Laberinto No.987 (14/05/2022)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO HOMBRE DE CELULOIDE

EL ATLAS DE PANDORA

FERNANDO ZAMORA

IRENE VALLEJO

El brechtiano Michael Haneke

En el principio fueron los labios Foto: MK2 Productions

Ilustración: Román

SÁBADO 14 DE MAYO DE 2022 AÑO 18 - NÚMERO 987

Elena Poniatowska: “Mi mamá me regaló un país” Guadalupe Alonso Coratella/ FOTOGRAFÍA: ARIEL OJEDA


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ANTESALA

14 DE MAYO 2022

LA GUARIDA DEL VIENTO

Con el sudor de tu frente

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ALONSO CUETO

a palabra “trabajo” no siempre tuvo la fama de hoy. El origen etimológico es el latín tripalium, es decir un cepo que sujetaba a los caballos o bueyes. Ese mismo cepo se usaba como instrumento de tortura, con lo cual tripaliare era un sinónimo de “atormentar”. La mala fama del trabajo quedó santificada en el capítulo tres del Génesis, cuando la voz de Dios le dice a Adán: “maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de allí el alimento todos los días de tu vida”, para luego agregar: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan”. Antes de eso, ya los griegos imaginaban que el ocio era el reflejo de la libertad humana, en vista de que solo los esclavos trabajaban. Se ha publicado hace poco el interesantísimo libro Trabajo del sudafricano James Suzman. Suzman, antropólogo y fotógrafo, cuenta cómo es que, a lo largo de nuestra historia, hemos dedicado cada vez más tiempo al trabajo. Al leerlo, recordé que hoy el trabajo que realizamos es un signo de nuestra identidad. Ponemos el nombre de nuestra profesión (“abogado”, “ingeniero”) al lado del nuestro. Es como un título nobiliario que forma nuestra identidad. ¿Cómo hemos llegado a eso? Según el libro, hay una serie de movimientos o “puntos de convergencia” que marcaron nuestra relación con el trabajo. Uno fue la domesticación del fuego, que llevó a una mejora significativa de la dieta. Luego vino la invención y el desarrollo de la agricultura, que llevó a una organización de las labores y a una concepción más amplia del tiempo (los cazadores acopiaban presas para el día solamente). Luego, la creación de las ciudades y la aparición de las fábricas, directamente relacionadas a lo anterior, que llevaron a la producción masiva, a la agudización de las desigualdades y a una prosperidad no imaginada. En ellas, los habitantes buscan trabajar más para ganar más y poder comprarse más cosas. Según el autor, hoy somos “rehenes de nuestras ambiciones”. Es por eso que hoy el lenguaje común ha hecho de “ocioso” y “perezoso” palabras insultantes. Algunas bromas circulan a propósito del género de los perezosos cuando nos dicen el lema que aparece en la lápida de todos ellos: “Aquí sigue descansando X”. Pero no todos se enorgullecen de trabajar. Un amigo me dice que cada vez que tiene ganas de hacerlo, tiene una solución. Se sienta en un sillón hasta que se le pase. Según el filósofo coreano Byung-Chul Han en La sociedad paliativa, nuestra sociedad ha santificado una fobia al dolor. Estamos obligados a ser felices por una sociedad en la que los tristes no producen, es decir no trabajan. El miedo a “no hacer nada” es el de “no ser nadie”. Y aunque muchos encuentran disfrute en su trabajo, la mayor parte de la humanidad hoy detesta el que tiene. En 1939, un periodista le preguntó a Sigmund Freud cuál era su definición de un hombre feliz. “Amigo mío, cualquier persona capaz de amar y trabajar”, fue la respuesta. Estoy más de acuerdo con lo primero que con lo segundo. Pero aquí seguimos trabajando.

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Código desconocido. Dirección: Michael Haneke. Francia, Austria, 2000.

HOMBRE DE CELULOIDE

La cuarta pared

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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA MK2 PRODUCTIONS

uliette Binoche se pasea por una habitación. Pregunta: ¿qué hay detrás de esta puerta? Un hombre responde que nada. Ella abre y encuentra una pared. Esta escena en Código desconocido (disponible en Mubi) puede parecer caprichosa. Desde el punto de vista del guion hollywoodense, resulta innecesaria, no empuja la trama ni enriquece el carácter de los personajes. ¿Qué hace aquí? Código desconocido es una obra de arte que, construida con el virtuosismo de un artesano, quiere incomodar y, como proponía Bertolt Brecht (junto con otros miembros de la Exilliteratur), despertarnos, hacernos conscientes de que estamos ante una puesta en escena cuya finalidad es criticar a la sociedad. La relación entre Brecht y Haneke está muy estudiada. Se revela en distintas entrevistas. En el libro On Michael Haneke, compilado por Brian Price y John David Rhodes, se elabora en torno al modo en que el cineasta austriaco ha revivido a la alta cultura europea al movilizar las conciencias de los espectadores utilizando para ello la alienación brechtiana, esa incomodidad que ofusca al espectador y lo hace saberse partícipe de una cultura que va camino de su propia aniquilación. Código desconocido ganó el Premio

del Jurado Ecuménico y estuvo nominada a la Palma de Oro en Cannes en el año 2000. Han pasado 22 años en los que la influencia del director crece cada día más, haciéndose patente en las nuevas generaciones de cineastas, como hicieron en su momento Bergman o Godard. Por ejemplo, en el documental Correspondencia, la realizadora Carla Simón (quien ganó este año un Oso de Oro en Berlín por su película Alcarràs) dice que el arte de Haneke la motivó para dedicarse al cine. Este hecho, que pudiera parecer anecdótico, revela la enorme influencia que la obra de Haneke ha tenido en la vida de artistas de todo el mundo, en mujeres y hombres nacidos una generación más tarde. Construida con viñetas que giran en torno a personajes que se ven involucrados en un acto injusto (que tiene lugar en una calle de París), Código desconocido nos hace conscientes del efecto mariposa, de la realidad de que cada acto tiene consecuencias insospechadas. Un muchacho lanza groseramente

