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El poeta y el estudiante. Frederic Gotmar

El poeta y el estudiante

Frederic Gotmar

Era una helada mañana de diciembre de 1935 y, aunque el aire frío nos abofeteaba la cara y atravesaba nuestra ropa, soleado y resplandeciente. Llegó con una maleta pequeña y bolsas llenas de libros. Al bajar del coche, una primera mirada al edifi cio y al bosque que le rodeaba, y luego, sonriendo, a quienes estábamos ante la puerta. Era un hombre delgado, no muy alto, con un ademán de extrema timidez, unas gafas que parecían irle grandes y una mirada en apariencia extraviada que no se perdía ningún detalle. Pensé, erróneamente, que era una persona muy frágil. Como se me había encomendado, le acompañé a la primera visita con el Dr. Ribas. Entonces yo era estudiante de tercero de medicina. El año anterior había hecho un curso introductorio de enfermería que me había permitido aprender algunas herramientas básicas. Por diferentes azares, había llegado al sanatorio unas semanas atrás, donde, durante períodos de vacaciones y fi nes de semana, realizaba tareas auxiliares. Todavía no lo he dicho: estamos hablando del sanatorio antituberculoso de Puigdolena y de su paciente más conocido, el poeta y médico Màrius Torres.

Aquellas Navidades le vi varias veces, pero no mantuvimos una primera conversación hasta días después de su llegada, mientras le medía la fi ebre y, al preguntarle cómo se encontraba, me contestó: “Pues bastante esperanzado. Como ya sabrá, soy médico, y por lo tanto consciente de la importancia de mi enfermedad. La radioscopia dice que solo tengo una lesión no cavitada en la base del pulmón derecho. El Dr. Ribas me ha recomendado reposo casi absoluto durante tres semanas y seguir una dieta abundante rica en leche, caldos de carne, verduras y frutas. Después, nueva radioscopia y ya decidiremos. Es posible que sólo esté aquí unos meses. Estoy muy satisfecho de haber elegido este sanatorio, creo que el Dr. Ribas sabe bien lo que se hace”. Me explicó que se había traído muchos libros de poesía, de fi losofía, de ensayo, y también algunos de medicina, y que aquí tendría tiempo de leer, y también de escribir. La poesía se estaba convirtiendo cada vez más en uno de los motores de su vida.

Siete meses después de su ingreso, estalló la Guerra Civil. Este hecho le causó una gran desazón. Sufría por sus familiares y amigos, sobre todo por su hermano Víctor, movilizado en el frente, y sufría también por la recién nacida república, que, con muchas carencias aún, había empezado a hacer cambios sociales y en derechos nunca antes imaginados. Fui movilizado y destinado a actividades de apoyo en Barcelona. Mi contacto con Puigdolena se fue espaciando. No tuvimos ocasión de hablar hasta febrero de 1937: “Mi enfermedad está mejorando muy lentamente, el reposo inicial no tuvo mucho efecto, he tenido que repetirlo más veces. Hace unos meses, fui sometido a colapsoterapia, que, como usted muy bien sabe, es la tendencia más actual en cuanto a tratamiento. El Dr. Ribas me inyectó aire en la pleura para colapsar y cicatrizar las lesiones. En este momento, tengo una cavitación, pero parece que se mantiene estable. Hemos probado algunos fármacos, como promin o promizole, pero no hemos tenido avances. Seguramente, ahora me administrará un fármaco que generó muchas esperanzas hace unos años, sanocrisina, una sal de oro. Los datos son controvertidos, algunos estudios indican que conllevaría mejoras y otros lo niegan. Hace 10 años estuvo a punto de ser fabricada por una empresa estadounidense. El Dr. Ribas ha obtenido una cantidad de ella del investigador que la desarrolló, un danés. Me voy haciendo a la idea de que estaré aquí aún más tiempo. Pero no hablemos más de la tuberculosis. Usted, ¿cómo ve la situación de la guerra? A mí me preocupa mucho, es una gran desgracia de la que casi nadie puede escapar. Sufro por las personas que quiero y también por el futuro del país, y al mismo tiempo me siento inútil por no hacer nada desde aquí. Por suerte, escribir y leer es un refugio para mí. La poesía está siendo el gran bálsamo que me permite olvidarlo todo durante largos ratos. ¿Sabe que he escrito más de cincuenta poemas desde que estoy aquí?” Le brillaban los ojos, me extendió un cuaderno. “Mire, este es uno de los que mejor expresan lo que me hizo sentir el inicio de la guerra”, dijo señalando uno. Recuerdo que no tenía título. Comenzaba: “Dulce ángel de la muerte...”. También me explicó que le ayudaban mucho a no desfallecer las amistades que había hecho, sobre todo con una enferma, a quien cariñosamente llamaba Mahalta. Se escribían cartas, que se hacían llevar de habitación a habitación, a pesar de estar separadas sólo por unos metros. Por lo que me dijo, intuí que se profesaban mutuamente un amor platónico e intelectual, lo que no deja de ser sorprendente en dos personas de alrededor de 25 años. También se carteaba con un conocido de Mahalta, Joan, con el que compartían la pasión por Cataluña y por la literatura. Este actuaba como un crítico estricto de su poesía, y eso le estimulaba a escribir.

