roman Polanski, Oliver Stone. Recoge también el testimonio de sus amigos y su trabajo como director cuyos conciertos incluyen como temas obligados La misión, Cinema Paradiso y Érase una vez en América. “Escribir música es mi oficio, el que me gusta y la única cosa que sé hacer”, dice Morricone. Para él, la música es una necesidad y un placer; en eso radica su éxito. En 2007 le fue otorgado un Oscar honorífico por toda su carrera y en 2016, después de cinco nominaciones, a los 87 años ganó por fin el Oscar por la banda sonora de Los ocho más odiados, de Quentin Tarantino, pero no se da por satisfecho y sigue pensando en nuevos sonidos.

En 1961 Morricone dio comienzo a su largo idilio con el cine con la película El federal

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DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO, IVÁN RÍOS GASCÓN ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

LABERINTO

16 DE FEBRERO 2019

http:// www.milenio.com/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLAberinto

TOSCANADAS

Museo de las palabras DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

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omo en cada sexenio, confirmamos que a los funcionarios les gusta comprar propiedades en Estados Unidos, sobre todo en Houston, Los Ángeles y Miami. Entre esas opciones, Houston es la más aburrida. Los supuestos edificios de lujo parecen hospitales, tienen esos techos bajos que agobiaban a Dostoyevski, se amueblan con monotonía gringa y se dotan con espantosos tapetes. Pero es una ciudad para hacer compras de lujo, tiene más de un National Bank y es sitio al que se puede volar de emergencia en caso de tener apuros legales. Es el destino internacional con mayor flujo de pasajeros desde México, así es que aun a última hora se puede conseguir un billete de avión. Pero dado que éste es un suplemento cultural, lo que debe llamarme la atención en las amañadas declaraciones patrimoniales no son los números sino las letras. Por ejemplo: me intrigaba

PATRIMONIO

El vocablo tiene su origen en los bienes que posee el padre.

que el género hiciera cambiar tanto el significado de patrimonio y matrimonio, y entonces me pregunté por qué una unión que tradicionalmente se realizaba entre hombre y mujer tenía la raíz de madre. Lo aclara uno de aquellos diccionarios del pasado en que solían explicarse las cosas: “Llámase Matrimonio del nombre Madre, por las mayores fatigas con que concurre la mugér à la propagación de la especie”. La palabra patrimonio tiene un origen obvio, pues siendo el hombre quien poseía todos los bienes, estaba en posición, como padre, de heredarlo a los hijos. Si bien, yo no tuve padre que conociera, y solo mi madre me legó una herencia que reunió con su trabajo. Así, una feminista habría de llamarle matrimonio, pero yo estoy bien con las tradiciones que le dieron nombre a las cosas y prefiero pensar que las madres también legan patrimonios. Otros vocablos singulares en esas declaraciones corresponden a los bienes

muebles e inmuebles. En el caso del sustantivo, podemos acordar que una posesión material suele ser algo bueno: un bien. En cambio, el adjetivo lo hemos desarraigado en buena medida y la idea de movilidad o falta de ella la expresamos con “móvil” o “inmóvil”. Aunque no sería errado llamarle a un haragán al estilo Oblómov “mal inmueble”. Va pasando de moda llamarle mueble al automóvil, pero supongo que si éste se hubiese inventado un par de siglos antes le llamaríamos el automueble; y en cambio, si apenas hoy pensáramos en los bienes raíces, les llamaríamos bienes inamovibles. También vemos en estas declaraciones “ingreso neto”, y este adjetivo viene de “nítido”. Y hay más tela de donde cortar, pero no tendré espacio para hablar a mi gusto de cuestiones etimológicas. Mas quien se interese por el pasado de las palabras, podrá encontrar el mejor de los museos en el lenguaje legal.

