Suplemento cultural de MILENIO
LABERINTO HOMBRE DE CELULOIDE
CAFÉ MADRID
FERNANDO ZAMORA
VÍCTOR NÚÑEZ JAIME
La apuesta coral de Hotel Mumbai
La España que Hemingway se comió
Foto: Screen Australia
SÁBADO 29 DE JUNIO DE 2019 XVI ANIVERSARIO - NÚMERO 837
Banquete por los 80 años de José Emilio Pacheco Gabriel Zaid, Eko, Iván Ríos Gascón, José Ángel Leyva, Luis García Montero, Laura Emilia Pacheco, José de la Colina/ FOTOGRAFÍA: ISAAC ESQUIVEL/ CUARTOSCURO
Foto: Julio Ubiña
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ANTESALA
29 DE JUNIO 2019
CASTA DIVA
La Orestíada AVELINA LÉSPER www.avelinalesper.com FOTOGRAFÍA PILI PALA
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ientras una soberbia antigua suele engendrar una soberbia nueva”, dice el coro en La Orestíada de Esquilo, advirtiendo la tragedia que inundará de sangre la casa de Agamenón. Pasó el tiempo de la tragedia, hoy son tiempos moralígenos, somos una civilización soberbia, despreciamos las pasiones, los maniqueos señalan lo bueno y lo malo. En el Teatro el Galeón presentaron La Orestíada en una versión del dramaturgo inglés Robert Icke, dirigida por Lorena Maza. Es teatro a la medida de la fácil psicología contemporánea, “cristianizado” con personajes “más humanos”, es decir, más mediocres, sin heroísmo. La anécdota no fue adaptada, fue simplificada, reducida a la estatura de un pensamiento incapaz de retar a los dioses al enfrentar a su destino. En la versión de Esquilo, la acción se desata cuando Agamenón sacrifica a su hija Ifigenia para ganar la Guerra de Troya, que ya lleva diez años de infortunios, la ata como a una cabritilla y la degüella, los dioses y Zeus son testigos de la sangre negra en el altar. Es tal el horror que Agamenón pide que la amordacen para que no lo maldiga. En esta versión políticamente correcta, Agamenón “va al trabajo”, platica con sus hijos, Electra, Orestes e Ifigenia, les pregunta “cómo estuvo su día” y cenan en familia, el sacrifico de Ifigenia no existe, en una dulcificación apta para una serie de televisión, le recetan unas pastillas y muere dormida. Patético. La grandeza del sacrificio, ritual y dramático, se sustituye con una descripción efectista de las sustancias y las reacciones corporales. Clitemnestra y Agamenón son una pareja de telenovela, tienen una larga e inútil discusión sobre el asesinato de Ifigenia de “no la mates” y “si la mato”, que obviamente no llega a nada. El juicio de Orestes por matar a su madre parece terapia de las constelaciones. Las actuaciones algunas son sobresalientes y compensan a los actores jóvenes esforzándose en parecer unos niñatos rebeldes, el asunto es que con un texto traicionado la tragedia se degrada en nota roja. La escenografía sobre una larguísima mesa, recurso muy copiado del teatro polaco de hace años, y con elementos de arte VIP, imita los trapos manchados con “sangre de cadáver” que Margolles llevó a la Bienal de Venecia, y en el piso la grieta que se abre de Doris Salcedo de la Sala de Turbinas de la Tate, en el colmo de la literalidad como es una familia fracturada, pues la grieta, y como hay muchos muertos, pues los trapos, la metáfora aniquilada por la actualidad. Los clásicos adaptados pueden ser muy certeros porque su poesía y filosofía son intemporales, aquí el texto aniquila a la poesía. Es tiempo de ser correctos, resolver la vida con ansiolíticos y omeprazol.
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Escena de La Orestíada (Teatro El Galeón).
Hotel Mumbai. Dirección: Anthony Maras. Australia, 2018.
HOMBRE DE CELULOIDE
Morir para salvar al amo
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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA SCREEN AUSTRALIA
esulta chocante una obra que pretende que nos identifiquemos con un grupo de empleados que, en un hotel de lujo, están dispuestos a dar la vida por los clientes. Textual. En la película Hotel Mumbai “el cliente es dios,” según dice el jefe. Luego se entera uno de que, en efecto, la mitad de quienes murieron en estos atentados que tuvieron lugar en 2008 eran sirvientes, padres y madres de familia que, habiendo hecho del cliente su dios, prefirieron morir antes de faltar a aquella máxima de que hay que dar al cliente más de lo que espera. Y los clientes del Taj Mahal Palace Hotel, como buenos millonarios, esperan que des la vida por ellos. No se trata, claro, de ponerse a ver cuál vida vale más, pero que un trabajador que se baña a jicarazos se sacrifique por un millonario ruso no es algo que se promocione mucho desde que se abolió la esclavitud. Hotel Mumbai es una película australiana de guion pretendidamente coral. Es decir, presenta viñetas poco desarrolladas de muy diversos personajes involucrados en un macabro acto terrorista. Hay grandes guiones corales, pero no es el caso de Hotel Mumbai: las viñetas no son lo suficientemente poderosas como para que terminemos por identificarnos con los protagonistas
pues la complejidad psicológica de los personajes está lejos de obras de sirvientes tan leales como los de la serie televisiva Downton Abbey. Los cocineros, los botones y los recepcionistas del hotel más elegante en una ciudad tan llena de pobres no se elaboran. Así, desconocemos por qué el jefe de cocineros está tan obsesionado con aquello de que el “cliente es dios”. En otras películas de semiesclavos uno se entera, por ejemplo, de que son seres tan solitarios que han terminado por anularse a sí mismos para hacer del bienestar de quienes sirven su sentido de existir. Acabamos de verlo en la película Roma de Cuarón. Lo dicho, por supuesto, no resta dramatismo a un acto terrorista, pero aun en este punto hay problemas en los diálogos. Por ejemplo, uno de los ricachones escupe a su sicario lanzándole este insulto: “campesino”. Como si ser campesino fuese algo realmente vergonzoso. Y uno justifica el culatazo que recibe el millonario a cambio de su escupitajo.
Hotel Mumbai presenta viñetas poco desarrolladas de muy diversos personajes
Aun así hay un momento realmente dramático: una mujer frente al AK 47 del terrorista comienza a recitar el Salat, una de las exaltaciones más solemnes del Islam. Enfrentado con su propia fe, con su propia calidad de asesino, el terrorista se encuentra de pronto consternado. Como si la exaltación de Alá se transformara en un reproche contra los asesinatos que ha cometido. Es una escena realmente buena. Lástima que en el contexto resulte igualmente contradictoria porque termina por poner al espectador del lado del terrorista arrepentido y no del lado de las víctimas. Para darnos una idea del tamaño del cliché de los personajes creados por el australiano Anthony Maras, baste decir que los principales son un estadunidense de los que pide hamburguesas con salsa de tomate en el hotel más elegante de Mumbai y llegado el momento se enfrenta a puño limpio con un grupo de fanáticos terroristas para tratar de salvar a su bebé. El otro es ambiguo, vulgar, carente de moral. Contrata prostitutas y bebe whisky puro de malta envejecido en barricas escocesas por veinte años. ¿De qué nacionalidad será este hombre? ¡Ruso, claro! Anthony Maras ha conseguido transformar la narración de un acto vergonzoso en un hecho moralista y banal.
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APUNTE
Artículos de lujo
LOS PAISAJES INVISIBLES
El afecto perdurable
GABRIEL ZAID
IVÁN RÍOS GASCÓN
La Gazeta de México fue un semanario publicado en 1722 que también incluía noticias de libros. La Revista Azul, publicada por Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufoo de 1894 a 1896, fue un suplemento dominical de El Liberal cuyo prestigio rebasó las fronteras. Los suplementos creados por Fernando Benítez en El Nacional, Novedades, Siempre! y unomásuno de 1947 a 1977 fueron la Revista Azul del siglo XX. Su secretario de redacción en Siempre! fue José Emilio Pacheco. Paralelamente al desarrollo de los suplementos, nació la tradición del artículo de periódico que no solo es literario por su contenido, sino por su forma. Manuel Gutiérrez Nájera, Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Octavio Paz, Jorge Ibargüengoitia, José de la Colina y José Emilio Pacheco hicieron del artículo una obra de arte. Y, sin embargo, el artículo es visto como menos. El resto de la obra de José Emilio Pacheco ha sido recogida, editada, comentada, pero sus artículos siguen desperdigados. Son un lujo fugaz no atesorado. Habría que empezar por lo más elemental: reunirlos en un sitio de internet.
