Laberinto No.1019 (24/12/2022)

Page 1

LABERINTO

Mientras alguien cena o abre la ventana

Al calor familiar de la temporada navideña

Suplemento cultural de MILENIO
SÁBADO 24 DE DICIEMBRE DE 2022 AÑO 19 - NÚMERO 1019
DE
Roberto Abad, Carlos Martín Briceño, Gará Castro, Adrián Curiel Rivera/ FOTOGRAFÍA: SHUTTERSTOCK
HOMBRE
CELULOIDE FERNANDO ZAMORA
Netflix
Bardo: lo bueno del año que se va
Foto:
EL ATLAS DE PANDORA IRENE VALLEJO
Ilustración: Román

Navidades redentoras

Cuando Charles Dickens decide escribir su famosa novela corta AChristmasCarola fines de 1843, el escritor contaba con poco más de 30 años y se encontraba en serios aprietos. Su novela MartinChuzzlewithabía sido un fracaso económico, un serio revés para la familia Dickens que se encontraba a la espera de su quinto hijo. Las relaciones con la editorial que lo publicaba eran por eso difíciles y en esas circunstancias el escritor decidió, en octubre, escribir una historia de Navidad. Por entonces las celebraciones navideñas habían perdido popularidad en Inglaterra, así que la empresa era un reto difícil.

El proceso duró seis semanas con días de trabajo encarnizados, disueltos en largas caminatas de 30 kilómetros nocturnos por Londres. Cada mañana, la familia del escritor lo oía llorar, reírse y llorar otra vez mientras escribía. Después de una serie de dificultades con la imprenta, financiado por el mismo Dickens, el libro salió a la venta el 19 de diciembre de ese año, con ilustraciones de John Leech. A un precio de cinco chelines, unos treinta dólares de hoy, se tiraron seis mil ejemplares que se vendieron en cinco días, antes de la Nochebuena. El libro agotó otras dos tiradas antes de Año Nuevo. Desde entonces nunca ha dejado de estar en los estantes de las librerías.

El protagonista de la novela, Scrooge, responde a la convicción de Dickens sobre el género humano. Un ser mezquino y cruel puede ser redimido. Enfrentado a las visiones correctas (como la de los fantasmas que lo acechan), cualquier persona puede redescubrir su lado más benigno. Cuando Scrooge ve una lápida con su nombre, descubrimos que el terror es el camino más directo hacia el amor. Según sus biógrafos, es posible que el padre de Dickens haya inspirado al escritor pues tenía con él una relación ambivalente. La idea de la redención, tan cara a la educación cristiana de Dickens, está en la base de la historia. Dickens creó otros memorables villanos. Con frecuencia, sin embargo, como en el caso de Madame Defarge en Historia de dos ciudades, son consecuencia de una infancia llena de violencia y crueldad.

A lo largo de su vida, Dickens se convirtió en el primer escritor de fama global. Sus dos giras a Estados Unidos fueron verdaderos acontecimientos, con multitudes esperando verlo en sus presentaciones. Se dice también que fue esta novela la que revivió el culto a las fiestas navideñas. Está documentado que la frase “Merry Christmas” se popularizó gracias a A Christmas Carol. La novela fue lo que hoy se llamaría un gran éxito comercial y artístico. Pero eso nunca lo detuvo. Siguió escribiendo pues debía huir de una infancia penosa, unos recuerdos duros en la fábrica de betún donde trabajó, un matrimonio con una mujer a la que no amaba, el amor por su difunta cuñada y finalmente la relación con la joven actriz Ellen Ternan que daría lugar al personaje de Estella en Great Expectations Una vida secreta y turbulenta que sin embargo produjo historias tan felices como la de las navidades con el señor Scrooge. _

Es tiempo de hablar de las películas más importantes del año. Bardo (disponible en Netflix) produjo mucho ruido desde que se estrenó. Parece que es una de esas obras que amas u odias y ha encontrado a entusiastas y detractores por igual. Bardoes probablemente la película mexicana más importante del año por dos cosas. Primero, consiguió poner en escena los amores y fobias de todo un pueblo: el resentimiento ante la invasión de Estados Unidos que redundó en la pérdida de la mitad del territorio, el trauma perene de la Conquista y, a nivel más personal, la proverbial envidia del mexicano. Y aunque yo no comparto las opiniones de González Iñárritu (me parecen mentiras que se han repetido hasta que se creen), admiro en Bardo el valor de llevarlas a escena. Tarkovski, Malick y Fellini también hacen suya la historia de sus países y la entrelazan con su historia personal. Así, Bardo entreteje las penurias mexicanas con el sufrimiento de su autor. ¿Sufrimiento? Sin duda. Una de las críticas más absurdas contra Bardoconsiste en negarle al director su golpe de pecho aduciendo que es un burgués que no tiene nada de qué quejarse. Pero el sufrimiento, lo dicen los místicos, es una forma de comunicación con la otredad. Si solo los sabios pudiesen

HOMBRE DE CELULOIDE

Crueldad

comunicarse con el Espíritu que habita el cosmos, pocos podrían conocerlo. El sufrimiento, en cambio, es universal. Sufren pobres y ricos, sabios y tontos. El sufrimiento es la vía real para hablar de lo que verdaderamente importa: el más allá. Así que, si el protagonista de Bardosufre porque le dicen prieto, porque los críticos no lo comprenden o porque su hijo se resiste a hablar español, ¿quién es uno para atacarlo? De pronto hasta parece que estamos viendo la adaptación a nuestra década de Undíasinmexicanos, de Sergio Arau, pero con una imagen impecable.

