Laberinto No.827 (20/04/19)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO ENSAYO

CRÓNICA

MAURICIO MOLINA

ÁNGEL SOTO

La escritura mágica de Ignacio Solares

Ai Weiwei expone en el MUAC

Foto: Cuartoscuro

Foto: A.S.

SÁBADO 20 DE ABRIL DE 2019 AÑO 15 - NÚMERO 827

Notre-Dame: memoria y destrucción Melina Balcázar Moreno, José Abdón Flores/ FOTOGRAFÍA: EFE


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ANTESALA

20 DE ABRIL 2019

CASTA DIVA

Domingo de kermés AVELINA LÉSPER www.avelinalesper.com FOTOGRAFÍA CORTESÍA MUSEO TAMAYO

L

os curadores y artistas VIP han intelectualizado las mayores simplezas cotidianas, y eso paradójicamente, les ha impedido acceder a las diversiones que goza la masa inculta que no recibe becas, subvenciones ni premios. La vida dentro del impoluto cubo blanco de las galerías y museos, con su arquitectura estrambótica y los patrocinios de farmacéuticas que fabrican los opioides más vendidos del mundo, es una burbuja de aislamiento que los separa del mundo. En el Museo Tamayo montaron una conceptualizada kermés del artista Carsten Höller, ideal para los curadores, académicos universitarios, críticos a los que sus sedentarios cuerpos y anquilosada cultura les niega gozar de un parque de diversiones. La exposición tiene como objetivo humanizar a estos eruditos y dar la oportunidad de regresar al momento en que aún no eran doctorados o curadores en jefe de algún museo VIP. Montañas de pastillas, son un homenaje subliminal al OxyContin, la droga que es una epidemia en Estados Unidos, y muy popular en el arte porque los dueños del laboratorio son patrocinadores del Metropolitan Museum de Nueva York. Los hongos de cabeza, los pasillos luminosos, la insistencia con la “alteración de la percepción”, no debemos creer que Höller está utilizando la afición a las sustancias psicotrópicas y estimulantes que tienen millones de adictos y presionando al uso indiscriminado de ellas, en absoluto, es una forma de “experimentar” algo distinto en un museo, como la legalidad de hacer publicidad de lo prohibido. El recorrido proporciona la seguridad de una guardería infantil transformada para adultos, ese sitio idílico del que fueron expulsados para enfrentarse a las dificultades del cambio de paradigma en el arte. Las exposiciones de arte VIP deben captar consumidores y por eso utilizan las estrategias de los dealers de sustancias, y las referencias infantiles, dos elementos que actúan en nuestro cerebro primitivo, que aunque no lo crean, también lo tienen los intelectuales. Ahora, si de verdad quieren una experiencia de riesgo que altere la percepción y las leyes de la gravedad, vayan a un parque como Six Flags, y sin pretensiones artísticas ni explicaciones pseudo científicas van a sacar del armario al sensation seeker que llevan dentro. La montaña rusa Boomerang alcanza una altura de 37 metros y hace un recorrido que deconstruye los indigeribles hot dogs que la gente come antes de subir. Olvídense de las pastillas de azúcar imitando opioides, sentirse Lucy in the Sky with Diamonds está en los juegos de los verdaderos parques temáticos, la kermés del Tamayo es para los que no saben ni qué es el arte y mucho menos qué es una experiencia extrema.

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Instalación de Carsten Höller.

Ven y mira. Dirección: Elem Klímov. Unión Soviética, 1985.

HOMBRE DE CELULOIDE

La belleza del horror

E

FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA BELARUSFILM

sto es la guerra: la hemos visto en Apocalipsis ahora, de Ford Coppola. La vemos en Ven y mira de Klímov. El horror, sin embargo, no está exento de belleza. Es por eso que esta obra aparece a la mitad de la Muestra Internacional de Cine que ha llegado a sus 60 años de edad. Hay algo, dice Chapman, en su libro War and Film, que une Ven y mira con Salvando al soldado Ryan de Spielberg. Las dos tienen como fin sensibilizar a las audiencias, sobre todo a los jóvenes. Asunto importante hoy que la gente parece insensible a la posibilidad de una guerra que, sin embargo, se prepara en todos los rincones del mundo. Tal vez por eso la insistencia de la Muestra, que presenta viejas y nuevas películas bélicas. Ven y mira ha sido narrada desde el punto de vista de un niño de 12 años que se une a los partisanos. Al principio, parece que lo ha hecho solo por aventura pero cuando vuelve a casa con una hermosa chica un poco mayor, Florián encuentra el cadáver de su madre y sus hermanas asesinadas. La aventura sigue, ahora en marismas inhóspitas, en bosques grises de altos árboles. Ven y mira sigue, en primer lugar, la escuela del realismo soviético, se concentra en los humildes, en esos de los que nadie escribe su historia. Pero Klímov abreva también en

el neorrealismo italiano: sus actores son gente que se interpreta a sí misma. Habiendo ganado el premio de oro en el Festival de Cine de Moscú, Ven y mira parecía haber desaparecido del recuerdo de la crítica pero ha comenzado a estrenarse en el mundo con la idea de mostrar lo que le espera a la civilización si viene la guerra. Basada en el libro I Am from the Fiery Village de 1978, la película de Klímov está más allá del lirismo facilón de las exaltaciones bélicas hollywoodenses. Es una obra comprometida en decir lo que sucedió en Bielorrusia en 1943. Y lo hace de modo seco, dejando la poesía para otra ocasión. En ello estriba la posible comparación con Salvando al soldado Ryan. Ni una ni otra son didácticas (como La caída de Berlín, por ejemplo), ninguna tiene la poesía de Balada de un soldado. Klímov, sin despreciar la fotografía, la deja en segundo plano. Alexei Rodionov, director de cámara, emplea el gran angular y usa el cámara

Ven y mira es una obra comprometida en decir lo que sucedió en Bielorrusia en 1943

en mano para dar al espectador la sensación de inmediatez. Sin embargo, usa también planos cerrados para describir con todo detalle los cuerpos muertos, desmembrados o quemados. Este es el arte del fin del mundo. La puesta en escena es fragmentada, casi surreal. Hereda de Godard el corte directo. Durante una escena, Florian y Gasha se bañan bajo la lluvia y una cigüeña vuela en torno del campamento. Klímov corta entonces y, poeta al fin, se pierde en los detalles. En cierto sentido su película desorienta pero es que todos sus personajes están extraviados. Los nazis son aquí una amenaza que no se manifiesta del todo. Son como una realidad que nadie quiere ver. Pero además, Ven y mira tiene otra influencia que no ha sido pensada: la picaresca española. Florian es una suerte de Lazarillo de Tormes que vive en el área de uno de los 628 pueblos que fueron arrasados por Alemania en la Segunda Guerra Mundial. En este horror, sin embargo, puede ser pícaro. Ven y mira es una de las mejores películas de guerra en la historia humana. Sus secuencias sofisticadas y terribles siguen siendo, sin embargo, tan atractivas como hace 30 años, como esas pesadillas que todo el día nos dejan meditando en lo que somos, en lo que no queremos ser.

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ANTESALA

20 DE ABRIL 2019

POESÍA

Beso

LOS PAISAJES INVISIBLES

Niños definitivos

BECKY RUBINSTEIN F.

Nadie logró disuadirlo. Debía cumplir cabalmente su papel y llegar a buena hora. Un minuto antes el maleficio lo hubiera traspasado con sus espinas. Las rosas silvestres le abrieron paso y besaron sus labios. Todo beso es misterioso, indispensable. A los sin ventura el perfume de las rosas silvestres los dejó sin aliento. A falta de un dragón de dos cabezas. Este poema forma parte de Las princesas sin reino (Verso destierro, México).

EX LIBRIS

Arde París/ EKO

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IVÁN RÍOS GASCÓN

C

@IvanRiosGascon

avilando sobre la emotiva convivencia entre humanos y perros, Michel Houellebecq explica en El mapa y el territorio que un can es un niño eterno cuya corta vida profetiza una inconcusa desgarradura en el corazón. “El perro es una clase de niño definitivo, más dócil y dulce, un niño que se hubiese detenido en la edad de la razón, pero además es un niño al que sobrevivimos: aceptar amar a un perro es aceptar amar a un ser que ineluctablemente te van a arrebatar”, y en esa que considero la mejor de sus novelas, el francés inventó su propia muerte, con lujo de crueldad, al lado de su mascota, quizá porque al concebir su peculiar historia noir Houellebecq decidió que su infortunado perro no merecía sobrevivir en la soledad o la indigencia. Curzio Malaparte anota en La piel: “El encuentro entre un hombre y un perro es siempre el encuentro de dos espíritus libres, de dos formas de dignidad, de dos morales gratuitas. El más gratuito y romántico de todos los encuentros”. “El viento negro”, capítulo sexto de esta obra esencial, es uno de los apartados más tristes que recuerdo. En éste, Malaparte evoca a su perro Febo, un can de ojos graves cuyo trágico final arranca lágrimas en el lector: tras una ausencia repentina, Malaparte encuentra a Febo en la perrera municipal, torturado hasta la muerte. Le han hecho una incisión en el vientre y le han puesto una sonda en el hígado, como parte de un tenebroso experimento. En la mirada de Febo hay llanto pero también dulzura. Malaparte acaricia una de sus patas y solo dice en voz baja “Febo”, y el niño definitivo besa la mano de su dueño antes de emprender el viaje. Amar a un perro es una forma de redención pero J. M. Coetzee decidió que el profesor David Lurie rechace la oportunidad de redimirse a través del perro al que le gustaba la música. Recordemos Desgracia: Lurie pierde su puesto en la universidad por el lío sexual con una alumna y abandona Ciudad del Cabo. Se recluye en una granja con su hija Lucy, quien es violada salvajemente por una pandilla local, pero ella se niega a presentar cargos. Tras las complicaciones en el trato con su hija y el propio examen de conciencia, Lurie termina auxiliando a Bev Shaw, una veterinaria que se dedica a sacrificar perros callejeros. Entre éstos, un can desnutrido y de trasero inválido se vuelve la compañía permanente de Lurie, que en sus momentos de descanso toca una flauta y descubre que las notas deleitan al animalillo. Bev Shaw advierte que Lurie se ha encariñado con el perro y le ofrece salvarlo. Sin embargo, cuando llega la hora del cachorro es el propio Lurie quien lo ingresa al quirófano y renuncia a él. El viajero del siglo, de Andrés Neuman, libra el tedio de sus 531 páginas solo por la última escena en la que Franz, el perro negro y de orejas puntiagudas que queda en la orfandad tras la muerte del organillero, corretea por las callejuelas, se detiene y orina en la ruinosa fachada de la iglesia de San Nicolás, después reanuda la marcha y da vuelta en una esquina mientras el viento acaricia su lomo y despeina su cola y el pueblo se hunde, monótono como el propio relato, en su fastidioso transcurrir. ¿Sobra decir que el vínculo de Franz con el organillero era la de un padre y un hijo, que esas dos almas se complementaban? Un perro, sí, es un niño definitivo. Un perro es un ser extraordinario cuya sabiduría proviene del conocimiento exacto de la luz y de la sombra de este mundo.

