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Procon. Luis Alejandro Pérez de Llano

Procon

Luis Alejandro Pérez de Llano

El debate prometía, no tanto por el tema (el papel de la cifra de eosinófi los en sangre a la hora de indicar un tratamiento con corticoides inhalados en la EPOC había sido abordado ad nauseam) como por los médicos designados para discutirlo. El doctor Morrón era una autoridad afi anzada en el campo de la EPOC, con cientos de publicaciones en su haber e innumerables conferencias en reuniones nacionales e internacionales. La doctora Campillo era considerada una estrella emergente y, aunque su currículo todavía no había alcanzado el lustre de su rival, sus opiniones eran seguidas y respetadas por todos los neumólogos del país. Así las cosas, el evento había suscitado una gran expectación, y como yo no quería perderme un solo detalle, me adelanté al horario para conseguir un lugar de privilegio en la primera fi la, una buena idea habida cuenta del lleno que registró el auditorio del palacio de congresos.

Mientras el eminente doctor Marqués cumplía con su función de presentar a los ponentes, yo eché una mirada hacia atrás buscando a J.L., el ofi cioso corredor de apuestas de los congresos de neumología. Después de localizarlo y fi jar su mirada, le hice un gesto que se apresuró a corresponder con otro, indicando que las apuestas estaban 3 a 1 a favor de Morrón. Tuve un presentimiento y decidí arriesgar cien pavos a Campillo ganadora, pensé que su entusiasmo y juventud podrían resultar decisivos a la hora de la decisión fi nal, que según la normativa vigente sería prerrogativa de Marqués.

Las ponencias transcurrieron como estaba previsto. El doctor Morrón se mostró frío, irónico, sólido y preciso en sus argumentos. La doctora Campillo, desde un atril situado en el extremo contrario del escenario, contrarrestó todos y cada uno de los razonamientos con la pasión que la caracterizaba. Los debates procon son una versión moderna del Julio César de Shakespeare, dos argumentaciones contrarias pueden resultar igualmente ciertas a los ojos del espectador. Fue en el turno de preguntas cuando algo empezó a

torcerse. Si mal no recuerdo, en lo más encarnizado del debate la doctora Campillo dijo algo así como… «pinta lo mismo un eosinófi lo en el bronquio de un paciente EPOC que el doctor Morrón en el comité editorial de una revista médica». La respuesta fue no menos tajante: «Es más sencillo eliminar la eosinofi lia bronquial con un corticoide que borrar los disparates publicados por la doctora Campillo». El ambiente se fue caldeando tanto dentro como fuera del escenario. Los asistentes, especialistas en el ramo y representantes de la industria farmacéutica, tomaron rápidamente partido por una u otra opción, de acuerdo con convicciones médicas, preferencias personales o intereses comerciales. Lo único que yo quería era hacerme con 300 pavos para invitar a los colegas a unas copas al fi nal de la jornada. Las réplicas se sucedían, acompañadas por sonoros aplausos y enérgicos pataleos. Los ponentes habían abandonado los respectivos atriles y se habían reunido en el centro del escenario, con sus rostros a escasos centímetros uno del otro, cada vez más encendidos y alterados. Ya resultaba imposible escuchar algo inteligible por la megafonía, el griterío era ensordecedor, y el barullo, insoportable.

No estoy seguro de cómo empezó la debacle, creo que la doctora Campillo le tiró de la corbata a su rival, o quizás haya sido éste quien agarró bruscamente el brazo de su colega, el caso es que Marqués, tratando de mediar entre los otrora compañeros, recibió un puñetazo en la nariz que sonó como una nuez seca al partirse. Vi desplomarse cuan largo era al moderador y su sangre salpicó mi impoluta camisa blanca. Entre atónito y cabreado, me levanté instintivamente y eché un vistazo alrededor. Un barullo de brazos y piernas en movimiento, aderezado con gritos, exclamaciones e insultos del tipo «eosinofascista» se había adueñado de la platea del auditorio. Dudé un breve momento entre subir al escenario o poner los pies en polvorosa, pero rápidamente me decanté por la segunda opción siguiendo el atávico instinto de supervivencia (dos recientes editoriales en las que había defendido fervorosamente la importancia del eosinófi lo comprometían seriamente mi integridad física). Al pasar, miré un instante al escenario. Marqués dormía el sueño de los justos y la doctora Campillo estaba subida a horcajadas sobre el pobre Morrón, que trataba de liberar su cuello de las furiosas manos que lo atenazaban. Esa distracción fue mi ruina. Cuando me decidí a enfi lar la salida, la imponente silueta del doctor Callejón me había cortado el paso. —¡Qué, capullo! ¿Así que mi artículo no era sufi cientemente bueno para Archivos, verdad? ¿Crees que no adiviné que fuiste tú el revisor que lo echó abajo?

Iba a balbucear una torpe disculpa, pero no me dio tiempo, el golpe echó un telón neblinoso ante la batalla que se estaba librando en la sala. Desconozco cuánto duró el periodo de desconexión. Cuando recobré a duras penas la consciencia, mi nariz había

empatizado con la del moderador y mi camisa no era blanca, era un homenaje colchonero al campeón de liga. Arriba, en el escenario, el moderador trataba penosamente de incorporarse y la doctora Campillo todavía estaba encima de su rival, pero ahora se movía rítmicamente hacia arriba y abajo mirando hacia el techo con los párpados entrecerrados y una expresión dichosa en el rostro. No me lo podía creer… Me di la vuelta para observar un devastador panorama. Dos fi las más atrás, dos neumólogas se contorsionaban en algo parecido a una llave de judo al tiempo que un esforzado colega trataba de separarlas. A escasos metros, un médico estampaba repetidamente la cartera del congreso en la cabeza de su vecino justo al lado de una pareja que copulaba con instinto animal. Me pareció reconocer en él a un director de marketing de Astra y en ella a una directiva de GSK. Apenas di crédito al contemplar cómo el pacífi co doctor Altonací pisaba la cabeza del insigne doctor David Montoya. Me recompuse como pude y casi grité de júbilo al distinguir a mi lado a Callejón sujetando el cuello de un distinguido y progresista colega. Me puse detrás y le asesté una patada en la entrepierna con toda el alma. Una vez caído, le susurré al oído: —Realmente, no había por dónde coger ese bodrio de artículo.

Me di la vuelta para defenderme de un violento partidario de la EPOC como enfermedad sistémica cuando toda acción pareció detenerse como por arte de magia. El moderador había logrado llegar hasta un micrófono y se dejó escuchar con sorprendente claridad. —Doy por fi nalizado el debate. Agradezco a todos los presentes su entusiástica participación.

Una coreografía de gestos destinados a remeter camisas dentro de los pantalones, alisar faldas, colocar fl equillos y recomponer trajes se vio seguida del lento desfi lar de los asistentes hacia la zona del café. Mientras todo el mundo conversaba tranquilamente, yo le pregunté a mi colega el doctor Villoria: —Oye, compa, no me he enterado con todo ese lío… ¿quién coño ganó el debate?

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