Y así pasan casi dos horas de esta película. Sin sentir aburrimiento. Parece que ha llegado el momento para reconciliarnos con su creador. Como cuando Reygadas dirigió en 2018 Our Time y tuvo el valor de retratarse ególatra y millonario, pero eso sí, metido en problemas existenciales. O cuando Sofía Coppola nos espetó la triste historia de una chica rica y famosa que soporta mal su soledad paseando por Tokio. Ambas

son extraordinarias películas. Pero ¿qué sucede con Bardo? ¿Por qué se desploma? El famoso, exitoso y atribulado director de documentales, Silverio, llega a Estados Unidos y, durante una secuencia que en realidad resulta muy vergonzosa para su autor, le exige al guardia fronterizo que reconozca que Estados Unidos es su casa. Todo lo que sucede en torno a este hombre moreno, apocado y resentido (el guardia) recuerda uno de esos videos virales que suben a la red los involucrados creyendo que denuncian una injusticia cuando en realidad se están denunciando a sí mismos. Con la secuencia de Silverio en el aeropuerto de Los Ángeles se desploma el velo de ficción y es fácil imaginar a Alejandro González Iñárritu humillando a un hombre moreno porque no lo reconoce y a su familia gritando a un empleado que “tiene cara de mexicano” y que debe hablar español. Entonces, en aras de la verosimilitud, la película retrata a su autor no como un místico que busca respuestas existenciales sino como un hombre cruel. Esta es la segunda razón para pensar que Bardo es lo más importante que ha sucedido al cine mexicano en 2022, porque expone, sin quererlo, la crueldad y el racismo que vivimos los mexicanos aquí y en Estados Unidos. _

-02- 24 DE DICIEMBRE 2022 ANTESALA
FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA NETFLIX
La película consigue poner en escena los amores y fobias de todo un pueblo
Bardo. Dirección: Alejandro González Iñárritu. México, 2022.
LA
DEL
GUARIDA
VIENTO
Está documentado que la frase “Merry Christmas” se popularizó gracias a A Christmas Carol

POESÍA

La necesidad de ver el cielo*

Surge la necesidad de ver el cielo, algo que se distinga y nos señale: una estrella, la cruz lumínica de un avión, lo que no nos pertenece, lo que no podemos alcanzar pero nos detiene, nos suspende.

Porque a veces es necesario detenerse, ver una estrella y no saber a dónde dirigirse; solo quedarse con la impresión de que algo se nos anuncia, algo se nos promete, que por el momento no podemos alcanzar.

Limbo y barro

Quizá el mayor éxito de Bardo.Falsacrónicade unascuantasverdades, de Alejandro González Iñárritu, ha sido el de provocar una polarización perfecta. Tanto en el público, como en la crítica, o le aplauden o la aborrecen, no hay punto medio en la opinión de quienes ya asistieron a las peripecias comatosas de Silverio Gama, el presunto alter egodel director de Amoresperros. Incluso, como paladín de las injusticias de la degustación estética, Guillermo del Toro saltó contra quienes calificaron la peli de confusa o pretenciosa: en el Museo de la Academia de Los Ángeles, Del Toro envió sus condolencias para aquellos que no entendieron de qué va la historia. Aclaró que bardo significa limbo (solo que en términos budistas, porque la RAE lo distingue como sinónimo de poeta, aunque también lo define como barro, fango, valladodeleña, vivardeconejos) y trazó una analogía a través de los cuadros de Van Gogh. O sea, no basta con ver los Girasolesy apreciar su estupenda simetría o su belleza, sino que es perentorio percibir la técnica, la riqueza cromática y los trazos del holandés. Así, en lo que respecta a la cinta de Iñárritu, el realizador de Pinochodijo que el arte radica en la minuciosidad con que diseñaron cada imagen.

Como sea, para Del Toro, Bardo es una obra maestra, y nadie rebatiría su veredicto pues se trata de una postura personal, pero tal vez los puntos flacos de la cinta no radican en la pulcritud visual ni en la astuta ambigüedad narrativa (caray, no es tan peliagudo detectar que el tal Silverio se halla en algún paraje de la inconsciencia o en un viaje onírico o agónico), sino en ciertos lugares comunes, autoelogios y puntadas esnob, con que Iñárritu decoró esta especie de homenaje a sí mismo. Por ejemplo, el cliché de las relaciones familiares y el conflicto con la paternidad: Silverio como padre sobreprotector, incomprendido y torpe para entender a sus hijos, y Silverio como vástago que no gozó del reconocimiento de su progenitor ni jamás escuchó en labios de su padre la frase rotunda: “estoy orgulloso de ti, retoño”; el miedo, casi fobia, al éxito, tan sobado en el psicoanálisis y en los libros de autoayuda; el quejumbroso complejo del migrante que se marcha a regañadientes para huir de la ciénaga del conformismo o porque el país está de la chingada y, en consecuencia, los dilemas de la identidad nacional (la bufonada del mito de los Niños Héroes o el debate entre Silverio y Hernán Cortés, en vez de parodias, son ridículas); la hagiografía de un Silverio “prietito”, le reprocha su último colega en México, que antes de partir, la hizo en grande por ser amigo del dueño de una televisora y del Club América (la escena del panel frente a las cámaras evoca a la parafernalia de Réquiemporunsueño, de Darren Aronofsky, y de Guasón, de Todd Phillips); el resentimiento, la envidia, el desprecio que los compatriotas le expresan al hijo pródigo que vuelve a la Suave Patria como todo un ganador. (Bueno, en ese dentera tan mexicana, Iñárritu le dio en el clavo.)

