Desorden
TEDI LÓPEZ MILLSHoy me despierto en una incómoda alegoría: las puertas están cerradas o, más bien, trabadas. Jalo las manijas, empujo con el hombro, con el pie, pero ninguna se abre. Quizá la causa provenga de algún desajuste del tiempo y deba yo intentar de nuevo en unos quince o veinte minutos. Quizá también sea la influencia del clima en la madera, aunque no se siente húmedo el aire y la luz se ve seca. En todo caso, no cabe la menor duda de que me encuentro ante un dilema y que no me conviene romperme la cabeza, pues la solución no es sicológica. Me siento en mi silla y, para apaciguarme, finjo que mi memoria se va llenando de un contenido docto. Ayer terminé el capítulo sobre Petrarca en tu libro del Renacimiento. De niño, antes de que entendiera el sentido del latín, recitaba los escritos de Cicerón. Según Addington Symonds, parecía estar dotado para captar intuitivamente el humanismo: “era parte de su temperamento como la música del temperamento de Mozart”. Nunca llegó a leer el griego, pero festejó con reverencia “los códices de Homero… que le fueron enviados desde Constantinopla”, y le pidió a Boccaccio, su discípulo, que aprendiera el idioma para traducir “al más grande de los aedos”. Petrarca era vanidoso, propenso a la lisonja, y había una clara discordancia entre su conducta y sus teorías. “El cristiano que había en él forcejeaba con el pagano renacentista”. Boccaccio, en cambio, era humilde y sumiso.
“Escribió al dictado… la Ilíada y la Odisea en latín, habiendo sido ésta la primera traducción de Homero para el lector moderno”. Le mandó el manuscrito a Petrarca: momento cumbre de la historia de la cultura, declara Symonds; como otro posterior, cuando el maestro Crisoloras inauguró la cátedra de griego ante sus alumnos florentinos en 1397. Lo que ignoro distorsiona lo que aprendo. Aegritudose refiere a una actitud inquieta y deseosa; genusirritabilevatum, a la raza irritable de los poetas. Investigaré lo siguiente en la noche: la soberbia moral que aqueja a algunas buenas personas; el doble filo de la piedad —incluiré aquí un fragmento del epígrafe de Lapiedadpeligrosade Stefan Zweig: “hay dos tipos… la débil y sentimental, que no es… más que la impaciencia del corazón por deshacerse lo más pronto posible de la emoción dolorosa que le despierta… la infelicidad ajena… y la otra, la que de veras cuenta, la no sentimental y creativa, que no se arredra y persistirá, con paciencia, hasta llegar al límite de su fuerza o más allá”— y el asunto polémico de mi carácter. ¿Cómo no te pedí precisiones, instrucciones de uso? Un amigo me explica, con cautela, que a menudo inhibo al prójimo: “das miedo”. En un sueño del Canto XXVI de mi Comediaapócrifa, tú y yo estamos en el baño, reparando losetas. Suena el teléfono. Nos reímos cuando me tropiezo y tiro el balde de agua. Juntos secamos el piso. Yo exprimo el trapo. Breakahorsees domarlo. Podemos hacer eso conmigo: irme entrenando, por etapas, hasta inculcarme una gentileza espontánea. _
HOMBRE DE CELULOIDEEl hombre que se creyó Pasolini
FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA MUBISuele considerarse una falta de guion el que en una película los espectadores adivinen el final. Es lógico pensar que debería considerarse igualmente fallido al cineasta que espeta su ideología desde el principio. Y esto es justamente lo que hace Joaquín del Paso en Elhoyoenlacerca (exclusiva de Mubi), espetarnos ideas que, además, parecen muy menores. Y sin embargo la película fue considerada para el Festival de Venecia. ¿Por qué? Hacia el final entendemos lo que hay que mirar. No se trata, por supuesto, de que, como González Iñárritu (con Bardo) y Michel Franco (con Nuevo orden) el director de Elhoyo enlacercacrea que, con su genio y un par de frases, puede discurrir en torno a temas como la tensión entre blancos e indígenas o ricos y pobres. Tampoco que el desarrollo de los prejuicios de Del Paso siga los derroteros trillados del cine de denuncia que supone que ser rico en México es ser católico y ser católico es ser simplemente lo peor.
