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La máquina del tiempo. Raúl Clavero Blázquez

La máquina del tiempo

Raúl Clavero Blázquez

Mi eterno Luis, esto no es sólo una carta de amor.

Esto es una máquina del tiempo.

Sé que Verónica habrá elegido la ocasión adecuada para entregártela, y espero que, cuando la leas, hayas empezado a perdonarme. Soy consciente de que te debo una explicación, aunque quizá ya no te haga falta, nunca te conformaste con los espacios vacíos y es probable que hayas tirado abajo todas las puertas necesarias hasta descubrir el motivo de mi huída. Puede que pienses que soy una cobarde, pero dentro de unos años te darás cuenta de que esta era la mejor solución. No quiero la agonía, no quiero ver cómo te agrietas mientras me consumo, no quiero sentir cómo se pudren todos nuestros lazos bajo el peso del dolor.

Ahora estoy aterrada, lo confi eso, dentro de unos minutos me encontraré contigo y tendré que mentir. No te contaré que en el hospital me dijeron que esta vez mis pulmones son irrecuperables, y nos abrazaremos, y prepararemos la cena, y nos reiremos de habernos asustado tanto por una falsa alarma. Después te diré que quiero dar un pequeño paseo, a solas, para reencontrarme con la idea de seguir viva. Y ya no volveré a oír tus suspiros lastimeros del despertar, ni olfatearé de nuevo el aroma único de tu cuello, ni podré sentarme a tu lado durante horas, en silencio, solo por el placer de observar cómo nos crecen, poco a poco, las arrugas.

He elegido el puente donde te vi por primera vez, hace diez primaveras, antes incluso de que supieras mi nombre ¿Lo recuerdas? Nuestras miradas se cruzaron por un segundo y sonreíste. Ahí estuve segura de que la eternidad era tu boca. Repartías publicidad de colchones y me diste un folleto que aún guardo. Había algo en tu modo de mover los

dedos que parecía querer frenar un viento inexistente, y una preciosa y extraña cicatriz en tu mejilla izquierda que quise imaginar como un mapa de un magnífi co tesoro. Después vino tu voz, claro, tan llena de pequeñas llamas humeantes, de barcos en el horizonte y de campanas, muchas campanas. Y tu risa, similar al crujido líquido de una cereza entre los dientes, la primera de las siete que te escuché aquel mismo día (cuatro carcajadas, dos risas breves, una de ojos entornados y cabeza ladeada a la derecha). Cuando miré mi reloj al atardecer, comprobé con pasmo que, entre preguntas, confesiones y silencios, habíamos pasado ya varias semanas juntos. Al decirte lo fácil que me resultaba estar contigo me ofreciste tus manos, y a partir de ese momento atravesamos volcanes, y buceamos bajo el hielo, y esquivamos el barro, y saltamos todas las vallas de espinas. Todas menos una.

Menos una.

Qué extraño es todo. Un médico dice una palabra terrible y ahora sólo me quedan unos pocos meses de vida.

Lo peor de no tener futuro es no tenerlo a tu lado, pero, como te dije al principio, esto no es sólo una carta de amor, es una máquina del tiempo. Es también un refugio que podrás usar cuando notes un hueco con mi forma cerca de ti. Aquí volveremos a brindar en un instante infi nito, frente a una tarta de manzana y con una copa entre los dedos, contemplando la felicidad en nuestros ojos con la expresión ingrávida de quien escucha un primer llanto. Mientras lo hacemos, al otro lado de estas letras, las nubes cambiarán tantas veces de color que olvidaremos todo mundo distinto a este. Cuanto aprendimos dejará de importar. Surgirán imperios que después morirán, idiomas nuevos, enfermedades y curas. Se hablará de la extinción del ser humano hasta que sea cierta. Se apagarán todas las estrellas y en la oscuridad, esa que ya me acecha, nos seguiremos amando.

Cada vez que me leas, nos seguiremos amando.

Hasta siempre, eterno Luis. Nos vemos en un rato.

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