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LITERATURA

20 DE ABRIL 2019

LITERATURA

20 DE ABRIL 2019

Estas miradas a la obra de Ignacio Solares dan cuenta de sus tres grandes obsesiones: la historia, el individuo y lo sagrado

El acto mágico de la escritura MAURICIO MOLINA FOTOGRAFÍA: ARACELI LÓPEZ

E

n la vasta cartografía de la literatura mexicana, Ignacio Solares ha creado una obra única e irrepetible. Podemos ubicar en sus libros una serie de obsesiones que pueden situarse en tres grandes campos: la singularidad de nuestra historia, el enigma del individuo y el vislumbre de lo sagrado. Ninguno de estos temas puede observarse por separado, ya que están íntimamente imbricados en un todo orgánico. Ahí radica su originalidad. A menudo lo histórico y lo sagrado se suman al enigma del individuo. Si en sus primeras obras, Anónimo, Casas de encantamiento o Delirium tremens estos temas se nos presentan por separado, con el tiempo alcanzan su cristalización en obras posteriores, de modo que éstas dan sentido a los libros iniciales lo mismo que éstos iluminan toda su obra. Una marca de agua, un estilo, se nos revelan como el negativo que surge a la luz de la revelación. En La invasión, Solares sortea el difícil escollo al que se enfrenta todo novelista al evadir el retrato de personajes históricos evidentes y elegir una estrategia narrativa distinta. Los eventos en esa novela suceden en una atmósfera onírica evidente. Si la vida es sueño, parece decirnos Solares, la historia es una pesadilla. Por eso su novela se sitúa desde dentro de la invasión norteamericana misma, en ese proceso humillante para nuestro

país cuya herida permanece abierta cada vez que somos testigos de la barbarie con que se trata a nuestros paisanos en Estados Unidos. Es en ese espacio simbólico y real donde se desarrollan los eventos novelescos de La invasión. La grotesca imagen de la bandera norteamericana ondeando en el Zócalo abre como un símbolo ominoso la trama de la novela. En ese ambiente de siniestra casa tomada, Solares desovilla diversas historias paralelas: un triángulo amoroso trágico y desesperado; una ciudad en ruinas; un sacerdote, el padre Jarauta —eco evidente de figuras como la de Hidalgo, Morelos, Fray Servando—, que busca alzarse en rebeldía; Abelardo, su protagonista, el insomne, obsesionado por desenterrar de su memoria lo vivido durante la invasión norteamericana gracias al recuerdo de su mentor, el doctor Urruchúa, y sobre todo gracias a su paciente esposa, Magdalena, que funciona como una suerte de Sherezada en la novela. ••• Madero, el otro condensa lo que podríamos llamar el principio de la madurez creadora de Solares. Novela biográfica e histórica, Madero, el otro es una suma de las preocupaciones fundamentales del autor. Con el trasfondo alucinante de la Revolución mexicana, Solares redescubre al individuo preocupado por el espiritismo y la frecuentación de los muertos a través de su conjuro, al tiempo que nos muestra al hombre sumergido en lo histórico. El principio que aplica Solares a su novela es, como en La invasión, el del extrañamiento: vuelve opaco un acon-

tecimiento histórico, lo torna refractario a la interpretación documental, y a partir de este principio desovilla una narración plena de revelaciones y atisbos. Pocas novelas han logrado captar las poderosas transformaciones que vivió el país a partir de 1910 como Madero, el otro. Acompañada de un riguroso trabajo de investigación, Madero, el otro devuelve a la vida a su personaje central gracias al conjuro de la palabra y a un aliento narrativo cuyo poder reside en el develamiento de la figura de Madero. Solares se aleja de los lugares comunes o de la mera biografía para otorgarnos a un Madero más cercano al demiurgo, al creador de universos, que al político. Solares logra la creación de un personaje no solo plausible sino multidimensional. El Madero espírita, heredero de una poderosa tradición que hunde sus raíces tanto en la racionalidad positivista como en el mesmerismo, el magnetismo y todas aquellas ciencias que nos recuerdan la riqueza de la cultura de fines del siglo XIX y principios del XX con todas sus contradicciones, ese Madero, más cercano a lo humano que a las visiones marmóreas y acartonadas que plagan nuestras visiones de la historia, se nos aparece con el esplendor del enigma de un individuo que al buscar la paz y la democracia se ve envuelto en la turbamulta de la Revolución y que, como afirmara Porfirio Díaz, “desata un tigre” con la Decena

Novela y alegato espiritual, relato fantástico, No hay tal lugar es ante todo un acto de fe de su autor

Trágica. El golpe de Estado de Victoriano Huerta, la grotesca muerte de Gustavo Madero, el hermano de Francisco, el levantamiento de Villa en el norte del país, el cobarde asesinato del prócer, se nos presentan en la novela de Solares con una perfección sutil, plena de detalles. Nadie había abordado todas las facetas de Madero como Solares. Desde su aparición, Madero, el otro se convirtió en un clásico instantáneo y se sitúa como una de las grandes novelas históricas de la literatura mexicana. ••• Si La invasión y Madero, el otro abordan con fortuna los laberintos de nuestra historia, con No hay tal lugar Solares nos sumerge de lleno en su universo de búsqueda espiritual, que consiste en ir al encuentro de lo sagrado, de esa otra realidad donde nada es lo que parece y donde relumbra la sacralidad de la escritura, su incurable necesidad de un poder superior, de un orden cósmico frente al caos aparente en que vivimos. En este ciclo novelesco encontramos por ejemplo El espía del aire, un relato de corte fantástico que nos revela la existencia de realidades paralelas, no por imaginarias menos reales que los acontecimientos reales o históricos. Novela y alegato espiritual, libelo religioso y relato fantástico, No hay tal lugar es ante todo un acto de fe de su autor. En este breve relato Solares ha logrado condensar muchas de sus reflexiones acerca de lo sagrado presentes en algunas de sus novelas anteriores como Madero, el otro y, sobre todo, en El sitio. Desde un punto de vista formal, lo más interesante

de No hay tal lugar es su decantada brevedad. Solares ha aprendido la lección de la novela corta que practicó en El espía del aire para ofrecer a sus lectores un relato que tiene las cualidades del relato fantástico y de la indagación plenamente religiosa. ••• Derrotado Porfirio Díaz en las elecciones de 1910, asesinado Madero, el presidente vencedor, a manos de Victoriano Huerta, la Revolución mexicana, a los años que le siguieron a estos hechos, siguió un rosario de muertes de sus principales caudillos y jefes guerreros: Zapata, Villa, Carranza, Obregón. El Jefe Máximo, como decía Rafael Tovar y de Teresa, comienza justo donde termina La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, el periodo que hoy conocemos como el Maximato, que abarca desde la muerte de Obregón y la entronización de Plutarco Elías Calles, la Guerra Cristera y el nacimiento del PNR, la matriz de la que surgiría el

Partido Revolucionario Institucional, una de las maquinarias políticas más eficaces de dominación que gobernó al país durante setenta años seguidos, la dictadura más larga de la era moderna, superando al Partido Comunista de la Unión Soviética, a la dictadura de Franco y a muchos otros gobiernos totalitarios. Pero Solares no intenta otorgarnos un mural, un panorama épico interminable. Se centra en la figura de Plutarco Elías Calles en sus días finales y a partir de este hecho minimalista nos otorga una serie de pistas sobre un personaje complejo, pleno de aristas y contradicciones que no permite una valoración moral unívoca sino abierta. Escrita en una prosa ágil, que a menudo combina el drama con el ensayo, y la reflexión con la narración pura de los hechos, se trata de un tipo muy novedoso de narración, en palabras de su autor una novela-reportaje. El Jefe Máximo se ubica en los días del asesinato de Álvaro Obregón, abarca la Guerra Cristera y el

fusilamiento del padre Pro y ha sido escrita en los días nefastos que vivimos en nuestro tiempo. En ambos momentos las guerras absurdas, la violencia extrema, parecen espejearse. De regreso de su exilio, luego de haber sido expulsado por Lázaro Cárdenas a causa de su intento de imponer su propio gabinete y continuar su mandato tras la presidencia, Calles comienza a sentir curiosidad por el espiritismo. El jacobino anticatólico de los años de la Guerra Cristera comienza a ver fantasmas y se interesa en acudir a las sesiones espiritistas que Rafael Álvarez presidía desde 1939 en el Instituto Mexicano de Investigaciones Síquicas, a las que asistían también políticos como Juan Andreu Almazán —polémico candidato a la presidencia frente a Ávila Camacho— y Miguel Alemán Valdés, quien fuera presidente de México unos años más tarde. La novela de Ignacio Solares parte de este interés por el espiritismo de Calles para enfrentarlo con sus

El narrador, dramaturgo y Premio Xavier Villaurrutia en 1998 por El sitio.

