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Pospandemia. Maricruz Carreño

Pospandemia

Maricruz Carreño

—Díme, papá, ¿por qué llevan esas personas eso raro en el cuello y nosotros no?

La pregunta surgió espontánea y me pilló por sorpresa. Habíamos vuelto a la ciudad después de mucho tiempo encerrados en el pueblo.

Como muchos habitantes de este mundo, nos habíamos refugiado en el lugar más remoto que habíamos encontrado y habíamos cerrado la comunicación con el mundo exterior. Había sido la única manera de no contagiarnos de ese terrible virus que había asolado la Tierra. De la vida que habíamos conocido a principios del siglo XXI apenas quedaba nada. La primera pandemia, la del coronavirus, fue un chiste comparada con la que apareció 10 años después, con una tasa de contagio elevadísima y produciendo casi a todos los infectados una insufi ciencia respiratoria aguda. Se veía a la gente caer en la calle llevándose las manos al cuello o al pecho. No había oxígeno sufi ciente, no había hospitales sufi cientes, y la respuesta general fue la huida y el aislamiento, cada uno donde pudo. Se cerraban las puertas, visibles o invisibles, a la entrada de otras personas por miedo al contagio. La actitud general no había podido ser peor. Había sido un sálvese quien pueda… salvo unos cuantos locos, científi cos, informáticos, ingenieros, que se habían encerrado para buscar soluciones, fi nanciados o sin fi nanciar por gobiernos inexistentes que habían desaparecido. No había realmente países, sino estructuras gestionadas para salvar comunidades concretas. Ese grupo de gente había producido un aparato parecido a un oxigenador de membrana que captaba oxígeno del aire de forma similar a unas branquias y se instalaba en el cuello de los pacientes infectados permitiéndoles sobrevivir, primero unas horas, luego unos días y, fi nalmente, funcionando para mantener a las personas vivas. La fi brosis pulmonar que generaba persistía en el tiempo, y aunque habían conseguido sobrevivir, tenían limitados los esfuerzos físicos. Dada la infectividad del virus, múltiples comunidades tenían casi toda su población con esos dispositivos en el cuello, con lo que la imagen típica del ser humano había cambiado.

Consiguieron producir esos dispositivos en gran número y salvar así la vida de muchas personas del medio urbano.

El problema es que la población mundial había sido reducida a una cuarta parte en relación al comienzo de siglo. El virus por fi n desapareció: no se sabía si por la vacuna que fi nalmente se había diseñado, por el aislamiento feroz de distintas comunidades o por los nuevos fármacos que habían aparecido.

Ahora, en el último cuarto del siglo XXI, el paisaje urbano había cambiado, y a los que nos estábamos permitiendo la salida de nuestros reductos nos resultaba difícil reconciliar la imagen que teníamos de las ciudades con lo que veíamos ahora.

Lo que más llamaba la atención era la apariencia de las personas con esas estructuras en el cuello a modo de branquias metálicas, o al menos eso parecían. Apenas se veían niños en esa ciudad. Los niños no parecían llevar esos dispositivos. Claro que no se veían niños de 10-12 años, sólo algunos aislados de 2-3 años, muy pequeños. Tampoco se veían personas mayores. No había animales en las calles. Habían desaparecido los paseadores de perros. No sabíamos por qué, si se los habían comido, si habían enfermado o si estaban escondidos o guardados en algún sitio. El poco contacto que se había podido mantener, gracias a las radios, había informado de cómo se habían utilizado determinados animales para los experimentos del dispositivo del cuello. Se observaba vegetación abundante, como si nadie hubiera cuidado la ciudad en mucho tiempo. Había agujeros en las calles, que tampoco habían sido reparados. No se veían lugares de espectáculos, ni cines, ni teatros. No había centros comerciales, ni tiendas abiertas a la calle. Había portales cerrados y casi nadie en la calle. No se veían tampoco colegios. La calle estaba casi en silencio. Algún coche, alguna bicicleta, alguna moto… ¡Qué diferente de mis recuerdos!

Y qué diferentes de la imagen que había descrito a mi hijo, a las expectativas que había creado en ese viaje, en esa salida al mundo exterior desde nuestro valle entre montañas, donde no se había permitido ni entrada ni salida de nadie durante 15 o más años. En el valle, la vida era tranquila, salvo por las labores de vigilancia. Nadie refería a los niños lo que se hacía para tener incomunicada la comunidad.

Pasado un tiempo prudencial en el que la radio comentaba que la pandemia había terminado, habíamos salido mi hijo y yo de acuerdo con la comunidad a la ciudad más próxima y más relevante del entorno.

Y ahora la ciudad era tan distinta… Las personas eran físicamente diferentes a nosotros… No sabía qué contestar a mi hijo. —Hijo, son personas como nosotros, pero llevan eso en el cuello porque utilizaron ese dispositivo para poder seguir respirando y sobrevivir a la pandemia. —¿Y podemos ir con ellos, hablan como nosotros?

La verdad es que no sabía qué contestar.

Habían sido dos formas muy diferentes de abordar la pandemia y no sabía cómo se solventarían las heridas que unos y otros teníamos.

Vi a mi hijo dirigirse a un joven con ese dispositivo en el cuello y me asusté. No sabía si sería bien recibido, si el dispositivo causaba alguna alteración en la capacidad para articular palabras. Con el dispositivo habían conseguido que sobrevivieran a la incapacidad de respirar, había sido un avance científi co inenarrable, pero nadie describía si hablaban normal o no. —¡Hola! —saludó mi hijo. —¿Te duele lo del cuello?

El joven le miró con suspicacia inicialmente, con sorpresa por su edad y su aspecto. —No, no duele.

La voz sonó con un timbre raro, plano y algo gutural, pero claramente comprensible. —Tú no lo llevas. ¿De dónde sales? ¿No eres de aquí, no? —No, vengo de lejos ahora que dicen que la pandemia ha terminado —contestó mi hijo.

El joven me miró y miles de preguntas asomaron a sus ojos. Quería saber, como queríamos saber nosotros. Intercambiar información. Sonrió. El dispositivo del cuello afectaba a la sonrisa, pero tenía sonrisa en los ojos. —¿Queréis comer? ¿Acabáis de llegar? ¿Tenéis dónde dormir?

Fue un bombardeo de preguntas que me hizo recordar ese primer cuarto del siglo XXI, cuando se tomaban cañas, se compraba comida, pan, dulces, frutas, con muchas tiendas abiertas en la ciudad, mucha gente en la calle, mucho ruido, música, vida… que ahora habían desaparecido. —¿Queréis venir a mi casa?

La pregunta me pilló desprevenido y fue mi hijo quien contestó. —Fenomenal, tengo muchas ganas de ver qué coméis en la ciudad.

El joven sonrió a mi hijo y posteriormente a mí. —Ya no hay virus circulante. Podéis estar tranquilos. Sólo estamos en pospandemia…

Pospandemia…

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