La película nos hace conscientes de que cada acto tiene consecuencias insospechadas

una servilleta usada en las manos de una indigente rumana. Y el futuro se transforma, algo sucede: un abrazo en una calle nebulosa, un encuentro pasional en un supermercado, una muchachita que se quita un reloj y deja que su amigo le bese el antebrazo como si estuviera ya besando su pecho desnudo. De modo impensado, el acto triste de la primera secuencia se transforma en motor de todos los hechos. ¿De qué trata Código desconocido? Puede decirse que de la migración, de la tensión racial en Europa y del fracaso de las políticas de incorporación de migrantes que tan actuales resultan hoy a 22 años del estreno de esta extraordinaria película en la que ya se adivina todo lo que será el cine de Michael Haneke. Aquí está la reflexión crítica en torno a los amores torcidos de La pianista, de 2001; la mirada triste en torno al fin de la compasión en la Europa contemporánea de la película Amor, de 2012; y, sobre todo, la aguda crítica histórico-social de El listón blanco, estrenada en 2005. En efecto, como promovía Brecht, tanto El listón blanco como Código desconocido refieren a hechos cotidianos para que el espectador avive su conciencia y se dé cuenta de que ahí, en una pequeña injusticia que tiene lugar en el día con día, ahí, está teniendo lugar el futuro.

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ANTESALA

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POESÍA

Conversación galante T. S. ELIOT

Yo digo: “¡nuestra sentimental amiga, la luna! o quizá sea —fantástico, confieso— el globo del Presbítero John o, suspendida en lo alto, una vieja linterna que ilumina al viajero en sus angustias”. Y ella dijo: “¡Cómo divagas!” Y yo insistiendo: “Alguien pulsa las teclas de un nocturno exquisito con el que explicamos la noche y la luz de luna; música que medimos para dar cuerpo a nuestra vacuidad”. Y ella entonces responde: “¿Hablas de mí?” “Oh no, yo soy el que divaga”. “Usted, Señora, es la perpetua cómica, la perpetua enemiga de lo absoluto, dando a nuestro cambiante humor el más ínfimo giro con su aire indiferente e imperioso, refutando de un golpe nuestra chiflada poética”. Y ella responde: “¿de verdad hablamos en serio?” Versión: Víctor Manuel Mendiola; revisión: Eva Cruz Publicado y comentado por Ezra Pound en Egoist en junio de 1917, “Conversación galante” tiene un interés doble porque muestra, en una composición juvenil, recursos que serán característicos en la poesía de T. S. Eliot: la alianza de acción dramática, lenguaje coloquial e intensidad lírica; y la huella irónica de Jules Laforgue.

EX LIBRIS

Overloed/ EKO

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LOS PAISAJES INVISIBLES

Fuentes, una década antes del último viaje IVÁN RÍOS GASCÓN

H

@IvanRiosGascon

ace veinte años, Carlos Fuentes publicó En esto creo, una hipotética autobiografía literaria (glosario existencial, lo llamaría yo), en la que abordó cuarenta y un asuntos personales: amistades, voces, lecturas, lugares, círculos del tiempo, géneros, lenguajes, retratos, reflexiones del pasado y (aquel) presente mexicanos. Poco atendido por la crítica, tal vez no muy relevante para sus lectores, En esto creo no solo fue una bien calibrada selección de textos en los que, como en otros de sus libros de no ficción, volvía a sus inquietudes recurrentes, sino una suerte de observaciones proféticas del siglo XXI que apenas comenzaba. Como en Casa con dos puertas (1970), Tiempo mexicano (1971), Cervantes o la crítica de la lectura (1976), Valiente mundo nuevo (1990) o Geografía de la novela (1993), Fuentes retornó a sus lecturas de Balzac, William Faulkner y Kafka; a sus anécdotas con Luis Buñuel; a su muy particular idea del cine, ese lenguaje del que tanto meditó y que bien pudo ensamblar una teoría a la altura de las obras de Eisenstein o Robert Bresson o André Bazin; a sus experiencias terrenales: la intimidad, el amor, la belleza, los celos, el sexo, la libertad, la muerte, las mujeres, o las paradojas de la historia, sus desencantos con la política, sus expectativas con la revolución, los retos de la sociedad civil, las enseñanzas de Shakespeare, el placer de la lectura, la familia, el ego, y last but not least, pudo decir el propio autor, su definición, siempre mutable, de la Novela. Su recuerdo más intenso de este abecedario fue la ocasión en que vio a Thomas Mann en Zurich. Era 1950, y primero lo descubrió en el restorán flotante del Hotel Baur–au–Lac. Era un hombre rígido y elegante, vestido con traje blanco, que cenaba faisán sin apenas levantar la vista de su plato, dejando que la conversación de las tres mujeres que lo acompañaban, fluyera sin que él dijera una palabra. Después lo volvió a encontrar en el Hotel Dolder, donde Mann, con su impecable atuendo blanco, miraba con deseo a un joven jugando tenis. Esa visión fue una especie de dèja–vu de Gustavo Aischenbach en La muerte en Venecia, y también una epifanía que Carlos Fuentes, a sus veintiún años, reconoció como el destino inexorable del hombre y el artista, el genio y la carne, el tiempo que marchita al cuerpo pero lo destina a la imaginación. Aquella mañana de junio de 1950, también pudo atestiguar cómo la hija del Premio Nobel, Erika Mann, regañaba cariñosamente a su padre y lo apartaba de la tentación contemplativa, para empujarlo de regreso al orden espiritual, a la literatura. De las circunstancias políticas de la época, Fuentes meditó sobre las democracias, el mercado, la globalización, y los retos de la transición. El apartado “Izquierda” (redactado en 2001, durante la presidencia de Vicente Fox y el PAN como partido en el gobierno) aborda el fin de las teorías reductivistas de la economía y la sociedad, las gestiones de los movimientos de centro–izquierda en Europa y las medidas que implementaron en Italia y en España, y cavila en los defectos y rezagos de América Latina. Una vez derrotado el PRI, estaba seguro de que la izquierda iba a tener una oportunidad, mas debía ser congruente con nuestra sociedad, madura, inteligente, siempre refractaria, y escribe: “La izquierda añorante de lo que ya no fue no puede ser una izquierda constructiva de lo que debe ser. Pero la izquierda en el poder debe admitir siempre la existencia de otra izquierda fuera del poder: la que resiste al poder, hasta cuando (incluso cuando) es el poder de izquierda. Este será el desafío para la izquierda del siglo XXI. Aprender a oponerse a sí misma para nunca más caer en los dogmas, falsificaciones y arbitrariedades que la mancillaron en el siglo XX”. En esto creo se publicó en 2002. Una década después, el 15 de mayo, Fuentes emprendió el último viaje.