La historia de El hoyo en la cerca va de un grupo de niños de escuela privada que asiste a un campamento de tipo estadunidense para darse un baño de pueblo. Normal. Aunque los diálogos parecen salidos de una telenovela. En una secuencia el chico pobre (y moreno, por supuesto) tiene
que romper la nariz de un abusador que resulta ser hijo de un secretario de Estado. Ni tardo ni perezoso, dicho secretario viaja en helicóptero de la Sedena hasta el campamento con su esposa quien, vestida en abrigo de piel, dice a quien dirige a estos niños: “a ver si educan un poquito a estos salvajes”. Del Paso cree descubrir para nosotros algo que Rousseau pensó hace muchos años: que los niños son buenos, pero Iglesia y Estado, en mancuerna feroz, los han hecho malos. ¿Será? Tal vez por eso hay críticos que quieren comparar Elhoyo en la cerca con El señor de las moscas. Pero el texto de Golding es sutil y consigue, en efecto, trascender la idea del buen salvaje y llevarnos de la mano hasta una cuestión aún más profunda: el origen del mal. Este es exactamente el reto que tuvo Joaquín del Paso frente a su historia. Supongo que es lo que notaron quienes apoyaron esta obra para que participara en la Muestra de Venecia y en una plataforma como Mubi, que suele
distinguirse por ofrecer películas que, si no necesariamente son buenas, al menos resultan interesantes. Y es que, digámoslo así: en el tercer acto, El hoyo en la cerca da un giro total. Habiendo quedado establecido que los católicos son malos y que, si son ricos mucho peor, el director espeta al público una adaptación de La purga, aquella película de Hollywood en que la gente da rienda suelta a sus instintos más salvajes y se pone a matar. En el caso de Elhoyoenlacerca nos enteramos repentinamente de que el esperado ritual de los niños ricos en esta película consiste en ir al pueblo en el que, normalmente, los chicos irían a ofrecer ropa usada, pero en vez de recitar un pasaje del Evangelio se ponen a matar indígenas. Por pobres, nomás. Realmente es tan sorpresivo el giro que resulta inquietante. Y uno piensa y llega a la conclusión de que Del Paso hubiese querido hacer Saló de Pasolini. Pero para construir una obra así de radical tendría que haber comenzado desde el principio, narrándonos más poéticamente todo el asunto de la decadencia burguesa. Con El hoyo en la cerca uno tiene la sensación de quien escucha a un cantante en el metro y se dice: ¡ah!, si este hombre educara su voz sería capaz de producir algo excepcional.
No se crea que el director puede discurrir en torno a la tensión entre ricos y pobresEl hoyo en la cerca. Dirección: Joaquín del Paso. México, 2022.
Un amigo me explica, con cautela, que a menudo inhibo al prójimo
POESÍA
Destino incierto
CHARLES SIMICAgarrar a alguien en la calle y dejar que otro se vaya impunemente, como aquella vieja chiflada que tenía algo urgente que decir y que para ti no tenía ningún sentido, que te agarró del brazo hasta que conseguiste librarte, solo para toparte con un mendigo que esparció las monedas de su vaso y al que tuviste que oír echándote la bronca y maldiciéndote delante de todas estas personas. Lo que venga después, nunca lo sabrás. El destino incierto dirige aquí el espectáculo.
En memoria del escritor estadunidense, quien murió el pasado 9 de enero, publicamos, por cortesía de Vaso Roto, este poema que proviene de Acércate y escucha (2020), con traducción de Nieves García Prados.
EX LIBRISEl coraje escrito
ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @SobreperdonarBajo la personalidad explosiva, claridosa e insumisa de Ricardo Garibay, se agazapaba un escritor con una aguda conciencia del sufrimiento y la compasión y con una de las prosas más enérgicas y floridas del idioma. La biografía de Garibay, tan utilizada por él mismo como material literario, muestra una vocación indeclinable que se lanza a bofetadas contra todos los obstáculos. Nada parecía indicar que este hijo de una modesta familia, sin pedigrí intelectual, se fuera a convertir en escritor; no obstante, como lo plasma en su tierna y a la vez desgarradora memoria, Fiera infancia, el aspirante descubrió por azar la capacidad de evasión y redención de la literatura y, para cultivarla, enfrentó las circunstancias más adversas de miseria, incomprensión y despotismo paterno. En su jocoso anecdotario, lleno de vena popular y de picaresca intelectual, Cómo seganalavida, Garibay cuenta cómo, en la juventud, ejercita su sensibilidad social y literaria en las más diversas y excéntricas vocaciones y oficios, lo mismo la abogacía o la filología que la venta ambulante, el boxeo o la inspección de burdeles. Este abigarrado fondo vivencial, combinado con la gimnasia del periodismo, forja un oficio extraordinario, una ostentosa habilidad para crear personajes, tejer tramas y, sobre todo, recrear lenguajes. Con ello construye una obra torrencial de la que, aun quitando los muchos momentos reiterativos, pueden extraerse varios clásicos.
Por ejemplo, Beber un cáliz, esa joya de la narrativa elegiaca, esa desgarradora crónica de la enfermedad y la agonía del padre que, con su precisa brutalidad y su herética desesperación, alcanza el rango doloroso de la gran poesía. Garibay muestra un talento único para describir el suplicio físico y describe la decadencia de un cuerpo invadido por las dolencias, preso de la incontinencia y la debilidad, sujeto a la tiranía de los forúnculos, las llagas o los malos olores hasta que la muerte lo desfonda. Con todo, la autobiografía no es la única inspiración de Garibay, quien también fue artífice de mundos y personajes memorables como los de Par de reyes, una novela que, en una etapa en que el tema campirano parecía anacrónico, retoma los paisajes rurales del norte del país y, con aliento épico y una imponente transfiguración del lenguaje popular, relata la fatal cadena de venganzas que les está predestinada a los hermanos Hierro. La creación de atmósferas, el ritmo hipnótico del lenguaje y la tensión trágica hacen de este libro uno los más logrados testimonios de la imaginación agonística del escritor. La obra de Garibay está llena de emociones fuertes: los resentimientos son hondos, los amores locos y los sentimientos filiales exaltados, pero también de una depurada técnica y una elevación poética del habla. Cierto, Garibay no solo era el narrador capaz de atrapar al lector con su maestría, sino el poeta preocupado por el peso y la cadencia con que resonarían sus palabras en el alma de sus lectores.
