Suplemento cultural de MILENIO
LABERINTO ESCOLIOS
IN MEMORIAM
ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
VICENTE QUIRARTE
Zagajewski: grandeza de los otros
Adiós al librero Enrique Fuentes Castilla
Foto: EFE
Foto: Gobierno de la Ciudad de México
SÁBADO 27 DE MARZO DE 2021 AÑO 17 - NÚMERO 928
López Velarde y los 100 años de la revista El Maestro Ernesto Lumbreras/ ILUSTRACIÓN: BOLIGÁN
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ANTESALA
27 DE MARZO 2021
EN EL BANQUILLO
Signos TEDI LÓPEZ MILLS
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stá en la naturaleza humana, escribe Marianne Moore, pararse en medio de algo: “in the middle of a thing”, no el mar rapaz, la tumba del mar recolector en su poema, sino aquí en la sala, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, a mitad de las cosas, justo en el tercer segundo del quinto minuto. La conciencia pierde el equilibrio cuando se detiene. ¿Dónde quedaron los pies? La cucaracha del jueves pasado en la pared blanca se metió al baño perseguida por la gata gris y luego se hundió en el agua de la coladera que cubrimos con el tapete de plástico, pero aún sigue con nosotros, su sombra en cualquier borde oscuro y húmedo, en la retina de los ojos lastimados, como la piedra de Carlos Drummond de Andrade: “había una piedra/ había una piedra en medio del camino/ en medio del camino había una piedra”. Se llama anáfora o epanáfora: “la repetición de expresiones al principio de varias frases o varios versos”. Se parece al conocimiento, como el dictamen del cerrajero antier cuando le preguntamos por las fallas continuas de la reja eléctrica: el cable no tiene palabra. Lo cortó en dos con unas pinzas y sus dientes, y lo volvió a pegar con la cinta negra que traía en el bolsillo. Las rejas que ha puesto en otros edificios no se descomponen. Seguro los inquilinos no saben usar la llave o la meten chueca y se tuerce el cable… Lo ayudamos a empujar su coche para que arrancara, y se despidió tocando la bocina del claxon. Las cucarachas dan mala reputación; se alojan en la cabeza con sus seis patas y sus antenas y se convierten en costumbres nocturnas, ceremonias del miedo que envician a la memoria. La que vimos hace tres años en la puerta cobriza del ropero resurge cada vez que me descuido, aunque sin duda la golpeamos numerosas veces con un zapato. Según nos dijo la señora que barre las calles, andan por los árboles junto con los alacranes, y el viento las mete por las ventanas abiertas o las ranuras. In media res: en pleno asunto. Como el sol que se estrella contra el vidrio sucio o el olor de los limoneros y el silencio en el poema de Montale. Las comparaciones son falsas cuando carecen de solución de continuidad, señalaría mi maestro más estricto. El cuerpo que vi tendido en un pastizal antes del encierro no se asemeja a la brasa de un cerillo en los dedos que, por lo demás, no desencadena un lenguaje, sino una serie de onomatopeyas. Supongo que los chispazos son dueños de su propia forma. En una carta de mayo de 1960, Paul Celan afirma que “solo manos verdaderas escriben poemas verdaderos. No hay una diferencia básica entre un apretón de manos y un poema”. Los efectos de las metáforas suelen exagerarse cuando las conclusiones quedan truncas. No se termina la historia solo porque se interrumpe; alguien la acaba contando en otro lugar. Si me paro en medio de algo cometo el error de incluirme en lo que percibo, o busco una coartada. De acuerdo con Moore los pangolines son “modelos de exactitud”: pisan la luz de la luna muy calladamente.
Los efectos de las metáforas suelen exagerarse cuando las conclusiones quedan truncas
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Akelarre. Dirección: Pablo Agüero. España, 2020. Disponible en Netflix.
HOMBRE DE CELULOIDE
Seducir para sobrevivir
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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA NETFLIX
n 1484, Inocencio VIII rompió la tradición de sus predecesores. Concluyó que había mujeres diabólicas: brujas. Por eso en 1487 dos dominicos publicaron el Malleus Maleficarum, manual para interrogarlas, torturarlas y, desde luego, quemarlas. Ciento veintidós años más tarde, en 1609, tuvo lugar el proceso de Labort, un insidioso juicio en el que se basa (tangencialmente) la película Akelarre, dirigida por el argentino Pablo Agüero y magníficamente escrita por el francés Katell Guillou. Akelarre es una deliciosa fábula en torno a los problemas de ser mujer en un mundo dominado por hombres. Y aunque tiene dos o tres problemas, la película no está exenta de una belleza que, por lo contenido de sus recursos y su resolución prodigiosa, hay que ver. Como las Mil y una noches (la que tradujo Burton), Akelarre está llena de una sensualidad sorprendente. Poco importa que el trasfondo histórico sea equívoco y que el director haya pasado trabajos en la traslación a España de un libreto que originalmente tenía lugar en Francia. A pesar de las falacias históricas, este guion recuerda el trabajo de otros dos magníficos escritores: Guillermo del Toro y Jean-Claude Carrière. Como en El laberinto del fauno, Akelarre nos conduce por
inhóspitos parajes de España para contar la historia de una niña. Esta chica ha llegado a convertirse en mujer. Ana no solo conoce el poder de la fantasía; ha aprendido también el de la sensualidad. De Carrière como guionista Akelarre recuerda lo contenido de los recursos. Al igual que en La controversia de Valladolid, no necesitamos de grandes escenarios para entrar en la épica, ese género que, a pesar de grandioso, no necesita ser siempre grandote. Además del guion, el secreto de Akelarre estriba en sus actrices pues, ya se ha dicho, no hay buena película que esté mal actuada. Las de Akelarre han llegado a hacer tan suya la historia, que a lo largo de la película las vemos transformándose, encontrando en sí mismas un poder que estaba en ciernes. Con este poder, Ana y sus amigas se enfrentan al hoy famoso “pacto heteropatriarcal” que a todos parece ocupar tanto. Y es que sí, Akelarre se une a la causa feminista dibujando a unos malos comme