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EX LIBRIS
Las batallas en el desierto/ EKO
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@IvanRiosGascon
n su “Inventario” del 19 de noviembre de 1994, “Carta a Vicente Leñero, en defensa de Juan García Ponce: La verdadera historia del ‘affaire’ Donoso” (Inventario. Antología, Era/ El Colegio Nacional/ UAS/ UNAM, vol. III), José Emilio Pacheco elucidó un malentendido que duró casi tres décadas: el entuerto provocado por una mano negra en un artículo que José Donoso publicó en La Cultura en México, suplemento de la revista Siempre!, del que JEP fue jefe de Redacción de 1962 a 1967, y de 1969 a 1971. Recuerda JEP que en junio de 1965, José Donoso y Augusto Monterroso le llevaron textos sobre Beber un cáliz, el libro de Ricardo Garibay. En aquella época, las páginas de La Cultura en México se procesaban en los talleres Lito–Offset Sánchez y entre los linotipistas había un “chistoso” que se divertía poniendo anotaciones al margen de los artículos, gracejadas que recortaban antes de mandar a imprenta. JEP dio unos ejemplos de sus guasas: “¨¡Újule. Si este chorro de pendejadas es poesía, yo soy Díaz Mirón!” o “Ya chole de pintura abstracta: mejor publiquen fotos de encueradas”. Esos apuntes hacían malabares en la cuerda floja del descuido: JEP le advirtió al bromista que su juego podría meterlos en problemas pero éste no hizo caso, y una tarde en que los empleados del taller se ausentaron por cuestiones sindicales, el desastre ocurrió en el artículo del chileno y no cortaron el agregado en caracteres bold: “Muy bueno para criticar pero es una pobre bestia”. A pesar de la amplia aclaración, con todo y señalamiento del responsable, que Fernando Benítez publicó en dos partes en La Cultura en México, y no obstante que JEP entregó a María Pilar, esposa de Donoso, el manuscrito original sin ningún añadido ajeno como prueba de que nadie del suplemento había “sembrado” esas palabras ominosas, para los Donoso el presunto culpable era Juan García Ponce, al que también le achacaron los tormentos de la úlcera que padecía el autor de Coronación. Esta anécdota ilustra la peor pesadilla de un editor: descubrir su trabajo estropeado, y peor, envenenado; asumir responsabilidades que no le corresponden; disculparse por algo que no hizo y cargar con el encono de un autor (resentimiento difícil, si no imposible, de remediar, pues no hay losa más pesada que la escama de un ego herido, y para egos, los escritores se pintan solos). Los “Inventarios” de JEP eran un híbrido asombroso: crónica, ensayo, memoria y erudición, un pequeño laberinto con sutiles conexiones de lectura. Sea acerca de Borges y Nabokov, sea sobre la historia de Los Pinos, sea en torno de Jack the Ripper o de Walt Whitman, JEP implanta detalles imborrables en el lector. ¿Por qué digo esto? Volviendo a la defensa de García Ponce, el dato significativo es la úlcera que sufría Donoso. Esa dolencia, enfatiza JEP, no fue producto de la grosería del linotipista y estaba en lo cierto. La lesión tenía otra causa. Según Correr el tupido velo, esa especie de biografía del escritor chileno que su hija, Pilar Donoso, publicó en 2009, la úlcera empeoró por el bloqueo creativo que en 1965 le impedía a su padre culminar El obsceno pájaro de la noche, y en cambio, le inspiró El lugar sin límites. Aquel año, los Donoso se hospedaron con Carlos Fuentes, viajaron a Estados Unidos, se instalaron en Cuernavaca, en Guanajuato, e intentaron resolver sus conflictos personales pero no se amargaron por el infortunado artículo de La Cultura en México, el disgusto editorial que a JEP le dio otra noción de la injusticia y una insólita dimensión de la honorabilidad y la amistad: la defensa que Vicente Leñero hizo de JEP, la defensa de García Ponce por parte de JEP, el afecto perdurable entre Donoso y JEP, o tal vez nada de eso, tal vez me equivoco porque cada “Inventario” tiene interpretaciones infinitas.
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El 30 de junio, el polígrafo mexicano cumpliría 80 años. Dieciséis voces lo celebran y exploran las facetas de su obra
Banquete literario con José Emilio Pacheco
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JOSÉ ÁNGEL LEYVA FOTOGRAFÍA MOISÉS PABLO/ CUARTOSCURO
a poesía fue su eje rector, pero atravesó géneros y épocas. José Emilio Pacheco, uno de nuestros más notables polígrafos, cumpliría 80 años de vida este 30 de junio. Su discurso proteico sigue dando mucho de qué hablar a los prosistas, a los poetas, a los traductores, a los periodistas y a quienes lo conocieron y se maravillaron con su personalidad humilde hasta casi la culpa por su inteligencia y erudición. Su timidez era jocosa, su cortesía no estaba exenta de firmeza intelectual, de convicción. Imaginemos un banquete en el que el nombre de José Emilio Pacheco llama la atención de todos los comensales que se han reunido para conmemorar el aniversario de su natalicio número 80. El primero en levantar la mano es el de mayor edad, el poeta español Antonio Gamoneda. “Mirad: estoy leyendo prodigiosamente. Escuchad; escuchad prodigiosamente: Vuelven de entre los muertos las vocales. Qué sencillo. ‘Sencillo y hermético’. Cómo no, cómo no. ¡José Emilio hace tan fácil lo difícil y tan difícil lo fácil! Nos ciñe con facilidad, y muy repentino, muy difícilmente, hace la gran conversión: viene la noche con su gran manto de espinas, y funda y fecunda la transformación, y la imposibilidad de cada día entra en la posibilidad eterna. He aquí la gran poesía sencilla en el punto cero de la ciencia hermética. “Estando cervantinamente en éstas, el Gran Simulador Pacheco sonríe. Sonríe y esconde la primera verdad en la última, y sucesivamente al contrario, y así hasta que todo está incomprensiblemente claro. De esta manera, la mentira deja de existir y se pierde, qué feliz extravío. ¡Ah Pacheco Pacheco!”
Se oye otro acento español, es el escritor Luis Antonio de Villena, autor del libro Iniciación a José Emilio Pacheco, recién publicado por la Universidad Veracruzana. “Pacheco fue un poeta deslumbrante precisamente porque no lo era. Porque la fuerza sencilla de su poesía venía de su profunda inmersión en la cultura y en la vida. José Emilio fue un poeta vitalista y culturalista y lo hizo muy bien y con sencillez. Por eso él se extrañaba de los tantos grandes premios que le llovieron en México o en España, y que él decía no merecer. Lo traté mucho y siempre fue generosa y plenamente entregado al oficio de la palabra, y más en poesía”. La mexicana Ethel Krauze decide terciar y definir lo que Pacheco representó para los mexicanos. “Jose Emilio fue un hermano mayor para mi generación. No era el padre a quien se teme y al que se rinde culto; no era el par con quien se discute de tú a tú. Exactamente ese intermedio que se tiene más cerca que lejos, que se quiere emular y con quien se puede conversar amigablemente. Así lo veíamos y lo tratábamos, hurgando en la pluralidad de su obra. No era amigo de pasarelas, sino devoto de su biblioteca”. A su lado, el poeta mexicano José Javier Villarreal, acompañado de su esposa, la también poeta Minerva Margarita Villarreal, asienta afirmativamente y, tras dar un sorbo a su copa de vino, comenta que Pacheco nos enfrenta a la metáfora del río. “Ahora estoy pensando en Czeslaw Milosz, pero también en la ironía de un Joseph Brodsky. La poesía de José Emilio Pacheco guarda un diálogo dinámico con estas poéticas; pero su concreción, la limpieza retórica de sus poemas breves; esa pasión por el dardo epigramático no solo descansa en la tradición latina, sino que se adereza con ese Siglo de Oro, con ese último Siglo de Oro, donde Baltasar Gracián deja su impronta desasosegante en la brillante curiosidad creativa de Sor
Versión del poema “La cruz de mi parroquia” con correcciones de mano del propio JEP.
