Laberinto No.952 (11/09/2021)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO HOMBRE DE CELULOIDE

CIENCIA

FERNANDO ZAMORA

GERARDO HERRERA CORRAL

El mundo que se fue con JeanPaul Belmondo

Fabricar la vida en un laboratorio

Foto: AFP

SÁBADO 11 DE SEPTIEMBRE DE 2021 AÑO 18 - NÚMERO 952

El mar de historias de Cristina Pacheco Rosa Beltrán, Laura Emilia Pacheco, Marco Antonio Campos, Antonio Lazcano Araujo, Chus Visor, Luis García Montero, Carlos Rubio Rosell, Jesús Alejo Santiago, Rogelio Cuéllar/ FOTOGRAFÍA: JESÚS QUINTANAR

Foto: Thinkstock


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ANTESALA

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EN EL BANQUILLO

Intemperie TEDI LÓPEZ MILLS

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e dice o decía que con el poder de la mente cualquier cosa es posible, así que mañana temprano fingiré un viaje al campo, mi cobija bien doblada dentro de la bolsa de lona, una canasta con envases de alimentos y varios utensilios. Caminaré por el bosque identificando árboles —pinos, robles, álamos, oyameles— hasta llegar a una pradera con una brecha que desciende hacia un arroyo de “esbelta plata líquida” y piedras pulidas. Quizá más tarde baje a recoger algunas para la colección que conservo en una caja detrás de mis papeles viejos y las carpetas con dibujos de perfiles que trazo a lápiz cuando me noto pensando incorrectamente. En la pradera ya me aguardan mis amistades con gran anticipación. Nos abrazamos y yo les pregunto por su salud y asuntos diversos. “El arte de la conversación es hacer conversación”. Las respuestas son breves, precisas, equilibradas. Extiendo la cobija y nos sentamos casi al mismo tiempo en los lugares ideales para formar una figura armónica. Somos cinco personas: tres mujeres y dos hombres. Una de las mujeres trae puesto un vestido rojo con holanes negros en las mangas que seguramente acabarán embarrados de tierra y migajas o se atorarán con alguna rama cuando emprendamos el paseo posterior a la comida. Pero no me voy a preocupar por los detalles de la libertad ajena. Hoy es un día de sorpresas calculadas. Mientras reparto las servilletas anuncio que por fin he aprendido a leer mapas. Saco una brújula de mi bolsillo y la sostengo frente a mi cara como si fuera el centro iluminado de un espejo. Los hombres se ríen; me piden que apunte hacia el norte o el sur sin ver la brújula. Me distraen las mujeres que hurgan en la canasta y sacan los envases sin fijarse en lo que contienen. La del vestido rojo dice que afuera también es una jaula y los barrotes son las palabras y que por eso nadie debe contar una sola anécdota. Sellamos el pacto lanzando nuestras servilletas al aire. Papalotes blancos, podría señalar yo en un arrebato analógico, pero decido callarme y recordar otra salida al campo con reglas más flexibles. Mis hermanos se quedan en el coche con los perros para escuchar la hora de los Beatles o los Creedence en la radio. Si cada acto es relativo ¿por qué siempre parece absoluto? Cuento los segundos en la pequeña arcadia que inventan mis papás a cierta distancia de la carretera. Les toca pretender que la vida en familia es agradable: son expertos. Los miro moverse en un cuadro que me excluye. Retiro el lodo de la ranura de las llantas. La velocidad no me alcanza para alejarme de lo que imagino. En la pradera la mujer del vestido rojo declara que todos los hombres son misóginos. ¿Qué seremos entonces todas las mujeres? En un poema de Philip Larkin la podadora destruye con sus aspas a un puercoespín que vive en el pasto crecido. “El día después de una muerte, la nueva ausencia/ es siempre la misma”. Debemos cuidarnos, escribe Larkin, “ser bondadosos/ mientras aún haya tiempo”. Igual hasta nos conviene.

En la pradera la mujer del vestido rojo declara que todos los hombres son misóginos

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Moderato cantabile. Dirección: Peter Brook. Francia, 1960.

HOMBRE DE CELULOIDE

Jean-Paul Belmondo: dos caras de una generación

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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA DOCUMENTO FILM

l mundo siempre se está acabando. Y siempre vuelve a empezar. Porque, en efecto, cierto mundo del cine acaba de morirse el pasado 6 de septiembre con Jean-Paul Belmondo, uno de los rostros más característicos de la Nouvelle Vague. Ha muerto un poco la generación que miró asombrada Sin aliento en la década de 1960, esa que se reunía en París en La Cinémathèque française y en México en la Cineteca Nacional. Para todos estos cinéfilos, Sin aliento fue un antes y un después, no solo por el montaje de Jean-Luc Godard (sobre el cual se ha escrito tanto) sino, de un modo mucho más evidente, por la actuación de Jean Seberg y Jean-Paul Belmondo. Más que cine de culto, Sin aliento es el retrato de un amorío enigmático y ambiguo. Uno de esos que mata, sí, pero que está dispuesto a morir. Michel es su generación. Va detrás de Patricia de modo tan contumaz que ella, para deshacerse de él, lo traiciona. Pero Michel (Belmondo), como se estilaba en aquellos años, la verdad es que quiere morir. Y joven. Habiendo vivido rápido. Hay que decir, sin embargo, que Sin aliento es una película tan importante y famosa que resulta un poco obvio recomendarla. No sucede lo mismo con otra obra que se estrenó ese mismo año y en la que también

actuó Belmondo. Moderato cantabile es otra cara de la misma moneda. Basada en una novela de Marguerite Duras y dirigida por Peter Brook (autor capaz de escenificar con igual soltura una obra de Shakespeare que una ópera), Moderato cantabile es el reverso de Sin aliento. En ella el actor, lejos de ser rufián, es un obrero que en su galanura resulta todo lo tierno que el protagonista de Sin aliento es incapaz de ser. En una función imaginaria y continua de estas dos películas (que pueden verse, una por Cinepolis Klic y la otra por Youtube) uno podría admirar todos los matices de Belmondo. Porque si Michel es la parte rebelde de aquella generación que quiso tomar la vida por asalto, Chauvin es el obrero gentil que seduce a una burguesa. Y la seduce en el sentido más textual, es decir, la saca de su camino. Moderato cantabile comienza con un asesinato. Anne Desbarèdes es una burguesa de pueblo que recuerda a la señora Bovary. Pasa las tardes dando vueltas entre la casa de

Basada en una novela de Marguerite Duras y dirigida por Peter Brook, es el reverso de Sin aliento

aspecto feudal y el bar en que conoce a Chauvin (Belmondo). Y es que, curiosa por las razones que llevaron a aquel asesinato, a todas luces pasional, Anne ha comenzado a entrever que un amor así es posible. ¿Vale la pena? Justamente por la respuesta que ofrece Moderato cantábile vale la pena verla y, sobre todo, compararla con el amor romántico que, en Sin aliento, entrega Godard. Pero, además, en Moderato cantabile, Peter Brook luce un aire musical; el mismo que lo volvió director de la Royal Opera House entre 1947 y 1950. Porque Moderato cantabile no es solo un tempo; es ante todo el tono de esta película dulce como una obra de Delibes. En ella Brook dirige a Belmondo con una finura que permite al actor explorar esos matices suaves (a veces incluso cursis) que nunca volveremos a ver. El galán de Sin aliento resulta tan seductor que Anna ¿qué va a hacer? Tiene que caer rendida en los brazos de este flacucho que, sin los atributos de, digamos Alain Delon, termina por ser casi igual de atractivo. En estas dos películas de 1960 se impuso en el cine un grito que resonará en París, en México y Praga en 1968: el amor es posible, es revolucionario y criminal. Un poco del arte murió con Belmondo. Pero año con año el cine también se reinventa.