El filme nos conduce por inhóspitos parajes de España para contar la historia de una niña
il faut. Porque ¿hay algo más despreciado hoy día que la Inquisición española, el catolicismo y la Corona de Castilla? En resumen, Akelarre es un filme políticamente correcto y recurre, como todos hoy por hoy, a los sospechosos comunes. Tanto que los antagonistas resultan más bien caricaturas: el secretario inquisitorial que come mucho, odia mucho, pero, faltaba más, se persigna, también, mucho; el médico en quien adivinamos indecibles perversiones sexuales y, claro, un juez, el auténtico malo, una suerte de Satán de ojos verdes y barba cerrada que enfrenta a estas muchachitas del País Vasco con todo el poder de la falocracia. Y ellas, acusadas de brujería, ¿qué van a hacer? Pues enfrentar a estos hombres necios encantándoles, dándoles, como Scherezada, una serie de historias que poco a poco van encendiendo la imaginación y, más, la lujuria del perverso, católico inquisidor. Hacia el clímax, el guion ha conseguido regalarnos preguntas maravillosas: ¿existe en realidad la brujería?, ¿quiénes son estas mujeres que montan un aquelarre?, ¿qué sucede exactamente en la escena final? En la respuesta a estas cuestiones está la clave de una fábula que más que hablar de lo femenino habla del poder de narrar. Y del poder de la seducción.
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ANTESALA
27 DE MARZO 2021
ESCOLIOS
POESÍA
En la belleza creada por otros ADAM ZAGAJEWSKI
Solo en la belleza creada por otros hay consuelo, en la música de otros y en los poemas de otros. Solo otros nos salvan, aunque la soledad sepa a opio. Los otros no son el infierno, si se les ve temprano, con sus frentes puras, lavadas por sueños. Por eso me pregunto qué palabra debería utilizarse, “él” o “tú”. Cada “él” es una traición a un cierto “tú” pero a cambio el poema de alguien ofrece la fidelidad de un grave diálogo. Con este poema, de su libro Temblor (1985), recordamos y rendimos homenaje al gran poeta polaco, también ensayista y traductor, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2017, muerto el pasado 21 de marzo en Cracovia.
EX LIBRIS
El inquisidor/ EKO
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El poeta historiador ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
@Sobreperdonar
J
usto el día que inició la primavera, murió Adam Zagajewski (1945-2021), el poeta y ensayista polaco, exiliado por mucho tiempo en Francia y Estados Unidos, cuya prolífica obra había venido ganando reconocimientos. Pese a que este escritor experimentó, desde su infancia, las secuelas del absurdo político del siglo XX (el destierro, la represión), esta experiencia no amargó su sonrisa y su perpetuo sentimiento de azoro y agradecimiento a la vida, tan visible en su poesía. Nada parecía afectar este temperamento naturalmente alegre y optimista, hecho de inteligente desencanto y de afable escepticismo. Por ejemplo, su trayectoria forzadamente nómada agudizó la facultad de atesoramiento de su mirada, mientras que las presiones políticas ensancharon su capacidad de cultivar las libertades íntimas que nadie puede conculcar. Zagajewski practicó un arte de resistir la violencia y el exilio, sin dejarse contaminar por sus venenos. En su periplo por la miseria política, el poeta impuso la fuerza y resistencia de su vida interior. La poesía misma, sugeriría él, es un exilio, un continuo desplazamiento de los significados sedentarios del lenguaje y un intento de darle nueva vida a las experiencias y emociones narcotizadas o extinguidas. De los libros que he leído de Zagajewski, me resulta especialmente entrañable esa mezcla de memorias, examen de conciencia, declaración de principios estéticos y lección de escritura digresiva y aforística, que es En la belleza ajena (Pretextos, 2003). En este libro, Zagajewski evoca su juventud en la Cracovia comunista y las sucesivas mutilaciones a las que lo sometieron los vaivenes de la historia; por un lado, la de su ciudad natal, de la que siendo niño fue expulsado y, sobre todo, ya joven aspirante a artista, la mutilación de la verdad, sistemáticamente manipulada por un régimen autoritario y mendaz. El autor incursiona en esa época, pero no se hace un héroe, ni una víctima: no narra una pesadilla totalitaria (que no puede concretarse por la ineptitud de los tiranuelos), sino un tiempo gris, canalla, más bien tragicómico, encabezado por trepadores y demagogos. Su rememoración, llena de color y humanidad, revela a un poeta-historiador que, como el mismo Zagajewski quería, más que agotar los hechos o seguir una teoría, atiende al detalle, al acontecer cotidiano y a las peripecias de los pequeños personajes, intentando, con estos materiales humildes, preservar otra forma de verdad. De ahí los conmovedores retratos de personajes que, ante la uniformidad inducida por el poder, defienden su individualidad: los aristócratas venidos a menos, los viejos profesores no marxistas, los bohemios incapaces de ser edificantes, los irredentos católicos y campesinos, los magos y vagabundos. La sobriedad de Zagajewski evita las argumentaciones categóricas, aspira genuinamente a comprender al otro y, frente a la preponderancia de la banalidad política, solamente demanda un poco más de espacio para mirar el mundo.