No obstante, Bardo funciona como un crónica eficaz de la travesía de un ser en estado de transición. La lógica del sueño es espléndida. Remite a los espacios y hechos delirantes que exploraron Buñuel o Fellini, es justa con el ego de su personaje (y creador): digamos, las referencias a Theo Angelopoulos (Paisaje en la niebla, 1988) con la enorme mano que no viaja en helicóptero pero la llevan a cuestas un puñado de migrantes, o el reencuentro festivo entre los muertos que se aman, como en Underground (1995), de Emir Kusturica: si el yugoslavo reunió a la pandilla de socialistas serbios (a la sazón, una especie de familia) en un limbo con forma de isla y amenizada con música de tambores y trompetas, Iñárritu lleva a Silverio a su reunión a través de una hondonada cuya superficie está hecha, ahora sí, de barro. _

-03- 24 DE DICIEMBRE 2022
IVÁN
*Título de la Redacción. Poema tomado de Una señal del cielo (Mantis Editores, 2022).
Esperando a Godot/ EKO
EX LIBRIS
ANTESALA

Como ya es tradición , ofrecemos un conjunto relatos inspirado s en el significado de estas Estampas y fulgores navideños

El camino de vuelta Otra

Eusebio sostiene el maletín con la mano derecha. Avanza entre puestos ambulantes que venden series de luces y pinos artificiales. Llega a un semáforo. Aunque está el verde, se cruza la calle y un coche frena haciendo rechinar las llantas. Él no se inmuta; luego sube a la banqueta. Se apresura a la estación del metro. Y se detiene en los torniquetes, observa sus zapatos, confundido como un globo que empieza a perder gas: no sabe qué dirección es la que le corresponde.

Decide que va a trasbordar. Sentado a mitad del vagón, huele el tufo de un borracho y busca otro lugar, pero se da cuenta de que alguien más se incorpora a sus espaldas y lo sigue. No le toma importancia sino hasta que encuentra un asiento disponible y aquél se coloca enfrente. Es un joven. Lo ha visto en algún lado. Lo que más le extraña, sin embargo, es que tenga cierto parecido a él: los ojos aborregados, la nariz ancha y redonda. En cuanto el metro se pone en movimiento, Eusebio decide cambiarse de asiento de nuevo. Camina a tropiezos sorteando a la gente que lleva cajas de regalos; el muchacho lo sigue y, sin despegarle la mirada, empuja con fuerza el cuerpo. No parece muy inteligente como perseguidor, piensa Eusebio. Será sencillo engañarlo. En la siguiente estación, se baja y corre hacia otra línea. Busca a un policía, pero en vísperas de Nochebuena nadie parece estar al pendiente. En el fondo le preocupa que quiera golpearlo. ¿De dónde ha sacado esa idea? La gente es rara. Eusebio se mete a un pasillo de otra estación. La marcha de ambos se entorpece. ¿Qué querrá? Si lo que desea es asaltarlo, se llevará una decepción, apenas carga con un billete de 50, y las tarjetas albergan lo de una quincena únicamente. Quizá pudo haberse confundido. Es una ciudad muy grande, muchas caras se parecen entre sí. Podría ser cualquier hombre de cualquier ciudad. De sus sesenta

y pico de años, treinta los ha dedicado al despacho de bienes y raíces y a construir una vida de inversiones de mediano riesgo. Había pensado en renunciar el siguiente año. Dedicarse al fin a lo que le gusta: mirar la televisión, tomar Coca Cola, ir al parque y pasear a los perros. Nada más. Pero aún tiene la necesidad de ser útil, pese a que cada vez le cansan más las visitas a la oficina.

Agitado, aborda otro vagón —uno más— y se sienta. Sudoroso, se recarga y exhala; una anciana lo mira respirar. Va calmándose lentamente. Pero llega a la siguiente estación y lo ve entrar. Esta vez se fija en la ropa: una camisa desfajada y un pantalón de mezclilla. Otra vez tú, carajo, qué mierda quieres. Se incorpora de inmediato, trata de salir, pero la mano del muchacho lo toma del brazo. No es cualquier apretón, sino uno que lleva consigo un mensaje: si te mueves, será peor.

¿A dónde vas?, le dice el muchacho.

¡Suéltame, cabrón! ¡Auxilio, me quiere asaltar!

Los otros pasajeros murmuran. Eusebio le pregunta qué quiere. El otro no contesta y, sin mucho alboroto, lo sienta en el mismo sitio, hace que se quede junto a él. Miran al frente, desconcertados mientras salen y entran personas del vagón. Eusebio sacude el hombro, inútilmente; no hay forma de desprenderse.

En algún momento, el muchacho se acerca a su oído y le dice: tranquilo, no va a pasarte nada. Forcejean, se arrebatan ese brazo que pertenece a Eusebio pero que el muchacho parece querer arrancarlo. Un grito, eso puede funcionar, se dice Eusebio y lo intenta; entonces el muchacho hace que se pongan de pie. El metro se detiene. Salen, bajan por las escaleras eléctricas y llegan a los torniquetes. Un policía —al fin— los observa; pero enseguida regresa la vista al celular. El muchacho, ahora al mando de dos cuerpos, se siente más seguro.

Afuera, suben a un taxi. El muchacho da una dirección y, como si hubieran acordado llevarla en paz,

no hay más intentos de escape. El conductor mira por el retrovisor, del que cuelga una piñata miniatura. ¿Ya listos para cenar?, les pregunta y el muchacho apenas sonríe. En el coche, el mundo es un lugar de vientos tranquilos.

Al estacionarse, Eusebio baja primero del taxi y mira la fachada de la casa que tiene al frente: el ventanal luminoso que se prende y apaga con cadencia de vals, la sombra del arbolito. Vamos, le dice el muchacho después de pagar y lo lleva del brazo. La puerta, que se abre enseguida, revela a una mujer que abraza a Eusebio y llora. Presionado por los ladridos de las mascotas, el muchacho les pide que vayan a la sala; no quiere que los vean los vecinos. Allí, la mujer vuelve a abrazarlo, le pregunta qué pasó, a dónde iba, qué pensaba.

No sé, contesta Eusebio, no sé, no sé.

Lo encontré en la estación que está por su oficina, dice el muchacho, si no lo alcanzo quién sabe a dónde hubiera ido a parar. Me rasguñó el pecho.

Se alza la playera y le muestra. Eusebio oye la voz de cerca y quiere entender. Durante unos segundos la respiración de los tres se paraliza.