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Elena Poniatowska cumple 90 años y celebra repasa los momentos estelares de una vida ded

“Tengo todo lo que quise”

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GUADALUPE ALONSO CORATELLA FOTOGRAFÍA ARIEL OJEDA

odavía tengo muchos libros adentro”, dice Elena Poniatowska. A unos días de cumplir 90 años, con alrededor de 50 libros publicados y más de 40 premios y reconocimientos nacionales e internacionales, entre ellos el Premio Cervantes, comenta: “Hay cosas que quiero hacer, pero se necesita salud, tiempo. Bueno, todavía hay tiempo, no como el que tenía antes, pero creo que he sabido sacarle raja, no me he dormido, no me he puesto a esperar a ver qué sucede, aunque sí creo en el ángel de la guarda”. En la sala de su casa huele a rosas. Hay un ventanal que mira al jardín y tres sillones amarillos. Su gato le hace la ronda mientras me platica de Estanislao Poniatowski, último rey de Polonia. Y es que hace apenas unas semanas salió a la venta la segunda parte de El amante polaco, una historia novelada de sus antepasados. Le digo que ella fue una mujer adelantada a su época, que se liberó de ciertas ataduras, pero me responde que “no, yo mi vida siempre la amé mucho. Fui a un convento de monjas en Estados Unidos, de puro rezar, de pedir perdón por pecados que ni siquiera sabías que podían cometerse y pensaba: ‘Dios, me quiero entregar a ti, quiero ser la novia de Cristo’, y ese tipo de cosas porque todas tus pasiones las canalizas en una cruz con un cuerpo que está ahí clavado. Cuando regresé a México, quise entrar a la UNAM, pero era difícil revalidar los estudios del colegio de monjas. Debí de insistir, pero de tanto hacer colas en una ventanilla llega un momento en que desistes. Me metí a taquimecanógrafa. Mi papá me dijo: ‘Puedes ser secretaria en tres idiomas’, pero esa no era mi aspiración, no era lo que deseaba hacer en la vida”.

Elena quiso ser periodista. Era una veinteañera cuando entró a trabajar a Excélsior. Allí debutó con una entrevista que le hizo al entonces embajador de Estados Unidos en México. Más tarde, colaboró en Novedades. “Recuerdo que al jefe de sociales no le gustó que le entregara un artículo y le dije: ‘Tú preferirías que yo estuviera en mi casa, ¿verdad?’ Y me dijo: ‘Sí, yo creo que las mujeres deben estar en su casa, en la cocina. El reino de la mujer son las cuatro paredes de su casa’. Había mucho de eso. También había un letrero que rezaba: ‘Cuando esta víbora pica no hay remedio en la botica’, y eso te pasa con el periodismo, te quieres salir, quieres volar hacia otro lado, pero siempre está ahí el piquete jalándote. Sigo en eso y ya tengo 90 años”. Elena suelta una risita, acaricia al gato que está echado sobre sus piernas y continúa: “Creo que si hubiera nacido en México no habría hecho tantas entrevistas, pero era el hambre de conocer a mi país. Además, tener la oportunidad —imagínate— de hablar con Alfonso Reyes, Octavio Paz, David Alfaro Siqueiros, Luis Barragán. Todos me recibían y les caía en gracia. Yo les preguntaba las cosas más infantiles y babosas que te puedas imaginar”. —El periodismo te acercó, además, a personas entrañables. —Claro. Trabajé al lado de dos grandes maestros: José Emilio Pacheco, un poeta al que amo con toda mi alma, y Carlos Monsiváis, que era ya un gran cronista. Los dos más jóvenes y por desgracia mueren antes que yo. Formamos un terceto de diálogo en el suplemento cultural que dirigía Fernando Benítez, todo eso fue muy alentador. Aprendí mucho de ellos y creo que ellos de mí porque yo llevaba el material en bruto, entrevistas, crónicas, conversaciones que había oído en la calle y todo esto formaba parte de México en la cultura, es decir, la cultura popular que

