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Mañana… más. José Ignacio Sanz Sáez

Mañana… más

José Ignacio Sanz Sáez

Todas las semanas, me repiten varias veces que se quedan sin respiración. “Le digo que se queda sin respiración, muchas veces en la noche. Y yo tengo que darle un codazo para que vuelva a coger aire”. La mayoría de las veces me lo dice una mujer, angustiada por su marido. En algunas ocasiones, es el hombre el que se preocupa por su señora. Y, puntualmente, es el marido el que se inquieta por su marido, que con bata rosa y barba cerrada tiene una expresión idéntica al resto de los pacientes. La enfermedad nos iguala, salta barreras de sexo y clase. Me llamo Josean, y soy uno de los técnicos que instalan y revisan las máquinas de la apnea del sueño, los CPAP. Esos equipos que hacen que los pacientes puedan respirar y que consigan descansar como deben. Me gusta mi trabajo como técnico de mantenimiento, y me encanta ayudar a la gente. Me siento orgulloso de ser parte del sistema sanitario al servicio del usuario, poniendo mi granito de arena.

Las apneas del sueño son esas paradas respiratorias cuando uno está durmiendo, normalmente acompañadas de grandes ronquidos. En función de su número y duración, pueden ser leves y causar pequeñas molestias y somnolencia o pueden llegar a ser graves, afectando de forma severa al sueño y al descanso y provocando un agotamiento que puede ocasionar disfunción sexual, incapacidad laboral o accidentes de tráfi co, entre otras consecuencias. Para solucionarlo, se coloca un CPAP. Son las siglas en inglés para una pequeña máquina que proporciona aire a presión, que llega al paciente a través de un tubo y una máscara. En el trabajo, utilizo una práctica que antes nadie usaba en la compañía. Pongo el tubo del aire por detrás del paciente, sujetado por el colchón, lo que hace más cómodo el uso de la máscara y su tolerancia. Una nadería, de la que estoy muy orgulloso, que los usuarios suelen agradecer pero que mi empresa nunca ha valorado. Mi abuela expresó bien esa indiferencia: “Pensamiento de pobre, pedo de burra vieja”. Aunque, siendo honesto, en un entorno como el médico, donde los milagros profesionales son habituales, era normal que esa útil pequeñez no destacara.

Entre los pacientes, están los que cumplen la prescripción y mejoran. Soportando algunas marcas de la máscara en la cara y ocasionales desvelos por el ruido del CPAP. También los hay que solo tienen la máquina de adorno en la mesilla. Cuando los médicos lo detectan —a través del informe de uso, donde se ve el promedio de utilización diaria—, les advierten que empleen el tratamiento o se lo retirarán para dedicar la inversión a pacientes más cumplidores. Y luego están los que yo llamo “impacientes” o excepcionales. Son los que ponen unas gotas de emoción en mi rutina diaria. Como uno, al que sus amigos llaman el Gordo. Un hombre de dos metros y 180 kilos de peso, a quien le pusieron el CPAP como paso previo a una reducción de estómago. Teníamos varios pacientes de este tipo. Cuando le acompañé a su casa para instalar el equipo, me puse detrás de él mientras subía pesadamente las escaleras, con la insensata intención de sujetarle si se caía hacia atrás, cosa que afortunadamente no sucedió. Más tarde, supe que el Gordo había cogido al médico por el cuello cuando le prescribió una dieta estricta contra su obesidad. Entonces el doctor, para evitar que la agresión fuera a más, anuló la orden de dieta y le incluyó en la lista para una operación de reducción de estómago, que era lo que el paciente exigía a las bravas. En las siguientes revisiones de la máquina y cambios de mascarillas, y sabiendo el carácter del “impaciente”, aprendí la lección en cabeza ajena y fui especialmente cauto con él. Por ello, incluí la virtud de la prudencia como una herramienta más de mi maletín, que me fue muy útil en la parte vieja de la ciudad. Un lugar que antaño fue una zona de ambiente —con sus cabarés y tabernas de vino y risas— y que, con el tiempo, degeneró en un entramado de puticlubs geriátricos, tráfi co de drogas y marginación. Allí tenía algunos de los pacientes menos… convencionales. Uno vendía “harina”, como me dijeron en el bar mientras tomaba el café antes de visitarle, y al otro acaban de enviarlo a la cárcel por sus negocios de “droguerías”. Yo, práctico, me dediqué a lo mío, que era atender a los pacientes, sin preguntar lo que no me importaba. En la zona, también visitaba a gente encantadora, atrapada en un área degradada, donde eran de una cierta normalidad. Aprovechando la visita al barrio —y siguiendo el orden de códigos postales y calles para optimizar la ruta y hacer más visitas—, bajé a buscar a Vicente, por tercera vez ese año, y supe que estaba preso. Conseguí los datos de la cárcel, y esa misma semana solicité autorización para visitarlo. Tras pasar el control de acceso del presidio me esperaba una auxiliar de enfermería sonriente que imponía respeto con su mirada fi rme: “Vamos a cruzar toda la cárcel, no te asustes, vas conmigo, y podrás ver a Vicente”. Llegamos a un pabellón, donde la auxiliar me indicó que el propio interno me llevaría a la celda, para que pudiera revisar el CPAP. Cuando acabara, él mismo me acompañaría de vuelta. Vicente vino a recogerme. Venía con la camisa abierta, luciendo una cadena gruesa de oro. Amable, me dio charla