La obra de Garibay está llena de resentimientos hondos, de amores locos
Celebramos el centenario del escritor hidalguense con este relato inédito, una historia de idas y vueltas sobre la imposibilidad de amar a dos mujeres Omerod
Textoinéditodelescritorhidalguense,manuscritoenhojassueltas,que transcribió su hija María. En este, que podría ser el germen de varias novelas, se observa el tema que no dejódeobsesionarloalolargodesu obranarrativa:eltriánguloamoroso ylasvicisitudesdelosamantes:entrega, renuncia, hastío, devoción… Con la estructura de una charla de sobremesa,Garibayehijasfumany dialogansintapujos.
el cuento, la novela, el teatro, el reportaje y la crónica periodística. Dueño de un oído privilegiado, su obra se caracteriza por el empeño de trasmutar el lenguaje oral en materia literaria.
UPublicó su primer relato, “La nueva amante”, en 1946, y, tras una breve incursión en el grupo de teatro experimental del INBA, tuvo un paso prolongado por el cine (como guionista) y el periodismo (en Excélsior). La década de 1970 fue un periodo de enorme creatividad luego de la aparición de Beberuncáliz, que en 1965 obtuvo el Premio Mazatlán. A este periodo pertenecen
Lacasaqueardedenoche, Cómosepasala vida, VerdeMaira, LasgloriasdelgranPúas y Acapulco, entre otros libros que prueban su talento para moverse con naturalidad en distintos géneros. Sin los reconocimientos nacionales que recibieron sus contemporáneos, Ricardo Garibay publicó Taiben 1989 y Eljovenaquel, en 1997. De su impulso da cuenta esta declaración: “La piel y la entraña de un escritor son las palabras, el verdadero amor son las palabras, todo por las palabras. No importa la pobreza, humillación ni abyección alguna siempre que se llegue a ser el amo de las palabras”. Murió el 3 de mayo de 1999.
n hombre hermoso de setentaitantos años, plateado y rubio y oscuro de sol. —¿Por qué eres tan alto? —le pregunté—. ¿De dónde vienes? —Del norte, vikingos, se establecieron en York.
—Lo dijo casi con timidez, o como ofreciendo una disculpa. Su suave y grave voz. Sus grandes manos delicadas.
Estamos en el comedor, merendando. Mónica llegó hace tres días de Londres, donde vive desde hace veinte años; y ya, por fin, se avino a las diferencias de horarios, despertó enteramente y puede contar cosas. Y eso es lo que está haciendo, porque María dijo:
—Pero lo que quiero explicarme es por qué el mundo resulta estrecho o rabón o despoblado. Y me refiero a la literatura. No estoy dando testimonio de la vida que transcurre delante de nosotros, la que, me imagino, se da igual que en las novelas, si las novelas son buenas. No. No he vivido lo suficiente para hablar de la vida. Pero sí puedo hablar de la literatura. Tomas una novela europea, y
el mundo se abre, abigarrado y múltiple. Tomas una novela mexicana, y el mundo se adelgaza hasta hacerse casi lineal, un mero esquema del mundo. ¿Me explico? Y no es falta de talento, ¿o sí?
—No, creo que no —dije—. Es falta de mundo. El mundo se adelgaza por falta de mundo, precisamente.
—Eso, mundo, sobra en Inglaterra —dijo Mónica—. Se abruma uno oyendo hablar a esa gente. Hasta el más simple resulta atractivo si se suelta a hablar y a contarte su vida. Estaba yo en una estación esperando el tren. Y un hombre de más de sesenta años me dijo, porque sí:
—La guerra tuvo cosas buenas.
—¿Cómo puede usted decir eso? —le dije.
—Mire… jovencita, usted no es de aquí y vale la pena contárselo. Yo me llamo Albert Maxwell y soy ingeniero.
—Mucho gusto, ingeniero.
—¿Y sabe dónde me hice ingeniero?
—No. Me imagino que en una universidad.
El hombre se echó a reír, y no paraba.
—¿Dónde? —pregunté.
—En el campo de concentración,
durante la guerra.
—Pero, ¿cómo?
—Mire… nos arrebañaron y nos metieron en el campo. Había de todo, desde limpiabotas hasta doctores en matemáticas, desde cantantes hasta vividores de mujeres. Fue atroz. Y nos estábamos volviendo locos. Y dijimos: “Aquí hay muchos doctores, de todo, vamos a organizar unos cursos, que nos enseñen. Y así fue. Y cuando acabó la guerra vine a presentar aquí en Londres mis exámenes. Y soy ingeniero.
—¿Y qué era usted antes?
—Mecánico, en una parada de autobuses.
—Caramba… Pues sí, la guerra tuvo cosas buenas.
—Eso me quedé pensando —se apresuró a decir Mónica—, pero lo que quiero contarles es otra cosa; a propósito de lo que estaban hablando tanto tú como María. Es la vida de John Omerod. Omerod no es apellido inglés, es vikingo. Ya les dije de su estatura, de sus manos.
Es un hombre toda gentileza. Los ojos muy azules, y cuando mira de frente se le ve todo el mundo y toda la vida por donde ha pasado, que es tantísimo. Era mi alumno de español, que él medio había aprendido en Colombia, al lado de Isabel, una indígena colombiana analfabeta. Los abuelos y los padres de John Omerod eran de la alta burguesía inglesa, lindante con la aristocracia. Abogados y pianistas. Él ha vivido entre libros, música y empresas en el extranjero. Y ahora cultiva flores y hierbas finas en su jardín. Viste invariablemente pantalones de pana, camisas de algodón y sacos de tweed. Una parte del jardín está sembrado de amapolas, porque él adquirió la costumbre en Indonesia.
