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Cara y cruz. Ana Gutiérrez Patiño
Cara y cruz
Ana Gutiérrez Patiño
«¡Buenos días!» Entraba sonriente a la empresa donde trabajaba como enfermera. «¿Cuántos reconocimientos tenemos hoy?», preguntaba mientras me preparaba. Era tan ágil como una liebre y disfrutaba con inmensa alegría de mi trabajo. Pero aquel día, 27 de febrero de 2020, sucedió algo que cambiaría radicalmente mi vida. A media mañana, mientras pesaba a un caballero, de repente estornudó en mi cara... «Pero, ¡qué haces!», dije, procurando limpiarme la cara de las gotitas de fl ügge. ¡Dios mío!... un escalofrío recorrió mi cuerpo recordando que en Wuhan, China, se había declarado una infección muy agresiva por SARS-CoV-2, la Covid, que el 11 de marzo de 2020 la OMS declaró como pandemia.
En España nadie era consciente del alcance y la gravedad del asunto. Parecía algo tan lejano, que nos pilló sin ningún tipo de prevención. Tanto en mi empresa como en mi hospital, donde iba en turno de tarde, salvo servicios especiales, nadie usaba mascarillas. Teníamos la sana costumbre de entrar media hora antes para ventilar y limpiar superfi cies. Yo era la enfermera de la tarde, a las 22 h terminaba mi largo día de 14 horas laborales, y así habían sucedido mis días durante los últimos 15 años: ¡era feliz!
Empezamos a usar mascarillas, recibíamos a pacientes con síntomas respiratorios, pero sin diagnóstico. Mi especialidad, psiquiatría, prioriza el ingreso en agudos; cualquier otro síntoma orgánico se vería después del ingreso. Precipitados a un riesgo altísimo, sin material de protección y sin EPIs.
Cierta tarde no había mascarillas en el botiquín, pregunté y me respondieron que «las habían guardado bajo llave, porque se las estaban llevando». No daba crédito, nos dejaban totalmente indefensos ante el peligro. Llamé a urgencias y les ofrecí cierta medicación que solían necesitar; a cambio, les pedí tres mascarillas para mi equipo. Así estuvimos unos días, intercambiando medicación por mascarillas. Pero las medidas eran
precarias, el virus ya caminaba libremente por los pasillos, y cuando alguien estornudaba, sentía ese mismo escalofrío.
El 11 de marzo empecé con síntomas respiratorios. Mi doctora de AP me envió aerosoles. Ese fue el último día que trabajé. No era consciente de lo que se venía.
El 12 de marzo contacté infructuosamente con el 112, se negaban hacerme una PCR, no se podía demostrar que había estado más de 15 minutos en contacto estrecho con un positivo. Tenía síntomas febriles, disnea y malestar general. Mi pareja me llevó a urgencias pero me regresaron a casa. La placa de Rx no era defi nitiva; que guardara cuarentena en casa, que no volviera allí y que les llamara por teléfono si precisaba atención.
Así pasé dos días encamada en casa. La fi ebre subía, no podía comer, no conseguía respirar bien y entré en delirio. «Me estoy muriendo»... Conseguimos una ambulancia y me trasladaron al hospital. La doctora, nada más entrar, me dijo enfadada: «El procedimiento era haber llamado por teléfono». Me callé, no tenía fuerzas. Un rato después de las placas de Rx, la doctora cambió su actitud y con voz grave dijo: «Tienes neumonía bilateral». La analítica y la PCR confi rmaban que era positiva de Covid-19. Ese día, 14 de marzo de 2020, ingresé y ya nunca más volví a ser la que era. Me pusieron una mascarilla CPAP: presión positiva continua en la vía aérea. Empecé a cargar mi cruz. Mi mente mantenía una imagen fi ja, la de mi pareja despidiéndome con lágrimas en sus ojos; presentíamos lo peor.
El 24 de marzo me trasladaron a la UCI, todo era dolor; angustia por inhalar el aire que no llegaba, añadiendo ansiedad a la ya alta tensión arterial. El 26 de marzo me intubaron descansando en coma inducido. El 8 de abril me hicieron traqueostomía, pero el cuadro empeoró; sobrevino reinfección pulmonar y todo fue a peor. Me encontraba en riesgo vital crítico, todo era oscuridad, me estaban perdiendo. No respondía, los hemocultivos mostraban una colección de patógenos nosocomiales agregados, que derivaron en fracaso multiorgánico. En la madrugada del 24 de abril me dieron la extremaunción. En la UCI tuve dos paradas... agonía compartida por mis compañeros durante treinta años de servicio. De repente, fui el centro de atención de todos ellos. Había una enorme tensión, estaban sobresaturados, las alarmas no paraban de sonar, todos corrían ante la urgencia, y luego, el silencio ante los fallecidos. A eso se les añadió la carga emocional de ver a una compañera muriendo, un posible espejo para ellos.
Sólo Dios sabe por qué no me llevaron. El 26 de abril empezó a bajar la fi ebre, y el 10 de mayo me despertaron. No podía hablar, ni mover un dedo, no conseguía cerrar la boca, había perdido mucho peso, apenas tenía musculatura, ni refl ejos, no controlaba nada, no reconocía a nadie, todo era surrealista. La TV mostraba calles desoladas. Estaba atrapada en una pesadilla.
Un día entraron en mi box dos personas que no identifi qué. Pensaban que no les escuchaba. Una de ellas empezó a criticar: «¡Vaya gol que nos han metido!», «Aquí no hay mucho que podamos hacer, es un síndrome de enclaustramiento!» Ese término era nuevo para mí. Básicamente, era que tenía cuadriplejía y parálisis de los nervios craneales, que me impedían moverme. Eso me llevó a profundas refl exiones sobre la vida y los valores reales. Viajé a mi interior y descubrí un rico mundo de espiritualidad, más allá de lo terrenal. Elevé mi oración y me encontré con el desafío de intentar recuperar todo lo perdido. Desde entonces, mis fi sios vinieron todos los días. Al verme tan dispuesta a cooperar, también se sintieron estimulados a recuperar a esa compañera consumida, frágil y dependiente total. Empatizamos pronto, pese al dolor y las lágrimas que me producían. Mi alma se sobrepuso por encima de las severas limitaciones; cual Juan Salvador Gaviota, día a día empecé a «volar» ganando algo de autonomía... También había algo nuevo que festejar. Salí de la UCI el 19 de mayo de 2020. Había pasado 55 días intubada y tres meses en el hospital. El alta hospitalaria llegó el 2 de junio. Hoy soy consciente del privilegio de poder respirar.
El estudio pulmonar, según espirometrías seriadas: Capacidad Ventilatoria Pulmonar (FCV): Junio 2020: 47%> Alta hospitalaria. Camino con oxígeno y andador. Septiembre 2020: 82%> Incremento el ejercicio, con oxígeno y andador. Diciembre 2020: 91%> Necesito mórfi cos para tolerar el dolor. Marzo 2021: 96% de capacidad pulmonar. Sigo recuperando con fi sioterapia diaria.
Siempre consideré la enfermería como la realización de todos mis ideales profesionales y espirituales. La enfermería no es solamente una profesión, es un estilo de vida, porque en el fondo todos somos cuidadores. Pero encontré en la fi sioterapia una disciplina que me ha regalado la posibilidad de valerme por mí misma. La fi sioterapia respiratoria me da vida: ¡Puedo respirar! Y estoy enormemente agradecida a todos aquellos que han intervenido en mi rescate. Gracias al Señor de Vida que nos regala el aire: ¡RESPIRO!