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La duda. Maricruz Carreño
La duda
Maricruz Carreño
Estaba bañado en sudor frío. Cuando abrí los ojos, le vi casi azul, inclinado sobre la palangana en la cama de al lado, con un ruido estremecedor, mezcla de tos y jadeo. Un sonido ahogado y estridente. Me acerqué a sujetarle la cabeza y sentí su hambre de aire, su intento febril de poder respirar. En la palangana no había una pequeña mancha sanguinolenta, había una gran cantidad de líquido rojo burbujeante. Avisé a voces: —¡Ayuda! Martín tiene una hemoptisis grave, ¡¡¡¡ayudaaaaa!!!!
No tardaron en venir ni la monja ni el Dr. Puchades, el director del sanatorio, a la habitación. —¡Tranquilo, Martín, tranquilo! Despacio, intenta respirar despacio, suave…
No dejé de sujetar a Martín. Sentía su frente fría bajo mis manos, su temblor incesante.
La voz del director se abrió paso en ese instante detenido de terror: —Un poco de leche fría, hermana.
Martín había parado de toser y parecía que su respiración se hacía más regular. Los segundos eran interminables. Abrimos las ventanas para recibir los primeros rayos de sol que parecían querer alumbrar la esperanza del día que empezaba. La voz de Puchades pareció llegar desde otro mundo: —Ahora bajaremos a la sala de radioscopia; en cuanto estés más tranquilo, bajamos.
Me hizo una seña y salimos de la habitación. —Mira, Manolo, voy a hacer una excepción y te voy a dejar mirar las imágenes en directo, esas por las que tanto suspiras intentando traducir los dibujos que ves en las historias clínicas.
En Sierra Espuña, en el sanatorio de tuberculosis y lepra de Murcia, llevaba yo ingresado algo más de un mes. Había llegado huyendo de Madrid, gracias a las recomendaciones de mi cuñado, y en el tiempo que llevaba había hecho buenas migas con el director,
el Dr. Puchades, un buen hombre y un buen médico, estudioso de todas las técnicas novedosas tanto en el diagnóstico como en el tratamiento de la tuberculosis. A lo que yo ya sabía por mi historia familiar y personal se habían ido añadiendo conocimientos gracias a este médico y a los numerosos casos ingresados en el sanatorio. El entorno era saludable, el edifi cio tenía mucha luz. Estaba distribuido en tres plantas. En la planta baja estaban los enfermos con “posibilidades” en habitaciones compartidas. En la planta superior, aquellos que debían estar aislados y que, desgraciadamente, muchas veces salían del centro en el carro del sepulturero. Los del piso de abajo recibían alguna visita ocasional; los del piso de arriba, ninguna. En el sótano estaban las cocinas, la sala de radioscopia y el laboratorio. Todo estaba muy limpio y ordenado. En medio de la guerra, era un remanso de paz, para algunos, de paz eterna. El Dr. Puchades y su equipo hacían tratamiento de colapsoterapia, según las indicaciones de la época con neumotórax o con toracoplastia.
Después del episodio vivido esa madrugada, no sabía cuál podía ser la evolución ni la propuesta para Martín. Martín había sido mi compañero de habitación desde mi ingreso. Llevaba más de tres meses en Sierra Espuña, pero no parecía mejorar. Ambos teníamos mujer y un hijo pequeño, lo que nos unía en la desgracia. Su gráfi ca de temperatura no permitía estar tranquilo y la expectoración sanguinolenta diaria no presagiaba nada bueno.
Acompañé a Martín a la sala de radioscopia, pero esta vez me coloqué al lado del Dr. Puchades. Martín casi no podía tenerse en pie. Nunca olvidaré esa imagen. Se veía el esqueleto en negro, igual que el corazón, y allí, en medio del pulmón, había una imagen del tamaño de una naranja, una imagen de una “caverna”. No recibí las explicaciones técnicas hasta un rato después, cuando Martín volvió a la habitación. —¿Te has fi jado en la imagen redonda, la que parecía un agujero? Es la responsable del episodio de esta mañana. Tenemos que actuar rápido porque un nuevo sangrado como el de por la mañana puede acabar con su vida. —¿Qué me quiere decir, director, que le van a proponer colapsoterapia ya?
La idea era terrible. Ni en las mejores manos estaba exento de un riesgo vital inminente. —Sí, vamos a discutir el caso y la mejor técnica para él, para hacerlo hoy o todo lo más mañana, si es posible. Nos vemos luego y te comento.
Casi no me dio tiempo a volver a la habitación y a digerir la información recibida. No iba a ser el último disgusto del día. En la habitación, la monja estaba ayudando a Martín a tomar un desayuno frugal, leche y pan mojado, con gesto serio, pero tierno, lleno de respeto y cariño. Martín me miraba agradecido. Estaba allí y sabía que le iba a contar
la verdad. Era un acuerdo tácito entre los dos, sin estridencias, como camaradas en la adversidad. Así le explique lo que había visto y lo que parecía que le iban a proponer en breve. Era un día luminoso y fresco y los rayos del sol calentaban tanto el cuerpo como el alma llenándolos de esperanza.
Ese día llegaba el carro semanal, única comunicación entre el pueblo y el sanatorio, el que hacía las veces de correo, transporte de mercancías, o de fallecidos en su retorno. Le vimos llegar puntual a su cita, y con él llegó el segundo disgusto del día. —Manolo, ¿puedes venir, por favor?
La voz del director sonó con un leve falsete. Me levanté tras asegurarme que Martín estaba bien, nervioso por conocer la decisión médica. —Tienes que irte ya —dijo el director, mi amigo, sin ambages. —¿Cómo dices? —pregunté sin entender lo que me decía. —Ha llegado el correo y me indican que debes salir inmediatamente y reunirte con tu familia en Valencia. No estás seguro aquí. Ya no —musitó el director.
Me quedé mudo. En ese momento sentí que se hundía el mundo a mis pies ¿Irme? ¿En ese momento? ¿Reunirme con mi familia? ¿Dónde? No estaba curado. Tampoco estaba peor, pero Martín sí, estaba muy mal y me necesitaba. Dudé si debía irme. Abandonarle en ese momento casi me parecía una deserción, un acto de cobardía. Dudé si debía quedarme, pero la posibilidad de que me detuvieran y acabar fusilado o ahogándome en una cárcel, sin volver a ver a mi mujer y a mi hijo me estremecía. Dudé…
Ahora, mucho tiempo después, tras una vida con una mala salud de hierro, rodeado del cariño de los míos, la duda que me asalta y me sigue atormentando fue lo que pasó con Martín, si sobrevivió… o no.