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propios fantasmas: Obregón, Madero y sobre todo el padre Pro. Ahí comienza el ajuste de cuentas con la propia existencia: sus culpas, cuitas y traiciones. Los cinco balazos que disparó León Toral a Obregón que se convirtieron en trece plomazos en la autopsia, y la frase de Calles “les pedí que lo remataran, no que lo acribillaran”. El fusilamiento de su amigo el general Serrano, su competidor en las elecciones. Su orden de fusilar a un par de borrachines porque había impuesto la prohibición del alcohol, mientras Calles se daba sus encerronas para beber a solas. Los miles de muertos de la Guerra Cristera, que el historiador Luis González y González calificara como el mayor sacrificio colectivo de la historia del país. Solares retrata la soledad del Jefe Máximo, su debilidad al final de sus días y, sobre todo, el recuento de una existencia plagada de aciertos y actos de locura. ••• El sueño de Bernardo Reyes, como El Jefe Máximo, es una adaptación de su propia obra teatral homónima, de una novela-reportaje en la que abundan los juegos intertextuales y las hipótesis ficcionales que se entreveran, conformando un sólido andamiaje narrativo. Esta novela, paralela en su temática a Madero el otro y gemela en su técnica a El Jefe Máximo, nos ofrece el retrato de una de las figuras más opacas de la Revolución: Bernardo Reyes, un hombre culto, con una fidelidad irrenunciable a la patria, a la que identifica con el orden y sobre todo con el respeto institucional, que se lanza a una campaña absurda, a destiempo, contra el presidente electo Francisco I. Madero con una rabia y una locura suicida de un patetismo quijotesco, trágico. Creo que solo Solares podría haber podido crear una novela posible de este personaje tan enigmático al que solo supera un Victoriano Huerta o un Emiliano Zapata, figuras que, desde sentidos opuestos, son refractarias a la representación. Huerta por sus diabólicas y siempre oblicuas intenciones y Zapata desde el mito de los dioses y los héroes telúricos. Bernardo Reyes es también un ser profundamente extraño. El general más culto de su tiempo en nuestro país, padre de Alfonso Reyes, nuestra figura literaria tutelar, se hunde en una telaraña de contradicciones y acciones a destiempo, como un personaje que aparece fuera de foco y de lugar en sus decisiones. Tal y como nos lo presenta Solares en su novela, se trata de un personaje de una propensión a la ingenuidad y el respeto al orden tales que lo llevan a soportar las humillaciones y desdenes de su jefe Porfirio Díaz, aferrado al poder, y que termina reaccionando equivocadamente en aras de una predisposición a un orden imposible de cultivar en un momento en que todo estaba a punto de desmoronarse en nuestro país con el desencadenamiento de la Decena Trágica. Con El sueño de Bernardo Reyes, Ignacio Solares nos otorga otro libro necesario para comprender al México moderno.

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LITERATURA

20 DE ABRIL 2019

LITERATURA

20 DE ABRIL 2019

Estas miradas a la obra de Ignacio Solares dan cuenta de sus tres grandes obsesiones: la historia, el individuo y lo sagrado

El acto mágico de la escritura MAURICIO MOLINA FOTOGRAFÍA: ARACELI LÓPEZ

E

n la vasta cartografía de la literatura mexicana, Ignacio Solares ha creado una obra única e irrepetible. Podemos ubicar en sus libros una serie de obsesiones que pueden situarse en tres grandes campos: la singularidad de nuestra historia, el enigma del individuo y el vislumbre de lo sagrado. Ninguno de estos temas puede observarse por separado, ya que están íntimamente imbricados en un todo orgánico. Ahí radica su originalidad. A menudo lo histórico y lo sagrado se suman al enigma del individuo. Si en sus primeras obras, Anónimo, Casas de encantamiento o Delirium tremens estos temas se nos presentan por separado, con el tiempo alcanzan su cristalización en obras posteriores, de modo que éstas dan sentido a los libros iniciales lo mismo que éstos iluminan toda su obra. Una marca de agua, un estilo, se nos revelan como el negativo que surge a la luz de la revelación. En La invasión, Solares sortea el difícil escollo al que se enfrenta todo novelista al evadir el retrato de personajes históricos evidentes y elegir una estrategia narrativa distinta. Los eventos en esa novela suceden en una atmósfera onírica evidente. Si la vida es sueño, parece decirnos Solares, la historia es una pesadilla. Por eso su novela se sitúa desde dentro de la invasión norteamericana misma, en ese proceso humillante para nuestro

país cuya herida permanece abierta cada vez que somos testigos de la barbarie con que se trata a nuestros paisanos en Estados Unidos. Es en ese espacio simbólico y real donde se desarrollan los eventos novelescos de La invasión. La grotesca imagen de la bandera norteamericana ondeando en el Zócalo abre como un símbolo ominoso la trama de la novela. En ese ambiente de siniestra casa tomada, Solares desovilla diversas historias paralelas: un triángulo amoroso trágico y desesperado; una ciudad en ruinas; un sacerdote, el padre Jarauta —eco evidente de figuras como la de Hidalgo, Morelos, Fray Servando—, que busca alzarse en rebeldía; Abelardo, su protagonista, el insomne, obsesionado por desenterrar de su memoria lo vivido durante la invasión norteamericana gracias al recuerdo de su mentor, el doctor Urruchúa, y sobre todo gracias a su paciente esposa, Magdalena, que funciona como una suerte de Sherezada en la novela. ••• Madero, el otro condensa lo que podríamos llamar el principio de la madurez creadora de Solares. Novela biográfica e histórica, Madero, el otro es una suma de las preocupaciones fundamentales del autor. Con el trasfondo alucinante de la Revolución mexicana, Solares redescubre al individuo preocupado por el espiritismo y la frecuentación de los muertos a través de su conjuro, al tiempo que nos muestra al hombre sumergido en lo histórico. El principio que aplica Solares a su novela es, como en La invasión, el del extrañamiento: vuelve opaco un acon-

tecimiento histórico, lo torna refractario a la interpretación documental, y a partir de este principio desovilla una narración plena de revelaciones y atisbos. Pocas novelas han logrado captar las poderosas transformaciones que vivió el país a partir de 1910 como Madero, el otro. Acompañada de un riguroso trabajo de investigación, Madero, el otro devuelve a la vida a su personaje central gracias al conjuro de la palabra y a un aliento narrativo cuyo poder reside en el develamiento de la figura de Madero. Solares se aleja de los lugares comunes o de la mera biografía para otorgarnos a un Madero más cercano al demiurgo, al creador de universos, que al político. Solares logra la creación de un personaje no solo plausible sino multidimensional. El Madero espírita, heredero de una poderosa tradición que hunde sus raíces tanto en la racionalidad positivista como en el mesmerismo, el magnetismo y todas aquellas ciencias que nos recuerdan la riqueza de la cultura de fines del siglo XIX y principios del XX con todas sus contradicciones, ese Madero, más cercano a lo humano que a las visiones marmóreas y acartonadas que plagan nuestras visiones de la historia, se nos aparece con el esplendor del enigma de un individuo que al buscar la paz y la democracia se ve envuelto en la turbamulta de la Revolución y que, como afirmara Porfirio Díaz, “desata un tigre” con la Decena

Novela y alegato espiritual, relato fantástico, No hay tal lugar es ante todo un acto de fe de su autor

Trágica. El golpe de Estado de Victoriano Huerta, la grotesca muerte de Gustavo Madero, el hermano de Francisco, el levantamiento de Villa en el norte del país, el cobarde asesinato del prócer, se nos presentan en la novela de Solares con una perfección sutil, plena de detalles. Nadie había abordado todas las facetas de Madero como Solares. Desde su aparición, Madero, el otro se convirtió en un clásico instantáneo y se sitúa como una de las grandes novelas históricas de la literatura mexicana. ••• Si La invasión y Madero, el otro abordan con fortuna los laberintos de nuestra historia, con No hay tal lugar Solares nos sumerge de lleno en su universo de búsqueda espiritual, que consiste en ir al encuentro de lo sagrado, de esa otra realidad donde nada es lo que parece y donde relumbra la sacralidad de la escritura, su incurable necesidad de un poder superior, de un orden cósmico frente al caos aparente en que vivimos. En este ciclo novelesco encontramos por ejemplo El espía del aire, un relato de corte fantástico que nos revela la existencia de realidades paralelas, no por imaginarias menos reales que los acontecimientos reales o históricos. Novela y alegato espiritual, libelo religioso y relato fantástico, No hay tal lugar es ante todo un acto de fe de su autor. En este breve relato Solares ha logrado condensar muchas de sus reflexiones acerca de lo sagrado presentes en algunas de sus novelas anteriores como Madero, el otro y, sobre todo, en El sitio. Desde un punto de vista formal, lo más interesante

de No hay tal lugar es su decantada brevedad. Solares ha aprendido la lección de la novela corta que practicó en El espía del aire para ofrecer a sus lectores un relato que tiene las cualidades del relato fantástico y de la indagación plenamente religiosa. ••• Derrotado Porfirio Díaz en las elecciones de 1910, asesinado Madero, el presidente vencedor, a manos de Victoriano Huerta, la Revolución mexicana, a los años que le siguieron a estos hechos, siguió un rosario de muertes de sus principales caudillos y jefes guerreros: Zapata, Villa, Carranza, Obregón. El Jefe Máximo, como decía Rafael Tovar y de Teresa, comienza justo donde termina La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, el periodo que hoy conocemos como el Maximato, que abarca desde la muerte de Obregón y la entronización de Plutarco Elías Calles, la Guerra Cristera y el nacimiento del PNR, la matriz de la que surgiría el

Partido Revolucionario Institucional, una de las maquinarias políticas más eficaces de dominación que gobernó al país durante setenta años seguidos, la dictadura más larga de la era moderna, superando al Partido Comunista de la Unión Soviética, a la dictadura de Franco y a muchos otros gobiernos totalitarios. Pero Solares no intenta otorgarnos un mural, un panorama épico interminable. Se centra en la figura de Plutarco Elías Calles en sus días finales y a partir de este hecho minimalista nos otorga una serie de pistas sobre un personaje complejo, pleno de aristas y contradicciones que no permite una valoración moral unívoca sino abierta. Escrita en una prosa ágil, que a menudo combina el drama con el ensayo, y la reflexión con la narración pura de los hechos, se trata de un tipo muy novedoso de narración, en palabras de su autor una novela-reportaje. El Jefe Máximo se ubica en los días del asesinato de Álvaro Obregón, abarca la Guerra Cristera y el

fusilamiento del padre Pro y ha sido escrita en los días nefastos que vivimos en nuestro tiempo. En ambos momentos las guerras absurdas, la violencia extrema, parecen espejearse. De regreso de su exilio, luego de haber sido expulsado por Lázaro Cárdenas a causa de su intento de imponer su propio gabinete y continuar su mandato tras la presidencia, Calles comienza a sentir curiosidad por el espiritismo. El jacobino anticatólico de los años de la Guerra Cristera comienza a ver fantasmas y se interesa en acudir a las sesiones espiritistas que Rafael Álvarez presidía desde 1939 en el Instituto Mexicano de Investigaciones Síquicas, a las que asistían también políticos como Juan Andreu Almazán —polémico candidato a la presidencia frente a Ávila Camacho— y Miguel Alemán Valdés, quien fuera presidente de México unos años más tarde. La novela de Ignacio Solares parte de este interés por el espiritismo de Calles para enfrentarlo con sus

El narrador, dramaturgo y Premio Xavier Villaurrutia en 1998 por El sitio.