—Eso significa opio —digo.
—Eso significa opio —dice Mónica y asiente gravemente y con lentitud. Adquirió… ¿verdad? No estoy hablando de un monje.
—De acuerdo —digo.
—Bueno —retoma Mónica—... pues cuando tenía dos o tres años, John Omerod, los padres habían ido al teatro y lo dejaron con la nana, y se cayó en la tina de agua hirviendo. Despertó en el hospital dos días después con quemaduras de tercer grado. Hasta los diez y seis sufre severos ataques de erisipela y durante temporadas vive en cama enteramente vendado. La nana y la madre lo cuidan. El adora a la madre, la adoró hasta la muerte. Tiene dos hermanas; pianista una, jardinera la otra: artistas, como la madre.
—Siempre había gente en la casa —me contaba en las clases de español—. Los amigos de sus padres y abuelos, las amigas de sus hermanas. Música, literatura, filosofía, política. Y una de aquellas amigas, cuando él tiene seis años, abusa de él sexualmente. Sesenta años después me decía que no entendía, que nunca
Es un hombre que ha desembocado en el vacío o en un muro sin grietasRicardo Garibay nació el 18 de enero de 1923 en Tulancingo, Hidalgo. Cultivó La piel y la entraña
había logrado entender por qué no podía hablar las lenguas, ni la suya propia. Apenas comenzaba a hablar, con conocimiento de las gramáticas y las sintaxis, veía una sábana blanca que lo cubría y lo silenciaba. Bajo esa sábana blanca John Omerod se ha sofocado de dolor y frustración toda su vida.
—¿Relaciona la sábana blanca con la violación? —preguntó María.
—Espera —dijo Mónica—. Ya saldrá eso. Lo importante es que hasta sus cincuenta años, acudió a toda clase de fisio y psicoterapias, pasando por los baños eléctricos y el hipnotismo, sin ningún buen resultado. Pero si retrocedemos, para no dejar cabos sueltos, vemos que como vivía enfermo y no podía asistir regularmente al internado, sus padres lo llevaron a una comunidad antiquísima de cuáqueros alemanes, cerca de su casa. Y él dice que la austeridad, la cordialidad y la extrema sencillez de esa comunidad lo han acompañado toda su vida. El vigor y la paciencia le vienen de ahí.
—El inmenso amor a su madre, a sus hermanas y a las amigas de sus hermanas, le llena de ansiedad la adolescencia. Despertaba, pues, rodeado de mujeres. Los ataques de erisipela se intensifican y siente que se ahoga. Entonces suplica a su padre que le permita ir a la guerra. El padre niega el permiso, la madre no quiere ni oír hablar del asunto. El muchacho adolescente busca la ayuda del médico familiar, que le dice al padre:
—Esto puede ser su curación.
—El viejo abogado, con sus influencias en el Parlamento, le consigue la
aceptación en un barco de la armada naval inglesa. Barco petrolero. De este modo, John Omerod queda al margen del conflicto armado de Europa, y a los diez y seis años zarpa rumbo a Argentina.
—Allí, en los burdeles de Buenos Aires, perdí mi virginidad y desapareció mi enfermedad —me dijo muchos años después.
Por cinco años cruzó mares y océanos y regresó duro y hombre a Inglaterra.
—Repudia a la familia y se hace socialista. Escribe teatro y las obras le salen mostrencas. Le ahoga su medio ambiente. Busca enamorarse y se casa con una inglesa socialista intelectual. No consigue en el matrimonio su lugar ni el sosiego que busca. Tiene dos hijos hombres, de gran belleza.
—La inglesa se vuelve, con los años, una histérica feminista, ocupada sin tregua en la psicosomatización de su propia angustia. Además, su agresividad es intolerable. El matrimonio se deshace. Él deja hijos, mujer, casa, coches, cuentas de banco, y sin nada sale a buscar trabajo. Renuncia al partido socialista y al mundo cultural londinense. Consigue un puesto como redactor en el departamento de mercadotecnia y publicidad en una compañía transnacional. Hace un último intento: tres de sus obras teatrales son puestas en escena. El fracaso es completo.
Es un hombre que ha desembocado en el vacío o en un muro sin grietas.
Renuncia a su trabajo, entrega lo que tiene, se despide de sus hijos y toma el avión a Indonesia, donde
aprende a meditar cerca de los lamas, durante cinco años. Una Navidad, cinco años después, regresa a pasarla con su ex mujer y sus hijos.
Allí, en la cena de Navidad, se reencuentra con Rodha Wadia, una antigua vecina con la que los Omerod compartieron sus años de casados.
Los Wadia, Rodha y Harsha —el esposo—, con dos hermosas hijas, una chelista, jardinera la otra, vivían en la casa de junto y también se divorciaron. Con lo cual quedaron frente a frente John y Rodha. John regresa a Indonesia después de aquella Navidad; pero durante tres años se comunica algunas veces con Rodha.
Por su parte Rodha, parsi, nacida en Bombay, de familia aristocrática, estudia en Francia, y se hace perfectamente trilingüe.
Un día, John consulta con los monjes budistas, toma un avión a Inglaterra, le propone matrimonio a Rodha y regresa al monasterio; con ella y los cuatro hijos, para contraer matrimonio delante de los lamas.
