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Recuerdos. César Augusto Bejarano Rojas

Recuerdos

César Augusto Bejarano Rojas

Recuerdo esa primera vez que mi madre me lanzó la chancla a la cara. O cuando jugábamos a fútbol con una lata de refresco en el colegio, porque ninguno tenía balón.

Recuerdo cuando tocábamos el timbre en las casas y salíamos corriendo (especialmente cuando conocíamos a un nuevo amigo y le dejábamos detrás. Era la forma de iniciarse).

Recuerdo cuando iba caminando al colegio, con 11 años, y tenía que hacerlo durante una hora. Me ponía los cascos justo cuando me iba acercando para pasar desapercibido ante el tumulto de compañeros que se formaba en la entrada. O cuando la profesora no me dejó ir al baño, por más que se lo pedí seis veces, hasta que no pude aguantar, y lo único que hizo fue dejarme en el centro, mientras el charco recorría mi puesto y todos se reían.

Recuerdo cuando empecé a salir con María, y la timidez no me dejaba ni tomarle la mano. O cuando partía el pastel de pollo por la mitad y me daba una parte, porque sabía que no tenía dinero para comprar nada.

Recuerdo cuando nos pasábamos notas en el cuaderno, mientras el profesor estaba tomando apuntes en la pizarra. “¿Vienes a mi casa cuando salgamos?”

Recuerdo cuando me gradué, y lancé el sombrero al aire.

Recuerdo cuando entré en la universidad y tenía que llevar el horario impreso en la mano, mientras observaba cada salón como quien observa un distinto tipo de ave en el Amazonas.

Recuerdo cuando encontré mi primer trabajo y tuve que aprender a dividir mi tiempo entre las clases y los deberes fi nancieros. La vida de escuela jamás había parecido tan simple.

Recuerdo cuando adopté a Musa, una pequeñísima gata negra que encontré en un matorral. Si ese día no me hubiese quedado sin pila en los cascos, hubiera pasado de largo.

Recuerdo cuando mi madre me pidió perdón por lo de la chancla, años después. O cuando dejamos de pelear todos los días, luego de que yo madurara.

Recuerdo cuando me reencontré con Julián, y vino a tocar el timbre a mi casa. Cuando abrí no había nadie. “Esto es por las veces que me dejasteis detrás”.

Recuerdo cuando María conoció a Musa, y luego de volver de clases la encontré en mi cama durmiendo a su lado. O cuando confabulaban a mis espaldas.

Recuerdo cuando nos casamos, y adoptamos a Nerea, una gata gris. Ahora éramos cuatro.

Mi vida se basa ahora en esos recuerdos, quizás porque aprendí que esos momentos fueron lo mejor que me pasó. Me di cuenta, solo al crecer, que la vida está en esos pequeños instantes, se dibuja entre segundos y se enmarca en el corazón para siempre.

Ahora no busco una felicidad utópica. Ahora valoro cada instante, desde acariciar a Nerea o a Musa, desde verlas a ellas dos dormir juntas, desde fregar los platos hasta esperar a Sabela por el pan de las mañanas para las tostadas.

La felicidad está allí, en eso que está pasando precisamente en ese momento. La vida está en los pequeños instantes.

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