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ESCOLIOS

POESÍA

La vida... CRISTINA PACHECO

La vida para mí es un milagro, una experiencia fascinante por imprevisible y única, con registros capaces de superar a la más deslumbrante fantasía. La vida que llevo, plena y generosa, es tan solo un capítulo más de la que he llevado y sintetizo como una serie de encuentros, aprendizajes, experiencias; un diálogo intenso con la hora presente, con el tiempo pasado y también —en momentos amargos— con la muerte. Este texto es la respuesta a dos preguntas sobre el significado de la vida.

EX LIBRIS

Sopita de fideos para dos/ EKO

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La tentación del fracaso ARMANDO GONZÁLEZ TORRES

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@Sobreperdonar

l fracaso y el éxito, la proyección mundana y la permanencia póstuma son temas que, más allá de las falsas modestias, desvelan a muchos escritores. Estas inquietudes se vuelven perentorias después de cierta edad, cuando el escritor, ya consciente del alcance de sus energías y de su inminente finitud, suele hacer sus balances. Hay quienes, seguros de su trascendencia, preparan su posteridad mediante diversas operaciones literarias y extraliterarias que van desde el pulimiento exhaustivo de su obra e imagen hasta la formación de grupos de exégetas y fieles. Sin embargo, la mayoría de los escritores ni siquiera pueden tener certeza de su proyección mundana y no es extraño que una vida consagrada a la literatura acabe en el anonimato y que una o varias decenas de libros queden apenas consignados en una breve nota en los diccionarios especializados. Pocos como el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) en sus diarios La tentación del fracaso abordan de manera explícita esta tribulación vital, ética y estética en torno a la permanencia. Si Ribeyro es uno de los narradores hispanoamericanos más finos y divertidos del siglo pasado (condenado a la media luz porque eludió los géneros y tópicos consagratorios de su época) con este libro también se añade a los más sutiles exploradores modernos (muy emparentado con Jules Renard y Cyril Connolly) de los sinsabores y misterios de la creación. Los diarios de Ribeyro, que en la mejor tradición del moralismo francés mezclan la anécdota con la crítica social y la belleza de estilo, muestran su pasión por la escritura, pero también su angustia, desazón e incertidumbre en torno a su destino literario. Los momentos en que ambiciona una obra perfecta se alternan con el frecuente desánimo y parálisis que lo enmudecen. Con mansa perplejidad, Ribeyro observa la consagración de sus contemporáneos, la emergencia de nuevas generaciones cada vez más pragmáticas, ambiciosas y ávidas de reflectores y su propio y difícil acomodo en el canon. Los diarios mezclan la queja en torno a la superficialidad e impostura de la era con el auto-reproche por la falta de disciplina, la pereza y el pobre sentido de las relaciones públicas. Cierto, el huraño, contenido y exigente Ribeyro es el antípoda del escritor seguro de sí mismo, práctico, metódico y elocuente que priva en las modernas pasarelas literarias y en sus diarios analiza o, mejor dicho, escenifica las tensiones entre el goce íntimo de la escritura y el imperativo del éxito, entre el cultivo de lo inacabado y la confección de obras redondas, entre la afición por lo raro y lo anacrónico y la habilidad para usufructuar la actualidad y descifrar los intereses del gran público. Por eso, más allá de su fuelle narrativo y su humor La tentación del fracaso entraña una moral literaria y hace constatar que el desasosiego y la duda de un autor ante su escritura no son defectos de un carácter débil, sino rasgos inherentes a la auténtica creación.

El huraño y exigente Ribeyro es el antípoda del escritor seguro de sí mismo

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El 13 de septiembre la escritora y periodista cumplirá 80 años. La celebramos con una serie de estampas que recrean algunos pasajes biográficos y trazan el curso de su obra

Cristina Pacheco: escuchar y conversar Infinitas botellas al mar

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e los varios relatos publicados a partir de su “Mar de historias” mis favoritos son los que conforman el libro titulado El eterno viajero. Este abre con la revelación del método que encontró Cristina para volver soportable la ausencia de José Emilio Pacheco, su compañero de vida, su interlocutor. “Para suplir nuestras interminables conversaciones, siempre que te ibas de viaje nos llamábamos y nos escribíamos cartas. Las hojas de papel nunca bastaban para que nos dijéramos lo que nos sucedía, a ti en un ambiente nuevo y a mí en el que conoces de sobra porque lo hicimos juntos”. Como si se tratara de un viaje rutinario —esta vez más largo y complejo—, Cristina comienza a escribir lo que le ocurre, lo que piensa. Conjetura lo que él le dirá, cuánto la reprochará por haber comprado de nuevo un libro que ya tienen. “Para qué trajiste otro”, imagina que él le pregunta. “Para no ver tus anotaciones en los márgenes, las marcas que dejaste, la ceniza de tu cigarro que cayó entre las hojas. En las circunstancias actuales encontrarme con esas huellas me lastimaría”. A partir de entonces, Cristina decide conversar con él desde un infinito diario en que registra, por ejemplo, la dificultad y el valor que requiere preparar una sola porción de lo que sea cuando siempre ha preparado dos. Sus historias adquieren una dimen-

ROSA BELTRÁN FOTOGRAFÍA FOTOTECA MILENIO

sión distinta cuando uno las imagina pulidas y entregadas con la supervisión de ese lector imaginario que por años fue el primero en poner los ojos antes de que su autora las entregara al periódico. “Mar de historias” se publica en la contraportada del diario La Jornada cada domingo desde 1986. Si ha salido impresa una historia por semana, en términos conservadores podríamos pensar en la existencia de 1800 historias, más o menos. Al vértigo de esta numeralia se suma la cantidad de emisiones del programa semanal que desde 1978 conduce en Canal Once, Aquí nos tocó vivir (Memoria de la Unesco), un encuentro en el que entrevista al hombre de la calle, como se dice, y a la mujer común solo en apariencia: en realidad se trata de seres extraordinarios a quienes salva su oficio y la dignidad con que se entregan a él y quienes después, transfigurados, aparecerán en sus libros. Pese a que los mexicanos somos tantísimos (127.8 millones, según el Inegi) y a que Cristina ha conversado y entrevistado a una enorme cantidad de ellos, no puedo imaginar un número mayor de oficios y actividades humanas que el que registra en su “Mar de historias”: secretarias, mandaderos, vendedoras de artículos ortopédicos, cirqueros, afanadoras, teñidoras de pisos amarillo congo, taxistas, perforadores de tarjetas, laboratoristas, modelos envejecidas, imitadores, empacadoras de pan, conserjes, boxeadores, costureras, devoradores de sobras de comida a sueldo, cada uno con un destino particular a cuestas. Sus libros Sopita de fideo, Para vivir aquí, Cuarto de azotea, Zona de desastre,

Los trabajos perdidos, El corazón de la noche, El oro del desierto contienen los pequeños grandes dramas de gente minúscula cuyo afán es esquivar los problemas cotidianos para conseguir la sobrevivencia. En sus retratos de nuevos tipos sociales hechos con dos pinceladas recrea ambientes, formas de vida y habla de una Ciudad de México cambiante en cada década. Los seres que habitan sus historias hoy no se parecen ya a los que lo hicieron hace diez años o veinte. Sin embargo, algo en común tienen antes y ahora: rendirse no es una opción. Siempre hay en la última línea una salida. Protagonistas de pequeñas y grandes batallas, hay una forma de heroísmo en cada uno: conservar el trabajo; llevar el pan a la mesa; pagarse unas vacaciones en autobús a la playa; conseguir alojarse en un cuarto de azotea. Como sugiere El eterno viajero, en sus historias Cristina ve la vida de todos como un viaje. Sorprendente, atribulado, no exento de penalidades pero digno de ser vivido. Lo que importa al emprenderlo es consignar que en el tránsito por un país que nos contiene y nos sacude todos los días prevalecen no obstante el asombro y la esperanza. Porque la mirada humanista y empática de su autora, una periodista que nunca se pone por encima de su interlocutor, deja constancia en sus personajes no de lo que somos sino de lo que deberíamos ser. Feliz cumpleaños, Cristina, y larga vida a tu “Mar de historias”.