La sobriedad de Adam Zagajewski evita las argumentaciones categóricas
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DE PORTADA
27 DE MARZO 2021
Con este ensayo, celebramos 100 años de la aparición de uno de los grandes proyectos culturales de José Vasconcelos
Ramón López Velarde y la revista El Maestro
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ERNESTO LUMBRERAS FOTOGRAFÍA AUTOR ANÓNIMO
oncluía el maléfico y cruel año de 1920, y tragándose el orgullo del vencido, a regañadientes, el autor de Zozobra aceptó reunirse con José Vasconcelos, rector de la Universidad Nacional de México, gracias a los buenos oficios de sus amigos, Pedro de Alba y Jesús B. González, flamantes diputados federales por Aguascalientes y Zacatecas. Con la muerte de Carranza y el cierre del bufete jurídico de la calle Madero, las fuentes de sus ingresos económicos se habían cortado.1 En una carta dirigida a Margarita González, fechada el 1 de septiembre de 1920, ya exponía su penosa situación: “Yo he estado muy trastornado en mis asuntos, y muy pobre, como le decía en mi anterior”. ¿A qué asuntos se refería? En principio, la familia del poeta tuvo que pagar los gastos de repatriación de Jesús López Velarde, varado en Europa tras la suspensión de su nombramiento en el servicio exterior; por obra de los movimientos y los reacomodos políticos en el gobierno, también removieron al autor de La sangre devota de su cargo de concejal del Ayuntamiento de la Ciudad de México, puesto que desempeñaba desde enero de 1919.2 Con el autor de Ulises criollo, próximo a convertirse en secretario de Educación Pública del gabinete obregonista, se arregló para colaborar en dos frentes: en la Escuela de Altos Estudios dirigida por Antonio Caso y en el proyecto de la revista El Maestro que confeccionaban Enrique Monteverde y Agustín Loera y Chávez, este último del círculo cordial de sus afectos. En el recuento de la noche vieja, la noche de San Silvestre, su existencia había arrojado un saldo de sombras y pesimismo: huérfano
de tutores políticos, roto el corazón por partida doble —las rupturas de Margarita Quijano y Fe Hermosillo—, el apremio de pedir prestado para solventar el gasto corriente de su familia, la crítica escéptica y adversa a su libro Zozobra… En cierto modo, este vocablo azaroso y atroz que delataba su proeza lírica en tierras incógnitas de la lengua, derrumbes, extravíos y naufragios de un decir a varias bandas, también definía su estado de ánimo. En tales coordenadas, el año nuevo amanecía para el poeta con un cielo borrascoso, en los tonos de la paleta de El Greco, con esa luz avara, glacial y pesarosa. Pasado el feriado, acudió a la oficina de la revista, en la calle de Gante número 5, en el corazón mismo de la ciudad —rumbo de sus querencias y su bohemia—, lo que finalmente sumaba una pizca de contento a su pesadumbre. Los meses de enero y febrero, el equipo editorial de El Maestro, redactores, diseñadores y formadores,
viñetistas y correctores trabajaron a marchas forzadas, cumpliendo la expectativa de contar con el primer número en los comienzos de abril. Así sucedería para satisfacción, especialmente de Vasconcelos, quien daría de qué hablar a propios y extraños con uno de sus proyectos estelares en su cruzada cultural y educativa. En su otro trabajo, como no se presentaron alumnos a sus clases de Literatura Mexicana e Hispanoamericana en la Escuela de Altos Estudios, con fecha del 1 de marzo de 1921, el ateneísta en su calidad de rector giró un oficio para que el jerezano se presentara a la Escuela Nacional Preparatoria y se hiciera cargo de la cátedra de Lengua y Literatura Castellana.3 La papelería burocrática del alta y de la baja administrativa, de las respuestas de Ezequiel A. Chávez, director de
El poeta zacatecano, quien nació el 15 de junio de 1888 y murió el 19 de junio de 1921.
Su poema está más cerca de la tradición conservadora que del nacionalismo de la Revolución
la preparatoria y del maestro Caso, impidieron a Ramón López Velarde cumplir un viaje que toda su vida se aplazó por azares inexpugnables: conocer Guadalajara. El motivo de la expedición a tierras tapatías tuvo, como pretexto, la toma de posesión a la gubernatura del estado de Jalisco del profesor Basilio Vadillo, exalumno de la Escuela Nacional de Maestros de Rafael López, compañero de legislatura de Jesús B. González y Pedro de Alba. La ceremonia política se llevó a cabo el miércoles 1 de marzo en el Teatro Degollado. El poeta, a tope de trabajo, cedió su lugar en el convite a su hermano Jesús. Además, no estaba su ánimo para escuchar discursos y arengas a granel. Los invitados del gobernador fueron agasajados con paseos y comilonas, serenatas y verbenas en los Colomos, en San Pedro Tlaquepaque y en Chapala. De esa visita, Rafael López regresó a la Ciudad de México con tres borradores de poemas de tema jalisciense: el soneto “Perla tapatía” y las odas “Guadalajara”, compuesta por 89 alejandrinos, y “Chapala”, formada por 90 endecasílabos. Para estos inicios del tercer mes del año, López Velarde ya había escrito y entregado a las páginas de El Maestro su ensayo “Novedad de la Patria”, el negativo teórico o ideario criollo de su poema más popular, “La suave Patria”, que posiblemente germinaba en su cabeza: ideas y cadencias al vuelo, tanteos de color y de atmósferas. La amistad fraterna entre Rafael López, de 48 años, y el zacatecano, de 32 años, no tuvo dobleces, intermitencias o puntos ciegos. En tales condiciones de complicidad, es creíble que el escritor guanajuatense haya compartido y comentado sus esbozos líricos con su amigo. Sobre la reconocible influencia de los poemas mencionados en los versos de “La suave Patria”, escribí unos párrafos en mi libro Un acueducto infinitesimal.
