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Dáme un respiro. Alfonso Miguel Viñuela Juárez

Dame un respiro

Alfonso Miguel Viñuela Juárez

Subía la corta pendiente resoplando. Se dirigía al supermercado antes de ir a casa y el autobús que tomó al salir del tratamiento quincenal en el hospital —le ponían prolastina por vía intravenosa cada quince días para tratar su défi cit— le había dejado a solo unos cincuenta metros, pero para él era toda una cuesta.

Entendía por qué se le llamaba así por lo mucho que le costaba comparado con lo relativamente fácil que le era caminar en bajada y, según el día, incluso en llano. A veces tenía que parar y hacerse a un lado, dejando pasar a aquellos otros transeúntes que le miraban compadeciéndose de su difi cultad respiratoria. Alguno le preguntaba a veces, en momentos de patente difi cultad, si se encontraba bien, y él, con marcada resignación y mirada agradecida, decía que sí o levantaba el pulgar cuando estaba tan apurado que no podía decir ni mu. Cuando se cansaba, procuraba sentarse en algún banco —cuando los había y estaban libres— pero, ¡qué pocos había por las calles, atiborradas las aceras de motocicletas! En ocasiones, también usaba los escalones de escaparates de algún establecimiento bajo la hostil mirada o el reproche directo de sus propietarios. Necesitaba parar unos minutos para recuperar fuelle…

Y ahora, con la pandemia y el uso obligatorio de la mascarilla, era aún peor. Le costaba aún más respirar con la tela que se adhería a sus fosas nasales y que no le dejaba marcar su ritmo de corta inspiración y larga espiración, corta inspiración y larga espiración… larga espiración con los labios fruncidos, forzada mueca que exageraba visiblemente — cuando se permitía ir con la mascarilla bajada— a quien le censuraba con la mirada por no llevar la mascarilla bien colocada, y, a veces, desde una distancia que buscaba siempre prudencial, usaba el gesto como mensaje. «¿Ves cómo me cuesta respirar?, ¿Entiendes que tengo difi cultades? Pues no te quejes, tú que respiras decentemente, sigue caminando», quería decir —a quien quisiera entenderlo con la sufi ciente empatía— con la mirada y la respiración sincopada, corta inspiración y larga espiración…

Al fi nal de la pendiente, tras unos minutos de cola a la puerta del supermercado, haciendo una breve pero intensa recuperación respiratoria, dejó pasar a algunas clientas y esperó a notarse más aliviado antes de entrar, con la mascarilla bien fi jada, en la tienda. Saludó al entrar a las cajeras sin saber si era reconocido —era su súper habitual—, pues ahora, con la mascarilla, no siempre se sabía si las personas con las que te cruzabas en la calle te reconocían del todo o simplemente intuían que os conocíais y te saludaban «por si acaso».

En el interior del supermercado, con una temperatura más baja y boca y nariz prisioneras bajo la tela, le costaba bastante más respirar. Así que, cuando se veía solo en algún rincón, protegido de las miradas de los clientes y del personal, se bajaba unos instantes la mascarilla y hacía algunas inspiraciones «extra».

Con las cuatro cosas que había adquirido, pues la compra importante, la de peso, la hacía cada quince días por Internet, pasaba por caja. Allí, entre sacar la compra del carro, depositarla en el lineal de la caja, empaquetarla y pagar, teniendo una mínima conversación con la cajera, se agobiaba de nuevo. En este agobio, se bajaba por un instante la mascarilla, a lo que invariablemente era reprendido por la cajera: «Por favor, póngase bien la mascarilla». Y él contestaba: «Por favor, deme un respiro, me cuesta respirar, es solo un momento». «Sí caballero, yo le entiendo, pero son las normas». No sabía si le molestaba más la falta de empatía o que le llamasen caballero. ¿Acaso iba con armadura y había dejado el caballo fuera?