“Fui cómplice de gente amorosa que me enseñó muchísimo, lo mismo que los libros”

para mí fue muy enriquecedora. “Después hice crónica, historias de vida. Empecé a ir mucho a la cárcel de hombres porque recibí una carta de un preso homosexual pidiéndome que fuera a ver una obra de teatro que habían puesto y ahí estaban los presos políticos: Demetrio Vallejo, Alberto Lumbreras. Algunos luchadores me contaban que querían irse a morir a Rusia, que era la patria querida. Todo era muy conmovedor. A raíz de eso me acerqué a un mundo absolutamente distinto al mío, a una sociedad nueva que me enriqueció más que la sociedad a la que yo pertenecía”. La Poni, como se le dice de cariño, se entusiasma mientras evoca estos pasajes de su vida atesorados en una memoria que no se agota. “Lecumberri —continúa— es una fuente inagotable de inspiración y de información porque todo mundo quiere contarte su vida y todo mundo te espera. Entonces puedes ser un oído y un transmisor de todos los dolores, las esperanzas, la posibilidad de libertad o los años de encierro. Eso es muy importante. Yo se lo digo a los que quieren ser periodistas: ‘Ve a la cárcel o a algún refugio donde puedas aprender algo que no seas tú; no hables de ti todo el tiempo porque eso se agota, uno no es todopoderoso’. Ahí está Proust, que escribió de su día a día, de sus enfermedades, de su mamá, su tuberculosis, las fiestas, lo que tú quieras, pero lo hizo en una forma superior. En mi caso, Luis Spota retrató muy bien mi mundo. Escribía sobre el rey Carol y madame Lupescu, quizá burlándose o con una intención de caricaturizarlos. Yo me incliné por el mundo de la gente sobre la que no sabía nada. En esa época tenía sentido darle voz al escucharla. Yo


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amos con esta entrevista en la que dicada a la literatura y el periodismo

La autora de La noche de Tlatelolco y Leonora, entre otros libros, nació el 19 de mayo de 1932.

soy una gran escucha. Sé inspirar confianza porque no solo es escuchar, es no juzgar, es ser partícipe y cómplice, crear empatía, que los demás sientan que estás con ellos. Me interesó la gente de la calle, la que va pasando. Descubrí toda una posibilidad de vida que despertó mi curiosidad. Aprendí mucho, incluso del pordiosero ciego frente a la iglesia que luego se levanta y resulta que no está ciego y se va con el dinero que le dieron de limosna. Me hice amiga de él. Fui cómplice de gente amorosa que me enseñó muchísimo, me enseñó lo mismo que los libros y los periódicos”. Elena estableció relaciones entrañables y profundas con mujeres en distintos planos. Muchas de ellas gravitan en su obra. Ahí están las historias que escuchaba en los lavaderos, en la azotea frente a su casa. “Luego se convirtieron en cuentos, relatos, novelas, en la esencia, quizá, de mi vida”, acota. Pero también las vidas de mujeres poderosas, algunas de ellas extranjeras que recalaron en México y con quienes se identificó: Mariana Yampolski o Leonora Carrington, entre otras. “Tuve la suerte de que me aceptaran, que quisieran platicar conmigo, de visitarlas cuantas veces quisiera. Se establecía luego-luego una hermandad muy grande. De Leonora me habían dicho que era muy difícil, que siempre decía Nothing personal. No quería hablar de asuntos personales, pero terminó platicándome de todo lo que yo le preguntaba. Lo mismo con las demás. Cuando creas un lazo, ese lazo se va profundizando y luego te hace falta. Además, son mujeres solitarias, no son diputadas o senadoras a las que todo mundo se les acerca; son mujeres que viven solas. Yo podría haber escrito un libro de mujeres como el del duque de Otranto (el cronista de sociales, Carlos González López Negrete, que escribió Los trescientos… y algunos más, sobre la crema y nata de la sociedad mexicana), pero a mí me interesaba más lo que podían decirme otras mujeres, otros hombres. Escribí una verdadera biografía sobre Guillermo Haro, el padre de la astronomía moderna en México: El universo o nada, y luego le dediqué una novela: La piel del cielo. En fin, libros y libros en los que el personaje era alguien a quien yo tenía cerca o que podía adivinar. Leí mucho sobre astronomía y leí mucho también cuando hice otro libro sobre ferrocarriles, de cómo se cubrió México, todo el campo, toda la superficie de México, de

rieles y rieles; cómo la locomotora fue la heroína de la Revolución mexicana; sobre las soldaderas que iban arriba de los vagones congelándose cuando había nieve. Quizá si yo hubiera nacido en México no lo habría visto con la misma curiosidad, pero el hecho de que todo me sorprendiera y me fascinara, que ejerciera ese poder enorme sobre mí, creo que me ayudó. Y, claro, también había conocido a Oscar Lewis y la idea de una vecindad en la que se podía entrar y conversar con la gente. Admiré mucho lo que estaba haciendo con Los hijos de Sánchez. De hecho, conocí la vecindad y a los que él llamó los hijos de Sánchez, solo que cuando se abría la puerta todo mundo decía: ‘Ya llegó el doctorcito’, y él nunca les dijo que era doctor, pero en antropología. Les repartía medicinas inocuas, aspirinas, Vick VapoRub, cualquier cosa, y a cambio de eso obtenía sus relatos de vida que fueron importantísimos”.