El 1938 decidió el curso de la guerra. Barcelona cayó el 26 de enero de 1939. A fi nales de febrero, no quedaba en Cataluña ni un ápice de la república. Puigdolena no fue una

excepción. Personalmente, fui detenido, pero liberado a las pocas semanas. También se me autorizó a retomar mis estudios en el siguiente curso. Cuando volví al sanatorio, todo había cambiado. Había muchas carencias materiales, los alimentos escaseaban, y también el material sanitario. El ambiente era muy distinto, refl ejaba las directrices del nuevo régimen, la censura estaba por todas partes, se controlaba la correspondencia, se desballestó la biblioteca, el catalán escrito estaba prohibido. Incluso los pacientes habían cambiado.

Recuerdo que una tarde encontré a Màrius tocando el piano en la sala de estar común. Estaba solo, la pieza sonaba muy triste, creo que me dijo que era de Beethoven: “Querido amigo, me alegro mucho de volver a verle y de que le hayan permitido volver. Es una de las cosas buenas en medio de tanta oscuridad. Siento una tristeza inmensa que ni siquiera puedo explicar. ¡Todo el mundo que yo conocía se ha derrumbado y lo hemos perdido casi todo! Mi familia ha tenido que exiliarse en Francia y no sé casi nada de ella. ¿Sabe que he estado a punto de ser encarcelado? Me reprochan unas colaboraciones en un periódico leridano. Por suerte, la propietaria del sanatorio ha conseguido detener el procedimiento y que me dejaran aquí, argumentando lo avanzado de mi enfermedad. Sí, como le digo, estoy estable, pero sin mejora apreciable. Lo que parecía una estancia corta se ha ido alargando. Ya llevo casi cuatro años aquí. Hace poco, el nuevo director me sometió a una nueva operación. Ahora tengo varias lesiones y cavidades en el pulmón derecho, algunas muy próximas a la pleura. Se han formado adherencias, por lo que ha debido romperlas por toracoscopia antes de provocar un nuevo neumotórax. Para aumentar el efecto de colapso, me han provocado una parálisis del diafragma derecho. Si consigo salir de esta, mi pulmón derecho estará lleno de cicatrices, tendré que hacer una vida muy sedentaria, pero, ¡ojalá!”. Yo le escuchaba siempre sin decir casi nada. Sólo nos separaban seis años de edad, pero la distancia intelectual era enorme y yo le tenía un gran respeto.

Le vi por última vez en noviembre de 1942, sentado sobre una roca, contemplando el valle que se extendía ante él. “Amigo, ¿no percibe la belleza de la naturaleza que tenemos delante? El invierno está llegando, y a pesar de todo, no puedo imaginar nada más hermoso. Quisiera que mis pensamientos y anhelos volaran como pájaros, más allá del bosque y las montañas, hacia la libertad, lejos de todo lo que nos impone y nos ahoga, lejos de este cuerpo débil que me encarcela”. De aquellos días es su último poema: “Pronto, en los asilos y los bancos de la ciudad / entrará en el corazón de los pobres todo el frío que se acerca / … y sin embargo, ¡qué bellos, el violeta pálido, el verde brillante, encendido de oro inmaterial / de este poniente de octubre, orgullosamente alto!”.

Murió un mes después.

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