En sus retratos recrea formas de vida de una Ciudad de México cambiante

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Durante una emisión de radio en julio de 1994.


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Buena compañía

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LAURA EMILIA PACHECO

na mañana en que teníamos algunas horas libres durante un viaje a Mérida, mi mamá y yo nos aventuramos a contratar a un chofer para que nos llevara a Celestún. Ella, adoradora del Sol, y yo, extenuada por esa intensa calidez yucateca que me esclaviza al abanico, nos acomodamos en el asiento trasero de un taxi. Al frente el chofer y su copiloto (¿sería el guía turístico?) tenían en el tablero cantidad de discos compactos. Como cada vez que vamos a Mérida —ciudad de la que somos devotas—, quedamos cautivadas por la inclemente belleza del azul de ese cielo, la tersura de su aire, el cuerpecito op-art del esporádico pájaro carpintero, y por la fauna que aparece y se desaparece en el paisaje. —¿Gustan oír música? —preguntó el chofer. Mi mamá, melómana empedernida, se apresuró a contestar que sí y comentó lo extraordinarios que son los compositores yucatecos. “Peregrina”, de Ricardo Palmerín, por ejemplo: “Peregrina de ojos claros y divinos”. O, desde luego, algún bolero o habanera. La situación empezó a opacarse cuando nuestros anfitriones nos ofrecieron un menú musical que no distinguía a Guty Cárdenas de Maná o a Pastor Cervera de Arjona. Ante su insistencia de musicalizar el trayecto y, en vista de la irritante antología de éxitos que ofrecían, optamos por el silencio, para absoluto desconcierto de los guías que contaban con la ayuda de la música para llevar a cabo su labor. No obstante, cada cierto tiempo compartían una cápsula de sabiduría, parte de un libreto memorizado al pie de la letra: “Mérida tiene una rica herencia que proporciona un ambiente de mucha historia y diversión”; “Nada como el agua de chaya para quitar la sed”; “La cochinita es un platillo regional que se llama pibil porque…”. Mi mamá y yo nos miramos. Una mirada puede decir más que mil palabras. Transcurrida una hora el coche disminuyó la velocidad y se adentró en un camino terroso que nos condujo a un sitio muy distinto al que quería mostrarle a mi madre. Emocionada, ella se enderezó y se quitó los lentes de sol, ansiosa por ver el lugar del que tanto le había hablado. Pero, en vez de un paraíso Patrimonio de la Humanidad, nos encontramos en un Celestún alternativo, una tierra baldía en medio de quién sabe dónde. —¿Y los flamingos? No los veo —dijo mi mamá. Los dos hombres de guayabera se veían algo descompuestos. En el agua aceitunada lo único que se movía era el encaje de ondas bordado por la brisa y el ocasional picoteo de alguna garza desorientada. —Los flamencos de Yucatán son los más rosados de todo el mundo

—intervino uno—. Esto se debe a que... —Pues será el sereno, pero aquí no están —dije, molesta. —Yo creo que no han de haber salido hoy —respondió el guía en voz apenas audible. Bajamos del coche, en parte para escapar de la catarata informativa y en parte para corroborar lo deslucido del paisaje. Además del estanque verdoso lo único que había era arena y mucha basura. Mi madre, siempre de buen ánimo, veía el lugar como si, por algún milagro, ese paraje salobre pudiera transformarse en un edén poblado por criaturas de brillante plumaje. Sin embargo, de los flamingos, nada: ni un solo ejemplar, ni una rosada pluma, ni un gris polluelo, ni siquiera el eco de su canto como mugido. Nada. Un destello llamó mi atención y bajé la mirada. En la arena, el cuerpo seco de un pez color plata resplandecía como una moneda extraviada. Mi mamá y yo nos miramos. Sé que —entre muchas otras cosas— las dos pensamos “esto no es Celestún”, pero no dijimos nada. Yo no quise alarmarla y ella, de seguro, no quiso hacerme sentir mal por lo fallido del paseo. Además, yo no quería provocar un desaguisado con los dos hombres de quienes lo único que sabíamos era su gusto musical y el hecho de que, a todas luces, no eran oriundos de Yucatán ni tenían la menor idea de dónde estaba Celestún. El viaje de regreso fue más rápido y sin datos. Silencio. Mi mamá, que tiene el don de hacer hablar hasta a una piedra, entabló un diálogo con nuestros guías. Le contaron cómo habían llegado ahí, las circunstancias por las que habían tenido que salir de su hogar en el norte del país, la manera en que intentaban adaptarse y sobrellevar ese exilio obligado, complementando sus ingresos con trabajos ocasionales como este. Poco habituados a que alguien mostrara interés por ellos y sus vidas, se ruborizaron y conmovieron cuando mi mamá les pagó la excursión e incluso les dio una propina para que aquel domingo llevaran algo especial de cenar a sus casas. La despedida entre ellos fue muy afectuosa. Ya en el hotel, mi mamá y yo volvimos a trabar miradas. Sin pronunciar una palabra le mostré la única foto del viaje: con su ojito cóncavo el pez seco —único habitante de aquel remoto baldío— parecía mirar al infinito con inextinguible esperanza. Las dos estallamos en carcajadas. Reímos hasta las lágrimas y casi quedar sin aliento. Me maravillaron su alegría y su permanente generosidad. No hay duda de que en los viajes se conoce a la gente. En buena compañía hasta una catástrofe puede transformarse en un recuerdo entrañable. Septiembre, 2021.

De los flamingos, nada: ni un solo ejemplar, ni una rosada pluma, ni un gris polluelo

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A las puertas de su casa.

Rigor, inteligencia, pasión

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ristina Pacheco es una periodista que ha unido en su tarea rigor, inteligencia y ante todo pasión. Es curioso: dos guanajuatenses, avecindados en Ciudad de México, han sido dos grandes testigos y cronistas de nuestra urbe: Efraín Huerta, quien llegó de Silao, y Cristina Pacheco, que vino de San Felipe. Efraín, poeta entrañable, lo dejó principalmente en su libro Los hombres del alba, pero posteriormente, sobre todo al final, volvió al tema urbano. Entre esas fechas hay dos poemas imprescindibles: uno, “Avenida Juárez”, que ilustra ya en los años cincuenta, amarga y desoladamente, el avasallador ayankamiento (la palabra es de López Velarde) de nuestra urbe, y por extensión, del país; el otro, “Borrador