Elena estableció relaciones entrañables con mujeres en distintos planos Hacemos una pausa. La tarde se ha puesto gris. Martina entra con un vaso de agua y le da a Elena su medicamento. “Le duele el ojo —me dice—, el izquierdo”. Enseguida volvemos al tema de las mujeres, de la periodista que eligió su propio destino aunque en casa no lo encontraran apropiado para una joven de su estirpe. “Creo que fui feminista sin darme cuenta. Siempre he estado rodeada de mujeres, mi hermana, mi madre, las compañeras del colegio de monjas, pero nunca entré en competencia con una mujer; sentía que todas estábamos en el mismo barco. Desde hace años me asumo feminista y aunque no he seguido muy de cerca los movimientos actuales, he participado en las marchas. Mis puntos de encuentro han sido Rosario Ibarra de Piedra, a quien considero una heroína mexicana de gran calibre, o Marta Lamas, fundadora de la revista FEM, con Margarita García Flores y Alaide Foppa. También Carlos Monsiváis, que se hizo muy feminista. Se involucró en la lucha para que las mujeres tuvieran las mismas oportunidades que los hombres, que se ventilaran todos los temas, el aborto, por ejemplo. A través de ellos descubrí un mundo en el que también se puede actuar y escribir a partir de los movimientos sociales”.

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En efecto, la trayectoria de Poniatowska da cuenta de su activismo y la simpatía por diversas causas, comenzando por los campesinos a través de la vida de Jesusa Palancares en Hasta no verte Jesús mío. Y ahí están La noche de Tlatelolco, su gran crónica de la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968; El tren pasa primero, sobre Demetrio Vallejo y el movimiento ferrocarrilero, o Nada, nadie: las voces del temblor. —¿Acaso esta pulsión, esta solidaridad con las luchas sociales fue lo que te animó a sumarte al gobierno actual? —le pregunto. —Yo no me sumé, para nada. A mí me vinieron a buscar, igual que a Monsiváis. —¿Y cómo ves al México de hoy con todos sus contrastes? —Mira, ya tengo 90 años y en tanto tiempo tienes la posibilidad y la suerte de hablar con miles de gentes. María Félix o Dolores del Río fueron muy cariñosas. Cuando era joven les caía en gracia a todos. Rivera, Siqueiros, Paz, Reyes, decían: ‘Pues a ver qué quiere esta enanita’. Había una simpatía que disfruté y que me ayudó mucho. También me encarceló un poco porque seguí haciendo entrevistas, aunque mi gran deseo era escribir otros libros. Sí los hice, pero ahora quisiera dedicarme solo a hacer novelas, cuentos, trabajar más en la obra propia, hablar de lo que recibí, del inmenso regalo que para mí ha sido México porque, cuando regresó a México, mi mamá me regalo un país. Ella creía que íbamos a volver a Francia, pero nos quedamos y nos quedamos y finalmente para mí fue una apropiación de México, del campo, de los campesinos, de la Revolución a través de Jesusa Palancares. Tuve el privilegio de hacer entrevistas a lo largo de los años. Tengo un tesoro de pláticas, de voces que fueron generosas conmigo, muy pacientes, aunque la verdad también le eché muchísimas ganas. A lo mejor le dediqué más tiempo al trabajo que a mis hijos. A veces me siento culpable porque intentaba combinar los horarios mientras estaban en la escuela y luego los trataba de dormir tempranísimo para poder trabajar. La cosa es que desarrollaron una capacidad de sueño extraordinaria. —¿En este afán de escribir, qué buscabas? —Pertenecer a México, pertenecer a todo un grupo humano. Pude haberme quedado en Estados Unidos porque saqué becas, siempre fui buena estudiante, no es que fuera más inteligente que las otras, pero fui machetera. En fin, quería quedarme en México, pertenecer, ser parte de… era esencial para mí. —¿Y dónde quedó el ángel de la guarda? —Es que he tenido mucha suerte. Tengo tres hijos, diez nietos a los que veo con una enorme curiosidad. Y así, todo lo que quise tener, al final lo he tenido.

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LITERATURA

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EL ATLAS DE PANDORA

En el principio fueron los labios No hay democracia sin debates, consensos y acuerdos, es decir, sin las artes de hablar y escuchar

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l hablar, como al cantar, nos convertimos en un instrumento musical de carne. Ciertas personas son capaces de seducir con el erotismo de sus palabras, apenas una frágil brizna de viento que brota del temblor de la garganta y una caricia de la lengua. Las cuerdas vocales, imprescindibles para que nazca la voz, en realidad no tienen forma de arpa; se parecen más a unos labios —sonrisas interiores y verticales— que vibran al paso de una columna de aire. Como escribió el poeta Fernando Pessoa: “Las palabras son para mí cuerpos tangibles, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. El deseo crea en mí ritmos verbales, o los oye de los otros. Me estremece si hablan bien”. Existe un arte de fascinar a los demás con el discurso, y sus más tempranos maestros fueron los sofistas griegos. Su trabajo nació a la par que la democracia, cuando por primera vez en la historia los ciudadanos tuvieron voz para intervenir en la asamblea —salvo las mujeres, esclavos y extranjeros: calladitos estaban más guapos—. La oratoria, con sus técnicas, debates y repertorios, fue en origen un hallazgo revolucionario de nuestros antepasados, que la incluyeron en sus programas educativos. El filósofo Gorgias contraponía su pequeño tamaño a sus enormes repercusiones: “La palabra es un poderoso soberano, que con un cuerpo pequeñísimo e invisible realiza empresas divinas: eliminar el temor, suprimir la tristeza, infundir alegría, aumentar la compasión”. La democracia es una invención polifónica y extravagante. En la mayor parte de las especies no son muy habituales las votaciones, los debates, los consensos y los acuerdos por mayoría. Este estrafalario sistema de organización intenta trenzar una convivencia apoyada no en la fuerza, sino en una delicada urdimbre de acuerdos y en un diálogo incesante. No en vano, llamamos parlamento al espacio parlanchín donde se engendran las leyes y donde los