Perdón, hijo, le dice Eusebio con los ojos perdidos, y se empeña en repetirlo, como si no fuera suficiente una vez. Suelta el maletín, se agarra la cabeza, asustado. La mujer lo lleva a la mesa tomándolo por la espalda. Ya pasó, le dice ella y lo soba. Sentados en el comedor, frente a la ensalada, los platos y las botellas de vino, no hacen más que contemplar el vaivén de las luces que rodean el arbolito y reflejan en las paredes siluetas difusas multicolor, como pequeñas galaxias. Tal vez haga frío más tarde. _

Roberto Abad (Cuernavaca, 1988) es escritor y músico. Es autor de los libros de cuento Orquesta primitiva (FETA, 2015) y Cuando las luces aparezcan (Paraíso Perdido, 2020; XI Premio Nacional de Narrativa Ramón López Velarde). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa.

peli de

La luz diáfana del amanecer tropical se filtra a través de la ventana de su cuarto. El hombre con el rostro al revés se levanta de la cama. Como todas las noches, hubo de acostarse boca abajo para que la cara quedara mirando hacia el techo y no corriera peligro de ahogarse. Una posición de descanso a la que se ha acostumbrado desde bebé. Baja las escaleras a pasos de cangrejo y mucho cuidado para no tropezarse, arrastra la mano hacia atrás sobre el barandal. Se sirve café con una de esas torsiones de brazo inverosímiles que ha aprendido a ejecutar; dobla el codo sobre sí mismo y agarra la taza con el meñique en la parte superior del asa y el pulgar abajo. Un giro de muñeca y el brazo vuelve a contorsionarse en un movimiento que hubiese significado una fractura para cualquier otra persona. Levanta el rostro sobre su espalda y da un sorbo. Come un trozo de bizcocho inglés. Retrocede al subir las escaleras. En el baño, frente a uno de los espejos encontrados, con los brazos torcidos hacia atrás, se anuda la corbata. Es el único de la familia que la porta en Navidad. Su aspecto siempre luce un tanto raro, no solo por la obviedad de que tenga la cara invertida; por más que se esmera, el saco le abulta bajo su barbilla, que queda atrás. De frente, sobre el cuello de la camisa, se observa su cabellera bien peinada. Con las manos volteadas, se coloca en la nuca el sistema de cámaras que él mismo ha diseñado.

Su padre, el senador González, murió de un infarto fulminante. Su madre, Agatha Ruiz de González, y sus hermanos, Ian y Casilda González Ruiz, que actualmente viven en Ciudad de México, han renunciado a la opulencia de las fiestas en la casona de Houston (bajo investigación), adonde él nunca acudía. Ahora prefieren celebrar austeramente la Navidad en la casa de playa de Chickxulub. Ya nunca festejan la Nochebuena. Una mentira más para evitar al monstruo.

Cuando le practicaron el ultrasonido a su mamá y se dieron cuenta de la anomalía, Agatha amenazó al senador González con abandonarlo si insistía en un aborto. Ella siempre ha sido muy religiosa, y si ese era el deseo de Dios, había que apechugar. Ian y Casilda nacieron perfectamente

-04- 24 DE DICIEMBRE 2022 DE PORTADA
ROBERTO ABAD FOTOGRAFÍA SHUTTERSTOCK ADRIÁN CURIEL

conjunto de estas fiestas  navideños

de Hallmark

sanos. La relación nunca fue fácil. Trataban de defenderlo ante las reiteradas humillaciones, pero era difícil resistir la tentación de pasarse al otro bando y también burlarse. De niño, una amiguita lo invitó a saltar juntos una barda. Él ponía su máximo empeño y corría hacia atrás mirando fijamente el obstáculo. Era biónico, le dijo la niña. Él sonrío feliz. Un engendro biónico. Lloró. En el futbol lo ponían a tirar penaltis. Desconcertaba mucho al portero rival ver el pelo de un freak en lugar de una cara. Aprendió a pelear muy bien con los aspavientos de que era capaz, y con sus cabezazos bidireccionales. El psicólogo de la escuela le aplicó un test para determinar si tenía algún problema. ¡Un problema! Además de tener la cara girada como la chica de El exorcista. Estudió ingeniería biomecánica, se independizó y resultó ser una eminencia. Actualmente trabaja para una trasnacional en Mérida, aislado en un piso de esos nuevos rascacielos.

En la casa de Chickxulub, los cuatro fingen pasar un buen rato. Están sentados en el amplio comedor, la silla de él al revés para que su rostro mire la tetera humeante y las galletitas de jengibre sobre la mesa. Y el arbolito. Realmente hacen un esfuerzo. Al salir, escucha el rumor de las olas de ese soleado día invernal. Retrocede con la cabeza en alto y se dirige al mini Tesla que le regaló Elon Musk y qué el mismo acondicionó. Entre las ramas de una buganvilia encuentra por casualidad un nido. Lo extrae con un descoyuntamiento de hombro. Adivina cómo su madre y sus hermanos sacarán —para el recalentado— el pavo oculto en el horno, cuyo olor trataban de disimular con aromatizantes. Presiente la llegada de multitud de primos y sobrinos en sus autos. Arroja los huevos a la arena y los pisotea. No importa, por la noche se consolará viendo más películas de Hallmark. _

-05- 24 DE DICIEMBRE 2022 DE PORTADA
Adrián Curiel Rivera (Ciudad de México, 1969) es autor de los libros de relatos Unos niños inundaron la casa, Amores veganos y Día franco, y de las novelas Paraíso en casa, Blanco Trópico, Vikingos y Bogavante

Festejo

CARLOS MARTÍN BRICEÑO

o trajo la abuela una mañana de sábado, dos meses antes de la Navidad. No era lo que él quería, pero le pareció mejor que nada. Llevaba mucho tiempo pidiéndole un perro a su madre y siempre recibía la misma respuesta: Sobre mi cadáver entra un animal aquí.Al chico le brillaron los ojos. Por fin tenía una mascota.