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Juana. Y José Emilio Pacheco está muy atento de la tradición que lo sostiene”. Marco Antonio Campos se mueve inquieto en su lugar, no para disentir de Villarreal, sino para complementar su propia visión del Pacheco Poeta. “Se ha hablado muchas veces de que la literatura es un sueño ordenado, o para Borges, un sueño dirigido; a la inversa, algo en Pacheco, escéptico e íntimamente desencantado, lo atraía la gran mayoría de las veces a componer con palabras hechas música las más variadas pesadillas. La única fiel, la que nos acompaña siempre —‘invisible, invencible’— es la Desdicha, pero aun así, pese a los triunfos numerosos de ella, como el boxeador de uno de sus poemas en prosa, Pacheco concluiría con algo que podría ser también una declaración o recomendación henchida de orgullo del hombre muchas veces vencido pero no doblado: ‘Nadie jamás me vio tendido en la lona’. Pacheco es un verdadero maestro del poema en prosa, uno de mis maestros”. La regiomontana Minerva Margarita lanza una mirada aprobadora y cómplice a Campos y se pone de pie. “De la poesía de José Emilio Pacheco admiro virtudes esenciales y al mismo tiempo adversas a movimientos que se empoderaron en Hispanoamérica en la década de 1980 y 1990. La erudición de Pacheco, que era de una vastedad impresionante, jamás se impuso con fines explicativos ni se perdió en la acumulación o el agregado. Sus imágenes son certeras. La música del verso trabaja para dirigirlas hacia un fin determinado. El poema concreta una intención o logra una visión”. El poeta chileno José María Memet se sirve de una botella de vino tinto, de uva Carmenere, que tiene muy a la mano. Cuenta que se celebraba el Bicentenario Chile–México, en el Palacio de Minería, en 2010. Tras finalizar la lectura de José Emilio, unos amigos poetas lo invitaron a irse con ellos a un bar. Pacheco contestó que no, pues debía escuchar primero a Memet. El chileno, emocionado, remata: “Siempre lo amaré por su respeto enorme a la poesía”. Reflexivo, mesándose la barba de candado, el argentino Jorge Boccanera, quien vivió su exilio en México, reitera la proverbial sencillez del poeta, su erudición, su elegante manera de resolver lo mismo una antología de haikus que un artículo periodístico, una traducción que un ensayo. Boccanera retoma el tema de la poesía de Pacheco. “En su obra despliega un haz de voces que nos hablan desde distintas situaciones y momentos históricos, que apuntan a la encrucijada del hombre montado en el oleaje del tiempo. Lo transitorio del amor, del poder y el fracaso de cualquier tabla de salvación a la que creemos poder aferrarnos. Una poesía rica en juegos de identidad —poetas apócrifos, traducciones, versiones, escritos a la manera de un coloquio cruzado por referencias culturales, históricas y zoológicas”. Para el peruano Renato Sandoval Bacigalupo, políglota, traductor, poeta que ahora reside en China, en la poesía de Pacheco todo se mueve, gira, asciende en espiral, cae en vértigos, sin saber de finales absolutos, altos totales, conclusiones definitivas; a lo más, un paréntesis entre dos actos. “Acaso la máxima sabiduría que habrá alcanzado un proteico, cambiante e imperecedero poeta como Pacheco, se resume en
estos versos descoyuntantes y deslumbrantes de su ‘Prehistoria’: Enseguida pensé que Dios es dos:/ la luna y el sol, la tierra y el mar, el aire y el fuego./ O es dos en uno:/ la lluvia-la planta,/ el relámpago-el trueno”. Hay quienes en este banquete dicen decantarse, sin demeritar su poesía, por el Pacheco narrador. Así lo expresan los mexicanos Víctor Toledo y Luis Aguilar. “Prefiero sus relatos: la precisión, ritmo y economía de su escritura —sostiene el primero—, más la penetrante visión y a veces cosmovisión (de un mundo que parece tener como esencia la pérdida), la habilidad narrativa, ligera y profunda como veloz golondrina, antes de la lluvia que desata, lo hacen más poeta”. Concluye y cede la palabra a su colega tampiqueño. “Me pareció siempre mejor narrador. No obstante, su narrativa es sumamente poética. Desde Las batallas en el desierto, pasando por El principio del placer o Morirás lejos, encontramos una obra cargada de una estética por momentos más propia de la poesía”. Pero ¿qué piensan los narradores?, me atrevo a preguntar, desde un extremo de la enorme mesa, a cuatro de los más destacados novelistas mexicanos que escuchan muy atentos las opiniones de los poetas. De manera sosegada, Élmer Mendoza libera su pensamiento: “José Emilio es la voz revolvente de la poesía mexicana. Como prosista es un provocador; dueño de un estilo zigzagueante, propuso lecturas infinitas de sus textos. Nos compartió ‘Inventarios’ porque debíamos saber más de lo necesario para escribir con propiedad”. Conmovido, Pedro Ángel Palou, narrador e integrante del llamado Crack mexicano, lo califica de maestro insuperable, de escritor único sin falsa modestia, sencillo y generoso.
“En su poesía, todo se mueve, gira, asciende en espiral, cae en vértigos”, Renato Sandoval
Ensalza por igual la novela conjetural Morirás lejos que la noveleta Las batallas en el desierto, sin dejar de lado su poesía, a la que define como canto a la desaparición de lo humano desde la desesperación de lo natural. “Sus cuentos siguen deslumbrando. Y ese hermoso libro, El principio del placer, me acompañará siempre. Siempre envidié su memoria literaria, quizá junto a la de Reyes, la más impresionante de nuestras letras. Lo sabía y lo leía todo. No he conocido a nadie igual”. Martín Solares secunda a Élmer y, refiriéndose a la columna de Pacheco en la revista Proceso, señala que en ‘Inventario’ estaba contenido de manera natural el bagaje literario y el mar de lecturas de José Emilio. Un aprendizaje por el que valía la pena comprar el semanario. Y concluye: “¡Cuánto se extraña un nuevo poema, un nuevo artículo, un nuevo cuento y, en general, un nuevo escrito de José Emilio Pacheco!”. El mazatleco Juan José Rodríguez se apresura a continuar: “Fue de esos escritores cuyo acto revolucionario radica en escribir y pensar bien. Una vez mencioné, bromeando con otra persona, al inexistente violinista Laszlo Loszla. Él me escuchó y comentó que lamentablemente ese era en realidad Benito Bodoque tocando el violín en Carnegie Hall. José Emilio no solo conocía a los personajes secundarios de Don Gato y su pandilla, podía incluso mejorar el chiste. Me reveló el origen de su erudición: cuando cuidaba a sus hijas, mientras su mujer estudiaba, veía las caricaturas con ellas y por eso se las sabía de memoria. Pacheco, un erudito en las cosas que hacen la vida y, también, un secreto maestro de la ternura”. El colombiano Juan Manuel Roca pesca al hilo el comentario del mazatleco y hace énfasis en esa erudición totalizante, como cuando luego de mostrarle una antología de Hart Crane, el poeta que se suicidó lanzándose al mar, Pacheco le dijo que el padre de éste era el
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inventor de los salvavidas. Roca difundió durante años la terrible paradoja: el hijo del creador de los salvavidas había muerto ahogado. El propio José Emilio, tiempo después, le aclararía que en México hay unos dulces con un agujero en medio, llamados así, salvavidas. El padre de Crane ganó mucho dinero con la golosina. Luego, Roca advierte: “Debo decir que tengo en mucha estima sus cuentos y sobre todo sus ensayos. Lo creo uno de los mejores ensayistas de su generación, si no el más. Admiro además su obra hablada. Hay una afirmación de Pacheco que me impactó por su síntesis histórica desde la primera lectura: la idea de que la primera rebelión de la mujer no fue el derecho al sufragio sino a la brujería. Asistir a sus heréticos ejercicios de la memoria fue siempre para mí algo admirable”. Tras la intervención de los narradores y de Roca, la poeta y conductora de radio y televisión Julia Santibáñez llama la atención a los comensales sobre el Pacheco traductor. Menciona, por ejemplo, el tratamiento soberbio de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, su trabajo impecable y la revelación de los versos de “East Coker”. Ese trabajo de búsqueda que lo aproximó a escritores de varias geografías. Como la traducción interesa de manera particular al poeta y fundador de los Institutos Cervantes de Cracovia y de Varsovia, el español Abel Murcia es el último en tomar la palabra para apuntar que Pacheco ha estado siempre en las conversaciones con su gran amigo mexicano Gerardo Beltrán. “Hay poetas en cuya poesía uno, por así decirlo, se reconoce. Hay poesía que parece colarse por entre las fisuras del tiempo y del espacio para llegar, para volver a nosotros. Eso es lo que me ha sucedido con José Emilio Pacheco. Si la poesía, en palabras de él mismo, ‘es una forma de resistencia contra todo lo que nos oprime y amenaza’, su poesía lo es en modo extremo y libre de concesiones y pleitesías”.