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propios fantasmas: Obregón, Madero y sobre todo el padre Pro. Ahí comienza el ajuste de cuentas con la propia existencia: sus culpas, cuitas y traiciones. Los cinco balazos que disparó León Toral a Obregón que se convirtieron en trece plomazos en la autopsia, y la frase de Calles “les pedí que lo remataran, no que lo acribillaran”. El fusilamiento de su amigo el general Serrano, su competidor en las elecciones. Su orden de fusilar a un par de borrachines porque había impuesto la prohibición del alcohol, mientras Calles se daba sus encerronas para beber a solas. Los miles de muertos de la Guerra Cristera, que el historiador Luis González y González calificara como el mayor sacrificio colectivo de la historia del país. Solares retrata la soledad del Jefe Máximo, su debilidad al final de sus días y, sobre todo, el recuento de una existencia plagada de aciertos y actos de locura. ••• El sueño de Bernardo Reyes, como El Jefe Máximo, es una adaptación de su propia obra teatral homónima, de una novela-reportaje en la que abundan los juegos intertextuales y las hipótesis ficcionales que se entreveran, conformando un sólido andamiaje narrativo. Esta novela, paralela en su temática a Madero el otro y gemela en su técnica a El Jefe Máximo, nos ofrece el retrato de una de las figuras más opacas de la Revolución: Bernardo Reyes, un hombre culto, con una fidelidad irrenunciable a la patria, a la que identifica con el orden y sobre todo con el respeto institucional, que se lanza a una campaña absurda, a destiempo, contra el presidente electo Francisco I. Madero con una rabia y una locura suicida de un patetismo quijotesco, trágico. Creo que solo Solares podría haber podido crear una novela posible de este personaje tan enigmático al que solo supera un Victoriano Huerta o un Emiliano Zapata, figuras que, desde sentidos opuestos, son refractarias a la representación. Huerta por sus diabólicas y siempre oblicuas intenciones y Zapata desde el mito de los dioses y los héroes telúricos. Bernardo Reyes es también un ser profundamente extraño. El general más culto de su tiempo en nuestro país, padre de Alfonso Reyes, nuestra figura literaria tutelar, se hunde en una telaraña de contradicciones y acciones a destiempo, como un personaje que aparece fuera de foco y de lugar en sus decisiones. Tal y como nos lo presenta Solares en su novela, se trata de un personaje de una propensión a la ingenuidad y el respeto al orden tales que lo llevan a soportar las humillaciones y desdenes de su jefe Porfirio Díaz, aferrado al poder, y que termina reaccionando equivocadamente en aras de una predisposición a un orden imposible de cultivar en un momento en que todo estaba a punto de desmoronarse en nuestro país con el desencadenamiento de la Decena Trágica. Con El sueño de Bernardo Reyes, Ignacio Solares nos otorga otro libro necesario para comprender al México moderno.

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DE PORTADA

20 DE ABRIL 2019

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20 DE ABRIL 2019

El incendio de Notre-Dame significa algo más que un golpe a la cultura y a la cristiandad: refuerza el sentimiento de declive de la civilización francesa

Una herencia de memoria y destrucción

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MELINA BALCÁZAR MORENO/ PARÍS FOTOGRAFÍA EFE

Por qué, Señor? ¿Qué hemos hecho?”, fueron las primeras palabras del rector de Notre-Dame de París ante las cámaras, al descubrir el incendio de la catedral que coincidió con el primer día de la Semana Santa. Como si este acontecimiento viniera a sumarse a la serie de catástrofes que con fuego han marcado a la capital francesa en los últimos años. “Fatalidad” es la palabra que dio origen a la célebre novela de Victor Hugo, un grafiti en griego antiguo que descubrió por azar y cuya desaparición anunciaba la de la catedral misma: “fuera del frágil recuerdo que le dedica el autor de este libro, ya nada queda hoy de la palabra misteriosa grabada en la sombría torre de la catedral de NotreDame; nada queda tampoco del destino desconocido que resumía tan melancólicamente. El hombre que escribió aquella palabra en aquella pared desapareció, hace varios siglos; a su vez se borró la palabra del muro de la iglesia, como quizá la iglesia misma pronto desaparecerá de la faz de la Tierra. Basándose en esa palabra, se ha escrito este libro”. Así, el relato surge de la aniquilación de lo que nos han dejado las épocas anteriores, ejemplo de la “estupidez” de los hombres frente al pasado. Pues la Notre-Dame que inspiró al escritor no había sido aún restaurada y llevaba en sí las marcas del desgaste del tiempo, del abandono que amenazaba con destruirla y del que intentaba rescatarla. La catedral de piedra sobrevive hoy intacta en esa “catedral de papel”, como suele llamársele al libro de Hugo, quien encontraba en la transmutación el poder de la escritura. Envuelta en llamas aparece ya en aquellas páginas, escritas en 1831: “Todas las miradas se habían alzado hacia lo alto de la iglesia. Lo que veían era extraordinario. Sobre la cima de la galería más elevada, más arriba del rosetón central, había una gran llama que subía por entre los dos campanarios llevando remolinos

de chispas, una gran llama desordenada y furiosa de la que, por momentos, el viento arrastraba trozos en el humo”. En fuego, la describe también Apollinaire en Zona, “Rodeada de fervientes llamas, NotreDame me miró”, poema elegíaco que al decir el “declive de la belleza” se abría a un tiempo nuevo. Como recordatorio quizá de que “el pánico de los incendios incuba en el seno de las ciudades”, según lo entrevió Rilke en su visita a París en 1902. Pareciera que la catedral contiene en sí algo crepuscular, o más bien nuestra mirada: la nostalgia de un tiempo inamovible. El incendio que la ha puesto en peligro parece revelar la fragilidad de la idea de eternidad que encarna, no solo la del sueño de un tiempo divino sin fin que la cúpula consumida hoy por el fuego buscaba alcanzar, sino también la de una continuidad histórica, inextinguible, cimiento de la nación francesa o, como se afirma hoy, de la civilización occidental. De ahí tal vez las reacciones de tristeza tan vivas que el riesgo de su desaparición han suscitado en Francia y en el resto del mundo. De ahí también quizá la tregua en las hostilidades políticas, que se han intensificado con las elecciones europeas, o el llamado a suspender la campaña electoral de uno de los líderes de la oposición, Jean-Luc Mélenchon, ante la magnitud de lo acontecido. “Estamos de duelo”, dijo. A más de uno sorprendió que el defensor de la laicidad a ultranza manifestara públicamente una emoción tan intensa por la posible desaparición de un monumento religioso. Más bien se hubiera esperado de él que guardara silencio, como lo ha hecho gran parte de los escritores e intelectuales. Ya que, creo, algo más que estupefacción hay en este silencio: nos muestra la dificultad de evocar en el espacio público la existencia de una nación francesa, cuyas raíces se encontrarían en la cristiandad, el temor incluso de ser catalogado como reaccionario por expresar cualquier apego

La catedral en la hora en que está por caer la aguja inaugurada en 1860

La conmoción revela también la dificultad de pensar hoy una comunidad a la catedral. En un país tan dividido como lo es la Francia actual, resulta difícil verla como un lugar de conmemoración nacional, símbolo de la reconciliación entre política y religión, como lo hace Régis Debray —uno de los pocos en haberse expresado al respecto—,

que identifica en ella un “factor de concordia y no de discordia”, y nos recuerda momentos intensos de comunión cívica: el tedeum del armisticio en 1918, el tañido de las campanas por la Liberación de la ciudad o la ceremonia para las víctimas de los atentados de 2015.

El incendio de la catedral refuerza el sentimiento de declive de la civilización francesa que predomina en una parte de la clase intelectual. El historiador del arte Jean Clair, miembro de la Academia francesa y antiguo director del Museo Picasso, lo interpreta, por ejemplo,

como el punto culminante de la destrucción de la cultura que Notre-Dame representa y que el movimiento de los chalecos amarillos ha “vandalizado”, casi “profanado”, al deteriorar el Arco del Triunfo: “la imagen de la ciudad expuesta a los incendios se ha vuelto tan

familiar. […] Desde hace algunos meses, París se ha convertido, de manera extraña, en el lugar elegido para los incendios. La mirada se ha acostumbrado a ellos, a tal punto que se les considera banales. Cada sábado seguirán ardiendo tiendas, puestos de periódicos, bancos”.

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Sin embargo, esta visión que mitifica al pasado parece olvidar que la historia misma de Notre-Dame está marcada por la destrucción y que en ella se inscribe justamente el paradójico gesto que al buscar restaurarla la ha destruido. Así, el techo en el que se apoyaba la flecha que con su caída derrumbó la cúpula central, más que una recreación de la original del siglo XIII, desmontada durante la Revolución, fue una creación del arquitecto Eugène Viollet-le-Duc que la añadió en 1860 y que, para rencontrar lo que imaginaba era su espíritu medieval, destruyó las modificaciones efectuadas durante la época de Luis XIV, cuyo estilo detestaba. Las obras que emprendió —como parte del proyecto político de la Monarquía de Julio— no fueron para restaurarla, sino para embellecerla y acercarla al pasado ideal que su trabajo fue modelando: “Restaurar un edificio”, escribía, “no significa mantenerlo en buen estado, repararlo o remodelarlo, es restablecerlo en un estado completo que puede no haber existido nunca en un momento dado”. Ironía del destino, el altar mayor y la P iedad que de manera sorprendente sobrevivieron al incendio datan de esa época, que a su vez buscó borrar del edificio las huellas de su pasado gótico, que consideraba de mal gusto. Sin olvidar que la catedral se erigió sobre una más antigua, de estilo románico, de la que nada se conservó. La destrucción le ha dado forma a través de los siglos. Su historia nos muestra así que, para bien o para mal, la destrucción nos es inmanente y que lo que se acostumbra presentársenos como un sitio de memoria es ante todo uno de olvido. Habría así pues que recordar que el amplio atrio que nos permite contemplarla a la distancia, los jardines que armoniosamente la rodean, concretizan la voluntad del siglo XIX de despejar la ciudad, no solo para crear una vista bella, sino para evitar sobre todo que de nuevo se formaran barricadas en las calles. La conmoción que ha producido su incendio revela también la dificultad de pensar hoy una comunidad a partir de la idea de una unidad cultural e histórica que permitiría superar —borrar incluso, como lo quisieran algunos— las diferencias. Y nos ha mostrado cómo la trascendencia de la comunidad política ha sido remplazada por la trascendencia de la piedra, del monumento como resto imperecedero, testimonio de un pasado grandioso, que parece reconfortarnos. Detrás de tan inusual ímpetu de solidaridad internacional se encuentra tal vez el deseo de encontrar y hacer perdurar en el tiempo algo en común. Espero, sin embargo, que este deseo no se reduzca a la comunidad mediática, ni al ideal humanista que tiende a magnificar el compartir, el intercambio, al prójimo, ni a una pulsión únicamente identitaria. Pues en los intersticios de lo que nos separa, nos diferencia, puede surgir el sentido de lo que nos une: la posibilidad misma de una comunidad.