Nadie contestó.

—¡Mamá! —soltó, desesperado.

Tampoco hubo respuesta.

Así que esa mañana, cuando despertó y escuchó los glugluteos que llegaban a sus oídos, abandonó intrigado la hamaca y corrió hasta el patio en donde descubrió al pavo deambulando debajo de la mata de naranja agria. Se acercó hasta él y trató de acariciarlo, pero el animal se le escapó de las manos batiendo las alas. Al cabo, el chico lo acorraló y pudo tomarlo entre sus brazos unos segundos hasta que apareció la abuela con un traste lleno de maíz.

—Hazme el favor de dejarlo en paz. Mejor ayúdame a darle de comer. Le entregó el traste y se dio media vuelta.

A partir de aquel sábado lo primero que hacía al llegar de la escuela era visitar a Lorenzo. Lo nombró así en honor a un perro de la colonia que murió atropellado frente a sus ojos. Al pavo le cambiaba el agua, le daba en el pico trocitos de tortilla, buscaba las hojas más tiernas del embeleso para alimentarlo. Incluso compraba cada domingo en la tienda de la esquina, ciento cincuenta gramos de pepita de calabaza que le iba dando de a poco. Su madre, siempre preocupada por la ropa que debía de entregar—los alfileres en la boca, las tijeras en las manos, la cinta métrica a modo de collar en la garganta— no tomaba demasiado en cuenta al hijo. Lo que a ella en verdad le atormentaba era cumplir con sus compromisos y juntar el dinero necesario para el alquiler antes del último día de cada mes. Peor aún en diciembre, cuando tenía

Esto último acabó por convencerla. Quería que su familia pudiera gozar de una cena navideña de verdad: pavo asado con achiote acompañado de espaguetis con queso y frijoles refritos. Estaba harta de los tristes sándwiches de jamón y queso que habían comido las últimas Nochebuenas.

La mañana de Navidad el cielo amaneció nublado. El chico se despertó muy tarde, una modorra espesa lo había atrapado y le costó trabajo abrir los ojos. Hacía frío, su madre había colocado papel periódico debajo de su hamaca para que la humedad del piso no subiera hasta sus huesos, pero era inútil: en esta época del año, el cuarto se llenaba de heladez. Mientras se vestía, se percató del silencio que reinaba en la casa. Tuvo un mal presentimiento. Recordó la promesa que le había hecho su abuela y corrió al patio para verificar que en verdad la hubiera cumplido.

—¡Abuela! —gritó con todas sus fuerzas.

Estaba solo en casa y de la cocina emanaba un aroma a achiote que saturó su olfato. Se sentó a la sombra de la mata de naranja agria y vio en el suelo el viejo traste de Lorenzo. Derrotado, comenzó a llorar.

Cuando las mujeres llegaron, pensaron que el chico seguía dormido. Habían salido a comprarle un regalo y se demoraron más de lo planeado. Fue la abuela quien lo descubrió colgado en el cuarto. La soga de la hamaca estaba a punto de quebrarle el cuello. Apenas tuvo tiempo para sostenerlo de las piernas y llamar a gritos a su hija. En la cocina, la mujer abandonó el guiso y corrió para ver qué sucedía. Recostó al chico en el suelo y le dio respiración de boca a boca. Al cabo de un rato dejó de intentarlo. _

Carlos Martín Briceño (Mérida, Yucatán 1966), autor de seis libros de relatos y de la novela La muerte del ruiseñor (Ediciones B, 2017). Su libro más reciente es Toda felicidad nos cuesta muertos (Lectorum 2020). Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Tradiciones familiares

GARÁ CASTRO FOTOGRAFÍA SHUTTERSTOCK

C

Esa fue la última Navidad de mis padres. Yo sabía que se iban a separar, pero Pamela no. Nadie quería decírselo a mi hermana y menos con los familiares reunidos, el bacalao y la hueva de lisa sobre la mesa, y el árbol que adornamos subidas a una escalera. Marucha adoraba la Navidad y esa noche traía un vestido estupendo —robado de algún almacén seguramente— y un bolso muy grande. Todos nos fijamos en el tamaño del bolso y mi madre, preocupada, me pidió no quitarle el ojo de encima.

Pero me distraje. Después de la cena, papá nos llamó a Pamela y a mí para los regalos. Sabía que me gustaban mucho los libros y me obsequió Las aventuras de Tom Sawyer, y a ella, El cascanueces de Hoffmann. Nos abrazó juntas, fuerte, no quería soltarnos.

uando la tía Marucha llegaba a la cena de Nochebuena, las mujeres abrazaban sus bolsas y mi madre se apresuraba a pasar llave a las habitaciones. En segundos desaparecía una cartera, un perfume, un regalo todavía envuelto. Una vez, con los invitados ya de copas, se marchó cargando el frutero con manzanas, peras y nueces. Otra, en la que tuvo marcaje personal, solo pudo hacerse de un paquete de servilletas. No terminaba la noche sin robarse algo, así fuese una veladora. Mi padre decía: Tan guapa la Marucha y tan pinche ladrona. Es cleptómana, aclaraba mamá apenada por su hermana.Pamela se miraba contenta, emocionada, ingenua. Deseé que nunca se enterara de lo que yo ya sabía.

Mi padre había escrito en cada libro una dedicatoria. La mía versaba sobre buenos deseos para mi futuro. No venía la palabra adiós, pero sí viaje muy largo. Pamela no conocía bien la letra manuscrita, así que me tocó leerle la suya: “Querida Pamela, este libro que traes en tus manos…” me interrumpí para que no oyera “Viaje muy largo”, puse el libro a un lado y le dije que terminaríamos después. Pero el libro desapareció esa noche y Pamela nunca conoció su dedicatoria.

No volvimos a ver a mi padre. Solo en contadas ocasiones, cuando ya se había convertido en un extraño para nosotras.