IRENE VALLEJO ILUSTRACIÓN ROMÁN

gobernantes responden. Y tal vez por eso, allí donde estalla el estruendo bélico, la guerra es confusión y la paz, conversaciones. Para compartir y convivir hay que cultivar la escucha: necesitamos reflexiones serenas y cuidadosas, esas voces discretas que, ante el griterío, pueden terminar por guardar silencio, tímidas e intimidadas, con un nudo en la garganta. En un clima de susceptibilidad y hostilidad, hablar en público puede ser un ejercicio aterrador. Los psicólogos le dan un nombre griego: glosofobia. Una encuesta reveló que tomar la palabra ante una audiencia es una de las experiencias cotidianas más aterradoras en opinión de

Entre el temor, el temblor y la seducción, a todos nos gusta sonar afinados

los norteamericanos, por delante de la muerte, las arañas y la oscuridad. En un funeral, los asistentes preferirían ocupar el puesto del difunto antes que pronunciar el discurso en su honor. Gabriel Conroy, el protagonista del relato Los muertos, de James Joyce, asiste a una fiesta organizada por sus ancianas tías, Kate y Julia. Bajo la aparente placidez de la celebración navideña, sufre ante el discurso que debe pronunciar tras la cena, cohibido por los reproches de una antigua amiga. La angustia le impide percibir la amenaza de una devastadora revelación. Cuando puede escabullirse de los grupos de invitados, saca a escondidas un papel del bolsillo y repasa el guion. Duda, suda. A punto de sufrir un gran seísmo personal, su gran preocupación es cómo sobrevivir a su perorata. El arte de hablar bien apela a la palabra que nutre el pensamiento y no

el vértigo. La que entreteje ironía y poesía, donde palpita el sentido. La que hila significados y revela matices, no el lenguaje sobresaltado, histérico, que reduce el mundo a un titular. De hecho, la política destemplada recurre con demasiada frecuencia a un término de origen gaélico, “eslogan”, que significaba “grito de guerra” y era la invocación a las armas de un clan escocés. Cuando no somos capaces de resolver los conflictos meneando los labios, acabamos por enseñar los dientes. Entre el temor, el temblor y la seducción, a todos nos gusta sonar afinados. Encontrar una frase poderosa, divertida e ingeniosa es uno de los grandes placeres de la vida: la dicha de los dichos.

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© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, S. L. © Irene Vallejo.

Y, además, en nuestra edición digital: Héctor González: Elena Poniatowska, memoria de México • Jovany Hurtado García: Carlos Fuentes, el embajador • José Juan de Ávila: Entrevista con Pierre Dardot • Fernando Figueroa: Entrevista con Jósef Olechowski • Andrea Serdio: Crónicas de la ciudad • Avelina Lésper: Escher y Bach • Jorge Esquinca: La única medida del universo • Liliana Chávez: Educar • Marco Perilli: Una de dos • Roberta Garza: Juan, el presbítero


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NARRATIVA, ENSAYO Ceniza roja

Una libertad luminosa

A FUEGO LENTO El hijo del hombre

Sensación térmica México, 2022

Socorro Venegas Páginas de Espuma España, 2022 104 páginas

T. C. Boyle Impedimenta España, 2022 424 páginas

Jean-Baptiste Del Amo Seix Barral México, 2022 293 páginas

Ilustrado por Gabriel Pacheco y con un diseño de impecable factura, este testimonio a la manera de un diario da cuenta del vacío que padeció la escritora mexicana tras la muerte de su primer esposo. La memoria del dolor comparte el escenario con la voluntad de seguir viviendo a toda costa, más aun si la escritura sirve de cómplice.

Esta novela sigue los pasos de Timothy Leary, padre del LSD, y su corte de psiconautas, ávidos de echar por los suelos cualquier tabú y norma social. Es, en muchos sentidos, una recreación de la década de 1960 en Estados Unidos, testigo de la guerra de Vietnam, el movimiento feminista y las consignas libertarias de las comunas jipis.

La reaparición del padre ausente tuerce la vida de su esposa y su hijo pequeño. Como si cumpliera un castigo, la familia abandona la ciudad y se refugia en una casa en mitad del bosque para cumplir el ritual que se ha transmitido a través de numerosas generaciones: someter o ser sometido por fuerzas incomprensibles.

Agujero

Valle inquietante

Calla y escucha

Hiroko Oyamada Impedimenta España, 2021 200 páginas

Anna Wiener Libros del Asteroide España, 2021 328 páginas

Eduardo Huchín Sosa Turner México, 2022 240 páginas

Asahi se muda con su esposo a la región donde él creció, pues le han ofrecido un nuevo empleo cerca de ahí. Asahi tenía un oficio que la mantenía ocupada, pero en su nueva situación los días transcurren a otro ritmo. Un extraño animal del que no tiene referencias y un agujero al que ella cayó mientras lo seguía, alteran su vida.