Este supermercado tenía una ligera pendiente en la salida, lo que unido a la cuesta de otros cincuenta metros que también debía hacer para llegar al portal de su casa, hacía que tuviese que subir de nuevo la calle resoplando con una bolsa en cada mano. Paraba para ir recuperando cada pocos metros, disimulando su esfuerzo ante cualquier escaparate, fuese el de una zapatería, una tienda de moda femenina, la farmacia e incluso el de chuches que había cerca de su portal. Esperaba que el ascensor funcionase, pues llevaba unos días haciendo el tonto. Y sí, funcionaba, menos mal, pues vivía en un quinto. Una vez en el piso, se sentó en la silla del recibidor y se descalzó, pasando espray desinfectante por la suela de los zapatos y poniéndose las zapatillas de estar por casa. Antes de ir a la cocina a dejar las bolsas, esperó unos minutos consultando el móvil para recuperar el aliento y volver a respirar de forma pausada.

Con ya todo en la nevera, pasó al salón y, como solía hacer a esa hora y antes de prepararse algo para cenar, se dispuso a ver las noticias por televisión.

Ese día, esa noche en concreto, el programa de noticias «venía cargado»: las elecciones de Madrid y su alegre permisividad para tomarse unas cañas hasta las tantas, las negociaciones para formar gobierno en Cataluña, la recuperación de los peajes que habría

que volver a pagar en 2024… Y, en el apartado pandemia y ámbito internacional, el desastre de la India: imágenes donde se veía a gente agonizando a la puerta de hospitales —irreconocibles instalaciones bajo la óptica occidental de lo que es un hospital—, enfermos estirados en pareos sobre el sucio suelo, apenas acompañados por los lamentos de familiares o en absoluto abandono, decenas de bombonas de oxígeno vacías en fi la ante un improbable suministro, incontables seres sin ánimo ni para el llanto, sin aire en sus pulmones, agonizando sin fuerzas para respirar siquiera, mientras una voz en off iba relatando la miseria y la desgracia que acontecía en las calles de las principales ciudades del «subcontinente indio»:

«En el estado de Goa, en el suroeste de la India, una de cada dos personas da positivo de covid-19». «Cremaciones masivas de muertos por la pandemia, se agota el espacio en el Ganges para realizarlas». «Familiares en duelo atacan a personal médico en la India en medio de la crisis por covid-19 en cuanto se agotó el oxígeno». «Médicos, enfermeras y otros trabajadores del hospital habían sido blanco de ataques previos causados por la ira y la desesperación de las personas que están perdiendo a sus seres queridos por el covid-19», etc., etc., etc.

Este era esa noche el abrumador relato del dolor y la miseria de muchas personas en un país tan lejano…

Y así durante días… en India, Sudamérica, África… en casi todas partes la gente estaba desamparada ante los estragos de la pandemia. Las autoridades de muchos países estaban desbordadas, algunas por su propia incompetencia y años de corrupción y mal gobierno. En otros países, la situación era el resultado de la insolidaridad o inacción de aquellos que vivíamos al lado de una farmacia y con el hospital a tiro de piedra, con total provisión de oxígeno cuando hiciese falta y vacunados en la mayoría de los casos… eso sí, lamentándonos por tener que llevar mascarilla y por los horarios limitados de bares, tiendas y restaurantes, lo que hacía que la pandemia tuviese para nosotros, los «enfermos privilegiados del Norte», esta incomodidad añadida.

Trastocado momentáneamente por todo ello y antes de levantarse del sofá para prepararse algo ligero para cenar, soltó en voz alta pese a estar solo: «Pobre gente, Dios, dale un respiro a esta pobre gente». Y, sin pensar mucho más en ello, con el egoísmo propio de quien se encuentra a salvo en un primer mundo ajeno al desastre del tercer y cuarto de esos mundos, encaminó sus pasos hacia la cocina pensando en la serie de TV que vería mientras cenase ante la pantalla de 50 pulgadas de su televisor. Y sí, esa noche haría un extra y tomaría una cervecita, como en Madrid.

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