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A contrarreloj. Maricruz Carreño

A contrarreloj

Maricruz Carreño

—No, no voy a salir ahora. Ya sé que me apetecía mucho el concierto, pero no es el momento. No te costará vender mis entradas… No me puedo permitir ponerme mala ahora, ni soportaría un ingreso en el hospital… Ya, lo sé. No te preocupes, que ahora no estoy mal. Pero ya sabes que tenemos exámenes en dos semanas. Bueno. Un beso. Chao…

Colgué el teléfono.

No había sido fácil decir que no iba. Me apetecía tanto ver a ese grupo y bailar. Llevaba tanto tiempo esperándolo. Pero no había contado toda la verdad a mi amiga. La verdad es que tenía que escribir un relato breve para participar en un concurso y no podía descuidar los exámenes. Cuando le conté a mi hermano que había un concurso de relatos breves en el que estaba pensando participar, su respuesta fue: —¡Fenomenal, tienes que mandar algún relato! Bueno, si tienes historias que quieras contar y te da tiempo a escribirlas. ¿Cuándo termina el plazo? ¿Historias? ¿Yo? Llevaba escribiendo desde que tuve uso de razón y me regalaron aquel primer cuaderno-diario para que contara todo lo que me pasaba. En el papel había escrito de todo. Desde palabras de rabia y enfado hasta cuentos inventados, cartas de amigas, bueno cartas, emails… de todo. A aquel primer cuaderno le habían sucedido otros muchos que se apilaban en una estantería de mi habitación. Desde entonces, casi no salía sin llevar una minilibreta donde apuntaba lo que me llamaba la atención en los sitios más insólitos. Claro que tenía historias, pero redactarlas de forma concreta y con las normas del concurso no era tan sencillo.

No sabía cuál de las tres cosas del concurso de relatos breves me ilusionaban más. La fecha tope de entrega terminaba en dos días. El ganador recibiría el premio en persona y daría las gracias en público. Me parecía fantástico poder subir al escenario y dar las

gracias y hacer visible mi enfermedad, la fi brosis quística, la sociedad a la que pertenecía, y hacer ver nuestras necesidades y agradecimientos. Pero por encima de eso estaba el orgullo que sentirían mis padres y mi hermano. Ellos que desde siempre se habían esforzado a hacerme la vida fácil y lo más normal posible. Me apetecía dar las gracias públicamente a mi familia y hacerles ver lo maravillosos que eran y lo normal que podía ser mi vida a pesar de mi enfermedad.

Mi diagnóstico había caído como un mazazo. No había antecedentes familiares, pero al ser una enfermedad genética mis padres sintieron un cierto grado de responsabilidad por mi enfermedad y algo de culpa, que nunca tuvieron. Mi hermano, mi héroe desde mi infancia, cuando entendió la diferencia de destino entre los dos, se volcó en hacerme la vida lo más normal posible e integrarme en sus planes. No había un hermano mejor. Era imposible. Por mí había empezado la carrera de medicina. Por mí había aprendido y hecho cursos de primeros auxilios. Por mí… no sé, por mí hacía de todo. Pero no era sólo para darle las gracias públicamente y que se sintieran orgullosos de mí.

El segundo motivo es que existía un primer premio que llevaba aparejado una buena recompensa económica. ¡1.000 euros, una barbaridad! Ya sabía el destino que le iba a dar, si llegaba. Fantaseaba con la cuantía y cómo invertirla exactamente. Había visto un juego de maletas y bolsas de viaje preciosos. El sueño de mi hermano era viajar. En los libros que habíamos compartido, en nuestros juegos, siempre existían aventuras en países lejanos, lugares exóticos, sitios indescriptibles en cuanto a belleza o necesidades de la gente. Y mi hermano soñaba desde su infancia con poder ir a esos sitios: como viajero, como parte de una ONG, como cualquier cosa. Hasta la fecha, había renunciado a salir de nuestro país para acompañarme y para que yo pudiera hacer viajes y salidas, con mis/ sus amigos protegiéndome. Pero habíamos visto juntos un juego de maletas perfecto para él. Los ojos le hicieron chiribitas. Yo quería regalarle el juego de maletas o lo que pudiera y transmitirle que podía llevar a cabo su sueño, que yo podía cuidarme y ser feliz con lo que me gustaba hacer en la vida… contar historias.

Sí, porque el tercer aspecto del premio era que publicarían mis relatos y sería conocida. Me abriría las puertas para dedicarme a lo que realmente me hacía feliz: escribir cuentos para niños, contar historias para jóvenes y, más tarde, poder escribir historias para adultos. Me veía a mí misma como escritora famosa, fi rmando libros y contestando las cartas a los lectores de mis historias. Me veía haciendo entrevistas, documentándome sobre los lugares donde transcurrían los relatos, trabajando con ilustradores para que dieran vida y color a mis historias. Diciéndoles si habían acertado o no en la imagen que

quería transmitir a los más pequeños. Mi vida había transcurrido entre historias y cuentos y sabía lo que me gustaba, lo que me había hecho sentir y lo que no. Investigando sobre lo que quería contar… vamos, siendo feliz.

Bueno, parecía el cuento de la lechera donde cada pensamiento era mejor que el anterior. Ya no era un relato. Eran dos o tres. Ya no es que fuera a concursar, es que iba a ganar un premio. Y no cualquier premio, sino el primero, el que me permitiría subir al escenario y dar las gracias y comprar mi regalo soñado y… ser famosa.

Pero lo que hacía falta en ese momento era, en ese corto espacio de tiempo, un poco de quietud para refl exionar y escribir alguna de esas historias y enviarla. Y eso era una tarea agradable pero difícil. Era una actividad contrarreloj. Por eso acababa de renunciar al concierto, a una cita largamente esperada, a unos momentos de desenfreno bailando y cantando las canciones de sobra conocidas. Porque esa pequeña renuncia, apoyada en mi cuento de la lechera, resumía una gran parte de mis ilusiones… a contrarreloj.

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