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Luis García Montero traza las coordenadas de su amistad con el autor de La edad de las tinieblas
Una gabardina por las calles de Madrid
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CARLOS RUBIO ROSELL/ MADRID FOTOGRAFÍA ROGELIO CUÉLLAR
uis García Montero (Granada, 1958), poeta, narrador, ensayista, catedrático universitario, director del Instituto Cervantes y autor de obras como El jardín extranjero, Alguien dice tu nombre y La otra sentimentalidad, recuerda su amistad con José Emilio Pacheco y recorre su trayectoria como polígrafo. Conocí a José Emilio Pacheco en un Curso de Verano de la Universidad Complutense de Madrid que se celebraba en Roquetas de Mar, un pueblo de Almería. Yo era un poeta joven y tuve la suerte de compartir unos días con él, Juan Gelman y Mario Benedetti. Después, nuestra amistad se consolidó en mis viajes a México y sus viajes a España. Un momento clave fue cuando José Emilio recibió el Premio Federico García Lorca en Granada, en 2005; a partir de entonces nuestros encuentros se hicieron más intensos y en cada viaje a México, solo o acompañado por mi mujer, Almudena Grandes, o con el editor Chus Visor, los encuentros con él y con Cristina Pacheco eran de los momentos más felices de esos viajes. Pude pasear por México con él recorriendo los paisajes de su juventud y de su memoria literaria, esos que recuerda por ejemplo en Las batallas en el desierto. Desde muy joven yo admiraba al autor de No me preguntes cómo pasa
el tiempo, que es un libro que me impresionó, o Los trabajos del mar, y cuando lo conocí personalmente me encontré con una persona muy afable, con una gran memoria, con gran capacidad para contar anécdotas y conversar haciendo teoría literaria. La dimensión del magisterio de José Emilio Pacheco es absoluta para la poesía iberoamericana. Hablando del amigo, uno poco a poco empieza a perderle el respeto al mito para reconocer a la persona con buen humor, que hace bromas, el amigo glotón que, en cuanto te descuidas y estás comiendo con él, te quita la comida del plato; uno recuerda esas cosas y lo divertido que era cuando se ponía catastrófico con él mismo. Tuve la suerte de prologar la edición española de su maravillosa traducción de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, una traducción que tardó veinte años en editarse, y cuando él explicaba las catástrofes que le impedían terminarla, podían ir desde las tuberías que se habían roto en el momento en que se iba a sentar a escribir en su casa, hasta que le habían dado un premio y tenía que irse a no sé dónde, y era siempre el mundo como una conspiración de cosas sorprendentes que le evitaban ponerse a escribir, pero en el fondo te dabas cuenta de que lo que le ocurría es que admiraba como poeta enormemente a Eliot y admiraba los Cuartetos, pero cada vez sentía más antipatía por el personaje reaccionario que era Eliot. Pero en el caso de la amistad con José Emilio, el personaje estaba a la altura de su poesía y uno acababa conviviendo con el amigo y perdiendo
un poco de vista que estaba al lado de uno de los grandes nombres de la poesía iberoamericana, muy respetado en México, muy respetado y premiado en países como Colombia, Argentina o España, un autor de referencia que había conseguido unir el sentimiento y la energía sentimental de la palabra lírica con la lucidez, y sus reflexiones sobre el sentido y el significado de la historia y el papel de la poesía como forma de resistencia y de meditación sobre el mundo le dieron una dimensión ética que estaba en su calidad literaria y que lo convirtieron en un maestro y en un punto de referencia para la poesía contemporánea. Las luces que hoy brillan y resplandecen en la obra de José Emilio Pacheco están en su palabra muy precisa, en que en un momento determinado nos enseñó que ser poeta no es enmascararse en un lenguaje difícil, y que el ejercicio de la poesía no significa un ejercicio de palabrería. Nos enseñó que ser sencillo y claro no significa vulgarizarse y perder la dimensión de profundidad y conocimiento que debe tener un poema. Al mismo tiempo derrotó los extremos de la barroquización y del neobarroco y de la vulgarización. Y eso para mí es
La dimensión del magisterio de JEP es absoluta para la poesía iberoamericana
una referencia fundamental, porque al final, quitadas las máscaras de la comunicación fácil y del barroquismo formalista, te queda la poesía como un ejercicio de conocimiento y de meditación en la dimensión humana, en qué significa decir yo y en los valores de la poética, como el tiempo, pues José Emilio no creyó nunca en las novedades de usar y tirar porque no creía en un tiempo de usar y tirar, y él recogía, frente al mercantilismo que convierte en mercancía el tiempo, un diálogo profundo donde había un presente perpetuo y donde éramos herederos de cosas que venían del pasado y cobraban cuerpo en el presente y el futuro. Su diálogo con la memoria como parte del presente y su lucidez para reflexionar cómo derivaba el siglo XX, cómo derivaba el desarrollo de la sociedad y cómo había que interpretar algunos símbolos que eran más que catástrofes coyunturales, me parece que está en ese desnudo de la poesía que consiguió al quitarse las máscaras del barroquismo y de la vulgarización. La obra literaria de José Emilio tiene una transversalidad para llegar a distintos públicos y generaciones. Creo que en México está claro, porque he podido ver el éxito que tenía entre los escolares y entre los jóvenes, y de qué manera se leía una novela como Las batallas en el desierto o sus poemas.
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Diálogo en el tiempo LAURA EMILIA PACHECO FOTOGRAFÍA ROGELIO CUÉLLAR
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l tiempo es materia deleznable, dice Borges. Nunca es suficiente, se nos escapa entre las manos, nos atemoriza y nos recuerda nuestra insignificancia con su paso; nos reta con su soberbia y nos plantea un desafíodelquesiempresalimosderrotados. El tiempo fue para José Emilio Pacheco una de sus más grandes obsesiones, intentó lo imposible: detenerlo. Esperaba con gran ilusión su cumpleaños número ochenta quizá porque pensó que, para entonces, le habría dado tiempo de terminar otro libro, ahondar en sus lecturas, trabajar en su poesía, aprender más, vivir. No ocurrió así. El paréntesis está cerrado de manera permanente. No así su obra. Todas las lecturas y experiencias de José Emilio Pacheco quedaron plasmadas en las páginas de su poesía, narrativa, ensayo, crónica. “¿Por qué no le consulté esto? ¿Cómo no le pedí que me contara aquello?” Me hago esas preguntas con frecuencia. La vida cotidiana es implacable, es la vida. Los días no pueden transcurrir como en una entrevista permanente, un examen perpetuo, una simulación antinatural. Vivimos lo mejor que podemos. La literatura todo lo sortea. Tiene algo de quiromancia, de pozo de los deseos. Ahí están reflejadas verdades y mentiras, senderos y abismos, resentimientos, fobias, respuestas esenciales. Todo tiene que ver con todo y está ahí, en la pagina… donde sucede aquel íntimo encuentro/ que hace de otras palabras tu mismo cuerpo/ y te vuelve uno solo con lo que dicen sus letras. La lectura es una forma de diálogo. Algunas de nuestras conversaciones más profundas las sostenemos con quienes nos revelan otras maneras de
pensar y mundos distintos al nuestro; con aquellos que nos oponen una visión distinta a lo que tenemos enfrente y no atinamos a advertir; con quienes nos abren los ojos, aunque no siempre resulte placentero. Son interlocutores fundamentales, habitan en nuestra mente, los llevamos dentro. Ahí se suceden pláticas sin límite de tiempo, diálogos sin censura, intercambios que pueden colmarnos de dicha o arrojarnos al abismo del infierno. Ninguna conversación está nunca completa. Vivir es tan impresionante, escribió Emily Dickinson, que no queda tiempo para mucho más. La existencia pasa volando pero deja su sombra. El tiempo nace/ de alguna eternidad que se deshiela. El futuro llega y no se anuncia. Veo los estantes de libros y pienso —como lo hacemos todos— que en algún volumen debe estar la respuesta. Conforme avanzo en el tiempo el mundo me parece cada vez más difícil de entender. Mi orfandad se multiplica. En un país de fosas y desaparecidos, en un planeta que con cada grado adicional de temperatura nos recuerda que no formamos parte de su transformación, ¿cómo entender? Entre el porvenir y el pasado están los libros, están sus libros. Me acerco a ellos y en cada ocasión la experiencia es distinta porque con cada lectura soy distinta. Quiero pensar que en esos versos, en esas líneas, está la continuación de las conversaciones que tuvimos y de las que quedaron pendientes. Tengo dudas, quisiera hacerle una y mil preguntas sobre mí, sobre él, sobre los seres humanos, sobre el mundo, la vida y la muerte. Pero todo esto se lo plantearé cuando nos volvamos a ver en un futuro que empezó hace mucho tiempo.
¿Cómo entender? Entre el porvenir y el pasado están los libros, están sus libros
Pero en España también. A mí me parece que su poesía completa, que está reunida en el volumen titulado Tarde o temprano, es un punto de referencia entre los jóvenes españoles, algo que se refleja en las redes sociales que ellos usan; pero al mismo tiempo en aquellos que aportan un conocimiento de la tradición lírica del siglo XX, donde sin duda está la poesía de José Emilio Pacheco desde su primer libro, Los elementos de la noche, publicado en 1963. Así que es un nombre fundamental en toda la segunda mitad del siglo XX. Cuando tuve la oportunidad de publicar con Chus Visor en la colección que dirigimos, Palabra de Honor, dos de sus últimos libros, Como la lluvia y La edad de las tinieblas, eran libros que en 2009 conectaban muy bien con los jóvenes de entonces. José Emilio Pacheco conocía perfectamente los lazos culturales entre España y América. En su conversación fluía el conocimiento no ya de la canción española, sino de cómo la canción mexicana había llegado a España y había impregnado la cultura española. Conocía los lazos que, por ejemplo, el exilio había forjado entre España y México. José Emilio sintió de manera muy clara la hermandad entre ambas culturas y sociedades. A un lustro de su desaparición física, la imagen que me llega de José Emilio
Pacheco es la imagen íntima de su gabardina porque, al morir, Cristina Pacheco repartió entre sus amigos algunas de las prendas de su vestuario. Y a mí me tocó su gabardina. Así que algunas veces, cuando llueve, la gabardina de José Emilio sale a pasear por las calles de Madrid y es una metáfora para mí de lo presente que está, porque los muertos queridos forman parte de la vida y forman parte de nuestra realidad; viven en la memoria pero están también en nuestro presente. Y me parece que José Emilio Pacheco da la imagen de un poeta de una gran cultura —pocas personas han tenido una cultura literaria como la suya; pocas personas han tenido la capacidad de dialogar desde la cultura con la actualidad, como lo demuestran los magníficos artículos de Inventario—. Así que es una gran referencia intelectual de una persona muy culta que a la hora de escribir poesía era capaz de convertir toda esa cultura en sentimiento y en verdad honesta de un corazón que dialoga con las conciencias de sus lectores. Ahora que cumpliría 80 años, estoy seguro que seguirá cumpliendo muchos más siendo recordado, porque hay una palabra literaria que va más allá de la simple actualidad y que se queda en herencia de generaciones. Ahí sin duda está la palabra de José Emilio Pacheco.
