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Un estuche pequeño. Javier Revello Sánchez

Un estuche pequeño

Javier Revello Sánchez

Lo más importante de una respiración no es el oxígeno, sino el potencial. Cada respiración es la posibilidad de descubrir que aquel libro que siempre quisiste leer pero nunca pudiste es tan bueno como decían, de encontrar por fi n una playa donde poder ver el mar en silencio, de aterrizar en Praga un viernes por la noche y pasear hasta el hotel con la cara salpicada por las luces del Moldava. Es una pequeña caja de madera en una tienda de segunda mano, escondida entre radios que ya no funcionan y ceniceros de cerámica, en la que encontrar el boleto ganador de la lotería del 72 o la carta que un preso le escribió a su hijo durante la dictadura.

Seiscientos setenta y dos millones. Ese es el número medio de respiraciones de una persona de ochenta años. Mi padre apenas llegó a cuatrocientos veinte millones, y nos dejó doscientos cincuenta que ahora nadie podrá convertir en una sobremesa con chistes malísimos y café con leche. Puede que menos, porque los últimos meses respiró mucho menos de lo que debería, más bajito, menos amplio, y ya apenas pudo pedirle aire prestado a la risa.

El problema del tabaco es que la generación de mis padres le confi rió un toque místico y aventurero que convirtió el alquitrán en rock, Casablanca y pueblos del Oeste con praderas de un rojo infi nito. Toda la maquinaria publicitaria de los 70 y los 80 consiguió convencer a Blancanieves de que la manzana estaba riquísima, y a Aurora, de que los tapices eran una manera muy agradable de pasar el tiempo.

Mis abuelos tenían un tocadiscos en casa que, desde que tengo uso de razón, usaban cada Navidad para torturarnos a todos con villancicos populares a un volumen poco práctico. Con siete años, mi padre encontró en el cajón de debajo de los manteles unos cuantos discos antiguos. Ahí descubrió el concierto para oboe de Mozart.

A mi hermano y a mí siempre nos contaba cómo, de repente, sintió que no estaba en un salón a medio limpiar de la España más cotidiana, sino que era todos y cada uno

de los animales de un bosque alemán. Cómo, desde aquel día, su pasatiempo favorito después del colegio era sentarse frente al tocadiscos y escuchar el concierto una y otra vez, con mi abuela gritando de fondo que bajase el volumen.

Seis meses después, su padre le regaló un oboe de segunda mano que tenía las llaves desgastadas y la pintura saltada. Venía en un estuche pequeño y negro, con una pegatina apenas legible con las iniciales “CS” y un forro de terciopelo rojo. Con los años, mi padre cambió de oboe un par de veces, pero siempre conservó el estuche. Decía que sonaban mejor si dormían siempre en el mismo sitio. Si sentían que formaban parte de un hogar más antiguo que ellos. Si se sentían a salvo y en familia.

Si la infancia de Machado fueron recuerdos de un patio de Sevilla, la mía fue el sonido del oboe de mi padre desde su estudio. Mientras nosotros aprendíamos a dividir y las capitales de Europa, él ensayaba. Mi madre nos traía la merienda y siempre se reía y nos decía que éramos unos privilegiados, que teníamos nuestra propia banda sonora. Recuerdo que la risa de mi madre tenía el mismo tono que el oboe del otro lado de la pared.

Yo nunca aprendí a tocar. Mi padre intentó que aprendiéramos algún instrumento, pero a mi hermano siempre le gustó más el ajedrez y yo lo intenté con la guitarra, pero nunca se me dio bien. Supongo que mi padre se sintió decepcionado, pero no se le notó. Él era terrible al ajedrez, pero ayudó a mi hermano a prepararse para su primer torneo y me acompañó a vender la guitarra cuando me rendí.

Igual que los perros se parecen a sus amos, mi padre era muy parecido a un oboe. Los dos tenían la voz aguda y de una dulzura tranquila, y ambos eran el elemento que sostenía todo lo que les rodeaba. Solo vi llorar a mi padre un puñado de veces: el día en que mi hermano dijo que en el colegio le pegaban por pasar el recreo con libros de ajedrez y la semana en que murió mi madre. Él fue quien nos sostuvo durante años de peleas, desamores, suspensos y heridas, el que fue a buscarme a la comisaría el día en que me detuvieron por hacer unas pintadas en el edifi cio de la esquina, el que nos enseñó a conducir en las calles vacías del barrio y el que nos repitió una y otra vez que en el fútbol lo importante es jugar bien, pero que las fi nales se ganan.

Cuando le dijeron que le quedaban un par de años, mi padre reaccionó con la misma calma con la que siempre lo había hecho todo. Esa misma noche nos invitó a cenar y nos lo dijo en el postre. Desde entonces, no soporto el arroz con leche.

Con la misma calma con la que cuelgan carteles de “Prohibido fumar” en cuidados paliativos, se encendió un cigarrillo y nos dijo que no estuviéramos tristes, que estaba muy orgulloso de nosotros y que, en realidad, desde que se murió mamá ya no disfrutaba lo mismo de casi nada. Creo que entendió que hablando no iba a poder atravesar el miedo, así que se levantó y volvió con el estuche.

Hace ya tres años que murió, y aunque el último año fue una sucesión interminable de olor de hospital y fl ores de invernadero, la verdadera despedida fue aquella noche en que tocó el oboe por última vez. Ya apenas tenía aire como para aguantar las notas y la tos lo cortaba cada poco, pero él se esforzó en lo posible por hacer que nos sintiésemos como si tuviéramos deberes para el día siguiente y una rebanada de pan con mermelada en la mesa. El sonido era distinto, apagado y frágil, un hilito de aire que iba cambiando de forma con cada nota y que apenas podía alcanzar el otro lado de la mesa sin desaparecer entre los vasos.

Cuando acabó, entre toses y con una sonrisa, nos dijo que dejáramos de llorar, que no lo enterráramos tan pronto, guardó el oboe y nos lo dio. Nos dijo que ahora él era otra persona y el oboe no le conocía; que, para sonar bien, necesitaba sentirse en familia. Que a lo mejor mi sobrino quería aprender. Que no fuéramos pesados, que insistía, y que a casa ya, que se quería acostar.

Al fi nal nadie quiso aprender y el oboe lleva todo este tiempo en el estante de arriba del cuarto de invitados de mi hermano, junto a la caja de los edredones y la colección de cromos de fútbol de los 90. Me daría pena si no supiese que ahí está a salvo y en familia, que, en algún momento, es posible que alguien convierta el potencial de respirar en la voz tranquila de mi padre y se sienta como todos y cada uno de los animales de un bosque alemán.

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