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La tempestad. David Bravo Blanco

La tempestad

David Bravo Blanco

Empapada en sudor, febril y jadeante, Mireia no daba crédito a lo que había sucedido días atrás. Era como si las horas se hubieran detenido y no supiera decir cuánto tiempo llevaba en aquella isla. Sin embargo, los hechos transcurrían vertiginosos uno tras otro, sin que tuviera ni un segundo para detenerse a pensar en ellos. “Es como si se me estuviera olvidando hasta de respirar…”, se decía a sí misma una y otra vez. No hacía ni dos días que había tenido que abandonar a Bruno a su suerte. El recuerdo de su cuerpo petrifi cado, rígido, inerte y sin aliento, martirizaba su conciencia. Había abandonado a su esposo en aquella helada y recóndita caverna, cuya localización ya no podía precisar. Desde entonces, o eso creía ella, Mireia corría con torpeza sin un rumbo concreto. Tan pronto se agazapaba bajo los árboles como se ocultaba entre las sombras que proyectaban unas enormes rocas que resguardaban su paso. Estaba convencida de que los rayos de sol habían sido los culpables de aquella trágica pérdida. No se explicaba lo sucedido, como tampoco era capaz de recordar con claridad la razón de su presencia en la isla. Quizá aquella situación fuera solo un sueño, pero muy real y agotador.

Habían zarpado de Marsella semana y media antes. Ella y Bruno planeaban desde hacía años navegar por el Mediterráneo y descubrir lugares vistos en idílicas postales. La ilusión de viajar seguía fortaleciendo su unión después de veinticinco años de convivencia. “Cuando viajamos, pasan cosas”, solía decir Bruno a sus amigos. Y, especialmente, cuando había tomado una copa de más, su fantasía y verborrea se desbordaban. No obstante, jamás hubiese podido imaginar que la experiencia presente iba a ser muy distinta de las anteriores. Mireia no lograba recordar exactamente cómo encallaron en la isla. Se encontraba plácidamente tumbada en la cubierta del pequeño yate cuando se inició una suave brisa que progresivamente fue haciéndose más fuerte. Una sensación ácida le ascendía del pecho a la garganta. Por momentos, la presión del aire se hacía mayor. Un intenso viento les forzó a cerrar los ojos… es lo único que recordaban antes de verse des-

nudos sobre la arena de aquella pequeña isla. “¡La tormenta nos ha hecho naufragar!”, exclamaba Bruno, confuso y aturdido. “¿Qué nos ha pasado?”, se preguntaba Mireia sobresaltada. Permanecieron tendidos de espaldas sobre la arena húmeda durante largo tiempo, doloridos. No sabían qué hacer, ni a dónde ir, ni a quién pedir ayuda…

Por un tiempo indeterminado, desconcertados, repararon en su entorno. La tempestad había dado paso a una inquietante calma. Un sol abrasador se alzaba en el fi rmamento y hacía un calor tan extremo que era más un bochorno febril… Un ahogo creciente oprimía el pecho de Mireia. Un terrible desasosiego le asaltó. Clavando la mirada en Bruno, gritó: “¡Hugo! Pobre hijo mío, ¡estará muy preocupado sin saber de nosotros! Quedamos en escribirle…”. Tras recobrar algo de aliento, Mireia y Bruno caminaron, no sin cierto temor, hacia el interior de la isla. La puerta de la aventura se abría de par en par ante ellos y rompía la calma que habían esperado disfrutar en el yate… Les asaltó una sed insufrible. La imperiosa necesidad de buscar agua hizo que reaccionasen sin más dilación y apremiaron sus pasos. Súbitamente, advirtieron que algo extraño dominaba el ambiente. Aquella enigmática presencia no era constante, se manifestaba a saltos. Sin necesidad de expresarlo con palabas, se miraron y vieron el miedo refl ejado en sus pupilas. Atravesaban una zona boscosa y umbría. El suelo que pisaban se tornaba cada vez más inseguro, las raíces lo alfombraban como una gruesa red de tentáculos dotados de movimiento. “¡Mireia! Rápido, ¡te lo suplico! ¡Quítamelas!”, gritó Bruno con desesperación. Intentaba por todos los medios liberarse de aquello que le inmovilizaba. Perpleja y asustada, Mireia no entendía lo que pasaba. Asistía agarrotada a la escena. Veía a su marido retorcerse aterrado entre alaridos, pero no conseguía ver las innumerables serpientes que Bruno aseguraba le estaban estrangulando los pies. La respiración de Mireia se aceleró. El corazón le latía tan fuerte y rápido, que temió que fuera a reventar. Comprendió que tenía que actuar con urgencia, pero se sentía impotente. De repente, el suelo comenzó a vibrar. Con un estruendo que ahogó los gritos de Bruno, ambos cayeron y sintieron como si les clavasen cientos de aguijones. Pronto se dieron cuenta de que habían caído sobre una maraña de zarzas que ocultaba la entrada a una gruta angosta y lúgubre. Un fi no hilo de agua se perdía en la oscuridad hacia las profundidades. Sobrevino un poco de calma. Pudieron entonces relajarse y abandonarse a su suerte y cerrar los ojos. Pasaron horas. Muchas, quizá… Una mañana, de no sabrían precisar qué día, despertaron. Una tenue luz se fi ltraba a través de la hojarasca. Recobraron el ánimo. Lo sufi ciente como para intentar salir de aquel lugar. A un tiempo, el recuerdo de Hugo, que estaría pendiente de sus mensajes de WhatsApp, les sumía en una gran zozobra y tristeza. Por fi n, divisaron la salida de la cueva, pero sus temores volvieron al sufrir un mareo indefi nible. Ofuscados, descubrieron la razón de su repentino vértigo: la isla ha-