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RLV en la Ciudad de México 1912-1921. Retorno al tema con coordenadas y datos nuevos. La poesía cívica y la de corte histórico fueron de interés en la obra de Rafael López; con altas y bajas de calidad, abundan ejemplos en su obra lírica. El anecdotario velardeano insiste que la escritura de “su poema mexicano” fue un milagro de inspiración, pieza prodigiosa nacida de un torrente verbal. Personalmente descreo de tal escenario. Un poema como “La suave Patria”, para comenzar la faena, necesitaría de un plan de escritura y de un croquis donde se visualizaran las partes y el todo del proyecto. En su obra lírica será la pieza más meditada desde el punto de vista de la composición. Tal vez, mientras escribía el citado ensayo, surgieron los primeros versos, pececillos de plata fundidos en el crisol de sus reflexiones en torno de un país que se redescubría a sí mismo. Esa posibilidad pesa también para que Rafael López, antes de su viaje a Guadalajara, tuviera un impulso anímico e intelectual para bosquejar su tríptico tapatío.4 Me quedo, por ahora, con el muy atractivo pendiente de emprender un careo propiciatorio entre los poemas de los dos amigos, obras marcadas por afanes de inventario y loas a la patria — en el filón criollo, pueblerino y colonial—, en un tono de luces populares y destellos barrocos y culteranos. A la posible confluencia entre los dos poetas amigos, sumo un afluente más. A partir del 1 de marzo de 1921 apareció, en varios periódicos del país, una convocatoria literaria animada por el Casino Cordobés, invitando a la comunidad de escritores para participar en los Juegos Florales con motivo del Centenario de los Tratados de Córdoba.5 El certamen contemplaba siete rubros, uno de composición lírica de tema libre, cinco de ensayo con temática definida y uno de cuento “histórico de carácter patriótico”. Uno de los temas ensayísticos recaía en la figura de Agustín de Iturbide, “en su verdadero valor histórico”. Las bases de la convocatoria anotaban al final los nombres del jurado, “señores Profesores de la Universidad Nacional de México, Licenciados Ramón López Velarde, Antonio Caso y Joaquín Méndez Rivas”. Este dato desconocido en la biografía del poeta seguramente alentó y atemperó la curiosidad intelectual del poeta para la escritura de “Novedad de la Patria” y “La suave Patria”, tocando una fibra de empatía respecto del enfoque histórico de los géneros, y, en particular, la voluntad de los organizadores del certamen para abordar sin prejuicios la figura de Agustín Iturbide, uno de los villanos de la historia oficial en 1921 y, sin cambio alguno, todavía en este 2021. Sobre todo en el poema, López Velarde hará referencias y sutiles
guiños al militar criollo, autor intelectual indiscutible de la consumación de la independencia de México. Por ejemplo, “la trigarante faja” y el “trono a la intemperie” aluden a dos momentos de las maniobras políticas de Iturbide, meritorio el primero, errático el segundo según el dictamen categórico del bando liberal. Un tema digno de revisión sin maniqueísmos y tabúes. En esta trama de ideas, “La suave Patria” está más cerca de la tradición conservadora —sí, la de “la tristeza reaccionaria”— que del nacionalismo triunfante de la Revolución mexicana, la bandera que finalmente lo popularizó de manera equivoca y superficial.
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1 La investigación de la muerte de Venustiano Carranza en la sierra norte de Puebla ordenó congelar las cuentas de Manuel Aguirre Berlanga, ministro de Gobernación y socio del bufete de abogados junto con el poeta y el diputado Francisco Martín del Campo, los tres egresados y condiscípulos del Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí. El encargado de la comisión de las indagatorias del magnicidio sería Aquiles Elorduy, el mismo político zacatecano que “le ganó” la curul a López Velarde en 1912.
2 Este dato no lo había visto consignado en los diversos apuntes biográficos del poeta. Con fecha del 11 de diciembre de 1918, la Junta Computadora hizo oficial el nombramiento de los doce concejales titulares, con sus respectivos suplentes, regidores del cabildo que acompañaría la gestión de José María de la Garza, presidente municipal de la Ciudad de México. A mediados de enero de 1919, Carranza hizo cambios en el gobierno de la capital, retiró a De la Garza y en su lugar nombró al general doctor Rafael Cepeda, senador por San Luis Potosí, rival político de Pedro Antonio de los Santos y personaje que satirizó López Velarde en las páginas de La Nación, el famoso “Cepedita” tan presente en el periodismo político del poeta. ¿Renunciaría a su cargo de concejal o civilizadamente olvidarían sus diferencias? 3 De esta época data el recuerdo de Xavier Villaurrutia quien, con Salvador Novo, procuró la amistad y el consejo de López Velarde: “Lo esperábamos a la salida del aula y cambiábamos con él breves y entrecortadas frases. Aún tengo la sensación de que los diálogos se acaban demasiado pronto. Y también de que, a veces, como cuando sin esperar el final de la clase entrábamos en el aula, y López Velarde suspendía rápidamente
RLV publicó su ensayo “Novedad de la Patria” en el número 1 de la revista El Maestro.