MARCO ANTONIO CAMPOS FOTOGRAFÍA JESÚS QUINTANAR

para un testamento”, recuerdos difíciles de su juventud en los años treinta y principios de los cuarenta, cuando los amigos se escindían en “vivos y suicidas” y bebían “el amor en negras tazas de ceniza”. Cristina Pacheco, con una vocación a toda prueba, lo ha llevado a cabo en entrevistas, reportajes y relatos desde 1978 en su programa Aquí nos tocó vivir, en el Canal Once, y en los cuentos dominicales (“Mar de historias”) que publica en La Jornada desde 1986. Cristina ha sido los ojos y los oídos de Ciudad de México. En sus entrevistas, que se cuentan por miles, ha hecho hablar a hombres y mujeres de todos los oficios, incluidos los más menesterosos. “La calle cuenta las historias”, dijo una vez en una bella trasposición. “Paradigma de la conversación”, llamó Héctor de Mauleón a Cristina. Quien la haya visto en la calle se habrá dado cuenta cómo la gente se detiene para saludarla porque la ven como alguien de la familia, o si se quiere, su testigo y cronista. Y Cristina va y viene por los

barrios de México, con un micrófono ubicuo, recogiendo, con gran respeto al otro o a la otra, muchas veces con empatía, testimonios e imágenes. Cristina ha declarado en entrevistas dos hechos muy ilustrativos para explicarnos sus faenas diarias: que desde muy niña fue un auténtico “flechazo” su enamoramiento de Ciudad de México, y que habiendo vivido con grandes estrecheces en una vecindad del barrio de Tacuba, fue muy próxima a las labores y las penas de los pobres y los olvidados de la mano de la fortuna; la otra, que su madre fue oralmente una excepcional contadora de historias, o como se suele decir desde hace tiempo, cuentero o cuentacuentos. Cristina se enorgullece, como nos enorgullecemos nosotros, de deberle la educación a la escuela pública, que en el siglo

En sus entrevistas, que son miles, ha hecho hablar a hombres y mujeres de todos los oficios

pasado era sinceramente mejor o mucho mejor que ahora. Cuando empieza a profesionalizarse el periodismo, a finales del siglo XIX, los escritores, en este caso específico los cuentistas, escribían por cortas o largas temporadas un cuento semanal, como una vía de devengar una suma de dinero, que siempre fue poca. Baste recordar rápidamente en la Revista Moderna a Bernardo Couto Castillo y Alberto Leduc, o, por otro lado, en varias publicaciones, a Laura Méndez de Cuenca. Si los resultados no fueron siempre los ideales, eso les permitió una disciplina, una prontitud en la pluma y a veces ficciones memorables, como la saga de Pierrot en el caso de Bernardo Couto, o el cuento “Fragatita”, de Alberto Leduc, verdadera obra maestra, y desde luego un puñado de ficciones de Laura Méndez, entre ellas, “Los dulces de los Santos Reyes”, “La curva” o “La confesión de Alma”. Cristina ha seguido al extremo el ejemplo modernista y


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Lola no me quiere

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el número de sus historias debe ser más de dos mil. Nuestras experiencias importantes en la vida son escasas; la narrativa y el cine nos las dan a miles. A Cristina, como ella dice, le han permitido ser muchas personas y vivir en muchas épocas. Desde muy joven leía las entrevistas literarias de Cristina. Autores a quienes entrevistó me comentaban que al preguntarles los hacía sentir que habían sido bien leídos y que la conversación impresa era una pieza redonda. El libro que reúne buen número de sus entrevistas (Al pie de la letra, 2001) debería ser de consulta fundamental en la carrera de Escritura Creativa y en las escuelas de periodismo. Uno siempre puede extraer de cada una al menos alguna revelación o enseñanza. Para mí es imposible disociar a Cristina de José Emilio, quienes fueron marido y mujer 53 años. Es conmovedor ver cómo en la sala-biblioteca de su casa, desde el fallecimiento de José Emilio, el 30 de enero de 2014, Cristina no ha movido un objeto ni un milímetro. A ambos los unió asimismo, literaria y periodísticamente, la trabajada obsesión de Ciudad de México. Los premios que le han dado a Cristina como memorialista de la ciudad son apenas un mínimo reconocimiento a su ingente tarea. En Ciudad de México no le tocó nacer, pero aquí le tocó vivir. Orgullo del periodismo y de la literatura, Cristina Pacheco es sin duda una de las mujeres más admirables de México

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ANTONIO LAZCANO ARAUJO FOTOGRAFÍA ROGELIO CUÉLLAR

engo la certeza de haber platicado por primera vez con Cristina Pacheco en La Jornada, durante aquellos años espléndidos que atestiguaron el nacimiento de periódicos, revistas y editoriales en donde encontraron espacio textos críticos y bien escritos que nos permitieron a muchos ver con ojos distintos la realidad nacional. Menuda, de mirada intensa, con la cabellera medio alborotada y siempre atenta a los sonidos y las vistas de su entorno, Cristina ha recorrido incansablemente la geografía confusa de Ciudad de México, recuperando voces, imágenes, recuerdos y esperanzas de los habitantes de una ciudad con edificios que se desmoronan, ruinas que surgen del subsuelo y construcciones y avenidas agresivas de una urbe que a ratos parece vivir más por inercia que por esperanza en el futuro. La crónica en México arranca con la Conquista misma, y durante cinco siglos la historia de la ciudad ha quedado registrada en cuentos, novelas, periódicos, canciones, mitos y realidades urbanas que a veces solo sobreviven de boca en boca. El gran acierto de Cristina Pacheco ha sido usar no solo la palabra escrita sino también la televisión para recoger testimonios hablados y visuales de la vida cotidiana recorriendo las calles, los locales comerciales, las vecindades, las fondas y los mercados de la capital y las zonas aledañas. Con tesón admirable, Cristina transformó el periodismo capitalino al convertir la realidad cotidiana en historia testimonial usando el registro televisivo. El resultado es un archivo de una riqueza deslumbrante que durante más de 40 años se ha convertido en un mural urbano poliédrico que bajo el título casi fatalista de Aquí nos tocó vivir ha quedado registrado por la Unesco en el Programa Memoria del Mundo. Cristina llegó muy joven de San Felipe Torres Mochas, un pueblo guanajuatense marcado por una iglesia con campanarios inconclusos, y desde entonces nunca ha dejado de observar con fascinación su nuevo entorno urbano. Aprendió a bailar danzón, estudió Letras Hispánicas y se acercó a periódicos y a la Revista de la Universidad y casi sin darse cuenta fue aguzando el oído y la vista para descubrir la persistencia de oficios y modos de vida a menudo ocultos a plena luz del día en plazas, vecindades, mercados o los barrios de la ciudad. Aunque afirma que fue casi por casualidad que comenzó a grabar entrevistas para el Canal Once del IPN, Cristina estaba preparada para sumergirse en las calles y los barrios de Ciudad de México y registrar con sus preguntas y su mirada su historia cotidiana. Hemos destruido en forma inmisericorde la memoria arquitectónica de la ciudad, pero nuestras calles, plazas, vecindades y mercados siguen siendo una mezcla malograda y siempre cambiante del retablo de

Con José Emilio Pacheco.

las maravillas y la corte de los milagros. Las escuelas de taquimecanografía y los consultorios en donde se curaban enfermedades secretas desaparecieron de San Juan de Letrán, pero gracias a Cristina nos podemos adentrar a locales en donde persisten oficios viejos y se ejercen profesiones nuevas. Por ella sabemos que siguen existiendo oficios trashumantes como el de los globeros, la venta de camotes y plátanos asados, los botes de los tamales, el afilador de cuchillos y tijeras, y los organilleros, que siempre se van con su música a otra parte. Hay locales en donde ahora se reparan computadoras y se cambian pilas de teléfonos celulares, que conviven al lado de negocios en donde se reparan paraguas, se forran botones, se disfrazan Niños Dios con la túnica de San Judas Tadeo, se venden cocadas, palanquetas y galletas de cúrcuma y azafrán, se angostan corbatas y se ensanchan con discreción vestidos de novia, toda una gama de oficios y beneficios sin los cuales ninguna ciudad que se respete a sí misma puede funcionar. El tránsito de las calles de la ciudad a los estudios del Canal Once no requiere pasaporte, y en el programa Conversando con Cristina Pacheco hay espacio para virólogas, músicos callejeros, bordadoras

