María José González
La duda Maricruz Carreño
Estaba bañado en sudor frío. Cuando abrí los ojos, le vi casi azul, inclinado sobre la palangana en la cama de al lado, con un ruido estremecedor, mezcla de tos y jadeo. Un sonido ahogado y estridente. Me acerqué a sujetarle la cabeza y sentí su hambre de aire, su intento febril de poder respirar. En la palangana no había una pequeña mancha sanguinolenta, había una gran cantidad de líquido rojo burbujeante. Avisé a voces: —¡Ayuda! Martín tiene una hemoptisis grave, ¡¡¡¡ayudaaaaa!!!! No tardaron en venir ni la monja ni el Dr. Puchades, el director del sanatorio, a la habitación. —¡Tranquilo, Martín, tranquilo! Despacio, intenta respirar despacio, suave… No dejé de sujetar a Martín. Sentía su frente fría bajo mis manos, su temblor incesante. La voz del director se abrió paso en ese instante detenido de terror: —Un poco de leche fría, hermana. Martín había parado de toser y parecía que su respiración se hacía más regular. Los segundos eran interminables. Abrimos las ventanas para recibir los primeros rayos de sol que parecían querer alumbrar la esperanza del día que empezaba. La voz de Puchades pareció llegar desde otro mundo: —Ahora bajaremos a la sala de radioscopia; en cuanto estés más tranquilo, bajamos. Me hizo una seña y salimos de la habitación. —Mira, Manolo, voy a hacer una excepción y te voy a dejar mirar las imágenes en directo, esas por las que tanto suspiras intentando traducir los dibujos que ves en las historias clínicas. En Sierra Espuña, en el sanatorio de tuberculosis y lepra de Murcia, llevaba yo ingresado algo más de un mes. Había llegado huyendo de Madrid, gracias a las recomendaciones de mi cuñado, y en el tiempo que llevaba había hecho buenas migas con el director, 55