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El incendio de Notre-Dame significa algo más que un golpe a la cultura y a la cristiandad: refuerza el sentimiento de declive de la civilización francesa

Una herencia de memoria y destrucción

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MELINA BALCÁZAR MORENO/ PARÍS FOTOGRAFÍA EFE

Por qué, Señor? ¿Qué hemos hecho?”, fueron las primeras palabras del rector de Notre-Dame de París ante las cámaras, al descubrir el incendio de la catedral que coincidió con el primer día de la Semana Santa. Como si este acontecimiento viniera a sumarse a la serie de catástrofes que con fuego han marcado a la capital francesa en los últimos años. “Fatalidad” es la palabra que dio origen a la célebre novela de Victor Hugo, un grafiti en griego antiguo que descubrió por azar y cuya desaparición anunciaba la de la catedral misma: “fuera del frágil recuerdo que le dedica el autor de este libro, ya nada queda hoy de la palabra misteriosa grabada en la sombría torre de la catedral de NotreDame; nada queda tampoco del destino desconocido que resumía tan melancólicamente. El hombre que escribió aquella palabra en aquella pared desapareció, hace varios siglos; a su vez se borró la palabra del muro de la iglesia, como quizá la iglesia misma pronto desaparecerá de la faz de la Tierra. Basándose en esa palabra, se ha escrito este libro”. Así, el relato surge de la aniquilación de lo que nos han dejado las épocas anteriores, ejemplo de la “estupidez” de los hombres frente al pasado. Pues la Notre-Dame que inspiró al escritor no había sido aún restaurada y llevaba en sí las marcas del desgaste del tiempo, del abandono que amenazaba con destruirla y del que intentaba rescatarla. La catedral de piedra sobrevive hoy intacta en esa “catedral de papel”, como suele llamársele al libro de Hugo, quien encontraba en la transmutación el poder de la escritura. Envuelta en llamas aparece ya en aquellas páginas, escritas en 1831: “Todas las miradas se habían alzado hacia lo alto de la iglesia. Lo que veían era extraordinario. Sobre la cima de la galería más elevada, más arriba del rosetón central, había una gran llama que subía por entre los dos campanarios llevando remolinos

de chispas, una gran llama desordenada y furiosa de la que, por momentos, el viento arrastraba trozos en el humo”. En fuego, la describe también Apollinaire en Zona, “Rodeada de fervientes llamas, NotreDame me miró”, poema elegíaco que al decir el “declive de la belleza” se abría a un tiempo nuevo. Como recordatorio quizá de que “el pánico de los incendios incuba en el seno de las ciudades”, según lo entrevió Rilke en su visita a París en 1902. Pareciera que la catedral contiene en sí algo crepuscular, o más bien nuestra mirada: la nostalgia de un tiempo inamovible. El incendio que la ha puesto en peligro parece revelar la fragilidad de la idea de eternidad que encarna, no solo la del sueño de un tiempo divino sin fin que la cúpula consumida hoy por el fuego buscaba alcanzar, sino también la de una continuidad histórica, inextinguible, cimiento de la nación francesa o, como se afirma hoy, de la civilización occidental. De ahí tal vez las reacciones de tristeza tan vivas que el riesgo de su desaparición han suscitado en Francia y en el resto del mundo. De ahí también quizá la tregua en las hostilidades políticas, que se han intensificado con las elecciones europeas, o el llamado a suspender la campaña electoral de uno de los líderes de la oposición, Jean-Luc Mélenchon, ante la magnitud de lo acontecido. “Estamos de duelo”, dijo. A más de uno sorprendió que el defensor de la laicidad a ultranza manifestara públicamente una emoción tan intensa por la posible desaparición de un monumento religioso. Más bien se hubiera esperado de él que guardara silencio, como lo ha hecho gran parte de los escritores e intelectuales. Ya que, creo, algo más que estupefacción hay en este silencio: nos muestra la dificultad de evocar en el espacio público la existencia de una nación francesa, cuyas raíces se encontrarían en la cristiandad, el temor incluso de ser catalogado como reaccionario por expresar cualquier apego

La catedral en la hora en que está por caer la aguja inaugurada en 1860

La conmoción revela también la dificultad de pensar hoy una comunidad a la catedral. En un país tan dividido como lo es la Francia actual, resulta difícil verla como un lugar de conmemoración nacional, símbolo de la reconciliación entre política y religión, como lo hace Régis Debray —uno de los pocos en haberse expresado al respecto—,

que identifica en ella un “factor de concordia y no de discordia”, y nos recuerda momentos intensos de comunión cívica: el tedeum del armisticio en 1918, el tañido de las campanas por la Liberación de la ciudad o la ceremonia para las víctimas de los atentados de 2015.

El incendio de la catedral refuerza el sentimiento de declive de la civilización francesa que predomina en una parte de la clase intelectual. El historiador del arte Jean Clair, miembro de la Academia francesa y antiguo director del Museo Picasso, lo interpreta, por ejemplo,

como el punto culminante de la destrucción de la cultura que Notre-Dame representa y que el movimiento de los chalecos amarillos ha “vandalizado”, casi “profanado”, al deteriorar el Arco del Triunfo: “la imagen de la ciudad expuesta a los incendios se ha vuelto tan

familiar. […] Desde hace algunos meses, París se ha convertido, de manera extraña, en el lugar elegido para los incendios. La mirada se ha acostumbrado a ellos, a tal punto que se les considera banales. Cada sábado seguirán ardiendo tiendas, puestos de periódicos, bancos”.

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Sin embargo, esta visión que mitifica al pasado parece olvidar que la historia misma de Notre-Dame está marcada por la destrucción y que en ella se inscribe justamente el paradójico gesto que al buscar restaurarla la ha destruido. Así, el techo en el que se apoyaba la flecha que con su caída derrumbó la cúpula central, más que una recreación de la original del siglo XIII, desmontada durante la Revolución, fue una creación del arquitecto Eugène Viollet-le-Duc que la añadió en 1860 y que, para rencontrar lo que imaginaba era su espíritu medieval, destruyó las modificaciones efectuadas durante la época de Luis XIV, cuyo estilo detestaba. Las obras que emprendió —como parte del proyecto político de la Monarquía de Julio— no fueron para restaurarla, sino para embellecerla y acercarla al pasado ideal que su trabajo fue modelando: “Restaurar un edificio”, escribía, “no significa mantenerlo en buen estado, repararlo o remodelarlo, es restablecerlo en un estado completo que puede no haber existido nunca en un momento dado”. Ironía del destino, el altar mayor y la P iedad que de manera sorprendente sobrevivieron al incendio datan de esa época, que a su vez buscó borrar del edificio las huellas de su pasado gótico, que consideraba de mal gusto. Sin olvidar que la catedral se erigió sobre una más antigua, de estilo románico, de la que nada se conservó. La destrucción le ha dado forma a través de los siglos. Su historia nos muestra así que, para bien o para mal, la destrucción nos es inmanente y que lo que se acostumbra presentársenos como un sitio de memoria es ante todo uno de olvido. Habría así pues que recordar que el amplio atrio que nos permite contemplarla a la distancia, los jardines que armoniosamente la rodean, concretizan la voluntad del siglo XIX de despejar la ciudad, no solo para crear una vista bella, sino para evitar sobre todo que de nuevo se formaran barricadas en las calles. La conmoción que ha producido su incendio revela también la dificultad de pensar hoy una comunidad a partir de la idea de una unidad cultural e histórica que permitiría superar —borrar incluso, como lo quisieran algunos— las diferencias. Y nos ha mostrado cómo la trascendencia de la comunidad política ha sido remplazada por la trascendencia de la piedra, del monumento como resto imperecedero, testimonio de un pasado grandioso, que parece reconfortarnos. Detrás de tan inusual ímpetu de solidaridad internacional se encuentra tal vez el deseo de encontrar y hacer perdurar en el tiempo algo en común. Espero, sin embargo, que este deseo no se reduzca a la comunidad mediática, ni al ideal humanista que tiende a magnificar el compartir, el intercambio, al prójimo, ni a una pulsión únicamente identitaria. Pues en los intersticios de lo que nos separa, nos diferencia, puede surgir el sentido de lo que nos une: la posibilidad misma de una comunidad.

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ENSAYO

PERSONERÍO

¿Qué lee el príncipe? JOSÉ DE LA COLINA

C La noche del 15 de abril en París.