Cristina transformó el periodismo al convertir la realidad cotidiana en historia testimonial

de maravillas, tenores, enfermeras, talabarteros, científicas dedicadas a la física de los fluidos, titiriteros, expertos en computación, bailarines, cocineras, médicos y hasta biólogos evolucionistas. Tuve la suerte de conocer a José Emilio Pacheco, y aunque no tuve la fortuna de verlo junto a Cristina y sus hijas, conozco bien la casa en donde, sin perder ni su vocación ni su personalidad, ella dejó de ser Cristina Romo Hernández para convertirse en Cristina Pacheco. Con la excepción de Lola, la perra de mirada torva e intenciones aviesas que recogió de la calle, el hogar de Cristina es un espacio donde yo y los míos siempre somos bienvenidos. Amo a los perros callejeros y no comprendo la aversión que Lola siente por mí, pero la casa es un remanso blanco en medio del caos citadino, en donde al entrar uno es abrazado de inmediato por recuerdos vivos, afectos compartidos, el laberinto de libreros, fotografías y dibujos entrañables y la presencia siempre fresca de flores. Como afirmó alguna vez Albert Camus, quizá la tarea más importante sea evitar que el mundo se nos deshaga. En medio del panorama ensombrecido por la peste, las incertidumbres políticas y la atmósfera de violencia que azotan al país, la amistad de Cristina Pacheco, la vitalidad de su conversación y la intensidad de su curiosidad intelectual son un refugio en donde uno puede alimentar la certeza de que es posible imaginar y construir un México mejor.

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Chus Visor: “Cristina, una gran contadora de historias”

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CARLOS RUBIO ROSELL/ MADRID FOTOGRAFÍA ROGELIO CUÉLLAR

l editor español Jesús García Sánchez —Chus Visor—, fundador y director de la mítica editorial Visor, subraya su admiración por Cristina y José Emilio Pacheco (1939-2014). “Una pareja ejemplar: amables, inteligentes, divertidos y magníficos anfitriones”, dice en entrevista con motivo del 80 aniversario de la escritora y conductora de Aquí nos tocó vivir. Ella, dice, “es una señora maravillosa y profesionalmente es reconocida en todas partes. Yo recuerdo estar paseando en Madrid con ellos, y ver cómo la gente, al reconocerla, la saludaba en plena calle. Una vez, mientras andábamos por la Gran Vía, frente a la librería Espasa Calpe, cuando a José Emilio le habían dado el Premio Cervantes, dos personas se nos acercaron y en vez de saludar a José Emilio la abordaron a ella y la felicitaron por su obra. Fue algo que nos dio mucha alegría, porque a Cristina aquí mucha gente le tiene mucho aprecio no solo personal, sino profesional, por su trabajo en radio, televisión y prensa, es decir, como gran creadora, porque sus obras como escritora son de primera categoría. Es una gran contadora de historias de lo cotidiano y una grandísima periodista”. Chus Visor considera que la obra

de Cristina Pacheco merece una gran difusión fuera de México, y que en España a su obra le ha sucedido un poco lo mismo que le ocurrió a la de Carlos Monsiváis. Entre un público muy conocedor de la literatura mexicana ha sido admirada, pero entre

el gran público merece ser mucho más conocida. “La obra de Cristina Pacheco es muy mexicana y muy universal, y por lo menos en el ámbito de la lengua española debe estar entre los grandes. El problema es que este es un caso que ocurre a

otros autores de su calidad y que no te explicas, no entiendes por qué un autor tiene más éxito que otro, aunque eso no quiere decir que uno sea mejor, sino que ha tenido quizá más suerte o que ha ocurrido algo que uno nunca sabe. Cristina Pacheco tiene los méritos literarios suficientes y es como para que sea mucho más que conocida. Es algo de lo que estoy totalmente convencido”. Para Visor, a nivel internacional la obra de Cristina Pacheco “bien podría ser muchísimo más reconocida de lo que está siendo, porque tiene una calidad indiscutible”. Otra cuestión a destacar, indica, es el compromiso social de Cristina Pacheco: “sus convicciones cívicas son clarísimas y ha peleado por defenderlas; ha sido una mujer que ha luchado por la igualdad; eso es algo que sus lectores siempre hemos tenido en cuenta”. Chus Visor asegura que Cristina Pacheco merece toda clase de homenajes y reconocimientos, y recuerda, de entre las muchas anécdotas que ha vivido con Cristina y José Emilio Pacheco, una noche en Ciudad de México, cuando estaban cenando y mientras conversaban animadamente en un restaurante al que la pareja lo había invitado, dos secretarios de Estado se levantaron de sus mesas y la saludaron efusivamente. “En ese momento yo no sabía que ella despertaba tal entusiasmo y admiración. Y pensé: ‘¡Joder con Cristina, qué importancia!’. Y me di cuenta del reconocimiento que le profesaba la gente de su propio país, muy merecido, porque hay autores que tienen reconocimiento, pero para mal. Y el de ella ha sido siempre muy positivo en México y fuera de su país”.

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García Montero: “Admiro su lealtad literaria” CARLOS RUBIO ROSELL/MADRID FOTOGRAFÍA ROGELIO CUÉLLAR

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ara el poeta granadino Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, Cristina Pacheco se ha convertido en una de sus “referencias de hospitalidad” cada vez que visita México. “La conocí a través de José Emilio, un poeta al que admiro mucho, y desde entonces la tengo en muy alta consideración tanto por la calidad humana que tiene como por su altura literaria como narradora y periodista”. A García Montero le llamaba la atención el hecho de que cuando salía a pasear con Cristina y José Emilio, la gente a quien paraba por la calle y con quien quería abrazarse y comentar cosas era con ella. “Eso me hizo comprender su popularidad y desde entonces, aparte de sus valores a la hora de leer sus crónicas, sus cuentos, sus narraciones y conocer sus programas en los medios de comunicación, también valoro mucho

la humanidad que ha mantenido con humildad y la manera que ha sabido cuidar a José Emilio sin renunciar a su personalidad”. Sobre la obra de la autora de libros como Los trabajos perdidos y El corazón de la noche, García Montero destaca especialmente “la mirada que tiene sobre el mundo, la manera de fijarse en pequeños detalles y acabar siempre con una consideración sobre el ser humano, su experiencia, su condición, sus problemas y sus ilusiones”. Dice también que admira el compromiso que ha sabido mantener como escritora. “Yo creo que tiene ese valor que es, además, un valor de lealtad literaria, porque se ha comprometido siempre con la experiencia humana. Ha sabido estar de parte de los más necesitados, del sufrimiento humano, de la gente que necesita una ilusión y, sin embargo, nunca ha caído en la consigna, en el panfleto,

en el sometimiento a determinadas siglas, que es el peligro de los escritores que nos sentimos comprometidos y que necesitamos, a la hora de crear un vínculo humano y un compromiso con la libertad y con la igualdad del ser humano, respetar la lealtad

Con José Emilio Pacheco en su casa (1977).

literaria para que el compromiso no sea nunca servilismo a ninguna consigna y no se convierta en una atadura contra la libertad. Por ello es que valoro mucho esa libertad comprometida que caracteriza la personalidad de Cristina Pacheco”.