La tía Marucha empeoró con el paso del tiempo, se agudizó su cleptomanía y la Navidad se convirtió en su obsesión. Apartaba la mirada de su casa cuando pasaba por ahí con mis amigos de la secundaria, porque sabía del diablito en su medidor de luz. Cascadas de luces caían de los techos, foquitos de colores parpadeaban en los setos, tiras de luces culebreaban en los troncos y las ramas de los árboles. Coronas, nochebuenas, estrellas de Belén. Y un Santa Claus con un farol junto a la reja. Cada año aumentaba la colección de su jardín. Un infarto fulminante se llevó a Marucha un diciembre justo cuando yo terminaba la carrera en Letras.

Algunos parientes se interesaron en recuperar sus antiguas pertenencias. Pamela quería su libro con dedicatoria. Le dije que la acompañaría a casa de la tía.

Empujamos la puerta y la Navidad se nos vino encima. Arbolitos con campanas, copos de nieve cristalinos, pesebres por doquier. Una villa del Polo Norte en miniatura, un trenecito de elfos alrededor de un pino. Guirnaldas, bayas rojas y doradas. Esferas, esferas, esferas... Pamela y yo penetramos la fantasía navideña de Marucha. Pasamos junto a Baltasar, ¿o sería Melchor? Sobre una mesa había libros apilados. Pamela encontró el suyo y lo apretó con ternura sobre su pecho. Me sorprendió encontrar una antigua edición inglesa de A Christmas Carol de Dickens. Hojeé el libro y el olor a papel viejo me envolvió. No quería devolverlo. Me entraron unos irreprimibles deseos de llevármelo conmigo. Algo hacía combustión en mi pecho. Pamela leía con una sonrisa íntima su antigua dedicatoria. Aproveché para meter el libro de Dickens en mi mochila sin que se diera cuenta. ¿Quién lo iba a notar? Y mientras ella me contaba de los buenos deseos en las líneas de mi padre, yo pensaba en el tesoro escondido en mi mochila. _

Gará Castro (Mérida, Yucatán). Premio Estatal de Cuento por “El espíritu de las letras” en 2015, es autora del libro de cuentos Familias perfectas (Ficticia, 2022).

-06- 24 DE DICIEMBRE 2022
Fernando Figueroa: Cuando Héctor Bonilla hizo llorar a un Pulitzer • Avelina Lésper: Harry & Megan • Andrea Serdio: Tiempo de superhéroes • José Juan de Ávila: Leonora Carrington: del surrealismo al new age • Aída López: La última Navidad DE
Y, además, en nuestra edición digital: PORTADA
L

Mientras alguien cena o abre la ventana

Caminas con tu hijo de la mano por las calles vestidas para un diciembre parpadeante e hipnótico. De repente, el pequeño tira de tu brazo y señala con el dedo de su asombro. Tú atiendes al tráfico, la ruta, la hora. El niño, en cambio, admira lo minúsculo: un nido, un charco cristalizado, un árbol desnudo por la poda, las palabras humeantes brotando de nuestras bocas como esos globos blancos que ha visto en los tebeos. Todo lo que atrapa su atención pasa desapercibido a tu mirada, como si no importase, como la hojarasca de las tardes.

Pieter Brueghel el Viejo es el pintor de lo inadvertido. Sus cuadros están poblados por cazadores, niños, soldados, campesinos y mujeres atareadas en su día a día. En un rincón de la escena, sin aspavientos, perdidos entre el gentío, asoman los protagonistas de un gran acontecimiento ignorado. En El censo en Belén, una diminuta sagrada familia camina entre el bullicio de los aldeanos ocupados en la matanza del cerdo, unos chiquillos que lanzan bolas de nieve, una granjera enfrascada en barrer su casa y quienes esperan en la fila del empadronamiento: nadie repara en María embarazada a lomos de un asno. La escena parece un acertijo, un antepasado de nuestro ¿Dónde está Wally? El PaisajeconlacaídadeÍcaro retrata al joven que, según el mito griego, logró volar con alas de cera y plumas, hasta que el calor del sol las derritió y cayó al mar. De la desgracia solo vemos unos pies a punto de ser engullidos por las olas. Alrededor, varios personajes atienden sus labores, indiferentes al drama. Sin duda, Brueghel escuchó el antiguo proverbio flamenco: “Ningún arado se detiene por la muerte de un hombre”. En diciembre de 1938, tras ver este cuadro en Bruselas, el poeta norteamericano W. H. Auden dedicó un conmovedor poema a los ángulos ciegos donde suceden las tragedias humanas: “Acerca del dolor jamás se equivocaron los antiguos maestros. Cómo llega mientras alguien cena o abre la ventana o nada más camina sin objeto. Cómo, mientras los ancianos

aguardan reverentes el milagroso Nacimiento, habrá siempre niños sin mayor interés en lo que ocurre, patinando en el estanque helado a la orilla del bosque. Por ejemplo, en el Ícaro de Brueghel: el labrador oyó seguramente el rumor de las aguas y el grito inconsolable, pero el fracaso no lo conmovió”. Mientras Auden escribía estos versos, las sociedades europeas permanecían ajenas y distantes frente a grandes zarpazos de dolor, que pronto desembocarían en otra guerra mundial.