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la lección, despidiendo, aturdido, a los alumnos, una curiosa turbación y un pudor infantil e inexplicable lo colocaba delante de nosotros en la situación de minoridad e inferioridad que lógicamente nos correspondía a Salvador y a mí”. Xavier Villaurrutia, Obras, FCE, México, 1996, p. 642. 4 Con fecha de 23 de mayo de 1921 daría a conocer su poema “Guadalajara” en las páginas de El Universal. Seis diez después, en el mismo periódico, publicaría “Chapala”. En las páginas de El Informador se registra un segundo viaje de Rafael López a Guadalajara, de nueva cuenta invitado por el gobernador Vadillo. El autor de Con los ojos abiertos arribó a la Perla Tapatía el domingo 15 de mayo y tornó a la capital el viernes 20 del mismo mes. Tal vez para actualizar sus impresiones de marzo, recorrió Guadalajara de arriba abajo y emprendió la visita a Chapala. Al poco de regresar a la Ciudad de México, por lo visto, puso punto final a sus composiciones. 5 El certamen cerraba el 30 de junio y anunciaba la entrega de los premios, en la ciudad de Córdoba, Veracruz, el 24 de agosto de 1921. El fallecimiento del poeta, ocurrido el 19 de junio, obligó a los organizadores a buscar un jurado sustituto.
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EN LIBRERÍAS
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IN MEMORIAM
Don Enrique Con la muerte del creador de la Librería Antigua Madero, la cultura mexicana pierde a uno de sus protagonistas VICENTE QUIRARTE FOTOGRAFÍA ASB
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e decíamos en ausencia “Don Enrique”, no porque lo consideráramos más añejo que nosotros, sino por el respeto que despertaban su sabiduría, su sencillez y su llaneza. Imposible hablarle de usted en su presencia porque era más joven que nosotros, y su mirada limpia y suave y doblemente clara era más poderosa que el personaje duro en que se convertía las ocasiones en que un agravio era un entuerto por deshacer. Bronceado el rostro, sano y fuerte como si acabara de bañarse, su tronco siempre muchacho lucía como nadie los suéteres que lo ceñían. Su buena educación era visible en su lenguaje corporal pero más cuando salía detrás de su escritorio para darle un gran abrazo al que llegaba en busca de su presencia antes que de libros, aunque difícilmente uno salía de la Librería Antigua Madero sin llevarse un ejemplar que estaba a nuestra espera. La primera vez que supe de él fue por intermedio de mi ahora compadre Felipe de Jesús Hernández Rubio, quien me habló de la pasión bibliófila de don Enrique y cómo la Librería Madero aceptaba vender libros que los grandes consorcios rechazaban. He aquí uno de los secretos del buen librero: vender solo aquellos libros que merecen la pena y están a la espera de quien merece y busca ser su orgulloso poseedor. Siempre nos daba la sorpresa de que el libro de nuestra autoría que le llevábamos ya lo tenía a la venta. En una ocasión vi un libro mío a un precio cuatro veces mayor que el comercial. Se lo dije y me lo arrancó de las manos para darme una de sus inolvidables lecciones: “Consíguelo”. Porque siempre fue justo. Cuando le encargaba la primera edición de un libro inconseguible, me decía: “Ya localicé el libro que quieres pero está muy caro”. Sabía a quién cuidar y con quién enseñarse. Sin embargo, sé que su generosidad lo llevó a perder dinero en nombre de la amistad y del cariño. Cuando la preguntaba por el precio de la Historia de México de Niceto de Zamacois, siempre estaba en una cantidad superior a la que yo podía pagarle. Un día me dijo: “pues el libro de Zamacois hoy amaneció de buen humor y más barato”. Por eso sus volúmenes ahora son míos, como muchos otros libros provenientes de la Librería Antigua Madero. Todos hacemos nuestra una imagen: Don Enrique ante los anaqueles de la Librería, poblados por ediciones
Enrique Fuentes Castilla, quien murió el pasado 8 de marzo.
tan bellas que llevaron a una turista a pedirle al dueño que le vendiera sus libros por metro, pues le encantaba cómo se veían. En el instante en que iba a construir la biblioteca de mis sueños, acudí a él para consultarle la medida perfecta que debían tener los entrepaños. Por esa precisión geométrica fui un tiempo orgulloso usuario de la que Jorge Esquinca denominó “La Capilla Vicentina”. Cuando la criminal especulación inmobiliaria expulsó a la Librería Madero del corazón del corazón de la ciudad, creímos que daba el primer paso hacia su desaparición. No fue así, gracias en gran medida a la filantropía y generosidad de Salvador Castillo, quien ofreció a Don Enrique alojar el acervo en la casa de la Acequia, en Isabel la Católica y San Jerónimo. Las circunstancias en que se realizó esa mudanza, la renta simbólica y la última voluntad del gallardo Salvador me las callo. “La luz del entendimiento me hace ser muy comedido”. Plumas más autorizadas que la mía darán la versión de esa historia donde la nobleza y el corazón exigen su mayúscula.