para tranquilizarme, y cuando se encontró con otro interno cruzaron esas miradas de “¿Quién es este?” y “Todo está bien, va conmigo”. Eché de menos más formalismos, y la compañía de un funcionario enorme que pudiera protegerme. La revisión del CPAP en la cárcel fue breve. Tras ella, Vicente me invitó a tomar un café, que acepté. Y en un pequeño cuarto, con una cafetera, tazas y vasos, ordenó a otro recluso que nos sirviera a ambos un “cortao”. Aprovechó el momento, entre risas, para enseñarme unas fotos de una morena ligera de ropa, mientras esperábamos a la auxiliar. Cuando ella vino, se unió al café y a la tertulia. Vio las fotos y se rió. “Vicente, ahora veo que respiras mejor con la máquina reparada”, dijo socarrona, y me acompañó a la salida.

Mientras volvía a casa en la furgoneta, pensé que teníamos una colección curiosa de pacientes. Había piratas con parche en el ojo y marinos que hacían que el barco navegara. Se mezclaban encantadores y despreciables en ambos bandos. La vida, supongo. Me acordé de mi primer día de trabajo hacía ocho años, que habían pasado volando. De cómo me formaron en el tratamiento de la apnea del sueño. De las consecuencias que podía tener, y del remedio del CPAP. Recordé la insistencia de la doctora a la que sustituí en el puesto: “Las apneas pueden parecer algo sin importancia, pero es muy serio que no puedas respirar cuando lo necesitas, no lo olvides, y trata siempre bien a los pacientes”. Antes de este trabajo nunca pensé en la respiración, parecía algo automático. Pero supongo que solo valoramos bien las cosas cuando nos faltan. Dejé a un lado las refl exiones y me centré más en la carretera. Puse la radio. Y mientras sonaban las noticias, con el run-run de confl ictos y crisis, giré a la derecha para coger la autopista. Si cada uno hiciera bien lo suyo, mejor nos iría, pensé. Pero ya se sabe, pensamiento de pobre pedo de burra vieja. Mientras circulaba, repasé la jornada. Pensé también en las visitas del día siguiente, y en que tenía que reponer varias máscaras. Debía dejar en el taller un CPAP que se había estropeado. Supongo que habría que cambiar la turbina o ajustar la tarjeta electrónica, porque tampoco tienen mucho más estos equipos. Respirar, cuando uno anda fastidiado, requiere paciencia, buenos médicos, el maldito parné para pagar gastos, y técnicos salerosos… que hoy han acabado ya su jornada, pensé cuando vi un hueco para aparcar. Cerré la furgoneta con el tui-tui del mando, y fui a donde Chechu, que me había avisado que hoy teníamos cena con los amigos. Aspiré con fuerza y pensé: Mañana… más, y si se puede, mejor.

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