Desde tiempos remotos, los poderosos utilizan técnicas de distracción para captar la atención y ocultar lo que realmente está pasando. En la Grecia antigua, su precursor fue Alcibíades, sobrino de Pericles y discípulo de Sócrates. Líder joven, consentido y muy inteligente, se convirtió en el ídolo de los atenienses. Cierta vez y sin motivo aparente, mandó cortar la cola a un valioso perro de caza que había comprado por una fortuna. Toda la ciudad se lanzó a conjeturar, opinar, condenar, indignarse. Alcibíades,

tranquilo y risueño, confió a un amigo que, mientras los atenienses se preocupaban por el rabo de su perro, no se fijaban en su mal gobierno. Hoy vivimos inmersos en una sucesión de polémicas tribales y triviales que arden a velocidad de vértigo. Casi siempre, esos cruciales debates son solo una trampa: pantallas de humo creadas por individuos prestigiosos —meros prestidigitadores—. La psicología social denomina “establecimiento de la agenda” a la intuición de Alcibíades: los debates políticos, los medios de comunicación y la publicidad definen los temas de la conversación colectiva. Cada vez que las encuestas preguntan por los problemas más graves, las respuestas coinciden con los mensajes más repetidos en la televisión y las redes. Los grandes líderes de opinión no determinan qué pensamos sobre los temas, sino sobre qué temas pensamos. Y, en un mundo cada vez más teatralizado, corremos el peligro de pasar por alto lo fundamental. Pieter Brueghel nos avisó en sus cuadros: con frecuencia lo más difícil de ver es aquello que tenemos justo delante de nuestras narices. _

© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, S. L. © Irene Vallejo.

Ni vacío ni oscuridad

Solo Roberto Calasso, como editor de Adelphi, ha sabido llevar la solapa a la altura de un género literario… y nada menor. Sus Ciencartasaundesconocidono son únicamente el registro de un temperamento sino de lo que significa atraer, con los dones de la inteligencia y el refinamiento, a un posible lector. Traigo tal referencia a cuento después de concluir la lectura de Unagrieta enlanoche(Páginas de Espuma) de Laura Baeza. El solapista hace la tarea pero no atina en su prescripción: “sumergirse al mismo tiempo en el vacío y en la oscuridad”. Muy bien. Se trata de vender o, en el mejor de los escenarios, extender una invitación, pero, por dios, ¿por qué desdeñar la opinión del consumidor?

Si algo hay que decir de los seis relatos que componen Una grieta en la noche es que no pasan de ser correctos. Prometen demasiado pero su desarrollo solo trae insatisfacción. Pongo el caso de “Veladoras”. Una curandera o bruja o engañabobos ha sido brutalmente asesinada. Hay un policía uniformado que colabora en la investigación, más porque su infancia estuvo ligada a esa mujer que por deber profesional. Hay también dos individuos sin el meñique de una mano. ¿Una pesquisa policial? No. ¿Un boleto hacia el terror sobrenatural? No. Apenas el registro de algunos sueños que tienen la consistencia de un melodrama (“sentía que alguien apretaba mi mano, otra mano más pequeña, pero no podía voltear a verla, porque mis ojos solo iban del cuerpo de la mujer a la pared llena de fotografías, santos y veladoras”). ¿Así que dónde están “el vacío y la oscuridad”?

Del relato que da nombre al libro, el más extenso, no hay mucho para celebrar: si acaso la presencia de ese tío medio tonto que pasa sus días fabricando juegos pirotécnicos hasta que una explosión termina por remachar su estado animal. Más que vacío y oscuridad, vemos el paisaje gris de la indefensión ante la brutalidad cotidiana.

Unagrietaenlanoche podría leerse a la luz de un costumbrismo interesado en la anomalía (la debilidad mental que acosa a un antiguo boxeador, la confusión que anima a la niña que huye de casa, la conducta fantasmal de la madre que busca en vano el rastro de su hija). Quizá desde esa perspectiva, y no desde la dimensión de la fantasmagoría, sus relatos encuentren una lectura a su medida.

-07- 24 DE DICIEMBRE 2022
A FUEGO LENTO
_
EL
DE PANDORA
Una grieta en la noche México, 2022
ATLAS
Vivimos inmersos en una sucesión de polémicas tribales y triviales que arden a velocidad de vértigo
Lo inadvertido, lo sutil, suele contener una enorme carga de signi cado

LABERINTO

http:// www.milenio.com/cultura/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLaberinto/Instagram: milenio_laberinto

Encender la casa

Las casas duermen y se enfrían, pero por la mañana alguien enciende la estufa o el comal, pone agua para café o té, barre, abre las ventanas, la vuelve habitable para un día más. Como si la casa se desperezara, un animal vivo que se sacude el polvo del sueño y echa a andar. Una pequeña luz, un calor mínimo; ya con eso se puede vivir. Esa cosa con plumas que, escribió Emily Dickinson, se columpia en el alma y canta sin cesar una tonada sin palabras, necesita que la casa arranque en la mañana. Pienso en eso mientras tomo mi café y miro despertar a la ciudad: ¿cuántas tazas entre los dedos, cuántos bostezos, cuánta agua que borbotea al mismo tiempo? Nuestras esperanzas son como esas mañanas, incluso las oscuras. Mientras el día avance, mientras haya luz y la casa esté encendida, algo se podrá hacer.

Las casas se encienden con música y voces: el noticiero, las conversaciones,

las prisas, los grifos y las regaderas, el relato de los sueños y los pendientes. Al perro le urge el paseo y el gato canta de hambre. Hay problemas que al despertar siguen ahí, como el dinosaurio. Hay dinosaurios que se ven más pequeños de lo que parecían la noche anterior, otros que se revelan enormes, invencibles. Amores que a la luz del día cambian de piel, odios que alguien alimenta cada mañana para que el alba no les quite su brillo patético. Al encenderse, las casas se montan en el carro del tiempo, las paredes se caldean, el aire entra fresco por las ventanas y se lleva algunas penas o las deja para después. Eso sí, no es lo mismo “la diferencia de la luz de día/ para el que llevan a la horca/ con el alba del cielo”. Esto lo escribió Emily Dickinson en el dorso de un sobre; lo sé gracias a un hermoso libro que me envió hace tiempo Juan Carlos Calvillo, donde traduce y recopila en hermosas fotografías algunos