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DE PORTADA

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Una escritora indispensable

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a vida de Cristina Pacheco ha vagado entre la pluma y el micrófono: la pluma como metáfora de una labor literaria que ha preferido mantener acotada ante el micrófono o la grabadora, desde donde se ha dado a la tarea de contar historias, de recuperarlas de un mar inmenso en el que se ha encontrado con todo y con todos. La escritora Bárbara Jacobs confiesa que no tiene mucha experiencia en cuanto a entrevistas se trata, pero las veces que ha platicado con Cristina Pacheco han sido excepcionales: “Le puedo asegurar que admiro la manera en que se dirige al entrevistado, lo hace conociéndolo muy bien. Me parece una persona de primera y amiga de primera. Además, me parece una escritora-periodista indispensable. Otra cualidad que destacaría en Cristina es que es tan seria, tan responsable en su oficio, que orilla al pobre entrevistado a decirle lo que ella anda buscando. Yo, por ejemplo, soy discreta, no soy muy parlanchina, y Cristina hace unas preguntas con el peso de su prestigio y de su responsabilidad, que obligan a contestarle”. Sin embargo, hay una relación mucho más íntima que define el trato que han sostenido a lo largo de décadas: “puedo decir que la quiero y la admiro muchísimo”. Para Juan Villoro, Cristina Pacheco ha sido una de las entrevistadoras más generosas de México y menciona la palabra generosidad convencido de que no se puede hacer una entrevista sin interés por el otro. Ella lo ha logrado con una especial empatía al dialogar con grandes celebridades del mundo de la cultura y de la política, pero también con la gente más humilde, la más desconocida, “buscando sus historias, su razón de ser. Y este interés por el otro depende más del oído que de la palabra. Ha sido alguien capaz de registrar la memoria y las historias de los demás y el que sabe oír es, necesariamente, alguien generoso. Vivimos en una época en la que casi todos prefieren hablar, pronunciarse —ya sea en Twitter o en la vida real— y Cristina Pacheco nos recuerda que es muy importante oír a los otros”. Más allá de los múltiples puntos que lo conectan con Cristina, Juan Villoro no deja de mencionar que su trabajo ha sido producto de una larguísima persistencia. Esto es muy importante, porque hay quienes practican durante muchos años el periodismo o la entrevista

JESÚS ALEJO SANTIAGO FOTOGRAFÍA ROGELIO CUÉLLAR

a los demás por curiosidad, “pero Cristina no se ha cansado nunca de escuchar a los otros”. “La única vez que la vi nerviosa fue en una ocasión en que llegó a La Jornada y me dijo: ‘no puedo recuperar lo que grabé en una entrevista’. Estaba completamente desesperada: la única vez en que la he visto perder su sonrisa, perder la calma, fue en el momento en que estuvo a punto de que se le borraran las palabras ajenas y eso habla de quién es: piensa en los demás antes que en sí misma. Si se pone nerviosa es porque perdió voces ajenas. Ahí tenemos una lección no solo de una gran periodista, sino de la ética del oficio”. Compañeros del mismo espacio y del mismo oficio durante más de tres décadas, el periodista Miguel de la Cruz reconoce a Cristina Pacheco no solo como un referente antes de su estancia en Canal Once, sino

En el Parque México de la colonía Hipódromo de Ciudad de México.

“Nos ha permitido conocernos mejor, sobre todo nuestra cultura”: Ignacio Solares

para todos los jóvenes que estudian periodismo en el país: “contar con un personaje emblemático como periodista y como escritora en una televisora pública resulta muy significativo, porque se ha ganado la admiración de todo mundo. Si hacemos el recuento de los personajes que ha logrado invitar a su programa, lo mismo encontramos a un artesano que obtuvo el Premio Nacional de Artes, que a Alejandro González Iñárritu, Paquita la del Barrio, un luchador o un cómico que, al parecer, solo tendría cabida en una televisora comercial”. Desde su perspectiva, su gran enseñanza ha sido que, en el sentido más amplio, es una periodista cultural. Tiene algunos libros sobre pintores y se concentró en personajes de las artes visuales, pero siempre se ha interesado por aplicar el género de la entrevista a lo más variado. “Si buscamos qué periodista se ha mantenido en la misma tónica, tal vez costaría trabajo encontrarlo. Podríamos considerarla una periodista que, a su manera, con su lenguaje y

su forma de hacer, de decir y de escribir, ha hecho posible que los representantes de muchas formas de expresión artística digan lo que el público quiere conocer”. También escritor y durante muchos años periodista cultural, Ignacio Solares recuerda que tiene el privilegio de conocer a Cristina Pacheco desde hace, cuando menos, medio siglo, y durante todo ese tiempo le ha dado voz a una gran cantidad de personas, “que la convierten en la periodista más exitosa que hay en la televisión mexicana”. “Por lo pronto, es la mejor entrevistadora que ha tenido la televisión mexicana a lo largo de su historia. Nos ha permitido conocernos mejor, como mexicanos, sobre todo nuestra cultura y nuestro entorno, aparte de que es una magnífica escritora. Me gusta mucho lo que hace”, asegura Solares. Apenas unas cuantas miradas para reconocer una vida y una obra, como la de Cristina Pacheco, quien se ha dedicado a darle voz a los otros a través de su escritura.

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CIENCIA

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DESMETÁFORA

La fabricación de vida Se ha dado un paso enorme al identificar los genes para el desarrollo normal de organismos de laboratorio

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a célula construida en 2016 de manera artificial en laboratorio fue llamada Syn3.0. A este organismo no se lo encuentra en la naturaleza ni será recordado con algún nombre en latín. No nos referiremos a él en términos lingüísticos como lo hacemos con la Helicobacter Pylori —bacteria que infecta al estómago produciendo úlceras— y la razón, poco elocuente, es que a diferencia de los microrganismos naturales este fue diseñado en una computadora de la misma manera como se construye un lego, juntando piezas de aquí y de allá. En el mejor de los casos, a la célula sintética se le acabará conociendo como “Sintia”, apelativo cada vez más común para este indiferente pionero de la vida artificial. De manera que quizá se recordará con este nombre a la primera forma de vida creada por los seres humanos. Cuando se fabricó, uno de los precursores de la vida sintética, el biólogo Craig Venter, dijo: “Es la primera especie autorreplicante que hemos tenido en el planeta y cuyo padre es un ordenador”. Los investigadores crearon en laboratorio un genoma viable con el número mínimo de genes necesarios para realizar las funciones vitales. Para llegar a este “arreglo artificial vivo más sencillo que la vida misma”, se tomó el material genético del Mycoplasma genitalium, bacteria parasitaria que vive en el tracto urinario y que es el organismo más simple que existe con tan solo 525 genes. Al ir quitando parte por parte, un gen tras otro, se llegó al conjunto mínimo requerido. Se pensó entonces que la célula simplificada tendría 473 genes, los requerimientos para ser considerado ser viviente. En un reporte del gran avance publicado en las revistas especializadas hace unos meses, alguien recordaba al escritor francés Antoine de SaintExupéry cuando dijo: “La perfección no se logra cuando no hay nada más que poner sino cuando no hay nada más que quitar”. Sin embargo, no era posible explicar el propósito de 149 de los genes que quedaron y, aunque parece poco, este número representa un tercio del total. Esto no sería tan malo como el hecho de que el crecimiento y la replicación de este microscópico Frankenstein ocurrían de manera caprichosa con formas extrañas en sus descendientes. La nueva especie, creada en laboratorio, se multiplicaba

GERARDO HERRERA CORRAL gherrera@fis.cinvestav.mx FOTOGRAFÍA THINKSTOCK

cada tres horas, pero los productos de la autorreplicación tenían forma impredecible. En marzo de este año se ha logrado por fin entender el diseño perfecto con algunas piezas que faltaban, de manera que tenemos ya un organismo con el mínimo necesario de genes que permite la replicación controlada. Ahora se han agregado siete genes y con ello se cuenta ya con un organismo de diseño impecable cuya forma y autocopiado es predecible. La célula fabricada en laboratorio de acuerdo con las prescripciones que dicta una computadora requiere entonces de 480 genes, en contraposición con los 25 mil genes que contabilizamos en las células humanas o los 100 mil que requiere un árbol de pino. El nuevo bicho, producto de la imaginación humana, es vulnerable; solo