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DE PORTADA
29 DE JUNIO 2019
ENSAYO
Borges y JEP por los laberintos de la enciclopedia
L
a sobreinformación y la inmediatez han hecho de nuestra era un camino a la desmemoria. La lectura de enciclopedias y diccionarios ha quedado cercada por el imperio del clic y los motores de búsqueda. Por eso, sin nostalgia por tiempos pasados, perseguimos el gozo de regresar a esos autores memoriosos que invitaban a leer desde la pausa y la cautela. No se trata de elogiar el padecimiento de Funes, como quien no admite que vivir es muriendo y que ya somos el olvido que seremos. Se trata, más bien, de tener siempre presentes a los personajes de Fahrenheit 451 que memorizan libros completos y para preservar su identidad y su libertad se convierten en ellos. Inventarios, enciclopedias y laberintos Emir Rodríguez Monegal, biógrafo y estudioso de Borges, descubrió que el argentino había aprendido el placer de la lectura recorriendo el laberinto de entradas de la Encyclopedia Britannica, en una edición de 1911. Borges tiene entonces doce años. No sabe que será Borges. Sin embargo, el laberinto de esas entradas —nos recuerda José Emilio Pacheco en Jorge Luis Borges (conferencias e inventarios ahora reeditados por Era y publicados por primera vez en 1999)— será clave en su obra; analogía del universo y de la vida misma, cuyas puertas de entrada y salida son las fechas de nuestro nacimiento y nuestra muerte; reino de lo inexplicable donde la única brújula es otro laberinto, “el laberinto de los libros, la biblioteca que por definición no agotaremos nunca. […] En el centro de ese laberinto hay otro: la enciclopedia, el libro de libros, que sería la traducción exacta de la palabra ‘biblia’ ”. Lector como Borges de diccionarios y enciclopedias, José Emilio Pacheco suma un volumen más a su amplio Inventario, un libro de libros, compendio de saberes de nuestra época donde el erudito, es decir el memorioso, estudia sin cesar contra el oleaje del tiempo (“Toda una vida dedicada a la lectura no alcanza sino para leer a lo sumo unos cuatro mil [libros] y cada año se publican más de medio millón de nuevos títulos”), apunta, copia, cita, recopila y va creando una enorme red enciclopédica cuyo hilo de Ariadna solo puede ser un índice onomástico. Acaso en el futuro los átomos fatales repetirán un Borges de doce años que encuentre su vocación en las entradas universales de Inventario. Crear al precursor “Todo gran escritor crea a sus precursores”, afirma Borges al referirse a Kafka.
ÁLVARO RUIZ RODILLA FOTOGRAFÍA ROCÍO ORTIZ/ CUARTOSCURO
José Emilio Pacheco se sirve de la afirmación para entregarnos dos afinidades tan alejadas como asombrosas: la primera es con fray Antonio de Guevara, “secretario de Carlos V y autor del Libro áureo del emperador Marco Aurelio, lleno de citas falsas, erudición paródica, autores imaginarios, personajes fabulosos, anécdotas apócrifas”. La segunda es con las “nivolas de Unamuno y las antinovelas de Azorín [que] resultan el primer alejamiento formal de los modos de representación postulados por el naturalismo” a inicios del siglo XX. Pero más allá de estas afinidades, Pacheco también crea en Borges a un precursor. En él se refleja y en él
José Emilio Pacheco también crea en Borges a un precursor. En él se refleja y en él se lee
se lee. A partir de Borges construye lo que se convertirá en su poética inexpugnable: su constante visión de la literatura como un gran tejido de intercambios, diálogos, apropiaciones, plagios voluntarios o indeseados y deudas con sus precursores. (Un fenómeno mundial del posmodernismo que los académicos llamarán más tarde intertextualidad, culturalismo, resultado de la “muerte del autor”, de la desaparición del artista como creador original.) Y esa poética —que Mary Docter llamó “poética de la reciprocidad” y nosotros hemos llamado “poética del inventario” porque se extiende, se alimenta y se entrelaza con todos los ámbitos del periodismo literario de Pacheco— proviene también del encuentro de Borges con Reyes y Henríquez Ureña. Si Reyes afirmaba que “nada puede sernos ajeno, sino lo que ignoramos”, la apropiación
cultural debía ser la seña moderna para entrar al banquete al que no fuimos invitados. Para Pacheco, Borges logró realizar la utopía de América con que soñaba Ureña, “única alternativa contra la barbarie”, “conciliación de lo autóctono y lo universal”, liberación del hombre por medio de la literatura, “vuelo hacia la libertad” para sobrevolar, aun de forma ilusoria, el laberinto. La daga de las noticias José Emilio Pacheco encontró un gran precursor en la prosa de Alfonso Reyes y en el periodismo literario que ejerció en Madrid a partir de 1915. En Borges también encuentra una lección estilística y un modelo de trabajo cuyo origen son los modernistas. Además de poemas, cuentos, reseñas y notas, Borges publicó innumerables traducciones en la prensa (por ejemplo, dos de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob en la Revista Multicolor, una labor de difusión que continuó de 1930 a 1970 en Sur). Lo mismo hizo Pacheco desde joven y durante cuatro décadas en Proceso. Ambos encontraron en el periodismo un taller creativo; ahí fue donde Borges atrevió los primeros cuentos que son ensayos o ensayos que se vuelven cuentos y donde Pacheco publicaba sus primeras versiones propias o ajenas, sus homenajes y pastiches. Además, el mexicano descubre un aporte más agudo al estudiar “Setenta años de poesía” de Borges (en el libro ahora reeditado por Era). En Fervor de Buenos Aires (1923), Borges ya trae a las orillas de la lengua española las adquisiciones coloquiales y conversadas de la poesía estadunidense moderna. Pero le agrega a los héroes y personajes locales y populares de la calle, “lo mismo sus ancestros militares que los cuchilleros del barrio”. De modo que “la espada de la épica se ha convertido en la daga de las noticias policiales. Borges quiere elevar esta sordidez a una altura mítica”. Como la fealdad y la belleza transitoria que permitieron a Baudelaire fundar la modernidad es inseparable de su lectura diaria de periódicos y notas rojas, la renovación literaria de Borges es inseparable del periodismo. Pacheco es consciente de esto y sabe seguir el camino de un periodismo creativo, enciclopédico y directo. Si Borges es una literatura, José Emilio Pacheco en su justa medida lo es también, al haber abarcado todos los géneros y al haberlos sintetizado en Inventario, la otra enciclopedia, con absoluta honestidad y concisión. Aún no vemos dónde termina el laberinto de su influencia.
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DE PORTADA
29 DE JUNIO 2019
EN LIBRERÍAS Morirás lejos
Jorge Luis Borges
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PERSONERÍO Ramón López Velarde. La lumbre inmóvil
Tres fantasmas en una foto
E José Emilio Pacheco ERA México, 2019 146 páginas
José Emilio Pacheco ERA México, 2019 120 páginas
José Emilio Pacheco ERA México, 2018 144 páginas
Novela emblemática de las letras latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX, Morirás lejos es más que un asombroso experimento narrativo; es una pieza de relojería perfectamente diseñada. Aunque transcurre en unos pocos días, su acción se mueve de un parque adonde un hombre acude a leer “El Aviso Oportuno” a la destrucción del Templo de Jerusalén, el gueto de Varsovia y los campos de exterminio de la Alemania nazi. Se ocupa, sobre todo, del mirar y el ser mirado.
Las páginas que dedica José Emilio Pacheco al escritor argentino no se detienen a hablar de un modo convencional de libros a los que debe su fama —Ficciones, El Aleph— sino en revelar, por ejemplo, vasos comunicantes con precursores como el autor medieval de El conde Lucanor, don Juan Manuel, a quien Pacheco llama “el primer cuentista europeo”. Se aproxima asimismo a su poesía y a la relación que tuvo con Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes.