Supo nutrir a las criaturas que intentamos formular mundos paralelos a este que habitamos
En 2012 apareció el libro Antigua Madero Librería. El arte de un oficio, bellamente editado por su hija Andrea Fuentes Silva y Alejandro Cruz Atienza en la Editorial Caja de Cerillos. Me enorgullece que mis palabras figuren en él, y las transcribo aquí porque tienen relación con lo que voy a compartir en el siguiente párrafo: “Querido Enrique: venir al corazón de la Siempre Noble y Leal se convierte en una experiencia mayor si pensamos en los tesoros que alberga tu refugio. Pero ese refugio, que ya es casa de muchos, no sería tal sin el corazón y la inteligencia de su patrón, siempre tan amigo de sus amigos. Mil gracias por las atenciones. Eres el sostén de mis iluminaciones y quebrantos, y el mayor hombre de libros de este purgatorio”. Gracias a la vecindad con esa otra sucursal del paraíso llamada el restaurante Céfiro, ir al centro de la ciudad de México se convertía en un doble placer, pues pude prolongar la cercanía de los libros de Don Enrique y disfrutar algunas veces de su compañía en un lugar cuya mayor virtud, además de la comida extraordinaria, los precios razonables y el servicio impecable, es que no hay aparatos de televisión y la música, siempre clásica, esta á a un volumen que permite y propicia la conversación. Cuando el azar objetivo nos
hacía toparnos con Don Enrique en una hora próxima a la de la comida, hacía hasta lo imposible para estar con nosotros en esa eucaristía, pues tal era tomar los alimentos en su presencia, y descubrirnos alguno de los lugares cuyos secretos, solo suyos, él revelaba y compartía con la misma generosidad con la cual nos ofrecía sus otras joyas. Cuando una criatura de palabra abandona este mundo, decimos que nos quedan las páginas que escribió. Enrique Fuentes Castilla dejó una herencia más grande, porque supo nutrir a las criaturas que intentamos formular mundos paralelos a este maravilloso y terrible que habitamos. En los agradecimientos de mi libro Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México. 1850-1992, escribí: “A Enrique Fuentes Castilla, librero de cabecera, mi gratitud por la manera tan íntegra y honesta como cumple un oficio en vías de extinción, y por la clarividencia que posee para adivinar el libro que nos falta”. Ahora sostengo que el oficio de librero, de quien trabaja con libros leídos, como los llama al escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, no está en vías de extinción. Lo demuestran las lecciones de Enrique Fuentes Castilla y los caminos que en su nombre tenemos la obligación de continuar.
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EN LIBRERÍAS
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RESEÑA
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RESEÑA
El crítico como filósofo David Huerta, autor de Las hojas (Cataria, 2020).
Las huellas del otoño
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LUIS VICENTE DE AGUINAGA FOTOGRAFÍA UDG
n la nota que puede leerse al final de su libro de 2017, titulado El vaso de tiempo, David Huerta (Ciudad de México, 1949) explica que los ensayos que forman el volumen tienen su origen en la columna que comenzó a publicar en la Revista de la Universidad de México en 2007. Más abajo agrega: “En 2016 sigo colaborando en sus páginas”. Esa colaboración apenas duró un año más, y por las fechas en que se publicaba El vaso de tiempo la columna tocó a su fin. Casi todos los ensayos de Las hojas (Cataria, México, 2020), nuevo libro de Huerta, fueron también entregas de aquella columna. Pero existe una considerable diferencia entre ambas obras: El vaso de tiempo consta de nueve textos; Las hojas, de treinta y tres. El de 2017 se lee como un libro centrado en el Siglo de Oro con alusiones ocasionales a Othón, incluso a Poe, varias veces a Gorostiza y algunas más a Borges; el de 2020, por el contrario, es un poliedro, un objeto complejo que puede leerse como una serie de charlas admirablemente sabias e interesantes cuya sustancia es la poesía, como un índice de concordancias literarias, un gabinete de curiosidades y, por encima de todo, un registro de las convicciones, dudas, preguntas y respuestas de una conciencia que ya solo puede comprenderse a sí misma como un poema, esto es: como un artefacto verbal dominado simultáneamente por la memoria y el azar, la tradición y la novedad, la historia y la experiencia individual.
No por ser un libro “sobre poesía”, como anuncia el subtítulo, debe suponerse que Las hojas hable solamente de poetas. Por el contrario, es un libro que combina, como los mejores de su especie, la lectura directa con la indirecta, el poema con la investigación crítica, la singularidad observada en estrofas irrepetibles con la semejanza que dos o más textos parecen haber pactado secretamente. Huerta señala bellezas poéticas a veces milimétricas, identifica tópicos, escucha con atención a críticos y maestros (Menéndez Pelayo, Asín Palacios, Alonso, Gómez Robledo, Spitzer, Curtius, Jammes, Vendler, Kenner, Alatorre, Frenk…) y descarta ideas que juzga erróneas (en textos de Zambrano y de Gutiérrez Girardot, por ejemplo) sin otro fin que disfrutar y hacer disfrutar a Dante, Cervantes, Donne, Lope de Vega, Machado, Eliot, García Lorca, Borges, Lezama Lima y, por encima de todos, Góngora. Cada ensayo de Las hojas —y también el cuento final del volumen, que pertenece al género de la ficción filológica— es un pequeño cuaderno, una secuencia de jugosos apuntes que parten de observaciones aparentemente incidentales para trazar notables perspectivas temáticas. A través de asuntos tan dispares
como el espionaje o las recompensas de la dificultad, la posición de las palabras en la frase o la desaparición de la penúltima vocal en los antiguos esdrújulos latinos, los ríos o las golondrinas, los últimos días de Pound o la visita del viejo W. B. Yeats a un jardín de niños, Huerta se las ingenia para enseñar deleitando, como pedía el clásico. En este sentido, Las hojas pinta muy bien a Huerta en su avatar de profesor: cada ensayo es una demostración, una clase, una conferencia de siete u ocho páginas. El título del volumen queda explicado en un texto cuyo tema son las hojas de los árboles, metáfora de las generaciones humanas. Hacia el final del ensayo, el estilo expositivo de Huerta se fractura y permite que surjan estas palabras, arbitrariamente poéticas y, por ello mismo, extrañamente oportunas: “En esta hoja verás la huella de la mente, los signos de la ganancia y la pérdida, la huella del otoño en forma de un enrojecimiento con bordes magníficos de oro, como cuando en la nube vespertina descubrimos esa orla de plata, ese destello salido del sueño”. En las palabras del poema, en las palabras del ensayo, está impresa una huella: el contenido —parafraseando a Huerta— está hecho de forma.