bía girado sobre sí misma. “¡Por todos los diablos!”, increpó Bruno. “¡Que esta pesadilla acabe de una vez!”, suplicaba Mireia. No daban crédito a lo que veían. Aquel escenario era absurdo e inquietante: los árboles, las piedras, sus propias huellas marcadas en la arena… estaban arriba, en una especie de techo fantasmagórico, mientras que el cielo azul, con su extenuante sol abrasador, se había colocado debajo. Bruno escaló por las grietas de unas rocas intentando salir de la gruta. Su esfuerzo era tan sobrenatural como la escena misma. Resoplaba incapaz ante la difi cultad creciente. Finalmente, se encaramó sobre las últimas piedras y salió del agujero, pero, fatalmente, los implacables rayos de sol ahogaron su último aliento y comenzó a petrifi carse. Ante la espeluznante visión, Mireia gritaba su nombre, pero no obtuvo respuesta. Otro estruendo perturbador hizo que las perspectivas volvieran a su natural estado. Arriba tornó a ser abajo y viceversa. Mireia huyó sin mirar atrás. Lágrimas amargas corrían por sus mejillas, refl ejando la profunda desolación de su alma. No pudo despedirse de Bruno. No pudo apretar su mano y permanecer allí junto a él hasta el fi nal. Tuvo que abandonarlo a su suerte y alejarse del antro en el que extrañamente se encontraba.

Muchas horas más tarde, quizá días y sola, Mireia recuperaba fuerzas; deseando encontrar la orilla de la isla para pedir auxilio. Por el camino vislumbró a lo lejos dos fi guras humanas. Como había perdido la noción del tiempo y del espacio, desconfi aba de la realidad, y se escondía y cerraba los ojos como queriendo negarla. “¡Mireia!”, le gritaban. Dos magos, con largas túnicas de color blanco y azul, se le acercaban. Portaban una varita que centelleaba en su extremo. Era tal la luminosidad que cegaba la retina. Los misteriosos magos cubrían sus rostros hasta el puente de la nariz y sus ojos eran monstruosas esferas que sobresalían de la capucha de su capa. Entonces, cuando ya sentía que no tenía escapatoria, algo aferró a Mireia fuertemente del brazo. Estaba tan débil que no era capaz de zafarse. “¡Mireia!”, insistían…

Mireia empezó a sentir un calor distinto. Ya no se trataba del bochorno o del aire cargado que le difi cultaba la respiración. Era otro calor, más familiar. Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas y los pudo abrir. “¡Mamá! ¡Tienes que ser fuerte!”, sollozaba Hugo a su lado. Mireia asistió a la metamorfosis de los magos, que no eran mágicos, pero como si lo fueran. Una doctora y un enfermero sonreían tras sus mascarillas. Y fue entonces cuando comprendió que Bruno y ella habían librado una espantosa lucha contra el virus que amenazaba a la humanidad. Y lloró. Lloró porque su amado esposo nunca iba a poder contar aquella última aventura. Y se abandonó en el abrazo dulce de su hijo.

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