Con selección y epílogo de Marco Antonio Campos, este volumen muestra lo que puede hacerse con la obra de José Emilio Pacheco. En él se reúnen los textos que dedicó al autor de “La suave Patria”. Su enemistad con Alfonso Reyes, la influencia de Jules Laforgue, la traducción que de su poesía realizó Samuel Beckett, la presencia de la ciudad, son algunos de los temas. Un acercamiento ameno y erudito a “nuestro poeta por excelencia”, del que aún hay cosas por descubrir.
Inventario (Antología), 3 tomos
Crónica del puerto de Veracruz
Iniciación a José Emilio Pacheco
José Emilio Pacheco ERA México, 2018 2096 páginas
Fernando Benítez, José Emilio Pacheco Universidad Veracruzana México, 2019
Luis Antonio de Villena Universidad Veracruzana México, 2019 200 páginas
De todos los José Emilio que fue Pacheco, el más entrañable para el lector es el de la columna “Inventario”, que aparecía en el semanario Proceso. No pocos asiduos de la revista, era lo primero que buscaban. La columna se publicó de 1973 a 2014 y, como señalan los editores, JEP no quería que se publicaran todos. De cualquier manera, la antología que se compiló en tres tomos resulta inagotable. Decepciones por no encontrar alguno se compensarán con hallazgos.
Publicado inicialmente en 1986, este volumen vuelve a librerías en el marco de la celebración de los 500 años de la fundación del puerto de Veracruz. Historia, economía, sociedad y cultura se entrelazan hasta ofrecer un mural que inicia con el arribo de Cortés a tierras mesoamericanas y corre a través de la resistencia indígena, las intervenciones extranjeras, la Revolución, las migraciones… El devenir de una ciudad se vuelve de inmediato en destino de toda una nación.
Qué mejor figura que la de un poeta para introducirnos en la obra de otro poeta, en este caso uno de los más representativos en lengua española. Nacido de un ensayo introductorio a una antología para el público español, este libro interroga, indaga, ilumina y termina por establecer una ruta de lectura. Dice De Villena: la poesía de José Emilio Pacheco es una singular, alta, contradictoria, sugestiva y sugeridora aventura entre la palabra hecha carne y la palabra hecha libro”.
JOSÉ DE LA COLINA
l retratista de todos los escritores mexicanos desde los años cincuenta del siglo pasado “inmortalizó” la efímera imagen captada en un costado de la Plaza de la Ciudadela, Ciudad de México. Es un instante de algún día de la segunda mitad de los años cincuenta, de un siglo que ya desde hace más de trece años pasó: el siglo XX d. C., al cual acaso lo recuerde usted. Una foto con tres fantasmas: los dos “personajes” en ella visibles y un tercero, no visible pero presente por su mirada a través de una cámara fotográfica: Ricardo Salazar. En la foto se ve a esos dos jóvenes que sonríen, quizá porque se han contado algún chiste o quizá contentos de sentirse inmortales, pues, según escribió Joseph Conrad (a quien citas de memoria y no de un libro que ahora no tienes a la mano), “cuando eres joven crees que vas a durar más que la Tierra y el mar y todos los hombres”. Y es verdad que mientras estés vivo eres un Inmortal del Momento. Allí, y en la fecha de esa foto, están, sonrientes y despreocupados del fluir del tiempo, esos dos “inmortales” de entonces. El más joven, de lentes, ¿y de veinte años?, está sentado en una banca, inclinando la cabeza hacia las manos que escriben algo en unos papeles, y el menos joven, ¿y de veinticinco?, y también de lentes, se halla enfrente y de pie, balanceando un presuntuoso bastoncillo con la mano derecha mientras bajo el brazo izquierdo, también doblado en ángulo, sostiene la Revista de la Universidad de México, la del numero de ese mes, ¿cuál?, ¿quién sabe? ¿A quiénes, pues, reconoces en esta fotografía de hace más de medio siglo? ¿Quiénes son, o mejor dicho quiénes fueron, esos dos jóvenes? Deben ser escritores, pues en algo los delatan los lentes, el gesto de escribir del que se halla sentado, y la revista y el libro en bolsillo del saco y el irrisorio dandismo del que balancea el bastoncillo. Si no recuerdas o crees no recordar la identidad de los dos personajes fotografiados, da vuelta a la foto y lee lo que allí está escrito de tu letra y pulso de entonces: “José Emilio Pacheco, José de la Colina, Plaza de la Ciudadela, Ciudad de México, 1959”. La incompleta fecha: 1959, es quizá de apenas unos meses después de que habías iniciado con José Emilio una amistad que habría de durar más de medio siglo, aunque con una larga interrupción de años de la cual te sientes culpable y que un día terminó en una cálida reunión con José Emilio, con Cristina, con el magnífico “mediador” José Luis Martínez S., y contigo, los cuatro en torno a una mesa de restaurante de la colonia Roma (el Covadonga), esa pequeña patria de la que José Emilio no se había desterrado, pues el otro nombre de ella es el de su infancia recreada, el de su mejor obra narrativa: Las batallas en el desierto.
En la foto se ve a dos jóvenes que sonríen, quizá porque se han contado algún chiste
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Fragmento del texto publicado originalmente en MILENIO Diario el 5 de octubre de 2003.
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TERTULIA
29 DE JUNIO 2019
POESÍA EN SEGUNDOS
ENTREVISTA
Conversación en La Catedral: 50 años con Darío VÍCTOR MANUEL MENDIOLA mendiola54@yahoo.com.mx
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ay obras que son una referencia, tanto para el lector ocasional como para el lector constante; lo mismo para atrabiliarios que impasibles ortodoxos; ora en interés de los narradores, ora de los poetas. Es el caso, en el mundo moderno, de Ulises de James Joyce o Las elegías de Duino de Rainer Maria Rilke o “Tabaquería” de Fernando Pessoa. Son textos que nadie puede ignorar. Quizá no leídos por todos, pero sí por todos “conocidos”. Su existencia es esencial y resuenan en la cultura y en la acción del arte y el pensamiento. En la narrativa latinoamericana hallamos varios libros con este carisma, que también tienen la cualidad de mostrar en acto una investigación sobre el tiempo y, a la vez —esto es lo que importa—, un diálogo con la poesía. En mi nota anterior, “El poeta fracasado”, me referí a los narradores mexicanos que han echado mano de la poesía de manera notable. Habría que añadir, en un plano más general, El Aleph, Rayuela, Cien años de soledad y Conversación en La Catedral. El texto de Mario Vargas Llosa destaca por ser el menos “poético” y, sin embargo, lo es de un modo profundo. Aparte de la efeméride —cumple este año medio siglo—, la relectura de la novela de Vargas Llosa tiene un fuerte sentido analógico: a través de un lenguaje reflexivo y experimental y la búsqueda del tiempo largo en el tiempo corto, encarna un violento realismo y una dura mirada de la sociedad contemporánea. La historia de la novela la podemos reducir a una larga y difícil conversación en una cantina de Lima entre el hijo rebelde y atribulado de un burgués y un empleado sometido sexualmente por el padre de este mismo joven. En esa charla aparece toda la sociedad peruana y, desde luego, latinoamericana: los políticos y empresarios corruptos, la crueldad y necedad de los grupos de izquierda, los oportunistas de clase media y, esto es lo notable, la bondad y comprensión más allá de las clases sociales. La sociedad peruana “se jodió”, es un fracaso, pero no sus individuos necesariamente complejos. Y aquí es donde la novela da un vuelco hacia la poesía. Conversación en La Catedral muestra en lo sórdido lo no sórdido, comprende con Rubén Darío que “dos en mí mismo, triunfa uno de los dos”. La novela crea una metáfora honda y lírica gracias a su lenguaje descoyuntado, lleno de inversiones, y adivina la condición poliédrica y contradictoria de la vida. Quizá esta novela la podemos entender mejor con las palabras que el propio Vargas Llosa escribió sobre el poeta Carlos Germán Belli: “desafinado con deliberación […] lanza jeroglíficos, sarcasmos y esculpe acertijos y alegorías de un enrevesamiento infernal”. Así podemos decir que esta obra retrata “nuestra época y fustiga nuestra decadencia”, al mostrar la condición trágica del hombre. No en balde, el primer ensayo importante de Vargas Llosa reflexionó sobre Rubén Darío y supo, por ello, que todos podemos ser Rufo Galo, el sorprendido y vulgar soldado de una hueste ciega que se acostó con Cleopatra.
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La autora de La memoria donde ardía (Páginas de espuma).