Notre-Dame

Lo que dejó el fuego

S

JOSÉ ABDÓN FLORES/ PARÍS FOTOGRAFÍA EFE

ímbolo del cristianismo, Notre-Dame de París es el monumento más visitado de Europa. También es el “punto cero” para Francia, es decir, el sitio desde donde se miden todas las distancias. Testigo de la historia gala, Notre-Dame ha visto los siglos desfilar ante ella. Una estimación optimista de las pérdidas presupone un costo millonario para la reconstrucción y un lapso de tiempo que, dicen los expertos, llevaría al menos quince años. La magnitud del incendio parecía colosal, por lo que el rescate se concentró en las reliquias de la Pasión de Cristo (la Santa Corona de espinas, un trozo de la Cruz y un clavo de la crucifixión) y en la túnica de San Luis. El resto de las piezas en la Sala del Tesoro, objetos litúrgicos principalmente, también pudo ser salvado y trasladado al ayuntamiento de París. Tal vez la imagen emblemática de esta tragedia sea la aguja de la catedral abatida por el fuego. Diseñada en 1852 por el arquitecto Viollet-le-Duc, tenía una altura de 93 metros, lo que originó que no pudiera ser alcanzada por el agua de los camiones cisterna. Su armazón cayó dentro de la iglesia y con ella el pararrayos espiritual, un gallo de bronce que contenía tres reliquias: una espina de la Santa Corona, una reliquia de San Denis y una más de Santa Geneviève. Cabe mencionar que las dieciséis estatuas de bronce que circundaban la aguja habían sido removidas para su restauración tan

solo cuatro días antes. La parte más afectada fue el techo de la nave, que estaba por ser sometido a una restauración. Fue construido en el siglo XIII con encinos y otros elementos que datan del siglo VIII. Esta maravillosa armazón de vigas y trabes que medía 110 metros por 13 de ancho y 10 de alto, y que era referida como “el bosque”, fue consumida por las llamas. De hecho, cada viga era un árbol; para conformar este bosque arquitectónico se talaron 21 hectáreas de foresta. Una techumbre formada por 1326 láminas de plomo recubría este armazón. La violencia del incendio las consumió de igual modo. *** Apenas en 2013 había concluido la restauración del Gran Órgano (que data del siglo XV) a la entrada del recinto. El incendio generó una temperatura de aproximadamente 800 grados centígrados al interior de la catedral, situación delicada no solo para los tres órganos existentes sino para los objetos valiosos como cuadros y piezas de madera que alberga Notre-Dame. Según uno de los organistas titulares, “el órgano no sufrió quemaduras pero quedó cubierto por una mezcla de escombros,

El incendio generó una temperatura de aproximadamente 800 grados centígrados

polvo y agua”. En efecto, después de las llamas el agua es otro enemigo que debe afrontar la catedral ya que tras horas de intervención de los bomberos, y pese a un trabajo escrupuloso, la humedad generada fue demasiada. Imaginados como flores del Paraíso, los tres rosetones de Notre-Dame se cuentan entre los más importantes y bellos del mundo. Se sabe que el rosetón sur o del mediodía no sufrió daños; sin embargo, el plomo que separa cada una de las láminas de vidrio es sensible a las altas temperaturas. Por ello, existe la posibilidad de que el rosetón oeste sea removido. Hasta el momento se sabe que los vitrales que se han perdido son los del siglo XIX. Los Mayos son trece pinturas religiosas de gran formato. Deben su nombre a que eran ofrecidos por la corporación de orfebres parisinos a la Virgen el 1 de mayo de cada año. El más antiguo es de 1634 (El descenso del Espíritu Santo), pintado por Jacques Blanchard, y el más reciente es de 1702. Hasta el momento no hay un comunicado oficial sobre su estado, pero sus dimensiones de más de tres metros comprometen su integridad pues están diseminados en las 30 capillas de la catedral. Será una semana después cuando puedan ser descolgados para ser sometidos a un proceso de deshumidificación. Pero la verdadera pérdida en NotreDame va más allá de lo particular, pues el conjunto se ha dañado: la catedral gótica más importante del mundo no volverá a ser la misma.

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uando, en la tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca, el protagonista, patético, peripatético y (para mí) uno de los menos simpáticos de la obra de Shakespeare, recorre la galería del palacio de Elsinor meditando cómo armar la venganza prometida al fantasma de su padre y leyendo o fingiendo leer un libro, el viejo chambelán y charlatán Polonio le sale al paso y, con la intención de investigar las intenciones del príncipe, inicia un diálogo pretendidamente casual. “¿Qué estás leyendo, señor?”, pregunta el gentilhombre de cámara improvisado en espía palaciego. “Palabras, palabras, palabras” (Words, words, words!), responde lateralmente Hamlet. Y el príncipe Hamlet, tan pedante e intratable como acostumbra, soltará este comentario en el que más parece injuriar al añoso Polonio que reseñar un libro: “¡Calumnias, amigo mío! Porque el maldiciente satírico dice aquí que los viejos tienen la barba gris, que sus rostros están surcados de arrugas, sus ojos destilan espeso ámbar y goma de ciruelo y que adolecen de una cuantiosa falta de juicio, a la vez que de gran flojera en las nalgas; todo lo cual, señor mío, aunque yo lo creo a pie juntillas, no encuentro, sin embargo, decente que lo pongan así en esos términos, porque vos mismo, amigo, seríais como yo si pudiese andar hacia atrás como los cangrejos”. Recuerdo que cuando, asistiendo en la adolescencia y en una arrabalera sala de cine a un insólito programa doble: Las aventuras de Robin Hood y Hamlet, me hallé desprevenidamente conociendo la tragedia del príncipe danés filmada por Lawrence Olivier y actuada por él mismo con cierta letargia de zombi a tono con el protagonista, el cual, para mi gusto, se veía demasiado inactivo después del saltarín y sonriente Robin Hood-Errol Flynn. Me inquietó el hecho de que no se dijera el título ni el autor del libro (cosa que bastaría para infamar hasta al más humilde de los reseñistas literarios), y sin que el fotógrafo nos ofreciese un primer plano del volumen. ¿Qué libro era? El dato no podía ser insignificante en un drama tan serio, y protagonizado por quien a mi juicio no hacía nada de manera espontánea e irreflexiva. ¿Mentía el taimado príncipe y estaba leyendo un tratado sobre la eliminación de parientes traidores o la fabricación de venenos tan mortales como indelebles?, o bien ¿tenía en las manos, por no haber memorizado sus líneas, precisamente la tragedia de Hamlet escrita por William Shakespeare, con lo cual podría darse lo que en francés llaman la mise en abîme: Hamlet que lee un libro en el que Hamlet lee un libro en el que Hamlet lee un…? De cualquier modo, aparecido en la página y luego en el tablado y luego en la pantalla de cine, ese libro estaba presente solo “virtualmente”. El príncipe Hamlet leía, y leerá siempre que leamos o contemplemos su tragedia, un libro fantasma. Y aun si para meter un libro en las manos del actor, el departamento de utilería habrá contribuido con un tomo de cualquier cosa, lo cierto es que ese libro “actuaba” el papel de otro libro que en principio no existía sino en la imaginación shakesperiana y en la sarcástica reseña del príncipe: una obra, pues, tan espectral como el puñal mental de Macbeth o como el filosófico cuchillo de Lichtenberg.

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NARRATIVA, ENSAYO El pabellón de oro

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EN LIBRERÍAS

20 DE ABRIL 2019

La colina de Watership

A FUEGO LENTO La catadora de Hitler

Tipos que no duermen por la noche Nitro Noir, México

Yukio Mishima Alianza España, 2018 320 páginas

Richard Adams Seix Barral México, 2019 451 páginas

V . S. Alexander Planeta México, 2019 361 páginas

Si bien algunos de sus lectores consideran que esta obra no es la más recomendable para quien se quiera introducir en el universo literario del autor japonés, es una de las más conocidas. La novela está celebrando 70 años y esta edición destaca porque es la primera traducción que se hace directamente del japonés. La historia de Mizoguchi y su relación con el templo del título ha sido vista como una alegoría del Japón de la Segunda Guerra. Un Mishima en plenitud.

Publicada en 1972, esta novela es no solo un éxito de ventas sino una de esas fábulas que nacieron pensando en el público infantil y juvenil y terminaron capturando la atención de los adultos. Su protagonista es Quinto, un conejo que guía a sus compañeros a través de brezales, caminos rurales y bosques en busca de un nuevo hogar. Tiene así la forma de una huida y también la de un renacimiento, lo que la emparenta con los antiguos relatos iniciáticos. No hay cabida para lo humano.

El misterio que hay detrás de la muerte del Führer sigue inspirando a historiadores y autores de ficción. En este caso, priva solo la imaginación aunque se refuerce con el trabajo de algunos investigadores. Durante dos años, presenciamos la vida de Margot Wölk, una de las quince mujeres encargadas de probar los alimentos de Hitler, siempre temeroso de un atentado. Los hechos corren de 1943 hasta la caída final de Berlín y no dejan de transmitir una sensación de opresión.

Boicot. El pleito de Echeverría con Israel

La guerra zapatista, 1916-1919

El templo del cosmos

Ariela Katz Gugenheim Cal y arena México, 2019 488 páginas

Francisco Pineda Gómez ERA México, 2019 441 páginas

Jeremy Naydler Atalanta España, 2019 460 páginas

Esta investigación gira en torno a lo que Héctor Aguilar Camín llama “un error único”: cuando México votó a favor de la condena del sionismo en la ONU en 1975. Este hecho provocó un boicot turístico contra nuestro país por las organizaciones judías en Estados Unidos. Pero este error, como en general ocurre, tuvo precedentes. En esta apasionante historia de malentendidos e intereses políticos se involucran personalidades como Luis Echeverría y Henry Kissinger.

Esta obra ambiciosa nace de la convicción de que la insurgencia en Morelos durante los años de la Revolución no puede estudiarse sin atender algunos hechos que sacudían a Occidente: la Gran Guerra, la hegemonía estadunidense y la debilidad de la Corona española. Con estos elementos a la mano, Pineda describe la “guerra de exterminio” encabezada por el ejército de Carranza y la resistencia y posterior derrota de los campesinos rebeldes.

Se acepta que la civilización occidental hunde sus raíces en los griegos y los hebreos, pero se olvida que estas civilizaciones tienen un antecedente más antiguo. Para Naydler, “Egipto nos llama como una parte perdida de nosotros mismos”. Más que en ninguna otra parte del mundo antiguo, ahí dioses y humanos estuvieron en contacto íntimo. La profecía de Hermes Trimegisto de que en Egipto habrá “una restauración sagrada”, incluye a “la naturaleza toda”.