De regreso a Inglaterra, la nueva familia Omerod se establece en una casa de campo, al sureste de Inglaterra. John ha heredado su casa paterna y una buena cantidad.
La nueva señora Omerod trabaja en vitrales, cocina espléndidamente y disfruta las reuniones con intelectuales y amigos.
John medita a la manera budista, lee, escribe y cultiva su jardín de rosas y amapolas.
De la convivencia entre los cuatro hijos resulta un amorío de dos de ellos: la chelista y el director de teatro. Y el amorío tiene que suspenderse
El autor de Oficio de leer nació el 18 de enero de 1923.
porque produce o provoca un excesivo desequilibrio en la familia. Los muchachos salen de la casa y se separan. Años más tarde se buscarán como hermanos. Los otros dos hijos —Rodha tiene dos hijas, y John dos hijos, recuérdese—, por no sé qué razones también se van.
Solos, John y Rodha, acuerdan una relación amorosa en la que, de vez en cuando, se permite la entrada a un tercero.
—No entiendo —dice María.
—Calma —digo yo.
—Bueno… Cómo te diré… —dice Mónica.
—Oh, sí entiendo —dice María—. Pero no quiero disimulos, que todo quede expreso; todo claro, al pan, pan.
—Bueno, está bien –—se resigna Mónica—, al pan, pan. Ellos, Rodha y John, acuerdan una relación amorosa muy inteligente, o muy culta, o muy madura, o muy no entiendo. Reciben a muchos visitantes, sobre todo a jóvenes, por sus hijos. Bueno, pues acuerda, que si ella se enamora de uno de los jóvenes o si él se enamora de una de las jóvenes lo tome o la tome como amante, el tiempo que dure ese amor, y no en las calles del pueblo donde viven o de Londres; no, sino en la casa, sin peligro y sin escándalo. En la inteligencia y el abrigo de la casa, ¿me explico? Y se deshace el asunto cuando se deshaga el amor. Y punto, no ha pasado nada. Ella es la que más echa mano de este acuerdo, claro.
El tiene setentaitantos y ella cincuenta y cinco.
DE PORTADA
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—Y viven —dice Mónica— con un orden, con una paz, con una serenidad que para nosotros, mexicanos, resulta natural y al mismo tiempo desconcertante. Digo, natural porque los ves vivir bien, o inteligentemente, convencidos de que todo lo hacen como debe ser; y desconcertante porque es la vida de la gran burguesía, inútil y absorta en sus naderías, en su exclusivo bienestar.
—Eso es lo reprobable —dice María—. Si hemos de juzgar, que prefiero no hacerlo: las naderías y el bienestar exclusivo; viven como si el dolor en el mundo fuera una fantasía. Tal vez esto sea envidiable pero no me convence, no lo envidio.
—Qué piensas —le pregunto a María— del acuerdo sobre los posibles amantes.
—Bueno, como dice Mónica, natural y desconcertante. No acabo de digerirlo, aunque tal vez… Sí… Tal vez una dosis prudente de esa libertad extrema y que todavía vemos pecaminosa… Si nos llegara; es decir, si tuviéramos un poco de esa libertad extrema o de esa ultra comprensión de la igualdad entre los sexos… Tal vez, en esta sociedad machista y tan primaria… No sé. Y tú, ¿qué piensas? Por generación o generaciones estás muy lejos de eso, pero por inteligencia, no.
—Gracias. Qué pienso… Si amo a una mujer no quiero imaginarla en la cama con otro hombre, y a quince metros de distancia, cuando mucho; no quiero, no puedo. Alicia Tabares me contaba ayer apenas, de un matrimonio amigo, muy jóvenes los dos, que hacen este pacto: él quiere verla haciendo el amor, ella acepta. Él invita a un amigo y lo invita a acostarse con la mujer. El amigo es casado, también en la total juventud, y acepta. El marido supervisa el encuentro. Y el amigo, en una borrachera, comido de remordimientos, le cuenta todo a su esposa. La relación entre las dos parejas se pudre. La esposa odia a la esposa que se acostó, y almacena un resentimiento sin límites hacia su propio marido. Muy poco después la primera mujer, la que aceptó acostarse, muere. Ella, la resentida, se me presentó diciendo: “Abrázame que traigo una buena noticia: murió fulana, se hizo talco en un accidente de motocicleta”. La injurié, por supuesto. Creí que había acabado mi amistad con ella. Pero ahora no sé qué hacer, no sé si odiar a toda esa gente o es mayor la tristeza de verlos hoscos, frustrados, distantes, heridos para siempre como si se rascaran una llaga purulenta… Con esto, y para venir a estotro de la vida del señor Omerod, que nos cuenta Mónica, lo de los ensayos de amor con los posibles amantes, dentro de la casa, puedo decir, y no me queda más remedio
que añadir, humildemente: no entiendo, no los entiendo.
Nos quedamos callados. Pedimos más café. Mónica toma un cigarro:
—En Londres no fumo ni en ningún lugar de Europa. Pero llego aquí y qué pasa, que todos fuman, y me pongo a fumar, y lo peor es que lo hago con gran deleite.
—Sigue —le digo, encendiéndole el cigarro.
Mónica aspira, echa el humo, hace memoria y dice: —John Omerod vuelve a su desasosiego: la sábana blanca, los ahogos, el no poder estarse quieto ni un momento. Y va a la compañía transnacional y pide ser enviado al extranjero.