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BICHOS Y PARIENTES

La lectura como oficio

A

lfonso Reyes recordaba a los campesinos que habían leído algún relato de aventuras caballerescas y, sin haberse detenido a memorizar ni autor ni título del libro, le preguntaban, por ejemplo: “¿Has leído la historia de un paladín a quien se le moría el caballo todos los martes?”. Aparte de que resulta peculiar y sospechoso un campesino que usa de modo libresco el pronombre relativo (“a quien”, en vez de “al que”), ahora nos sorprende el simple hecho de que un hombre de campo pudiera ser un lector. Después de tanta tele y tanto mal oficio de la educación pública, olvidamos aquel magnífico “El Correo del Libro”, que servía para que los profesores de todo el país pudieran comprar libros de muy buena calidad y muy baratos. Operaba de manera inteligente: todos recibían las listas de los libros disponibles y cada uno señalaba en su folleto los libros que quería adquirir; al mes siguiente los recibía por correo y su pago, con descuentos importantes, se hacía directo desde la nómina. Fue un gran éxito, mientras duró, pero dejó pronto de ser galardón presumible para los funcionarios y, simplemente, se transfirió a un elefantito tullido: Educal. Hoy sería fácil arrancar un programa semejante al original, echando mano de los recursos electrónicos y las redes. Y, mucho mejor que andar ofreciendo los títulos que los cultos funcionarios hallen valiosos o viables, sería que los lectores pudieran recibir apoyo para comprar los libros que se les dé la gana, o necesiten. Mejor enriquecer al lector, o subvencionarlo, o premiarlo, que manipular una industria poco firme, un mercado precario,

JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA WORD PRESS

y un arte y oficio muy mal pagados. No está descaminada la voluntad de juntar libros y lectores, pero desde aquel emblemático y soñador proyecto de los libros verdes de Vasconcelos ha quedado claro que la lectura requiere algo más que una contigüidad física entre un objeto de papeles y un humano con ojos. Es ingenuo suponer que basta abrir un libro para ponerse a disfrutar, viajar, gozar. Hay un par de puntos ciegos en las ensoñaciones de los funcionarios

Mejor enriquecer al lector, o subvencionarlo, que manipular una industria poco firme

públicos de educación y cultura. No es que los ignoren, pero o los callan o los olvidan. Uno: como todo goce que proviene de una actividad, la lectura requiere una gran inversión en esfuerzo, disciplina, repetición; requiere sobreponerse al tedio y la aburrición, al fracaso de no entender, de distraerse pronto, antes de convertirse en goce. Nadie nace ni tocando un instrumento musical, ni pateando un balón, ni bailando danzón. Diótima tuvo que instruir a Sócrates en los modos del erotismo. Prometer goces inmediatos que no llegan opera más como vacuna que como seducción. Desde luego, no es buen negocio vender esfuerzos y dificultades, y no hay duda alguna de que leer es uno de los mayores goces y placeres… si uno aprende a poner lo

La generación de lectores requiere de tertulias, talleres, clubes: conversación.

que leer requiere. Es un oficio y no hay final en el aprendizaje. Goethe, ya viejo, estaba seguro de que aún no sabía leer bien. Y Alfonso Reyes, en aquel mismo ensayo (“Categorías de la lectura”, en La experiencia literaria, tomo XIV de sus Obras completas), enlista a otros muchos que juzgaban pobres sus capacidades de lectura: Macaulay, Menéndez Pelayo, Charles Lamb, el Dr. Johnson, Boswell... Dos: lo tomo de quién sabe qué escritor, porque no lo hallo, que a la vieja pregunta sobre los libros que se llevaría a la isla desierta simplemente contestó: “Ninguno. Porque si no tengo con quién conversar, la lectura no puede sino hacerme más honda e inhóspita la soledad”. Todos lo hemos sentido alguna vez: leemos algo fabuloso, que nos revela y rebela, que nos mueve desde dentro y, de pronto, la melancolía de no tener con quién compartir, seguir hablando, enriqueciendo la experiencia. Lástima que no logre acordarme de aquel escritor que supo responder así de claro y preciso: leer en total soledad es deprimente. Para generar lectores necesitamos tertulias, talleres, clubes: conversación. No todos están dispuestos para ser grandes lectores; sin embargo, todos debieran ser capaces de un nivel básico de lectura. ¿Qué nivel? El poli (IPN) tiene en su catálogo un gran clásico desde el cual se puede partir: Cómo leer un libro, de Mortimer Adler. Desde ahí podemos pensar en, primero, llegar al nivel básico (ése que México reprueba en todas las pruebas de estándares internacionales) y, después, alimentar el fogón de la inteligencia y la imaginación que solo enciende cuando al menos la comprensión básica haya echado su chispa.

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