Área de San Francisco en la que se encuentran ubicadas las grandes compañías de tecnología computacional y creadoras de las redes sociales, Silicon Valley se convirtió en El Dorado de los jóvenes que querían convertirse en millonarios en el corto plazo. Anna Wiener, quien hizo carrera como asistente editorial, muestra su lado cruel.

El viaje emprendido por estos ensayos va de Bach a los Beatles y su legado, de la mano de la erudición y un gran sentido del humor. Si algo los distingue es que les tiene sin cuidado la distinción entre la música clásica y la tradición popular. Entre sus muchas provocaciones, destacan las dedicadas a CriCri y los videoclips.

El placer de leer www.librotea.com

A papito con cariño ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

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Qué hacer con un padre golpeador, hijo a su vez de un padre que manosea a sus nietas y nueras, cuando ahora se ha convertido en una piltrafa babeante después de recibir una golpiza tras enfrentar un asalto? ¿Qué hacer con un individuo que pateaba a su esposa cuando sus demandas eran desoídas y ahora ni siquiera atina a comer por sí mismo pero no deja de ser un pozo de resentimiento? ¿Abandonarlo al cuidado de una enfermera o hacerse cargo de él a pesar de las humillaciones acumuladas? A grandes rasgos, este es el dilema que plantea Sensación térmica (Libros del Asteroide), una novela poderosa ante la cual nos rendimos cuando reconocemos sus dotes para combinar la rabia con los pálidos fulgores de la vida. Mayte López materializa dos atmósferas cerradas, distantes pero complementarias: un pequeño departamento invadido por legiones de ratones en el Village de Nueva York, desde donde la protagonista —Lucía Sánchez, una estudiante de doctorado— recuerda sus años en la casa familiar en la Ciudad de México y sus rituales emponzoñados por manotazos sobre la mesa, invocaciones a la incorregible estupidez femenina, cubas libres y música “romántica” o ranchera. Vamos de un tiempo y un espacio a otro y mediante ese vaivén llegan hasta nosotros las noticias de un pasado en el que solo se escuchaba la voz de un amo con bigote a la Vicente Fernández. No hay, sin embargo, una condena absoluta a los perpetradores de la violencia física y psicológica. Ya que estamos frente a una obra literaria, y no a una cartilla moral, Sensación térmica reserva un lugar importante a un personaje que de inmediato se gana una triste rechifla feminista. Juliana, némesis de la protagonista, admira tan cansinamente a su man, un profesor visitante que, además de sociólogo, es un especialista en el agravio, que solo sabe agachar la cabeza, ocultar los moretones en la cara y abrir las piernas con la disposición inconfundible de la esclava de un Gran Señor. Tan impredecibles resultan las creaturas insomnes de Mayte López que, una vez instaladas al otro lado de la sumisión, y después de adelantar la vista por un mundo sembrado de despojos, pueden verse sorprendidas en la hora en que los monstruos de sus pesadillas diurnas ya están arrodillados y entonces se saben capaces de “disfrutar aplastando a alguien así de vulnerable”.

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LABERINTO

DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: JOSÉ LUIS MEDINA G.

14 DE MAYO 2022

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HUSOS Y COSTUMBRES

Aplausos para Lucero Isaac ANA GARCÍA BERGUA

M

i hermana Ali evoca los años en que Lucero Isaac los llevaba a ella y a mi hermano Jordi a pasear con su hijo Claudio, pues Alberto Isaac, su esposo, era muy amigo de mi padre, Emilio García Riera. De hecho, casi todos los miembros de Nuevo Cine fueron y han sido un poco tíos nuestros, talentosísimos, inteligentes y fiesteros. Lucero era divertidísima, me cuenta Ali y no lo dudo. Yo era muy chica, pero recuerdo que en casa se hablaba de Lucero con admiración: sus atuendos rompedores que mezclaban la ropa eclesiástica con la minifalda, su humor, lo bien que bailaba, lo graciosa que salió disfrazada de niña en una obra de Gurrola. Era una mujer distinta a todas las que podíamos conocer en esos años sesenta, libre, alegre, talentosa y gran creadora. Ahora, gracias al espléndido libro de Elisa Lozano, Lucero Isaac, mujer de todos

LA BAILARINA Y DIRECTORA DE ARTE

los espacios, me entero de que a los 17 años, Lucero se fue a San Francisco para proponerle al jazzista Cal Tjader, a quien admiraba, ser la bailarina de su banda, nada más para demostrarle a Alberto que ella lograba lo que se propusiera. Y me imagino a Alberto, con su puro y su porte de nadador —“la flecha de Colima”, le decían—, poniéndose nervioso. Pues tan buena bailarina era, que Tjader aceptó y Lucero aparece en varias de sus portadas. Bailarina, diseñadora, modelo, guionista, artista plástica, a Lucero Isaac nada la detuvo. Siempre he creído que los directores de arte en el cine tienen un poco de novelistas: con los espacios, los trajes, la utilería, le dan forma a la historia de los personajes y sus emociones, completan aquello que los actores, de manera inevitable, expresarán solo en parte sobre sus vidas. Creadora de imagen —podríamos decir, después de leer los testimonios, que Lucero “hizo” a José José,

incluso bautizándolo con su nombre repetido, y vistió a Angélica María—, Lucero Isaac fue la primera directora de arte del cine mexicano con la película En este pueblo no hay ladrones, de Alberto Isaac. Mujeres hubo en la escenografía y la ambientación, pero el cine, con su demanda colosal de espacios, tomas y detalles, es otra cosa. Colaboraría con Isaac, pero también con Ripstein, con Buñuel, Hermosillo, y muchos otros, y también ha sido guionista. Por si fuera poco, es una inquietante creadora de esculturas de arte objeto, amiga de Adolfo Best Maugard y Leonora Carrington. ¡Cuántas cosas no supe de Lucero en todos estos años y qué historia maravillosa la suya, qué admirable! Veo el libro y pienso en aquellos años que le dieron a mi infancia una especie de alegría farandulera. De no haber sido tan chica, me hubiera fijado más y quizá hubiera pensado: de grande seré como Lucero Isaac.