Lo mandan a Bogotá, Colombia, a hacerse cargo del departamento de mercadotecnia y publicidad. Es aquí, en los preparativos para este viaje, cuando yo lo conozco, como estudiante de español en la escuela donde trabajo.
En Colombia estará tres años. Al llegar renta un departamento y alguien le consigue una criada: Isabel. Durante el día, él trabaja en la oficina; por la noche medita, lee y escribe. Ahí comienza a trabajar la idea de un libro sobre religión secular.
Isabel lo cuida y lo vela como si él fuera una criatura desvalida. La enternece el poquísimo español de John, como a él lo enternece la total mudez de Isabel, en el inglés.
Antes de los tres años acabaron compartiendo la cama y las dos lenguas.
—Por primera vez me enamoré, y por primera vez, con ella, encontré la paz y el sosiego que tanto buscaba —me dijo años después.
—Ya para regresar a su Inglaterra, él trataba desesperadamente de imaginar a Isabel en Inglaterra, en el mundo que para él era familiar. Y no la veía. Luego trataba de imaginarse a sí mismo en Bogotá, en el mundo de ella. Y no se veía. Lloraba delante de mí, como lloraron muchas noches juntos y sin esperanza, John e Isabel. Se amaban más y más, se amaron hasta el paroxismo. Y se separaron.
—No podía, no debía quedarme —me decía—. No podía hacerle eso a Rodha, y tampoco podía, abusivamente, sacar a Isabel de su mundo.
—En Inglaterra —oh, el eterno retorno—, John volvió a las clases de español. Esta vez, en mi casa.
—Ha vuelto la sábana blanca — me dijo—. Tú eres la única persona que puede ayudarme a quitármela.
—Trabajamos tres años más. Aprendió bien la gramática y la sintaxis. Escribió pequeños poemas y limpias páginas en prosa. Pero no logró hablar la lengua. Nos reuníamos una vez por semana, durante tres o cuatro horas; estudiaba John y me contaba su vida y sus emociones.
Por supuesto nunca pude ayudarlo a quitarse de encima la sábana blanca. Le dije:
—Entiendo algo, pero no soy psicoanalista, y mi condición de profesora de español es solo eso. Siento que la sábana tiene que ver con el abuso sexual en tu infancia. Tú, averígualo con una ayuda apropiada.
Luego de esto me propuso una relación amorosa:
—Rodha no se opondría; tenemos el acuerdo que ya conoces…
No acepté. Las clases se suspendieron.
Un año más tarde, Omerod me llamó por teléfono. Isabel había estado trabajando en Bogotá, con un matrimonio de españoles. Había ahorrado algún dinero. John le había dejado dinero mensual mientras él viviera, y la casa donde habían vivido. E Isabel estaba en Madrid a punto de tomar el avión para Londres. Sonaba muy alarmado y abatido en el teléfono, y como yo era la única que sabía del asunto me pedía que le ayudara a escribir una carta dulce, suave pero firme: Isabel debía regresar a Bogotá y olvidarse de él para siempre.
Nos vimos en mi departamento. Me dictaba la carta y se ahogaba en lágrimas y en ese llanto estaba el desgarro de un caballero inglés, perfecto aristócrata. Había decidido regresar a Indonesia. Renunciaba a todos sus bienes, en beneficio de Rodha. Se despedía de Isabel, la única felicidad que había conocido. _
Si amo a una mujer no quiero imaginarla en la cama con otro hombre; y a quince metros de distancia
El misterio de la máscara perdida
NARRATIVA, ENSAYO
Historias de mujeres casadas
Apocalipsis bebé
Dark & Glow Press México, 2022 162 páginas
Un ex policía retirado ofrece su experiencia a un aprendiz de escritor sin prever que él mismo tomará la pluma para narrar los avatares de una máscara icónica en el mundo de la lucha libre. El lector se ve así transportado a escenarios donde los antiguos gladiadores viven de sus recuerdos y sus seguidores se alimentan de leyendas.
Los custodios del tiempo
Planeta México, 2022 460 páginas
El hombre deseado, con el que se disfruta el sexo, no es siempre el hombre con el que se comparte el matrimonio. Esta es la certeza sobre la cual se finca esta novela, finalista del Premio Planeta 2022. Su protagonista es Gabriela, periodista, instalada en un limbo al cual su amante ha sabido llevarla pero irremediablemente atenazada por la culpa.
Crónicas de la verdadera conquista
Virginie Despentes
Literatura Random House México, 2022 312 páginas
Entre el noiry la roadstory, esta novela retrata los sinsentidos y las patologías de la época en que vivimos. La trama se ocupa de Valentine, una joven que desaparece de camino a la escuela. La intervención de una detective privada y una investigadora trasladará la acción al encuentro con una serie de personajes descastados.
Los porqués del insomnio
A FUEGO LENTOZoología a dos bandas
ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.comUna gata observa la escena siguiente desde el alféizar de una ventana: después de un accidente doméstico, un hombre golpea a una mujer que yace de espaldas sobre una mesa para después arremeter contra una niña que ha irrumpido en el comedor por sorpresa. La escena proviene de “La gata en cuarentena”, uno de los nueve relatos que componen Dondeelrío setoca(Sudaquia), de Rose Mary Salum.
