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Mil palabras en un silencio. Sara Saorín Bernal
Mil palabras en un silencio
Sara Saorín Bernal
—¿Seguro que sólo pedisteis un vaso de leche? —continuó interrogando Alejandro.
“CIERRE DE OJOS” (Sí, claro que sí, campeón… tú hubieras pedido lo mismo en mi lugar.) —Pero le habéis puesto espesante, supongo…
“CIERRE DE OJOS” (Sí, tío, sí… como un bendito me he portado esta mañana.) —¿Y leche sola? ¿Sin café ni nada?
“MIRADA LATERAL” (No, hombre, no… con café, que la leche sola da grima.) —A ver, que no digo yo que me estés mintiendo, pero en la comisura de los labios llevas un buen restregón de tinta… (Mierda…) —… y no veo yo a tu padre mojando los calamares en café con espesante, qué quieres que te diga.
Nacho levantó los brazos tanto como pudo, manteniendo sus codos y muñecas fl exionados, en un ángulo siempre fi jo, mientras una enorme sonrisa le dibujaba unos pequeños ojos negros en el rostro. Un pequeño gritito, casi imperceptible, lo corroboraba: pillada del quince. ¿Qué iba a hacer? Ir a un bar a esmorzar con su padre era un rito sagrado en que un gran vaso de Estrella Galicia helada y un par de calamares en su tinta eran la Biblia. Nacho padre había cortado con mimo los calamares en trocitos diminutos al compás del resumen del Madrid-Bilbao. Como era ley y justicia.
El sol caía a plomo a las 10 de la mañana de aquel día casi estival, razón de más para que Nacho padre no perdonara la paradita en el bar antes de dejar a Nacho hijo en el centro de día. Inmaculada, la madre, lo sabía, pero era de las que ingenuamente creía en la existencia del café con leche… con espesante. En cambio, Alejandro, el personal de apoyo de Nacho que salió a recibirlo, sabía perfectamente cuál había sido el menú:
siempre había una mancha de kétchup o una alegre patata brava delatora escondida entre el respaldo y el asiento de la silla de ruedas.
Nacho no hablaba… pero tampoco es que callara demasiado. Había sido así toda la vida: social por naturaleza. Disfrutaba de la conexión establecida con toda aquella persona que se le acercara sin girar la mirada ante su boca abierta y sus miembros paralizados. Como buen hijo de su padre, desbordaba un buen humor palpable a metros de distancia y hubiera sido un hombre de café, copa y puro si hubiera podido servirse él mismo el café, la copa y el puro… acompañado, eso sí, de un buen partido del Madrid, a ser posible.
Nacho padre e Inmaculada tenían 40 años —de los cuales los últimos ocho habían estado ensombrecidos por una decena de fallidos intentos— cuando adoptaron a Nacho hijo. Veintiocho años habían transcurrido desde aquel momento. “El niño está tardando un poco en sentarse”, fue la totalidad del contenido del libro de instrucciones que obtuvieron antes de asumir el gran reto. Nacho tardó mucho en sentarse, y nunca caminó, y nunca habló… aunque tampoco es que callara demasiado.
En julio ya no hubo esmorzaret, ni con café ni con bravas, porque Nacho padre, una mañana, no se levantó a pesar de las llamadas de Inmaculada. Desde entonces, el recorrido al centro se hacía en autobús y los partidos del Madrid comenzaron a tener cierto regustillo amargo.
Paralelamente, la precariedad laboral y el devenir del tiempo —a partes iguales— llevaron a Alejandro, años más tarde, a buscar otras opciones profesionales. David, el otro fi sioterapeuta del centro, lo acompañó por las salas mientras le presentaba a medio centenar de personas. Algunos ojos lo miraron con curiosidad, otros lo miraron ausentes, otros nunca se volvieron hacia él, y un par de abrazos fortuitos cayeron fugazmente en mitad del pasillo a modo de presentación. La última sala del nuevo centro le dio la bienvenida con un gritito conocido, apenas apreciable, y unos brazos se elevaron tanto como pudieron, con sus codos y muñeca fl exionados.
“OJOS MUY ABIERTOS” (No me jodas, ¿pero qué narices haces tú aquí?) —La madre que te parió, Nacho ¿no me voy librar de ti?
“OJOS MUY ABIERTOS” (Eso tendría que preguntarte yo a ti, ¿no? Yo llegué antes.)
Y no hicieron falta muchas más palabras para agradecerse mutuamente la presencia del otro en aquel nuevo lugar, en aquel nuevo comienzo.
Alejandro averiguó que Inmaculada, tras la pérdida de Nacho padre, había decidido pedir el traslado de Nacho hijo. La nueva asociación tenía residencia y siempre es más fácil, se decía, entrar cuando ya se está dentro. Pero las cosas, por desgracia, nunca son como deberían ser.
Un año más tarde, Inmaculada, con sus ojos azules brillando sobre una tez cenicienta, le preguntaría a Alejandro desde una cama: “¿Vas a cuidar de él cuándo yo no esté? Tengo miedo”. Y Alejandro diría que sí, aunque nunca cumplió su promesa. Como si de una herencia obligada se tratara, Nacho pasó a ser responsabilidad de su único tío. Después de años sin contacto y sin más conocimiento sobre su sobrino que lo que su hermana le había perfi lado, se encontró con la forzada tarea de aprender palabras como “PEG”, “Baclófeno”, “nebulizador”, “Cough Assist”, “pictograma”… Un mundo de información para la cabeza cansada de un jubilado demasiado acostumbrado a estar solo. Y así fue como Nacho acabó a un centenar de kilómetros, en la primera residencia con una plaza libre.
Si el alma pudiera dividirse en pequeñas porciones, Alejandro abandonaba una parte de ella en cada visita. Gritos sin objetivo impregnaban las paredes grises de los pasillos la tarde que recogió a Nacho. Éste estaba en pijama a pesar de ser las 4 de la tarde. “Coge un manta y se la pones por encima, así no se ve”, oyó decir a una chica, ya en la distancia. Esa tarde, Nacho no habló… pero también estuvo callado.
El día de Reyes sonó el teléfono: “Álex, Nacho ha faltat. He pensat que hauria de cridar-te”*… FALTAR… Esa siempre le pareció una extraña acepción, pero por primera vez sintió el enorme peso que tenía esa palabra.
“Hoy algo no ha ido bien. He despertado en mitad de la noche y el aire faltaba en el cuarto. Quería que mis pulmones absorbieran por completo el ambiente, que atraparan el viento, que la vida entrara en mí y, sin embargo, mi pecho se ha negado a hacerlo. Mi telepatía, esa que siempre me ha funcionado, hoy me ha fallado… como mi mirada hacia abajo, mi mirada de lado, mis ojos muy abiertos. Me falta el aire y algo me pesa muy, muy adentro. Muy adentro.”
“¿Vas a cuidar de él cuándo yo no esté? Tengo miedo.”
Y no pude cumplir mi promesa. …pero muchas personas tomaron el rostro de Nacho.
A “Nacho” y a su familia, por el amor que compartieron y por permitirme descubrir a qué quería dedicar mi vida
* En español: “Alejandro, Nacho ha faltado. He pensado que debía llamarte.”