Socorro Venegas
“La literatura subvierte el mundo”
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HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com FOTOGRAFÍA H. G.
os cuentos de Socorro Venegas (San Luis Potosí, 1972) cuestionan y provocan. Cada una de las historias incluidas en La memoria donde ardía (Páginas de espuma) navegan entre el dolor y las dudas que envuelven el universo femenino. La narradora reconoce en entrevista que nuestra sociedad no ve aún con buenos ojos que una mujer se haga preguntas acerca de la maternidad. No obstante, sostiene que una de las virtudes de la literatura consiste precisamente en subvertir el mundo. En uno de tus cuentos dices que los recuerdos regresan para decirnos quiénes somos. La manera en que trato los recuerdos dentro del libro es dolorosa. Asocio el dolor con la memoria. Aquello que hemos perdido es lo que nos define; esta paradoja merodea detrás de los cuentos. Pero, ojo, no me refiero a la pérdida como sinónimo de muerte, puede ser la pérdida del amor, de la infancia, de un universo. La protagonista de “Pertenencias”, el primer cuento, deja de ser quien era cuando pierde a su cómplice. A partir de la ausencia se convierte en sobreviviente. A través de los cuentos circulan preguntas sobre la maternidad y la paternidad. Me parecía interesante trabajar el tema desde la literatura: pensar en la gestación como una metamorfosis monstruosa y a veces incomprensible. Quería mostrar personajes femeninos que no conectan con la maternidad. Hay
también una crítica hacia una sociedad que no ve con buenos ojos que las mujeres duden sobre las implicaciones de ser madre. Mediante estas historias quería plantear que puede ser algo catastrófico porque rompe con la identidad de la mujer. No solo se gesta a una criatura, la mujer misma se está convirtiendo en otra persona. Un cuestionamiento: en “El hueco”, la protagonista cede al final y se conmueve cuando su bebé le pide los brazos. En ese cuento la madre se cuestiona ¿y si no logro llamarlo hijo?, es decir, ¿si no logro ser su madre? Es una pregunta fundamental. En ese relato trabajo con elipsis para que el lector construya la historia conmigo. Manejar cierta ambigüedad me permite involucrarlo en la toma de decisiones sobre lo que sucede. Al leer estos relatos dolorosos sobre las ausencias me gustaría que los lectores revivieran las propias a fin de construir una memoria colectiva y encontrarnos como sobrevivientes. ¿Por qué te interesan las atmósferas infantiles? Hemos olvidado mucho de nuestra propia infancia. Cuando miramos a
“Pensé en la gestación como una metamorfosis monstruosa y a veces incomprensible”
los niños somos condescendientes y apresurados. No respetamos la infinita complejidad de sus mundos y eso supone perder una posibilidad de riqueza enorme. Los adultos que somos se lo debemos a la infancia. Los niños tienen una gran capacidad para encontrar la belleza de manera natural y en los lugares donde no suele estar. Incluso en los hospitales, como sucede en “Los aposentos del aire”. Los protagonistas se asumen enfermos de cáncer y conocen su soledad. El cuento plantea el trabajo impersonal de los médicos, lo cual acentúa su desolación. Pese a todo, los niños encuentran estrategias para sobrevivir e incluso descubren su capacidad para amar. Tuve un hermano que murió tras cinco años de padecer leucemia. Él tenía nueve y yo once. Fuimos testigos de su degradación y a través de esta historia quise colocarme en el que podría haber sido su punto de vista. Fue un ejercicio que me costó muchísimo trabajo. A lo largo del libro quería mostrar personajes transformándose y atravesando su dolor. En varios cuentos, incluyendo éste, manejas el sexo como una herramienta para agarrarse a la vida. El sexo es una afirmación de vida muy poderosa. Implica una necesidad de conectarse con otro ser humano a través de la sensualidad. Por otro lado, la afirmación de la sexualidad femenina es otra manera de afirmación.
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DANZA
RESEÑA
Mantenerse humanos
El Zorro del Desierto
ARGELIA GUERRERO makarova81@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA ALASTAIR MUIR
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Isaac Hernández, quien recientemente anunció la cancelación de Despertares.
n días recientes ha escalado la polémica respecto de la existencia del Fonca como columna vertebral que sostiene la creación artística en el país. Debo decir, con pesar, que en muchos casos se ha reducido a un debate en redes sociales con muy poco aporte reflexivo sobre el rol del arte, las condiciones materiales desde las cuales los artistas de distintos gremios se desempeñan y las necesidades de una sociedad como la nuestra para trazar políticas culturales verdaderamente útiles que impulsen, además, las inquietudes creativas de los artistas y creadores. La realidad es una: no existe, a estas alturas de gobierno, una política cultural clara para exponer y debatir con la comunidad artística y el debate se ha reducido a defender o denostar un sistema de becas. Considero que la discusión se desvía respecto del verdadero tema que debiera colocarse sobre la mesa: ¿cuál es el proyecto cultural de la actual administración? La reflexión de los artistas también podría apuntar sobre su rol en la sociedad, las pulsiones creativas y el tipo de política cultural que proporcione las condiciones idóneas para la creación. Es cierto que la creación artística ha sido asfixiada de tal modo que las posibilidades para mantener proyectos, emergentes o de largo plazo, se reducen y colocan al artista en un estado cotidiano de preocupación
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ESCENARIOS
29 DE JUNIO 2019
por las formas de financiar sus proyectos por encima del mismo proceso creativo. Es cierto que los procesos actuales para la asignación de becas han impedido rotatividad y democratización de este “beneficio” y urgen mecanismos que lo posibiliten. También es cierto que muchos artistas cuya trayectoria ha marcado la vida cultural del país merecen garantías mínimas para continuar con su trabajo, así como para tener una vejez digna. Hay que ser muy cuidadosos cuando hablamos de privilegios, pues he leído múltiples opiniones que romantizan la precariedad laboral de los artistas. Bajo ninguna circunstancia, ese escenario es deseable y mucho menos ejemplar. Habla, sí, de un compromiso de los artistas más allá de los resultados económicos, pero no hay que confundir este compromiso para colocarlo como el ideal del creador. He visto múltiples ejemplos en el ámbito de la danza de coreógrafas y bailarinas cuyos proyectos habrían sido imposibles sin un apoyo como el del Fonca. También conozco casos en los que han funcionado como paliativo para que alguien solamente sobreviva diez, veinte, treinta años
La realidad es una: no existe, a estas alturas de gobierno, una política cultural clara
sin un compromiso real con la cultura y la danza. Eso podría resolverse con un diagnóstico que sirva como insumo para discutir políticas culturales democráticas y útiles tanto a la sociedad como a los creadores. El problema, insisto, es ¿con cuál proyecto de cultura estamos dialogando? Solo tenemos declaraciones aisladas, muchas de ellas a título personal, cuya narrativa coloca a los artistas como una clase privilegiada que debería avergonzarse de contar con una beca del Estado e incluso difunde nombres de beneficiados a modo de lista negra. La criminalización de los artistas no es de ninguna manera el camino para dialogar y discutir con ellos. También es trabajo de los creadores responsabilizarse de su relación con la sociedad y reflexionar con ella. Tampoco veo que como ruta protestar con consignas como “La sociedad necesita arte, no artesanía”, porque entonces se hace evidente que no hemos comprendido el ser y quehacer del arte. México requiere artistas empáticos y comprometidos con su contexto, ni metahumanos en castillos asépticos de cristal ni trabajadores pobres y precarizados. El trabajo de los artistas es fundamental para cualquier sociedad cuya vocación sea, parafraseando a George Orwell, más que mantenerse vivos, mantenerse humanos. Librar esa batalla, más allá del ego, es compromiso de todos quienes nos asumimos artistas.
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ANDREA SERDIO
l nombre de Erwin Rommel es el de una leyenda, el de un general nazi inmortalizado por Hollywood en la película Rommel. El Zorro del Desierto, dirigida por Henry Hathaway en 1952, con el espléndido actor británico James Mason como el mariscal del Afrika Korps cuya caballerosidad y valentía fueron reconocidas por propios y extraños. En el libro del mismo nombre, Rommel. El Zorro del Desierto, de David Fraser, publicado por La esfera de los libros, se describe puntualmente su historia y se recrea el tiempo que le tocó vivir: sus conflictos, sus horrores, sus intervalos de paz. Rommel nació el 15 de noviembre de 1891 en Suabia; era tranquilo y reservado, pero al mismo tiempo estaba lleno de energía y era buen deportista. En 1910 se alistó en el ejército, donde su disciplina y talento le procuraron rápidos e incuestionables ascensos. Mientras estudiaba en la escuela de cadetes de Danzig, se enamoró de Lucy Mollin, con quien se casó en noviembre de 1916, en plena guerra. Fue un matrimonio para toda la vida, del que nació Manfred, su único hijo. Ellos fueron el centro de su vida y les dedicó todo el tiempo que le dejaba su oficio, implacable y demandante. El 22 de agosto de 1914, a los 23 años, Rommel entró por primera vez en acción en la Primera Guerra Mundial, sirviendo como correo entre dos comandantes y realizando un ataque relámpago y letal sobre un grupo del ejército francés. El don de mando, la rapidez de sus movimientos, su capacidad de decidir sobre la marcha, la generosidad, labraron el prestigio que lo acompañaría a través de los años turbulentos que le tocó vivir. Después de la capitulación de 1918, Alemania, con la complicidad de la Unión Soviética, siguió un preciso plan para rearmar su ejército. En abril de 1932, Rommel fue ascendido a mayor y tres años después a teniente coronel. En esta época conoció a Hitler, quien lo seleccionó para dirigir su guardia personal. En 1939 fue nombrado general de división y jefe de Seguridad del Cuartel General del Führer, por quien sentía admiración y respeto. El 4 de septiembre de 1939, como comandante de los cuarteles generales de campaña de Hitler, Rommel cruzó la frontera y entró a Polonia, con lo que dio comienzo la Segunda Guerra Mundial, durante la cual demostraría sus cualidades como estratega. En febrero de 1940, al mando de la 7ª División Panzer, logró triunfos espectaculares en la invasión a Francia, por lo que fue enviado a Libia, donde lograría sus mayores éxitos y fama. En Libia fue nombrado El Zorro del Desierto. En 1943 regresó a Francia, donde fue herido de gravedad el 17 de julio de 1944, mientras se gestaba el atentado contra Hitler del 20 de julio, en el que fue implicado, al parecer infundadamente. El Führer le propuso suicidarse. De esta manera su honor y su familia quedarían a salvo. Murió el 14 de octubre, a los 52 años. El día 18 tuvo un funeral de Estado y fue declarado día de luto nacional. La película y el libro complementan el retrato de una leyenda, de la que en los últimos años han aparecido testimonios que develan sus claroscuros y contradicciones.