Frente al aparador ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

D

espués de Crónicas desde el piso de ventas —un libro en el cual se disfrutan el sentido de la ironía y el de la observación—, cabría esperar que Iván Farías diera un golpe contundente en su faceta de narrador. Habrá, sin embargo, que esperar. Tipos que no duermen por la noche (Nitro Noir), doce cuentos suscritos al género negro, consigna más una serie de intentos que de certidumbres. Su lectura trae por fuerza una desconsolada sensación: la de que todo en él pudo haberse resuelto mejor. El mayor tropiezo proviene del estilo. Farías no ha sabido entender que la oralidad es un artilugio lingüístico y no simple denotación. Por eso hallamos estas frases: “Siempre me ponías un poema para despedirte. Había algunos en qué pensé que te estabas enamorando de mí” (¿?) o “Los pibes con los que cojo siempre tienen coca” (suponemos a una argentina) o “Nel, no puedo. Me cae de madre que no puedo”. Ya que el estilo no es un artículo de primera necesidad, podríamos suponer que las energías se concentran en el argumento. Pero, a excepción de “Veneno de serpiente”, que cierra el volumen, no encuentro sino historias con desarrollos y finales predecibles, para no hablar de esos cierres en los que la solución llega con los mismos recursos (dos de ellos ofrecen la imagen del personaje en el momento de “irse desvaneciendo”). Pienso, por ejemplo, en “Buscar y destruir”. Nada más observamos a esa familia vacacionista internándose por las carreteras y los caminos vecinales de Veracruz, y una vez que el padre irresuelto censura, como de pasada, la mala conducta del ejército, presentimos el inevitable desenlace. Pienso asimismo en “Pagar el alquiler”, en el cual la muerte del protagonista se anuncia desde la primera página solo para dejar sin efecto la pretendida atmósfera de suspenso. Desconsuela de igual modo “Cruz Diablo”, una estampa costumbrista sin más propósito que el de alentar las risotadas del grupo de cuates. Tipos que no duermen por la noche lleva a preguntar por los alcances del noir a la mexicana. ¿Debemos considerarlo una vitrina donde se exhiben la violencia institucional, las complicidades entre los servidores públicos y los narcotraficantes y tratantes de blancas, el ego desequilibrado de los procuradores de justicia? ¿Debemos considerarlo solo eso, un observatorio sin empeño intelectual ni arrogancia literaria?

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ARTE

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CRÓNICA

La aniquilación de la memoria Ai Weiwei se presenta en nuestro país con una exposición de significados políticos ÁNGEL SOTO FOTOGRAFÍA A. S.

E

l asombro se instala en el visitante tras cruzar las puertas de cristal de la sala que alberga Restablecer memorias, la exposición con obras de Ai Weiwei (Beijing, 1957) montada en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) de la UNAM. La estructura ruinosa de un palacio chino de 400 años de antigüedad se alza monumental en el primer cuadrante. Considerada el mayor readymade histórico-político del artista chino, la obra se titula Salón ancestral de la familia Wang. Es, en palabras de Cuauhtémoc Medina —director del MUAC y curador de la exhibición—, su “obra más significativa en relación con sus intervenciones sobre artefactos históricos”. Los asistentes pueden deambular libremente bajo ese esqueleto de madera intervenido con tallas coloreadas con pintura industrial, elementos sustitutos de las piezas que, con el paso de las décadas, se pudrieron o fueron carcomidas. En su momento de esplendor, el salón concentró numerosos aspectos de la vida cultural, religiosa y social de la familia Wang y operaba como centro de veneración de su antepasado más antiguo, Wang Hua, príncipe de la antigua región costera de Yue (actual provincia de Zhejiang). A través de los años, sus funciones y valores se han modificado en respuesta a las circunstancias de la época, desde las guerras, la reforma agraria de 1950 y la Revolución Cultural de los años sesenta, hasta un viraje en la política turística y el despegue del nuevo capitalismo en China. El proyecto de Ai Weiwei —explica Medina en el libro que acompaña la muestra— indaga la relación entre cambio y perpetuidad “sin ajustarse ni a lo uno ni a lo otro”. Para asimilarlo en su totalidad, hay que alzar la mirada, fijarla en los rincones, examinar los detalles: las grietas en el material son testigos del tiempo transcurrido, pero también cicatrices de la destrucción cultural, la violencia y la pérdida de la sociedad rural. Al otro lado de la sala, dos paredes soportan un mural con 46 retratos hechos de diminutas piezas LEGO. Son los rostros de 46 estudiantes —43 desaparecidos y tres asesinados entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014— de la Escuela Normal Rural

Aspecto de la pieza Salón ancestral de la familia Wang.

de Ayotzinapa. Debajo de ellos se extiende el relato de la tragedia: el recuento de la noche atroz contrapuntea los diagnósticos forenses ignorados, el hedor a corrupción e impunidad que envuelve al caso y las promesas incumplidas de Enrique Peña Nieto. Hacer esa lectura —cuestión de, por lo menos, 40 minutos— es revivir la historia. Al terminar, el cansancio —físico y emocional— es inevitable, pero uno no puede eludir la sensación de que ese pesar es minúsculo comparado con el que han padecido los padres y familiares de las víctimas. Su resistencia, valga decirlo, es admirable. Los Retratos de LEGO tienen como antecedente la instalación exhibida por primera vez en 2014, en la antigua prisión de la Isla de Alcatraz. Trace fue ideada por Ai Weiwei durante su arresto domiciliario en China y estuvo conformada por los retratos de 176 presos de conciencia. Las obras en LEGO, según exponen los apuntes curatoriales, “proveen una base uniforme

y colorida a las muchas imágenes de baja calidad usadas para crear la pieza y además cuestionan el criterio de ‘lo político’ en la recepción del espectador”. El día de la inauguración, Ai Weiwei visita el Museo Universitario de Arte Contemporáneo. Los asistentes lo reconocen, se acercan, piden fotos que él concede sin protestas —su cuenta de Instagram es testigo de su afición por las selfies—. Es un imán de las cámaras. En ese espacio, los 15 minutos de fama que vaticinó Warhol se extienden en horas. Aunque no logra avanzar más que unos pasos, el artista sonríe y disfruta del apapacho mexicano. Cuauhtémoc Medina interviene para anunciar que habrá una firma de libros. Frente a una mesa colocada frente a las taquillas del MUAC, Ai Weiwei pasa las siguientes dos

horas autografiando catálogos, libretas y hasta bolsas. En domingo —segundo día de actividades—, la afluencia no es menor. Desde las diez de la mañana, el museo recibe a espectadores que rápidamente se van multiplicando. Un nutrido grupo, conformado sobre todo por extranjeros, sigue la voz entusiasmada de su guía. Igual que el día anterior, las cámaras abundan, quizá al acecho de otra visita inesperada del maestro. Cerca del mediodía, un hombre se para al centro de la sala y comienza el conteo, nítido y firme, del uno al 43, que remata con el grito de “¡Justicia!” El eco de esa palabra se extiende en el espacio. Es, precisamente, la noción que une a ambas propuestas: la necesidad de justicia ante la desolación en que nos ha dejado la aniquilación de la memoria.

Las grietas son testigos del tiempo transcurrido y cicatrices de la destrucción cultural

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ESCENARIOS

20 DE ABRIL 2019

DANZA

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RELATO

Todos somos animales y los libros también XIMENA CUEVAS

L Una escena de Romeo y Julieta de Sergei Prokófiev

Romeo y Julieta en Chapultepec

A

ARGELIA GUERRERO makarova81@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA TEATRO BOLSHOI

lo largo de la historia literaria y artística se han destacado autores y obras por el modo, el estilo y las perspectivas desde las cuales se abordan, narran y revisten temas que pueden entenderse como universales y que trascienden espacios y tiempos. Son temas que resultan una constante. William Shakespeare es uno de esos artistas que se convirtió en clásico no solo por obedecer a lo que dicta el canon del arte, desde el que se hace un censo de lo que es buena literatura de lo que no lo es. Shakespeare ha logrado transitar por las diversas etapas de la historia de la humanidad debido a la sensibilidad para abordar temas como el amor, la muerte, la lealtad y la fidelidad, la familia, el honor y la honra... Muchas de sus obras han sido llevadas no solo a la forma escénica del teatro, sino que han experimentado los géneros del cine, la ópera y la danza. Romeo y Julieta. La historia de los amantes de Verona es bastante más que la trágica historia de dos jóvenes cuya relación amorosa se torna imposible; va acompañada de cuestionamientos y reflexiones en torno a las maneras de comportarse y entender valores que parecieran incuestionables, y que, sin importar las épocas, se pueden y deben poner a debate. A través de su historia de amor, los amantes de Verona nos

guían por los senderos de pensarse como hombres y mujeres de una época para cuestionar sus paradigmas. La joven Julieta, para quien la vida parece prevista y resuelta, decide confrontarse con su linaje, con la historia de su familia y sus reglas, para realizarse y ejercer el libre albedrío, incluso hoy en día acotado. Romeo, aun y con mayor margen de autonomía históricamente concedida a su condición de varón, también se ve forzado a torcer reglas impuestas para realizar su deseo de enlazar su vida no solo con una mujer distinta al linaje que le está destinado, sino de unirse a una joven cuya relación le está negada. Ambos personajes se sitúan en el margen de hacer lo prohibido, romper las reglas y reivindicarse como seres libres cuya autodeterminación están dispuestos a defender, literalmente, hasta la muerte. Este drama de Shakespeare resulta fascinante por el viaje a la psique de los personajes, no solo de los protagonistas, sino del reparto. El guion nos conduce a los cambios en la manera de mirarse a sí mismos y a la sociedad que les rodea. El autor

Los coreógrafos nos entregan una versión que conjuga el rigor y la sutileza del ballet clásico

nos comparte sus cuestionamientos, y a través de su narrativa somos testigos de los cambios ideológicos y su reflejo en acciones y comportamientos. Ahí la maestría de autores como Shakespeare. Los próximos 26, 27 y 28 de abril, y 3 de mayo, en la Ciudad de México, tendremos la oportunidad de mirar una versión danzada de este texto clásico en el alcázar del Castillo de Chapultepec. Una versión coreografiada por Raúl Támez, Óscar Ruvalcaba y Rodrigo González. Una vez más hago referencia a los proyectos que, al margen de las compañías formalmente constituidas, han reflejado el esfuerzo independiente de coreógrafos y bailarines por realizar producciones serias y de calidad. Sobre la partitura de Sergei Prokófiev, los coreógrafos nos entregan una versión que conjuga el rigor y la sutileza del ballet clásico, con la plasticidad y soltura de la danza contemporánea. Un reto que todo el elenco consigue con compromiso y entrega pese a ser un espacio bellísimo, pero complicado para ejecutar danza. Raúl Támez, cuya calidad técnica e interpretativa es indiscutible, ha consolidado una mancuerna extraordinaria con la bailarina Cinthya Hamm, quien posee una madurez interpretativa que se conjuga con su carácter lúdico y pueril para interpretar una Julieta muy completa y versátil, tal como lo exige la compleja historia contada por Shakespeare.

