OTROS RELATOS
Las entrañas Jesús Allende González
Un dolor punzante en el costado derecho le devolvió a la realidad. Desde las entrañas de la tierra, tras un turno de noche agotador y enfrascado en sus pensamientos, Celestino ascendía hacia la bocamina en compañía de otros mineros. En la jaula metálica, el grupo permanecía de pie y en silencio, los ojos rojos y el mirar apagado, sus caras tiznadas de negro. La luz incierta del alba los envolvió al salir a la superficie. Unas horas antes, mientras Celestino picaba en la rampa, el polvo del carbón le provocó varios golpes de tos, una tos violenta, espasmódica, incoercible. En aquel ambiente mefítico, la pequeña esponja que —sujeta a duras penas con una goma y los dientes— cubría su boca servía pobremente de barrera aislante. Después del último acceso, había notado en la garganta un sabor metálico y dulzón que se convirtió en náusea por efecto del polvo envolvente. Intentó respirar saliendo a la galería, donde el capataz vigilaba el llenado de los vagones. Allí experimentó un deseo imperioso e irracional de fumar. Llevaba varios meses sin encender un cigarrillo y la necesidad de hacerlo, fruto de la nostalgia del gesto, le sorprendió. En el edificio donde se encontraban los lavabos, la blancura de los azulejos contrastaba con el negro de las caras, con el color azul, oscurecido por el carbón, de los monos de trabajo y con los ribetes negruzcos que cercaban los ojos y rodeaban las uñas aún después de que los mineros se lavaran cara y manos. Se diría que un pintor invisible hubiese perfilado al carboncillo su mirada y las puntas de sus dedos. Celestino se secó, se vistió y salió al camino que le llevaba de regreso a casa. El pueblo distaba unos cinco kilómetros de la mina. Él y otros compañeros hacían a pie el trayecto de ida y vuelta al trabajo todos los días menos los domingos y fiestas de guardar. Entonces se ponían sus camisas blancas y chaquetas de traje para ir a misa primero y después a la cantina de Paco, a tomar unos vasos o a echar una partida de cartas.
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