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Abrir la puerta. David Castillo García
Abrir la puerta
David Castillo García
La tarde anterior a la guardia del veintisiete de marzo, ella estuvo repasando en casa todos los protocolos que le habían enviado desde su servicio de neumología. Recuerdo que entré en el salón para preguntarle si había alguna novedad sobre los tratamientos y me dijo que apenas había cambiado nada desde que comenzaron los ingresos en el hospital a principios de mes.
Las niñas y yo decidimos dejarle sola, salimos del salón e intentamos no hacer ruido, para que no se desconcentrara con alguna rutina casera o le transmitiéramos alguna información inútil que le incrementara el cansancio que acumulaba por aquellos intensos días de trabajo en el hospital.
Cuando llegó la noche, preparamos la cena y nos pusimos a ver las noticias en la televisión, con la esperanza que hubiera alguna buena. Pero no fue así, sólo se informaba sobre la desolación de los familiares que estaban perdiendo a sus seres queridos, sobre la grotesca e indignante imagen del personal sanitario protegiéndose con bolsas de basura, sobre la falta de respiradores para tanto afectado por el virus y sobre el incremento de la incertidumbre que se apoderaba de toda la población.
En aquel inolvidable mes de marzo, pudimos sentir cómo el miedo se extendía entre todos nosotros, de una forma diferente a la que conocíamos.
El incremento de la información que facilitaban las autoridades era proporcional al de las nuevas preguntas que se acumulaban en nuestros pensamientos. Algunos los comentábamos para intentar aportar alguna claridad a la confusión o simplemente por escucharnos para percibir cómo afrontábamos lo desconocido.
Su teléfono no dejaba de recibir mensajes, algunos de ánimo y muchos de preocupación y consultas. La tensión nos quitó el apetito y la cena se quedó a la mitad. Las niñas se fueron a dormir pronto, desconcertadas por las imágenes que estaban viendo en la
televisión, y nosotros nos quedamos calculando las horas de efi cacia de la única mascarilla de tipo ffp2 que tenía en casa por suerte, porque se la regalaron como muestra en unas jornadas dedicadas al asma y la alergia. Aquel trozo de tela fi ltrante se convirtió en el escudo físico y emocional al que agarrarse para quitarse el miedo.
La búsqueda de diferentes alternativas de protección nos sirvió para calmarnos un poco, intentábamos esquivar hablar abiertamente de nuestros temores, ocupando la mente con posibles combinaciones de guantes y plásticos. No había mucho más que hacer y sí mucho en qué pensar, por eso decidimos tomarnos un par de valerianas para llamar al sueño cuanto antes.
A la mañana siguiente, me despertó el sonido del agua del lavabo del cuarto de baño. Ella estaba terminando de asearse cuando sonó su teléfono, era su compañera del servicio que estaba terminando la guardia y tenía que darle el relevo. Pude escuchar lo que hablaban porque tenía el altavoz del móvil activado, le decía que no había podido ver a todos los enfermos de la planta por la cantidad de nuevos ingresos y urgencias que tuvo que atender de los infectados por el virus y que necesitaba marcharse cuanto antes del hospital porque su marido le había dicho que se encontraba mal y estaba muy preocupada. Después, para ganar tiempo, le comunicó el número de las habitaciones en las que hubo complicaciones durante la noche, y al lado del número escribía alguna anotación que no llegué a entender. Se percató que me había levantado de la cama y que la estaba observando, desactivó el altavoz del móvil, cogió la hoja con las notas y se fue al salón. No sé bien por qué estaba siguiendo cada paso que daba, sólo sé que quería estar con ella. Al colgar el teléfono, vi en su cara la preocupación, consciente de lo que le esperaba.
Sentados en el sofá y tomando el primer café del día, la miré por si quería contarme algo. Pasaron unos diez minutos antes que comenzara a verbalizar sus pensamientos. Me comentó algunos casos que le inquietaban, evidentemente no para que lo entendiera yo, sino para memorizarlos y preparar el tratamiento. Sabía que nadie estaba preparado para afrontar aquella situación en el hospital, era algo tan novedoso, tan fuera de control, que no había certeza científi ca a la que poder agarrarse para tomar las decisiones adecuadas.
No tenía ni buenas armas ni una estrategia clara para luchar, no tenía escudos para protegerse, pero aún así, había que ir a enfrentarse con la enfermedad, como si le estuviera esperando, amenazante, sabiendo que, aparte de desconocerla, era probable que se produjera el temido contagio.
La hora de salir de casa había llegado, no había más que hablar, la seguridad del hogar era como un refugio que tenía que abandonar, renunciar a la protección y arriesgarse.
Fue al rincón de la entrada de casa, dónde dejaba la ropa que se ponía para ir al hospital, la sacó de la bolsa y nos pidió que nos retiráramos. Mientras se vestía, mis hijas y yo le dijimos que se cuidara mucho. Nos tuvimos que aguantar las ganas de abrazarla y le rogamos que se protegiera con todo lo que pudiera.
Recuerdo muy bien aquellos momentos, que se me grabaron emocionalmente para toda la vida, porque estuve tentado a decirle que no fuera al trabajo. Para mí aquello era su trabajo, una tarea profesional que se había convertido en un riesgo nuevo para todos y en un peligro inminente para ella. Pero no hubo ocasión de decirle nada de aquello, no permitió que le expresara mis miedos porque, aunque ella también los tenía, su vocación los mantenía bajo control. Sabíamos que no era una labor más, aquello era diferente, por eso abrió la puerta y se marchó.
Me asomé al balcón por si miraba hacia arriba buscándonos, por si decidía algo diferente antes de salir del recinto de la urbanización o para apoyarla en caso de que le asaltara alguna duda, pero no fue así, caminaba rápido, estaba decidida y lo hizo, se enfrentó.
Pasaron algunos días hasta que me atreví a preguntarle cómo estaba superando el miedo de salir a la calle. No quería incidir en el aspecto emocional, pero, por otro lado, tenía la necesidad de comprender lo que pensaba en aquellas estremecedoras mañanas, en las que el silencio reinaba en la calle y la soledad se apoderaba de las aceras, dejándolas frías, tan solo ocupadas por las escasas huellas de aquellos que tenían que afrontar la circunstancia. Su respuesta a mi pregunta fue clara: “Los enfermos me necesitan, siento que me esperan y no les voy a fallar. Además, sé que os tengo a vosotros para poder hacerlo, lo sé y os necesito”.
Por fi n comprendí que la luz que le iluminaba cada día, la que le alentaba, la que le invitaba a continuar afrontando la circunstancia, era la misma luz que conseguimos sentir en nuestro interior gracias a ella y la que consiguió mantener viva nuestra esperanza hasta el fi nal.