Cristina Martín
Mil palabras en un silencio Sara Saorín Bernal
—¿Seguro que sólo pedisteis un vaso de leche? —continuó interrogando Alejandro. “CIERRE DE OJOS” (Sí, claro que sí, campeón… tú hubieras pedido lo mismo en mi lugar.) —Pero le habéis puesto espesante, supongo… “CIERRE DE OJOS” (Sí, tío, sí… como un bendito me he portado esta mañana.) —¿Y leche sola? ¿Sin café ni nada? “MIRADA LATERAL” (No, hombre, no… con café, que la leche sola da grima.) —A ver, que no digo yo que me estés mintiendo, pero en la comisura de los labios llevas un buen restregón de tinta… (Mierda…) —… y no veo yo a tu padre mojando los calamares en café con espesante, qué quieres que te diga. Nacho levantó los brazos tanto como pudo, manteniendo sus codos y muñecas flexionados, en un ángulo siempre fijo, mientras una enorme sonrisa le dibujaba unos pequeños ojos negros en el rostro. Un pequeño gritito, casi imperceptible, lo corroboraba: pillada del quince. ¿Qué iba a hacer? Ir a un bar a esmorzar con su padre era un rito sagrado en que un gran vaso de Estrella Galicia helada y un par de calamares en su tinta eran la Biblia. Nacho padre había cortado con mimo los calamares en trocitos diminutos al compás del resumen del Madrid-Bilbao. Como era ley y justicia. El sol caía a plomo a las 10 de la mañana de aquel día casi estival, razón de más para que Nacho padre no perdonara la paradita en el bar antes de dejar a Nacho hijo en el centro de día. Inmaculada, la madre, lo sabía, pero era de las que ingenuamente creía en la existencia del café con leche… con espesante. En cambio, Alejandro, el personal de apoyo de Nacho que salió a recibirlo, sabía perfectamente cuál había sido el menú:
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