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Valiente. Lara García Pérez

Valiente

Lara García Pérez

Y una tarde más, Antonia volvió a sacar ese cuaderno raído y deshilachado, pero tan lleno de amor, que yo me quedaba embobada cuando me contaba aquellas historias vividas muchos años atrás.

La vida de una mujer luchadora, incansable, paciente, y que hasta hace poco estaba llena de vitalidad, ahora con ayuda del oxígeno poco a poco me podía contar vivencias y grandes historias; y ella misma volver a recordar ciertas anécdotas que de repente descubría de entre sus escritos y que le volvían a sacar aquella sonrisa que llenaba la habitación.

No sabía las sensaciones reales de Antonia, porque ella siempre te decía que estaba bien, pero esta nueva realidad no debía ser fácil. Ya nadie se acercaba igual, ya no estaba con sus compañeros, ya no daba sus paseos, ni podía ir los domingos a tomarse una tapa en el bar de Manolo… Ahora solo le alimentaba una pequeña caricia, un gesto de cariño, o una sonrisa intuida entre todas aquellas capas. —Este nuevo disfraz que os han dado tiene que ser agobiante —decía preocupada, viendo cómo tras haber tratado a varios residentes las gotas me caían tras la pantalla protectora.

Pasaban los días y cada mañana que amanecía yo pensaba: ¿Seguimos en esta pesadilla? ¿O solo ha sido un mal sueño?

Pero bastaba con encender la caja tonta y ver que efectivamente no era fi cción, era la realidad, dura, difícil y que, incluso ya después de las primeras semanas, se estaba haciendo demasiado larga.

Yo, amante de la película La vida es bella, un día decidí que dejaran de escuchar la palabra pandemia, que vieran este tiempo como un reto, o un juego que debemos superar, que tenemos que luchar contra los malos y que la seguridad y la ilusión de ganar la partida iba a ser la mejor arma contra el miedo y la soledad.

En la película, el protagonista hace creer a su hijo que, en vez de estar en un campo de concentración, están en un juego y el único objetivo es ganar el carro de combate que te dan si ganas.

Ahora no había guerras, ni bombas que derribaran ciudades, ni armas que mataran a personas, pero igualmente era una catástrofe. —Antonia, tenemos que permanecer en nuestras trincheras, no podemos salir de la habitación, que el enemigo está cerca —me miró con cara de asombro. —Tranquila, vamos a ganar esta guerra, pero hay que ser fuertes, sacar energías de donde se pueda, ya verás cómo ganamos el combate. Porque, ¿sabes cuál es el premio? —A ver con qué me sorprendes cariño —dijo asombrada. —¡Una superfi esta, con música, tus amigos y pinchos de Manolo! —¡Ay!, ¿qué tal está Manolo? ¿Sabes algo de él? —Tranquila, Antonia, que seguro que está en su trinchera, luchando como el que más contra los malos.

Pasaban las semanas y la pandemia no evolucionaba. Las calles vacías, las verjas echadas y un gran silencio, muchas veces roto por el sonido de alguna ambulancia, eran el pan de cada día.

Pero al entrar en la residencia sólo tenía pensamientos positivos, necesitaba concienciarme yo para después convencerles a ellos de que esa lucha la teníamos que ganar.

Todos los días hacía ejercicios respiratorios con Antonia, para disminuir la fatiga y aumentar la capacidad respiratoria de unos pulmones muy castigados por un diminuto virus y que hacía que su cuerpo se fuese consumiendo poco a poco.

Un día, al entrar en su habitación me cogió de la mano, y me dijo: —No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí estos años. No tengo nada que darte, pero lo que sí que haré es cuidarte desde ahí arriba, porque te mereces tener una vida estupenda y nunca borrar esa sonrisa tan bonita que me ha alegrado tanto cada día. —Antonia, no digas eso, todavía tenemos que luchar, ¡ya nos queda poco para ganar nuestro premio!

En ese mismo instante supe que ella tenía razón, sería cuestión de días el terrible desenlace. Así que llamé a sus amigos más cercanos, ya que ella no tenía hijos ni familia cercana, y quedamos en hacer una videollamada esa misma tarde. También hablé con Manolo, necesitaba la receta de su tapa favorita, y de paso le pedí que si podía también se conectase para animar a Antonia. Preparé una lista de música, con los temas estrella que la terapeuta ocupacional ponía muchos días y sabía que le hacían mover el esqueleto, y pedí a la auxiliar que esa tarde tras la siesta le arreglara como si fuese un día de fi esta. —¿Hoy me vas a poner camisa? Si solo me veis vosotras, y ya hay más que confi anza

para quedarme con mi chándal en la habitación. —Antonia, tiene que verse guapa, vamos a arreglarnos un poco, y ¡hasta nos vamos a pintar los morros!

Cogió la auxiliar la mascarilla y pintó encima una gran sonrisa con su pintalabios carmín. —Pero qué guapetona —dije desde la puerta. —¿Qué haces otra vez por aquí? ¿Otra vez vamos a hacer fi sio? —dijo extrañada. —No, Antonia, hoy nos toca recibir el premio que te prometí. —¡Pero esto no ha terminado! —Tú y todos os merecéis premios a diario, no solo por aguantar esto que nos ha tocado, sino por no quejaros y dar ejemplo de lo que es saber aguantar en soledad.

En ese momento, y pese a que intentábamos no tener demasiado acercamiento, a ambas nos salió darnos un abrazo, de esos en que puedes permanecer minutos porque estás muy a gusto, pero se vio interrumpido por la videollamada que habíamos programado. —Mira, Antonia, quienes se quieren unir a la fi esta. —¡Pero qué alegría, hombre! ¿Qué tal estáis? —dijo con una voz entrecortada y con lágrimas en los ojos.

Quería hablar más, pero tuvo que parar porque estaba más fatigada. —Tranquila, coge mucho aire, y suelta muy despacito por la boca, venga, como hacemos todos los días Antonia —le dije. —Gracias, cariño.

Tras varios minutos de videollamada, de degustar las tapas con pasión y cantar alguna canción que otra, ya era momento de descansar. Había sido una tarde intensa e inolvidable, y ya la respiración de Antonia pedía dejar de hablar y relajarse.

A la mañana siguiente, nada más entrar en la residencia, la mirada de la recepcionista me reveló lo que había ocurrido de madrugada.

Antonia se había ido, pero se había ido con la mejor de sus sonrisas, con el amor de sus amigos, y yo tuve la seguridad que me seguiría acompañando desde algún sitio el resto de mi vida, porque hay personas que pasan poco por tu vida, pero dejan una huella inmensa.

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