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os libros se cubrían de polvo, olvidados. Miraban cómo del estudio salían ropavejeros con antigüedades del siglo XIX. Cajas de documentos y fotos de familia se metían como cadáveres a bolsas negras de plástico. Los cuadernos de dibujos los cargaba con sonoras carcajadas un galerista ambicioso. El templo de la creación se iba vaciando día a día. Con tanto que tenían que decir los libros, sus letras no se escuchaban. Silencio. Nadie las quería escuchar. Allá desde la oscuridad del Castillo de la Ignorancia. A veces un trapo pasaba a enlodarlos. Hasta que la Señora Ignorancia, vestida en pants, dijo una mañana con la voz dulce que le había funcionado tan bien: “Ya, que se lleven esos libros viejos, nada más estorban”. Intercambió unos cuantos billetes arrugados con el tlacoache que recorría las calles en su carreta. “Libros viejos que vendan”. Los libros cayeron como cascada de piedras en la carreta, sintieron cierto aliento de vida cuando sus hojas revolotearon como las de los pájaros. Las risas pícaras de Armando Jiménez Farías se asustaron con las sangrientas palabras de Truman Capote, ya no estaban a su lado los cancioneros de Chava Flores ni las caricaturas de Sergio Aragonés o de José Guadalupe Posada, ya no estaban los compañeros burlones que vivieron juntos casi 50 años en el mismo estante. Los cuerpos del manierismo respiraron al sentir el sol en la piel; nunca habían ido a las islas del sur, pero este calorcito les antojó recargarse en las palmeras verdes del libro en Bali de Miguel Covarrubias. Los indios de México de Fernando Benítez echaron humo al descubrir que no los acompañaban ni el tomo I ni el tomo III. Quevedo, Kafka y Dostoievski cerraron con fuerza sus lomos para que no volaran los dibujos del artista que los había estudiado. Josephine Baker salió del libro rojo para bailar charlestón con Carlos Fuentes mientras Octavio Paz escribía una dedicatoria al artista. Los poemas de Homero Aridjis con sus ojos de otro mirar hicieron un guiño a la amistad. Así cada uno de los libros empezó a respirar vida. Sabían que ningún otro lugar sería tan desolador como el Castillo de la Ignorancia. Aunque nunca más estuvieran juntos. Su primer destino fue una banqueta por donde cruzaban piernas apuradas para entrar a las oficinas o cruzar al metrobús. La figura de un hombre se inclinó hacia los libros. Sus manos delicadas abrieron uno y leyó la dedicatoria a mano con tinta negra: “Para José Luis Cuevas con afecto de Jorge Ibargüengoitia”, lo levantó como quien tiene en sus manos un tesoro, el libro sintió gran aliento de vida. El libro sabía que este hombre lo iba a leer. Así cada uno de los libros fue libre y encontró el guiño añorado de quien los atesoraría. El artista fue feliz de saber que sus libros caminaban por las calles de México.

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LABERINTO

DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

20 DE ABRIL 2019

http:// www.milenio.com/cultura/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLaberinto

TOSCANADAS

Almas muertas y Almaviva DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

C

uando alguien quiere captar la atención de sus compañeros de mesa, puede comenzar diciendo: “No es que me guste el chisme…”. A quienes lo escuchan tampoco les gustan los chismes, pero se vuelven todo oídos. Gogol se refiere a este rasgo de la naturaleza humana en Almas muertas: “pero los mortales son así: por muy infame que sea una noticia, con tal de que sea una novedad, uno la divulgará, aunque solo sea para decir: ‘Fíjese qué mentira han divulgado’, y el otro mortal la escuchará con placer, aunque diga luego: ‘Es una mentira infame que no merece ninguna atención’. Y acto seguido se irá a buscar a un tercer mortal para contárselo y exclamar luego, junto con él, con noble indignación: ‘¡Qué mentira más infame!’. Y necesariamente esta noticia dará la vuelta a la ciudad y todos los mortales se hartarán de comentarla,

EL BARBERO DE SEVILLA

La ópera de Rossini que se levanta contra la calumnia.

reconociendo después que aquello no merece ninguna atención ni merece la pena que se hable de ello”. No sé cómo habría redactado Gogol este párrafo en tiempos del tuit, que le ha dado al chisme nueva magnitud, categoría y verosimilitud goebbelsiana. Así, alguien podría parafrasear a Sabines: “Yo no lo sé de cierto, pero he tuiteado que una mujer y un hombre un día se quieren, se van quedando solos poco a poco, algo en su corazón les dice que están solos, solos sobre la tierra se penetran, se van matando el uno al otro”. Eso mero: yo no lo sé de cierto. Verdad es que el pez muere por la boca, pero algunas serpientes llevan en ella el veneno para matar. El toro embiste porque no puede hacer otra cosa y el cacomixtle mata porque sí. Un proverbio de Salomón dice: “Las palabras del chismoso son como bocados suaves, y penetran hasta las entrañas”, y el propio Jehová soltó como mandamiento: “No andarás chismeando

entre tu pueblo”. Nadie canta mejor el tema que don Basilio, en El barbero de Sevilla de Rossini. Para desprestigiar al conde de Almaviva, “bisogna principiare a inventar qualche favola che al pubblico lo metta in mala vista”. Y así nos revela en el aria que la calumnia es como una suave brisa que insensible, sutil, ligera y dulcemente comienza a susurrar; que diestramente se introduce en la oreja de la gente y que a medida que sale de la boca va tomando fuerza y volando di loco in loco, que ojalá significara “de loco en loco”, pero significa “de un lugar a otro”. Hasta que “produce un’esplosione come un colpo di cannone”, e inevitablemente “il meschino calunniato, avvilito, calpestato, sotto il pubblico flagello, per gran sorte va a crepar”. O sea, “el infeliz calumniado, cabizbajo, pisoteado, bajo el flagelo público de suerte morirá”. Pero no fue así, porque al final Almaviva se queda con Rosina y vivieron felices para siempre.

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CAFÉ MADRID

Cabrona de siete suelas

L

ourdes pasó de mentarle la madre a Dios a darle las gracias por la ajetreada vida que le dio. Una vida tan extraordinaria como admirable que descubrí hace diez años, en la equina de Aztecas y Fray Bartolomé de las Casas, gracias a Alfonso Hernández, el cronista oficial de Tepito, quien nos había llevado al cartujo del que soy discípulo y a mí hasta el corazón del barrio para dejarnos deslumbrados con una mujer muy chambeadora y cábula. Valiente y chingona. Ex alcohólica, ex drogadicta, ex ultra desmadrosa y ex sirvienta. De voz ronca, cuerpo moreno y delgado, ojos muy expresivos, cejas luciferinas, boca de lenguaje florido que no sabía callar, cabellera injertada “pero bien negra y larga”, dos brazos fuertes, un pie operado, un fundillo y unas chichis bien puestas. Un cáncer que le hacía los mandados. Una misa de quince años en el Vaticano con fiesta en Viena y vestido de la emperatriz Carlota. Hartos años de comerciante de ropa y películas y discos piratas entre varios operativos policiacos. Un montón de viajes por casi todo el mundo. Habitante de un barrio emblemático y mundialmente famoso que le había dado todo pero que también le había quitado. Madre de una sobrina, hija de una familia de mamá muy dura, papá muy dulce y hermanos muy desmadrosos. Campeona invicta de albures y, sobre todo, una mujer muy cabrona. “Una cabrona de siete suelas”. Es decir: oro puro para un pinche reportero que se vería muy pendejo si no le echaba huevos para contar su grandiosa historia. Conseguí hacerlo gracias a su generosidad y a semanas enteras que pasé su lado. Lourdes Ruiz Baltazar,

VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismo@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA TWITTER

nacida en 1968 (“un año muy cabrón y a lo mejor eso influyó en mi destino”), me permitió estar con ella en su puesto, en su casa, en sus talleres de gramática leperezca, en las calles donde jugaba cuando era niña, en la vecindad donde nació. Siempre hablando a calzón quitado, dándome cuenta de los putazotes que le había dado la vida y de cómo se había levantado (“porque la vida es de huevos, manito”) y carcajeándonos sin pausa

Explotando su ingenio, se hizo famosa y hasta se convirtió en un icono de la cultura popular

ni pudor. “A mí todo el mundo me ve muy alegre, pero pus nadie sabe lo que tiene el costal más que el que lo carga”, decía, y enseguida abría las compuertas de su memoria y dejaba ver su capacidad de superación y su enorme calidad humana. A los nueve años se dio un golpe en la ingle mientras jugaba en el barandal de unas escaleras. A los doce le diagnosticaron cáncer, los médicos le extirparon los ovarios y la matriz y ella nunca le perdonó a su madre que hubiera dado el permiso (“porque con eso se acabó mi idea de tener hijos”). No disfrutó sus XV Años porque le habían dicho que a esa edad se iba a morir. Probó las drogas, aprendió a alburear (“entre la chanza y la risa, ¡les clavo la longaniza! Y sin mentar

Lourdes Ruiz Baltazar, la Reina del albur, murió el 13 de abril.

madres, ¿eh? El albur es ingenio y juego de palabras”). Las broncas del barrio acabaron con dos de sus hermanos a balazos. Una de sus hermanas le quitó al que pensaba que era “el hombre de su vida”. Luego se reconcilió con su madre, “con mucho cariño, dejando atrás cualquier rencor”. Se las arregló para piratear películas y cedés. Después, iba a surtirse de ropa al Canal de Panamá. Con sus ganancias recorrió un titipuchal de países y se compró un departamento en la mismísima Fortaleza del barrio bravo, con tres recámaras que elegía para dormir de acuerdo a su estado de ánimo: “si estoy triste o desesperada o melancólica, la rosa. Si tengo que solucionar algún problema, personal o económico, la verde. Pero si me siento la gran mujer, la gran señora, la súper chingona, la dueña del mundo, me voy a la roja con dorado, que es la de alto pedorraje”. Explotando su ingenio, se hizo famosa y hasta se convirtió en un icono de la cultura popular chilanga. “Mi vida no la he vivido, la he corrido. Pero he superado un montón de cosas y ahora nada ni nadie me baja la autoestima. Es más fácil que me bajen los calzones. Aunque, la verdad, ya tengo desconectado el fundillo del corazón”, sentenció en una de nuestras charlas, en medio de su ajetreo cotidiano. Porque Lourdes nunca descansaba. “Ya descansaré cuando me muera”, repetía. Pero antes quería verse viejita, caminando a paso lento con un bastón de toques, “pa’ que no se me acerque ningún hijo de la chingada”. Ya no podrá ser. Ya está descansando. ¡Órale, manita! Allá donde estés: cuídatelo. Pero el espíritu, ¡a lo demás dale fuego!

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