CAFÉ MADRID

Nélida

Hace tres meses vi, abracé y conversé con Nélida Piñón por última vez. Quién sabe por qué (uno no encuentra explicación racional para este tipo de cosas), pero sentí que ya no volveríamos a vernos y, lamentablemente, no me equivoqué. Nélida estaba muy delgada, ya casi no escuchaba y, para colmo, sus pequeños ojos ya no alcanzaban a distinguir bien. Caminaba con ayuda de un elegante bastón y padecía, además, una ictericia que le daba un tono amarillento. Su sonrisa y su alegría, en cambio, estaban intactas. También su memoria. Y sus dulces reproches de madre, abuela y maestra. La tarde del pasado sábado 17 de diciembre, sin embargo, murió en la lúgubre Lisboa.  Nos conocimos hace quince años, en México, unos días antes de que la UNAM la distinguiera con su Doctorado Honoris Causa. Subí a la suite que ocupaba en el Hotel Sheraton (ahora Hilton), frente al Hemiciclo a Juárez, y la encontré absorta, mirando buena parte de la ciudad a través de la ventana, reflexionando en lo que había atestiguado hacía un rato. Me contó: “he ido a la Basílica de Guadalupe y he visto la manifestación de amor más grande del mundo: dos mujeres entraron al templo de rodillas, con los ojos clavados en la imagen de la virgen, rezando o tal vez comunicándose con ella, sin dejar de avanzar y verlas… ¡Me he conmovido tanto!” No es que Nélida fuese muy religiosa; lo que la había emocionado era el grado que puede alcanzar un acto de fe.

Desde entonces comenzamos a escribirnos por correo electrónico y a vernos cada que ella iba a México y, luego, siempre que llegaba a

España. Una y otra vez me obsequió anécdotas hilarantes, sobre María Callas, “gorda y con gafas”, o de Borges, “que era muy de derecha y peleón”, o de Carmen Balcells, “amiga del alma y dueña de un temperamento bravío”, o acerca de Manuel Puig, “que se vestía de Marlene Dietrich y la imitaba divinamente”. Nélida también era una gran aficionada a las películas de aventuras y a los westerns americanos. “Me fascina la soledad del Oeste. Esos hombres grandes, mascando pedacitos de

carne seca y apagando el fuego con el café viejo son totales”, me dijo una vez entre carcajadas.

Hasta hace unos años, en su casa de Río de Janeiro, vivía con ella un perro enano y coqueto, llamado Gravetinho (Astillita), que le daba lecciones de humanidad. “Me despertó cuestiones morales relativas a los animales. Y descubrí que la sensibilidad de un perrito, pequeñito, es capaz de desafiarme. Me pareció que era de una gran naturaleza humana. Porque sus reacciones eran propias de la gran humanidad, pero también de sus perversiones. Lo tomaba en mis brazos, lo llevaba a ver la laguna que está frente a mi casa y le decía: mira el mundo, travieso, mira el mundo. Y él miraba para un lado y para el otro y luego me veía a mí, con mucho agradecimiento”.

Piñón, quien murió el pasado 17 de diciembre.

poemas que ella anotó en pequeños papeles, aquí y allá, quizá para que no se le olvidaran (Las ruedas de las aves, Aquelarre, 2020). Quizá también nos echamos a andar así, junto con la casa, dejándonos mensajes en las servilletas, en las notas sobrantes de compras ya olvidadas e innecesarias.

Hoy es Nochebuena y yo de verdad quisiera regalar en mi agradecimiento a los amables lectores un poco de esperanza, pero no está fácil, por tantas cosas que ya sabemos. A cambio comparto aquí otro poema de Emily Dickinson sobre una casa que también, a pesar de su espléndida humildad, se desempolva y echa andar cada mañana:” El Hogar más hermoso que yo he visto/ Se construyó en una Hora/ Lo hicieron dos sujetos conocidos/ Una Flor y una araña a solas/ —Una mansión de encaje y de Satén”.

Que pasen muy felices fiestas y la casa del 2023 cumpla sus esperanzas. _

Cuando empezó a fallarle la vista contrató a una persona para que le leyera en voz alta y se compró dos grandes pantallas para su computadora. “Soy una octogenaria, querido. Y he sido muy andariega”, decía resignada, pero dispuesta a seguir tomándole el pulso a las palabras, a dominar las subordinadas y la puntuación y a corregir sus textos de manera despiadada: “hay que esforzarse para sacar el rostro auténtico de cada frase. Yo tacho y corto y corrijo mucho. ¡Mucho! Mira, de La repúblicadelossueños, por ejemplo, una novela de 700 páginas, hice siete versiones antes de publicarla. Es que a mí me encanta lograr un equilibrio entre las frases cortas y las frases largas. Porque así se producen pausas respiratorias que hacen más disfrutable la lectura”, contó una vez en el curso de escritura creativa al que me invitó a participar en la Residencia de Estudiantes, el sitio que hicieron mundialmente famoso Federico García Lorca, Luis Buñuel y Salvador Dalí.

El sábado pasado, después de que Juan Cruz me diera la fatídica noticia de la muerte de Nélida, pensé en todo lo que de ella atesoro: su sonrisa perenne y sus ojos apretados, su acento carioca, su admiración desmedida por Homero y Wagner, su ejemplo de libertad e independencia, su sensibilidad ante todo y con todos, su energía creativa, su prosa llena de un ritmo cadencioso que envuelve, incluso, cuando se torna barroca y sentimental y, sobre todo, su firme determinación para hacerme menos ignorante: “Vitiño, ¿ya has leído este libro?, ¿ya has escuchado esta pieza musical?, ¿ya has visto esta película?, ¿ya has viajado a este lugar? Es muy importante, no lo olvides” _

24 DE DICIEMBRE 2022
DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: JOSÉ LUIS MEDINA G.
VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismovictor@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA EFE La escritora brasileña Nélida
Pienso en todo lo que de ella atesoro: su sonrisa perenne, su admiración por Homero y Wagner
ANA GARCÍA

Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.