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Las entrañas. Jesús Allende González
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Las entrañas
Jesús Allende González
Un dolor punzante en el costado derecho le devolvió a la realidad. Desde las entrañas de la tierra, tras un turno de noche agotador y enfrascado en sus pensamientos, Celestino ascendía hacia la bocamina en compañía de otros mineros. En la jaula metálica, el grupo permanecía de pie y en silencio, los ojos rojos y el mirar apagado, sus caras tiznadas de negro. La luz incierta del alba los envolvió al salir a la superfi cie.
Unas horas antes, mientras Celestino picaba en la rampa, el polvo del carbón le provocó varios golpes de tos, una tos violenta, espasmódica, incoercible. En aquel ambiente mefítico, la pequeña esponja que —sujeta a duras penas con una goma y los dientes— cubría su boca servía pobremente de barrera aislante. Después del último acceso, había notado en la garganta un sabor metálico y dulzón que se convirtió en náusea por efecto del polvo envolvente. Intentó respirar saliendo a la galería, donde el capataz vigilaba el llenado de los vagones. Allí experimentó un deseo imperioso e irracional de fumar. Llevaba varios meses sin encender un cigarrillo y la necesidad de hacerlo, fruto de la nostalgia del gesto, le sorprendió.
En el edifi cio donde se encontraban los lavabos, la blancura de los azulejos contrastaba con el negro de las caras, con el color azul, oscurecido por el carbón, de los monos de trabajo y con los ribetes negruzcos que cercaban los ojos y rodeaban las uñas aún después de que los mineros se lavaran cara y manos. Se diría que un pintor invisible hubiese perfi lado al carboncillo su mirada y las puntas de sus dedos. Celestino se secó, se vistió y salió al camino que le llevaba de regreso a casa.
El pueblo distaba unos cinco kilómetros de la mina. Él y otros compañeros hacían a pie el trayecto de ida y vuelta al trabajo todos los días menos los domingos y fi estas de guardar. Entonces se ponían sus camisas blancas y chaquetas de traje para ir a misa primero y después a la cantina de Paco, a tomar unos vasos o a echar una partida de cartas.
Era una mañana clara de comienzos de junio y en el valle ya se presentía la llegada del verano. Los caminantes veían enfrente un paisaje de llanura, a veces parduzco, dorado a trechos, salpicado aquí y allá por prados verdes, sotos exuberantes y pequeñas arboledas. A sus espaldas intuían la mirada vigilante de las montañas que, cual guardianes de piedra, cerraban el valle por el norte y lo separaban, según decían, del mar. El mar era para la mayoría de ellos una presencia solo sentida, porque no lo habían visto nunca. Salvo Chus, quien de niño había estado interno en un colegio de frailes de una ciudad costera y les hablaba de excursiones a la playa en días soleados, de baños de luz y agua salada, de un aire puro que la brisa marina empujaba suavemente al interior de los pulmones convirtiendo en un placer el acto de respirar. Respirar, ¡qué difícil resultaba para ellos en su trabajo diario!
A trechos, el camino discurría parejo al curso del río que cruzaba el valle de norte a sur. Era un río truchero y pródigo en cangrejos, un alegre fl uir de aguas transparentes y saltarinas en esa época del año. Celestino recordó los baños de su infancia en los pozos donde el agua se remansaba y sintió que se le erizaba el vello de la piel. “El agua del río está siempre fría, incluso en verano”, se dijo. El recuerdo táctil le produjo escalofríos y no pudo evitar preguntarse si tendría fi ebre. Desde San Isidro, ahora se daba cuenta, venía notando cierta sensación de calor a la caída de la tarde. Y eso que en el valle los atardeceres siempre eran frescos. A veces, un trasudor frío humedecía los hombros de su camisa.
Mientras caminaba, Celestino pensaba que nunca había salido del valle. Allí había nacido, allí vivía y, aunque no dejaba que su imaginación volase hacia el futuro, suponía que en el valle terminaría sus días. Sintió una unión especial con el lugar, como si su propio interior formara parte de las entrañas de la tierra, esas entrañas que le procuraban el sustento con el trabajo en la mina. Las tareas del campo, su otra actividad, le ayudaban a completar sus ingresos y a abastecerse de productos de primera necesidad. “Tierra, a fi n de cuentas”, musitó, oteando el horizonte.
Poco antes de llegar al pueblo, los caminantes pasaron al lado del cementerio, una pequeña porción de terreno rodeada por un muro cuadrangular de piedra y un ciprés en el centro. Cada uno de los mineros podía recorrer mentalmente la disposición de las tumbas donde reposaban sus familiares o vecinos. Con cierta frecuencia, el recuerdo se quedaba prendido en los que habían muerto por silicosis o en accidentes de mina y se adueñaba del grupo un silencio hecho de temor y respeto.
Unos metros más adelante, sobre una loma situada a la derecha del camino, se adivinaban las cruces que componían el calvario donde el pueblo se reunía en Viernes Santo. La última Semana Santa, durante el rezo del Vía Crucis, Celestino fue el encargado de acompañar con el crucifi jo grande a don Hermógenes, el cura. Nunca había tenido
problemas para completar las catorce estaciones del recorrido, pero en esta ocasión se encontró falto de fuerzas. ¡Si al llegar a la séptima estación ya no le alcanzaba el aliento! También ahora, cuando se aproximaba a las primeras casas del pueblo, notaba que le costaba respirar.
Hacía un rato que había amanecido. Como los mineros al salir del trabajo, el sol ascendía. Volaba rumbo a su cénit y ofrecía ya casi toda su luz, pero se guardaba, morosamente, parte de su calor. Celestino se cruzó con algunos vecinos que iban a las faenas del campo o, los más madrugadores, volvían de ellas. Sin embargo, tras los obligados saludos, no se detuvo. Tenía ganas de llegar a casa y terminar de asearse en el pilón del patio trasero. Después tomaría un tazón de leche caliente y se metería un rato en la cama. Defi nitivamente, no se encontraba bien. Incluso declinó la invitación para hacer una visita a Paco, el de la cantina.
La casa familiar se encontraba en un lateral de la plaza, algo alejada del resto. Era una casa de piedra y adobe a la que se accedía por una pequeña vereda de guijarros. Quiso acelerar el paso cuando una nueva punzada en el costado le hizo doblarse y casi perder el sentido. Volvió a notar el sabor metálico que le subía desde el pecho hasta el cuello y tuvo apenas tiempo de extraer del bolsillo del pantalón su moquero de tela, en el que recogió una bocanada de sangre rutilante.
Vio el pañuelo salpicado por la sombra de una mancha. Su trazo parecía un ramo de rosas rojas nacidas de las entrañas de la tierra.