Pericas, monas, gatas, moscas, zancudos, hipopótamos, vacas, gallinas, cebras, no siempre animados, concurren para acompañar a la humanidad en sus enormes y pequeñas catástrofes cotidianas. Son lo que son: ejemplares del reino animal sirviendo a sus necesidades e instintos. Así que no ofrecen lecciones morales o de buena urbanidad. Son lo que son: constancias de la vida sobre la Tierra en su acepción elemental.
Planeta México, 2022 358 páginas
Originaria de Irlanda, Grace llega a Estados Unidos buscando una vida mejor. Cierto día, se encuentra con un niño vietnamita que se halla extraviado en su vecindario. Después de acudir a la comisaría, el niño es recogido por su tía. A pesar de todo, se impone la sensación de que las cosas no están bien. ¿Debe ocuparse del asunto?
Crítica México, 2022 148 páginas
¿Dónde y cuándo da inicio un país? ¿Qué define la identidad de un pueblo o del otro? Estas preguntas señalan el derrotero de este libro interesado más en los puentes entre culturas que en las diferencias y, sobre todo, en una revisión libre de las crónicas de la conquista, de Bernal Díaz del Castillo a José Luis Martínez y Fernando Benítez.
Martha Alicia Chávez
Grijalbo México, 2022 200 páginas
Como todos los padecimientos, el insomnio agarra parejo. Para la autora del presente estudio, la determinación es el factor fundamental para solucionarlo. Nadie está exento de caer en el insomnio ocasional, al que se le puede adjudicar un aura romántica, pero al que se dedican más esfuerzos es al de naturaleza crónica.
El placer de leer
Pero no se trata solo de esos ejemplares, sino de quienes han erigido ciudades y sistemas filosóficos. Mientras el zancudo se alimenta de la sangre de los asistentes a un concierto, la dama que escucha con arrobo mira cómo su vecino se abalanza contra ella y hace volar su peluca. La vergüenza se impone al embrujo estético y da paso a una pantomima tan efectiva como Unanocheenlaópera de los hermanos Marx. Salum prefiere, sin embargo, la gravedad de la muerte, queriendo quizá sugerir que es el vínculo más fuerte entre los animales y los seres humanos. A tal estado de ánimo pertenecen “La mosca en la sopa”, “Donde el río se toca” y “La gallina cocinada”, una adaptación a ras de suelo de “La gallina degollada”, de Horacio Quiroga.
Lejos de las diatribas redentoras de Peter Singer, o de las luchas de los colectivos vegetarianos por renunciar a los placeres de la carne, Rose Mary Salum perfila un universo donde algunos (pues no caben todos) de nuestros compañeros en el infortunio ecológico y la devastación de los sistemas naturales son orgullosamente ignorados, como el hipopótamo de peluche que al final de “El trío” yace despanzurrado sobre el pavimento. Y esto sin lloriqueos frente al micrófono ni golpes de pintura a los girasoles de Van Gogh ni invocaciones al orate que conduce a los Doce Monos, sino recurriendo a la ligereza como uno de los atributos de la inteligencia revestida de ironía. _
LABERINTO
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TOSCANADAS
Sabia ignorancia
El versículo Eclesiastés 1:15 suele traducirse con alguna variante de esta cita de la Reina Valera 1960: “Lo torcido no se puede enderezar, y lo incompleto no puede contarse”. Es más punzante la traducción que leemos en la Vulgata: “Perversi difficilecorriguntur,etstultoruminfinitusestnumerus”. Me alegra no tener que traducirlo, pues no escribo para la sección de espectáculos.
Tal vez san Jerónimo andaba de mal humor cuando aseguró que el número de idiotas es infinito, sin darse cuenta de que en esa infinitud le estaba llamando estultos a los apóstoles, al papa y a sí mismo. También a usted, estimado lector.
Más moderado fue Barnum cuando dijo que cada minuto nace un imbécil. Eso significa 1440 imbéciles nuevos cada día; lo que hoy da para apenas un 0.4 por ciento del total.
Sea como fuere, la Vulgata fue el
texto oficial e inspirado por el Espíritu Santo durante más de mil años. De ésta llegaron las primeras traducciones a lenguas vernáculas, así es que la cantidad de necios continuó siendo infinita. En la biblia de Wycliffe se lee algo que puede entender quien lea inglés: “Weiward men ben amendid of hard; and the noumbre of foolis is greet with outen ende”.
La Biblia del Oso, la primera en español, ya no habla de perversos e idiotas, sino de torcidos e incompletos. Y pese a que Casiodoro de Reina fue mejor traductor que Jerónimo, al bueno lo persiguió la inquisición y al malo lo hicieron santo.
De la mano de san Jerónimo, un religioso de esta orden recomendaba que “así como no se deja de predicar porque haya necios oyentes, no es razón dejar de escribir porque haya necios lectores”. Haciendo a un lado la absurda y contradictoria infinitud, me agrada este cura porque dicta que “escriben los sabios, pero juzgan los estultos”, y
BICHOS Y PARIENTES
a esto último acaba llamando “el juicio sin juicio de los necios”.
Un antiguo religioso que se suma a la idea de la escritura y no a la del juicio es fray Jerónimo de San José. “Para escribir es menester ser absolutamente sabio”. Ojalá él lo haya sido. “El que hubiere pues de escribir, estudie, trabaje y sude; y no tome la pluma en la mano antes de hacer perfecta idea y comprensión de lo que intenta”.