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SILVIA HERRERA
ntemperante, desestabilizador, incómodo, francotirador son algunos de los calificativos con que se designa a uno de nuestros críticos mayores en varios de los textos que conforman el libro de homenaje Entre literatura y filosofía: Evodio Escalante (UNAM, 2020), compilado por Freja Cervantes, Carlos Oliva Mendoza y Sergio Ugalde. Supongo que estos atributos no le desagradan, sin embargo, su actitud desafiante tiene otra aspiración, pues como observa José María Espinasa: “pienso que él desearía tener interlocutores, dialogar con otros críticos, pues el papel de francotirador puede ser simpático pero no cómodo”. Este rasgo como combatiente (o agonista, según lo mencionan en otra página) ha causado que unos pocos pretendan restarle seriedad a su figura, reduciéndola a la de mero provocador, pero si hay alguien que representa al crítico literario como creador en nuestro medio ese es Escalante, como también lo anota Espinasa. Si esto es así, se debe al lugar primordial que para él ocupa el lenguaje, el cual tiene un fundamento filosófico. Que la palabra “filosofía” aparezca en el marco de la crítica literaria puede resultar pretencioso para algunos, pero su empleo para clarificar el sentido de ciertas obras tiene como antecedente lo realizado por Ramón Xirau, filósofo de formación y también poeta, en sus estudios de obras como las de Sor Juana y Octavio Paz. En el caso de Escalante, la filosofía no es una herramienta secundaria para el crítico sino que es tan fundamental como el conocimiento de la tradición literaria. La filosofía alemana ha sido el centro de su atención; además de Marx, presente en su primera obra de madurez, José Revueltas. Una literatura del lado moridor, leyó a Hegel, Husserl, Nietzsche y Heidegger. La presencia de este último resulta determinante en su trabajo de los últimos años; por ello, nada más natural que le haya dedicado un libro, que tiene el lacónico título de Heidegger. Su inclinación por profundizar en su pensamiento data de 1995, cuando se integró a un seminario dictado por Ricardo Guerra como lo recuerda el psicoanalista Salvador Rocha, quien fue su compañero. Sobre los intereses filosóficos de Escalante, dice Espinasa: “El acercamiento a la filosofía en general y a Heidegger en particular tiene […] un sentido claro. Los escritores leen filosofía y la leen de una manera distinta a como lo hacen los profesionales de esa disciplina”. Esta opinión la suscribe asimismo el filósofo Alberto Constante: “Evodio no es profesionalmente un filósofo, pero ha leído y releído a Heidegger, y al ser un lector atento sus análisis, tengo que reconocer, son siempre sugerentes, exacerbados y por ello incitantes”. Entre los textos de Entre literatura y filosofía dedicados a la poesía de Escalante, destaca la de Alejandro Higashi, quien establece el nexo entre su poesía y su crítica, en el cual se reitera el rasgo filosófico.
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LABERINTO
DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: JOSÉ LUIS MEDINA G.
27 DE MARZO 2021
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TOSCANADAS
La imperiosa descortesía de corregir DAVID TOSCANA
E
n algún texto sobre la cortesía leí que no era delicado corregir a quien cometa alguna falta al hablar. Lo recomendable es enmendar el error con el buen uso. Así, si alguien dice: “Vivo cercas de tu casa”. El interlocutor debe responder: “En efecto, vives muy cerca”. No es gentileza reverberar el error para hacerlo notar por contraste. Si escuchamos: “Allá en los años sesentas…”, sería desconsiderado decir: “Me hacen falta sesentas pesos”. Lo atinado es el refraseamiento depurado: “Ah qué nostalgia siento por los sesenta”. Pero a veces no es fácil. En una mesa en la que participábamos tres personas, el presentador dijo que sostendríamos un “triálogo” y cómo explicar de manera sutil que el prefijo de “diálogo” no es “di” sino “dia”. O bien, en una cena reciente, hablando de vinos, alguien preguntó si en español había un término equivalente al terroir francés. Un sabedor contestó que “en español
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no hablamos de tierra, sino de sol, y le llamamos solera”. El vino se me fue a las suprarrenales mientras me preguntaba si debía corregir o callar. Cuando estoy en confianza, agradezco que me corrijan; cuando estoy en público, lo agradezco un poco menos porque siento vergüenza. A los comunicadores habría que corregirlos. Así los cronistas deportivos no se la pasarían años repitiendo cosas como “poosedor de la marca mundial” o “el resultado es difícil de preveer” o “cuerdas bucales” o “le infringió una dolorosa derrota”. La semana pasada me enviaron una carta para firmar. Lo hice y respondí: “Va la carta firmada, a la cual agregué dos acentos”. No respondo a mensajes con más de cinco faltas de ortografía. Quizá por eso ya casi nadie me escribe. Hace poco recibí un correo electrónico que empezaba: “Disculpa que no ponga acentos, pero estoy escribiendo con una computadora
gringa”. Respondí que abajo a la derecha debía de haber una opción para cambiar el teclado, o se podía hacer un ejercicio de redacción que no requiriera tildes ni eñes ni preguntas, tal como esa primera frase de disculpa. Hablar en público aumenta la propensión a cometer errores, pues se da cierto apremio para articular un discurso ordenado, inteligente y espontáneo, al tiempo que el público crea incontables distracciones. De modo que no debemos ponernos pesados si alguna palabra sale mal. Hay que distinguir entre la errata y el vicio, entre el olvido y la ignorancia, entre la confusión y la sandez. Cuando a Segismundo de Luxemburgo le corrigieron su defectuoso latín, él respondió: “Ego sum rex Romanus et supra grammaticam”. Frase famosa, pero desacertada. La gramática es la ley de quien habla o escribe, algo así como la Constitución, que no puede acomodarse a los caprichos de un reyezuelo malhablante.