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LABERINTO
DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ
29 DE JUNIO 2019
http:// www.milenio.com/cultura/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLaberinto
TOSCANADAS
Salud, mi estimado Fiódor DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com
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ado que me decreté un año ruso, con frecuencia seguiré hablando en estas líneas de literatura rusa. Esta semana me tocó Humillados y ofendidos, de papá Dostoyevski. Antes de releerla, miré los subrayados que había hecho anteriormente. Me sorprendió notar que éstos se presentaban con distintas tintas, lo cual me hace suponer que ya habría leído la novela al menos dos veces. Un subrayado en el capítulo XIII de la primera parte, dice: “Las mujeres, por ejemplo, sienten a veces la necesidad de hacerse las víctimas y que las compadezcan, aunque no existan tales agravios ni desgracias”. No tengo idea de por qué lo subrayé. Me interesa, sobre todo, el personaje principal, que es escritor y tiene aspectos autobiográficos de Dostoyevski. Llega el momento en que confiesa a su familia adoptiva que ha publicado una novela, y decide leerla para ellos. “Les
FIÓDOR DOSTOYEVSKI
Retrato del autor de Humillados y ofendidos realizado por Vassili Perov en 1872.
leí mi novela de un tirón. Empezamos inmediatamente después del té, y permanecimos sentados hasta las dos de la madrugada”. Tal cosa parece increíble hoy día, pero esto pertenece a la vida del autor, que leyó durante seis horas seguidas su novela Pobres gentes a su amigo Grigórovich, quien impresionado por la obra, se lanzó con el manuscrito para leérselo sin interrupción al editor Nekrasov. Así, Grigórovich debe tener una especie de récord mundial. La familia adoptiva no goza de muchas luces, pero eso no evita que tengan una opinión. “El padre asume un aire extraordinariamente solemne, de crítico”. Y la madre no tiene aprecio por lo que escucha: “¿Vale la pena imprimir un libro así, y, sobre todo, dar dinero por él?”. Sin embargo, todos acaban seducidos por la narración y “tenían los ojos arrasados en lágrimas”. El juicio que al final hace el padre resume muy bien uno de los efectos más importantes de la buena literatura a través de
los siglos: “Por esta historia se ve que hasta el hombre más caído y humilde sigue siendo un hombre y merece el nombre de hermano nuestro”. Al principio, cuando los parientes vieron el libro, se sintieron un tanto atemorizados y se pusieron a la defensiva; pero cuando lo escucharon leer, el alma se les engrandeció. No salían de su asombro y el entusiasmo les llevó a decir al autor que “pueden hacerle agregado en una embajada extranjera; pueden también mandarle a Italia para perfeccionarle en el arte, o asignarle una pensión en metálico”. La hija agregó: “Que le den una condecoración”. Mas luego se pasa de las buenas intenciones al pesimismo con tres sentencias: “El talento no es dinero en mano”, “Musa siempre vivió en la buhardilla, muerta de hambre”, y “La gloria imperecedera… pero con eso no se come”. Salud, mi estimado Fiódor, hoy me beberé una dosis de vodka en tu honor.
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CAFÉ MADRID
La España que Hemingway se comió
E
l final de Fiesta está a punto de ocurrir cuando Jake Barnes y Brett Ashley llegan al comedor del segundo piso de la madrileña Casa Botín. Es un día soleado (“en Madrid siempre hace mucho calor en verano”) y quienes fueron pareja durante la Primera Guerra Mundial disfrutan de un cochinillo asado y unas botellas de vino de La Rioja. Al terminar, salen a la calle y se suben a un taxi con rumbo a la Gran Vía. Un policía a caballo, con uniforme color caqui, dirige el tráfico mientras ellos, abrazados y con el chofer como testigo, se imaginan que de no haber cortado su relación podrían habérsela pasado muy bien juntos. La novela se publicó hace más de 90 años, fue la que le dio notoriedad literaria a Ernest Hemingway y, bien miradas, sus páginas constituyen un viaje paisajístico y glotón por buena parte de España y un trozo de Francia. “Hemingway descubrió la fiesta cuando vino por primera vez a España en 1923. Y con ella varias ciudades españolas. Aquí disfrutó de la pesca, del mar, de las montañas, del vino, de la pelota, de los toros y, por supuesto, de la gastronomía”, me contó la otra tarde el periodista navarro Javier Muñoz, autor de Comer con Hemingway, un libro-guía-recetario que invita a recorrer cinco territorios y dos ciudades tras las huellas del Premio Nobel de Literatura 1954, así como a preparar en casa sus platillos preferidos, gracias a las recetas proporcionadas por 52 cocineros de la región. Hacer esa ruta no está al alcance del presupuesto de cualquiera (todo hay que decirlo), pero repasarla nos revela una peculiar faceta del escritor al que Gabriel García Márquez llamaba “maestro”.
VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismovictor@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA JULIO UBIÑA
Hemingway era un viajero que, a bordo de un coche alquilado, con sus esposas o con sus amigos, se deleitó en varias ocasiones con los rincones, la cultura y las tradiciones de un país golpeado por la Guerra Civil (de la que él mismo dio cuenta en periódicos estadunidenses). Al menos en nueve ocasiones estuvo en Pamplona, sobre todo para presenciar los Sanfermines. Ahí, en pleno centro de la ciudad, se encuentran el centenario
Al menos en nueve ocasiones estuvo en Pamplona, sobre todo para presenciar los Sanfermines
hotel La Perla y el Café Iruña, desde donde Hemingway observó sus primeros encierros toreros, así como el Hotel Burguete, que se convirtió en su campamento base en Navarra para practicar su gran afición: la pesca. En Fiesta, los protagonistas se hospedan ahí antes de los Sanfermines y les dan de comer sopa de verduras, trucha frita y fresas silvestres. Hoy, este hotel ofrece esos platillos a sus visitantes bajo el nombre de “Menú Hemingway”. San Sebastián es el lugar elegido por los protagonistas de Fiesta para descansar. Jake Barnes, el personaje principal, dice que incluso en el día más caluroso la capital del País Vasco tiene algo peculiar, pues parece que siempre acaba de amanecer. Jake
En la plaza del Castillo, en Pamplona, 1959.
pasa las tardes en el Café de la Marina tomando agua de limón y whisky doble con soda. Además, disfruta en la playa de La Concha de uno de los deportes favoritos de Hemingway: la natación. Tras adentrarse en las aguas de la bahía, Jake da un paseo por la ciudad, que le lleva al puerto y al viejo casino, después de degustar los famosos pintxos donostiarras. El 5 de julio de 1959, Ernest Hemingway y la cuadrilla de amigos que viajaba con él pasaron la noche en Vitoria-Gasteiz. Viajaban de Burgos a Pamplona y cenaron en el restaurante Garmendia que, hasta su cierre, fue muy visitado por artistas, deportistas y toreros, cuyos platillos estrella eran la perdiz en salami, la codorniz a la vitoriana y la merluza a la romana. Antes, en 1956, Hemingway disfrutó en La Rioja de una de sus grandes pasiones: el vino. Junto al torero Antonio Ordóñez visitó Bodegas Paternina en Haro y bebieron vinos envejecidos en calados del siglo XVI. “El vino es una de las cosas más civilizadas del mundo y uno de los productos de la naturaleza que ha sido elevados a un nivel mayor de perfección”, escribió en Muerte en la tarde. El célebre escritor puso el punto final a Fiesta en Hendaia, en la frontera francesa, donde pasaba largas temporadas descansando y escribiendo. Pero, ya se sabe, la trama de la novela empieza en París, la ciudad que para Hemingway siempre fue el lugar donde aprendió a ser él mismo, y termina en Madrid, en Casa Botín, “el restaurante más antiguo del mundo”, donde cuentan que un día él mismo, ya con la barba blanca, se aventuró a preparar una paella.
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