El nuevo bicho, producto de la imaginación humana, es muy vulnerable

subsiste en un cultivo de laboratorio repleto de azúcar y nutrientes y moriría de inmediato si se lo sacara de ese medio controlado. Una de las tentaciones teóricas es la posibilidad de definir lo que sería una “célula mínima universal” que permita entender de manera general el fenómeno de la vida. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas porque si se hubiera partido de un microbio diferente se habría terminado con un bicho de laboratorio distinto. De manera que todo parece indicar que una estructura vital universal no existe. ¡Hay muchas maneras de vivir! En todo caso, no es la primera vez que pasa en la biología —pero sí quizá la más espectacular— que se muestra la manera en que esta disciplina ha alcanzado el nivel más alto de sofisticación con que se puede predecir lo que ocurrirá cuando un arreglo de moléculas se acomoda de manera conveniente. Estos avances han despertado la inquietud de los filósofos que ya

reflexionan alrededor de pensamientos como “sustitución de Dios”, “sustitución de la naturaleza”, “destrucción del valor de la vida”, etcétera. Las noticias alarman a mucha gente que percibe como amenaza el dominio de la técnica y el poder de generar vida con una computadora y algunos instrumentos de laboratorio. Más allá de todo, el conocimiento nos da mejores herramientas para preservar y no para destruir pues no se pretende crear organismos que intervengan en la cadena natural, sino que realicen tareas específicas. La generación de combustible a partir del carbono que ha sido liberado a la atmósfera con un organismo diseñado ex profeso es un ejemplo de lo que está en la mente de los grupos que trabajan en la generación de vida en laboratorio, pero no es la única posibilidad. Los avances en la biología son sorprendentes. Uno de los últimos secretos profundos de la naturaleza, el fenómeno de la vida, nos parece cada vez más comprensible y menos misterioso.

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EN LIBRERÍAS

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NARRATIVA, ENSAYO La policía de la memoria

Las palabras que nunca escribí

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A FUEGO LENTO Las leyes de la atracción

La mujer de mi entierro México, 2021

Yoko Ogawa Tusquets México, 2021 390 páginas

Jane Thynne Planeta México, 2021 462 páginas

Jennie Fields Espasa México, 2021 448 páginas

Objetos, conceptos e incluso flores, personas y animales van despareciendo sin explicación alguna mientras una epidemia de olvido se extiende por todo Japón. Atrapada en esta realidad, la narradora de esta novela trata de aferrarse a quienes aún pueden recordar, al tiempo que una mujer policía utiliza todos los medios a su alcance para liquidar a estos mismos seres portentosos. Ogawa erige un mundo sin asidero en el que solo queda el consuelo de la melancolía.

El estuche de una vieja máquina de escribir, perteneciente a una célebre periodista, guarda la historia de dos hermanas separadas por el curso que tomó la Segunda Guerra Mundial. La protagonista que ha adquirido este objeto en una tarde neoyorquina de 2016 decide indagar sobre este hecho sin importar las consecuencias. De esta manera, vamos del ascenso del nazismo hasta la caída de Berlín tras el asedio de las tropas soviéticas. La novela corre como un tren a máxima velocidad.

Mujer singular para su época, Rosalind Porter se dedicó a la ciencia. Protegida del italiano Enrico Fermi, fue una física que trabajó en el proyecto que creó la bomba atómica. Durante ese tiempo mantuvo una intensa relación con su colega Thomas Weaver, que no terminó bien. Cinco años después, en Chicago, Rosalind trabaja en una tienda de joyas. Su examante la busca de nuevo, pero también el agente del FBI Charlie Szydlo, quien anda tras él y solicita su ayuda.

El alma de las flores

La mujer del retrato

¡Viva el socialismo!

Viviana Rivero Planeta México, 2021 782 páginas

Ana Alicia Aguirre Textofilia México, 2021 168 páginas

Thomas Piketty Ariel México, 2021 288 páginas

Una mujer se interpone entre dos hermanos de buena cuna en los albores de la Guerra Civil en España. Años más tarde, un profesor de música llega a España para curar las heridas que sufrió durante su vida en Argentina. Estas dos rutas, en apariencia lejanas, terminan unidas en virtud del talento narrativo de la autora cordobesa que por esta novela obtuvo el tercer lugar del Premio Planeta 2019. El instinto de supervivencia y la grandeza del amor guían la trama.

Un pintor, un agente de inversiones y su esposa, una diseñadora de interiores, conforman un triángulo amoroso de clase alta. El motivo por el cual se conocen es un cuadro que el artista le hará a la mujer. El adulterio pasa por las etapas habituales: del apasionamiento inicial se llega a la frialdad, en este caso, por parte de ella. La novela adquiere un tono fantástico cuando el cuadro comienza a adquirir vida; el esposo será el testigo de esta transformación.

Este volumen reúne las columnas que el economista y ensayista publicó mensualmente en el diario Le Monde entre 2016 y 2020. Su propósito: marcar la ruta de un socialismo con un rostro renovado: participativo, democrático, federal, ecologista y feminista. Detrás de este proyecto se encuentra el desencanto por el rumbo seguido por el capitalismo y la crisis sanitaria. A los argumentos se suman gráficos, tablas y algunos textos complementarios.

Un comedor de cereal ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

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n algún lugar de La mujer de mi entierro (Textofilia) encontramos el cuadro siguiente: “Abrí el refrigerador, su luz penetró hasta mis pupilas recién abiertas, tomé una [sic.] la jarra de jugo de naranja y saqué un vaso de la repisa. Me serví el jugo mientras pensaba que se me antojaban unos huevos con tocino. Ante la flojera de cocinar y recogerlo todo después, me conformé con cereal. Abrí la caja y tomé un puñado. El ruido del cereal aún crujía en mi boca cuando el olor a perfume delató la presencia de Lucía”. Dejemos las barbaridades a un lado (eso de que el ruido crujía, por ejemplo). Esta es la respuesta que José Memun encuentra para describir el hundimiento emocional del protagonista después de que su familia ha humillado a su novia durante una cena. Conviene también atraer este momento (que se prolonga hasta el bostezo) porque refleja el plan seguido por José Memun para la construcción de su novela: un costumbrismo que solo atina a ofrecerle una sensibilidad gemebunda a la juventud extrema que pasta en las fiestas de quince años y los centros comerciales. Hay, desde luego, una historia: la de Daniel, quien narra desde la hora de su entierro, y la de esa novia adolescente, Alina, un tibio esbozo de la colegiala inadaptada. Es una historia de amor, y por amor debemos entender un manojo de sentimientos que se manifiestan como “Tu mirada se convirtió en mi todo”, “esas aguas de monzón se convirtieron en pozos de agua tibia” o “no estás dispuesta a fingir ser óleo cuando en verdad eres acuarela”. Además de una madre castrante y un padre sometido a la ley de las apariencias, no hay nada más, si prescindimos de las últimas páginas en las que Daniel, ya un cuarentón abrumado por los deberes conyugales y paternales, revive tibiamente sus frustrados arrebatos con aquella adolescente. En este sentido, la memoria se resuelve en una ola impertinente de lloriqueo. La mujer de mi entierro tiene la desgraciada cualidad de servirse del género novelesco para dictar lecciones sobre la prosperidad que aún conserva la cursilería y, sobre todo, la presunción de que los lectores son en realidad acólitos de Maná o Arjona. No trae sino malas noticias. De entre todas ellas, ninguna más aterradora como la que anuncia la popular mezcla de farsa introspectiva y jerga menesterosa.