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BICHOS Y PARIENTES
Los dos públicos de la política
H
ay épocas en que la ética tiene mayor relevancia que la política. Otras, como la nuestra, es al revés: la ética parece ejercicio a solas y la política como la reflexión acerca de los actos frente a los otros, en sociedad. La política tiene lugar si mis juicios y actos cuentan en los asuntos públicos, por poco que sea; si no, no se trata de una sociedad política, sino de un poder con súbditos, no ciudadanos. Durante mucho tiempo, desde William Hazlitt (1817), o L. V. Beethoven, se supuso que la gran obra política de Shakespeare era Coriolano, y con razones importantes; T. S. Eliot la juzgaba superior a Hamlet; Frank Kermode dijo que “es probablemente la más feroz e ingeniosamente planeada de todas las tragedias”. Hace apenas un par de años, Enrique Krauze escribió uno de sus mejores ensayos sobre la sustancia de la política en Coriolano. Pero los cambios de época son cambios en la mentalidad y el juicio. El siglo XIX y casi todo el XX iniciaban un largo y lento camino hacia las sociedades políticas, las repúblicas y la democracia. Muchos tropiezos que Shakespeare nunca atestiguó, y por eso resulta doblemente sorprendente su profunda comprensión de las repúblicas, aun cuando nunca vio ni una. Quizá sea cosa de la propia república, que se puede entender aunque no se haya visto y basta una sensata intuición de la naturaleza humana y de la necesidad de limitar y dividir el poder. Y es eso lo que hace viable una sociedad política: entendimiento y acuerdo, incluso en el disenso, y para eso sirve la crítica. Por eso advierte Giovanni Sartori que “las democracias
JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA SECRETARÍA DE CULTURA
carecen de viabilidad si sus ciudadanos no las comprenden”. Durante la etapa de construcción de los Estados nacionales y, luego, de las instituciones públicas y republicanas, o al interior de su contrario, las tiranías, la ética era un mejor campo de reflexión y refugio que la actividad política. Mientras no hay instituciones políticas, el fuero interno es el único foro de la responsabilidad. Pero en el siglo XXI las instituciones ya estaban en marcha. Algunas bien, muchas otras con defectos,
Shakespeare intuyó el horror de la masa, mucho antes que Freud, Ortega o Canetti
todas enmendables. Y la vida política comienza a preguntarse menos por la construcción de instituciones que por su sentido. Por eso, Harold Bloom interviene con un giro de tuerca: la verdadera obra política es Julio César. Coriolano “fascina más por su predicamento [ético] que por su limitada conciencia. Bruto es el primer intelectual de Shakespeare, y los enigmas de su naturaleza son multiformes”. A las razones de Bloom, añado un par. Primero, que los públicos de Europa o de Estados Unidos han adaptado la obra de Shakespeare para representar sus propias y actuales circunstancias, representando a sus tiranos ya como César, ya como el cobarde demagogo Marco Antonio. Segundo, y más importante, una perplejante división de públicos. Por un lado, el público de romanos, que, en la obra, acude
Escena de Julio César, bajo la dirección de Claudia Ríos, en el Teatro Julio Castillo (2013).
a la plaza tras el asesinato de César y atestigua el discurso del estoico y republicano Bruto, seguido de la arenga demagógica y manipuladora de Antonio. Shakespeare intuyó el horror de la masa, mucho antes que Freud, Ortega o Canetti. Esa aglomeración que cree estar participando en la política, en la transformación de las instituciones, cuando en realidad la destruye, porque depone su razonamiento crítico por una forma pasional de la participación: la aclamación, el combustible de la tiranía. El otro público, el de los espectadores, o el lector, conoce la verdad que ignoran quienes están inmersos en la participación. Han asistido a los torturantes debates éticos y políticos de los conjurados; saben que la decisión de asesinar a César no es ni ligera ni revanchista, ni está guiada por pasiones personales. Los dirige una ética estoica y atestigua al otro público, esa masa romana que no puede sino ceder a sus pasiones y entrega su libertad cuando aclama las tretas del demagogo, sin darse cuenta de que ellos mismo son la lumbre que destruye lo que amaba. La masa que aclama no puede ser republicana ni democrática: es poder y ruido. Bloom dijo bien: Bruto no rehuye sus actos: “Amo a César, pero amo más a Roma”; matamos a César porque César quería matar a la República. Bruto nunca pretendió ser inocente. En cambio, Antonio monta una pira de resentimiento y victimización, calculando sus silencios y su lentitud al hablar… El resultado es un público romano que se lanza a la cacería de quien les dijo la verdad, mientras aclama la mojada impostura de su auténtico opresor.
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