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CAFÉ MADRID

Exploradores de la imaginación

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na tarde de calor sofocante, el periodista Luis Fernández Zaurín hizo una pausa en su recorrido por las polvorientas calles de Tuxcacuesco, un pueblo dejado de la mano de Dios en el interior de Jalisco. Había llegado hasta allí dispuesto a encontrar Comala, la zona donde transcurre Pedro Páramo, la célebre novela de Juan Rulfo que sentó las bases del realismo mágico. Guardó su cámara de fotos en la mochila, se sentó en el tranco de una puerta y enseguida vio acercarse a un hombre arrugado y sin dientes. Ambos se dieron las buenas tardes y Fernández Zaurín —la insolación instalada en la cabeza calva y colorada— le preguntó al anciano por un tal Pedro Páramo. “No lo conozco en persona, pero he oído hablar de él”, le respondió el lugareño con total naturalidad, muy serio y seguro de sí mismo. “Tiene muchas tierras, se podría decir que casi todo el pueblo es suyo, pero casi no viene por aquí”. ¿Hasta qué punto puede la ficción modificar, alterar o influir en la realidad? ¿En qué medida puede una geografía concreta ser la base real de un mundo fantástico? Guiados por estas preguntas, un grupo de escritores y fotógrafos salió en busca de los territorios donde autores como Juan Carlos Onetti, Andrea Camilleri o Juan Benet situaron las historias que contaron en sus libros. Sabían, de antemano, que ninguno de esos sitios existía, por lo menos tal y como fueron descritos por sus creadores pero, como dice el escritor de viajes Gabi Martínez, miembro de ese batallón de exploradores de la imaginación, todos se dispusieron a “narrar una realidad construida

VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismovictor@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA PINTEREST

con seguridades falsas”. Sus crónicas o cuentos o ensayos, y sus mapas e instantáneas en blanco y negro, resultado de esa aventura, han sido reunidos en Regiones imaginarias (Ediciones Menguantes), una antología que convierte en cercanos y tangibles un puñado de lugares ficticios de la literatura contemporánea. “El proyecto surge de las incansables conversaciones recurrentes que manteníamos acerca de aquellas regiones imaginarias que se dejaban

¿Hasta qué punto puede la ficción modificar, alterar o influir en la realidad?

entrever en las páginas de ciertos libros que nos habían transportado a lugares tan vívidos como transparentes”, explican en el prólogo del volumen los periodistas Bernardo Gutiérrez y Luis Fernández Zaurín, quienes tomaron como referencia la Guía de lugares imaginarios, del argentino Alberto Manguel. “Macondo, epicentro de la obra de Gabriel García Márquez, tiene clarísimas resonancias caribeñas; Comala de Juan Rulfo está inspirada en Tuxcacuesco, un pequeño pueblo de Jalisco; Santa María, de Juan Carlos Onetti, es un espejo de ciertas áreas de Montevideo y el Río de la Plata; en Vigata, de Andrea Camilleri, se degustan los mismos platos que en Sicilia, por lo que resulta fácil deducir su ubicación; Yoknapatawpha, de

Plaza de Tuxcacuesco, Jalisco.

William Faulkner, es reconocible en diversos rincones del Misisipi estadunidense, y en el condado de Lafayette en particular; Malgudi es el escenario de la mayoría de las obras del escritor indio R. K. Narayan en el sur de la India”, especifican los dos coordinadores de esta miscelánea de lugares míticos. El libro contiene, además, los mapas elaborados por José Luis González Macías que, después de documentarse y leer los textos de sus colegas, dibujó lo que él mismo denomina mapas subjetivos. “Faulkner, Benet y Narayan sí dibujaron mapas de los territorios que crearon y yo los tomé como referencia, pero los demás tuve que imaginarlos completamente”, apostilla el diseñador e ilustrador. “Me documenté y al final hice un mapa subjetivo. O sea: tuve como base una cartografía real y luego, por encima, jugué con el espejismo de cada autor. No sirven para ir sobre el terreno, pero sí para aterrizar la imaginación”. ¿Por qué resulta tan verídico el retrato de un lugar desde el prisma de la fantasía? “Porque las grandes historias nos llevan a lugares auténticos”, me contó el otro día el periodista Luis Fernández Zaurín antes de pasarme un dibujo de su ruta y una lista de las personas que lo guiaron por Jalisco, por si algún día me animo a ir. “Yo recuerdo que la primera vez que leí Pedro Páramo sentí miedo. A media novela descubres que todos están muertos y eso me revolvió. Pero, al mismo tiempo, me dieron ganas de conocer ese lugar. Bueno, pasaron varios años hasta que logré mi propósito, pero hoy puedo decir que conozco Comala”.

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