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LABERINTO

DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: JOSÉ LUIS MEDINA G.

11 DE SEPTIEMBRE 2021

http:// www.milenio.com/cultura/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLaberinto/Instagram: milenio_laberinto

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TOSCANADAS

na vez al año me impongo varios días de hambre para que el pantalón vuelva a cerrar. Entonces me acuerdo de Knut Hamsun y su Hambre. Fue un libro que conocí hace algunas décadas por recomendación de Juan Rulfo. Aunque la novela no es autobiográfica, se sabe que Hamsun pasó hambre durante su adolescencia. La historia es un retrato sicológico de los estragos del hambre; sin embargo, Hamsun nunca transforma este vacío estomacal para llevarlo a niveles de alto lirismo. El hambre “me daba feroces mordiscos” o “me roía intolerablemente y no me dejaba reposar” o reaparecía “royéndome los intestinos, sacudiéndome, produciéndome agudos dolores, como finas picaduras que me hacían sufrir”. Frases comunes, poco sinceras o poco artísticas. Más elevado es el Ulises de la Odisea, cuando dice: “Pero ahora déjenme cenar aunque sigan mis lutos, pues no

Hambre DAVID TOSCANA

GULAG

Niños en un campo soviético de trabajo.

hay nada más perro que el vientre maldito, que a la fuerza nos hace pensar en él, por deshecha que esté el alma, por más hondo pesar que se tenga. El dolor llena mis entrañas y el vientre sigue llamando a comer y beber, me impulsa a olvidar todo cuanto llevo sufrido hasta ahora y me obliga a llenarlo”. El deseo de comer se vuelve tan omnipresente como el deseo carnal. Sin embargo, como decía un sabio escritor: “El sexo puede saciarse con imaginación, pero el hambre se vuelve peor”. Quizá el mejor testimonio sobre el hambre aparece en Un mundo aparte de Gustaw Herling-Grudziński. Los soviéticos sabían bien que el hambre en los campos de trabajo mataba la voluntad de los presos, los esclavizaba. El hambre debía ser diaria, constante, prolongarse años. “No existe nada que las personas no hagan si las domina el hambre”, escribe Herling-Grudziński, que había pasado varios años en esas condiciones. Cuenta: “El hambre doblegaba

con mayor frecuencia a las mujeres y, una vez que las doblegaba, ya nada podía detener su caída en picado hasta el nivel más profundo de la degradación sexual”. Y clama: “Si Dios existe, que castigue sin miramientos a quienes doblegan a la gente mediante el hambre”. Sobre intentar dormir con el estómago vacío: “El hambre no abandona su reinado durante la noche, al contrario: ataca con más disimulo y sus armas invisibles golpean con mayor precisión”. Heródoto nos cuenta que los lidios “inventaron los dados, los astrágalos, la pelota y todos los demás tipos de juegos, salvo el chaquete” para sobrellevar un largo tiempo de escasez alimentaria: “Para no pensar en la comida, de cada dos días se pasaban jugando uno entero y, al día siguiente, dejaban los juegos y tomaban alimento. De este modo vivieron durante dieciocho años”. Voy a averiguar cómo se juega a los astrágalos, nomás hasta que cierre el pantalón.

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BICHOS Y PARIENTES

La distopía y sus cómplices JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA NBCUNIVERSAL

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Será que las utopías son frágiles y, si se les rompe una pieza, se vienen abajo enteras, pero las distopías pueden perder miembros y órganos y seguir vivas? Casi siempre la vecindad de dos novelas, 1984, de George Orwell, y Un mundo feliz, de Aldous Huxley, se presenta como una competencia. Ambos se equivocaron en las piezas de su monstruo. La dictadura totalitaria que adivinó Orwell desapareció en 1985, y se han ido desmoronando sus copias; el mundo nunca tuvo tantas democracias como en la década pasada ni, como en esta, había decidido erguir tanto espantajo demagogo. No totalitarios sino populistas. Como sea, la maldad lesiona igual en estado sólido que en gel. Una lectura juvenil de 1984 me dejó con miedo al control, la vigilancia y el sometimiento; la siguiente, por el lenguaje, la significación de las palabras y su relación con la verdad: “Te digo, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro lugar. No en la mente individual, que puede equivocarse, y en todo caso perece pronto: solo en la mente del Partido, que es colectiva e inmortal. Todo lo que el Partido considere verdad es verdad. Es imposible ver la realidad si no es con los ojos del Partido. Ese es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo de voluntad. Debes humillarte antes de poder volverte cuerdo”. En esto, Orwell es muy superior a Huxley. Por el lado de Huxley, la dominación industrial y tecnológica tampoco se cumplió en esa estructura de línea de producción (Ford) ni en

una administración tayloriana. Bagatelas: el miedo sigue ahí. La opresión no la ejerce una policía sino los muchos habitantes cibernéticos de la escuela del resentimiento y los esbirros de la demagogia, y otras formas de la tecnología han ocupado el lugar del horror, no por vía del miedo sino por un demonio aun más peligroso: la satisfacción inmediata y las virtudes químicas. Dosis para la templanza, la prudencia; ataraxia en miligramos: “La felicidad es un sueño tiránico, sobre todo la felicidad de

Las tiranías no se dan solamente oprimiendo súbditos sino con su complicidad

los demás… [y tras la Guerra] la gente estaba dispuesta a que se les vigilaran los apetitos. Cualquier cosa a cambio de vivir tranquilos. Siempre hemos vigilado desde entonces. Claro que esto no ha sido muy bueno para la verdad. Pero sí para la felicidad”. La médula del horror huxleyano no es la intrusión de la máquina sino esa suerte de ablandamiento del ser por el placer. Su “utopía negativa” es cosa presente: una sociedad ablandada, viscosa, “en la que se ha sustituido a la naturaleza por la ciencia, la moralidad por las drogas, la individualidad por una conformidad total”. Era imposible que advirtieran que el desarrollo tecnológico saltaría de carril y dejaría de ser piramidal y funesta sombra del gobierno; que coincidieron dos oleajes en el remolino: uno, que la tecnología no se mantuvo

Fotograma de la serie de televisión Un mundo feliz (2020).

centralizada sino que se individualizó en una economía de mercado; dos, que esta economía de civiles despegaría dando un salto por encima de la capacidad militar y gubernamental. Y se volvería personal: mi teléfono, mi computadora… la tecnología es cada individuo. Y Huxley es mucho más agudo en entender que las tiranías no se dan solamente oprimiendo súbditos sino con su complicidad y participación activa. No hay que ver estas distopías como excluyentes. Son complementarias. Y ni siquiera necesitan un totalitarismo: las sociedades libres, libremente eligen, y en proporciones crecientes, el bienestar de los fármacos, la degradación del lenguaje, el miedo a la libertad. Ni siquiera es necesario un poder central que controle las voluntades. Bastó con que se generaran los recursos de comunicación igualitarios para que los monstruos de ambas distopías —la satisfacción inmediata y la persecusión de quienes no se avengan a la ideología en boga— hibridaran en una infección nueva. La repetición incesante de una idiotez o una mentira, y ante la negación racional, no reaccionan con violencia sino acudiendo a tribunales moralinos que sentencian que todo sentimiento herido y todo lo que resulte ofensivo, verdad o no, debe pagarse con la persecución de las furias cibernéticas. Las dinámicas de redes habrían dejado patidifusos a los dos grandes autores de las distopías: no hacían falta ni el Hermano Mayor, ni la oligocracia fordiana, la tiranía va surgiendo de una ciudadanía que desprecia su libertad y odia la ajena.

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