Entre sabios cabales e infinitos ignorantes dividen el mundo estos religiosos acostumbrados al absoluto. Peor aún, se creen sabios si se consideran ignorantes y tratan de hacer eco a los galimatías de san Pablo sobre el tema, soltando frases comunes de las que no se escapó ni san Juan de la Cruz. “Toda la sabiduría del mundo y habilidad humana, comparada con la sabiduría de Dios infinita, es pura y suma ignorancia”.
Entonces resulta que san Jerónimo tuvo razón, no en traducir lo que tradujo, sino en escribir lo que escribió. _
La peinadora, el erudito y el gaucho
De las páginas de Hans Magnus Enzensberger obtuve, hace mucho, un distingo de sobriedad contra mi soberbia de estudiante de filosofía. Él contrastaba la cantidad de datos y saberes entre una peinadora estilista y Melanchthon, erudito maestro y compañero de Lutero que colaboró en la traducción del griego para la Biblia y quedó como epítome de la sabiduría para los alemanes. Enzensberger hacía ver que la cantidad de datos que tenía la peinadora acerca de chismes de cine y tele no eran menos que los que tenía Melanchthon sobre griego, historia sagrada, teología. No es la cantidad sino la calidad, pero ¿qué los distingue? La calidad de vida y el sentido son lo fundamental, para Enzensberger. Pero señalaba otro distingo. El oficio de la peinadora le permite poner las manos sobre una cabeza ajena mientras ocupa la propia en relatar un pleito marital entre famosos o el horario de transmisión de un programa. Su oficio y su pensamiento ni se tocan ni se requieren uno al otro. En cambio, Melanchthon necesariamente conecta su oficio y su conocimiento: saber griego y traducirlo son una ocupación continua.
Pero hay muchos otros modos de relación entre la cabeza y el cuerpo; entre pensamiento y acción, pues. Y rara vez topa uno con algo tan perfecto como el capítulo XXII de DonSegundo Sombra de Güiraldes. El narrador es un guacho (un hijo de nada, huérfano o sin linaje) que va en camino de hacerse gaucho. Su maestro es Don Segundo, un verdadero gaucho recio, duro, justo y de pocas palabras, pero todas significativas. El narrador ha
aceptado “hacer la amansadura” de unos potros. No era todavía un gran jinete, pero tenía junto a Don Segundo. Uno de los potros parecía difícil; era el de “probar los forasteros”, pero ya estaba metido en el contrato y ni modo de arrugarse si, encima, el gaucho sabio lo guiaba: “Lárgalo no más”; “No le bajés el rebenque”. Sin signos de admiración:
“Mi mejor ganancia estaba en que don Segundo ya había visto de qué se trataba. Lo comprendí porque me dijo:
“—No le bajés el rebenque —por segunda vez lo azotó por las patas y el bayo se abalanzó. La partida le
iba a resultar más dura, pues mandado por mi padrino, le crucé el hocico de un rebencazo y, cuando como anteriormente se clavó a corcovear, le menudié azotes por la cabeza sin darle alce. Ni bien quiso pararse, don Segundo lo apuró a lazazos, para quitarle la maña de volverse sobre el corcovo. Entrando en el juego, aumenté la dosis de lonja, cosa que me permitía charquear en el rebenque, al par que abatatar al bruto. Y viendo mi resistencia a los sacudones, se me calentó el cuerpo y empecé a aporrearlo al bayo, al compás, repitiendo como un estribillo el dicho del patrón—: Al que corcovee, ¡leña! y ¡leña! y ¡leña! —Y salimos por la playa, ya sin sentadas ni vueltas, arrastrados por una bellaqueada furiosa. No hubo nada que hacerle, la habíamos ganado desde el primer tirón y la seguimos ganando hasta el fin. Las riendas no me servían para
afirmarme, porque el bruto sacudía tanto la cabeza, que llegaba a golpearme los estribos. Pero en el compás mismo de la rebenqueada había yo encontrado una base de equilibrio, que no perdí hasta volver a la puerta misma del corral”.
No se entiende nada y se entiende todo, perfectamente. Qué extraño resulta hallar en el mismo género literario, el de la bildungsroman (“novela de formación en el conocimiento y construcción de carácter”), al Wilhelm Meister de Goethe o hasta al Hans Castorp de La montaña mágica, y a este narrador de Don Segundo Sombra. Y, de hecho, en tanto que bildung, las tribulaciones de los europeos y los personajes modernos y urbanos parecen más cercanos a la peinadora.
Borges lo entendió porque sabía que su destino no era un oficio que involucrara al cuerpo. Ciego y frágil, lo intrigaron los cowboys, lo fascinaron los gauchos y el necesario vínculo y la precisa continuidad entre saber y hacer; que no es la mente y no es el cuerpo, sino ambos a una. La primera vez que el narrador se emplea con los lazos, se pela y sangra las manos: “¡Hacete duro, muchacho!”, le dice Don Segundo, con signos de admiración.
Será falla de mi memoria, pero no hallo mejor obra que Don Segundo Sombra para completar el género de la bildungsroman. Y sobre todo por un desafío a la caracterología de la modernidad urbana: la madurez que relata Güiraldes es inmune al gran mal del Occidente moderno y urbano: el Tedio, capaz de devorar peinadoras y eruditos, no puede nada contra ese estoicismo rural _
No hallo mejor obra que DonSegundo Sombra para completar el género de la bildungsromanSAN JERÓNIMO Traductor de la Biblia. DAVID TOSCANA